viernes, 26 de octubre de 2012

LA CAÍDA Y RESTAURACIÓN DE PEDRO I


Por José Belaunde M.
LA CAÍDA Y RESTAURACIÓN DE PEDRO I
En cierta medida este episodio del Evangelio refleja un rasgo de nuestra vida y de nuestro carácter, porque todos nosotros le hemos fallado alguna vez al Señor y Él nos ha restaurado.
La noche de la Última Cena, después de haberles lavado los pies a sus discípulos, Jesús anunció que Pedro le iba a negar tres veces antes de que cantara el gallo. Esta predicción se halla en los cuatro evangelios.
Leámoslo en el de Mateo: “Entonces Jesús les dijo: Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche; porque escrito está: Heriré al pastor, y las ovejas serán dispersadas (cf Zc 13:7). Pero después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea. Respondiendo Pedro, le dijo: Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré. Jesús le dijo: De cierto te digo que esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces. Pedro le dijo: Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré. Y todos los discípulos dijeron lo mismo.” (26:31-35).
¡Nunca te negaré! ¡Qué valiente eres Pedro! ¡Y qué valientes también los demás!
Pero el evangelio de Lucas añade una frase que no figura en los otros evangelios, y que es muy singular. Dice  Jesús: "Simón, Simón… Yo he rogado por ti, porque tu fe no falte." (Lc 22:32).
Fíjense en que Jesús dice que ha orado no porque Pedro no caiga, sino porque su fe no falte; esto es, que no falle, que no cese, que no desfallezca; que es como si dijera: No me importa que caigas, con tal de que no pierdas tu fe. A Jesús no le importa que Pedro caiga, no le importa que peque (o le importa menos), con tal de que no pierda la fe.
Es que lo peor que le puede suceder a un discípulo de Cristo, lo peor que le puede suceder a un cristiano, a uno de nosotros, no es que peque, sino que pierda la fe, porque mientras haya fe en el hombre, hay esperanza; pero cuando el cristiano pierde la fe, todo está perdido para él.
El cristiano puede pecar una y mil veces, porque esa debilidad está en su naturaleza, en su carne, pero es mucho peor que pierda la fe. No estoy con ello excusando el pecado, sino reconociendo que puede ocurrir que peque.
Pero mientras mantenga su fe a pesar del pecado, podrá arrepentirse, podrá levantarse y ser perdonado, ya que el arrepentimiento está condicionado por la fe, unido a la fe.
¿Quién de nosotros puede decir que nunca ha pecado? Nadie. Pero nos hemos arrepentido y, al arrepentirnos, Dios nos ha perdonado. ¿Cuántas veces ha ocurrido eso? Por lo menos setenta veces siete. ¿Y por qué nos hemos arrepentido? Porque mantuvimos la fe. Si hubiéramos perdido la fe, no nos hubiéramos arrepentido, sino que hubiéramos permanecido en el pecado.
Eso es lo que ha pasado con muchísimos hombres y mujeres en la historia, que perdieron la fe que una vez tuvieron, y no se arrepintieron de sus pecados, y no fueron perdonados. ¡Cuál habrá sido su destino! (Nota)
Porque cuando el hombre pierde la fe, su conciencia se endurece, se acostumbra al pecado, se siente a gusto en él, y ya no le interesa dejarlo.
Eso le pasa a mucha gente en el mundo que de niño, o de joven, recibió la palabra, y tuvo conocimiento de Jesús y de su obra redentora; porque preguntémonos: ¿Qué persona en el Perú, por ejemplo, no ha escuchado hablar de Jesús y de la cruz? Nadie. Pero luego, atraídos por los halagos del mundo, se apartaron de la fe. ¿Y quién sabe si nunca retornaron a ella?
Mientras permanezca la fe, tendrá encendida una luz en su alma. Aunque sea débilmente, ese hombre tendrá conciencia de que está lejos de Dios y deseará acercarse a Él.
Pero ¿cómo podrá querer acercarse a alguien en quien ya no cree? ¿O de cuyo testimonio duda? Por eso dice la Escritura en varios pasajes: "El justo vivirá por la fe." (Rm 1:17; cf Hab 2:4). La fe es la espina dorsal de la vida espiritual del hombre. Más aún, es su ancla de salvación.
¿Quién es el justo en esa frase? ¿Quiénes son los justos ahí? Nosotros los cristianos que tratamos de vivir de acuerdo a su palabra. Podemos caer muchas veces, pero a pesar de todo, vivimos por la fe.
Y por esto también añade Jesús a Pedro: "Y tú, cuando seas vuelto..." esto es, cuando te hayas arrepentido..."confirma a tus hermanos." ¿Confirmarlos en qué? Pues también en la fe. Ésa va a ser, entre otras, la misión de Pedro.
A Jesús le interesa que Pedro no pierda la fe -como la pierden muchos cuando sufren persecución- porque si no la pierde, podrá levantarse y podrá confortar a sus hermanos, a los otros discípulos, sus colegas, y asumir el rol para el cual Él lo había separado cuando le cambió el nombre de Simón por el de Pedro (Mt 16:13-18).
Jesús no oró porque Pedro no caiga, porque, en cierto sentido, era necesario que Pedro cayera. Era necesario que Pedro dejara de confiar en sí mismo, como cuando dijo: Nunca te negaré.
Era necesario que tomara conciencia de su debilidad.
Es necesario que nosotros también tomemos conciencia de que somos seres humanos débiles, pero que podemos ser restaurados si caemos. Pero el que persiste en creerse fuerte, difícilmente admitirá que ha caído.
Pero fíjense, no es que Pedro no amara a Jesús. Sí lo amaba. No es que no creyera en Él. Sí creía. Pero hombre mortal, al fin, tenía miedo de sufrir, de ser tomado preso, de ser torturado; de ser, quizá, condenado a muerte junto con su Maestro.
¿Tienes tú miedo de sufrir? Yo sí tengo miedo.
A Dios gracias nosotros vivimos en un país en el que no se persigue a los cristianos. ¿Pero cuántos de nosotros le negaríamos si nos amenazaran con torturarnos?
Sin embargo, inconsciente de su debilidad, Pedro se jacta: Estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y, si es necesario, hasta la muerte. Él está seguro de sí mismo, de su fortaleza, de su coraje.
Así somos también nosotros. Confiamos en nosotros mismos. ¡Ah, sí! Somos capaces de afrontarlo todo para seguir a Cristo, nada nos hará retroceder.
Yo no sería capaz de pecar como lo ha hecho ése. Yo soy fuerte.
Dios quiere que perdamos esa autosuficiencia, pues en la lucha con las tinieblas nuestras propias fuerzas no nos sirven para nada.
Sólo Cristo puede sostenernos y darnos la victoria, y Él sólo puede hacerlo cuando dejamos de confiar en nosotros mismos.
Por eso Pablo escribió: “El que piensa estar firme, mire que no caiga.” (1Cor 10:12)

