lunes, 13 de diciembre de 2010

LO NUEVO DEL NUEVO TESTAMENTO

Por José Belaunde M.

Sabemos que la Biblia se compone de dos partes de disímil extensión: el Antiguo y el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento es tres veces más extenso que el Nuevo y está formado por las escrituras canónicas del pueblo judío, que ellos clasificaban en ley, profetas y escritos.

El Antiguo Testamento fue escrito en un lapso de aproximadamente 1000 años, de Moisés a Malaquías, si no contamos los escritos llamados deuterocanónicos, o apócrifos, que figuran en la Septuaginta (Nota 1). El Nuevo Testamento, en cambio, fue escrito en su totalidad en menos de 100 años (quizá en menos 50 años, según hipótesis modernas) y está formado por las escrituras cristianas que comprenden básicamente los evangelios, las epístolas y el Apocalipsis. El Antiguo Testamento fue escrito en hebreo (salvo algunos pasajes aislados en arameo); el Nuevo Testamento ha llegado a nosotros en el idioma griego popular (koiné), hablado en esa época en la mayor parte del Medio Oriente.

Ahora bien, frente a la gran variedad y riqueza de los libros del Antiguo Testamento ¿en qué consiste lo nuevo del Nuevo Testamento? Si se me permite dar una respuesta sumaria y sencilla (que será necesariamente incompleta y que no incluye, por razones de espacio, la nueva moral predicada por Jesús), podría decir que consiste en primer lugar en el cumplimiento de la promesa hecha por Dios a su pueblo, Israel, de enviarles un Mesías, un Salvador, que les devolviera su libertad. El cumplimiento de esta promesa era la esperanza viva del pueblo judío, como podemos ver en el cántico de Zacarías, padre de Juan Bautista: "Bendito sea el Dios de Israel que ha visitado y redimido a su pueblo, y nos ha levantado un poderoso Salvador en la casa de David su siervo, como habló por boca de sus santos profetas que fueron desde el principio, para salvarnos de nuestros enemigos y de todos los que nos odian." (Lc 1:68-71).

Pero hay un aspecto increíble, inaudito, en la realización de esta promesa, algo que ni las más ardientes esperanzas de los judíos, que se aferraban a sus textos proféticos, hubieran podido imaginar. Esto es, que el Salvador enviado por Dios no sería un mero hombre, como ellos esperaban, sino que sería Dios y hombre a la vez: Un ser divino, Hijo de Dios mismo, que nacería de una mujer de su pueblo, de una doncella virgen, sin intervención de hombre alguno, por el solo poder del Espíritu Santo (Lc 1:35).

Este es el misterio y el milagro de la Encarnación. Esta es la primera revelación fundamental del Nuevo Testamento, con la cual se inician los evangelios, y que lo distingue del Antiguo. Para nosotros, que estamos acostumbrados a celebrar en la Navidad el nacimiento de Jesús, esta idea de que Dios se hiciera hombre puede quizá no parecernos algo tan extraordinario, fuera de toda verosimilitud, porque ya nos hemos habituado a ella. Pero para los judíos de ese tiempo era algo inaudito, absurdo, inaceptable, y por eso lo rechazaron y lo siguen rechazando. Como dice el prólogo del Evangelio de San Juan: "Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron." (Jn 1:11).

En segundo lugar, el Nuevo Testamento nos hace ver que la misión del Mesías no se limitaba a libertar a su pueblo del yugo de la opresión, como ellos creían, sino que su misión se extendía a todo el género humano, y que la liberación que les iba a otorgar no consistía en sacudir la dominación de una potencia extranjera, sino en libertarlos, a los judíos y a la humanidad entera, de la esclavitud del pecado y del peligro inminente de la condenación eterna (2).

