viernes, 4 de febrero de 2011

LA ESTIMA EN EL MATRIMONIO I

Por José Belaunde M.

A finales de 2002 fui invitado a dar una serie de conferencias sobre el matrimonio durante ocho días en la iglesia de ACYM de Tacna. He publicado como artículos en “La Vida y la Palabra”, la transcripción de la mayoría de esas conferencias, pero la dedicada al tema del epígrafe nunca fue publicada, por lo que, después de revisarla, la imprimo ahora en dos partes.

Gracias Padre, te damos en esta ocasión porque tú puedas mostrar tu amor sobre todos los que están aquí congregados en tu Nombre y, en particular, Señor, sobre las parejas de esposos, oh Dios, en quienes yo te pido, que derrames tu amor en abundancia, y que sueldes, las hendiduras que hubieran podido haber en su unión. Y, que tú, Señor, derrames tu espíritu de perdón para que todos aquellos que lo necesitaran, puedan reconciliarse unos con otros. Te pido, oh Dios, que me ayudes a mostrar los tesoros que tu palabra esconde sobre este gran misterio que es el matrimonio. Gracias, Señor, te damos en el Nombre de Jesús, Amén.
Hoy quiero hablarles de la estima en el matrimonio. La estima es un aspecto o elemento muy importante del amor en la relación matrimonial. Es un concepto, si se quiere, más amplio que el amor, más objetivo, que se extiende a terrenos quizá más extensos que el amor que es un sentimiento sobretodo subjetivo.
La estima en el matrimonio está basada en la premisa siguiente: Mi cónyuge es la persona que Dios me ha dado como ayuda idónea, en el caso del hombre; o como compañero en el caso de la mujer. Repito, mi cónyuge es la persona que Dios me ha puesto como compañero de mi vida, o como ayuda idónea.
¿Quién era Eva para Adán? Adán no escogió a Eva, ni Eva escogió a Adán. Dios hizo especialmente a Eva para Adán, y ciertamente cuando creó a Adán lo hizo pensando en Eva. La pareja perfecta hecha por Dios. Dios creó a Eva para Adán y se la dio; y había creado antes a Adán para dárselo a Eva. No les pidió su opinión. No les preguntó: ¿Quieren ustedes casarse? Sino les dijo: Sean una sola carne, fructifíquense y multiplíquense (Gn 1:28).
Muy probablemente si tú eres casado, tú escogiste a tu mujer; y tú, mujer, aceptaste a tu marido, quizá entre otros hombres que te pretendían; o quizá, como quien dice, como tu peor es nada. Y tú, marido, quizá fue ella la única que te aceptó, la única que te dio bola; o quizá tú la escogiste entre varias candidatas que estaban esperando ansiosas que tú les hablaras; o quizá tus padres la escogieron para ti. ¿Cómo sería? Esto último ocurría antes con frecuencia, y era un reflejo del orden establecido por Dios, que los padres escogieran a la esposa y al esposo. Era tan importante que no lo dejaban a la elección de sus hijos. Lo hacían ellos. Eso es lo que se ve en la Biblia.
Aunque hoy día nos parezca completamente desacostumbrado, sabemos muy bien que Abraham hizo traer a Rebeca para su hijo Isaac, y él la amó, dice la Escritura, desde el momento en que la introdujo en su morada. Isaac, como Adán antes que él, no escogió a su mujer. La escogió Eliezer, el fiel siervo de Abraham, para él (Gn 24). Esto hoy día nos parece raro. Pero no hace más de cien años que eso ocurría todavía. Yo he oído muchas veces contar la historia de mis abuelos. Mi abuela materna, que era huérfana de padre y madre, fue criada por unos tíos y tías. Un día, cuando ella tenía catorce años, su tía la llamó y le dijo: “Ven, arréglate para que conozcas a tu novio”. Sí, para que conozcas a tu novio. Cuatro años después ellos se casaron y fueron muy felices, felicísimos. Tuvieron doce hijos, y cuando murió mi abuela, después de más de cincuenta años de matrimonio, mi abuelo, aunque estaba bien de salud a sus ochenta y pico años, al poco tiempo se murió, porque ya no quería seguir viviendo. Esas cosas pasaban antes y eran matrimonios muy sólidos, porque estaban basados, no en el capricho del corazón… Ustedes saben que el corazón es caprichoso, ¿no? Peor que caprichoso, engañoso (Jr 17:9). ¿Y cómo fiarse del corazón para escoger a la otra persona, si el corazón engaña? Pero a los padres, a los buenos padres, y en el caso que he narrado, a los buenos padres adoptivos, el amor los guiaba, el Espíritu los guiaba para saber escoger a la persona adecuada.
