jueves, 25 de noviembre de 2010

JOSÍAS, EL ÚLTIMO REY PIADOSO DE JUDÁ - II

Por José Belaunde M.

En el artículo anterior narramos el inicio del reinado de Josías y su celo para limpiar su país de todas las huellas de la idolatría en que había caído; narramos la restauración del templo de Jerusalén que él emprendió, y cómo en el transcurso de esos trabajos se encontró el libro de la ley que se había perdido. Lo dejamos cuando, después de escuchar conmovido su lectura, mandó consultar a Dios por medio de la profetisa Hulda y oyó su respuesta.

Aunque el castigo del pueblo estaba anunciado como inevitable, Josías se propuso hacer todo lo posible para que el pueblo se reformara. Él comprobó que lo que había hecho hasta ese momento no era suficiente, que tenía que profundizar la reforma del culto y de las costumbres.

Convocó a todo el pueblo, desde los príncipes hasta los más humildes, y él mismo les leyó el libro de la ley: “Y subió el rey a la casa de Jehová con todos los varones de Judá, y con todos los moradores de Jerusalén, con los sacerdotes y profetas y con todo el pueblo, desde el más chico hasta el más grande; y leyó, oyéndolo ellos, todas las palabras del libro del pacto que había sido hallado en la casa de Jehová.” (2R 23:2)

Él tomó en serio su misión de hacer conocer al pueblo la palabra de Dios (como haría Esdras casi doscientos años después, Nh 8:1-3). Si a él lo había conmovido escucharla, pensó que el mismo efecto tendría sobre sus súbditos, y no se equivocó. Pero no le bastó haberse conmovido, sino que se comprometió él mismo a cumplir la voluntad de Dios, y comprometió al pueblo a hacerlo.

“Y poniéndose el rey en pie junto a la columna, hizo pacto delante de Jehová, de que irían en pos de Jehová, y guardarían sus mandamientos y sus estatutos con todo el corazón y con toda el alma, y que cumplirían las palabras del pacto que estaban escritas en aquel libro. Y todo el pueblo confirmó el pacto." (2R 23:3).

El pueblo dio su asentimiento y confirmó el pacto que Josías había hecho en nombre propio y en nombre de ellos. Ese pacto no era un pacto nuevo, estrictamente hablando, sino era la renovación del pacto que el pueblo hebreo había celebrado con Dios en el Sinaí cuando recibió las tablas de la Ley (Ex 24:7; 34:8-10). (Nota 1)

¡Feliz el pueblo que tiene un gobernante que ama la palabra de Dios y la pone en práctica! “Cuando los justos gobiernan el pueblo se alegra”, dice Pr 29:2. Si el pueblo estuviera siempre dispuesto a vivir acatando la ley de Dios, y sus autoridades estuvieran dispuestas a gobernar según sus mandatos, como lo estaban Josías y sus colaboradores, la nación sería feliz y prosperaría.

El Perú goza actualmente de prosperidad económica, pero todavía hay mucha pobreza y desigualdad; y ahora el país está afligido por el resurgimiento del terrorismo en el VRAE, y por el aumento de la delincuencia, así como por la inseguridad resultante. Necesitamos que el celo de Josías venga sobre nuestros gobernantes.

¿Pero fue esta renovación del pacto hecha por Josías y el pueblo, suficiente para borrar el efecto de décadas de idolatría en los corazones y hacer que todos se volvieran sinceramente a Dios? Los acontecimientos posteriores, como veremos más adelante, demostrarían que no. Durante la vida del rey piadoso el pueblo, en efecto, no se apartó de la voluntad de Dios expuesta en la ley que habían oído, al menos en lo exterior, pero en su interior deseaban regresar a sus ídolos, tal como Jeremías constantemente denunciaría. (2)

Sin embargo, Josías no perdió tiempo para poner en obra las palabras del pacto renovado, y terminó de limpiar el templo de todo rezago y de toda huella de idolatría, quemando los utensilios del culto de Baal y de Asera. (3)

Demolió el santuario que había en el valle de Hinnom (Ge-Hinnom), al Sur de la ciudad, donde se realizaba el culto de la fertilidad y donde había sacrificios humanos. Quemó ahí además la imagen de Asera que había en el templo, y la convirtió en polvo (v.6; c.f. Ex 32:20). El lugar se convirtió en un muladar en donde se quemaba la basura de la ciudad. De ahí viene que su nombre se convirtiese en sinónimo del infierno. (gehena en griego). Profanó el altar a Moloc (tofet) “para que ninguno pasase a su hijo o hija por fuego.” (v. 10).

