viernes, 7 de enero de 2011

UNA HERENCIA ESCOGIDA I

Por José Belaunde M.
Un comentario del Salmo 16 (versículos del 1 al 6)

Este es un salmo especialmente bello, que fue conocido durante un tiempo como el “Salmo de Oro”, debido a una traducción equivocada de la palabra hebrea mictam (término musical técnico cuyo significado exacto es dudoso) que está en el encabezamiento. Se ha observado que el salmo habla de su autor, el rey David, a cuya vida y piedad la mayor parte del texto se refiere literalmente. Pero su parte final ya no es aplicable a él propiamente (como señaló Pedro en su discurso en Pentecostés, Hch 2:25-28), sino proféticamente a Cristo, de quien David es un tipo. Por ese motivo algunos intérpretes antiguos y recientes han considerado, incluso, que en este salmo es Jesús mismo, en tanto que ser humano, quien habla de su pasión, muerte y resurrección.

1. “Guárdame oh Dios, porque en ti he confiado.”
Guárdame, es decir, cuídame, protégeme. La gente vivía en esa época con mucha frecuencia en un peligro permanente, tanto más una persona como David, que era un personaje que por su posición, e incluso cuando ya era rey, estaba constantemente expuesto a intrigas, a rivalidades, a complots y ataques a su persona. (Si se lee el segundo libro de Reyes, se podrá ver cuántos reyes de Judá y de Israel fueron víctimas de intrigas y hasta murieron asesinados)

Pero el pedido de protección puede no sólo referirse a ese tipo de peligros, sino podría también referirse a peligros de tipo espiritual. Guárdame de las tentaciones, del orgullo y de los halagos de poder; de la sensualidad, o del recelo, de la desconfianza, de la antipatía hacia personas inocentes; guárdame de cometer injusticias. Esos son peligros a los cuales estamos también expuestos todos.

Guárdame de las decisiones precipitadas, de los malos consejeros, de rivalidades en el seno de mi familia… Todos esos son peligros de los que el poderoso necesita ser resguardado, y a los que están tanto más expuestos cuanto más alta es su posición. Pero también nosotros, gente del llano, estamos expuestos a ellos.

Las razones que David expone para sustentar su pedido no son cualidades personales o méritos propios, sino una sola: Yo he confiado en ti. Para ello David se apoya en la promesa de que Dios no defrauda a los que en Él confían (Is 49:23). Eso es todo, y no necesita más.

2. “Oh alma mía, dijiste a Jehová: Tú eres mi Señor; no hay bien para mí fuera de ti.” (Nota 1)
Esta confianza en Dios tiene su origen en el amor que el hombre tiene por Dios, en la entrega total de su ser. Él confiesa -y más que confiesa, proclama- que Dios es su Señor, su dueño absoluto. Si no te tengo a ti no tengo nada, porque no hay nada que me pueda contentar fuera de ti. Tú eres mi todo y a ti me he entregado totalmente, de modo que yo ya no me pertenezco. Soy todo tuyo.

¿Hay alguien que pueda decir sinceramente eso a Dios, con todo el corazón? Nuestros afectos están divididos entre las cosas del mundo que nos atraen, entre los afectos familiares –incluyendo los más íntimos- y nuestro amor a Dios. ¿Quién puede decir que subordine todo a Dios, y que Él tenga la primacía en todo? Sólo el que pueda afirmarlo sin reserva, puede recitar sinceramente este salmo, haciéndolo suyo. De lo contrario, quedará como un ideal por alcanzar. En realidad, solamente Jesús puede sinceramente hacerlo. Nótese que el salmo 73 expresa un sentimiento semejante: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Fuera de ti nada deseo en la tierra.” (vers. 25).

3. “Para los santos que están en la tierra, y para los íntegros, es toda mi complacencia.”
Si todo mi afecto se dirige a Dios, entonces es natural que mi complacencia se dirija a aquellos que sirven a Dios, a aquellos con los cuales yo comparto los mismos sentimientos que expresa el versículo anterior. El salmista emplea dos palabras: santos e íntegros, casi como si fueran sinónimos. No lo son exactamente, aunque todo santo por necesidad es íntegro. Si no lo fuera, no podría ser santo. ¿Podríamos concebir un hombre santo que no fuera perfectamente honesto? Sería una santidad coja, deficiente. Pero sí se puede ser íntegro sin ser santo.