Pero sea que tú hayas escogido a tu mujer, o tus padres la hayan escogido para ti, una vez que estás casado, ella es la mujer que Dios te ha dado. Es tuya porque Dios te la dio. Esto es, ella no sólo es la mujer que tú puedes haber escogido; o él puede ser no solamente el hombre que tú aceptaste, sino que ella es la mujer, y él es el hombre, que dentro del orden de Dios, uno y otro tienen para siempre. Jesús dijo: “Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre.” (Mt 19:6) Ahora bien, quizá tu elección fue equivocada, puede ser. Quizá la escogiste por motivos erróneos, porque era bonita, graciosa, porque tenía un papá con plata, y dijiste: eso me conviene, me va a nombrar gerente de su empresa. Pero Dios usó tus errores, usó tus malos criterios para darte la mujer, o el marido, que él quería que tuvieras, porque nada ocurre fuera de la voluntad de Dios.
Tú quizá te digas, ¿cómo es posible que Dios use mis errores? Dios preferiría usar ciertamente tus aciertos, pero si no tienes más que errores, ¿qué va hacer? No es culpa suya. Él usa las cosas que tú pones a su disposición. Pero ahora él es el cónyuge, y ella es la cónyuge que Dios les dio. Ya están casados y tienen que aceptarse mutuamente, porque repito, nada ocurre fuera de la voluntad de Dios. Por tanto, tu relación con tu esposa, o con tu esposo, no es una cosa que dependa solamente de tus sentimientos, o de tu voluntad, depende de la voluntad de Dios. Tú no eres libre. La voluntad de Dios está sobre ti y, como he dicho en otra ocasión, Dios está a favor de los esposos, Dios está a favor de su felicidad. Él está dispuesto a proveer a todas sus necesidades, a llenar todos los huecos que pueda haber en su relación, para que sean felices. Pero es necesario primero que ellos pongan su relación en las manos de Dios, que son las mejores manos. Sin embargo, ocurre con frecuencia, aún entre cristianos, que los esposos ponen su relación en manos de sus caprichos, de sus deseos, de sus ilusiones, de su voluntad, de su buen o mal carácter, de lo que ellos quieran, cuando mejor es ponerla en las manos de Dios. Él es el médico que sana todas las heridas. Entonces, si tu relación no es algo que depende de tus sentimientos pasajeros, tú debes estimar a tu esposa; y tú mujer, debes estimar a tu marido. Ambos deben estimarse el uno al otro como un don de Dios.
“El que halla esposa halla el bien, y alcanza el favor de Dios.” (Pr 18:22) La esposa es un bien que viene de Dios, y el esposo también. Entonces, siendo así, tú tienes algunas obligaciones que no dependen de tus gustos. ¿Cuáles son esas obligaciones?
La primera es que tú debes tratarla a ella con respeto y consideración; y tú mujer a él, igual. Eso es algo recíproco. Ambos deben tratarse con respeto. El trato mutuo nunca debe ser ofensivo; no sólo debe ser amoroso, sino debe ser también respetuoso y considerado. Si los esposos se trataran siempre así, nunca habría peleas entre ellos, aunque hubiera desacuerdos. Claro, desacuerdos pueden haber; es inevitable. Pueden tener opiniones diferentes sobre diversos puntos, pero no habría peleas si se trataran siempre con respeto y consideración, porque tendrían consideración y respeto por la opinión del otro, y no tratarían de imponer a la fuerza o a punta de légrimas su propia opinión. Y aunque el marido tenga la última palabra, tampoco trataría de imponerle por la fuerza su opinión a ella, y ella aceptaría la opinión de él, y se sometería, aunque no estuviera de acuerdo. Y no gritaría, no levantaría la voz, porque yo estoy seguro -y quizá los hombres que están aquí estén de acuerdo conmigo- que nada fastidia más a un hombre, que una mujer le grite. Sin duda a la mujer tampoco le gusta que el marido le grite. Pero la peor manera como una mujer le puede hablar a un hombre es gritando, alzando la voz. Pero si le habla suavemente, cuando está tranquila, es difícil que el hombre se resista a sus argumentos. La mujer tiene muchas maneras de convencer al hombre –yo diría, hasta para metérselo al bolsillo- que no tienen nada que hacer con los gritos. De esa manera, si se guardaran respeto y consideración mutuos, el amor que se tuvieron al comienzo no se enfriaría tan rápidamente, sino mantendría su fuego, porque el respeto y la consideración ayudan a mantenerlo vivo.