El Nuevo Testamento narra cómo el Mesías prometido cumplió su misión tomando sobre sí nuestras faltas y pecados y cómo hizo expiación por ellos padeciendo grandes torturas en manos de los romanos y muriendo en el suplicio de la cruz. Esta sola idea de un Mesías colgado en un madero era una abominación para los judíos, que consideraban a un crucificado como un ser maldito (Col 3:13). Y era una locura (1Cor 1:23) para los hombres cultos no judíos de su tiempo: ¡Que un Dios fuera a morir de una manera tan abyecta por mano humana! ¡No podía ser Dios entonces!

Pero esta misma idea tan absurda, este final inesperado de la carrera del Salvador divino, es la revelación del amor y de la misericordia infinita de Dios que el hombre necesitaba: Que Dios mismo, nuestro creador y acreedor, por así decirlo, tomara a su cargo nuestras deudas y pagara por ellas, sin pedirnos nada a cambio.

Al subir a la cruz, Jesús se convirtió en un signo de contradicción para judíos y gentiles por igual; en un signo que los judíos en particular rechazaban, a pesar de que el sacrificio expiatorio de Jesús estaba ya prefigurado en los sacrificios del templo y anunciado, es cierto en términos algo oscuros, por algunas profecías y, en especial, por el cántico del Siervo del Señor en el libro de Isaías (52:13-53), cuyo pasaje más saltante dice así: "Ciertamente Él llevó nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas Él fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestros pecados. El castigo de nuestra paz cayó sobre Él y por sus llagas fuimos nosotros sanados" (53:4,5).

Los rabinos judíos discutían entre sí sobre la interpretación de este pasaje intrigante (¿Se refiere a un personaje concreto en particular o al pueblo escogido entero?). El eunuco de la reina Candaces le preguntó al evangelista Felipe también acerca de él ("¿El profeta dice esto de sí mismo o de otro?" Hch 8:26-40). Pero sólo Jesús mismo podía darle la interpretación justa y verdadera porque Él había sido enviado precisamente a cumplirlo (Lc 24:44-47).
La carrera del Salvador felizmente no concluyó con su muerte, sino que, como estaba anunciado en el salmo 16, las cadenas del Sheol no lo pudieron retener. Él se levantó del sepulcro, libre de las ataduras de la muerte, resucitando en un cuerpo glorioso que ya no podía volver a morir, y una vez ascendido al cielo, se sentó a la diestra de la majestad de Dios a esperar "que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies" (Sal 110:1; Lc 20:43; 1Cor 15:25).

Por estas dos revelaciones el valor del Nuevo Testamento supera incomparablemente al valor del Antiguo. Esta revelación del nacimiento, muerte y resurrección de Jesús hace que el Nuevo Testamento sea un libro único en toda la literatura humana, porque contiene las verdades más preciosas para nosotros y porque narra la intervención más extraordinaria de Dios en el devenir humano.

En tercer lugar, el Nuevo Testamento nos habla acerca de la persona del Espíritu Santo y de la Santísima Trinidad. El pueblo del Antiguo Testamento conocía acerca de la acción del Espíritu de Dios en su historia, partiendo de la creación, en la que "el Espíritu ...flotaba sobre la faz de las aguas" (Gn 1:2). Sabía, como he explicado en otra charla, que el Espíritu de Dios podía venir sobre un hombre y darle una fuerza extraordinaria o una gran sabiduría, y que podía realizar milagros. Pero no tenían idea de que el Espíritu Santo fuese también Dios a título propio y una persona distinta del Padre y del Hijo. Aunque el Ángel del Señor aparece con frecuencia en el Antiguo Testamento (Gn 21:17;Ex 3:2;14:19;Jc 2:1; 6:11; etc.), identificado con Dios, y muchos piensan que era una manifestación del Verbo no encarnado, los hebreos no sabían nada acerca de la persona del Hijo, uno con el Padre. No sabían tampoco que los tres, Padre, Hijo y Espíritu Santo, siendo cada uno de ellos individualmente Dios, formaban una unidad divina, un solo Dios en tres personas.

