martes, 12 de enero de 2010

AGRADECIMIENTO I

¿Quién no ha experimentado alguna vez esa gran alegría que se siente cuando uno le hace un regalo a una persona y ella le devuelve una sonrisa conmovida diciendo "¡Gracias!" desde el fondo del alma, "¡Cuánto me alegra que lo hayas pensado!"?

Pero también ¿quién no ha sentido esa gran desilusión que produce hacer un regalo que nos ha costado tiempo y dinero, o hasta fatiga encontrar, y que la persona lo reciba sin darle importancia, como si no valiera nada, o como si fuera su derecho recibirlo, y no diga una sola palabra de agradecimiento, o si lo dice lo haga secamente?

¿A qué se debe esa diferencia de actitudes? Al corazón de la persona que recibe el regalo. Según el estado de su corazón responde y habla el ser humano.

Un corazón duro recibe lo que le dan como si fuera su derecho y es incapaz, a su vez, de dar a otro ni siquiera una sonrisa a cambio, salvo que le convenga.

Un corazón mezquino no reconoce el bien que recibe de otros, porque le cuesta admitir que en los demás haya algo bueno, y sospechará que hay una intención oculta detrás del regalo.

Un corazón herido tiene dificultades para salir de su propia pena y gozar del bien que recibe de otros, agradeciéndolo como debiera, porque piensa que no lo merece.

Un corazón egoísta sólo piensa en lo que necesita, y no en lo que otros puedan necesitar, y cuando recibe algún regalo, lo toma como si fuera el pago de una deuda largo tiempo vencida.

Pero un corazón sano verá en la menor muestra de generosidad ajena una ocasión para demostrar su aprecio por el dador.

El que se siente por encima de los demás, no agradece porque considera que todos le deben pleitesía. Pero el que está debajo, agradece todo lo que le dan, como si fuera un favor inmerecido.

El orgulloso considera indigno reconocer que hay algún valor en lo que su prójimo le alcanza. Él no necesita de regalos porque todo lo tiene y todo lo puede, aunque sea un miserable. Pero cuanto más humilde sea la persona, más reconocerá el valor del favor que le hacen y más agradecida estará.

Mientras la soberbia levanta barreras entre los hombres, la humildad las derriba. Dios actúa de una manera semejante pues, según dice su palabra, Él “resiste a los soberbios, mas de gracia a los humildes.” (1P 5:5)

Ahora bien, ¿cuál debe ser nuestra actitud con Dios? Nosotros hemos recibido todo de Él. No sólo la existencia, sino la vida misma. Ese aliento que hincha nuestros pulmones es un eco del espíritu que Dios sopló en las narices de Adán y que aún resuena en nuestro pecho. Es una pequeña parte de la propia vida de Dios que respira en nosotros.

Y si Él retirara por un solo instante su atención de nosotros, retornaríamos súbitamente a la nada de la que salimos, pues dice la Escritura que "Él sustenta todas las cosas con la palabra de su poder." (Hb 1:3)

Pero no sólo la vida, el cuerpo y los sentidos; la mente con sus facultades, la memoria, la imaginación y la inteligencia; los sentimientos y emociones que hacen bella la vida; y la voluntad que nos permite dirigirla; todo lo hemos recibido de Dios; nada hemos obtenido por nuestro propio esfuerzo; y nada de lo material que poseemos nos llevaremos cuando dejemos este mundo.

San Pablo escribió en primera a Tesalonicenses: "Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús." (5:18)

Hemos de dar gracias a los demás por los favores que nos hacen. Pero sobre todo, hemos de dar gracias a Dios por todas las cosas. No sólo en las alegrías y por las alegrías, sino también en las penas y por las penas. Porque todo viene de Dios.

“¿Cómo?” -dirá alguno. “¿Acaso lo malo viene de Dios?” Cuando a Job le fue quitado todo lo que tenía y se quedó en la miseria, él exclamó: "Dios me lo dio; Dios me lo quitó; bendito sea su nombre." (Jb 1:21)

Sin embargo, sabemos que no fue Dios sino el demonio quien destruyó las posesiones de Job y quien mató a sus hijos, porque en el prólogo del poema leemos cómo Satanás le dice a Dios que si Job le permanece fiel es porque le conviene, ya que Dios lo ha bendecido sobremanera. Pero quítale lo que le has dado, ¡a ver si no te maldice! agrega el demonio.(Jb 1:11) Entonces Dios da carta blanca a Satanás para que haga con Job lo que le parezca, siempre y cuando no toque su cuerpo (v. 12).