¿Qué cosa es ser íntegro? Ser moralmente de una sola pieza. Que no haya asomo de mentira, de falsedad, de engaño en uno. ¡Y qué difícil es serlo! ¡Y que todo lo que uno emprenda lo haga con un propósito noble en mente!

Muchos ocupan cargos de responsabilidad en el gobierno, en la magistratura, e incluso, en la iglesia, de los que se espera que sean íntegros sin falla, pero que dejan mucho que desear en este aspecto.

Ser íntegro es, en cierta medida, ser cándido e inocente como un niño, con una diferencia: que el niño pequeño no conoce la mentira ni la maldad, pero el íntegro sí las conoce, pero ha renunciado concientemente a ellas.

En cierta medida también, la integridad es innata, aunque puede corromperse. Pero es sobre todo, producto de la gracia. Por tanto, no es algo de lo que uno pueda jactarse. La impiedad también es innata, como dice un salmo: “Los impíos se desviaron desde el seno de su madre.” (Sal 58:3). Es producto en parte de la influencia del diablo en la madre en cinta, cuando ella le abre la puerta. Cuando ella cultiva pensamientos de chismes, de intrigas, de envidias, de celos, alimenta el alma de la criatura con esos sentimientos y luego se sorprende de que al crecer la criatura muestre esos rasgos.

Todos nacemos con ciertas tendencias morales que se manifiestan temprano. Pero así como nacemos con ciertas aptitudes o incapacidades físicas, también nacemos con ciertas aptitudes, o ineptitudes intelectuales y éticas. Estas últimas son las peores, porque son las que más daño hacen.

4. “Se multiplicarán los dolores de aquellos que sirven diligentes a otro dios. No ofreceré yo sus libaciones de sangre, ni en mis labios tomaré sus nombres.” (Para jurar por ellos, se entiende)
Si el fundamento de la santidad y de la integridad es la fidelidad al único Dios verdadero, es decir, el mandamiento que ordena: “No tendrás otros dioses fuera de mí.” (Ex 20:3); la causa de todos los males es la violación de este mandamiento, esto es, la idolatría en todas sus formas, con todas las abominaciones que lleva consigo.

Por eso el salmista asegura que no tomará parte en las libaciones de sangre de los idólatras, ni en los sacrificios que consistían en derramar sangre de animales (cuando no sangre humana) sobre sus altares, y que tampoco invocaría el nombre de esos falsos dioses, ni juraría por ellos. Esto es, se mantendría libre de toda contaminación.

Estos propósitos pueden parecernos extraños a nosotros, porque en nuestro tiempo no se ofrecen sacrificios sangrientos de ningún tipo en el culto. Pero en la antigüedad los sacrificios de animales ofrecidos en expiación, o como ofrenda propiciatoria a los dioses, eran pan de todos los días, porque el culto consistía básicamente en esas ceremonias. Los paganos creían que podían sobornar con ofrendas a sus dioses, que arriba en el Olimpo eran indiferentes a las necesidades humanas. Pero nuestro Dios nos ama y no necesita ser sobornado con ninguna ofrenda, porque está dispuesto a concedernos todo lo que le pidamos con un corazón sincero, y que nos sea necesario o conveniente. Mayor es su deseo de derramar sus dones sobre nosotros que el nuestro de recibirlos.

En nuestro tiempo, salvo en algunos cultos satánicos, que son materia de las crónicas policiales, no se ofrecen sacrificios de animales, o de seres humanos, pero sí es común una forma horrible y cruel de sacrificio humano: el aborto, en que la criatura es despedazada y extraída a la fuerza del útero materno. ¡Ah, cómo se multiplicarán los dolores de aquellas que se someten a esas prácticas y los de sus cómplices! Los remordimientos, y el pesar por haber arrojado al fruto de sus entrañas, las persiguen toda la vida. (2)

No hay nadie que haga el mal que no sufra las consecuencias, aunque en las apariencias no sea visible. Pero las consecuencias más terribles son las que se sufren después de la muerte, si no hay arrepentimiento.