Los judíos no sólo ignoraban estas cosas, aunque estén implícitas en algunos pasajes por cierto misteriosos de sus Escrituras, sino que para ellos, y para los no judíos, la sola noción de un Dios en tres personas era simplemente una blasfemia. Eso explica que esta verdad no fuera comprendida de inmediato por todo el pueblo cristiano sino poco a poco y que sólo fuera inequívocamente proclamada después de 300 años, en el primer concilio de Nicea, y no sin muchos debates y discusiones, que no se apagaron inmediatamente (3).

El cuarto elemento nuevo del Nuevo Testamento es el inesperado mensaje de que el hombre no tiene que hacer nada para salvarse sino creer; que el hombre, por mucho que se esfuerce, no puede merecer la salvación y que tampoco necesita merecerla, porque ya todo lo necesario lo hizo Jesús por él y es, por tanto, gratuita. Que al creer, el hombre es regenerado por el Espíritu Santo, nace de nuevo espiritualmente, como le explica Jesús a Nicodemo (Jn 3:3-7) y es una nueva criatura (2Cor 5:17).

Esta revelación se manifiesta en frases como ésta del Prólogo del Evangelio de San Juan, que dice: "Pero a todos los que le recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, los cuales no son nacidos de hombre, ni de voluntad humana, sino de Dios" (Jn 1:12). O en otros pasajes del mismo evangelio, como aquel que dice: "En verdad, verdad os digo que el que oye mi palabra y cree en el que me envió tiene vida eterna y no viene a condenación, sino que ha pasado de muerte a vida." (Jn 5:24).

Pero es sobre todo en las epístolas de Pablo en donde esta verdad encuentra su formulación más consumada, como en la conocida sentencia de la carta a los Efesios: "Pues habéis sido salvados por gracia mediante la fe. Esto no proviene de vosotros, sino que es don de Dios. Tampoco es por obras, para que nadie se jacte" (Ef 2:8,9). O aquella otra de Romanos: "Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención en Cristo Jesús". (Rm 3:23,24).

La salvación procurada por la muerte de Cristo es un paquete que incluye todo lo que el hombre necesita: “Ya habéis sido salvados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús…” (1Cor 6:11).

Lo cual no quiere decir que el cristiano pueda vivir como quiera o que pueda seguir pecando como antes hacía. ¿Cómo podría si ya ha sido libertado de la esclavitud del pecado y ha sido hecho siervo de la justicia? (Rm 6:18) El cristiano, hombre o mujer de Dios, tiene que vivir haciendo las buenas obras que Dios preparó de antemano para que las hiciera (Ef 2:10), no para merecer por ellas la salvación, sino para honrar a Dios con sus hechos, para mostrarle su amor y su agradecimiento obedeciéndole (Jn 14:21), y para dar testimonio de que en su diario vivir es guiado por el Espíritu Santo (Rm 8:14).

Muchas cosas, además de las mencionadas, que fueron reveladas en el Nuevo Testamento, no figuran en el Antiguo, o estaban contenidas sólo en germen en los libros de la antigua alianza. Ellas hacen que nuestra religión (4) sea una religión enteramente diferente a todas las otras religiones -incluido el judaísmo- porque ella consiste antes que nada en las verdades acerca de una persona, Jesucristo, y acerca de la misericordia de Dios revelada a través de su único Hijo.
¡Qué gran privilegio es para nosotros haber escuchado este Evangelio, esta buena nueva, y haber creído en ella! ¡Qué gran privilegio y qué enorme gracia es haber nacido en una nación cristiana en la que las verdades de Dios pueden ser predicadas abiertamente y en la que podemos adorar a Dios en toda libertad!

Si pensamos que hay tantos países en el mundo en los que esto no es posible ¿Cómo no hemos de dar gracias a Dios por este privilegio?

Y tú amigo que lees estas líneas ¿eres conciente de la enorme suerte que te ha tocado? Quizá ocurra que, como estás acostumbrado a oír hablar desde chico de estas cosas, no les das importancia, o las tomas como sobrentendidas, como algo en lo que no se necesita pensar. O quizá pienses que son antiguallas en las que la gente moderna superada ya no puede creer.

