jueves, 15 de noviembre de 2012

LA CONFIANZA


Por José Belaunde M.

LA CONFIANZA

Uno de los errores más frecuentes que cometen los seres humanos, e incluso los que se dicen cristianos, es poner su confianza en otros seres humanos en vez de ponerla en primer lugar en Dios.
Podemos decir, en general, que todos tenemos confianza en determinadas personas. Si no fuera así, la vida sería imposible, empezando por la vida familiar. Es imposible que exista convivencia humana, sin que exista cierto grado de confianza entre las personas. Aunque nuestra confianza pueda ser cautelosa, o esté limitada a ciertos aspectos, todos, de una manera u otra, confiamos en nuestros familiares, confiamos en nuestros amigos, confiamos en nuestros compañeros de trabajo, confiamos en nuestros jefes, en nuestros empleados, etc.
Pero ¡cuántas veces hemos sido defraudados! ¡Cuántas veces la persona en quien más confiábamos comete, involuntariamente o por negligencia, un grave error que nos perjudica, o nos vuelve las espaldas cuando más la necesitamos! ¡O peor aun, nos traiciona!
No hay quien no haya pasado por este tipo de experiencias, que suelen ser muy dolorosas y hasta traumáticas, cuando la persona que nos falla es precisamente la que más amamos.
Pero no deberíamos sorprendernos ni quejarnos de que eso ocurra, porque es inevitable que las personas nos fallen. Es inevitable porque el ser humano es por naturaleza falible, limitado, sujeto a error, egoísta, desconsiderado. Tiene que ocurrir un día.
Sólo hay un ser que es enteramente confiable; un ser que no es limitado ni falible, que no puede cometer errores y que no es egoísta, sino, al contrario, absolutamente desinteresado; y que, además, nos ama infinitamente. Ese ser es Dios.
El salmo 62 dice: "Alma mía, sólo en Dios reposa, porque Él es mi esperanza. Sólo Él es mi roca y mi salvación, mi refugio..."  (v. 5 y 6). Y en otro lugar dice: "Sólo en Dios se aquieta mi alma, porque de Él viene mi esperanza." (v. 1).
Si hay alguien en quien yo puedo descansar, que me puede hacer dormir tranquilo, ése es Dios.
Pero nosotros tendemos a poner nuestra confianza en seres humanos porque son ellos los que tenemos a nuestro lado, son ellos a quienes vemos, son ellos con quienes tratamos, son ellos a quienes amamos y, precisamente porque los amamos, confiamos en ellos. A Dios no lo vemos, no sabemos donde está; ni siquiera sabemos si nos oye; o no estamos seguros de que, si nos oye, quiera hacernos caso.
Eso es así, porque no conocemos a Dios, no lo tratamos y por eso no le tenemos la fe que debiéramos tener. ¿Dónde estará Dios? ¿En qué confín del cielo?
Hay tantas personas que se dicen cristianas -y quizá lo sean- que tienen una concepción de un Dios distante, quizá Creador todopoderoso y amante, pero que no interviene en los asuntos humanos, que no se mezcla en nuestros problemas. Ésa es quizá la concepción que tiene la mayoría de la gente. Los que la tienen son deístas en la práctica sin saberlo (Nota 1). ¡Cuán equivocados están! ¡No conocen a Dios y por eso piensan así!
Generalmente nuestra confianza en las personas depende de cuánto las conozcamos. Nadie confía en un desconocido. Sería una grave imprudencia. Es cierto que a veces la cometemos de puro ilusos que somos. Pero a medida que tratamos a la gente, inconcientemente la juzgamos, y evaluamos, con mayor o menor acierto, hasta qué punto podemos confiar en ellos. Adquirimos también cierta experiencia. Si hemos ido encargando a un empleado diversas tareas y responsabilidades, y siempre las hace bien, terminará por convertirse en nuestro empleado de confianza. La confianza nace y crece con el uso. La confianza engendra también una cierta forma de cariño, aun entre superior y subordinado. Al final todos terminamos amando a las personas en quienes podemos confiar, aunque sean nuestros empleados (2). Tanto más entre personas cuya relación las sitúa en el mismo nivel, sean amigos, familiares o enamorados. Solemos amar a las personas en quienes confiamos, precisamente porque confiamos en ellas. Tener alguien en quien podemos confiar realmente es algo que a todos nos proporciona seguridad ¡y qué triste es no tener a esa persona!
