viernes, 23 de noviembre de 2012

LA VID VERDADERA I


Por José Belaunde M.
LA VID VERDADERA I
Un Comentario de Juan 15:1-6

Después de haberles hablado a sus discípulos mientras estaban en el Cenáculo acerca de la promesa del Padre y de la venida del Espíritu Santo, así como de su próxima partida, Jesús les pide a sus discípulos que se levanten y lo acompañen a donde Él se dirige (Jn 14:31).
En el camino Él les sigue hablando y les dice: “Yo soy la vida verdadera, y mi Padre es el labrador.” (15:1). Él se compara a sí mismo con una vid, el arbusto de tronco débil y ramas retorcidas del que brotan las uvas. No escoge para la comparación ninguno de los árboles de tronco enhiesto que también producen frutas, como el naranjo o el manzano, sino el arbusto cuyas ramas se arrastran por tierra.
La vid era una de las plantas más cultivadas en Israel, pues producía no sólo la fruta que les servía de alimento sino, sobre todo, el jugo con el cual, al fermentar, se preparaba el vino. Él escoge esta planta característica de los campos de Israel, como ejemplo para hablar de sí mismo y de su relación con su Padre, y con sus discípulos y, más allá de ellos, con la iglesia, porque es la más adecuada.
La planta se presta a esa comparación por su estructura: Primero, porque tiene raíces profundas de las que surge un tronco del que parten las ramas (sarmientos y pámpanos) de las que brotan los racimos de uvas. Segundo, porque desde la raíz hasta las ramas circula la savia que mantiene en vida la planta, símbolo de la gracia. Tercero, Jesús se compara a la vid porque ella es la más fructífera de todas las plantas en relación a su tamaño, y porque produce el fruto más exquisito, más jugoso, del cual se hace el vino que alegra los corazones, símbolo de la vida en el espíritu.
Pero ¿por qué dice Jesús que Él es la vid verdadera? (Nota 1)
Isaías compara a Israel con una viña (2) el viñador, que es Dios, había plantado amorosamente, y a la que dedicó todo su cuidado, y que, sin embargo, le dio uvas silvestres, es decir, agrias, en lugar de uvas dulces. (Is 5:1-7). En castigo de su mala conducta, Dios rompió su vallado y dejó que los extranjeros la pisaran hasta quedar desolada y desierta.
El Salmo 80 habla también de una vid que el Señor hizo traer de Egipto, y que cultivó con esmero al punto que “los montes fueron cubiertos de su sombra,” y que “extendió sus vástagos hasta el mar”. Sin embargo el Señor rompió sus vallados y la dejó a merced de todos los que pasaran, hasta que fue “quemada a fuego”. (Sal 80:8-16).
Al usar la imagen de la vid, Jesús está diciendo que la verdadera vid no es aquella del pasado, el pueblo de Israel, que fue abandonado por Dios a causa de su infidelidad, sino que Él es la vid que su Padre ha plantado, y que cuidará para que crezca y se extienda, y que sus pámpanos den abundante fruto. (3)
Como durante la cena que habían celebrado en el Cenáculo poco antes, Él les había repartido para que la bebieran la copa de vino que es su sangre, la mención de la vid en el contexto de esta conversación, digamos de sobremesa, tiene mucho sentido (Mt 26:27,28).
Él es pues la vid verdadera, y su Padre es el labrador que la cultiva después de haberla sembrado. Es obvio que en esta metáfora la siembra de la vid se refiere a la encarnación.
¿Qué es lo que el labrador hace con la vid una vez sembrada en surcos a lo largo de las pendientes de las colinas? Hasta donde yo sé la vid apenas necesita ser regada, pues se nutre de la humedad que conserva la tierra donde previamente cayó la lluvia. Es un cultivo de secano.
Mientras crece la tierra debe ser removida, y limpiada de malas hierbas para que no ahoguen a la plantita. Pero la tarea más importante que realiza el labrador con la vid es la poda.
A eso se refiere Jesús en el versículo siguiente:

2. “Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto.”
Las ramas en las que no han surgido los brotes que se convertirán en uvas, el labrador las corta y las separa; y toda rama que muestra las uvas en ciernes, él la limpia, quitándole las hojas excedentes.
¿Con qué fin hace eso el labrador? Para que cada rama de la vid pueda producir la mayor cantidad posible de racimos de uva.
Los sarmientos que brotan del tronco de la vid verdadera que es Jesús, son sus discípulos. Los de entonces y los de todos los tiempos. Brotaron, o fueron injertados, y están adheridos a la vid con un fin: dar fruto. El discípulo que no da buen fruto es arrancado de la vid por inútil, pero el que sí lleva fruto es podado, limpiado para que sea más fructífero.
Ese es el trabajo que Dios hace con nosotros, no una sola vez, sino constantemente: Podarnos, limpiarnos, purificarnos, para que le demos gloria con nuestro fruto.
A sus discípulos que han estado con Él durante los últimos tres años Él les dice: “Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado.” (v.3) La palabra por medio de la cual se efectúa la poda tiene la virtud de limpiarnos de impurezas. Ya ellos han sido podados por la palabra que han escuchado durante todo ese tiempo, y están listos para dar fruto abundante.
A continuación Él les exhorta (a ellos y a nosotros): “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí.” (v.4).
Es necesario que permanezcamos unidos a Él, y que su Espíritu permanezca en nosotros. El argumento que Él da es obvio y, sin embargo, debe ser interiorizado por nosotros, porque podríamos fácilmente olvidarlo y creernos independientes de Dios. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece unido a la vid, recibiendo vida de la savia que circula por el tronco desde las raíces, tampoco el creyente puede dar fruto alguno si no permanece unido a Jesús que es la fuente de su vida. Toda ilusión que se tenga en sentido contrario es vana.

