viernes, 8 de julio de 2011

EL CÁNTICO DE ANA I

Por José Belaunde M.

Introducción
Los dos libros de Samuel que figuran en nuestras biblias formaban originalmente en los manuscritos hebreos un solo libro. La división en dos libros se hizo en la traducción al griego del Antiguo Testamento, llamada “Septuaginta”, unos 200 años antes de Cristo, y fue adoptada por la Vulgata latina. (Nota 1)
El título de “Libro de Samuel” es muy apropiado, no sólo porque contiene la historia del propio profeta desde su nacimiento hasta su muerte sino porque indica que el espíritu del Señor que habitaba en Samuel formó el alma del reino de Israel cuya fundación se hizo bajo su conducción.
Tal como están divididos ahora, el primer libro contiene la historia del pueblo israelita desde el final de la época de los jueces -que concluye con el último de ellos, Samuel- hasta el final del reinado de David, que fue ungido por Samuel, tal como lo había sido antes Saúl. Abarca unos 125 años, desde el año 1050 AC hasta el año 931 AC, aproximadamente.
En la época de los jueces (de 1220 AC a 1050 AC) el pueblo de Israel vivía en una forma desorganizada. El santuario de Silo (2), donde Josué había levantado el tabernáculo de reunión, y depositado el arca de la alianza (Jos 18:1), había sido profanado por la conducta indigna de los dos hijos del anciano sacerdote Elí, y por la idolatría reinante. Ahí, en ese lugar corrompido, puso Dios al niño Samuel para renovar su reino en la tierra cuyo testigo era el pueblo de Israel.
En Silo se celebraba una fiesta anual, a la cual acudía todo el pueblo. El arca permaneció en Silo hasta que fue capturada por los filisteos (1Sm 4), pero cuando fue recuperada ya no fue devuelta a Silo, ciudad que fue destruida durante esa guerra, sino fue depositada en Quiriat-Jeraim (1Sm 6:21, 7:1).
Es de notar que en el libro de Samuel aparece por primera vez el nombre divino de “YWHW Sabaot”, -abreviación de “YWHW (Elohé) Sabaot”- es decir, “Jehová (Dios) de los ejércitos”, que no figura en el Pentateuco ni en los libros de Josué y de Jueces.
Como dice F. Delitzsch –en quien me apoyo para escribir esta introducción- “cuando Israel recibió un representante visible del Dios y Rey invisible en la persona del monarca humano, el Dios de Israel se convierte en el Dios de los ejércitos celestiales. (1ª Sm 1:3,11, etc.).
Con el establecimiento de la monarquía el pueblo de Israel llegó a ser por un breve tiempo una potencia mundial, que alcanzó su máximo poderío durante el reinado de Salomón, al cual estuvieron sujetos varios pueblos y reinos vecinos. El libro de Samuel –profeta y juez- narra el comienzo de una nueva época en la relación de Dios con su pueblo, y la elevación del reino visible de Dios a un poder delante del cual sus enemigos debían inclinarse.
El libro debe haber sido escrito después de la división del reino de Israel bajo el hijo de Salomón, pero no mucho después. Tal como ha llegado a nosotros es obra de varios autores sucesivos, entre los cuales, según 1Cro 29:29, se contarían los profetas Natán y Gad. Debe suponerse también la intervención de un editor, guiado por el Espíritu Santo, que escogió los episodios que figuran en él y descartó otros.

Comentario al Primer Libro de Samuel, Cap. 1, vers del 1 al 19

La historia del nacimiento de Samuel y el Cántico de Ana, que figuran al comienzo del primer libro de Samuel, son episodios tan sencillos como conmovedores, y están llenos de enseñanzas.

1. “Hubo un varón de Ramataim de Zofim, del monte Efraín, que se llamaba Elcana, nijo de Jeroham, hijo de Eliúl, hijo de Tohu, hijo de Zuf, efrateo.”
El primer versículo introduce a un personaje que es central en el comienzo del relato. Nos lo presenta informándonos primero de dónde era, de qué localidad de Israel, y luego nos dice cuál era su nombre, Elcana, y nos presenta su genealogía hasta la cuarta generación. En esa época, como en todas las sociedades patriarcales, en que la memoria de las tradiciones jugaba un papel muy importante, mencionar a los antepasados de una persona era una forma de identificarlo.