¿Cómo negó Pedro a Jesús? Leámoslo nuevamente en Mateo:
“Pedro estaba afuera en el patio y se le acercó una criada diciendo: tú también estabas con Jesús el galileo.”
Pedro contesta delante de todos: “No sé lo que dices.” (26:69,70). Su primera respuesta es suave, como quien se quiere desembarazar de una pregunta incómoda.
“Saliendo él a la puerta le vio otra, y dijo a los que estaban allí: También éste estaba con Jesús el nazareno. Pero él negó otra vez con juramento: No conozco al hombre.” (v. 71,72).
Ahora Pedro niega con juramento. Se siente acosado. Tiene miedo.
Es el momento de confesar a Jesús, pero él lo niega. Él le juró a Jesús que nunca le negaría, pero ahora dice: “No conozco a este hombre”.

¡Pedro, si acabas de estar con Él! ¡Has compartido la mesa con Él! ¡Has pasado tres años en su compañía! ¡Aseguraste que irías hasta la muerte por Él!
¡Pedro! ¿Qué pasó? ¿Te temblaron las rodillas?
Un poco después, acercándose los que por ahí estaban, dijeron a Pedro: Verdaderamente tú eres uno de ellos, porque aun tu manera de hablar te descubre (es decir, tu acento galileo). Entonces él comenzó a maldecir y a jurar: No conozco al hombre.” (v. 73,74ª)
Ahora son varios los que le increpan. Se acuerdan de que lo han visto con Jesús. Pero él ahora maldice y jura. Niega conocer a Jesús. Está desesperado. Teme que lo acusen de ser cómplice suyo. Entra en pánico.
¿No nos ha pasado eso a nosotros cuando nos preguntan: Eres cristiano? ¿Y respondemos balbuceando: Este…sí, más o menos… Pero no soy un fanático?
La mentira lleva a Pedro a jurar en falso, y el jurar en falso lo lleva a maldecir.
¿Y qué sigue diciendo la Escritura?
“Y enseguida cantó el gallo.” (74b), tal como Jesús había anunciado.
“Entonces Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había dicho: Antes que cante el gallo, me negarás tres veces. Y saliendo afuera lloró amargamente.” (v. 75).
Pedro se acuerda de lo que Jesús le había dicho.
Lucas dice que en ese momento Jesús, que pasaba por arriba, miró a Pedro (Lc 22:61).
Eso lo afectó más que el canto del gallo.
Lucas acota como Mateo: “Y Pedro, saliendo afuera, lloró amargamente.” (v. 62) Se dolió muchísimo y se arrepintió.

Pero, fíjense, no reparó su traición. No fue a decirles a los que le habían cuestionado: Sí, yo he estado con Él cuando lo apresaron. Yo soy uno de sus discípulos. Él es mi Maestro. Arréstenme si quieren. Estoy dispuesto a morir con Él.
No dijo eso. No estaba realmente dispuesto a arriesgar su vida por Jesús.
¿Cómo Pedro? ¿Así amas a tu Maestro?
Pero ¿quién podría hacerle a Pedro un reproche por ser un cobarde? ¿Estamos nosotros dispuestos a ir hasta la muerte por Jesús? ¿A abandonar nuestras comodidades, nuestra seguridad? ¿No hay en nosotros mucho de Pedro? Tal vez alguna vez le hemos negado y después nos hemos arrepentido.
Nosotros como cristianos nos vemos con frecuencia envueltos en un conflicto. Vivimos en el mundo pero no somos del mundo, como dijo Jesús (Jn 17:14,16), y nuestra actitud en el mundo, y la que mantenemos en el reino de Dios son por necesidad opuestas. Porque la vida en el espíritu es muy diferente de la vida en el mundo.
Para nuestras actividades en el mundo, para nuestro trabajo, para nuestros estudios y nuestras ocupaciones en general, necesitamos confiar en nosotros mismos.
¿Quién podría ir a solicitar trabajo y decir: No, yo no puedo hacer mucho, casi nada. Lo mirarían con desprecio. A dondequiera que uno vaya tiene que mostrarse confiado y seguro de sí mismo.
Y tiene que mostrarlo para que crean en uno. De lo contrario no podríamos realizar nuestras tareas con éxito, ni ganar la confianza de otros. Pero frente a Dios y en las cosas del espíritu necesitamos despojarnos de toda seguridad en nosotros mismos, para confiar exclusivamente en Él. (Continuará)

Nota. Hay una corriente teológica, que procede de Calvino, que afirma que es imposible que el hombre que creyó una vez pueda perder la fe y, por consiguiente, perderse. Pero lo experiencia humana nos muestra lo contrario.
NB. Este artículo y su continuación están basados en la transcripción de una enseñanza dada recientemente en el Ministerio de la “Edad de Oro”, la cual, a su vez, estaba basada en un artículo publicado en abril del 2004.
ANUNCIO: YA ESTÁ A LA VENTA EN LAS LIBRERÍAS CRISTIANAS Y EN LAS IGLESIAS MI LIBRO “MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO” (Vol 1) INFORMES: EDITORES VERDAD & PRESENCIA. AV. PETIT THOUARS 1191, SANTA BEATRIZ, LIMA. TEL. 4712178.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#749 (21.10.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