Por ese motivo quizá no has captado en toda su profundidad lo que significa que Jesús muriera por ti, que Él muriera en lugar tuyo, que tú debías haber ocupado su lugar en la cruz por tus propios pecados. Y así fue en verdad: El inocente Jesús sufrió una muerte horrenda por ti; fue condenado a causa de tus culpas para que tú fueras librado de ellas y escaparas a la sentencia que merecías (1P 2:24).

Quizá tú te digas ¿Por qué tendría yo que ser condenado a muerte si yo soy una buena persona, si yo no le hago daño a nadie?

¿Es verdad? ¿Nunca has hecho nada por lo que tu conciencia te acuse? ¿Eres realmente inocente como un niño? Vamos no te engañes. Si hubieras estado en el grupo de los que rodeaban a la pecadora que le trajeron a Jesús cuando fue sorprendida en adulterio, y que le preguntaron si era lícito apedrearla ¿podrías tú haber tirado la primera piedra? Jesús, autorizándoles a que lo hicieran, les dijo: "El que esté libre de pecado que tire la primera piedra". (Jn 8:7). Pero no había ninguno y Él lo sabía. ¿Estás tú libre de pecado como para acusar a otros?

Sé muy bien que tu respuesta es negativa; que si tú hubieras estado en ese lugar y en esa escena, tu te habrías retirado como los demás y, como yo, avergonzado porque, aunque no quieras admitirlo, tu conciencia te acusa tanto como a ellos.
Si tienes una carga, un peso en tu conciencia, del que no te puedes librar, ahí está Jesús para quitártelo, el único que puede hacerlo, si tú reconoces tus faltas y le pides perdón por ellas. Si haces eso de todo corazón, sinceramente arrepentido, Jesús te dirá como a la Magdalena: "Anda y no peques más" (Jn 8:11). 17.12.00

Notas: 1. La Septuaginta (usualmente referida como "LXX") es la traducción al griego de las Escrituras hebreas hecha, unos 150 años antes de Jesús, por los judíos asentados en Alejandría. Contiene algunos libros escritos después de Malaquías, que no fueron admitidos en el canon hebreo por el Concilio rabínico celebrado en Yavné o Yamnia (100 D.C. aproximadamente). La Septuaginta era la Biblia que usaban las sinagogas judías de la dispersión de habla griega y la que usaron los apóstoles y los primeros cristianos en su predicación. Haber tenido un texto común facilitó enormemente la difusión del Evangelio entre los judíos de la Diáspora (Hch 13:5,14-43;14:1;17:1-4;10-12;18:4,26;19:7). El orden en que están dispuestos los libros del Antiguo Testamento en nuestra Biblia -diferente del de las Escrituras judías- es el que tenían en la LXX.

2. La pregunta que los apóstoles hacen a Jesús, antes de que ascienda al cielo, acerca de cuándo restauraría el reino de Israel (Hch 1:6) muestra cómo ellos mismos, aún después de la resurrección, estaban presos de la concepción nacionalista de la misión del Mesías. Pero el descenso del Espíritu Santo en Pentecostés les dio la perspectiva correcta.
3. La herejía arriana, que negaba que Jesús fuera Dios, estuvo a punto de desplazar a la ortodoxia durante el siglo IV. Fue condenada en el primer concilio de Constantinopla (381), pero persistió en muchos reinos germánicos hasta dos siglos después. Las doctrinas de los Testigos de Jehová constituyen en parte una vuelta a la herejía del arrianismo.
4. Tomo la palabra "religión" (sinónimo de "piedad") en el sentido positivo que siempre tuvo a lo largo de la historia del Cristianismo, de relación del hombre con Dios, que lo lleva a hacer lo que Dios espera de él. Nótese que el hecho de que haya una "religión vana" no impide que haya por contraparte una “religión pura y sin mancha” (St 1:26,27).

NB. Este artículo fue originalmente el texto de una charla transmitida por Radio Miraflores en diciembre del año 2000, y enseguida publicada el 17.12.00.

#654 (28.11.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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