Lo hace también para asegurarnos que él era un israelita de vieja y distinguida estirpe levita, que vivía en los montes de Efraín (Samaria), pero que el más antiguo de sus antepasados nombrados era de Belén (Efrata). La mención de esta localidad establece la conexión de esta conmovedora historia con el nacimiento de Jesús.

2. “Y tenía él dos mujeres; el nombre de una era Ana, y el de la otra, Penina. Y Penina tenía hijos, mas Ana no los tenía.” (3)
Según las costumbres reinantes entonces, que toleraban la poligamia, él tenía dos mujeres, circunstancia que, como veremos enseguida, era causa de fricciones en su hogar (4). Una de sus mujeres era estéril; la otra, en cambio, le había dado varios hijos.

3. “Y todos los años aquel varón subía de su ciudad para adorar y para ofrecer sacrificios a Jehová de los ejércitos en Silo, donde estaban dos hijos de Elí, Ofni y Finees, sacerdotes de Jehová.”
Según la costumbre ya secular Elcana iba todos los años a Silo, donde estaba entonces el templo en que se guardaba el arca de la alianza, o pacto, para adorar al Señor y ofrecer sacrificios (Dt 12:5,6,7,11,12).

Ahí vivía Elí, el viejo sacerdote, con sus dos hijos que oficiaban en el santuario, y de quienes el texto, más adelante, no tiene nada bueno que contar.

4. “Y cuando llegaba el día en que Elcana ofrecía sacrificio, daba a Penina su mujer, a todos sus hijos y a todas sus hijas, a cada uno su parte.”
Notemos que la práctica de ofrecer animales en sacrificio significaba que una vez ofrecido éste, se celebraba un banquete en que se comía la carne sacrificada, se bebía y todos se alegraban. Adorar al Señor incluía pues, regocijarse en su presencia comiendo y bebiendo, algo que a nosotros hoy nos parecería extraño.

5-8. “Pero a Ana daba una parte escogida; porque amaba a Ana, aunque Jehová no le había concedido tener hijos. Y su rival la irritaba, enojándola y entristeciéndola, porque Jehová no le había concedido tener hijos. Así hacía cada año; cuando subía a la casa de Jehová, la irritaba así; por lo cual Ana lloraba, y no comía. Y Elcana su marido, le dijo: Ana, ¿por qué lloras? ¿por qué no comes? ¿y por qué está afligido tu corazón? ¿No te soy yo mejor que diez hijos? ”
El texto nos revela la preferencia que tenía Elcana por Ana, la mujer que no le había dado hijos, en contraste con la otra. Pero esa preferencia del marido por una de sus mujeres daba lugar a que la “aborrecida”, es decir, la menos amada, se vengara de su rival echándole en cara su esterilidad. Notemos que mientras Penina irritaba deliberadamente a Ana, ésta no le respondía en el mismo tono, y sólo lloraba, mostrando una disposición de carácter más benigno. Quizá por ese motivo la prefería su esposo (5).

En esta situación hay un eco de la vida familiar de Jacob, casado con Lía, que le había dado hijos e hijas (Gn 30:1-24), pero que amaba a Raquel, que fue estéril hasta que concibió a José.

Hoy en día muchas mujeres evitan tener hijos como la peste, y muchas mueren sin haberlos tenido, pero en la antigüedad la gloria de la mujer eran sus hijos. La fertilidad era una bendición de Dios, mientras que la esterilidad era considerada como una maldición y una vergüenza.

La subida anual a Silo, que debía ser para Ana una ocasión de regocijo, era para ella un motivo de aflicción porque iba sin estar acompañada de hijos, como las demás mujeres del clan, razón por la que ella no participaba de la alegría común, y más bien lloraba.

En esta ocasión Elcana, enamorado, le recriminó que no se alegrara y no comiera, haciéndole un reproche de marido herido: “¿No te soy yo mejor que diez hijos?” (6).
Aunque para Ana el amor de su marido no suplía la carencia de un hijo, pues a pesar de saberse amada lloraba y sufría, ella comprendió de inmediato que no participar de los festejos, era no valorar el gran amor que su marido tenía por ella, y que lo heriría si no se sentaba a la mesa con los demás. La masculinidad, el orgullo viril, de Elcana estaban en juego: ¿No valgo yo para ti más que todos los hijos que Dios te diera?