Más adelante le otorga permiso para enfermarlo también si quiere, pero sin tocar su vida (Jb 2:6). Y cuando estaba sentado sobre un montón de ceniza, rascándose sus llagas con una teja, Job fue tentado por su mujer para maldecir a Dios. Pero él le contesta: "¿Recibiremos sólo lo bueno de Dios y no lo malo?" (Jb 2:10).

Todo lo que sucede al hombre, sea bueno, sea malo, viene de Dios, porque nada puede ocurrirnos sin que Él lo permita. Para recalcar esta verdad, dice su palabra en Deuteronomio: "Yo hago morir y yo hago vivir; yo hiero y yo sano." (Dt 32:39) Ciertamente, como dice la epístola de Santiago, “toda buena dádiva viene de lo alto” (St 1:17), y no es Dios quien da a sus hijos una piedra o una serpiente -símbolo de desgracia- cuando le piden algo bueno (Lc 11:11). Muchas de las cosas malas que le suceden al hombre son simplemente consecuencia natural de sus propios actos. Pero muchas también son cosas con las que Satanás busca afligirnos, porque "él ha venido -dijo Jesús- sólo para robar, matar y destruir." (Jn10:10)

Sin embargo, nada de lo que el diablo nos quiera hacer para atormentarnos, puede sobrevenirnos si Dios no lo permite; sin que Dios, en última instancia, no lo quiera. Y si Dios lo permite, o lo quiere directamente, no es por maldad, no es por hacernos daño, tampoco por darle gusto al diablo, sino para nuestro bien. Fue Dios quien permitió que el diablo afligiera a Job. Si no se lo permitía, no hubiera podido hacerle nada.

A nosotros nos es difícil comprender cómo de un mal puede Dios sacar un bien. Hay un refrán español, sin embargo, que expresa esa verdad: “Dios traza renglones derechos con pautas torcidas.” Y hay otro que expresa una verdad semejante: “No hay mal que por bien no venga.” (Nótese que muchos refranes antiguos expresan pensamientos basados en la Biblia).

Dios está mucho más alto que nuestros pensamientos y sus caminos -dice su palabra- no son nuestros caminos (Is 55:8,9). El amor infinito que Dios tiene por el hombre hace que todo lo que a su criatura le sucede, aun el castigo, sea para su bien, no para su mal. Y si el hombre, al final de su carrera, recibe el fruto de su rebeldía, esto es, la separación eterna de Dios, no es porque Dios lo haya deseado, sino porque el propio hombre así lo ha querido, a pesar de todo lo que Dios hizo para salvarlo, incluso dando la vida de su Hijo único en rescate de sus pecados.

Por eso es que, cualesquiera que sean las circunstancias, debemos dar gloria a Dios por ellas, como dice Efesios: "...dando gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo." (5:20).

Si nosotros le damos gracias a Dios también en las malas, estaremos reconociendo que Dios es rey soberano sobre toda la tierra y que Él gobierna el mundo según su beneplácito; reconoceremos que Él tiene una intención superior -para nosotros inescrutable- al permitir que temporalmente algo malo nos venga al encuentro. Al agradecerle nosotros manifestamos también nuestra fe de que Él puede sacar de lo ocurrido un bien mayor a lo que hemos perdido, porque Él todo lo puede; porque Él es bueno y su misericordia es para siempre (Sal 136:1). En suma, al agradecerle y alabarle en todas las circunstancias, buenas o malas, elevamos un cántico de fe a Dios.

De ahí viene que en el salmo 103 David cante: "Bendice alma mía al Señor y no olvides ninguno de sus beneficios. Él es quien perdona todas sus iniquidades; el que sana todas tus dolencias; el que rescata tu vida de la fosa; el que te corona de favores y de misericordias; el que sacia de bien tu boca, de modo que te rejuvenezcas como el águila." (1-5).

No olvides que todo lo que tienes viene de Él y que tú no has ganado con tu esfuerzo ni un solo latido de tu corazón. Que todo se lo debes a Él, y que así como viniste a este mundo desnudo, desnudo también te irás.

El salmo 34 expresa cuál debe ser nuestra actitud permanente: "Bendeciré al Señor en todo tiempo; su alabanza estará de continuo en mi boca." (v. 1) Sí, en todo tiempo lo he de bendecir y su alabanza estará de continuo en mi boca. Es decir, incesantemente; sin dejar de alabarlo un solo instante.