5. “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer.”
En este versículo Jesús hace explícito lo que en los párrafos anteriores permanecía implícito, aunque era obvio. Él es la vid, la planta entera, nosotros somos las ramas de la vid, los sarmientos o pámpanos. Notemos -porque esto es muy singular e importante- que no dice “yo soy el tronco de la vid y vosotros las ramas”, como a veces se interpreta, sino dice “yo soy la vid”, lo que incluye a la planta entera, raíces, tronco, ramas, hojas y racimos.
En otras palabras, insertos en Él, nosotros formamos parte de la vid verdadera; formamos un todo con Él. Aunque Él hablaba con sus discípulos estando todavía en vida, Él se estaba refiriendo a una realidad ulterior que se manifestará después de su ascensión al cielo.
A esa realidad alude Efesios cuando dice: “El marido es cabeza de la mujer como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo”. (Ef 5:23). Aludiendo a lo mismo Efesios dirá enseguida: “Porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos.” (5:30).
Poco antes ha dicho esa epístola, refiriéndose a esa realidad del cuerpo de Cristo, esto es, a la relación íntima que existe entre Él y nosotros, y entre sus hermanos, los cristianos, entre sí: “porque somos miembros los unos de los otros” (4:25). Somos parte de la vid verdadera. Por eso puede decir:
“El que permanece en mí y yo en él, este lleva mucho fruto”. ¿Quién es el que permanece en Él, y viceversa? ¿Y cómo se da esa permanencia?
Está en Él y permanece en Él, el que tiene el Espíritu de Cristo morando en Él por la fe, desde el momento en que nace de nuevo (1Cor 3:9). Desde el instante en que el Espíritu de Cristo entra en una persona, esa persona está en Cristo y permanece en Cristo, y Cristo en él, mientras no lo rechace consciente y voluntariamente, apartándose de la fe.
Lo que nos mantiene unidos a Cristo es la fe. Esa unión no es estática sino dinámica, pues puede ser más o menos íntima y efectiva, en la medida en que nosotros llevamos nuestra fe a la práctica mediante nuestras obras; en la medida que busquemos aumentar nuestra comunión con Él mediante la oración y la práctica de la presencia de Dios; y en la medida en que nos llenemos de su amor.
El que permanece en Él recibe la savia del tronco, que es la vida de Cristo, y puede gracias a ella llevar mucho fruto y ser luz del mundo. (Mt 5:25).
Enseguida Jesús afirma algo que es el corolario de lo anterior, pero que hace bien en recalcar: Separados de Él no podemos hacer nada, somos impotentes en términos espirituales, tal como la rama que es separada de la vid deja de producir racimos de uvas y se seca.
Podemos hacer muchas cosas en el mundo estando separados de Él. Incluso hay ciertas cosas que sólo podemos hacer, como condición previa, si estamos separados de Él completamente; cosas que Él detesta, y que podrían acarrear nuestra condenación. Pero nada podemos hacer de bueno, nada que traiga bendición para nuestra vida y para la de otros, si no permanecemos unidos a Él, porque la fuerza, el poder para hacerlas nos vienen de Él.
Pero el enemigo es tan astuto que puede simular esa permanencia cuando la hemos perdido, o hacernos creer que en nuestras propias fuerzas podemos llevar mucho fruto, y hacer grandes cosas en el espíritu sin depender de Jesús. ¡Vana ilusión! Nuestra vida depende totalmente de Él.

6. “El que en mí no permanece, será echado fuera como pámpano, y se secará; y los recogen, y los echan en el fuego, y arden.”
¿Cuál es la suerte del que no permanece en Él? Como la rama que se ha separado del tronco ya no recibe la savia que le da vida, el que no permanece unido a Jesús, deja de dar fruto y se marchita. Entonces los viñadores vienen y lo echan fuera de la viña para que no estorbe, y no contamine al resto de las vides. Una vez hecho eso los viñadores vienen y recogen las ramas que han sido desechadas, las juntan y les prenden fuego para que ardan hasta consumirse (cf Mt 13:30).
Este versículo es una alusión a la condenación eterna, al fuego del infierno que amenaza a todo el que, habiendo conocido a Dios, no permanece fiel. Su castigo será mayor que el que reciba el que nunca lo conoció.
De este versículo se deduce que sí es posible que el que ha conocido a Dios pueda apartarse de Él, algo que algunos niegan. Pero Jesús afirma explícitamente que el que no permanece en Él, es apartado y se condena. No lo mencionaría si fuera imposible que suceda.
Enseguida Jesús pone dos condiciones para que nuestras oraciones reciban respuesta. Pero de eso hablaremos en la próxima entrega.