Si conociéramos a Dios, si realmente le conociéramos y tratáramos con Él con frecuencia, entonces sabríamos por experiencia cuánto podemos confiar en Él; sabríamos que es alguien en quien realmente sí podemos confiar a ciegas.
Mucha gente piensa que Dios no se ocupa de nuestros asuntos particulares, que está demasiado lejos, o es demasiado grande, o está demasiado ocupado en el gobierno del universo inmenso para intervenir en nuestras minucias. Pero Jesús dijo que hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados (Lc 12:7). De todo lo que nos sucede Él está enterado, y está mejor informado que nosotros mismos, porque nos conoce al revés y al derecho y por dentro.
No sólo de nosotros está enterado, sino de toda su creación. Jesús dijo que no cae a tierra un sólo pajarillo a tierra sin nuestro Padre (Mt 10:29).
Quizá alguno objete: ¿Cómo puede Dios estar al corriente de todo lo que ocurre en el mundo? ¿Es decir, de trillones y trillones de ocurrencias diarias? Sí puede. No juzguemos lo que Él puede hacer por lo que nosotros podemos, por los parámetros de nuestra mente limitada. Nosotros sólo podemos estar al tanto de unas cuantas cosas. Si pretendemos abarcar más, las cosas se nos escapan, y no podemos poner la atención en más de una cosa a la vez.
El refrán "Quien mucho abarca, poco aprieta" no se aplica a Dios, porque Él tiene una mente infinita. Él no se cansa, ni se adormece, dice su palabra (Sal 121:3). Él no duerme ni se aburre. Él puede poner su atención simultáneamente en un número infinito de detalles, porque Él tiene una atención infinita.
Él es como una computadora que tuviera una memoria infinita, una velocidad de procesamiento instantánea, y que estuviera conectada en línea con un número infinito de terminales o estaciones de trabajo, y a todas atendiera en tiempo real a la vez.
Él nos trata y nos considera a cada uno de nosotros como si fuéramos la única persona viva sobre la tierra, la única que existiera. Porque para Él somos en verdad únicos e irremplazables. Por eso dice su palabra en Isaías: "Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque ella olvide, yo nunca me olvidaré de ti" (Is 49:15). Eso dice Dios de nosotros por boca del profeta.
Imaginemos una madre que sólo tuviera un hijo. ¡Qué no haría esa madre por ese hijo! Así es como Dios mira a cada criatura que pisa la tierra: como si fuera el único.
Eso es para nosotros inimaginable, inconcebible. El rey David hablando de cómo Dios conoce nuestras palabras aun antes de que se formen en nuestra boca, escribía: "Pues aun no está la palabra en mi boca, y he aquí, oh Jehová, tú la sabes toda… Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí. Alto es, no lo puedo comprender" (Sal 139:4,6).
Lo que ocurre es que como no estamos acostumbrados a tratar con Dios, no lo conocemos. Y nadie confía en quien no conoce, a menos que esté loco. ¡Ah, si le conociéramos! Dios nos dice a cada uno de nosotros lo que Jesús le dijo a la Samaritana: "¡Si conocieras el don de Dios y quién es el que te habla!" (Jn 4:10). Si conociéramos realmente cómo nos ama, nos caeríamos de espaldas.
El salmo 146 dice: "No confiéis en príncipes (esto es, en hombres importantes), ni en hijo de hombre, porque no hay en él salvación. Apenas exhala su espíritu, vuelve a la tierra y ese mismo día perecen sus pensamientos." (v. 3,4)
Hemos puesto nuestra confianza en una persona, en su apoyo, en su conocimiento, en su consejo, en su influencia, en su dinero; en una persona cuya vida, en verdad, como la de todos, pende de un hilo. De repente un día muere y ya no está ahí. Todo su conocimiento, toda su influencia, todo su poder, todas sus intenciones de ayudarnos, se las tragó la tierra, desaparecieron. Ya no puede hacer nada por nosotros.
Y si la persona amada, cuyo abrazo nos confortaba, ya no está ahí ¡Qué vacío deja en nuestras vidas!
Pero Dios nunca desaparece, nunca nos falta, siempre está ahí.
Yo no quiero decir que no confiemos ni que nos apoyemos en nadie. La vida sería imposible si no pudiéramos contar con las personas, como ya he dicho. Y claro que sabemos cuánta ayuda en un momento difícil nos prestan. Pero ¿en quién confiamos primero? ¿En quién confiamos más?