viernes, 19 de octubre de 2012

LA FAMILIA II


Por José Belaunde M.
LA FAMILIA II
 Continúo en este artículo el estudio de los cuatro elementos principales de la familia, iniciado en el artículo anterior.
2. El principio de la AUTORIDAD está claramente establecido en Ef 5:22-24: Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y Él es su Salvador. Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo.”
Este pasaje pone sobre el hombre, en realidad, más obligaciones que sobre la mujer, porque para que ella se le someta, él debe tratarla como Cristo a la iglesia. ¿Y cómo trata Cristo a la  iglesia? Muriendo por ella. Así pues, el hombre, para cumplir a cabalidad con su papel de marido, debe estar dispuesto a morir por su mujer, lo cual supone no solamente el exponer su vida por salvar la de ella sino, en los hechos, estar dispuesto a morir a sí mismo diariamente para contentarla a ella.
El hombre, según 1P 3:7, debe tratar a su mujer “como a vaso más frágil”. ¿Cómo tratamos a una pieza delicada de porcelana? Con sumo cuidado.
El pasaje citado de Efesios dice claramente que la autoridad en la familia reposa en el marido, que es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza del hombre.
La autoridad del esposo pone orden en la vida familiar. Cuando la esposa se rebela contra la autoridad del esposo, o la cuestiona, la vida de la familia es perturbada. Pero cuando el marido trata mal a su esposa la vida familiar es igualmente perturbada. Ambos deben vivir en armonía y someterse el uno al otro en el temor de Dios (Ef 5:21).
La autoridad del esposo sobre su mujer; y la del padre y la madre sobre los hijos, tiene como límite la ley de Dios. El marido no puede obligar a su esposa a hacer algo contrario a la ley de Dios, ni tampoco pueden ambos obligar a sus hijos a hacerlo. Al contrario, los padres deben enseñar a sus hijos la ley de Dios y a obedecerla, dándoles ejemplo.
En la práctica la autoridad del padre y la madre sobre sus hijos, esto es, la autoridad que no se impone a la fuerza, sino que es aceptada con naturalidad, tiene como fundamento la unión existente entre ambos. Cuando los esposos son unidos sus hijos se les someten de buena gana, pero están descontentos y se rebelan cuando hay peleas entre ambos. Cuando los esposos no son unidos no pueden ejercer bien su autoridad sobre sus hijos, porque ocurrirá con frecuencia que ellos se inclinarán hacia el uno o hacia el otro de sus padres, según consideren quién tiene la razón. Recuérdese que los hijos pequeños suelen tener en alto grado el sentido de la justicia.
La autoridad de la madre sobre sus hijos, en especial, cuando crecen, es en cierta medida una autoridad delegada. La madre la ejerce en nombre del padre. Pero cuando el padre está ausente la autoridad reposa en ella.
Frecuentemente en nuestra sociedad, como consecuencia de la deserción del padre, la autoridad en el hogar reposa en la madre, que suele cumplir en esos casos el doble papel de padre y madre con abnegación y, a veces, con heroísmo. Esas situaciones ocurren lamentablemente con mucha frecuencia en nuestro pueblo por irresponsabilidad del padre. Pero el padre que abandona a su mujer y a los hijos que tuvo con ella, rendirá severa cuenta a Dios por ello.
La falta de armonía entre sus padres hace sufrir mucho a sus hijos, afecta sus sentimientos, su bienestar psíquico y su seguridad en sí mismos. Muchas de las deficiencias de carácter y de las inseguridades de los hombres y de las mujeres adultos tienen su origen en el clima conflictivo que reinaba en el hogar en que crecieron. En cambio, la armonía entre sus padres contribuye a que los hijos crezcan psicológicamente sanos, equilibrados y seguros de sí mismos.
La autoridad de los padres sobre sus hijos ha sido ordenada por Dios en el Decálogo (“Honra a tu padre y a tu madre”, Ex 20:12). Pablo dice que este “es el primer mandamiento con promesa; para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra.” (Ef 6:2,3).
Los hijos que no obedecen a sus padres, no los honran. En el Antiguo Testamento estaban sometidos a castigo público delante de la congregación, incluso con la muerte (Dt 21:18-21).
Es obligación de los padres enseñar a sus hijos la ley de Dios (“Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos…”, Dt 6:6,7), así como todo lo concerniente a la historia sagrada y a la piedad (“Y cuando mañana te pregunte tu hijo, diciendo: ¿Qué es esto? Le dirás: Jehová nos sacó con mano fuerte de Egipto, de casa de servidumbre; y endureciéndose Faraón para no dejarnos ir, Jehová hizo morir…a todo primogénito…” Ex 13:14,15).
También están obligados los padres a disciplinar a sus hijos: “No rehúses corregir al muchacho; porque si lo castigas con vara no morirá…” (Pr 23:13). Pero el castigo físico nunca debe ser aplicado con cólera (aunque yo sé lo difícil que es eso). Este versículo no autoriza a los padres a descargar su cólera sobre sus hijos, como ocurre con frecuencia, porque hacerlo desvirtúa el propósito de la disciplina, que es corregir (Pr 19:18). El castigo debe ser aplicado con ánimo sereno y de tal manera que el niño sienta que sus padres lo aman, y que lo castigan a pesar suyo. Pero si los padres no lo castigan por sus malacrianzas, el niño crecerá creyendo que todo le está permitido, y será más tarde un adulto desconsiderado, engreído, prepotente y eternamente insatisfecho.
Los hijos adquieren en el hogar el sentido del respeto a la autoridad. Los hijos que respetaron la autoridad de sus padres, respetarán de una manera natural la autoridad del gobierno y las reglas de conducta de la sociedad. Si los hijos rechazaron la autoridad de sus padres, o la autoridad de uno de ellos, es muy probable que al crecer rechacen también la autoridad del gobierno, y vivan siendo unos rebeldes y descontentos.
Pero, repito, para que los hijos respeten la autoridad de sus padres es necesario que sea ejercida con cariño y consideración.
3. Eso nos lleva al tercer elemento: el AMOR.
En toda familia bien constituida reina el amor: el amor de Dios y el amor de los esposos entre sí, que se extiende y se derrama sobre sus hijos.
Si los padres no se aman mutuamente, si se han vuelto indiferentes uno con otro, o si discuten todo el tiempo y se pelean, su amor por sus hijos sufrirá; será imperfecto, no se expresará de una manera espontánea y no podrá satisfacer las necesidades emocionales de sus hijos, sobre todo las de sus hijos pequeños.
De ahí la obligación que tienen los padres de amarse mutuamente y de superar sus deficiencias de carácter y sus dificultades mutuas. Es conveniente recordar en este contexto el principio que he sentado en otro lugar: el hombre y la mujer se casan no solamente porque se aman, sino sobre todo para amarse. Amarse es su obligación.