Notas: 1. En griego literalmente: “Yo soy la vid, la verdadera.”

2. Los reyes macabeos hicieron acuñar monedas que en un lado llevaban grabada una vid. El rey Herodes, el Grande, hizo adornar una de las puertas del templo reconstruido por él, con la figura de una vid labrada en la piedra.

3. Al hablar de la vid Jesús puede haber recordado cómo numerosos pasajes proféticos mencionan en parábolas a la viña (es decir, al sembrío de vides) como símbolo de su pueblo, tales como Is 27:2,3; Jer 2:21; 5:10; 10:9; 12:10,11; Ez 15:1-8; 17:5-10; 19:10-14; Os 10:1; Jl 1:7. Él mismo se valió de la viña, más de una vez, como imagen para ilustrar sus parábolas (Mt 20:1; 21:28; 21:33-43; Lc 13:6).

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Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
   “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

g#752 (11.11.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

jueves, 15 de noviembre de 2012

LA CONFIANZA


Por José Belaunde M.

LA CONFIANZA

Uno de los errores más frecuentes que cometen los seres humanos, e incluso los que se dicen cristianos, es poner su confianza en otros seres humanos en vez de ponerla en primer lugar en Dios.
Podemos decir, en general, que todos tenemos confianza en determinadas personas. Si no fuera así, la vida sería imposible, empezando por la vida familiar. Es imposible que exista convivencia humana, sin que exista cierto grado de confianza entre las personas. Aunque nuestra confianza pueda ser cautelosa, o esté limitada a ciertos aspectos, todos, de una manera u otra, confiamos en nuestros familiares, confiamos en nuestros amigos, confiamos en nuestros compañeros de trabajo, confiamos en nuestros jefes, en nuestros empleados, etc.
Pero ¡cuántas veces hemos sido defraudados! ¡Cuántas veces la persona en quien más confiábamos comete, involuntariamente o por negligencia, un grave error que nos perjudica, o nos vuelve las espaldas cuando más la necesitamos! ¡O peor aun, nos traiciona!
No hay quien no haya pasado por este tipo de experiencias, que suelen ser muy dolorosas y hasta traumáticas, cuando la persona que nos falla es precisamente la que más amamos.
Pero no deberíamos sorprendernos ni quejarnos de que eso ocurra, porque es inevitable que las personas nos fallen. Es inevitable porque el ser humano es por naturaleza falible, limitado, sujeto a error, egoísta, desconsiderado. Tiene que ocurrir un día.
Sólo hay un ser que es enteramente confiable; un ser que no es limitado ni falible, que no puede cometer errores y que no es egoísta, sino, al contrario, absolutamente desinteresado; y que, además, nos ama infinitamente. Ese ser es Dios.
El salmo 62 dice: "Alma mía, sólo en Dios reposa, porque Él es mi esperanza. Sólo Él es mi roca y mi salvación, mi refugio..."  (v. 5 y 6). Y en otro lugar dice: "Sólo en Dios se aquieta mi alma, porque de Él viene mi esperanza." (v. 1).
Si hay alguien en quien yo puedo descansar, que me puede hacer dormir tranquilo, ése es Dios.
Pero nosotros tendemos a poner nuestra confianza en seres humanos porque son ellos los que tenemos a nuestro lado, son ellos a quienes vemos, son ellos con quienes tratamos, son ellos a quienes amamos y, precisamente porque los amamos, confiamos en ellos. A Dios no lo vemos, no sabemos donde está; ni siquiera sabemos si nos oye; o no estamos seguros de que, si nos oye, quiera hacernos caso.
Eso es así, porque no conocemos a Dios, no lo tratamos y por eso no le tenemos la fe que debiéramos tener. ¿Dónde estará Dios? ¿En qué confín del cielo?
Hay tantas personas que se dicen cristianas -y quizá lo sean- que tienen una concepción de un Dios distante, quizá Creador todopoderoso y amante, pero que no interviene en los asuntos humanos, que no se mezcla en nuestros problemas. Ésa es quizá la concepción que tiene la mayoría de la gente. Los que la tienen son deístas en la práctica sin saberlo (Nota 1). ¡Cuán equivocados están! ¡No conocen a Dios y por eso piensan así!