La segunda consideración es muy, pero muy importante, y ésa es la fidelidad. La fidelidad tiene varios aspectos. El primero, la fidelidad en lo físico. Eso sabemos muy bien lo que quiere decir. La violación de la fidelidad física es adulterio; es un pecado muy grave que Dios y la Escritura condenan; un pecado que produce heridas y daños en ambos cónyuges y también en los hijos. Es un pecado que viola la santidad del matrimonio y que tiene graves consecuencias que se arrastran a menudo a través de los años, y que causan sufrimiento a muchos. Por lo pronto a las personas involucradas, a la víctima y al culpable.
Pero fíjense, la fidelidad no es sólo física, también debe serlo de pensamiento. Es decir, ni el hombre ni la mujer casados deben admitir pensamientos acerca de una persona del otro sexo que les atraiga, o que les sonría, o por la cual tengan cierta simpatía. ¿Qué dice la Escritura? “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón, porque de él mana la vida.” (Pr 4:23) Guarda tu corazón en lo que se refiere a tu condición de casado o casada. Guarda tus pensamientos. Que tus pensamientos no se posen en otra persona que no sea tu esposo o tu esposa. La infidelidad de pensamiento suele presentarse cuando hay insatisfacciones en la vida conyugal. Por lo mismo, en situaciones semejantes los esposos cristianos que quieran hacer la voluntad de Dios, y que quieran guardarse de peligros que puedan amenazar la estabilidad de su unión y su felicidad, deben guardarse. Aún en los casos en que haya insatisfacción sexual o psicológica, aún, y sobre todo en esos casos, los afectos deben ser guardados, deben serse fieles uno al otro.
Por ese motivo cuando el hombre o la mujer casados sientan una simpatía especial por una persona del otro sexo, y más aún, si sienten que esa simpatía es correspondida, deben huir de esa persona como del diablo mismo, huir de toda ocasión de encontrarse con ella, porque es el diablo el que está usando a esa persona. Esa persona quizá sea inconciente, o quizá no lo sea (Dios lo sabe), pero el diablo pone ocasiones precisamente para hacer caer a uno o al otro. Si los casados tomaran esa precaución de alejarse de toda persona que les muestra una simpatía especial -y sabemos cuáles son los síntomas de esa simpatía- o por la cual uno de ellos siente simpatía, se evitarían muchas tragedias familiares; porque todo empieza en pequeño, por cosas que parecen triviales, sin importancia, pero que pueden crecer y dar un fruto mortal.
Aún más importante que la fidelidad de pensamiento es la fidelidad del deseo. Jesús dijo que el que codicia a una mujer casada ya cometió adulterio en su corazón con ella; y la mujer que codicia a un hombre casado, sea ella casada o no, igual (Mt 5:27,28). De manera que ni el hombre ni la mujer casados deben desear a otra persona, porque eso contamina gravemente su alma, contamina su relación. ¿Cómo puede una mujer abrazar a su marido si está deseando a otro? ¿O cómo puede la mujer entregarse a su marido si tiene el pensamiento puesto en otro hombre? ¿Cómo puede un hombre unirse a su mujer si desea a otra? La está engañando; se están engañando mutuamente en esos casos.
Quizás la mujer diga: Es que él no me trata bien, y ese hombre me mira con cariño, con una mirada dulce. La manzana que la serpiente le mostró a Eva debe haber sido muy dulce. Ella dijo que era agradable de ver y buena para comer (Gn 3:6). Así que en esas situaciones el hombre o la mujer están en un grave peligro, y mejor será que huyan, como huyó José de la mujer de Potifar (Gn 39:10-12).
La Escritura dice algo al respecto que vale la pena que leamos. Vamos a Proverbios, y esto, aunque hable del hombre, vale para ambos: “¿Tomará el hombre fuego en su seno sin que sus vestidos ardan? ¿Caminará el hombre sobre brasas sin que sus pies se quemen? Así es el que se llega a la mujer de su prójimo, no quedará impune ninguno que la toque.” (Pr 6:27-29) Yo creo que esa palabra es suficiente para que los esposos cristianos sepan guardarse de ese peligro.