Los padres no deben discutir delante de sus hijos. Eso los angustia y los hace sentirse inseguros. Es comprensible e inevitable que los esposos tengan ocasionalmente desavenencias y que discutan entre sí, aunque si se aman realmente, ocurrirá rara vez. Pero si lo hacen debe ser a puerta cerrada para que sus hijos no los oigan. Y por supuesto, nunca deben insultarse, porque eso degrada al matrimonio.
Si discuten delante de sus hijos adolescentes o mayores, éstos pueden perderles el respeto.
Los hijos pequeños necesitan ser amados por sus padres para desarrollarse bien. Si no son amados y acariciados sufrirán, y tendrán más tarde complejos. El amor de sus padres es un alimento para ellos, tan necesario como el alimento material.
Una familia formada por padres ya mayores y por hijos ya adultos, si está unida por un fuerte amor mutuo, es un espectáculo muy bello que da muy buen testimonio ante la sociedad.
Cuando en las familias reina el amor, sus miembros se preocupan unos por otros.
4. Eso nos lleva al cuarto elemento: el APOYO MUTUO.
El amor que se tienen los padres entre sí, el amor correspondido que tienen por sus hijos, hará que se apoyen y ayuden mutuamente, y que se preocupen unos por otros.
Eso es algo que suele ocurrir en todas las familias bien constituidas del  mundo entero: los padres se preocupan por sus hijos, y los hijos se preocupan por sus padres. Se ayudan unos a otros de manera espontánea.
¿A quién acude un niño pequeño cuando se siente amenazado? A su padre, o a su madre. Rara vez al abuelo, si está cerca.
Y si los padres no están en casa ¿a quién acude el niño? Normalmente al hermano mayor, o a la persona con quien vive y que hace las veces de padre o de madre, que puede ser efectivamente en algunos casos, el abuelo o la abuela.
Además del núcleo familiar, en torno del hogar existe la familia extendida, formada por los parientes cercanos, los tíos, los sobrinos y los primos. Esa familia extendida suele ser también una fuente muy útil y valiosa de apoyo mutuo. Es muy bueno cuando hay relaciones estrechas entre los parientes cercanos, hermanos, tíos y primos de ambos sexos. Juntos forman un clan que puede ser de gran ayuda en situaciones de emergencia de todo tipo, no sólo relacionadas con el hogar, pero en particular en éstas. Como, por ejemplo, si la mamá se enferma y no puede ocuparse de su casa, viene una pariente cercana que se hace cargo de la casa momentáneamente, cocina y se ocupa de los niños pequeños.
Un ejemplo bíblico patente lo vemos en el caso de María que, cuando se enteró de que su pariente Isabel estaba embarazada, fue a acompañarla durante un tiempo para ayudarla en ese trance.
Esas situaciones se daban sobre todo antes, cuando el ritmo de vida era menos intenso, las mujeres no solían trabajar como ahora, y las distancias eran menores. Hoy en día los vínculos de parentesco entre nosotros se han aflojado un poco, como ocurre en los EEUU y en Europa.
La unión de las familias extendidas suele estar basada en el recuerdo de padres, o abuelos, o antepasados justos, que sentaron un buen ejemplo y que dejaron una huella en sus descendientes, creando un sentido de unidad y solidaridad entre ellos.
Cuando son unidos los miembros de la familia nuclear se apoyan mutuamente de una manera espontánea. Los padres apoyan a sus hijos: los alimentan, los visten, los mandan al colegio, y si está dentro de sus posibilidades, les proporcionan una educación superior para que tengan una profesión y hagan una carrera y, además, si pueden, les dejan una herencia.
Los padres suelen estar pensando anticipadamente en qué les van a dejar a sus hijos, en términos de propiedades, negocios, etc., aunque la mejor herencia es una buena educación en el Señor.
A su vez, cuando son adultos, los hijos apoyan a sus padres ancianos, sea económicamente cuando es necesario, pero, sobre todo, con su compañía, con su cariño y su cuidado. Es muy triste cuando los hijos dejan de visitar a sus padres ancianos y se olvidan de ellos.
Un caso interesante, aunque se trataba de la nuera, es el de Rut que, cuando enviudó siendo todavía joven, renunció a quedarse en su tierra para casarse con un joven que la pretendiera, con el fin de acompañar a su suegra Noemí a su Belén natal, para que no regresara sola. Pero Dios premió su fidelidad, dándole en su nueva patria como marido a un hombre de fortuna, a Booz, que admiraba la forma cómo ella se había comportado con su suegra. ¿Y quién descendió del matrimonio que formaron? Nada menos que el rey David, y después, nuestro Salvador, Jesús, a través de José.
Las familias unidas, en las cuales han reinado, y siguen reinando, esos cuatro elementos, son inquebrantables. Son como fortalezas ante los ataques del enemigo, y un ejemplo para la sociedad que ve en ellas una manifestación de la intervención de Dios en la vida hogareña, porque eso no es obra humana sino divina.
La unión familiar es instintiva en el ser humano. Existe no sólo en el cristianismo y en el judaísmo. Se encuentra también en otros pueblos, en otras culturas, y en otras religiones, como en el Islam, en donde, aunque la poligamia está permitida, las familias suelen ser muy unidas. Se da también en el hinduismo, en los pueblos primitivos y paganos de África y de Oceanía, y en las tribus de la selva peruana.
Es Dios quien ha puesto en el hombre el instinto de la procreación y, como su complemento, el instinto de la unión familiar.
De ahí que podamos afirmar sin temor a equivocarnos, que la familia es uno de los aspectos más importantes del plan de Dios para el ser humano. Por ese motivo al comienzo del libro del Génesis dijo Dios: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré una ayuda idónea.” (Gn 2:18). ¿Por qué no dijo también: No es bueno que la mujer esté sola? Porque cuando la creó ya existía el hombre. Pero también, creo yo, porque la mujer, a pesar de su aparente fragilidad, está más capacitada que el hombre para subsistir sola.
Para finalizar, preguntémonos. ¿Para qué creó Dios al hombre y a la mujer? Los creó el uno para el otro, y para que su amor fuera un reflejo del amor que une a las tres personas de la Trinidad. Es bueno que los esposos sean concientes de ese aspecto trascendental de su amor.
Démosle gracias a Dios por su sabiduría y por su bondad; porque creó al hombre y a la mujer para que fuesen felices juntos, haciéndose felices el uno al otro; y para que le den hijos que lo amen, formando familias sólidas y unidas que den testimonio de su presencia en el mundo.
NB. Este artículo y el anterior del mismo título están basados en una enseñanza dada en una reunión del Ministerio de la Edad de Oro, el 26.09.12.
ANUNCIO: YA ESTÁ A LA VENTA EN LAS LIBRERÍAS CRISTIANAS Y EN LAS IGLESIAS MI LIBRO “MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO” (Vol 1) INFORMES: EDITORES VERDAD & PRESENCIA. AV. PETIT THOUARS 1191, SANTA BEATRIZ, LIMA. TEL. 4712178.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#748 (14.10.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