¿Es posible esto? Sí es posible dar gracias a Dios a lo largo del día por todo lo que podemos hacer, por todo lo que recibimos y por todo lo que nos sucede. Basta proponérnoslo. Como dice Pablo en Colosenses: "Y todo lo que hagáis, sea de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él." (3:17)

Vivir de esta manera trae consigo una gran recompensa. En primer lugar, nos hace estar alegres, porque la alabanza y el agradecimiento ahuyentan la tristeza. Uno no puede dar gracias y a la vez quejarse. Porque uno de dos: o agradezco, o me quejo. El que se queja está triste por lo que causa su lamento; el que agradece, está lleno gozo por el bien recibido. Y si acaso le sobreviene un percance, agradece a Dios de antemano por la solución que Él le envía.

En segundo lugar, agradecer nos prepara para recibir más de lo bueno y bienes mayores. Si nosotros hacemos a alguien algún regalo y no lo agradece, difícilmente tendremos deseos de volverle a regalar. Pero si nos lo agradece de todo corazón, cuando podamos le haremos otro regalo, aunque más no fuera, por la dicha que nos produce su agradecimiento.

Pues igual es Dios, porque Él tiene nuestros sentimientos, sólo que más altos y más intensos. Si Él ve que su hijo no agradece el bien que le ha hecho, pensará que no lo necesita o no lo aprecia. Pero si ve que lo atesoramos y se lo agradecemos, volverá a abrir las ventanas de los cielos para bendecirnos, porque al alabarlo, lo honramos. El que no agradece a Dios por todo, se pierde la oportunidad de recibir todas las bendiciones que Él le tiene preparadas.

En tercer lugar, el agradecimiento nos mantiene humildes y combate el orgullo. No es posible ser soberbio cuando uno reconoce que lo que tiene no es por mérito propio, sino al contrario, es inmerecido. Porque si uno merece lo que recibe, no necesita agradecerlo, es un pago.

En cuarto lugar, nuestro agradecimiento agrada a Dios. Conocemos el episodio de Lucas en que Jesús sana a diez leprosos que encuentra. Él les manda presentarse al sacerdote, según lo ordenado por Moisés, a fin de que certifique su curación, y en el camino son limpiados de la lepra. Entonces uno de ellos, que era samaritano, viendo que había sido sanado, vuelve donde Jesús dando gloria a Dios a gritos. Pero Jesús pregunta: “¿No eran diez los que fueron sanados? ¿Cómo es que sólo uno y todavía extranjero, regresa a agradecerlo? ¿Dónde están los otros nueve?” (Lc 17:17,18)

Entonces le dice al hombre: "Levántate, tu fe te ha salvado." (v. 19)

Fíjense, fueron nueve los que recibieron de Jesús su curación, pero este samaritano agradecido recibió algo más, algo mucho mejor y más valioso que su curación física: su salvación eterna. No sabemos si los otros nueve, se perdieron o no. Pero el agradecido fue salvado, esto es, regenerado, y recibió en ese instante la seguridad de que algún día estaría con Dios.

Así pues, al agradecer a Dios, nosotros nos preparamos para recibir bienes cada vez mayores a los ya recibidos. Y el bien mayor que se puede recibir en vida es el quinto beneficio del agradecimiento:

Esto es, el que agradece y alaba a Dios todo el tiempo, permanece todo el tiempo en su presencia. Ese es el mayor beneficio que el hombre puede recibir en esta vida, porque constituye un adelanto de lo que será el cielo.

¿En qué consiste el cielo? No sabemos en verdad qué cosas que ojo humano nunca vio, ni oído humano nunca escuchó, prepara Dios para los que le aman (1Cor 2:9; Is 64:4). Pero de todos los bienes que Él puede darnos, ninguno hay mayor que Él mismo, ninguno mayor que estar en su presencia, ver su gloria, contemplar su belleza, bañarse en su amor por los siglos de los siglos.
Pues bien, el que vive en la presencia de Dios tiene en esta vida un adelanto, un anticipo, de lo que será algún día su dicha eterna.

Por eso te digo amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a hacer una sencilla oración como la que sigue, entregándole a Jesús tu vida:

“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo y quiero recibirlo. Yo me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, y entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

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NB. El presente artículo fue escrito como texto de una charla radial el 3 de octubre de 1998. Se publica por primera vez.

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