viernes, 26 de marzo de 2010

PODEROSO CABALLERO ES DON DINERO II

Después de haber mencionado los peligros que esconde el amor al dinero, terminé mi charla anterior preguntando ¿cuál debe ser la actitud del cristiano frente al dinero? Vamos a tratar de contestar a esa pregunta.

En su primera epístola a Timoteo San Pablo escribe que "el amor al dinero es la raíz de todos los males." (1Tm 6:10) No escribe que el dinero sea la raíz de todos los males, sino el amor al dinero. El dinero en sí es neutro. Es un instrumento indispensable para la vida, sin el cual la vida urbana, la vida de la sociedad, sobre todo en las ciudades, sería imposible.

Hemos visto, sin embargo, cómo el dinero, en virtud de su capacidad de permitirnos adquirir cosas, y del poder que otorga, se convierte para el hombre en un fin en sí mismo. Y hemos visto también cuáles son las variadas motivaciones por las cuales el hombre busca tener y acumular dinero, y hace del dinero un ídolo, al que puede llegar a sacrificar todo. El afán de poseerlo distorsiona las prioridades humanas y distorsiona nuestra escala de valores morales. Por amor al dinero el hombre se convierte en enemigo del hombre y es capaz de cometer los actos más atroces. San Pablo tenía pues razón al denunciar al amor al dinero como la raíz de todos los males.

Ahora bien, aun reconociendo que las cosas sean como hemos descrito, puesto que el dinero es indispensable para vivir, ¿existen motivaciones justas para desear tener dinero? ¿Existen razones justas para desear adqurirlo sin que se nos convierta en un ídolo?

Sí las hay. El hombre equilibrado, el cristiano, tiene sobradas razones buenas para desear ganar dinero, e incluso, para llegar a ser una persona adinerada. ¿Cuáles son?

En primer lugar, y esto es obvio, para no pasar necesidad. Es necesario tener el dinero requerido para comer, para vestirse y tener un techo.

En segundo lugar, y esto es muy importante, para dar a nuestra familia una vida decorosa, digna. El hombre que tiene esposa e hijos tiene el deber de proveer no sólo a su sustento, sino que debe proporcionar a sus hijos una buena educación que les permita enfrentar los retos de la vida más adelante; debe atender a su salud, proporcionarles oportunidades de sano entretenimiento, etc., es decir, todas aquellas cosas que constituyen una vida equilibrada. San Pablo dice que el creyente que no provee para los suyos es peor que un incrédulo (1Tm 5:8).

Una excelente motivación para tener más dinero en exceso de lo indispensable es para dar a los que no tienen. La palabra de Dios en el Antiguo y en el Nuevo Testamento recomienda en muchos pasajes acordarse de los menos favorecidos y proveer a las necesidades del prójimo que carece de las cosas más elementales.

Jesús llegó incluso a decir que lo que hagamos por el pobre, se lo hacemos a Él (Mt 25:40). Es como si Jesús se disfrazara de pobre y nos visitara para darnos oportunidad de manifestar nuestro amor por Él con hechos prácticos, mostrándoselo al pobre. Tengamos pues mucho cuidado en cómo tratamos al necesitado, incluso cuando nos sea odioso, pues podría ser Jesús mismo quien nos extiende la mano.

Pero es también una buena motivación la del empresario que, por amor a su país, desea hacer empresa para crear riqueza y dar trabajo a las masas desempleadas. Dios ha levantado a muchas personas del mundo, creyentes e incrédulos, que no son concientes de que Dios las utiliza con ese fin. Porque Dios ama a su creación, ama a todos los seres humanos que ha creado y se ocupa de su bienestar.

Por último, una motivación muy recomendable para tener dinero, es la de desear contribuir a la expansión del Evangelio en el mundo. La obra de Dios no puede realizarse sin dinero para subvencionar la impresión de biblias baratas, sin dinero para enviar misioneros, sin dinero para sostener iglesias, o para pagar el sueldo de los pastores y ministros del Evangelio; para pagar espacios en la radio y en la televisión; para publicar revistas, periódicos y libros que lleven el mensaje a los puntos más lejanos de la tierra, etc., etc. Tantas cosas que se hacen con dinero. ¡Benditas las manos que lo proveen!

Y no estoy hablando aquí del diezmo. Lo he tratado en otra oportunidad y no voy repetir lo dicho en su momento. Sin embargo, quisiera hacer anotar que nosotros no estamos bajo la ley del diezmo sino bajo la gracia de la promesa. No obstante, el principio del diezmo sigue siendo válido en nuestros días y Dios lo usa para el sostenimiento de las iglesias y de su obra, así como para bendecir a los que lo practican fielmente.

Pero aún queda otro terreno por explorar. El episodio del diálogo de Jesús con el joven rico es sumamente intrigante porque plantea la cuestión de las riquezas en una forma que es contraria a la concepción corriente. Ese joven tenía un deseo sincero de buscar a Dios y lo había demostrado desde niño cumpliendo fielmente los mandamientos. La Escritura dice que Jesús lo miró con amor y le dijo: "Una cosa te falta. Vende todo lo que tienes y repártelo a los pobres. Así tendrás un tesoro en el cielo; y ven y sígueme" (Mr 10:21).

Sobre la base de este pasaje se ha sostenido a veces que toda persona que posea dinero y que quiera seguir a Jesús, debe desprenderse de todo lo que tiene y dárselo a los pobres. Pero este joven es la única persona en los evangelios a la que Jesús le pide un sacrificio semejante. No es una exigencia que Jesús plantee a todos. ¿Por qué se la hace Jesús a ese joven?

Precisamente porque Jesús lo mira con amor, porque ve en él la capacidad de ir más lejos que el simple cumplimiento fiel de los mandamientos.

Jesús vio en él la capacidad de convertirse en un discípulo suyo, como lo eran los apóstoles; vio el potencial de una vida totalmente consagrada a Él. Pero para que pudiera comprometerse de esa manera, al joven le era necesario primero renunciar a sus riquezas. ¿Por qué motivo?

Los apóstoles, sabemos bien, habían abandonado todo: casa, familia, oficio y posesiones (Mr 20: 28,29). Pero fijémonos en que, aunque ellos no eran indigentes, tampoco eran ricos, salvo quizá Mateo, que había sido cobrador de impuestos (Mt 9:9). Con esa posible excepción no tuvieron ninguna riqueza que abandonar. Por eso les fue fácil en cierto sentido seguir a Jesús.

Pero ese joven sí la tenía y su dinero era para él un tropiezo. Era algo que lo retenía. Él hubiera querido hacer ambas cosas: seguir a Jesús y, al mismo tiempo, conservar sus posesiones. Pero eso no hubiera sido posible, porque hubiera tenido entonces dos tesoros, uno en el cielo y otro en la tierra; hubiera tenido dos señores, su Maestro y sus riquezas, y su corazón habría estado dividido.

Jesús le dijo al joven rico que vendiera todo lo que tenía porque su corazón estaba atado a sus riquezas. Si quería realmente seguirlo tenía que deshacerse de esa atadura y ser libre. Es un hecho innegable que los bienes materiales se interponen entre Jesús y nosotros. Desvían y atraen nuestro corazón. Anclan nuestro corazón en lo terreno. Nos impiden entregarnos totalmente a Dios.

Pero Jesús no le pidió a Pedro que vendiera sus posesiones, su lancha para pescar, y sus redes . Cuando Jesús murió, Pedro y sus compañeros volvieron a su oficio de pescadores, porque no habían vendido todo (Jn 21:1-14). Jesús no se los exigió, posiblemente porque vio que su corazón no estaba preso, y quizá también porque previó que en algún momento podrían necesitarlo (Nota 1).

Pero a algunas personas Jesús sí les pide que se desprendan de todo. Se lo pide porque desea verlos totalmente libres de ataduras y porque desea utilizarlos sin trabas. De hecho, nadie puede seguir a Jesús a tiempo completo y tener su mirada puesta en preocupaciones materiales. De ahí que Pablo diga que el que anuncia el Evangelio debe vivir del Evangelio (1Cor 9:14). (2)

Pero a las personas que tienen responsabilidades familiares o que ocupan determinadas posiciones en el mundo donde Dios quiere usarlas, Dios no les pide que se desprendan literalmente de todo, porque, si lo hicieran, no podrían atender a las necesidades de los suyos y tampoco podrían serles útiles ahí donde Dios quiere usarlos.

A esas personas lo que Dios les pide es que "si tienen esposa, sean como si no la tuvieran...si compran, sean como si no poseyesen; y si disfrutan de este mundo, como si no disfrutaran; porque la apariencia de este mundo pasa." (1Cor 7:29-31). En suma, que su corazón no esté apegado a las cosas materiales, sino que gocen sanamente de ellas sabiendo que son pasajeras y que algún día tendrán que dejarlas.

Esa es la actitud que debe tener el cristiano, el discípulo de Cristo, frente al dinero. Adquirirlo y poseerlo en la medida en que es necesario para sí y para los suyos; reconociendo que él no es el dueño de las riquezas, sino tan sólo su administrador; sabiendo que algún día dará cuenta del buen o mal uso que hizo de ellas; contentándose con lo que tenga, mucho o poco (Hb 13:5; Pr 30:8,9), si con ello satisface sus necesidades legítimas y cumple los propósitos de Dios para él. Es decir, tener dinero con desprendimiento, sin poner en él el corazón. De esa manera el dinero no le será piedra de tropiezo sino, al contrario, un medio para servir a Dios y bendecir al prójimo.

Quisiera terminar estas reflexiones saliéndome, si me lo permiten, un poco del tema, para mostrar cómo el episodio del joven rico encuentra aplicación en aspectos de nuestra vida que tienen poco que ver con el dinero en sí mismo. Hace unos días me despertó como de costumbre el despertador a las 6 a.m. Esa noche no había dormido bien y, además, hacía frío. De manera que tenía pocas ganas de levantarme para orar. Entonces le dije mentalmente al Señor: "Discúlpame, si me quedo a orar en cama". Pero algo dentro de mí no me dejaba tranquilo: Yo no era capaz de desafiar el frío de la mañana y el cansancio para ponerme de pie a orar, como suelo hacerlo, pero Jesús sí fue capaz de enfrentar todo el sufrimiento de la cruz, la sed y el agotamiento, y beber hasta la última gota el cáliz de su muerte para salvarme... Era Jesús quien me lo estaba recordando. En ese momento me acordé del episodio del joven rico a quien Jesús pidió que vendiera todas sus posesiones y lo siguiera. Y porque no pudo desprenderse de ellas no siguió a Jesús y volvió atrás. Yo sentí que Jesús me decía: "Toma tu cruz y sígueme; afronta el frío y el cansancio para estar conmigo un rato y que hablemos al pie de la cruz." Pero yo le contesté: "Señor, ahora no puedo, estoy tan bien aquí arropado, no puedo desprenderme del calor de mis frazadas. Discúlpame. Otro día te seguiré." ¿Qué recompensa me habré perdido?

Hay varias maneras de seguir a Jesús. Unas más costosas que otras. En unas la corona que nos espera es grande y gloriosa; en otras, pequeña y de poco brillo. A nosotros nos toca escoger. (22.7.01)

Notas: 1: Hay quienes interpretan el hecho de que los apóstoles hubieran vuelto a la pesca después de la crucifixión, como si hubieran vuelto al mundo. Pero yo creo que esa es una interpretación injustificada, que es manifestación de un espíritu de juicio que se ha infiltrado en la iglesia. Ellos volvieron a sus redes porque ya no estaba Jesús presente todo el tiempo con ellos y no tenían otro a quién seguir. Todavía no había descendido el Espíritu Santo para enviarlos a predicar el Evangelio. ¿Qué iban a hacer? Volver a sus ocupaciones y esperar, como Jesús les había dicho.

2. Hay, sin embargo, el peligro de que los que viven del Evangelio, habiendo renunciado a todo, lleguen a tener posesiones, y que su corazón se apegue a ellas y al lujo (1Tm 6:6-8).