martes, 16 de octubre de 2012

LA FAMILIA I


Por José Belaunde M.
LA FAMILIA I
¿Qué cosa es una familia? Es difícil definir lo que sea una familia porque existen en el mundo y en las diversas culturas, concepciones diferentes acerca de ella. Pero basándonos en lo que tenemos cerca de nosotros podemos decir que una familia es un grupo de personas unidas entre sí por lazos sanguíneos o de parentesco.
Esta definición sencilla cubre muchísimos casos. Pero, más concretamente, en el mundo occidental cristiano, la familia es la entidad social que surge de la unión de un hombre y de una mujer que hacen vida común y que, como resultado de su convivencia, engendran hijos que viven con ellos.
En ese sentido la familia es la célula básica de la sociedad.
En el mundo moderno el papel tradicional de la familia está siendo cuestionado por tendencias que subvierten su contenido, oficializando, por ejemplo, un supuesto matrimonio de personas del mismo sexo, e incluso llegando a dar a tales parejas el derecho de adoptar niños. Eso es una abominación que Dios condena.
Esas tendencias son muy peligrosas porque es un hecho innegable que a la sociedad le va tal como le va a la familia. Por eso podemos formular, sin temor a equivocarnos, el siguiente axioma: familias sanas, sociedad sana; familias enfermas, sociedad enferma.
Ése es un hecho que bien podemos constatar en el Perú donde hay tanto ausentismo de parte del padre que abandona a la madre de los hijos que engendró, dejándola sumida en la pobreza, con todas las consecuencias negativas para la madre y los hijos que eso trae consigo. Gran parte de las deficiencias que se constatan a diario en nuestra sociedad son consecuencia del desorden de la vida familiar en nuestro país.
En la Biblia la familia surge como culminación del proceso de la creación. Dios creó el mundo en seis días, y en el sétimo día descansó. En el sexto día Dios creó al hombre a su imagen y semejanza: “Varón y hembra los creó.” (Gn 1:27b).
Y luego añade: “Y los bendijo Dios y les dijo: Fructificad y multiplicaos.” Es decir, tengan hijos. (v. 28a)
En el segundo capítulo del Génesis hay una narración más detallada de la creación del hombre, hecho del polvo de la tierra (v. 7), que es seguida de la creación de la mujer, formada de la costilla del hombre (v. 21,22).
El vers. 24 es la partida de nacimiento de la familia: “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne.”
En ese momento Dios inventó el matrimonio y con él nace la familia.
En Gn 4:1 se narra el nacimiento del primer hijo de Adán y Eva, y con ese nacimiento (y con los nacimientos que vinieron después) se completa la familia formada por padre, madre e hijos.
Pero la presencia de hijos no es indispensable para que la pareja de esposos sea considerada una familia, aunque lo sea incompleta. Ocurre con cierta frecuencia que uno de los dos cónyuges no puede engendrar o concebir hijos. En la Biblia se dan varios casos (Sara, Raquel, Ana, Elisabet, etc.).
Padre, madre e hijos son una figura de la Trinidad formada por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
La familia que la Biblia nos presenta como ideal es la formada por José, María y Jesús, a la que solemos llamar la Sagrada Familia; sagrada porque en ella nació y creció el Hijo de Dios, y también por la santidad de sus miembros.
En el matrimonio bien constituido las capacidades físicas, psicológicas y espirituales de los esposos se complementan y aseguran su felicidad.
¿Qué quiere decir que se complementan? Por un lado, para mencionar un ejemplo obvio, el vigor del hombre compensa por la relativa fragilidad de la mujer. Por otro lado, el sentido práctico doméstico de la mujer suple a la falta usual de ese instinto en el hombre. La mujer se ocupa de los hijos pequeños con un cuidado del que el hombre carece. Ella tiene una disposición especial para ese propósito, aparte de que ha sido dotada por la naturaleza de senos para amamantar a las criaturas pequeñas que tienen en la leche materna el alimento más adecuado. Pero el hombre es el responsable de proveer al sostenimiento de su mujer e hijos.
¿Cuál es el propósito principal de la familia en el plan de Dios? ¿Para qué creó Dios a la familia? Aparte del hecho de que Dios creó a la mujer para que el hombre tuviera una ayuda idónea, y para que ambos se realizaran como seres humanos y fueran felices en el amor que los une, uno de los fines de la familia, si no el principal, es el de perpetuar la raza humana, y al mismo tiempo, proveer un ambiente adecuado para la procreación y la crianza de los hijos. Si Adán y Eva no hubieran tenido hijos ellos hubieran sido los primeros y los últimos habitantes del planeta tierra.
La familia, se ha dicho, es la célula básica de la sociedad, pero es anterior a ella y al estado. La familia es autónoma y no depende ni de la sociedad ni del estado. Tiene derechos que el estado no puede inflingir, sino más bien, que debe proteger. Sabemos, sin embargo, que en las dictaduras los derechos de la familia suelen ser restringidos a favor del estado, que en muchos caso se arroga el derecho de disponer de los hijos, quitándoles a los padres, entre otras cosas, la capacidad de decidir acerca de la educación que reciban ellos, con el fin de inculcarles desde pequeños la ideología del régimen.