Generalmente nuestra confianza en las personas depende de cuánto las conozcamos. Nadie confía en un desconocido. Sería una grave imprudencia. Es cierto que a veces la cometemos de puro ilusos que somos. Pero a medida que tratamos a la gente, inconcientemente la juzgamos, y evaluamos, con mayor o menor acierto, hasta qué punto podemos confiar en ellos. Adquirimos también cierta experiencia. Si hemos ido encargando a un empleado diversas tareas y responsabilidades, y siempre las hace bien, terminará por convertirse en nuestro empleado de confianza. La confianza nace y crece con el uso. La confianza engendra también una cierta forma de cariño, aun entre superior y subordinado. Al final todos terminamos amando a las personas en quienes podemos confiar, aunque sean nuestros empleados (2). Tanto más entre personas cuya relación las sitúa en el mismo nivel, sean amigos, familiares o enamorados. Solemos amar a las personas en quienes confiamos, precisamente porque confiamos en ellas. Tener alguien en quien podemos confiar realmente es algo que a todos nos proporciona seguridad ¡y qué triste es no tener a esa persona!
Si conociéramos a Dios, si realmente le conociéramos y tratáramos con Él con frecuencia, entonces sabríamos por experiencia cuánto podemos confiar en Él; sabríamos que es alguien en quien realmente sí podemos confiar a ciegas.
Mucha gente piensa que Dios no se ocupa de nuestros asuntos particulares, que está demasiado lejos, o es demasiado grande, o está demasiado ocupado en el gobierno del universo inmenso para intervenir en nuestras minucias. Pero Jesús dijo que hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados (Lc 12:7). De todo lo que nos sucede Él está enterado, y está mejor informado que nosotros mismos, porque nos conoce al revés y al derecho y por dentro.
No sólo de nosotros está enterado, sino de toda su creación. Jesús dijo que no cae a tierra un sólo pajarillo a tierra sin nuestro Padre (Mt 10:29).
Quizá alguno objete: ¿Cómo puede Dios estar al corriente de todo lo que ocurre en el mundo? ¿Es decir, de trillones y trillones de ocurrencias diarias? Sí puede. No juzguemos lo que Él puede hacer por lo que nosotros podemos, por los parámetros de nuestra mente limitada. Nosotros sólo podemos estar al tanto de unas cuantas cosas. Si pretendemos abarcar más, las cosas se nos escapan, y no podemos poner la atención en más de una cosa a la vez.
El refrán "Quien mucho abarca, poco aprieta" no se aplica a Dios, porque Él tiene una mente infinita. Él no se cansa, ni se adormece, dice su palabra (Sal 121:3). Él no duerme ni se aburre. Él puede poner su atención simultáneamente en un número infinito de detalles, porque Él tiene una atención infinita.
Él es como una computadora que tuviera una memoria infinita, una velocidad de procesamiento instantánea, y que estuviera conectada en línea con un número infinito de terminales o estaciones de trabajo, y a todas atendiera en tiempo real a la vez.
Él nos trata y nos considera a cada uno de nosotros como si fuéramos la única persona viva sobre la tierra, la única que existiera. Porque para Él somos en verdad únicos e irremplazables. Por eso dice su palabra en Isaías: "Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque ella olvide, yo nunca me olvidaré de ti" (Is 49:15). Eso dice Dios de nosotros por boca del profeta.
Imaginemos una madre que sólo tuviera un hijo. ¡Qué no haría esa madre por ese hijo! Así es como Dios mira a cada criatura que pisa la tierra: como si fuera el único.
Eso es para nosotros inimaginable, inconcebible. El rey David hablando de cómo Dios conoce nuestras palabras aun antes de que se formen en nuestra boca, escribía: "Pues aun no está la palabra en mi boca, y he aquí, oh Jehová, tú la sabes toda… Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí. Alto es, no lo puedo comprender" (Sal 139:4,6).
Lo que ocurre es que como no estamos acostumbrados a tratar con Dios, no lo conocemos. Y nadie confía en quien no conoce, a menos que esté loco. ¡Ah, si le conociéramos! Dios nos dice a cada uno de nosotros lo que Jesús le dijo a la Samaritana: "¡Si conocieras el don de Dios y quién es el que te habla!" (Jn 4:10). Si conociéramos realmente cómo nos ama, nos caeríamos de espaldas.
El salmo 146 dice: "No confiéis en príncipes (esto es, en hombres importantes), ni en hijo de hombre, porque no hay en él salvación. Apenas exhala su espíritu, vuelve a la tierra y ese mismo día perecen sus pensamientos." (v. 3,4)
Hemos puesto nuestra confianza en una persona, en su apoyo, en su conocimiento, en su consejo, en su influencia, en su dinero; en una persona cuya vida, en verdad, como la de todos, pende de un hilo. De repente un día muere y ya no está ahí. Todo su conocimiento, toda su influencia, todo su poder, todas sus intenciones de ayudarnos, se las tragó la tierra, desaparecieron. Ya no puede hacer nada por nosotros.