Se prohibió a los sacerdotes idólatras quemar incienso en los lugares altos en Judá y en los alrededores de Jerusalén, algo que su bisabuelo Ezequías, ochenta años antes, no había logrado del todo. “Y asimismo (quitó) a los que quemaban incienso a Baal, al sol y a la luna, y a los signos del Zodíaco y a todo el ejército de los cielos.” (v.5).

Todas estas medidas llevaron a la centralización del culto en Jerusalén, tal como estaba prescrito en Dt 12:5-14.

Destruyó además el santuario cismático que Jeroboam, hijo de Nabat, había levantado en Betel (1R 12:25-29), y quemó la estatua de Asera que allí había (2R 23:15).

En su recorrido por el territorio del Norte haciendo limpieza de ídolos, sacó los huesos de los sepulcros y los quemó sobre los altares de los lugares altos para profanarlos. Pero respetó la tumba del varón de Dios que, trescientos años, antes había profetizado que algún día habría un rey que se llamaría Josías, y que haría las cosas que él estaba haciendo (v. 16-18. C.f. 1R 13:1-3).

Cuando hubo terminado la obra de limpieza de las idolatrías en el territorio de Judá y del antiguo reino de Israel, regresó a Jerusalén para celebrar la Pascua.

El 2do libro de Crónicas dedica todo un capítulo a describir la Pascua que Josías mandó celebrar en el año 18 de su reinado, cuando tenía 26 años (621 AC), y de la que se dice que desde los tiempos de Samuel no se había celebrado una Pascua semejante, tan brillante, gozosa y abundante (2R 23:22; 2Cro 35:18), ni siquiera incluso bajo los reinados de David y Salomón. Una característica especial de esta Pascua fue que se celebró en el santuario de Jerusalén, donde asimismo se sacrificaron los corderos pascuales, y no como en otras oportunidades, en diversas ciudades del territorio.

Recuérdese que Ezequías había celebrado también una Pascua fastuosa al culminar sus reformas (2Cro 30. Véase mis artículos “Ezequías celebra la Pascua” I y II).

Un producto importante de la reforma llevada a cabo por Josías –señala el historiador F.F. Bruce- fue la compilación final de los escritos históricos que cubren el período que va desde la conquista de Canaán hasta su propio reino, y que figuran en los libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes. No que todo su contenido fuera escrito en su tiempo, sino que se redactaron incorporando material histórico ya existente, que debe haber sido en parte contemporáneo a los sucesos narrados en sus diferentes secciones. La intención de esos libros no era hacer una crónica secular de los acontecimientos, sino hacer un registro de los tratos de Dios con su pueblo, desde el punto de vista de la perspectiva profética, por lo que se piensa que esos libros deben haber sido compilados en su mayor parte por miembros de las escuelas de profetas.

Para realizar sus reformas Josías contó con el apoyo de dos jóvenes profetas: el primero de ellos es Sofonías, posiblemente pariente suyo, que antes de que el rey llevara a cabo lo más significativo de sus reformas, predijo algunas de las cosas que él haría (Sof 1:4-6). Pero el más importante de ambos es sin duda Jeremías, que empezó su ministerio en el año décimo tercero del reinado de Josías, un año después de que el rey empezara su obra de limpieza, y cinco años antes de sus principales reformas.

Sin embargo, Jeremías previó que la renovación del pacto hecha por Josías no iba a cambiar radicalmente la conciencia y las costumbres idolátricas del pueblo, tal como tampoco el pacto sinaítico pudo hacerlo, porque la gente no había nacido de nuevo. Ese nuevo nacimiento se produciría sólo cuando viniera el nuevo pacto que él predijo que Dios haría con Israel, el cual transformaría realmente los corazones, y en el que las leyes de Dios estarían grabadas, no en tablas de piedra como en el Sinaí, sino en los corazones de la gente.

Él se refería naturalmente al nuevo pacto que, sabemos, sería inaugurado por Jesús al celebrar la Última Cena: “He aquí que vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto, aunque yo fui un marido para ellos, dice Jehová. Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón, y yo seré a ellos por Dios y ellos me serán por pueblo. Y no enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce a Jehová, porque todos me conocerán, desde el más pequeño hasta el más grande, dice Jehová; porque perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado.” (Jr 31:31-34).

Seiscientos años habían pasado desde el pacto sinaítico; seiscientos años más pasarían hasta el advenimiento de Cristo. “Pero en la víspera de la catástrofe nacional, que nadie previó con tan terrible claridad como Jeremías, este rayo de luz aparece para iluminar el futuro con esperanza divina”, escribe F.F. Bruce.

Entretanto la historia seguía su curso implacable. El año 616 AC se estableció una nueva dinastía caldea en Babilonia, que invadió Asiria, ya muy debilitada. Pero Asiria recibió apoyo de Egipto, al que no convenía que se estableciera una nueva potencia al Norte de su reino.