Si sobreviene de improviso un problema serio, que nos angustia, nos decimos: ¿A quién llamo? ¿A mi abogado? ¿Al serenazgo? ¿A mi amigo, el general de policía? ¿A mi tío, que tiene influencia?
Si se mete un ladrón a tu casa, antes de coger el teléfono para pedir auxilio, o de correr a la ventana para gritar, pídele auxilio a Dios. Él está ahí, Él está ahí, y puede hacer mucho por ti. Cuánto más grave el peligro, tanto más cerca está Él. Y cuánto más confías en Él, más podrá hacer por ti. Es como si nuestra confianza aumentara sus posibilidades, como si agrandara su campo de acción.
Por de pronto, confiar en Él te dará serenidad y eso es ya un buen comienzo. Pero puede hacer mucho más. Puede hacer que el ladrón se asuste y se vaya. Puede hacer que el asaltante se confunda y tropiece. ¡Jesús! es un grito que ha salvado a muchos del peligro. Ten su nombre bendito a la mano; es decir, en la punta de tu lengua, como lo tenían los antiguos. ¿Y cómo lo tendrás a la mano si no lo tienes en el corazón?
Vivir concientes de la presencia de Dios, de su constante compañía, trae consigo grandes ventajas, Por de pronto, la de apartar todo temor. Nos convierte en verdaderos “Juan sin Miedo”.
Confiar en Dios nos consuela; trae descanso y esperanza a nuestra alma. Y si confiamos en Él, seguiremos los consejos de su palabra, lo que nos hace caminar seguros: “Entonces andarás por tu camino confiadamente, y tu pie no tropezará.” (Pr 3:23).
Decía antes que si lo conociéramos... Si conociéramos a Dios, sabríamos cuánto podemos confiar en Él en toda circunstancia. Pero ¿cómo le conoceremos si no le hablamos y no dejamos que Él, a su vez, nos hable? ¿Cómo le conoceremos si no tratamos con Él?
Cuando te hayas acostumbrado a hablar con Él como a un amigo, como al amigo más íntimo, más querido, empezarás poco a poco a conocerlo, empezarás a aprender a escucharlo, y a deleitarte en su voz. Porque Él nos habla siempre, sólo que no reconocemos su voz entre las muchas voces que nos hablan.
No habla necesariamente con palabras audibles. Pero sentimos en nuestro corazón sus respuestas y aprendemos a distinguir su voz.
Jesús dijo que sus ovejas conocen su voz y le siguen (Jn 10:4). Si tú eres una de sus ovejas ¿has aprendido ya a reconocer su voz? ¿O no eres tú una de sus ovejas? ¿Perteneces acaso a otro redil? Dios no quiera.
Nosotros no vivimos constantemente en la presencia de Dios, aunque lo deseamos con toda el alma. Andamos en verdad distraídos con todos los estímulos del mundo, e inmersos en nuestras ocupaciones. O no creemos que vivimos realmente todo el tiempo en su presencia, porque no lo vemos. Es decir, no somos concientes de su presencia. Pero Dios vive siempre en nuestra presencia. Es decir, Él siempre nos tiene presentes, siempre nos está mirando; nunca desaparecemos de su vista ni de su mente.
Devolvámosle de vez en cuando la cortesía. Levantemos de vez en cuando nuestra mirada hacia Él. Quizá nuestra mirada se cruce con la suya y nuestros ojos se hablen.
Notas: 1. El deísmo es una corriente filosófica racionalista que apareció en Inglaterra a mediados del siglo XVII (Lord Herbert), y que se extendió luego a Alemania (Leibniz, Kant) y a toda Europa a través de la filósofos de la Ilustración (Voltaire en particular). El deísmo concibe a Dios según la comparación clásica del relojero, que echó a andar la máquina del reloj que había creado, pero ya no se ocupa de su funcionamiento. El deísmo acepta la existencia de un Ser Supremo, al que hay que rendir culto, y la necesidad de llevar una vida ética, pero niega la Trinidad, la Encarnación, la autoridad de la Biblia, así como la mayoría de las creencias cristianas.
2. Hay varios casos en la Biblia que ilustran ese hecho: Eliezer, el siervo fiel de Abraham (Gn 24); el siervo a quien su amo, el centurión, amaba, y a quien Jesús sanó (Lc 7:2-10).
NB. Este mensaje fue transmitido por Radio Miraflores el 11.9.98. Fue impreso el 31.01.03. Ha sido revisado y ampliado para esta segunda impresión.

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   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#751 (04.11.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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