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a hacer una sencilla oración como la que sigue, entregándole a Jesús tu vida:

“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo y quiero recibirlo. Yo me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, y entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

NB. Este artículo, que fue publicado por primera vez en julio de 2001, sirvió de base para la segunda de una serie de charlas sobre la “Administración del Dinero” propaladas en el programa “Llenos de Vida” por Radio del Pacífico en febrero pasado.
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PODEROSO CABALLERO ES DON DINERO I

Poderoso caballero es don Dinero, reza el dicho (Nota 1). El tema del dinero es muy importante e interesa a todo el mundo, tanto al que le sobra como al que le falta. Nosotros dedicamos la mayor parte de nuestro tiempo, quizá la mayor parte del día, a hacer dinero trabajando. Lo ganamos a costa de mucho esfuerzo, sudor y lágrimas pero lo gastamos rápido. Este contraste entre la dificultad de ganarlo y la facilidad para gastarlo es una de las características más singulares del dinero, que más delicado hacen su uso y que más nos revelan el misterio de su naturaleza.

Cuando tenemos dinero nos sentimos bien. Cuando nos falta, estamos angustiados, tristes. El dinero es la píldora tranquilizante más efectiva, el elixir de la felicidad más buscado.

Hay quienes están dispuestos a matar por dinero (los asesinos a sueldo, o los mercenarios, por ejemplo). Otros arriesgan su vida por ganarlo (los acróbatas de circo, los corredores de autos, los toreros y tantos otros). Sin llegar a esos extremos, muchos arruinan su salud, su felicidad, y sacrifican a su familia por dinero.

¿Qué tiene el dinero que tanto nos atrae? Dicen que el dinero todo lo compra, menos la felicidad. Con dinero se compran medicamentos, mas no la salud. Se compran amigos, mas no la amistad. Se compran caricias, mas no el amor. Se compran libros, mas no la sabiduría. Se compran títulos nobiliarios, mas no la nobleza de espíritu. Se compran maquillajes, mas no la belleza.

Para el que no lo tiene el dinero es una llave que le abriría todas las puertas, las puertas del castillo encantado de las maravillas detrás de las cuales se encuentra, según cree, todo lo que desea, todo lo bueno que la vida ofrece. Y para el que lo tiene ya, el dinero es la póliza que le asegura que va a continuar gozando de los beneficios que posee y sin los cuales se sentiría perdido.

Poderoso caballero es don Dinero. La Biblia tiene mucho que decir acerca del dinero. Jesús habló bastante de él. Por ejemplo, al explicar a sus discípulos el sentido de la parábola del sembrador, les dice: "Lo que fue sembrado entre espinas, es el que oye la palabra, pero los afanes de este mundo y el engaño (o la seducción) de las riquezas, ahogan la palabra y queda sin fruto" (Mt 13:22).

¿En qué consiste el engaño de las riquezas? En sobrevalorarlas, en poner nuestra confianza en ellas. En creer que todo se obtiene con ellas. En creer que son permanentes.

El libro de Proverbios dice al respecto: "Las riquezas del rico son su ciudad fortificada, y como un muro alto en su imaginación." (18:11) ¡Qué bien dicho está! En su imaginación. El rico se imagina que su dinero es una muralla que lo protege de los vaivenes de la vida y le da seguridad. Pero ¡oh iluso! no sabe cuán fácilmente se derrumba esa muralla y lo deja desprotegido.

¡Cuánta gente ha perdido su fortuna súbitamente y se queda en la calle, por la quiebra de un banco, o por un krach en la bolsa! De millonario pasa a pordiosero. Ha habido casos famosos. Un cambio en la política económica, una devaluación súbita, un vuelco en la tendencia de las tasas de los intereses, una guerra, etc. He ahí tantos factores que empobrecen inesperadamente a la gente.

Pero también la gente pierde su dinero lentamente sin que pueda hacer nada para impedirlo. Eso pasó en nuestro país hace algunos años, en que la recesión llevó a la ruina a muchas empresas y obligó a cerrar muchos negocios. Sus dueños perdieron su principal fuente de ingresos y estuvieron en peligro de perder sus casas, hipotecadas a los bancos; tuvieron que sacar a sus hijos de los buenos colegios en que estaban; dejaron de pagar la cuota de los clubes a los que pertenecían y se vieron excluidos; e incluso, algunos se vieron obligados a vender poco a poco sus pertenencias para comer.

El proverbio anterior al que acabamos de citar dice: "Torre fuerte es el nombre del Señor; a él correrá el justo y será salvo." (18:10) Es interesante que ambos versículos estén colocados juntos. Como para indicarnos que hay una oposición entre poner nuestra confianza en el dinero y ponerla en Dios. Si la pones en uno, descuidas al otro.

Por eso Jesús dijo: "Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o se adherirá a uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero" (Mt 6:24). Aquí las palabras claves son: "servir" y "señores". El que vive sólo para hacer dinero es gobernado por el dinero. El dinero es el señor a quien sirve. Hace del dinero su dios y le adora. En consecuencia, se aleja del Dios verdadero.

Hay una diferencia crucial entre tener dinero y que el dinero lo tenga a uno. Muchos creen tener dinero sin darse cuenta de que, en realidad, en su caso, es al revés, el dinero los tiene a ellos. El dinero los tiene atrapados en una cárcel de oro. El dinero les es una piedra de tropiezo.

El dinero corrompe las conciencias. Con él se compra a los jueces; se silencia a los testigos; sobornando se ganan licitaciones; ofreciendo comisiones se consiguen contratos...

Pero el dinero no sólo corrompe las conciencias ajenas. Corrompe también la nuestra. Por ganar más dinero vendemos mercadería en mal estado; subimos en exceso los precios, pagamos bajos sueldos; privamos de sus derechos a los indefensos...

Ese es el motivo por el que muchos no quieren ni oír hablar de Dios, para que no les remuerda la conciencia y los deje tranquilos. Si le escucharan tendrían que cambiar sus tácticas comerciales. Aman más al dinero que a sus almas. Por eso fue también que Jesús dijo que era muy difícil que los ricos se salven (Mt 19:23).

Poderoso caballero...¡No, temible caballero es don Dinero!

Es temible porque empuja a la gente a hacer cosas terribles. Pensemos no más en los jóvenes que se prestan para hacer de correos de la droga. Los llaman "burriers". Por un puñado de dólares pasan meses, años en la cárcel.

O pensemos en los asaltos a los bancos, en los secuestros. ¿Qué empuja a los delincuentes a cometer esos delitos? ¿La fama? ¿El afán de aventuras? No. Simplemente tener dinero.

San Pablo escribió a Timoteo: "Porque los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y engañosas, que hunden a los hombres en ruina y perdición. Porque raíz de todos los males es el amor al dinero, y por codiciarlo, algunos se extraviaron de la fe y fueron traspasados de muchos dolores." (1Tim 6:9,10)

El deseo de la riqueza puede convertirse en un lazo que de repente nos ajusta el cuello. ¡Cuántas codicias necias despierta en la gente tener dinero! ¡Cuántos placeres se pueden comprar, en los que nunca pensaríamos si no tuviéramos dinero! A veces lo que compra la gente se convierte en una trampa mortal.

Conocí a un padre que le compró a su único hijo una pistola para matarse. Bueno, no fue exactamente una pistola, sino un auto deportivo, último modelo, que hacía el furor de las chicas. Al mes de comprado el muchacho se mató en la carretera. El padre se enfermó y murió de pena. Más le hubiera valido no tener dinero para comprarle el carro. Los dos estarían vivos.

¡Cuántas locuras inspira el dinero! ¡Cuántos se extravían de la fe en su afán por volverse ricos y son luego traspasados de dolores! El dinero mata a millares. Mejor dicho, por el dinero se mata la gente. Si nos presentaran a una persona que ha cometido terribles crímenes ¿le estrecharíamos la mano? Sin embargo, al dinero que mata a montones, lo estrechamos entre las manos, lo acariciamos.

Pero fíjense en que San Pablo no dice que el dinero sea la raíz de todos los males, sino el amor al dinero. El dinero en sí es neutro. Sirve tanto para el bien como para el mal. Y es indispensable.

¿Porqué amamos tanto al dinero? Porque nos permite tener cosas que hacen agradable la vida y nos dan la ilusión de felicidad. Nos permite vivir mejor, comer mejor, vestirnos, pasearnos, viajar. Y eso nos gusta a todos.

Nos permite codearnos con la buena sociedad. Atraer amigos. El muchacho que tiene un carro nuevo y es generoso, atrae a multitud de admiradores y es el favorito de las chicas. En cambio, al pobre, dice la Escritura, ni sus hermanos quieren verlo (Pr 19:7).

El dinero da poder, da influencia (2). Todo el mundo respeta al rico; le cede el paso. La Escritura dice que cuando habla el rico, aunque diga tonterías, todos callan (3). Pero al sabio, si es pobre, nadie le hace caso (Ec 9:15,16).

El dinero da seguridad frente a los acontecimientos adversos, nos protege de las catástrofes. Si me enfermo, me permite pagar el mejor tratamiento. Y si muero, mis deudos me darán el más lujoso entierro.

En cuanto a las catástrofes, todos hemos visto las imágenes. Cuando hay una inundación o un terremoto, son los pobres los que más sufren. Los ricos están protegidos, o volaron a tiempo.

Es natural que la gente quiera tener dinero. Sólo un loco o un santo lo desprecia. Pero, ¿y el cristiano? ¿Qué actitud debe asumir el cristiano frente al dinero? ¿Hay un deseo justo, sano de tener dinero? Sobre eso hablaremos otro día. (15.7.01).

Nota 1: Esa frase es el título de una conocida letrilla satírica del poeta español del siglo XVII, Francisco de Quevedo. Reproduzco las dos primeras estrofas:

Madre, yo ante el oro me humillo,
Él es mi amante y mi amado.
Pues de puro enamorado
De continuo anda amarillo.
Que pues doblón o sencillo
Hace todo cuanto quiero,
Poderoso Caballero
Es don Dinero.

Nace en las Indias honrado,
Donde el mundo le acompaña;
Viene a morir a España,
Y es en Génova enterrado.
Y pues quien le trae al lado
Es hermoso aunque fiero,
Poderoso Caballero
Es don Dinero.

(El doblón era una moneda de doble peso. Se dice que el oro es enterrado en Génova porque era una ciudad de banqueros).

2. De hecho, las tres cosas van juntas. El que tiene cualquiera de ellas puede adquirir las otras dos.

3. En el libro apócrifo (o deuterocanónico) Sirácida: 13:25-29, se contrasta con ironía la diversa manera cómo el mundo trata al rico y al pobre.

NB. Este artículo fue publicado por primera vez en julio de 2001. Sirvió de base para la primera de una serie de charlas sobre la “Administración del Dinero” propaladas en el programa “Llenos de Vida” por Radio del Pacífico la semana pasada.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a hacer una sencilla oración como la que sigue, entregándole a Jesús tu vida:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo y quiero recibirlo. Yo me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, y entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”


#617 (07.03.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

miércoles, 10 de marzo de 2010

LA ADMINISTRACIÓN DEL NO Y OTROS TEMAS FAMILIARES

¡Cuántas veces hemos visto el espectáculo de niños a quienes sus padres les dicen “No hagas tal cosa”, y lo siguen haciendo como si fueran sordos!

No han sido educados para obedecer a sus padres. El niño que crece habituado a no obedecer a sus padres en las minucias de la infancia, no les obedecerá cuando sean grandes y, cuando sea adulto, tenderá a desobedecer a las leyes y a las autoridades, porque lo han acostumbrado desde pequeño a no respetar las prohibiciones y a hacer lo que le da la gana. Eso explica mucho del desorden que vemos en nuestro país (Nota 1).