En hebreo, que es el idioma en que fue escrito el Antiguo Testamento, la palabra bayt, que quiere decir “casa”, quiere decir también “familia”. (Nota 1)
El Antiguo Testamento juega con la ambivalencia del significado de esa palabra. Por ejemplo, el rey David, en el libro de Samuel, se propone edificar una casa para Dios (es decir, un templo), pero Dios le dice por medio del profeta Natán que es Él quien le va a edificar a David una casa, es decir, una familia, en el sentido de linaje, de descendencia, de la que, como bien sabemos, desciende Cristo (2Sm 7, en particular los vers 4,11,18,27,29). (2)
En Pr 14:1 leemos: “La mujer sabia edifica su casa (es decir, su familia, porque no puede tratarse ahí de una casa física), mas la necia la destruye.” Esto es, actúa de tal manera que perturba la vida de los suyos.
El bien conocido pasaje sobre la mujer fuerte de Pr 31:10-31, muestra cuán importante es la mujer, la esposa y madre, en el hogar, en la familia. En gran medida el clima espiritual que prevalece en el hogar está determinado por el carácter y actitudes de la mujer.
El Sal 127:1 dice: “Si Jehová no edifica la casa (e.d. la familia), en vano trabajan los que la construyen.” Si Dios no es tenido en cuenta por los esposos y los ayuda, su proyecto matrimonial está destinado al fracaso.
También dice este salmo que los hijos son herencia de Jehová (v. 3), esto es, que provienen de Él. Él es quien los da a los padres (es decir, se los confía), porque Él es quien gobierna la concepción (Sal 139:13).
Voy a concentrarme en esta exposición en cuatro elementos claves de la familia: Unión, autoridad, amor y apoyo mutuo. No son los únicos, pero son muy importantes. Estudiémoslos.
1. La familia surge de la UNIÓN de un hombre y una mujer, unión que es a la vez física, anímica y espiritual. Esa unidad se extiende a los hijos a medida que vengan.
Conocemos el dicho: “La unión hace la fuerza”. Cuando marido y mujer son unidos, la familia es fuerte. Si los esposos se pelean y discuten constantemente, ¿será la suya una familia fuerte? Fuerte quizá en golpes.
La unión de los esposos provee un ambiente adecuado, cálido y seguro para la procreación y la crianza de los hijos.
La familia unida resiste a los embates de las dificultades de la vida que pueden venir a acosarla, y que pueden ser muchos: pobreza, enfermedad, caos social, guerras, etc.
El diablo, consciente de la importancia de la familia en el plan de Dios para el hombre, trata de socavar la unidad de la familia, trayendo división entre los esposos. Para eso cuenta con todo un arsenal de armas que usa astutamente para alcanzar sus propósitos: interferencia de parientes cercanos, falta de casa propia, diferencias de sueldo entre los esposos (cuando la mujer gana más que el hombre), dificultades económicas, desempleo del marido, rivalidad entre los hijos que el diablo fomenta, alejamiento de uno de los esposos por motivos de trabajo, viajes al extranjero, etc.
Las rivalidades entre los hijos son uno de los factores que más conspiran contra la unidad de la familia. Con frecuencia son consecuencia de la preferencia del padre, o de la madre, por uno de ellos (como en el caso de la familia de Isaac, donde Esaú y Jacob pelearon por la primogenitura, Gn 27).
Pero la más peligrosa de las armas del diablo son las tentaciones contra la fidelidad conyugal. Esas tentaciones pueden presentarse en el lugar de trabajo, en la calle, en encuentros casuales, en reuniones sociales, y hasta en la iglesia. Se presentan como un señuelo que ofrece emoción y placer, pero suelen terminar en amargura y en drama.
La infidelidad de uno de los esposos destruye el amor y el respeto mutuo, y causa mucho sufrimiento. Crea heridas difíciles de sanar y, a veces, provoca terribles dramas familiares; lleva al divorcio y puede llevar en casos extremos, incluso al asesinato.
Pero la familia unida puede sobrevivir a todas esas tempestades cuando se coloca concientemente bajo la protección de Dios (Sal 91); cuando los esposos se sujetan a su palabra, y buscan su ayuda. (Continuará)
Notas: 1. Ocurre lo mismo en el griego del Nuevo Testamento, en el que la palabra oikos quiere decir a la vez “casa” y “familia”.
2.  Un ejemplo del doble significado de oikos se da en el cap. 16 del libro de los Hechos, en donde Lidia le dice a Pablo: “Si habéis juzgado que yo soy fiel al Señor, entrad en mi casa, y posad.”
(Hch 16:31). Poco después Pablo le dice al carcelero de Filipos: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo tú y tu casa.” (Hch 16:31).
NB. Este artículo y el siguiente del mismo título están basados en una enseñanza dada en una reunión del Ministerio de la Edad de Oro, el 26.09.12.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y a entregarle tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
 “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#747 (07.10.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

