Si bien el cuerpo puede estar como muerto, la imaginación
no envejece y se mantiene siempre inquieta y viva, De ahí la importancia de
mantenernos siempre ocupados -cualquiera
que sea nuestra edad- a fin de no dar lugar al diablo.
Muchas comodidades del cuerpo se convierten fácilmente en
incomodidades para el alma y en ocasión de tropiezo.
Este es
un principio muy importante para la conducción de nuestra vida: Rodeémonos de
gente que en su capacidad, o en su oficio, y en general, sean mejores que
nosotros, no peores, porque nos servirán de ejemplo de lo que debemos aprender,
nos servirán de estímulo.
También
se dice: El que anda con sabios, finalmente llegará a ser sabio. Es muy conocido
el refrán: “Dime con quién andas y te diré quién eres.” Si andas con personas
serias, exactas, meticulosas, responsables, poco a poco tú te irás contagiando
de esas cualidades y virtudes. Entonces busquemos pues la compañía de esa clase
de personas.
Eso
también es válido en la vida cristiana: Tratemos de vincularnos con personas
que nos enseñen a ser mejores cristianos, aunque sólo fuera por su manera cuidadosa
de vivir, su manera de actuar, su seriedad; así nos podemos estimular unos a
otros y dar gloria a Dios.
Santiago
escribió citando a Jesús "que tu sí
sea sí, y que tu no sea no." (St 5:12; Mt 5:37). Eso equivale a decir:
que tu palabra tenga el valor de un contrato, aunque no la respalde un papel
firmado. Cumple con tus compromisos. Esto es, sé responsable cuando te
comprometas. No lo hagas a la ligera, pero si lo haces, honra tu palabra.
Honrar la
propia palabra es una norma eminentemente cristiana, porque Dios honra siempre
la suya y no defrauda al que en Él confía.
Amar, no
sólo de palabra sino de obra incluye necesariamente ser responsable. Una
persona irresponsable, no podrá verdaderamente llevar su amor a la práctica
beneficiando a los que ama, sino que, más bien, sin quererlo, perjudicará
inevitablemente con sus actos los intereses, o los sentimientos de las personas
que lo rodean, de sus conocidos, amigos y parientes (sin hablar de los que le
son desconocidos), porque obrará de cualquier manera y sin tener en cuenta las
consecuencias de sus acciones.
La sabiduría más
importante en la vida es la de Dios.
Si no recibiste una buena
educación en casa ni en el colegio, ponte ahora en la escuela del Espíritu
Santo y empieza a aprender la sabiduría de Dios. Ponte a leer y meditar el libro de Proverbios.
¿Sabes por qué este libro
tiene 31 capítulos? Para que leamos uno cada día del mes. ¿Qué capítulo? Pues
el del día. Si haces eso te llenarás de la sabiduría de Dios y la sabiduría de
Dios será adorno a tu cuello y dará gracia a tus palabras.
"DE BUEN PARECER" - EL LIBRO DE DANIEL HABLA A LOS JÓVENES III
Dios no está interesado
en la belleza externa de las personas sino en la interior, pero fíjate bien, la
belleza interior suele reflejarse en el orden exterior, en lo ordenado de su
aspecto.
Quizá no tengas ropa
fina, pero puedes tenerla limpia, estar bien arreglado, lavado, afeitado, pelo
no muy largo. Si te ven así, causas buena impresión.
La
manera cómo nos vestimos refleja nuestra personalidad. No lo olvides.
“Limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por
dentro estáis llenos de robos y de injusticia.” ¿Qué es lo que más nos
preocupa a nosotros? ¿Nuestra fachada, nuestra imagen pública o nuestro
interior? Sólo Dios ve nuestro interior. Él nos conoce mejor de lo que nosotros
nos conocemos a nosotros mismos. Él sabe todo lo que sentimos, deseamos y
pensamos; sabe lo que hacemos sin que nadie nos vea, salvo Él.
No tratemos de ponernos por encima de otros, o de creernos más, ni de alardear de sabiduría, porque podemos quedar en ridículo.
Jesús dijo: “El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo” (Mt 23:11), y nos dio ejemplo práctico extraordinario.
Hay quienes ven, y no
perciben; oyen, pero no entienden (Mt 4:12; cf Is 6:9,10), porque su corazón se
ha endurecido por el orgullo y el pecado disimulado.
El cristiano debe mantener su túnica blanca impecable.