Y si la persona amada, cuyo abrazo nos confortaba, ya no está ahí ¡Qué vacío deja en nuestras vidas!
Pero Dios nunca desaparece, nunca nos falta, siempre está ahí.
Yo no quiero decir que no confiemos ni que nos apoyemos en nadie. La vida sería imposible si no pudiéramos contar con las personas, como ya he dicho. Y claro que sabemos cuánta ayuda en un momento difícil nos prestan. Pero ¿en quién confiamos primero? ¿En quién confiamos más?
Si sobreviene de improviso un problema serio, que nos angustia, nos decimos: ¿A quién llamo? ¿A mi abogado? ¿Al serenazgo? ¿A mi amigo, el general de policía? ¿A mi tío, que tiene influencia?
Si se mete un ladrón a tu casa, antes de coger el teléfono para pedir auxilio, o de correr a la ventana para gritar, pídele auxilio a Dios. Él está ahí, Él está ahí, y puede hacer mucho por ti. Cuánto más grave el peligro, tanto más cerca está Él. Y cuánto más confías en Él, más podrá hacer por ti. Es como si nuestra confianza aumentara sus posibilidades, como si agrandara su campo de acción.
Por de pronto, confiar en Él te dará serenidad y eso es ya un buen comienzo. Pero puede hacer mucho más. Puede hacer que el ladrón se asuste y se vaya. Puede hacer que el asaltante se confunda y tropiece. ¡Jesús! es un grito que ha salvado a muchos del peligro. Ten su nombre bendito a la mano; es decir, en la punta de tu lengua, como lo tenían los antiguos. ¿Y cómo lo tendrás a la mano si no lo tienes en el corazón?
Vivir concientes de la presencia de Dios, de su constante compañía, trae consigo grandes ventajas, Por de pronto, la de apartar todo temor. Nos convierte en verdaderos “Juan sin Miedo”.
Confiar en Dios nos consuela; trae descanso y esperanza a nuestra alma. Y si confiamos en Él, seguiremos los consejos de su palabra, lo que nos hace caminar seguros: “Entonces andarás por tu camino confiadamente, y tu pie no tropezará.” (Pr 3:23).
Decía antes que si lo conociéramos... Si conociéramos a Dios, sabríamos cuánto podemos confiar en Él en toda circunstancia. Pero ¿cómo le conoceremos si no le hablamos y no dejamos que Él, a su vez, nos hable? ¿Cómo le conoceremos si no tratamos con Él?
Cuando te hayas acostumbrado a hablar con Él como a un amigo, como al amigo más íntimo, más querido, empezarás poco a poco a conocerlo, empezarás a aprender a escucharlo, y a deleitarte en su voz. Porque Él nos habla siempre, sólo que no reconocemos su voz entre las muchas voces que nos hablan.
No habla necesariamente con palabras audibles. Pero sentimos en nuestro corazón sus respuestas y aprendemos a distinguir su voz.
Jesús dijo que sus ovejas conocen su voz y le siguen (Jn 10:4). Si tú eres una de sus ovejas ¿has aprendido ya a reconocer su voz? ¿O no eres tú una de sus ovejas? ¿Perteneces acaso a otro redil? Dios no quiera.
Nosotros no vivimos constantemente en la presencia de Dios, aunque lo deseamos con toda el alma. Andamos en verdad distraídos con todos los estímulos del mundo, e inmersos en nuestras ocupaciones. O no creemos que vivimos realmente todo el tiempo en su presencia, porque no lo vemos. Es decir, no somos concientes de su presencia. Pero Dios vive siempre en nuestra presencia. Es decir, Él siempre nos tiene presentes, siempre nos está mirando; nunca desaparecemos de su vista ni de su mente.
Devolvámosle de vez en cuando la cortesía. Levantemos de vez en cuando nuestra mirada hacia Él. Quizá nuestra mirada se cruce con la suya y nuestros ojos se hablen.
Notas: 1. El deísmo es una corriente filosófica racionalista que apareció en Inglaterra a mediados del siglo XVII (Lord Herbert), y que se extendió luego a Alemania (Leibniz, Kant) y a toda Europa a través de la filósofos de la Ilustración (Voltaire en particular). El deísmo concibe a Dios según la comparación clásica del relojero, que echó a andar la máquina del reloj que había creado, pero ya no se ocupa de su funcionamiento. El deísmo acepta la existencia de un Ser Supremo, al que hay que rendir culto, y la necesidad de llevar una vida ética, pero niega la Trinidad, la Encarnación, la autoridad de la Biblia, así como la mayoría de las creencias cristianas.
2. Hay varios casos en la Biblia que ilustran ese hecho: Eliezer, el siervo fiel de Abraham (Gn 24); el siervo a quien su amo, el centurión, amaba, y a quien Jesús sanó (Lc 7:2-10).
NB. Este mensaje fue transmitido por Radio Miraflores el 11.9.98. Fue impreso el 31.01.03. Ha sido revisado y ampliado para esta segunda impresión.