miércoles, 10 de octubre de 2012

CONTRASTES EN JESÚS


Por José Belaunde M.
CONTRASTES EN JESÚS
A propósito de Mateo 23
Todos hemos oído hablar, o hemos leído, acerca de las cualidades del carácter de Jesús que se manifestaban en la forma cómo Él hablaba y actuaba. Los cuadros que se han pintado de Él lo representan como amable, compasivo, tierno, dulce. Los relatos de los evangelios nos hablan de su amabilidad, de su gentileza, de su ternura, de su compasión…
Él dijo: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11:29).
Él dijo también: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia.” (Jn 10:10) Vino para darnos su vida misma, para entregarse a sí mismo en sacrificio por nuestros pecados.
A la pecadora que iban a apedrear, cuando se retiraron sus acusadores Él le preguntó: “¿Dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: No señor. Entonces Jesús le dijo: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más.” (Jn 8:10,11).
Esa frase ha sido malinterpretada por algunos, como si Jesús fuera tolerante con el pecado, o como si Él expresara mediante esas palabras su oposición a la pena de muerte. Pero no es el caso, sino que Jesús vio que ella, al encontrarse frente a frente con Él, se había arrepentido de su vida pasada y estaba lista para empezar una nueva vida.
Es muy conocida la frase del Sermón de la Montaña: “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tus enemigos. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced el bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y persiguen.” (Mt 5:43,44)
¿Cómo Señor? ¿Tengo que amar a los que me odian y hacer el bien a los que me hacen daño? Si quieres ser un hijo digno de tu Padre que está en los cielos, así debes actuar, porque “Él hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos.” (v. 45). El calor del sol que nos ilumina es una manifestación del amor con que Dios ama a todos los seres humanos sin distingos.
También dijo: “Si alguien te hiere en la mejilla derecha, ponle también la otra.” (Mt 5:39).
Señor, ¿Tan manso debo ser? Si quieres ser mi discípulo, sí.
Los rasgos de su carácter habían sido profetizados por Isaías: “No gritará, ni alzará su voz…”. Es decir, Él hablará siempre con una voz suave.
“No quebrará la caña cascada...” Es decir, la caña que está a punto de romperse Él no la quebrará, sino más bien la enderezará. Tendrá compasión de ella.
“No apagará el pabilo que humeare…” Si alguien estuviere a punto de desfallecer, Él lo levantará. En suma, los débiles tendrán en Él consuelo y fortaleza (Is 42:2,3).
Pero veamos algunos ejemplos adicionales de la dulzura de Jesús:
“¡RAZA DE VÍBORAS!” (Mt 23:33)
“¡SEPULCROS BLANQUEADOS!” (Mt 23:27).
“¡AY DE VOSOTROS, ESCRIBAS Y FARISEOS HIPÓCRITAS!” (v. 14)”
“¡AY DE VOSOTROS, GUÍAS CIEGOS!” (v. 16).
“¡AY DE VOSOTROS… QUE DEVORÁIS LAS CASAS DE LAS VIUDAS!” (v. 14)
“¡INSENSATOS Y CIEGOS!” (v. 17)
“¡QUE CAIGA SOBRE VOSOTROS TODA LA SANGRE INOCENTE QUE SE HA DERRAMADO SOBRE LA TIERRA!” (v. 35)
¿Qué pasó con el dulce Jesús que dice esas cosas terribles? ¿Cómo explicar que use ese lenguaje? Un autor judío ha acusado a Jesús de no poner en práctica su propia enseñanza, y de ser un hipócrita.
¿Por qué no fue compasivo con los fariseos? ¿Por qué no estuvo dispuesto a perdonarlos? Es que si hay algo que Dios abomina, y que Jesús detesta, es la falsedad, la simulación y la mentira.
Al fariseo que había ido al templo a orar, y que se alababa a sí mismo porque cumplía toda la ley, Jesús no lo elogia, sino al contrario, expone sus pecados; alaba, en cambio, al publicano que se consideraba indigno reconociendo sus pecados (Lc 18:9,14).
Él condena a los fariseos porque dicen y no hacen (Mt 23:3). No practican lo que enseñan, sino lo contrario.
Ésa es una acusación que Dios pudiera estar dirigiendo a nosotros. No vaya a ser que nosotros también decimos pero no hacemos. Les predicamos a otros, pero no practicamos lo que predicamos. Examínese cada cual a sí mismo. Mejor será que nuestra conciencia nos reproche nuestra falsedad, que no que sea Dios quien nos la eche en cara.
Los fariseos, dice Jesús, no practican lo que enseñan y pretenden ser lo que no son.
Nosotros vemos mucho de eso también en el mundo cristiano, y ése puede ser quizá uno de los motivos por los que este capítulo figura en los evangelios. No sólo como historia, sino también como advertencia. Quizá nosotros alguna vez hemos caído en un pecado que sólo Dios conocía, pero hemos seguido pretendiendo que éramos buenos cristianos, pretendiendo ser lo que no éramos. Y Dios, en lugar de exponer a la vista de todos nuestra falsedad, compasivamente nos dio tiempo para arrepentirnos.
Jesús reprocha a los fariseos que hagan sus obras para ser vistos por los hombres, no por Dios (Mt 23:5). Quieren que todos vean lo buenos que son. No las hacen para Dios, sino para vanagloriarse de ellas.
Jesús nos advierte: “Tú cuando ores no seas como los hipócritas, que oran en las sinagogas y en las esquinas de las calles para ser vistos por los hombres. Pero tú cuando ores, entra a tu cuarto y cierra la puerta y ora a tu Padre en lo secreto, y Él te recompensará en público.” (Mt 6:5,6)
Eso no quiere decir que no debamos orar en público, pues hay ocasiones para hacerlo. Pero la oración en público suena vacía, hueca, cuando no tiene el soporte de la oración privada, que es de donde viene la unción del Espíritu. Si nosotros no oramos en nuestra cámara secreta, en intimidad con Dios, ¿con qué autoridad podemos orar en público?
También dijo Jesús: Cuando des limosna no toques trompeta para que todos lo vean y te alaben, sino aconsejó: “Que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha.” (Mt 6:2,3).
Nos está diciendo que debemos ser discretos cuando hacemos obras de caridad, porque las hacemos para Dios, que ama al pobre, no para que nos admiren y elogien nuestra generosidad.
Eso me hace pensar en las empresas modernas y las instituciones del estado que suelen tener un departamento de imagen institucional para mostrar una buena cara al público. Eso es hipocresía institucionalizada.
Pudiera ser que se trate de una empresa que explote a sus obreros y empleados pagándoles sueldos muy bajos y que, al mismo tiempo, se jacte, por usar un término de moda, de ser una empresa con un alto sentido de responsabilidad social, participando en comisiones y actividades en ese campo. Cuando se produce una denuncia laboral que afecte al prestigio de la empresa, llaman inmediatamente al especialista en imagen, como quien llama al bombero, para restablecer el buen nombre de la firma y apagar el escándalo.
No puedo imaginar una iglesia que tenga un departamento de imagen institucional, para aparecer ante el público como lo que no es.
Jesús no tuvo un departamento de imagen, Él, que decía no tener dónde recostar la cabeza (Mt 8:20). Tampoco lo tuvieron los apóstoles, que no ocultaron su profesión de modestos pescadores; ni menos lo tuvo Pablo, que andaba proclamando sus pecados pasados, y acusándose de todo el mal que había hecho a la iglesia cuando la perseguía, y que decía de sí mismo, como supremo elogio, que era menos que un abortivo (1Cor 15:8). En el capítulo 7 de Romanos él da a entender que estaba acosado por tentaciones, al punto que no sabía qué hacer consigo mismo: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Rm 7:24).