¿Quiénes son los culpables? Los padres que no supieron asumir su responsabilidad de educar bien a su hijo. Pero en ciertos casos también algunos falsos expertos que sostienen, con argumentos falaces, que no debe frustrarse a los niños con prohibiciones y limitaciones a sus caprichos.

Sin embargo, la verdad de Dios que está en la Biblia amonesta a los padres a que disciplinen a sus hijos, sin exasperarlos. Hay más de cincuenta proverbios que hablan de la educación y de la disciplina de los hijos. Mencionaré sólo uno: “El que detiene el castigo, a su hijo aborrece; mas el que lo ama desde temprano lo corrige.” (13:24).

La educación es un proceso que empieza desde que el niño nace. El niño de pocos meses debe ser amado, acariciado, consolado y atendido en sus necesidades, pero debe también ser enseñado que No es No.

Si se le acostumbra a acatar el No de su padre y de su madre con un simple gesto, o una mirada severa, entenderá el mensaje, y se acostumbrará a acatarlo.

Si, no obstante, insiste en seguir haciendo lo que se le prohíbe, entonces sin discutir ni darle razones, se le toma de la mano, o se le carga y se le aleja del lugar donde está, o se le quita lo que estaba cogiendo. Esto puede hacerse sin ninguna dureza ni cólera, sino como algo natural.

Para poner un ejemplo simple: a los niños cuando empiezan a gatear –y hay que dejarlos gatear aunque se ensucien- les atraen sobremanera los enchufes y quieren tocarlos y meter sus deditos en los huecos. Eso es un peligro para ellos. Hay lugares donde se venden unos tapones que tapan el enchufe y que impiden que el niño pueda introducir sus deditos en los huecos del enchufe. Pero si no se consigue esos adminículos, es importante enseñar al niñito a no tocar el enchufe.
Cuando el niño se acerca al enchufe, basta con decirle suavemente: Nooo, para que el niño comprenda. A la tercera o cuarta vez habrá entendido que el enchufe es No, no.
Y esto se puede hacer sin severidad, sin llantos, con una sonrisa. El niño siente, intuye, cuando los padres lo reprimen por amor, a condición naturalmente de que ese amor se exprese con frecuencia.


Yo recuerdo que cuando uno de mis hijos, que era especialmente terco, se negaba a abandonar su juego para ir a la cama llegada la hora de acostarse, yo simplemente, sin discutir, lo levantaba por los pies y lo depositaba suavemente en su cuja, de la que, como tenía barrotes, ya no podía salir.
Al cabo de poco tiempo entendió y ya no se resistía, porque comprendió que era inútil, puesto que yo era más fuerte que él.


Medidas de ese tipo deben tomarse sin discutir ni dar razones al niño pequeño. Más adelante, cuando el niño se acerque a la edad de la razón (7 años) puede explicársele por qué se le manda, o se le prohíbe tal o cual cosa, pero después de que haya obedecido. Esto naturalmente presupone una actitud de amor de los padres con sus hijos. Si el padre, o la madre, o ambos, no aman a sus hijos, es muy difícil que las cosas funcionen. El amor es la primera condición.
Pero no se debe tratar de convencer con razones a los niños pequeños para que obedezcan. Eso es como rogarles que hagan lo que tienen que hacer. Los padres que se comportan de esa manera les hacen gran daño a sus hijos. Los preparan para ser unos tiranos cuando sean más grandes, y unos egoístas majaderos y engreídos cuando sean adultos.


Recuerdo que cuando nuestros hijos eran pequeños -y eran varios, y seguidos- y los llevábamos de visita a casa de parientes, o a algún lugar público, la gente se sorprendía de lo formalitos que eran, pues no hacían travesuras y se quedaban callados. Simplemente se comportaban así porque les habíamos enseñado a que en casa ajena, o en público, debían quedarse tranquilos, y lo hacían de una manera natural. En lugar de jugar o de pelearse entre sí, como suelen hacer los niños, observaban o escuchaban. Para un niño inteligente eso puede ser tan interesante como jugar.

Una de las claves en este proceso del aprendizaje de la obediencia es que se le enseñe al mayor desde pequeño a obedecer sin chistar. El segundo y los que sigan lo imitarán de una manera natural porque los niños son imitadores natos.

Una segunda clave del aprendizaje de la obediencia es que, en compensación de la obediencia, el niño pueda gozar de plena libertad en su pequeño mundo. El niño debe disponer de un espacio, o cuarto propio, en el cual pueda jugar a sus anchas y hacer lo que le venga en gana, incluso haciendo ruido.

Cuando cumpla un año, o quizá antes, debe poder entrar y salir de su cuja cuando se despierte. (Para eso hay cujas que tienen uno o dos barrotes removibles). Cuando no hay peligro de que se caiga y no necesite barrotes, conviene que tenga un colchón sobre una tarima baja, casi al nivel del suelo. Es barato y eficiente aunque quizá no del todo elegante. (2).

Debe dejársele armar y desarmar sus juguetes mecánicos, aunque eso signifique romperlos. Él no lo hace por romper sino por curiosidad: quiere saber cómo funcionan.

Los padres que castigan a sus hijos porque rompen sus juguetes están pensando en el dinero que les costaron, y no piensan que los juguetes sirven entre otras cosas para romperlos. Naturalmente se les puede enseñar también a conservar los juguetes que pueden serles útiles cuando sean más grandes.

He hablado de la necesidad de que los niños dispongan de un espacio propio para jugar. Si son varios las casas y departamentos modernos no siempre tienen las dimensiones adecuadas a las necesidades de espacio de los niños. Cuando mis hijos eran pequeños el ambiente más grande de la casa era el salón, que se convirtió en la sala de juegos de mis hijos, y siempre estaba patas arriba para escándalo de mis padres. Los sillones eran los castillos sobre cuales peleaban los caballeros con sus espadas, y el sofá de tres cuerpos era el colchón sobre el cual aterrizaban haciendo piruetas.

Cuando venía el verano y no íbamos a la playa, trasladaban sus travesuras al pequeño jardín, que para ellos era enorme. Su juego favorito era embadurnarse de barro de los pies a la cabeza estando desnudos. Luego se duchaban con la manguera -que era otro de sus juguetes favoritos- y había que secarlos antes de que oscureciera y se enfriaran.

Mis hijos crecieron sin televisor en casa, aunque podían ver uno que otro programa infantil en casa de los vecinos. Por contrapartida leían mucho, lo que fue muy bueno para sus estudios. El año 80, por las elecciones, me traje un televisor viejo de casa de mi madre. Después lo lamenté, porque el menor de mis hijos fue menos lector que sus hermanos mayores. Yo no dudo en decir que, en principio, la TV de señal abierta es perjudicial para los niños.

¿Y qué decir del castigo físico? A veces puede ser inevitable, pero cuando los chicos han sido bien entrenados, su uso puede ser sólo ocasional. Yo me traje del Brasil un látigo de gaucho que terminaba en una hoja de cuero duro, que sacaba chispas. Sólo tuve que usarlo un par de veces, y a mí me dolió más creo que a ellos. Cuando el ruido que hacían era excesivo –que para los visitantes de la casa era insoportable- me bastaba con pegar un latigazo con todas mis fuerzas contra una puerta, para que se restableciera súbitamente el orden y guardaran silencio. Nadie se movía. Sabían que dolía y eso bastaba.

Para que el niño aprenda a obedecer es muy importante que los padres estén siempre de acuerdo, que no les diga uno una cosa, y el otro, otra. Porque, de lo contrario, no sabrán a quién obedecer y se quedarán desconcertados.

Si los padres no están de acuerdo respecto de las reglas que hay que imponer a sus hijos, no deben ponerse a discutir delante de ellos. Eso les afecta mucho más de lo que los adultos pueden imaginar.

Los padres deben ventilar sus diferencias en privado y en silencio. Escuchar a sus padres discutir produce angustia en los niños, que cuando es provocada con frecuencia, se puede convertir en ansiedad crónica. Muchas neurosis de los adultos provienen de angustias repetidas sufridas de niño y provocadas por los padres.

Esto me lleva al tema de relaciones conyugales. El amor de sus padres hace felices a los hijos y contribuye poderosamente a su equilibrio emocional. Los niños intuitivamente sienten cuando los padres gozan amándose. La felicidad de los padres, la armonía que hay entre ellos, crea en el hogar un ambiente de paz que les es muy beneficioso. Yo iría hasta decir que a causa de sus hijos, los padres tienen la obligación de amarse y ser felices.

En cambio, la infelicidad de los padres y ser testigos de sus discusiones y peleas constantes, les hace mucho daño; los entristece y los vuelve inseguros.

Por ese motivo es muy importante que los padres se traten siempre entre sí con cortesía, amablemente, sin dureza, y que traten de la misma manera a sus hijos.

Así como los padres deben respetarse mutuamente, los niños deben también ser tratados con respeto. Si tú has de ser maleducado o malgeniado, sélo fuera de tu casa, no adentro. Reserva tus mejores modales para tu hogar, no al revés. Así enseñarás automáticamente a tus hijos a ser bien educados. Aprenderán las buenas maneras de sus padres.

Esto me lleva a tocar un tema que tiene que hacer inevitablemente con el presupuesto de la familia, y es el número de hijos que deben engendrar los padres. Soy consciente de que éste es un asunto controvertido.

Pero antes de abordarlo quiero recordar lo que la Biblia dice al respecto: “He aquí, herencia de Jehová son los hijos; cosa de estima el fruto del vientre. Como saetas en mano del valiente, así son los hijos habidos en la juventud. Bienaventurado el hombre que llenó su aljaba de ellos; no será avergonzado cuando hablare con los enemigos en la puerta.” (Sal 127:3-5)
Otro salmo dice: “Tu mujer será como vid que lleva fruto a los lados de tu casa; tus hijos como brotes de olivo alrededor de tu mesa. He aquí cómo será bendecido el hombre que teme a Jehová.” Sal 28:3,4.


No conozco ningún pasaje de la Biblia que recomiende no tener hijos, o limitarlos. Más bien tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento bendicen la fecundidad de la mujer. Notémoslo: Las familias numerosas y unidas son la fortaleza de los pueblos.


Es un hecho histórico que conviene recordar, que uno de los factores que ayudaron a la expansión del cristianismo en los primeros siglos fue que los hogares cristianos tenían muchos hijos, comparado con los paganos que, por egoísmo, evitaban tenerlos.

El dicho conocido de que todo hijo que nace viene con su pan bajo el brazo, no figura en la Biblia, pero tiene un firme sustento bíblico.

Alguno quizá objete: Puede ser que el hijo venga con un pan bajo el brazo, pero no viene con la pensión escolar de regalo.

Es cierto, los tiempos han cambiado. El costo de la educación ha subido mucho desde los años noventa (3) y, lamentablemente, ya no se puede confiar en la educación escolar gratuita que ofrece el estado.

Sin embargo, pese a esos factores que impone la realidad yo, como alguien que tuvo nueve hijos y que no se arrepiente de ello, sigo creyendo que los padres deben estar abiertos al don de la fecundidad y tener todos los hijos que les sea posible tener o, como se decía antes, que Dios les mande.

Si los esposos cristianos hacen uso de los medios anticonceptivos químicos para limitar el número de sus hijos, deben ser conscientes de que ellos están empleando medios que fueron inventados con miras a facilitar la libertad sexual, y que, de refilón, han contribuido enormemente a la infidelidad conyugal y al divorcio. (4)

Décadas atrás uno de los grandes frenos de la promiscuidad y de la infidelidad era el temor al embarazo. La pastilla anticonceptiva eliminó ese temor, pero dio también lugar a una tremenda disminución de la tasa de natalidad de las naciones europeas que hoy están sufriendo una disminución progresiva de su población. Como consecuencia, para mantener la productividad de sus fábricas que necesitan obreros, recurren a los inmigrantes que, a la vez, por racismo rechazan. Ese hecho está socavando la paz de sus sociedades y entraña serios peligros para su futuro. (5)

El Perú tenía años atrás una tasa de natalidad vigorosa superior al 3%, que permitió que la población creciera rápidamente –¡Recuérdese que población es poder!- Pero en los últimos años ha visto reducir su tasa de natalidad a un nivel bastante inferior, en parte debido a las campañas compulsivas de ligaduras de trompas hechas en la década del 90, y a la difusión de las pastillas del día siguiente y otros métodos anticonceptivos. Actualmente la tasa de natalidad peruana es inferior al 2.5%, pero continúan los esfuerzos de los antinatalistas –financiados desde el extranjero- para que siga disminuyendo (6).