Durante once años Egipto sostuvo a Asiria contra sus enemigos. Sin embargo, el año 612 Nabucodonosor, príncipe heredero de Babilonia, conquistó, en alianza con los medas, Nínive, la capital de Asiria, y la destruyó, para alegría de todos los pueblos que habían sufrido bajo su yugo.

El profeta Nahum cantó al respecto: “¡Ay de ti, ciudad sanguinaria, toda llena de mentira y de rapiña, sin apartarse del pillaje! Chasquido de látigo, y fragor de ruedas, caballo atropellador y carro que salta; jinete enhiesto, y resplandor de espada y resplandor de lanza; y multitud de muertos, y multitud de cadáveres…” (Nh 3:1-3). Nótese el aliento poético de ese pasaje que utiliza las imágenes de una batalla para describir la caída de la gran ciudad.

No obstante, el reino asirio sobrevivió a la destrucción de su capital gracias al apoyo egipcio. En el curso de su política proasiria, el faraón Necao marchó al Norte para venir en auxilio de Asiria, pero fue detenido en el valle de Meguido por el rey Josías que, al menguar el poderío asirio, había logrado reconstruir su ejército.

Josías sin duda pensaba que la desaparición definitiva de Asiria era esencial para que Judá pudiera conservar su independencia. Su motivación era buena pero su estrategia era equivocada. Él no podía hacer frente a un poder mucho más grande que el suyo, salvo que Dios lo respaldara. Al inclinarse indirectamente a favor de Babilonia no pensó que el naciente poder caldeo podía llegar a ser tan enemigo de Judá como lo había sido Asiria.

Necao le mandó decir: “¿Qué tengo yo contigo, rey de Judá? Yo no vengo contra ti sino contra la casa que me hace la guerra; y Dios me ha dicho que me apresure. Deja de oponerte a Dios, quien está conmigo, no sea que Él te destruya.” (2Cro 35:21)

Pero Josías no le hizo caso: “Mas Josías no se retiró sino que se disfrazó para darle batalla, y no atendió a las palabras de Necao, que eran de boca de Dios; y vino a darle batalla en el campo de Meguido.” (2Cro 35:22).

¿Por qué Josías no creyó que las palabras de Necao venían de Dios? Quizá él pensó que Dios no le hablaría a través de un soberano pagano. Olvidó que Dios había hablado no sólo a través de un profeta pagano (Balaam), sino también a través de un asna (Nm caps. 22 al 24). Desde el punto de vista práctico es interesante constatar que Dios puede efectivamente hablarnos alguna vez a través de personas del mundo o incrédulas.

Pero sobre todo ¿Por qué no consultó Josías a Dios, como había hecho anteriormente, acerca de lo que debía hacer? Quizá ése sea el motivo por el cual Jeremías es parco en el elogio que ha dejado escrito acerca de Josías.

Josías había obrado imprudentemente al enfrentarse a un ejército más poderoso que el suyo y cayó en la batalla: “Y los flecheros tiraron contra el rey Josías. Entonces dijo el rey a sus siervos: Quitadme de aquí, porque estoy gravemente herido. Entonces sus siervos lo sacaron de aquel carro, y lo pusieron en su segundo carro que tenía (posiblemente el carro real con que había venido a la batalla, antes de pasarse disfrazado al otro carro menos adornado), y lo llevaron a Jerusalén donde murió; y lo sepultaron en los sepulcros de sus padres. Y todo Judá y Jerusalén hicieron duelo por Josías. Y Jeremías endechó en memoria de Josías…” (2Cro 35:24,25ª). Pensemos: Con cuánta frecuencia ocurre que cuando las personas justas mueren nos damos cuenta de su valía y les rendimos el homenaje que les negamos en vida.

Un triste e inesperado final para un gran rey. Pero ¿no había predicho Hulda que Josías moriría en paz? (2Cro 34:26-28; 2R 22:18-20) Esa profecía se cumplió en dos sentidos:

1) Aunque Josías fue herido en batalla, él murió en su cama, sin duda rodeado de los suyos; y

2) Él no vio el desastre que poco después se abatiría sobre su país. No contempló el final de la independencia de Judá, ni su ruina.

Es paradójico contemplar cómo un soberano piadoso como Josías, que buscó siempre servir a Dios fielmente, pudo en un momento crucial de su vida, obrar de acuerdo a su propio criterio y no buscar el consejo de Dios antes de tomar una decisión estratégica tan importante. ¿Se habría él envanecido? ¿O pensaría que Dios respaldaba todo lo que hiciera?