Este reproche velado de Elcana pone el dedo en la llaga de una dicotomía en el amor de los esposos. ¿Qué vale más para la mujer, su marido o sus hijos? En la respuesta (y en los múltiples matices en que pueda darse) con frecuencia reside la clave de su felicidad, o del enfriamiento de sus relaciones. ¿Pero debe haber acaso conflicto entre ambos sentimientos? Al contrario, el cariño por los hijos que tuvieron juntos debería reforzar el amor que siente la esposa por su marido, y el amor de él por ella.

9-11. “Y se levantó Ana después que hubo comido y bebido en Silo; y mientras el sacerdote Elí estaba sentado en una silla junto a un pilar del templo de Jehová, ella con amargura de alma oró a Jehová, y lloró abundantemente. E hizo voto, diciendo: Jehová de los ejércitos, si te dignares mirar a la aflicción de tu sierva, y te acordares de mí, y no te olvidares de tu sierva, sino que dieres a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová todos los días de su vida, y no pasará navaja sobre su cabeza.”
Después de haber participado lo mejor que pudo con los demás en la alegría del banquete, Ana se levantó sola de la mesa y se fue al templo del Señor a orar. Podemos concebir el contraste entre el jolgorio del banquete, en el que ella tuvo que participar, y la desolación que en su interior sentía. En el templo derramó ella con muchas lágrimas toda la amargura que tenía en su alma por la desdicha de no poder concebir un hijo, y de llevar el estigma de ser una mujer estéril. Dice el texto que “lloró abundantemente”.

Con las lágrimas se descarga el corazón y se alivia la pena. ¡Ay de los que no saben llorar, y de los que reprimen sus lágrimas! Guardan en el pecho toda su amargura, todo su dolor, y esos sentimientos ahí encerrados les corroen el corazón y les roban su vitalidad.

Mientras oraba Ana expresó su petición en la forma de un voto a Dios: “Si te inclinas a mirar mi aflicción y tienes compasión de mi desdicha dándome un hijo varón (¿por qué valía para ella más un hijo varón que una mujercita?) yo te lo consagraré toda su vida de modo que la navaja nunca corte su cabello”.

Ella le dedica a Dios su hijo perpetuamente antes de que nazca. ¿Cómo podía ella hacer eso sin el consentimiento de la criatura? Al hacerlo, si Dios le concedía que concibiera, Él pondría en el corazón de ese hijo el sentimiento y la voluntad de la consagración hecha en su nombre. Lo que las madres desean para sus hijos mientras lo llevan en el seno, o aun antes de concebirlos, influye enormemente en sus sentimientos y su destino. Ellas tienen ese poder.

Mujer que esperas un hijo, ¿qué desearías tú que fuera él algún día? Convierte tu deseo en una oración constante y ferviente, y verás cómo tu deseo se convierte en realidad.

En Números 6 están consignadas las reglas del nazareato que debían cumplir los varones que voluntariamente se consagraban a Dios durante un período determinado de su vida. La consagración solía ser voluntaria, y podía ser temporal o de por vida. El “nazir” (o “nazareo”) se comprometía, entre otras cosas, a no beber vino ni sidra, ni vinagre derivado de ambos, así como a no comer uvas, frescas o secas. Pero, sobre todo, se comprometía a no cortarse el cabello durante el tiempo de su consagración, el cual culminaba precisamente con el corte del cabello en una ceremonia en la que los cabellos eran quemados junto con el carnero que se ofrecía en sacrificio. En el caso de Sansón, nazareo de por vida por orden de Dios dada a su madre antes de que fuera concebido (Jc 13:3-5), su fuerza excepcional radicaba precisamente en sus cabellos nunca cortados. Es posible que Juan Bautista fuera también “nazir”. (7).