Naturalmente la realidad del costo de la alimentación, de la vivienda y de los colegios no puede ser soslayada. Pero es un hecho que en una familia numerosa los hijos pueden ser educados mejor. Si además hay amor entre los padres, los niños crecen psicológicamente más sanos.
Por eso yo invito a los esposos jóvenes a buscar la guía de Dios en lo que respecta al número de hijos que Él quiere que tengan, del número de hijos que Él quiere que sean bendecidos por la fe en Él que ellos tienen, y a estar abiertos a lo que Él les guíe.


Los padres no pueden nacer de nuevo por sus hijos, pero sí pueden educarlos de tal manera que estén abiertos a la palabra de Dios y estén dispuestos a entregarles su vida a Dios algún día.

Tener una familia numerosa impone ciertamente limitaciones y sacrificios a los esposos, pero ése es un sacrificio que Dios bendice y que retribuye de maneras insospechadas.


Pero ¿de qué serviría que tengan una familia numerosa si los niños crecen indisciplinados y sin temor de Dios? Sepan pues los padres cristianos que su primera obligación con sus hijos, después de alimentarlos, es enseñarles a obedecer.

Notas:

1. Debido a la crisis crónica que aflige a las familias en las clases populares, muchos niños crecen sin padre, lo que contribuye al problema de la indisciplina.
2. Las camas altas pueden ser convenientes para la utilización del espacio (porque tienen cajones debajo del colchón) pero no son adecuadas al tamaño del niño. ¿Qué adulto se sentiría cómodo con una cama cuyo colchón esté a la altura de su pecho?
3. Por culpa de una equivocada ley dada durante la década del 90 las universidades se convirtieron en instituciones de lucro, es decir en un negocio: la negación de lo que es una universidad. A partir de esa ley las pensiones no sólo de la universidades privadas, sino también las de los institutos técnicos empezaron a subir a niveles nunca vistos, que han convertido a la educación superior en una dura carga para los padres.
4. Es oportuno recordar que hasta 1930 todas las iglesias y denominaciones sin excepción se oponían tajantemente a los métodos anticonceptivos artificiales.
5. Para que se mantenga estable el nivel de la población de un país se requiere que la tasa de fecundidad por mujer sea del 2.1%. Por encima de esa tasa la población crece; por debajo, disminuye. Hay países europeos cuya tas de fecundidad femenina es 1.2. En cambio, las familias de los inmigrantes musulmanes tienen numerosos hijos. Eso ha llevado a un conocido líder islámico a predecir que en 50 años Europa será un continente musulmán.
6. No debe confundirse la tasa de fecundidad femenina con la tasa de natalidad. Mientras la primera indica el número de hijos que en promedio tienen las mujeres, la segunda, descontada la tasa de mortalidad, señala el ritmo al cual crece anualmente la población de un país.

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lunes, 1 de marzo de 2010

INVOCACIÓN A LA IGLESIA

Día a día nos conmueven las noticias de asesinatos cometidos en las calles de nuestras ciudades, muchas veces por encargo; y el espectáculo de accidentes irracionales que riegan de sangre nuestras carreteras, mutilando cuerpos, truncando vidas y destrozando familias.

De otro lado, las denuncias de irregularidades cometidas en las más altas esferas judiciales, donde debería prevalecer la justicia, nos impelen a preguntarnos: ¿Qué está pasando en nuestro país? ¿Es éste el país que hemos soñado y que queremos dejar en herencia a nuestros hijos?

¿Qué valor pueden tener las sentencias de un Tribunal Constitucional en que no figura ningún catedrático o abogado constitucionalista de prestigio? No lo hay porque ninguno de los que merecerían formar parte de ese tribunal desea ser miembro de un cuerpo desprestigiado. ¿O qué valor pueden tener las decisiones de un organismo encargado de elegir jueces y fiscales capaces y probos, si ese colegiado está abierto a la influencia corruptora del soborno o de las presiones políticas?

Creo que ha llegado el momento en que la Iglesia se ponga de pie para orar por el imperio de la justicia y de la rectitud en todos los órganos del poder judicial de nuestra patria. Las denuncias de los últimos días ponen en evidencia una falta penosa de ética en las instituciones del estado que deberían dar el ejemplo y que son claves para la marcha ordenada del país.

Esta es una situación que clama al cielo. La palabra de Dios dice que “cuando el impío domina el pueblo gime” (Pr 29:12). ¿Cuántas injusticias se cometen en nombre de la justicia? ¿Cuánto sufrimiento humano y frustraciones son causadas por sentencias injustas? No diremos que eso lo sean todas. Felizmente ha habido algunas famosas que han sido ejemplares. Pero no son la mayoría.

Dios le dijo a Moisés: “Jueces y oficiales pondrás en todas las ciudades que Jehová tu Dios te dará en tus tribus, los cuales juzgarán al pueblo con recto juicio.” (Dt 16:18) ¿Hemos cumplido este mandato que también es para nosotros? Enseguida agregó: “No tuerzas el derecho; no hagas acepción de personas, ni tomes soborno; porque el soborno ciega los ojos de los sabios, y pervierte las palabras de los justos.” (v. 19). Esas palabras son letra muerta en muchas instancias de nuestra patria que deberían obedecerlas.

Por boca de Isaías Dios acusó: “Tus príncipes prevaricadores y compañeros de ladrones; todos aman el soborno y van tras las recompensas.” (Is 1:23ª) Parece que estuviera hablando del Perú.

En Deuteronomio Dios dijo: “Maldito el que recibiere soborno para quitar la vida al inocente.” (27:25). ¿Puede nuestro pueblo responder “Amén”, como se dice a continuación que hicieron los israelitas? Los sicarios matan y salen libres, y hasta ofrecen sus servicios por Internet. ¿Hasta cuándo vamos a permitirlo sin exigir que se aplique un castigo ejemplarizador? En el Perú somos compasivos con los culpables y crueles con las víctimas.

La Palabra dice que “si el pueblo se humilla y se convierte de sus malos caminos… Dios perdonará sus pecados y sanará la tierra.” (2Cor 7:14). Eso es lo que tenemos que hacer colectivamente como iglesia. Pedirle al Señor que perdone a nuestro país y a sus malas autoridades, y que las aleje y nos dé en su lugar pastores conforme a su corazón. Pastores sí, porque eso es lo que son las personas que Dios pone al frente de un pueblo para gobernarlo.

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EL MACHISMO

El machismo es una perversión del espíritu viril inspirada por el maligno que actúa en la sociedad para degradar al hombre al nivel de la bestia, y para atacar a la dignidad de la mujer como criatura de Dios; para rebajarla a la condición de mero objeto sexual, y para destruir esa base de la familia que es la fidelidad mutua.

El hombre supuestamente macho es en muchísimos casos en realidad un cobarde incapaz de asumir sus responsabilidades ante la mujer que sedujo, y ante los hijos que desaprensivamente engendró en ella. Cuando la carga económica empieza a hacerse pesada, o la lozanía de la juventud se marchita, abandona a la pobre ilusa a su suerte para que ella se las arregle como pueda. O, en otros casos, si sus medios económicos se lo permiten, pretende sostener dos o más hogares a la vez (En algunas ciudades del Norte los llaman "canales", porque si se aburre en uno se pasa al otro).

Lo triste es que la sociedad alienta este tipo de conductas otorgando una aureola de conquistador al hombre que pasa de un lecho a otro, olvidando que es en los hogares quebrados, o irregulares, o abandonados por el padre, en donde crecen los desadaptados, los drogadictos, los delincuentes y los terroristas. La sociedad, pues, incuba alegremente su propio azote.

Lo verdaderamente varonil en el hombre no consiste en despertar ilusiones en una mujer deseosa de cariño o de apoyo, para luego defraudarla, o en abusar de ella, sino en ser capaz de hacer feliz a una mujer a lo largo del tiempo y cumplir con sus deberes de padre. Ser padre no consiste solamente en proveer el pan a los vástagos, o en pagar su colegio sino, sobretodo, en cuidar de su desarrollo moral e intelectual como seres humanos; en proporcionarles el ambiente de un hogar estable que les asegure un desarrollo emocional equilibrado, y les dé confianza en sí mismos; en suministrarles un modelo de conducta que los oriente en la vida. ¿Cuántos padres hay que cumplan esa función a cabalidad?

Los miles de juicios de alimentos que se ventilan en los tribunales del país son testigos de la verdadera cara vergonzosa del machismo: hombres que se esconden, o que tratan de eludir su más elemental obligación económica; mujeres que pugnan por sobrevivir, cargadas de hijos; niños escuálidos, enfermizos, prematuramente tristes.

El fenómeno de los niños abandonados que infestan las grandes ciudades latinoamericanas, dedicados en pandillas al pillaje, a las drogas y a la prostitución infantil es una de las consecuencias más funestas de la irresponsable mentalidad machista que infesta nuestra cultura. Aunque distintas en muchos aspectos, la cultura negra de Norteamérica y la cultura latinoamericana tienen este rasgo en común que las ata a la pobreza: La incapacidad del hombre de asumir las responsabilidades que su virilidad le impone. Y a eso le llaman machismo, cuando deberían llamarlo cobardía.

Nunca he leído una definición del machismo. Supongo que los psicólogos y sociólogos que han estudiado el fenómeno pueden suministrarnos más de una. Líneas más arriba lo definí de paso sin proponérmelo como: "la incapacidad del hombre de asumir las responsabilidades que su virilidad le impone." Pero más que una definición ésa es una descripción de sus efectos.

Intentaré una definición más general y abstracta: "Machismo es la imposición, por cualquier medio, en las esferas familiar y social, de una determinada concepción abusiva de las prerrogativas masculinas."

Como quiera que queramos definirlo, el machismo es lo más opuesto a la hombría, y sus efectos más nocivos se descargan sobre los más débiles: las mujeres con hijos pequeños y los niños mismos (Nota 1). Digo mujeres con hijos pequeños porque la mujer sola, o con hijos mayores, está en mejores condiciones para defenderse.

Es en el campo de la familia en donde el machismo da lugar a una de las deformaciones más perniciosas de nuestra sociedad: los hogares abandonados por el padre y los hogares irregulares. A estos dos fenómenos, tan extendidos en nuestro medio, debemos atribuir, en gran parte, la absoluta falta de moral social y cívica en grandes sectores de nuestra población y de nuestras autoridades –como lo estamos viendo en estos días. (2) Es cierto que existe también una inmoralidad grupal que se propaga por contagio.
Es sabido que la conciencia moral de los niños se forma (o se deforma, pues los niños son por instinto altamente morales) bajo la influencia de los modelos de conducta que su entorno les facilita. El primer entorno de los niños son sus padres y suele ser decisivo.

Aquí, ya la sola ausencia del padre crea un vacío, una carencia. El niño pequeño absorbe la impotencia, la frustración y rebeldía de la madre ante la injusticia de su situación. Esto se agrava cuando el niño empieza a comprender que su padre simplemente abandonó a su madre, o la traicionó; cuando comprueba que el padre se niega a asumir la responsabilidad económica que le corresponde, y que a esa negativa se deben las privaciones que él sufre. No es sorprendente que en esas condiciones el niño, sintiéndose abandonado, transite hacia la adolescencia llevando una carga reprimida de odio y rechazo frente a toda autoridad constituida.