ANUNCIO: YA ESTÁ A LA VENTA EN LAS LIBRERÍAS CRISTIANAS Y EN LAS IGLESIAS MI LIBRO “MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO” (Vol 1) INFORMES: EDITORES VERDAD & PRESENCIA. AV. PETIT THOUARS 1191, SANTA BEATRIZ, LIMA. TEL. 4712178.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#751 (04.11.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

viernes, 9 de noviembre de 2012

LA CAÍDA Y RESTAURACIÓN DE PEDRO II

Por José Belaunde M.
LA CAÍDA Y RESTAURACIÓN DE PEDRO II
En el artículo anterior hemos visto que era necesario que Pedro cayera para que él experimentara su propia debilidad y dejara de confiar en su propia fortaleza. Era necesario que su "ego", que su yo, fuera humillado por la caída. Era necesario que su orgullo, la vanidad de su carne, fuese quebrantada para que el Espíritu pudiera actuar a través de él, para que la gracia encontrara en él un vaso dispuesto.
Eso es algo que nos pasa también a nosotros. El que se cree firme, el que se cree fuerte, “mire que no caiga”, escribió Pablo (1Cor 10:12).
Sólo una vez caído y restaurado podría estar Pedro en condiciones de apacentar a sus hermanos.
Sólo cuando hubiera experimentado la debilidad de su propia naturaleza, podría él comprender y tener compasión de la debilidad de sus hermanos, y podría su solicitud por ellos serles útil.
En cierto sentido, Pedro, por este rasgo, se parece a Jesús, porque la Epístola a los Hebreos dice de Jesús: "Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado." (Hb 4:15).
¿Cómo es posible que Jesús fuera tentado? ¿Cómo puede Dios ser tentado? Santiago dice: “Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni Él tienta a nadie.” (St 1:13). Sin embargo, después de haber ayunado cuarenta días en el desierto, Jesús fue tentado tres veces por el diablo (Mr 1:12,13). Incluso Mt 4:1 dice que “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo.” Era necesario que fuera tentado para que pudiera ser también nuestro modelo de victoria sobre las tentaciones.
Hemos visto que Hebreos dice que Jesús “fue tentado en todo”. En todas las cosas en que nosotros podemos ser tentados, también Él lo fue. Pero nunca pecó. Ésa es la diferencia. Nosotros hemos sido tentados muchas veces, y muchas veces también, para vergüenza nuestra, hemos caído. Y porque somos concientes de eso, somos concientes de que somos débiles. Y de que no podemos mantenernos firmes en el camino recto si sólo confiamos en nosotros mismos y no confiamos en Dios.
Es muy probable que haya habido  muchas otras ocasiones a lo largo de los tres años de su vida pública, que no registra la Escritura, en que Jesús fue tentado. Para que Jesús pudiera compadecerse de nuestra debilidad era necesario que él experimentara esa debilidad en su propia carne. Era necesario que Él tuviera hambre, que tuviera frío,  que tuviera sed, que se cansara. La Escritura dice, en efecto, que tuvo hambre, que tuvo sed, que se cansó. Era necesario que compartiera nuestras flaquezas, que fuera semejante a nosotros en todo, menos en el pecado.
Ésa es la diferencia entre Jesús y nosotros. Él sufrió las mismas limitaciones que nosotros. Él, que era Dios, quiso padecer lo mismo que padecemos nosotros. Pero nunca pecó.
Parecidamente, pero guardando la infinita distancia que los separa, si Pedro debía ser capaz de fortalecer a sus hermanos y de apacentarlos una vez marchado Jesús, era necesario que él experimentara la humillación de la caída. Era necesario que se diera cuenta de que era débil, de que era frágil, como lo eran también sus colegas, los demás apóstoles. Era necesario que él no se creyera un superhombre, sino que él tenía necesidad como todos de confiar en Dios.
Era necesario que él reconociera su debilidad, su cobardía, para que pudiera compadecerse de la debilidad y de la cobardía de los suyos.
A imagen de Jesús, sólo si él reconocía que era semejante a ellos, podía él guiarlos.
Y, como he dicho antes, sólo después del quebrantamiento de su espíritu podía él recibir la fuerza del Espíritu de Dios; esto es, sólo cuando su propio espíritu no opusiera resistencia a la acción del Espíritu divino.
Igual sucede con todos nosotros. Mientras confiemos en nosotros mismos, en nuestras fuerzas, en nuestra constancia, en nuestra entereza, en nuestra inteligencia, Dios no puede actuar en nosotros, porque el espacio está ocupado.
Dios no puede darnos su fortaleza, su constancia, su entereza, su inteligencia, porque la nuestra está ocupando el lugar. Porque confiamos en nuestra fortaleza, en nuestra constancia, en nuestra entereza, no hay sitio en  nuestra alma para lo que Dios quiere darnos. Pero ¿cuál será mejor, nuestra entereza, o la entereza de Dios; nuestra constancia o la constancia de Dios; nuestra fortaleza o la fortaleza de Dios?
Es como cuando alguien se cae al agua y está a punto de ahogarse. Cuando le da alcance el salvavidas es necesario que el que está ahogándose deje de nadar y abandone todo esfuerzo, para que el guardacostas pueda sacarlo del agua. De lo contrario sus manotadas desesperadas estorbarán al que lo salva.
Nosotros tenemos necesidad de ser humillados. Tenemos necesidad de captar la inutilidad de nuestros propios esfuerzos, para que Cristo pueda ser nuestra fortaleza.