Lo que para el mundo sería una pequeña mancha, en la túnica del cristiano sería
una mancha vergonzosamente grande. Nosotros no nos emborrachamos, pero a veces
actuamos como si lo estuviéramos, estando de hecho completamente sobrios. Y el
nombre de Dios es blasfemado por ese motivo entre los mundanos.
“…entra a tu cuarto y
cierra la puerta…” Eso no quiere decir que
no debamos orar en público, pues hay ocasiones para hacerlo. Pero la oración en
público suena vacía, hueca, cuando no tiene el soporte de la oración privada,
que es de donde viene la unción del Espíritu. Si nosotros no oramos en nuestra
cámara secreta, en intimidad con Dios, ¿con qué autoridad podemos orar en
público?
Dios es Padre, en primer lugar, de su Hijo unigénito, el Verbo (la
Palabra), que estaba con Él desde el principio (Jn 1:2); y es Padre del pueblo
escogido, de Israel, a quien Él llama hijo; Padre también de todos aquellos a
quienes ha dado la potestad de ser hechos hijos de Dios, esto es, a todos “los que creen en su nombre…los cuales no
son engendrados de sangre ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón,
sino de Dios”, (Jn 1:12,13). Ellos son hijos porque han recibido el
espíritu de adopción “el cual clama
¡Abba, Padre!” (Gal 4:6). Y lo han recibido por haber creído, “pues todos sois hijos de Dios, por la fe en
Cristo Jesús.” (Gal 3.26).
Es muy importante que el niño sepa que a la cancha de la vida se sale
para meter goles, que debe empezar a hacerlo
desde temprano, y que su triunfo depende en parte de la colaboración de otros.
No vaya a ser que su vida pueda ser comparada con la del futbolista de barrio,
del que se dice que sabe jugar bonito y lucirse, pero no sabe meter goles.
Al niño hay que enseñarle
desde pequeño (pero con prudencia, pues no es sino un niño) a fijarse metas, a
planificar cómo las alcanza y, sobre todo, a lograrlas, a no aceptar los
fracasos.
¡Tiempo! grita el árbitro. Se detiene el juego y todos a la banca. Hay momentos en que la vida nos saca de la cancha para que podamos reflexionar y reponer fuerzas.
Cuando empieza el segundo tiempo ya pasó la valla de los 40 años. Ya no está fresco como al comienzo, pero todavía guarda energías, y no hay suplente que lo reemplace.
La humildad es una virtud tan humilde que ni siquiera figura entre los frutos del Espíritu Santo que menciona Pablo en Gálatas, pero es condición indispensable para que los demás frutos florezcan. Es una virtud esquiva y difícil de adquirir. Ha sido comparada con la violeta que esconde su perfume entre las hierbas del campo y apenas se ve. ¿Cómo coger esa flor escondida? ¿Cómo aprenderemos a ser humildes?
El cristiano no tiene nada de qué jactarse. ¿De nuestro conocimiento de las Escrituras? Si pudiéramos llenar volúmenes enteros con nuestro conocimiento, eso es nada comparado con lo que ignoramos. ¿De que Dios escuche nuestras oraciones? No lo hace por nuestros méritos, sino porque es bueno. ¿De las muchas almas que hemos traído a los pies de Cristo? No lo hicimos nosotros, sino el Espíritu Santo. ¿De qué podemos jactarnos? A lo más de una cosa: De que siendo unos miserables pecadores, Dios se compadeció de nosotros.
El primer costo que hay que calcular para seguir a Jesús, es si se tiene o no el propósito de renunciar a todo lo que uno posee. El que no tiene ese propósito no puede seguir a Jesús, por mucho entusiasmo que tenga, porque abandonará la prueba...
Sabemos también que Dios hablaba con Moisés cara a cara sobre el propiciatorio del arca de la alianza, entre los dos querubines. (Ex 25:22) ¿Quién no quisiera que Dios le hablara de esa manera?
"En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros" (14:20). En otras palabras, la vida que Él ofrece consiste en que Él viva en nosotros y nosotros en Él, así como Él vive en su Padre y su Padre en Él.
Esta realidad de la vida de Dios en el creyente es una de las revelaciones más importantes y más profundas del Evangelio, una verdad tan profunda y extraordinaria que yo me temo no nos damos cuenta cabal de su significado. Si llegáramos a entenderla y apreciarla en toda su magnitud no cabríamos en nosotros mismos de alegría y de felicidad.
¿Sufre Dios cuando pecamos, cuando le ofendemos, cuando le somos infieles? Al menos sabemos que aparta su rostro de nosotros (Is 59:2). Sin duda lo hace de disgusto.