¿Podemos nosotros reprochárselo? ¿No obramos nosotros acaso a veces de manera semejante, creyéndonos seguros de lo que hacemos y sin consultar a Dios, como si no fuera siempre necesario?

Lo cierto es que la muerte prematura de Josías fue una catástrofe de graves consecuencias para el reino de Judá -que perdió su recién conquistada independencia- así como para la causa de la restauración del culto al Dios verdadero, en la cual se produjo de inmediato un grave retroceso.

A Josías debía sucederle su hijo mayor, Eliaquim, pero el pueblo se opuso, porque conocían su carácter déspota, y colocó en su lugar al segundo de los hijos de Josías, a Joacaz. Pero éste, no se sabe exactamente por qué motivo, sea porque Necao consideró que había sido nombrado sin consultarle (y él consideraba a Judá como un reino vasallo suyo), sea por intrigas del Eliaquim, a los tres meses fue depuesto por el faraón y llevado prisionero a Egipto donde murió. Necao colocó en su lugar al repudiado Eliaquim, y como para afirmar su autoridad sobre el reino, le cambió el nombre, llamándole Joacim. Nótese que Jeremías denuncia en numerosos pasajes de su libro la política pro egipcia seguida por Joacim (Véase por ej. Jr 2:36,37).

Debido a la torpeza del nuevo rey y de sus príncipes, que no hicieron caso de las advertencias apremiantes que les hacía Jeremías, el año 597 AC Jerusalén fue conquistada por las tropas de Babilonia.

El año 587 AC, debido a la negativa del nuevo rey, Sedequías, de someterse a Babilonia, como le aconsejaba Jeremías, Jerusalén fue sitiada y destruida por Nabucodonosor, y el templo fue quemado. Sedequías fue llevado ciego y encadenado a Babilonia (2R 25:1-7), y lo mejor del pueblo fue llevado cautivo a esa ciudad.

Las profecías de Hulda y de Jeremías, que anunciaban la catástrofe, se cumplieron al pie de la letra, y el reino de Judá perdió definitivamente su independencia, que no recuperaría sino cuatrocientos años después con la rebelión macabea, pero por poco tiempo, pues medio siglo antes de que naciera Jesús, Israel fue conquistado por el imperio romano.

El libro de Reyes dice acerca del rey Josías: “No hubo otro rey antes de él, que se convirtiese a Jehová de todo corazón, de toda su alma y de todas sus fuerzas, conforme a toda la ley de Moisés; ni después de él hubo otro igual.” (2R 23:25).

Pero enseguida añade: “Con todo eso, Jehová no desistió del ardor con que su ira se había encendido contra Judá, por todas las provocaciones con que Manasés le había irritado. Y dijo Jehová: También quitaré de mi presencia a Judá, como quité a Israel, y desecharé a esta ciudad que había escogido, a Jerusalén, y la casa de la cual había yo dicho: Mi nombre estará allí.” (vers. 26,27)

El pecado en que había incurrido Judá durante décadas era demasiado grave, y su conversión durante el reinado de Josías no había sido suficientemente profunda y sincera, como para que Dios desistiera de sus propósitos. Sin embargo, el rey Josías ha quedado como un ejemplo de piedad y de fidelidad a Dios que nosotros haríamos bien en imitar. Desde muy temprano buscó al Señor, como hemos visto al comienzo de este relato, y se propuso seguir el buen ejemplo de su antepasado David; mostró un amor reverente por la palabra de Dios; buscó conocer la mente de Dios para sí mismo y para su pueblo; proclamó la palabra de Dios sin temor, y consagró su vida a cumplir su santa voluntad.

Nota: 1. Josué. poco antes de morir, hizo también que el pueblo renovara el pacto hecho en el Sinaí y se comprometiera a cumplir todos los estatutos de Dios (Jos 24:19-28)
2. En un oráculo pronunciado en el cuarto año del rey Joacim, Jeremías recuerda al pueblo que desde el año trece del rey Josías, durante veintitrés años, él les había hablado, exhortándolos a apartarse del mal camino, pero no lo habían escuchado (Jr 25:3-7)
3. Así como Josías limpió el templo de Dios de todos los ídolos que lo mancillaban, de igual manera debemos nosotros limpiar el templo del Espíritu Santo, que es nuestro cuerpo, de todos los ídolos vanos que lo contaminan.

Bibliografía: Además de los comentarios de M. Henry, M. Poole y J. Gill, que suelo consultar con frecuencia, me han sido útiles el comentario de C.F. Keil sobre Reyes y Crónicas, la “Historia de Israel” de G. Ricciotti, “Israel and the Nations” de F.F. Bruce, y “Handfuls on Purpose” de James Smith.

#652 (14.11.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

1 comentario:

Anónimo dijo...

buen post, felicitaciones desde Chile