La palabra dice: "Todo lo puedo en Cristo que me fortalece" (Flp 4:13). Sí, pero sólo cuando no quede un ápice de confianza en nuestra propia fortaleza, porque nuestra propia fortaleza estorba a la fortaleza de Jesús y no la deja actuar en nosotros.
De ahí que Pedro diga en su primera epístola: "Humillaos bajo la poderosa mano de Dios para que Él os exalte cuando fuere tiempo." (1P 5:6).
¿Queremos ser exaltados por Dios? Todos lo queremos. Entonces, tenemos que humillarnos. La Escritura dice repetidas veces que el que se humilla será exaltado (Mt 23:12; Lc 14:11; 18:14). Si queremos que Dios nos levante, tenemos que humillarnos delante de Él.
Pedro hablaba por propia experiencia de lo que había vivido, y por eso nos puede dar la pauta de cómo debemos actuar nosotros para que, en su momento, Dios también nos exalte. Al reconocer su caída él había llorado amargamente y se había humillado. Sólo entonces pudo Jesús restaurarlo.
Recordemos que, según Proverbios, la humillación precede a la exaltación, así como la exaltación a la humillación (Pr 18:12).
Las palabras de Jesús que citamos al comienzo (“Yo he orado porque tu fe no falte”) contienen pues una enseñanza crucial para el cuerpo de Cristo, que está simbolizado en Pedro, porque todos somos Pedro.
Pero hay también otra manera cómo la fe de los cristianos -ministros y ovejas por igual, pero más la de los primeros- puede debilitarse y enfriarse: por los halagos materiales, por las comodidades excesivas, por el lujo, por el dinero. Es algo que ha ocurrido en la historia y que sigue ocurriendo en nuestros días.
Dios nos ha llamado a una vida sobria, a una vida en que el espíritu sea cultivado y la carne muera. ¿Pero cómo ha de morir si es alimentada?
Para mortificar nuestra carne, que es lo que manda la Escritura (Col 3:5. Mortificar, dicho sea de paso, quiere decir “hacer morir”·o “dar muerte”) ayunamos, guardamos vigilias privándonos del sueño cuando quisiéramos descansar, etc. Pero ¿cómo ha de morir si, en vez de lo dicho, la halagamos con las muchas comodidades, con el boato y el lujo, con frivolidades innecesarias, compitiendo con los mundanos?
Si nuestro apetito está saciado por las viandas groseras de la carne no buscaremos las viandas refinadas del espíritu, porque ya estará saciado.
La naturaleza carnal cuando es engreída, se adormece y apaga al espíritu. Si se apaga el espíritu, se apaga la fe. “Y si la sal pierde su sabor, ¿con qué será salada? Ya no sirve sino para ser echada fuera y ser hollada por los hombres." (Mt 5:13).
La fe no es una virtud estática. No es conquistada para siempre. Puede sufrir altibajos. Con ellos sufre la efectividad del obrero del evangelio.
Cuéntase del emperador Napoleón que cuando estaba en campaña casi no dormía, y si lo hacía, se acostaba en su austero catre de soldado que llevaba consigo. Pasaba en vela casi toda la noche, paseándose por el campamento, previendo los movimientos del enemigo a fin de adelantarse a ellos y anularlos. Su estrategia era por eso invencible, más eficaz y temible que sus cañones.
Siendo el hombre más poderoso de la tierra en su tiempo, podía darse todos los lujos y comodidades que deseara, aún estando en campaña. Pero cuando iba a la guerra, llevaba el peso de la batalla sobre sus hombros. Igual debe hacer el soldado de Cristo, y con mucho mayor motivo, porque su batalla es mucho más importante.
Para bien o para mal las conquistas de Napoleón cambiaron el mapa de Europa. Las conquistas de los cristianos peruanos pueden cambiar para bien el mapa espiritual de nuestra patria. Pero solamente unidos a Cristo en la fe podremos lograrlo.
¿Cómo fue restaurado Pedro? Lo narra el Evangelio de Juan:
“Cuando hubieron comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? (Jesús sabía que Pedro lo amaba más que los otros). Le respondió: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Le dijo: Apacienta mis ovejas.”
“Volvió a decirle la segunda vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Le dijo: Pastorea mis ovejas.”
“Le dijo la tercera vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro se entristeció de que le dijese la tercera vez: ¿Me amas? Y le respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas.” (Jn 21: 15-17).
Jesús le pregunta a Pedro si lo ama tantas veces como Pedro lo ha negado.
¡Qué maravillosa es la delicadeza de Jesús! ¡Qué maravilloso es su amor y su comprensión de las debilidades humanas! Él no sólo no rechaza ni condena al hombre que lo ha negado de una manera tan vergonzosa; no le echa en cara su traición; no le dirige una palabra de reproche; sino que le encomienda una misión. ¿Por qué actuó de esa manera? Porque sabía que Pedro había llorado amargamente. No tenía que refregarle su traición en la cara.
¿Cómo actuamos nosotros en casos semejantes, cuando una persona cercana nos ha fallado? ¿Nos la pasamos reprochándole su traición a pesar de que nos ha pedido perdón? Si le hemos perdonado, ¿vamos a seguir reprochándole lo que hizo?
Jesús nos ha perdonado nuestros pecados multitud de veces. ¿Acaso va Él a seguir diciéndonos: Por qué hiciste eso?
Jesús no le reprocha a Pedro su traición, sino que le muestra de una manera especialmente afectuosa su amor, asegurándole que no le guarda resentimiento alguno; y encima le confirma la preeminencia que ya antes le había otorgado sobre los doce, dándole el encargo de pastorearlos. Una evidencia más de que su caída era una prueba necesaria.