Pero hay también la fidelidad de los ojos. Los hombres saben de qué estoy hablando, porque ellos tienden con mucha facilidad a mirar a una mujer bonita que pasa cerca, que pasa a su lado. Eso lo hacen casi automáticamente. Pero ¿qué pensará de tu esposa esa mujer a la cual estás mirando? Que no la quiere, que no la respeta. Si tú miras a otra mujer con atención, estás ofendiendo a tu mujer. Y también si la mujer mira a un hombre con atención, está ofendiendo a su marido. Es un hecho sabido que a muchas mujeres solteras les halaga que los hombres casados las admiren, las cortejen, y muchas hay que buscan tener una aventura con un hombre casado, sólo por vanidad. Es verdad. Pero ese tipo de asuntos con frecuencia llegan a cosas mayores que pueden causar gran dolor. El solo coqueteo, el solo flirteo, ofende a uno u otro. Si la mujer mira a un hombre, ¿qué va a pensar él? Que su marido no sirve para nada, que no la satisface; o dirá peor, que no le basta uno sólo, y quiere tener dos hombres; aquí tengo una oportunidad para un lance. Esas son cosas que no pueden permitirse en un hogar cristiano. Yo ruego a Dios que no sucedan. Pero es bueno que sepan todos que las verdades de Dios acerca del matrimonio son válidas tanto para los cristianos como para los que no lo son, para todos los hombres, para todo el género humano.
Nosotros tenemos la suerte de tener la palabra de Dios. Debemos conocerla y llenarnos de ella, para que nos libre de los peligros a los cuales estamos inevitablemente expuestos, no solamente a causa de nuestra naturaleza pecadora, que no ha muerto del todo, sino también a causa de Satanás “que anda alrededor como león rugiente buscando a quién devorar”. (1P 5:8) ¿Cuántos demonios andarán alrededor de las parejas de esposos cristianos tratando de hacerlos caer? ¿Con qué fin? Para causar un escándalo, y se diga que los cristianos son igual que los demás, o peores todavía, porque son unos hipócritas. Entonces nosotros no solamente a causa de nuestra rectitud, de nuestra santidad, a causa de Dios mismo, sino también a causa del escándalo, del mal testimonio, deberíamos guardarnos de toda cosa que dé mal que hablar de nosotros. En ambos casos, ¡qué mancha para el matrimonio! Aunque nadie se entere de tus pensamientos ocultos, tu matrimonio está siendo deshonrado por tus propios pensamientos y deseos. Y algún día Dios te pedirá cuentas.
Pero hay otra infidelidad de los ojos a la que las mujeres locamente son proclives y, en particular, es cierto, las mujeres del mundo. Quizá las mujeres de la iglesia no, pero pudieran caer en esa tentación, y por eso creo conveniente advertirles que deben guardarse celosamente de esa infidelidad. Es la infidelidad de los ojos ajenos. ¿Qué cosa quiero decir con eso? La mujer casada que se viste de una manera vistosa, atrevida; que luce ciertas partes de su cuerpo, inevitablemente atrae las miradas y los pensamientos codiciosos de los hombres. En ese caso la mujer se hace culpable de los pensamientos y deseos que ella provoca. ¿Para quién se viste la mujer en esos casos? ¿Para su marido? No, para las miradas de otros, y, como he dicho, en esos casos ella es culpable de los pensamientos que provoca con su manera de vestirse. ¡Guarda tu belleza, tu atractivo, para los ojos de tu marido! ¡Escóndela de los lobos, para que su aliento fétido no te contamine! Sabemos muy bien lo que la palabra de Dios dice al respecto. Vamos a 1ªPedro 3:3-5, ¡y hay tanta sabiduría en este pasaje! “Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro, o de vestidos lujosos (parece que esto lo hubieran escrito pensando en el siglo XX o XXI, de los desfiles de moda) sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de gran estimar delante de Dios. Porque así también se ataviaban en otro tiempo aquellas santas mujeres que esperaban en Dio,s estando sometidas a sus maridos”. Pablo dice algo semejante. ¿Por qué será que la Palabra habla de esto con gran insistencia? Porque tiene una gran importancia: “Así mismo que las mujeres se atavíen con ropa decorosa, con pudor y modestia, no con peinados ostentosos, ni oro, ni perla, ni vestidos costosos, sino con buenas obras como corresponde a mujeres que profesan piedad.” (1Tm 2: 9,10) En el Perú es costumbre que las mujeres se arreglen desde temprano. Es muy raro entre nosotros que una mujer salga a la calle si no está bien emperifollada. Con eso maltrata su cutis, dicho sea de paso. Es la vanidad de nuestro tiempo; antiguamente no era así, todo era mucho más sano. (Estoy hablando de la mujer porque es lo más común, pero hoy también hay hombres casados narcisistas que se creen modelos y que andan luciendo sus bíceps para que las mujeres los admiren).