Similarmente perniciosa es la costumbre tan común de mantener, oculta o abiertamente, uno o más hogares paralelos (3). ¿Qué concepto de la moral puede tener el hijo pequeño cuando ve que su padre -a quien en temprana edad todavía admira- engaña a su madre, o lleva una vida doble? ¿O cuando percibe que su madre -la querida oculta- no puede aparecer en público con su padre? O que él no puede llamar "papá” en la calle a su progenitor? Por decirlo así, el niño bebe la deshonestidad, la trampa, la maniobra subrepticia, la desvergüenza, con la leche materna. A ello se agregan las humillaciones, las injusticias, los resentimientos y las rivalidades feroces que esas situaciones con frecuencia originan. ¡Cuántas reivindicaciones de nuestro pasado reciente, cuántas posturas o banderas políticas, tienen como trasfondo este tipo de situaciones!

Las inmoralidades de la vida pública no son sino la proyección, a escala social multiplicada, de las inmoralidades de la vida privada. El que es inmoral en su vida privada lo será también en su vida pública. Es ilusorio pretender corregir la corrupción en el gobierno si no se reforman primero las costumbres individuales. Pero no hay reforma de costumbres sin conversión, sin la transformación del individuo que produce la gracia. Ése es el secreto de nuestra venalidad y de la ineficacia de las campañas contra la corrupción. Persigue corregir los efectos sin tratar con las causas. Pero la única medicina, lo sabemos bien, que puede sanar la causa de esos males es Jesucristo.

Notas: 1. Así como también sobre los hombres física o socialmente desfavorecidos.
2. Nótese que hay una correlación que se retroalimenta entre esos dos factores: población corrupta/autoridades inmorales. Pero lo opuesto es también cierto, y sería deseable que existiera en nuestro caso: población con sólidos principios morales/autoridades insobornables y rectas.
3. Una de las grandes claudicaciones históricas de la Iglesia Católica en nuestro medio es no haber denunciado esta práctica y no haberse opuesto a ella con todos los medios a su alcance. Al guardar silencio se convertía inevitablemente en cómplice porque, como dice el dicho: “El que calla, otorga”. Pero ¿cómo iba a hacerlo si era conocido que los grandes del país y los poderosos tenían hogares paralelos? ¿Cómo iba a mantener relaciones armoniosas con el poder si denunciaba desde el púlpito la vida privada de las cabezas de la economía y del gobierno? Habrían hecho callar a los que se atrevieran a criticarlos. Pero esa es una pobre excusa, porque debió haber denunciado el pecado aun a riesgo de perder privilegios y, si fuere necesario, hasta la vida. La poligamia disfrazada que practican muchos en nuestra sociedad es la mayor responsable de la descomposición moral que la afecta.

Por eso yo quiero aprovechar esta ocasión, aunque parezca inusitado, para mencionar el caso de un sacerdote que sí lo hacía con mucho valor, porque yo he sido testigo. El Padre Petermeyer, que tuvo a su cargo en la década del 50 durante algunos años la parroquia de José Leal en Lince, denunciaba con una franqueza e intensidad que dejaba estupefactos y asustados a sus feligreses, los pecados que los hombres y las mujeres suelen cometer en las áreas sexual y familiar, y los abusos contra el servicio doméstico. Podría pensarse que la dureza de sus palabras alejaría a la gente. Pero no. Más bien ocurría lo contrario. El vigor de su prédica, que la crudeza de su acento tosco alemán hacía más impactante, atraía como moscas a mucha gente. La suya era una verdadera voz profética que hablaba a la conciencia de sus oyentes.

La debilidad de muchos púlpitos consiste en que al denunciar el pecado, en lugar de hablar sin miramientos a la conciencia de la gente, como hacía Jesús, se limita a hablarles a su sensibilidad o a su inteligencia, y a usar un lenguaje diplomático. Pero si Jesús hubiera usado un lenguaje diplomático no lo habrían crucificado.

NB. Este artículo fue publicado en la revista “Oiga” en dos partes, hace unos veinte años, bajo el pseudónimo de Joaquín Andariego. Lo he revisado y ampliado para esta impresión.

miércoles, 24 de febrero de 2010

¿PUEDE EL HOMBRE BENDECIR A DIOS?

Quizá más de alguno pensará que la pregunta del título es absurda. Sin embargo, el salmo 34, atribuido al rey David, comienza con las palabras: "Bendeciré al Señor en todo tiempo". (Nota) Es cierto que en la Epístola a los Hebreos se dice que "sin discusión alguna el menor es bendecido por el mayor". (He 7:7) Y así es como Dios, en efecto, bendijo a Abraham, éste a Isaac, Isaac a Jacob y Jacob a sus doce hijos. ¿Cómo puede pues el hombre bendecir a Dios, el menor al que está por encima de todas las cosas? ¿No es ésta una pretensión casi blasfema? No obstante, así cantan muchos salmos conocidos, como, el numero 103, por ejemplo, que empieza: "Bendice alma mía al Señor y todo mi ser bendiga su santo nombre." (v.1) ("todas mis entrañas" se lee en el original). O el salmo 16 donde se dice: "Bendeciré al Señor que me aconseja..." (v.7)

La noción, pues, de que el hombre puede y debe bendecir a Dios no es una anomalía aislada escondida en un solo salmo. ¿Cómo explicárnoslo? La palabra bendecir tiene dos significados principales. Uno es invocar o pronunciar bendición sobre una persona, e incluso, conferirla. Bendición equivale aquí a gracia, favor, prosperidad, longevidad, etc. todas aquellas cosas que solemos llamar "las bendiciones de Dios". Evidentemente bendecir en este sentido lo puede hacer sólo el mayor y nadie puede hacerlo sino en el nombre de Dios, que es la fuente de toda bendición.

Pero "bendecir" significa también "bien-decir", hablar bien de una persona (del griego "eulogeo", de donde viene nuestra palabra "elogio": "eu", bien, y "logeo" hablar). En este sentido bendecir es algo que sí puede hacer el menor al mayor.

El salmista dice que bendecirá al Señor "en todo tiempo". El famoso poema que figura al comienzo del capítulo tercero del libro del Eclesiastés dice que hay un tiempo para cada cosa y que hay tiempos contrastantes en la vida, tiempos de buenas y tiempo de malas; tiempos en que todo va bien y otros en que todo parece salir mal; tiempo de reír y tiempo de llorar; tiempo de destruir y tiempo de edificar; tiempo de callar y tiempo de hablar, etc., y que tenemos que enfrentarnos a cada uno de ellos.

Así pues, según, el salmo que estamos revisando, en todas esas circunstancias sin excepción, tan disímiles y contrarias, es cuando se debe bendecir al Señor. No sólo cuando todo va bien, sino, con mayor razón, cuando todo va mal. Cuando se ríe y cuando se llora, en tiempo de guerra y en tiempo de paz; cuando se está sano y cuando se está enfermo; cuando se tiene dinero y cuando no se tiene; cuando se está bien comido y cuando se padece hambre; cuando se es feliz y cuando se es desgraciado.

Bendecir y alabar a Dios cuando la vida nos sonríe es fácil, pero alabarlo y agradecerle cuando pasamos por días oscuros puede parecer locura a algunos y algunos, en efecto, maldicen al Señor en esas circunstancias. Lo hacen de maneras muy diversas. Lo hacen cuando dicen, por ejemplo: ¿Cómo es posible que Dios permita que me ocurra esto? Si Dios existe, o si Dios es bueno, ¿cómo es posible que haya tanto sufrimiento en la tierra? O simplemente cuando exclaman: ¡Maldita sea!

Los que tal hacen manifiestan con su actitud que son ignorantes de las cosas de Dios; desconocen que, aunque Dios es misericordioso, Él es también justo y que, siendo libre, el hombre debe experimentar las consecuencias de sus actos. Desconocen que Dios puede tener un propósito en mente aun para aquellos acontecimientos que para nosotros son amargos, y que "todas las cosas colaboran para el bien de los que aman a Dios." (Romanos 8:28).

Ciertamente hay muchos acontecimientos trágicos para los cuales no tenemos explicación alguna, pero, ¿conoce el hombre todas las cosas? Si hay tantos hechos naturales para los cuales no tiene explicación, ¿cómo puede el hombre pretender comprender cómo se teje la urdimbre de las causalidades humanas y cuáles son todos los factores que intervienen o que generan los acontecimientos?

En el plano personal hay momentos de prueba y momentos de recompensa. Tiempos de arar, barbechar y sembrar, que suelen ser arduos, y tiempos de cosechar, que suelen ser alegres. Si no hubiera los primeros tampoco habría los segundos. ¿Y agradeceremos a Dios sólo por la cosecha, mas no por la siembra?

Es en las etapas de prueba cuando más se debe alabar a Dios, porque hacerlo en esas circunstancias es expresar nuestra seguridad de que a la prueba seguirá el triunfo, con tanta certidumbre como que a la noche sigue el día. Bendecir al Señor en los momentos difíciles es expresar nuestra confianza en Él. Maldecirlo (esto es, hablar mal, renegar de Él) es declarar que no creemos en Él, que no creemos en su fidelidad o en su omnipotencia; que estamos convencidos de que sólo merecemos lo bueno. El engreído, el que no reconoce cuánto necesita ser corregido, es quien reniega de Dios cuando las cosas le son contrarias. Pero el que bendice a Dios en los momentos de prueba sabe que Dios, como un padre amante, corrige al hijo que ama y lo disciplina, y que, al hacerlo le muestra su amor.

Más aun, el que ama a Dios aprovecha esos tiempos para examinarse y ver qué cosa hay en él que necesita ser corregido, qué error puede haber cometido que le ha traído dificultades, si no habrá ocasionado él mismo con sus actos lo que ahora lo aflige. El que sabe aprovechar las lecciones de la vida es sabio. Pueblos sabios son también los que aprenden las lecciones que su propia historia les prodiga. Pero nosotros parece que aun no hemos llegado a esa etapa y caemos una y otra vez en el mismo error.

La línea siguiente del salmo dice así: "Su alabanza estará de continuo en mi boca." De continuo, esto es, constantemente, sin cesar. En toda hora del día mi alma alabará y bendecirá al Señor. El que así vive "andará a la luz de Su rostro" (Salmo 89:15), y vivirá continuamente en la presencia de Dios. Es conciente de que Dios le mira todo el tiempo y que observa todos sus actos. Sabe también que Dios le cuida y que nada malo puede sucederle.

¿Nada malo? ¿No vemos acaso a cada rato cómo gente buena e inocente es asesinada sin piedad y cómo los atentados alcanzan a gente que nada tiene que hacer con los objetivos que los dementes tratan de destruir?

En estos tiempos riesgosos, en que nadie puede considerarse libre de peligro, vivir en la presencia de Dios es la mejor seguridad, la mejor arma. Mucha gente, muchas empresas gastan pequeñas fortunas en comprar equipos de seguridad para sus casas y fábricas, en contratar "guachimanes" y guardaespaldas, en adquirir automóviles blindados y armas. Si ellos supieran que Dios ha prometido en su palabra que "el ángel del Señor acampa en torno de los que le temen y los salva", (Sal 34:7) se ahorrarían enormes gastos y vivirían con menos temor de ser secuestrados, o de ser víctimas de atentados.

Mucha gente inocente ha caído víctima de balas asesinas. Es cierto. Pero ¿cuántos de ellos, incluso cristianos, saben que Dios nos ha dado su palabra para aferrarnos a ella y que Dios no miente? Al que "vive al amparo del Altísimo y mora a la sombra del Todopoderoso" se le ha dicho "caerán a tu lado mil y a tu derecha diez mil, pero a ti no te tocará". (Sal 91:7). Esa es una promesa de Dios. ¿No te basta esa palabra? ¿Crees que es sólo poesía? Si eso piensas, para ti lo será. Si estás dispuesto a poner tu confianza en Dios, que "no es hombre para que mienta" (Nm 23:19), Él "ordenará a sus ángeles que te guarden en todos tus caminos y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece en piedra". (Sal 91:11,12).