Tantas veces negó Pedro a Jesús, tantas veces le dijo Jesús: Apacienta mis ovejas. Que es como si le dijera: Tantas veces me negaste, tantas veces yo te confirmo mi confianza. Así obra la misericordia de Jesús.
¡Qué maravilloso es que así como nosotros le hemos fallado y nos hemos arrepentido, Él también, a pesar de nuestras repetidas caídas, nos renueve cada día su confianza y nos diga: Yo te amo, y te doy una misión!
Los que nos llamamos cristianos tenemos, en efecto, una misión. Él está con nosotros y nos renueva su confianza para que dondequiera que nosotros estemos, demos testimonio de Él.
Pero hay algo más. Jesús le predice a Pedro que va a dar testimonio de Él con su muerte. ¿Cómo así? Jesús le dijo: “De cierto, de cierto te digo: Cuando eras más joven, te ceñías e ibas a donde querías; mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras.” (Jn 21:18)
El evangelio dice a continuación: “Esto dijo dando a entender con qué muerte había de glorificar a Dios. Y dicho esto, añadió: Sígueme.” (v. 19)
Como si le dijera: Tú en esa ocasión te negaste a arriesgar tu vida, te negaste a correr el peligro de morir; no quisiste dar testimonio de mí con tu muerte. Yo te voy a dar oportunidad de repararlo y de que puedas morir por mí.
No está registrado en la Biblia cómo murió Pedro, como tampoco está registrado cómo murió Pablo. Pero hay tradiciones muy confiables de que tanto el uno como el otro fueron martirizados en Roma durante la persecución de cristianos desatada por Nerón. Tanto el uno como el otro, así como los otros apóstoles, dieron testimonio de Jesús con su muerte. Nótese que la palabra griega martus, de donde viene nuestra palabra “mártir”, quiere decir “testigo”.
Felizmente nosotros no estamos amenazados por ninguna espada por el hecho de ser cristianos, ni arriesgamos nuestra vida por ello, pero tenemos que dar testimonio de Jesús con nuestra vida, dondequiera que vayamos, con nuestras acciones, con nuestras palabras, con nuestras sonrisas. Nosotros, por el solo hecho de ser cristianos, somos testigos suyos, somos “mártires” en cierto sentido. Somos embajadores de Cristo adondequiera que vayamos. La gente sabe que somos cristianos y si no nos comportamos como tales, van a decir: Mira a esos cristianitos, mira lo que hacen, mira lo que hablan.
Que nunca se pueda decir algo semejante de nosotros; que nunca se pueda decir que nosotros avergonzamos a Jesús con nuestra conducta delante de los demás. Sino que, al contrario, Jesús, orgulloso de nosotros, pueda decirnos algún día: “Bien, siervo bueno y fiel…. entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25:23), como estamos seguros le dijo a Pedro al final de su fecunda vida.
Nota: Es instructivo fijarse en el uso de las palabras en este episodio. Fijémonos primero en la orden que le da Jesús a Pedro tres veces. En RV60 la primera  y la tercera vez le dice “apacienta” (boske, imperativo de bosko en griego), la segunda vez le dice “pastorea” (poimane, imperativo de poimano). ¿A quiénes? La primera vez RV60 dice “mis corderos” (arníon en griego, que es el diminutivo de arén, cordero, es decir, corderito); la segunda y la tercera dice: “mis ovejas” (probation, que es el diminutivo de próbaton, oveja, es decir, ovejita, término usado en sentido cariñoso). Bosko tiene el sentido de alimentar. La primera vez lo dice de los corderitos; la segunda, de las ovejitas, quizá para intensificar el llamado de Pedro. Pero en la segunda orden (v. 16) Jesús no dice bosko sino poimano, que tiene el sentido de cuidado total, más amplio que solo alimentar, es decir, pastorear, guiar, guardar, curar, conducir al establo. Si los corderitos representan a los cristianos jóvenes, quizá Jesús quería enseñarle a Pedro que cuidar de los cristianos mayores (las ovejitas) exige un esfuerzo mayor.
Las tres órdenes sucesivas que Pedro recibe de Jesús fueron precedidas por un intercambio entre ambos en que Jesús le pregunta a Pedro tres veces si lo ama, y Pedro le responde que sí lo ama. Pero el verbo que Jesús usa en sus dos primeras preguntas (agapao) es diferente del que Pedro emplea en su respuesta (fileo). En su tercera pregunta Jesús usa el mismo verbo que ha usado Pedro, como si Jesús se pusiera en su nivel. ¿Hay algún significado en este juego de sinónimos? No hay nada en las Escrituras que no lo tenga, aunque no siempre sea fácil de discernir. El verbo que Jesús emplea suele significar un amor noble, elevado, desinteresado. Pedro usa un verbo que implica una forma de amor que es amistad o afecto. Pero la diferencia de matiz entre ambos verbos no se manifiesta de una manera consistente en todos los pasajes del Nuevo Testamento en que aparecen. Juan los emplea indistintamente en algunos pasajes.
NB. Este artículo y el anterior del mismo título están basados en la transcripción de una enseñanza dada el 6.6.12 en el Ministerio de la “Edad de Oro”, la cual, a su vez, estuvo basada en un artículo publicado en abril del 2004.
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Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#750 (28.10.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).