12-14. “Mientras ella oraba largamente delante de Jehová, Elí estaba observando la boca de ella. Pero Ana hablaba en su corazón, y solamente se movían sus labios, y su voz no se oía; y Elí la tuvo por ebria. Entonces le dijo Elí: ¿Hasta cuándo estarás ebria? Digiere tu vino.”
Ella estaba enteramente entregada a su oración, desconectada de su entorno. Oraba con palabras en su corazón, moviendo sus labios pero sin emitir sonido alguno, como cuando las personas están completamente absortas en sus sentimientos. Mientras tanto, sin que ella se diera cuenta, el sacerdote Elí, que presidía sobre el culto en el santuario, la estaba observando.

Y como la vio tan absorta en sí misma y ausente de lo que la rodeaba, y que sólo movía sus labios pero que no pronunciaba palabra, la tomó por borracha, y bruscamente y con dureza, le reprochó: “¿Hasta cuándo estarás ebria?” Elí (con poca percepción psicológica) asume sin más que ella debe haberse levantado de la mesa, aíta de vino y carne, y que había entrado al templo para reposar y esperar que le pase el efecto del licor.

¿Cuántas veces sucede que somos incapaces de percibir el estado de ánimo por el que atraviesan personas cuyos gestos y palabras inhábiles atribuimos a torpeza, sin percatarnos de que son producto de la angustia de su espíritu? Tratamos al adolorido sin consideración alguna porque no se expresa con fluidez, sin comprender que la aflicción traba su lengua. ¿De qué depende el que podamos sentir empatía por el afligido, o que seamos indiferentes o incomprensivos? De cuán cercanos o lejanos estemos de Dios, de cuán llenos o vacíos estemos de su amor. El amor de Dios aguza nuestra sensibilidad y nos hace considerados; su ausencia en nuestra alma nos vuelve fríos, indiferentes y hasta crueles. Algún día daremos cuenta ante el trono de Dios todos los seres humanos -pero sobre todo los cristianos, porque hemos recibido más- de cómo nos hemos comportado con nuestros semejantes.

¡Oh, Dios no pasará revista a nuestras calificaciones y a nuestros méritos, según el mundo; no tendrá en cuenta nuestros diplomas y títulos académicos; o cuántos elogios recibimos, ni cuántos éxitos mundanos cosechamos. Jesús lo dijo. Dios nos juzgará por la forma cómo tratamos a nuestros semejantes (Mt 25:31-46). De ahí que él dijera: “Hay muchos primeros que serán últimos, y muchos últimos que serán primeros.” (Mt 19:30). El mundo ignora nuestros verdaderos éxitos, y quizá los ignoramos nosotros mismos, así como ignora también cuáles son nuestros verdaderos fracasos, y muchas veces nosotros mismos no somos conscientes de ellos.

15,16. “Y Ana le respondió diciendo: No, señor mío; yo soy una mujer atribulada de espíritu; no he bebido vino ni sidra, sino que he derramado mi alma delante de Jehová. No tengas a tu sierva por una mujer impía; porque por la magnitud de mis congojas y de mi aflicción he hablado hasta ahora.”
La respuesta de Ana es a la vez sencilla y elocuente: No soy lo que tú piensas, una mujer que viene a este recinto a pasar su borrachera después de una francachela. Soy una mujer afligida que ha venido a derramar toda su congoja delante de Dios, que yo sé que me escucha. No es una bebida alcohólica lo que me hace mover los labios, y hablar para mis adentros, sino una gran pena.

¡Qué bella es la expresión “derramar el alma” para describir la acción de expresar con lágrimas y suspiros todo lo que uno tiene dentro! Con Dios uno no necesita guardar reserva alguna.

17,18. “Elí respondió y dijo: Ve en paz, y el Dios de Israel te otorgue la petición que le has hecho. Y ella dijo: Halle tu sierva gracia delante de tus ojos. Y se fue la mujer por su camino, y comió, y no estuvo más triste.”
Eli, felizmente, reacciona positivamente a su confesión y pronuncia una bendición sobre ella: “Que el Señor te conceda lo que le has pedido”. Aunque él tenga un corazón endurecido por el incumplimiento de sus deberes como sacerdote y como padre, no puede dejar de ser tocado por una efusión tan sincera como la de Ana. Las palabras de Elí, siendo sumo sacerdote, tienen el carácter de una profecía: “El Señor te concederá lo que le has pedido.” Y así lo entendió Ana, pues cambió su pena en alegría, y al volver donde los suyos, comió y bebió. Ya no estaba acongojada pues tenía la seguridad de que Dios había escuchado su oración.

