Dios inventó el
matrimonio para que hombre y mujer expresen Su amor (es
decir, el amor de Dios), amándose mutuamente y uniéndose en carne y espíritu,
viviendo en unidad de corazón. El hombre agrada a Dios amando a su mujer, y la
mujer agrada a Dios amando a su marido. Si no se aman no agradan a Dios. El
matrimonio está hecho para dar gloria a Dios, y no le da gloria cuando en su
seno hay luchas y peleas, palabras ásperas y resentimientos, y peor aún,
deslealtad.
En
ningún lugar son más válidas las palabras de Pablo acerca del trato mutuo: “Vestíos
pues… de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre,
de paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos unos a otros, si alguno
tuviere queja contra otro…” (Col 3:12-14).
Si
marido y mujer se aman ¿cómo no han de dirigirse mutuamente palabras amorosas y
no coléricas, de ternura y no de reproche?
Que
sea una regla para marido y mujer nunca elevar la voz cuando discrepan, nunca
gritarse el uno al otro, y menos aun, insultarse. Los insultos degradan al
matrimonio. Y si tienen hijos ¿qué ejemplo les darán? Nunca deben dormir sin
haberse reconciliado si hubieran discutido. Pablo escribió: "No se ponga el sol sobre vuestro
enojo, ni deis lugar al diablo" (Ef. 4:26,27). Esas palabras se
aplican con mucha propiedad al matrimonio.
Si
marido y mujer se duermen estando enojados el uno con el otro, al día siguiente
el enojo habrá crecido y será más difícil aplacarlo. Si no hacen las paces
rápido, en pocos días puede surgir una brecha seria entre ambos. Eso es lo que
el diablo quiere: separarlos, enemistarlos, romper su unidad, que su amor se
agrie.
No
den pues los casados lugar al diablo en su matrimonio, guardando su enojo para
el día siguiente. La comida guardada para el día siguiente y recalentada,
muchas veces hace daño. El enojo mutuo trasnochado mucho más.
Los
maridos por lo general no son conscientes de que Dios les ha confiado una mujer
-como un padre terreno confía su hija a su yerno- y que él es responsable
delante de Dios del bienestar y de la
felicidad de ella. Algún día tendrá que darle cuenta de cómo cumplió ese
encargo. Si el marido no lo cumple bien, no le es grato a Dios y sus oraciones
tendrán estorbo, como dice Pedro: “Vosotros, maridos, igualmente, vivid con
ellas sabiamente, dando honor a la mujer como a vaso más frágil, y como a
coherederas de la gracia de la vida, para que vuestras oraciones no sufran
estorbo.” (1P 3:7).
Para
agradar a Dios el marido debe agradar a su mujer amándola como Cristo ama a la
Iglesia, muriendo por ella, cuidándola, santificándola (Ef 5:25,26). ¿Podemos
imaginar a Jesús maltratando a la Iglesia? Entonces ¿por qué maltratas a tu
mujer? ¿Cómo quieres que ella te respete? No puede respetar al que se comporta
como un bruto.
Pero
la mujer por su lado agrada a Dios respetando y amando a su marido. Ambos
agradan a Dios haciéndose felices el uno al otro. Si él no está contento con
ella, ni ella con él, Dios no estará contento con ambos.
Si
quieren agradar a Dios, agrádense mutuamente para que sean perfectamente unidos
en el amor. Obrando de esa manera cumplen la voluntad de Dios y atraen
bendiciones para su vida. Si no obran de esa manera, Dios no puede bendecirlos
a ellos como quisiera, ni bendecirá a sus hijos que, por lo demás, sufrirán a
causa de la división de sus padres.
La felicidad y el contentamiento de
la mujer –que se adivina en su rostro y en su mirada- es el mejor termómetro de
la piedad y de la madurez del marido. Si ella no es feliz, él está de alguna
manera fallando en el encargo que ha recibido. Si ella no es feliz, de más está
que él se arrodille pensando que sus oraciones serán escuchadas. Si ella le
guarda algún resentimiento justificado, de más está que lleve su ofrenda al
altar, pues no será bien recibida. Mejor será que se reconcilie con ella y
luego retorne para presentar su ofrenda o su petición, para que el Señor lo
escuche (Mt 5:23,24).
Y lo
mismo se aplica a la mujer. Dios los ha hecho mutuamente responsables de la
felicidad del otro y algún día les pedirá cuentas. ¿Hiciste feliz a tu mujer?
¿Hiciste feliz a tu marido?
Si
no lo hiciste, fallaste. Pero la responsabilidad principal está en el marido.
Para algo es la cabeza, para servir antes de mandar.
Si
no se hacen mutuamente felices están fallando, no sólo como esposos sino
también como padres y madres, porque los que no saben ser buenos esposos difícilmente
sabrán ser buenos padres. Si no saben cuidar del bienestar del cónyuge, tampoco
sabrán cuidar del bienestar de los hijos, pues ambas cosas están unidas, y
dependen del amor, de la sabiduría y de los frutos del Espíritu.
El
matrimonio es una escuela en que marido y mujer, soportándose y perdonándose
mutuamente (porque no son perfectos), amándose y sosteniéndose el uno al otro,
se perfeccionan y se santifican. Es una escuela en que aprenden a servirse el
uno al otro, y a sus hijos, para que el amor de Dios reine en el hogar. Denle
gracias a Dios por esa oportunidad que Él les da de limar sus diferencias y, al
mismo tiempo, limar las asperezas y deficiencias de su carácter, despojándose
del hombre viejo que les es obstáculo para amarse, porque amándose, aman al
Dios que los creó el uno para el otro.
[Pasaje
tomado de mi libro “Matrimonios que Perduran en el Tiempo”, (Vol II, por
publicar) Editores Verdad & Presencia. Av. Petit Thouars 1191, Santa
Beatriz, Lima, tel. 4712178.]
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