¡Qué daño le han hecho a los creyentes los que -envueltos en ropaje eclesiástico y desde una cátedra de teología o desde el púlpito- le han dicho que las palabras de la Biblia deben entenderse sólo metafóricamente, no literalmente; que son sólo poesía arcaica de un pueblo de mentalidad mágica, precientífica! ¡Que Dios no hace milagros y que las narraciones antiguas deben ser desmitificadas para ser comprendidas! ¡Que las Escrituras no son realmente lo que Jesús dice de ellas, esto es, palabra de Dios, sino mera palabra humana! De esa forma le han robado al pueblo sus mejores armas, le han quitado la lámpara que alumbra sus pies, le han privado de la antorcha que ilumina su camino, le han dejado desguarnecido e inerme ante las asechanzas del enemigo.

Pese a ello yo bendeciré al Señor en todo tiempo, sabiendo que su palabra es verdadera y que Dios nunca miente.

Nota: La palabra hebrea "baraq" tiene dos sentidos básicos: arrodillarse y bendecir. Pero también puede significar, según el contexto, ser bendecido, alabar, adorar, invocar, pedir una bendición, saludar, e, incluso, eufemísticamente, maldecir.
Eulogeo aparece en Lc 1:64; 2:28 y St 3:9. Eulogetòs traducido como “bendito” aparece en Lc 1:68: Rm 1:25; 9:5; 2Cor 1:3; Ef 1:3; 1P 1:3. Makarios, que es el verbo que Jesús emplea en las bienaventuranzas, figura en el Nuevo Testamento cuando el hombre bendice a Dios sólo en 1Tm 1:11 y 6:15.

NB. Este artículo fue publicado por primera en la revista “Oiga” bajo el pseudónimo de “Joaquín Andariego”, con que yo firmaba mi columna “El Evangelio y Nosotros”. Lo he revisado y completado para esta ocasión.

#614 (14.02.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

martes, 16 de febrero de 2010

LA VERACIDAD DE LAS PALABRAS Y EL CUMPLIMIENTO DE LO OFRECIDO

Uno de los signos que mejor nos permiten apreciar la madurez que ha alcanzado un cristiano es la veracidad de sus palabras. ¿Dice siempre la verdad sin desfigurarla, o se permite pequeñas libertades al narrar algo? ¿Cumple siempre lo que promete? ¿Acude puntualmente a sus citas? ¿No se le escapan algunas mentirillas blancas para justificarse? Esas son pequeñas señales con las que nosotros damos a conocer a los demás el grado de nuestra adhesión a la verdad, la consistente o deficiente integridad de nuestro carácter.

Haciendo un esfuerzo de imaginación ¿podríamos imaginar a Jesús diciendo una pequeña mentira para salir del paso? Si sus discípulos lo descubrieran con las manos en la masa mintiendo ¿seguirían creyendo en Él? Si Jesús hubiera mentido tan sólo una vez no existiría el Cristianismo, porque nadie habría querido seguirle a riesgo de su vida ni habría muerto por Él. La confiabilidad de una persona depende de la confiabilidad de sus palabras.

Pero no necesitamos hacer ningún esfuerzo imaginativo para visualizar a un creyente mintiendo, porque nuestra experiencia nos ha enseñado que los cristianos también mienten, en algunos casos con tanta o mayor frecuencia que cualquier incrédulo. La mentira está en el ambiente, forma parte de nuestra cultura peruana y los cristianos no nos hemos podido librar de ese mal hábito que contamina a nuestra sociedad.

Sin embargo, si hemos de ser discípulos de Aquel que dijo de sí mismo: "Yo soy la verdad..." (Jn 14:6) no podemos ser menos veraces que nuestro modelo. Por eso tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento condenan la mentira.

El apóstol Pablo escribe en Efesios: "Desechando la mentira (es decir, descartándola, ni siquiera tocándola), hablad verdad unos con otros" (4:25), citando Zc 8:16 (“Hablad verdad cada cual con su prójimo…”). ¿Qué razón hay para insistir en ello? "...porque somos miembros los unos de los otros", miembros de un mismo cuerpo.

Sabemos por la biología que los miembros del cuerpo están interrelacionados y actúan coordinadamente, intercambiando señales -químicas y de otro tipo- sobre su funcionamiento. ¿Sería posible que un miembro mande señales falsas, mentirosas a otro? No, no es posible: las células no son hombres para que mientan. Pero podría ocurrir que un miembro del cuerpo se malogre, que esté enfermo y que envíe señales equivocadas a otros miembros. En esos casos todo el organismo puede trastornarse. La capacidad del organismo para mantener la salud -es decir, sus defensas naturales- son superadas por los agresores y no pueden corregir al órgano que anda mal. El cuerpo entero sufre y se enferma.

Cuando en el cuerpo de Cristo un miembro manda una señal equivocada, o peor, falsa, a otro, todo el cuerpo sufre, se produce confusión. Aquí pues, Pablo nos da una de las razones más poderosas para la veracidad: la salud del cuerpo de Cristo, de la Iglesia, está en juego. La mentira, la hipocresía, le hacen mucho daño, y más aun, la calumnia .

En la epístola a los Colosenses Pablo repite el mismo consejo en otros términos: "No os mintáis unos a otros..." (3:9). Eso pertenece al viejo hombre, del que ya os habéis despojado para vestiros del nuevo. La mentira es cosa del reino de las tinieblas, de su príncipe que, como dijo Jesús, es el padre de la mentira (Jn 8:44).

Si realmente hemos abandonado ese reino, no podemos mentir.

Mentir equivale a retroceder, a volver atrás al reino que hemos dejado. Por lo mismo, no podemos faltar a las citas a las que nos hemos comprometido ni podemos llegar tarde, pues si lo hacemos habremos mentido a la persona a la que aseguramos que llegaríamos a tal o cual hora. No sólo le mentimos, sino que también le robamos el tiempo que perdió esperándonos, sin que podamos sacar ningún provecho de ello, porque nadie puede utilizar el tiempo que hizo perder a otro. El tiempo es intransferible.

Pero hay más: Si mentimos, aunque sea ocasionalmente, o peor, si mentimos regularmente, no podemos crecer espiritualmente hasta el conocimiento pleno de la verdad (Col 3:10), porque la estaríamos negando en los hechos. El que miente hace las obras de su padre, el diablo (Jn 8:44). No podemos tener comunión con el diablo, mintiendo, y, a la vez, tener comunión con Cristo. Es algo incompatible. Él es la verdad, vino a “dar testimonio de la verdad” (Jn 18:37). ¿Cómo puedo yo ser su discípulo si miento, si doy testimonio de la mentira? Creo que no hemos llegado a comprender plenamente la seriedad del pecado de la mentira.

Jesús dijo: "Sea vuestro hablar sí, sí; no, no, porque lo que es más de esto, del mal procede" (Mt 5:37); y más tarde lo repetirá Santiago (5:12). Todo lo que agregamos para dar fiabilidad a nuestras palabras procede del diablo, porque el juramento parece excusar que mintamos cuando no juramos. Esa es la trampa del juramento que Jesús rechazó: Si no juro al decir algo, me está permitido mentir, aunque sea un poquito.

Pero Jesús nos está diciendo: nunca puedes mentir. ¿Que cosa es mentir? Faltar a la verdad. Es decir, negar la verdad, torcerla, desfigurarla, disimularla, ocultarla, herirla afirmando como verdadero lo que no lo es. ¿Cómo podría un discípulo de la Verdad, torcerla, negarla, herirla sin negar a su Maestro?

A veces, sin llegar a jurar, para confirmar la verdad de lo que decimos, en vista de que el otro duda, decimos: “Te doy mi palabra de honor”, con lo cual garantizamos la verdad de lo dicho. Pero toda palabra de un cristiano es palabra de honor, compromete su honor, porque toda palabra emitida nos compromete ante Dios que la escucha. Pero no sólo compromete nuestro honor, sino también el honor de Dios de quien nos declaramos hijos, así como todo acto indigno de un hijo deshonra a su padre.

¿Habías pensado alguna vez en eso? El que miente pierde su honor. En consecuencia, carece de honor, esto es, de honra. El que no tiene honra no es "honrado"; no puede recibir honra de los demás, que es lo que ser "honrado" significa: recibir honor. No merece honor ni honra (Nota 1). Pero el que no es honrado no es honesto, como bien sabemos, porque son palabras sinónimas. Es decir, es un deshonesto, capaz de cualquier acto doloso. Por eso decimos que el que puede mentir, puede también robar. Y, de hecho, el que miente calumniando, roba la honra de otros.

De ahí la importancia que tiene el que el hombre público no mienta. Si miente, pierde autoridad, pierde cara, ya que el pueblo necesita confiar en sus autoridades. Porque ¿cómo confiarán en un mentiroso? La mentira es síntoma de una grave deficiencia de carácter que podría llevarlo fácilmente a robar.

En el salmo 15 se describe al hombre íntegro como al que "aun jurando en daño suyo, no por eso cambia" (v. 4c). Esto es, ni aun en el caso de que cumplir con un compromiso lo perjudique, deja por eso de cumplirlo. El hombre justo, el hombre íntegro, no puede faltar a su palabra, aun si no le conviene cumplirla. Está atado por ella.

En el Antiguo Testamento hay dos ejemplos clásicos de lo que expresa este salmo. Uno es el caso del pueblo de Israel en plena conquista de la Tierra Prometida que, por no consultar con Dios, le creyó a los gabaonitas e hicieron pacto con ellos de respetar sus vidas, a pesar de que Dios les había ordenado que no perdonaran la vida de ninguno de los habitantes de la tierra que iban a conquistar. Cuando se dieron cuenta de que habían sido engañados, ya no pudieron dar marcha atrás: habían comprometido su palabra y tuvieron que cumplirla, mal que les pesara (Jos 9).

El otro caso es el juramento que precipitadamente pronunció Jefta de sacrificar al Señor al primero que saliera de su casa a recibirlo, si Dios le daba victoria sobre sus enemigos. Él pensaba naturalmente que el que primero vendría sería, según la costumbre que tenía, su mascota, su perrito, pero resultó ser su hija. Y cuando la vio, rasgando sus vestidos, le dijo que ya no podía retirar la palabra dada a Dios. ¿Y qué le contestó ella, aunque le costaba la vida? "Si le has dado palabra al Señor, haz de mí conforme a lo que prometiste". (Jc 11:30-36). (2).

Estos episodios están allí, entre otras razones, para enseñarnos la importancia que tiene cumplir la palabra dada. En ambos casos se derivan grandes perjuicios para el que empeñó su palabra -en el segundo, en verdad, toda una tragedia. Pero los hombres fieles al Señor no pueden dejar de cumplir lo dicho. La palabra empeñada es sagrada. Así lo entendían los israelitas, para quienes la palabra era un contrato. Así lo entienden también algunos pueblos no cristianos, que en eso nos dan ejemplo, para vergüenza nuestra.

En el libro de Números leemos: "Cuando alguno hiciere voto al Señor, o hiciere juramento ligando su alma con obligación, no quebrantará su palabra; hará conforme a todo lo que salió de su boca." (30:2). ¡Cómo esta palabra nos acusa! "Hará conforme a todo lo que salió de su boca". ¿Quiénes son los que pueden decir sinceramente que cumplen esa orden del Señor?

Ese pasaje habla del cumplimiento de los votos. ¿Qué es un voto? Una promesa hecha al Señor. El que ha pronunciado juramento ha ligado su alma. Ya no es libre. Por eso dice Proverbios: "es un lazo, una trampa, para el hombre hacer (precipitadamente) un voto y después de hecho, reflexionar" (20:25). Una vez hecho ya es tarde. Mejor sería que reflexione primero y después hable. El hombre íntegro no se apresura a pronunciar palabra que lo comprometa, sino que la medita primero pausadamente; no vaya a ser que después tenga ocasión de arrepentirse de haber abierto su boca.