Ella toma las palabras del sumo sacerdote como una confirmación de que Dios le concedería lo que le había pedido. Cualquiera que fuera el descuido con que Elí desempeñara sus funciones, Dios habla por medio de aquellos sobre quienes reposa su unción sacerdotal.

19. “Y levantándose de mañana, adoraron delante de Jehová, y volvieron y fueron a su casa en Ramá. Y Elcana se llegó a Ana su mujer, y Jehová se acordó de ella.”
El relato prosigue su curso rápidamente y, sin entrar en detalles, cuenta con pocas palabras lo esencial. Culminada la celebración, la comitiva familiar se levantó muy temprano y regresó a casa después de postrarse una vez más delante del Señor. Es interesante notar cómo la adoración era entonces un asunto familiar presidido por el “pater familias”, en la que todos tomaban parte -cuán sinceramente sólo Dios lo sabía.

Elcana “se llegó a su mujer” es una expresión convencional con la que el autor bíblico expresa la relación conyugal. Esta vez no fue inútilmente para la esperanza de Ana, porque Dios “se acordó de ella”, de lo que ella le había pedido, y de lo que Elí le había prometido en nombre suyo, es decir, concibió un hijo.

¿Tendrá Dios necesidad de acordarse de nosotros para concedernos lo que le pedimos? Esa es una manera de describir en términos coloquiales la forma incomprensible para nosotros cómo Dios actúa. Lo que esas palabras quieren decir en este caso es que Dios intervino en el momento oportuno para colmar el deseo de la mujer y premiar su fe.

¡Oh, que Dios se acuerde de nuestras peticiones como hizo con Ana! Si nosotros caminamos en fe, confiando plenamente en Él, no dejará de cumplir una sola de ellas. Jesús dijo: “Conforme a vuestra fe os será hecho” (Mt 9:29). Si poco o mucho, tú determinas cuánto Dios te concede. Esa es una verdad que con frecuencia olvidamos, porque nos cuesta tomar la palabra del Señor en serio, como si su palabra no fuera firme como la roca. ¿Acaso es Él “hombre para que mienta” o “hijo de hombre para que se arrepienta” de lo prometido? “Él dijo ¿y no hará?” (Nm 23:19; cf 1Sm 15:29).

Notas: 1. En estas dos versiones a los dos libros de Samuel se les llama Reyes I y Reyes II; y a los que en nuestra versión española son Reyes I y Reyes II, se les llama Reyes III y Reyes IV.
2. Ciudad situada al Norte de Betel y al Este del camino que lleva a Siquem, según Jc 21:19.
3. Ana quiere decir “gracia”; y Penina, “coral”.
4. La poligamia no oficial, pero de hecho, tan frecuente en nuestra sociedad, es también causa frecuente de fricciones y sufrimiento en los hogares.
5. Podría intentar hacer una interpretación alegórica como era usual en los primeros siglos de la iglesia. Penina representa a los cristianos que se empeñan en trabajar para el Señor en sus propias fuerzas y obtienen pronto resultados visibles. Ana representa a quienes esperan pacientemente hasta que el Señor obre en ellos. Mientras que el fruto del esfuerzo de los primeros desaparece al poco tiempo y es olvidado, el fruto de los segundos permanece y deja una profunda huella.
6. Elcana no amaba menos a Ana porque era estéril sino, al contrario, la engreía, así como Cristo no ama menos a su iglesia por sus defectos sino, al contrario, más la cuida a causa de ellos. De igual modo los maridos no deben amar menos a sus esposas por las debilidades que tengan y de las que ellas no sean culpables, sino al contrario, deben animarlas y sostenerlas.
7. En el libro de los Hechos 21:23-26 figura un episodio en que Pablo, por sugerencia de Santiago, se hace cargo de los gastos de la ceremonia con que terminaba el nazareato de cuatro creyentes, lo cual es ocasión de que Pablo sea capturado por sus enemigos.


#682 (26.06.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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