Menos debemos tener un departamento semejante los cristianos, y si lo tuviéramos, debería ser para que la gente nos vea como lo que somos: pecadores arrepentidos.
Nosotros podemos engañar y sobornar a los hombres, pero no podemos engañar ni sobornar a Dios.
De ahí que Jesús preguntara: “¿Por qué miras la paja en el ojo ajeno si tienes una viga en el tuyo?”. (Mt 7:3,4). ¿Cómo será tener una viga en el ojo? Jesús usaba con frecuencia un lenguaje exagerado para dar un mayor impacto a sus enseñanzas.
Notemos que los pecados que la gente del mundo juzga pequeños, son grandes pecados si los comete un cristiano. El cristiano debe mantener su túnica blanca impecable. Lo que para el mundo sería una pequeña mancha, en la túnica del cristiano sería una mancha grande. Nosotros no nos emborrachamos, pero a veces actuamos como si lo estuviéramos, estando de hecho completamente sobrios. Y el nombre de Dios es blasfemado entre los mundanos.
Jesús alaba a su Padre porque “escondiste estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los niños.” (Lc 10:21). ¿Por qué lo hizo? Porque hay quienes ven, y no perciben; oyen, pero no entienden (Mr 4:12; cf Is 6:9,10), porque su corazón se ha endurecido por el orgullo y el pecado disimulado.
Estas dos cosas son perdición para el hombre. Ése era el pecado de los fariseos. Ellos eran orgullosos y ocultaban sus pecados para aparentar ser hombres justos y piadosos. Pero Jesús, que tenía ojos para ver el interior del hombre, tenía buen motivo para echarles en cara su hipocresía. En cambio, Él se apiada de la mujer pecadora y del publicano Zaqueo, porque no disimularon su condición.
Él les dice: “Yo no he venido a llamar a (los que se creen) justos, sino a (los que saben que son) pecadores.” (Mt 9:13).
Los fariseos tomaban mal que Jesús comiera con cobradores de impuestos y pecadores, y no con ellos. Él les contesta: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos” (Mr 2:17a). Si ustedes reconocieran que están enfermos, yo me reuniría con ustedes. Pero ustedes están sanos; son justos, son perfectos, cumplen toda la ley minuciosamente. No tienen necesidad de mí.
Él no había venido a llamar a justos, sino a los pecadores, que era la gente que los fariseos evitaban, pero que son los que más necesidad tienen de Dios, y están más dispuestos a reconocerlo (Mr 2:17b; Lc 5:30-32).
Es a ellos a quienes nosotros debemos buscar. Sin embargo, debemos reconocer que los creyentes tenemos la tendencia de juntarnos entre nosotros, y de evitar reunirnos con la gente del mundo, en parte, porque ya no nos sentimos cómodos con ellos, y en parte también, porque con frecuencia ellos nos evitan. Aunque nos respeten, nos hemos convertido para ellos en unos aguafiestas.
¿Cómo hacer entonces para predicarles? Es un reto que no es fácil de resolver.
Los fariseos –dice Jesús- “aman los primeros asientos en las cenas, y las primeras sillas en las sinagogas, y las salutaciones en las plazas, y que los hombres los llamen: Rabí, Rabí.” (Mt 23:6). ¿Por qué es eso? Porque aman ser reconocidos, que la gente los salude y que los respeten. Pero ¿a quién no le gusta ser reconocido y que lo respeten? Si no hemos de ser hipócritas, diremos que a todos.
A nadie le gusta que lo ignoren, que lo consideren poca cosa, que no lo tomen en cuenta. Ésa es una de las cosas que más nos duele.
Cuando vas a una reunión cristiana ¿dónde te colocas? ¿Atrás o adelante? Según la posición que tengas, procurarás sentarte lo más adelante posible. Eso es normal.
Sin embargo Jesús dijo que cuando fuéramos invitados a una boda no nos sentáramos adelante, sino atrás, para que no tuviéramos que ceder ese lugar a otro más distinguido que uno. Y que más bien nos sentáramos atrás, para que el que nos convidó nos diga que nos sentemos más adelante (Lc 14:8-10). Él concluye esa enseñanza diciendo: “Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será exaltado.” (Lc 14:11).
Jesús dijo también: “No os hagáis llamar Rabí, porque uno solo es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos.” (Mt 23:8-10). No tratemos de ponernos por encima de otros, o de creernos más, ni de alardear de sabiduría, porque podemos quedar en ridículo.
Él dijo:“El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo” (Mt 23:11), y nos dio un ejemplo práctico tan extraordinario, lavándoles los pies a sus discípulos, que Pedro, escandalizado, cuando le llegó su turno, se opuso a que se los lavara a él. Después les advirtió que al obrar de esa manera Él les había dado ejemplo, para que ellos también hicieran lo mismo. Esto es, que nos sirviéramos unos a otros (Jn 13:5-15). Pero la tendencia natural del hombre no es servir a los demás, sino servirse de ellos.
También les dirigió estas palabras terribles: “Diezmáis del eneldo, la menta y el comino, pero dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe.” (Mt 23:23). Ése era el gran problema con ellos, en el cual también podemos caer nosotros; esto es, darle importancia a las minucias y descuidar lo principal, lo esencial.
“Limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de robos y de injusticia.” (v. 25-28). La gente del mundo dice: Hay que guardar las apariencias, hay que preservar la imagen. ¡Cuidado con los escándalos, que lo arruinan todo y nos humillan!
¿Qué es lo que más nos preocupa a nosotros? ¿Nuestra fachada, o nuestro interior? Sólo Dios ve nuestro interior. Él nos conoce mejor de lo que nosotros nos conocemos a nosotros mismos. Él sabe todo lo que sentimos, deseamos y pensamos; y lo que hacemos sin que nadie nos vea, salvo Él.
Lo malo es que aunque los demás no lo vean, lo que uno es por dentro con el tiempo se nota. Tarde o temprano saldrá a luz. Y todo el mundo terminará por enterarse de lo que uno es en realidad: “Por sus frutos los conoceréis. Porque el árbol bueno da frutos buenos, y el malo da frutos malos” (Mt 7:16,17).
Jesús dijo en otro lugar: “De la abundancia del corazón habla la boca.” (Mt 12:34). Las cosas de las que generalmente hablamos son las que tenemos en el corazón. ¿Cómo te expresas tú de los demás? Eso muestra lo que tú en realidad piensas de ellos, aunque seas todo sonrisas.
¿Amas a tu prójimo realmente, o lo miras con desprecio? ¿Está tu corazón lleno de amor, o de indiferencia? Aunque no lo quieras, tus sentimientos a la larga se reflejarán en tus palabras.
Terminaré con un pequeño poema que he traducido del alemán lo mejor que puedo:

* MEJOR QUE ESCUCHAR UNA PRÉDICA ES VERLA.
* MEJOR QUE MOSTRARTE EL CAMINO ES QUE VENGAS CONMIGO.
* EL OJO ES MEJOR ALUMNO QUE EL OÍDO.
* EL MEJOR CONSEJO A VECES CONFUNDE, PERO EL BUEN EJEMPLO ES SIEMPRE CLARO.

NB. El presente artículo está basado en la transcripción de una enseñanza dada en la Fraternidad Internacional de Hombres de Negocios del Evangelio Completo, el 31.01.11.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y a entregarle tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
  
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#746 (30.09.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).