Dios dijo: "Sed santos porque yo soy santo" (Lv 11:45; 1P 1:16). Dios no puede mentir porque Él es la verdad misma. Si mintiera no sería Dios. Entonces ¿cómo puede mentir el que quiera ser santo como Dios le manda?

Notas (1) No obstante, el mundo honra a los mentirosos, los encumbra, los halaga. Se diría que mentir es una condición necesaria para tener éxito.

(2) Hoy hay una tendencia a desvirtuar el desenlace trágico de ese episodio, porque no figura en el texto la muerte de la hija y hiere nuestra sensibilidad, que no concibe un sacrificio humano. Pero esos eran otros tiempos y todo el contexto indica que Jefta cumplió su juramento.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a hacer una sencilla oración como la que sigue, entregándole a Jesús tu vida:

“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo y quiero recibirlo. Yo me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, y entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”


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domingo, 14 de febrero de 2010

¿PUEDE EL HOMBRE BENDECIR A DIOS?

Quizá más de alguno pensará que la pregunta del título es absurda. Sin embargo, el salmo 34, atribuido al rey David, comienza con las palabras: "Bendeciré al Señor en todo tiempo". (Nota) Es cierto que en la Epístola a los Hebreos se dice que "sin discusión alguna el menor es bendecido por el mayor". (He 7:7) Y así es como Dios, en efecto, bendijo a Abraham, éste a Isaac, Isaac a Jacob y Jacob a sus doce hijos. ¿Cómo puede pues el hombre bendecir a Dios, el menor al que está por encima de todas las cosas? ¿No es ésta una pretensión casi blasfema? No obstante, así cantan muchos salmos conocidos, como, el numero 103, por ejemplo, que empieza: "Bendice alma mía al Señor y todo mi ser bendiga su santo nombre." (v.1) ("todas mis entrañas" se lee en el original). O el salmo 16 donde se dice: "Bendeciré al Señor que me aconseja..." (v.7)

La noción, pues, de que el hombre puede y debe bendecir a Dios no es una anomalía aislada escondida en un solo salmo. ¿Cómo explicárnoslo? La palabra bendecir tiene dos significados principales. Uno es invocar o pronunciar bendición sobre una persona, e incluso, conferirla. Bendición equivale aquí a gracia, favor, prosperidad, longevidad, etc. todas aquellas cosas que solemos llamar "las bendiciones de Dios". Evidentemente bendecir en este sentido lo puede hacer sólo el mayor y nadie puede hacerlo sino en el nombre de Dios, que es la fuente de toda bendición.

Pero "bendecir" significa también "bien-decir", hablar bien de una persona (del griego "eulogeo", de donde viene nuestra palabra "elogio": "eu", bien, y "logeo" hablar). En este sentido bendecir es algo que sí puede hacer el menor al mayor.

El salmista dice que bendecirá al Señor "en todo tiempo". El famoso poema que figura al comienzo del capítulo tercero del libro del Eclesiastés dice que hay un tiempo para cada cosa y que hay tiempos contrastantes en la vida, tiempos de buenas y tiempo de malas; tiempos en que todo va bien y otros en que todo parece salir mal; tiempo de reír y tiempo de llorar; tiempo de destruir y tiempo de edificar; tiempo de callar y tiempo de hablar, etc., y que tenemos que enfrentarnos a cada uno de ellos.

Así pues, según, el salmo que estamos revisando, en todas esas circunstancias sin excepción, tan disímiles y contrarias, es cuando se debe bendecir al Señor. No sólo cuando todo va bien, sino, con mayor razón, cuando todo va mal. Cuando se ríe y cuando se llora, en tiempo de guerra y en tiempo de paz; cuando se está sano y cuando se está enfermo; cuando se tiene dinero y cuando no se tiene; cuando se está bien comido y cuando se padece hambre; cuando se es feliz y cuando se es desgraciado.

Bendecir y alabar a Dios cuando la vida nos sonríe es fácil, pero alabarlo y agradecerle cuando pasamos por días oscuros puede parecer locura a algunos y algunos, en efecto, maldicen al Señor en esas circunstancias. Lo hacen de maneras muy diversas. Lo hacen cuando dicen, por ejemplo: ¿Cómo es posible que Dios permita que me ocurra esto? Si Dios existe, o si Dios es bueno, ¿cómo es posible que haya tanto sufrimiento en la tierra? O simplemente cuando exclaman: ¡Maldita sea!

Los que tal hacen manifiestan con su actitud que son ignorantes de las cosas de Dios; desconocen que, aunque Dios es misericordioso, Él es también justo y que, siendo libre, el hombre debe experimentar las consecuencias de sus actos. Desconocen que Dios puede tener un propósito en mente aun para aquellos acontecimientos que para nosotros son amargos, y que "todas las cosas colaboran para el bien de los que aman a Dios." (Romanos 8:28).

Ciertamente hay muchos acontecimientos trágicos para los cuales no tenemos explicación alguna, pero, ¿conoce el hombre todas las cosas? Si hay tantos hechos naturales para los cuales no tiene explicación, ¿cómo puede el hombre pretender comprender cómo se teje la urdimbre de las causalidades humanas y cuáles son todos los factores que intervienen o que generan los acontecimientos?

En el plano personal hay momentos de prueba y momentos de recompensa. Tiempos de arar, barbechar y sembrar, que suelen ser arduos, y tiempos de cosechar, que suelen ser alegres. Si no hubiera los primeros tampoco habría los segundos. ¿Y agradeceremos a Dios sólo por la cosecha, mas no por la siembra?

Es en las etapas de prueba cuando más se debe alabar a Dios, porque hacerlo en esas circunstancias es expresar nuestra seguridad de que a la prueba seguirá el triunfo, con tanta certidumbre como que a la noche sigue el día. Bendecir al Señor en los momentos difíciles es expresar nuestra confianza en Él. Maldecirlo (esto es, hablar mal, renegar de Él) es declarar que no creemos en Él, que no creemos en su fidelidad o en su omnipotencia; que estamos convencidos de que sólo merecemos lo bueno. El engreído, el que no reconoce cuánto necesita ser corregido, es quien reniega de Dios cuando las cosas le son contrarias. Pero el que bendice a Dios en los momentos de prueba sabe que Dios, como un padre amante, corrige al hijo que ama y lo disciplina, y que, al hacerlo le muestra su amor.

Más aun, el que ama a Dios aprovecha esos tiempos para examinarse y ver qué cosa hay en él que necesita ser corregido, qué error puede haber cometido que le ha traído dificultades, si no habrá ocasionado él mismo con sus actos lo que ahora lo aflige. El que sabe aprovechar las lecciones de la vida es sabio. Pueblos sabios son también los que aprenden las lecciones que su propia historia les prodiga. Pero nosotros parece que aun no hemos llegado a esa etapa y caemos una y otra vez en el mismo error.

La línea siguiente del salmo dice así: "Su alabanza estará de continuo en mi boca." De continuo, esto es, constantemente, sin cesar. En toda hora del día mi alma alabará y bendecirá al Señor. El que así vive "andará a la luz de Su rostro" (Salmo 89:15), y vivirá continuamente en la presencia de Dios. Es conciente de que Dios le mira todo el tiempo y que observa todos sus actos. Sabe también que Dios le cuida y que nada malo puede sucederle.

¿Nada malo? ¿No vemos acaso a cada rato cómo gente buena e inocente es asesinada sin piedad y cómo los atentados alcanzan a gente que nada tiene que hacer con los objetivos que los dementes tratan de destruir?

En estos tiempos riesgosos, en que nadie puede considerarse libre de peligro, vivir en la presencia de Dios es la mejor seguridad, la mejor arma. Mucha gente, muchas empresas gastan pequeñas fortunas en comprar equipos de seguridad para sus casas y fábricas, en contratar "guachimanes" y guardaespaldas, en adquirir automóviles blindados y armas. Si ellos supieran que Dios ha prometido en su palabra que "el ángel del Señor acampa en torno de los que le temen y los salva", (Sal 34:7) se ahorrarían enormes gastos y vivirían con menos temor de ser secuestrados, o de ser víctimas de atentados.

Mucha gente inocente ha caído víctima de balas asesinas. Es cierto. Pero ¿cuántos de ellos, incluso cristianos, saben que Dios nos ha dado su palabra para aferrarnos a ella y que Dios no miente? Al que "vive al amparo del Altísimo y mora a la sombra del Todopoderoso" se le ha dicho "caerán a tu lado mil y a tu derecha diez mil, pero a ti no te tocará". (Sal 91:7). Esa es una promesa de Dios. ¿No te basta esa palabra? ¿Crees que es sólo poesía? Si eso piensas, para ti lo será. Si estás dispuesto a poner tu confianza en Dios, que "no es hombre para que mienta" (Nm 23:19), Él "ordenará a sus ángeles que te guarden en todos tus caminos y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece en piedra". (Sal 91:11,12).

¡Qué daño le han hecho a los creyentes los que -envueltos en ropaje eclesiástico y desde una cátedra de teología o desde el púlpito- le han dicho que las palabras de la Biblia deben entenderse sólo metafóricamente, no literalmente; que son sólo poesía arcaica de un pueblo de mentalidad mágica, precientífica! ¡Que Dios no hace milagros y que las narraciones antiguas deben ser desmitificadas para ser comprendidas! ¡Que las Escrituras no son realmente lo que Jesús dice de ellas, esto es, palabra de Dios, sino mera palabra humana! De esa forma le han robado al pueblo sus mejores armas, le han quitado la lámpara que alumbra sus pies, le han privado de la antorcha que ilumina su camino, le han dejado desguarnecido e inerme ante las asechanzas del enemigo.

Pese a ello yo bendeciré al Señor en todo tiempo, sabiendo que su palabra es verdadera y que Dios nunca miente.

Nota: La palabra hebrea "baraq" tiene dos sentidos básicos: arrodillarse y bendecir. Pero también puede significar, según el contexto, ser bendecido, alabar, adorar, invocar, pedir una bendición, saludar, e, incluso, eufemísticamente, maldecir.

Eulogeo aparece en Lc 1:64; 2:28 y St 3:9. Eulogetòs traducido como “bendito” aparece en Lc 1:68: Rm 1:25; 9:5; 2Cor 1:3; Ef 1:3; 1P 1:3. Makarios, que es el verbo que Jesús emplea en las bienaventuranzas, figura en el Nuevo Testamento cuando el hombre bendice a Dios sólo en 1Tm 1:11 y 6:15).

NB. Este artículo fue publicado por primera vez en la revista “Oiga” bajo el pseudónimo de “Joaquín Andariego”, con que yo firmaba mi columna “El Evangelio y Nosotros”. Lo he revisado y completado para esta ocasión.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a hacer una sencilla oración como la que sigue, entregándole a Jesús tu vida:

“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo y quiero recibirlo. Yo me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, y entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

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jueves, 11 de febrero de 2010

LA SAMARITANA II

Este segundo artículo sobre la samaritana está también basado en una charla radial que a su vez estaba basada en la prédica del Ps. John Osteen mencionada la semana pasada. En este caso, sin embargo, mi contribución personal es mayor que en el primer artículo.

En la charla anterior hablamos de cómo Jesús, atravesando Samaria, encontró junto al pozo de Jacob, en el pueblo de Sicar, a una mujer que había ido a sacar agua (Jn 4:1-42). Y de cómo Jesús empezó a hablar con ella, pese a que Él era judío y ella samaritana. Vimos cómo Jesús le habló de un agua viva que Él podía darle y que si ella bebía de esa agua nunca volvería a tener sed. Le estaba hablando metafóricamente del agua viva que en otra parte dijo que Él habría de dar a todo aquel que creyera en Él (Jn 7:38).