¿Cómo se vestían las mujeres en tiempos del Antiguo Testamento y también del Nuevo? Con vestidos que las cubrían enteramente de la cabeza a los pies, y que, además, les cubrían el cabello. No digo que hoy día haya que imitar ese tipo de vestidos, pero el espíritu detrás de esa vestimenta sí debe imitarse, que es la modestia, el pudor, el recato. El pudor y la modestia guardan a la mujer. Por eso es que el demonio, muy astuto, hace todo lo posible para estimular lo contrario, y ha achicado enormemente la ropa que se usa para ir a la playa –y no sólo a la playa-, que es todo lo opuesto del pudor y de la modestia. Sabe muy bien el demonio qué es lo que consigue con eso: corromper las costumbres. Eso forma parte de su antigua táctica.
Ahora pues, no colaboremos con las tácticas del diablo. Por eso a mí me agrada ver en esta congregación la forma cómo las mujeres se visten en general, con modestia. Y estoy seguro que su Pastor las ha enseñado muy bien. Pero el marido, por su lado, no debe permitir que su mujer se vista de una manera que atraiga la atención de los hombres. Hay hombres a los que les gusta que su mujer sea admirada, que otros hombres los envidien por la mujer que tienen, y que llevan a su mujer del brazo como un trofeo. Yo conozco eso muy bien, porque -me da vergüenza decirlo- en una época yo pensaba un poco así. Quisiera volver atrás en el tiempo y darme de patadas por estúpido.
¿Ustedes recuerdan el episodio de la reina Vasti y el rey Asuero en el primer capítulo del libro de Ester? El rey Asuero ordena que Vasti venga para que la concurrencia del banquete admire la belleza de su mujer, pero Vasti se niega. Sólo falta un pequeño versículo en ese texto, en ese pasaje, y es uno que diga que Vasti tenía razón. El hecho de que los sabios del reino le aconsejaran a Asuero que desechara a Vasti y se consiguiera otra reina, no quiere decir que ése fuera un buen consejo, aunque Dios lo usara para sus fines. En el fondo fue una reacción sana y natural de la mujer. ¿Porqué tiene que exhibirme? Mi belleza es sólo para él, no para los ojos de otros hombres. Vasti le dio un buen consejo a los hombres y mujeres de todos los tiempos. El marido a quien le guste que otros hombres pongan sus ojos en su mujer es un tonto.
En nuestro medio la infidelidad masculina goza de cierta aceptación, se la tolera; incluso hasta da prestigio al hombre. Se habla de las proezas de los seductores como si fueran hazañas, pero se castiga la infidelidad femenina. Eso es una gran hipocresía, porque ambas son iguales, ambas son igualmente condenables. Es la cultura machista perniciosa que dice, bueno, son cosas de hombres. No son cosas de hombres, son cosas del diablo. El diablo es el autor de la infidelidad. El sentimiento natural debería ser el de cultivar una sola relación, porque es imposible, absolutamente imposible, que una relación entre dos personas, una relación íntima, pueda mantenerse incólume si uno de los dos es infiel. La gente dice: “Ojos que no ven, corazón que no siente.” No saben lo que es el corazón. El corazón tiene intuiciones muy profundas. De repente la mujer no vio, nunca se enteró. Pero su corazón sí lo supo, lo sintió. De repente el hombre vuelve a casa, y la mujer está fría, hosca. ¿Qué pasó? En su interior algo le ha dicho que su unión con su marido ha sido profanada por una carne ajena. Y peor si la infidelidad es de la mujer, aunque el corazón del hombre sea menos intuitivo. Esas cosas pueden hacer muchísimo daño, aunque nadie se entere, porque violan la santidad del matrimonio. Esas cosas nunca se hacen impunemente, porque la infidelidad no solamente contamina al infiel; contamina también al fiel y contamina a los hijos, aunque no se enteren, porque ellos son el fruto del amor de sus padres.
¿Habrá algún hijo o hija que se enorgullezca de las infidelidades de su padre? ¿O habrá un hijo que se enorgullezca de las infidelidades de su madre? No lo creo. Es un hecho, lo sabemos muy bien, que lo que más avergüenza al hombre son las cosas que se puedan decir de su madre. En cambio los hijos se enorgullecen de la fidelidad que se guardaron sus padres, y les sirve de ejemplo.

#661 (16.01.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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