5. “Jehová es la porción de mi herencia y de mi copa; Tú sustentas mi suerte.” (3)
Cuando los israelitas entraron en la tierra prometida y se la repartieron, a cada tribu, a cada familia, y a cada persona le fue asignada una parte que constituyó su herencia perpetua, pero a la tribu de Leví no le tocó parte alguna, como le dijo Dios a Aarón: “Yo soy tu parte y tu heredad en medio de los hijos de Israel.” (Nm 18:20). Como ocurrió con los levitas, el salmista asegura que la herencia que le tocó a él como porción fue Dios mismo, y ningún bien de orden material. Estar unido a Él y poder confiar en Él es lo que más aprecia en la vida. De esa herencia, de lo que le tocó “en suerte”, Dios mismo es el sustento y la garantía de permanencia. (4)

Pero para que uno pueda decir que Dios es su “porción” y poseerlo totalmente, él tiene que ser en sí mismo “porción” de Dios, y estar poseído totalmente por Él. Que otros escojan como su herencia los bienes del mundo, que son inestables; y sus placeres, que tan pronto se gozan se vuelven amargos, o se hacen humo. Yo, por mi parte, escojo la herencia que permanece para siempre. (5)

6. “Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos, y es hermosa la heredad que me ha tocado.”
La delimitación de las tierras asignadas a cada familia en el reparto de la tierra hecho por Josué se hizo echando unas cuerdas de medición sobre el terreno, procedimiento que es aludido en el libro que lleva su nombre y en el salmo 78:55, pero no sabemos en qué consistía exactamente. (6)

El salmista, a quien no tocó parte de tierra alguna, se alegra de la porción que le ha tocado en herencia. Porque ¿qué mejor heredad podría tocarle a alguno que Dios mismo? Él satisface todas nuestras expectativas, y colma todas nuestras necesidades. Tenerlo a Él es poseer una riqueza mayor que lo que cualquier extensión de terreno valía en aquella cultura que era predominantemente agrícola.

Notas:
1. El texto de los versículos 2 al 4 es dudoso, y por ese motivo su traducción varía considerablemente de una versión a otra.

2. En la misericordia de Dios, sin embargo, esos dolores no persiguen a los pecadores para su destrucción, sino para que busquen al Médico que puede sanarlos, dice San Agustín.

3. Aquí las tres palabras claves, “porción”, “herencia” y “suerte”, tienen que hacer con el reparto de la tierra prometida hecho por Moisés y Josué. La palabra “copa” es una alusión a la costumbre antigua de dar el padre de familia la copa común a beber a sus hijos y a los huéspedes en la mesa; y recuerda también la frase de Jesús en Getsemaní: “Si es posible aparta de mí esta copa” (es decir, esta prueba terrible, Mt 26:39); y aquella dicha a los hijos de Zebedeo: “Podéis beber del vaso que yo he de beber? (Mt 20:22).

4. Recuérdese que Dios había ordenado a Moisés que el reparto de la tierra se hiciera por sorteo (Nm 26:52-56; Js 14:2).

5. San Agustín escribe: Dios no deriva ningún beneficio de nuestra adoración, pero nosotros sí. Cuando nos revela o enseña cómo debe ser Él adorado, lo hace en vista de nuestro más alto interés, no teniendo Él absolutamente ninguna necesidad de nada.

6. Cuando el pueblo de Israel al final de su peregrinaje de cuarenta años se acercó a la tierra prometida, Moisés permitió que las tribus de Rubén y de Gad, “que tenían una inmensa muchedumbre de ganado” (Nm 32:1), se establecieran en las tierras de Jazer y Galaad, al Oriente del Jordán. A ellas añadió después la mitad de la tribu de Manasés (Js 13:6). Estando ya en las tierras de Moab, frente a Jericó, Dios estableció la forma cómo la tierra, una vez que atravesaran el Jordán y la conquistaran, había de ser repartida entre las demás tribus, fijando los límites entre cada una de ellas (Nm 34:1-12). Posteriormente Josué asignó a la media tribu de Manasés, que era muy numerosa, territorio al Occidente del Jordán (Js 13:7). Los capítulos 14 al 19 del libro de Josué están dedicados a detallar el reparto de la tierra por sorteo entre las demás tribus.

#657 (19.12.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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