Y narramos cómo la mujer le dijo: Dame de beber esa agua, y cómo ese pedido encarna la sed que tiene la humanidad de ser salvada del pecado y sus consecuencias. Esa mujer era muy desgraciada, ciertamente. Se había divorciado cinco veces. Yo no sé si ustedes conocen a alguien, hombre o mujer, que se haya divorciado tantas veces y sea feliz. Divorcio es lo mismo que fracaso y nunca ocurre sin que haya sufrimiento de ambas partes y de los hijos. Pero el divorcio para los judíos y los samaritanos era algo mucho peor para una mujer que para un hombre. No era como entre nosotros ahora una sentencia judicial en que uno de los cónyuges, o ambos de común acuerdo, solicitan y que no conlleva deshonra. No. Entonces el divorcio era un estigma para la mujer. De hecho, no se llamaba divorcio, sino repudio. Cuando un hombre quería separarse de su mujer le daba una carta de repudio, esto es, de rechazo. Y eso bastaba para deshacerse de ella. Era una decisión inapelable.

Esta mujer había sido rechazada por cinco maridos sucesivos. No sabemos por qué causa, si por culpa de ella o de los hombres con los que se había casado. Pero lo cierto es que, como consecuencia, ella era mirada como una mujer devaluada, descastada, deshonrada. Y ahora simplemente vivía con un hombre que no era su marido legítimo, quizá porque ya nadie se quería casar con ella. Si alguna vez tuvo algún atractivo físico ya lo había perdido posiblemente. Jesús, aunque nunca la había visto antes, sabía todo eso. Conocía toda su vida. Ella no necesitaba contársela. Pero Él quería tocar su corazón; quería hablarle precisamente de su vida; quería que ella reconociera la condición en que se hallaba. Pero, fíjense, no le reprocha: “Oye ¿Por qué estás viviendo con un hombre que no es tu marido?”. No, no la acusa. Todo lo contrario. La trata con delicadeza, la trata con la cortesía que se debe a una dama. Quizá ya nadie la trataba como a una dama, sino como a una cualquiera. Pero Él no. Él le habla con gentileza. Sabe que ya no está casada, pero le dice: “Llama a tu marido”. No la humilla. Quería que ella reconociera por sí misma su propia condición.

¡Qué distinto es el mundo! ¡Qué distinto se porta la sociedad con los caídos! La sociedad levanta un dedo acusador contra los descarriados; se ensaña con ellos. Jesús sabe cuánto debe haber sufrido esa mujer por haber sido rechazada, abandonada por cinco maridos, uno después de otro. Sabe que ella es infeliz y se compadece de ella.

¡Qué contraste entre los hombres y Dios! Los hombres vemos en el caído lo que es vergonzoso. Dios ve un alma que puede ser salvada. Nosotros vemos a un ser despreciable; Dios ve a alguien que necesita ayuda. Nosotros vemos lo que hay de odioso en él; Dios ve lo que tiene de amable, esto es, digno de ser amado, lo que hay de bueno en él o en ella. ¡Cuán distinto es Dios del mundo!

Y cuando ella se da cuenta de que Él sabe toda su vida, que no hay nada que pueda ocultarle, ella comprende que la persona con quien habla es un ser especial y le dice: Señor, me parece que eres profeta.

Ahí quería llevarla Jesús. Quería que ella reconociera su condición de pecadora y que comprendiera que Él tenía algo decisivo que darle, algo que era mucho más valioso que el agua que se recoge en un balde.

Y eso quiere Jesús también que nosotros hagamos: Quiere que comprendamos que Él sabe todo acerca de nuestras vidas, que no hay nada en nosotros que podamos ocultarle, y que, sea lo que sea lo que nosotros hayamos hecho, Él nos ama a pesar de todo y quiere salvarnos. No ve en nosotros lo que nos avergüenza. Ve la imagen y semejanza de Dios en nuestras almas. Ve el potencial de bien que hay en nosotros. No el mal que hemos hecho.

Esa mujer entonces le dice: Yo sé que ha de venir el Mesías y que cuando Él venga, nos dirá todas las cosas que deseamos saber. Esa mujer de vida desarreglada, que nosotros creeríamos que no tiene ningún pensamiento de Dios, esa mujer espera al Mesías. Espera al Salvador. Ella tiene esa esperanza.

Es que, contrariamente a lo que nosotros solemos suponer, los pecadores, los que están alejados de Dios, no son felices en su situación. Tienen un ansia, quizá inconsciente pero profunda, de algo mejor. Buscan algo que ignoran pero que presienten. Tienen una sed espiritual. Tienen un vacío dentro que sólo Dios puede llenar.

Y a veces lo buscan equivocadamente, lo buscan donde no se halla. Por eso están llenos los locales de las sectas, los conventículos esotéricos. Es gente que busca a Dios donde no se encuentra, pero desean hallarlo.

Y he aquí que entonces sucede algo maravilloso. Sabemos que Jesús ocultó su identidad de Hijo de Dios al mundo hasta el final de su vida pública. A los demonios que sabían quién era Él, les ordenaba que se callaran. No quería que el mundo lo supiera. Pero se revela a ella: El Mesías que tú esperas, soy yo, el que habla contigo. No se reveló a ningún personaje importante, a ningún rey o maestro de la ley. Pero sí se descubre ante esa mujer indigna y humillada, ante esa pecadora.

Recordemos que Él dijo en otro momento: “Yo te alabo Padre, porque escondiste estas cosas de los sabios y entendidos y las has revelado a los pequeños.” (Mt 11:25). A los pobres, a los ignorantes, Él les revela cosas que los sabios ni sospechan.

Él hizo todo un viaje para buscar a esta mujer, porque sabía que ella tenía necesidad de Él, y que ella estaba dispuesta a recibir su ayuda. Así es Jesús. Él sabe que la humanidad tiene necesidad de alivio, tiene necesidad de paz, y Él quiere dárnosla. Por eso Él dijo: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré, yo os haré descansar.” (Mt 11:28).

Y por eso va a buscar a esa mujer en Sicar, desafiando el calor y el camino áspero. Por eso le habla cuando no estaba bien visto que lo hiciera. Por eso va Él a todas partes donde hay un pecador con el corazón dispuesto a escucharlo.

Sí, por eso viene Él a Lima, por eso va Él a Huancayo. Por eso va Él a Arequipa, al Cuzco, a Lurigancho, al penal San Jorge. Por eso va Él a todas partes. Para eso su Espíritu recorre el mundo entero, en busca de pecadores dispuestos a arrepentirse, a ser renovados interiormente, a ser regenerados, a empezar de nuevo.

Para eso vino Él al mundo, para eso se ha quedado entre nosotros hasta el fin de los tiempos. Y todo el que tenga necesidad de Él puede hallarlo.

Esta mujer, que había ido a llenar su cántaro con agua, lo encontró cuando ni siquiera se imaginó que podría hallarlo. ¡Y cómo habrá sido la revelación que ella tuvo cuando Él le dijo: Yo soy el Mesías. ¡Cuál habrá sido su deslumbramiento, que en un impulso súbito, dejó su cántaro de agua y se fue corriendo al pueblo gritando excitada: “Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que yo he hecho! ¿No será el Mesías? ¡Vengan, vengan a ver a este hombre.”! (Jn 4:29).

Y de esa manera, esta mujer pecadora, despreciada, se convierte en la primera predicadora del Evangelio, la primera evangelista, porque dice Juan unos párrafos más abajo que los habitantes de la ciudad creyeron por su palabra. Nadie antes que ella había hablado a las gentes de Jesús. Ella lo hizo incluso antes que Jesús enviara a los 72 discípulos de dos en dos a predicar por los pueblos. Una mujer, y no una santa, fue la primera persona que predicó a Jesús. ¿Se dan cuenta? Y lo hizo sin que Jesús se lo pidiera, aunque Él sabía que lo iba a hacer. Lo hizo porque estaba deslumbrada por su descubrimiento, por la chispa de fe que había prendido en su alma.

Justo cuando ella se fue, los discípulos que habían ido al pueblo a buscar comida regresaron y le dijeron: “Maestro, come.” Pero Él contestó: “Yo tengo una comida de la cual vosotros no sabéis nada.” Y ellos se preguntaron: “¿Le habrá dado alguien de comer?” Pero Él les dijo: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre.” (Jn 4:32-34).

¡Cuán importante era para Jesús hacer la voluntad de su Padre que Él la llama comida! ¡Y dejó todo por cumplirla! Él se alimentaba de hacerla.

¿Cuál era la voluntad de su Padre? Lo que estaba Él haciendo en ese momento: Salvar a la gente extraviada, tocar a los desgraciados, a los afligidos, aliviarlos, sanarlos.

“Yo he venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido, y no son los sanos sino los enfermos los que tienen necesidad de médico.” (Mt 18:11; 9:12).

Y nosotros ¿qué hacemos? ¿Cumplimos la voluntad de nuestro Padre? ¿Es tan importante para nosotros que por cumplirla nos privamos de alimento si fuera necesario? Esa voluntad no ha cambiado. Sigue siendo la misma que hace dos mil años. Y Jesús nos ha mandado a predicar el Evangelio. Él nos ha dado ese mandato. Nos lo ha dado a todos sus discípulos. No sólo a unos cuantos. Nos lo dio a todos. Y nos mandó a sanar enfermos, a expulsar demonios, a buscar y a salvar lo que estaba perdido; a aliviar, como Él había hecho, las necesidades de nuestros semejantes.

A dar de comer al hambriento, como Él lo hizo. A socorrer a las viudas y a los huérfanos; a visitar a los encarcelados. ¿Y qué cosa oiremos en el día del juicio? ¿Venid benditos de mi Padre?, o ¿apartaos de mí, malditos? ¿De qué lado estaremos: a su derecha o a su izquierda?

¿Sustentamos al hambriento, o no lo hicimos? ¿Dimos de beber al sediento, o no lo hicimos? ¿Fuimos a visitar enfermos, o no lo hicimos? Fíjense que no se trata sólo de hambre, o sed o de enfermedades materiales, sino también de carencias espirituales. ¿Hemos aliviado las necesidades de nuestros semejantes? Porque no hay fe que salve si no se manifiesta en obediencia a los mandatos de Jesús. Él lo dijo bien claro: “Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad.”(Mt 7:23).

Y he aquí que mientras Jesús está hablando con sus discípulos viene hacia Él la multitud de los habitantes del pueblo. Y Él comenta con sus discípulos: “Vosotros decís que faltan cuatro meses para la cosecha” porque era finales de marzo o comienzos de abril y faltaban, en efecto, cuatro meses para la siega. Y agrega: “Alzad los ojos y mirad los campos que están blancos para la siega.” Ahora es la cosecha. Esa multitud que viene hacia Él son los campos blancos para la siega. (Jn 4:35).

Esa humanidad necesitada de Dios es el trigo ya maduro que Dios quiere que cosechemos. Ahí está listo para que nosotros lo seguemos. Hoy día. No mañana.

No hay que esperar mejor oportunidad, cuando la ocasión se presenta. Hoy es el día de salvación. Hoy tenemos que hablar al amigo que está en problemas, al hermano que está enfermo, a la madre abandonada que pasa necesidad.

Cuando alguien viene a tocar tu puerta y te pide un pedazo de pan, ahí está la cosecha. Cuando viene alguien a pedirte un favor, un consejo, ahí está la cosecha.

¿Cómo le hablas? ¿Lo despides de mala manera? “Ya, ya ocioso, vete a tocar otra puerta.” ¿O lo acoges y le preguntas: qué necesitas? ¿Te interesas por su problema? ¿Tratas de discernir si es verdad lo que te relata, o si es un cuento? Y si te parece sincero ¿tratas de ayudarlo? Y si te parece que miente ¿no le dices, al menos, que Jesús lo ama y quiere salvarlo?

No nos engañemos. Jesús nos ha dado un mandato y Él nos pedirá cuentas de cómo lo cumplimos: “Porque tuve hambre y me diste de comer, y tuve sed y me diste de beber; estaba desnudo y me vestiste.” (Mt 25:35,36).

¡Ah! ¡Feliz tú si alguna vez lo hiciste! ¡Desgraciado tú si te has negado siempre a hacerlo!

#612 (31.01.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).