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miércoles, 29 de noviembre de 2017

ESDRAS, EL ESCRIBA

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
ESDRAS, EL ESCRIBA I
            Hay libros en la Biblia que son ignorados  por la mayoría de la gente. Hasta su nombre les es desconocido. Sin embargo contienen enseñanzas muy preciosas. Uno de ellos es el pequeño libro de Esdras, que está a continuación de Segunda de Crónicas y que forma con el de Nehemías una unidad, al punto que muchos estudiosos creen que se trata de un solo libro, que fue en algún momento dividido en dos.

            El libro de Esdras es el registro  del cumplimiento glorioso de una promesa de Dios y de cómo Dios pone  en obra todo lo que sea necesario para que su palabra se cumpla. Él había predicho por boca de Jeremías que el pueblo judío sería llevado cautivo a Babilonia a causa de sus infidelidades y de sus maldades, pero había anunciado también que retornaría al cabo de 70 años de cautiverio (Jer 25:11;29:10).
            El libro de Esdras narra cómo se cumplió esa profecía. El libro es parco en los pormenores de ese retorno, pero los detalles que da el texto son suficientes para que podamos visualizar cómo se cumplió en el retorno lo expresado por el Salmo 126: "Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán; irá andando y llorando el que lleva la semilla (del arrepentimiento); regresará con regocijo trayendo sus gavillas (los frutos de justicia)". (v. 5,6).
            Ellos habían partido a Babilonia como esclavos, derrotados; volvieron en triunfo y alegría (“Irán con lloro, mas con misericordia los haré volver, y los haré andar junto a arroyos de agua, por camino derecho en el cual no tropezarán; porque yo soy a Israel por padre, y Efraín es mi primogénito”. Jr 31:9). Salieron diezmados; su número al regresar era 42360 "sin contar sus siervos y siervas, los cuales eran 7327." (Y sin contar mujeres, niños y adolescentes, porque los censos entonces comprendían sólo a los varones adultos. Esdras 2:65). Partieron pobres, volvieron ricos (Es 2:69). Posiblemente habían sido llevados a pie, en cadenas; regresaron montados en caballos, mulas, camellos y asnos (2:66,67). Nabucodonosor se había llevado a Babilonia los tesoros del templo (2R 24:11-13); ellos los trajeron de vuelta (Es 6:5).
            Dios rara vez interviene en la historia por medio de portentos, aunque a veces lo hace. Por lo general interviene a través de seres humanos y de acciones humanas. Es decir, nos usa a nosotros. La Escritura dice que para cumplir su palabra Dios "despertó el espíritu de Ciro, rey de Persia". (Esdras 1:1). En la versión inglesa autorizada de la Biblia (llamada también del rey Jaime) se dice "stirred up", verbo que quiere decir "excitar, conmover, aguijonear el espíritu". Es decir, le puso al rey un impulso interno para realizar los planes que  Él se había propuesto. ¿Cómo es que el rey hizo lo que el Señor quería? El libro de Proverbios dice "Como los repartimientos de las aguas, así está el corazón del rey en la mano del Señor; a todo lo que quiere lo inclina." (Proverbios 21:1). Así como Dios puede hacer que nosotros hagamos lo que Él desea, de igual manera Él puede hacer que los gobernantes cumplan sin saberlo su voluntad, creyendo que hacen que lo que ellos se proponen.
            Pero Dios no sólo actuó a través de Ciro y de Darío (cap. 6), sino que se sirvió también para llevar adelante sus planes de judíos piadosos que habían alcanzado posiciones altas en la corte de Persia. En esa etapa de la historia de Israel se valió de Mardoqueo, de Ester, de Zorobabel, de Esdras y de Nehemías y de muchos otros. Habían sido encumbrados en el mundo por su diligencia ("¿Has visto hombre solícito en su trabajo? Delante de los reyes estará." dice Proverbios 22:29). Si Esdras no hubiera sido diligente en el estudio de las Escrituras (Es 7:6), no habría estado cerca del rey.
            A veces los proyectos de Dios se frustran porque no encuentra creyentes colocados en las altas esferas de la sociedad y del gobierno que le puedan servir de instrumento, porque los creyentes han descuidado ser diligentes en las cosas del mundo. Los creyentes han dejado el mundo de la política y de los negocios en manos de escépticos, o de incrédulos, o peor aún, de impíos, que pueden hacer todo el mal que se proponen porque no hay hombres justos que se les interpongan. Pero Dios tiene necesidad de siervos suyos en todas las capas de la sociedad, inclusive las más altas, porque hay ciertos procesos de su plan que se deciden en la cúspide del poder político y económico.
            Una vez cumplidos los aspectos iniciales del proyecto de Dios para Israel en relación con su retorno del cautiverio, esto es, una vez concluida la reconstrucción del templo y de las murallas de la ciudad, y empezada la restauración del culto y de las fiestas solemnes, Dios tenía necesidad de un hombre que guiara al pueblo elegido en el amor y en el conocimiento de las Escrituras, para que aprendiera a conducirse rectamente delante de sus ojos. Este hombre fue Esdras que "había preparado su corazón para inquirir la ley del Señor y para cumplirla, y para enseñar en Israel sus estatutos y decretos" (7:10).
            Toda persona que desee guiar con corazón sincero al pueblo en el conocimiento de la palabra de Dios, debe sentir ese triple impulso de investigar, cumplir y enseñar. Son tres pasos estrechamente unidos y se implican mutuamente, porque no se puede enseñar lo que no se cumple (salvo hipócritamente) y no se puede cumplir lo que no se conoce bien. Eso es evidente. Al mismo tiempo, el que investiga la palabra de Dios con corazón sincero se verá impulsado a cumplirla, y, si la cumple, la misma palabra lo empujará a enseñarla a otros para que también la cumplan. Pero no será capaz de hacer bien esas tres cosas si no ha preparado su corazón.
            La comprensión que uno alcance de las Escrituras no depende tanto de su cultura, de su erudición o de su inteligencia, cuanto de la intimidad que uno tenga con el autor de las Escrituras. A eso nos referíamos al hablar de preparar el corazón. Así como nos será fácil entender la letra de alguien si estamos acostumbrados a leer sus cartas, de igual manera la letra de los escritos de Dios –que son como una carta que Él nos envía- nos será tanto más comprensible cuanto más la frecuentemos y más cerca estemos de su espíritu: "El que se une al Señor, es un mismo espíritu con El" (1Cor 6:17).
            Depende también del deseo que tengamos de entenderla. Si uno no está interesado en entenderla, si nos es indiferente, difícilmente va a sacar uno algún fruto de su lectura. Pero si nosotros deseamos ardientemente comprender su palabra, Él va  a satisfacer ese deseo iluminando nuestra mente.
            Nuestra relación con el Señor está gobernada por esta ley espiritual: "Acercaos a Dios, y Él se acercará a vosotros", como dice Santiago 4:8. Nosotros gozaremos de tanta intimidad con el Señor cuanto queramos tener. Somos nosotros los que decidimos el grado de nuestra intimidad con Dios. Si nos acercamos un poco a Él, Él se nos acercará un poco. Si nos acercamos mucho, Él se nos acercará  mucho. Depende de cuánto lo busquemos, de cuánto ahínco pongamos en conocerlo. Dios es dócil con los que le son dóciles.
            También depende de cuán grande sea nuestro deseo de obedecer su palabra. Cuánto más la pongamos por obra, más la comprenderemos. Cuanto más la cumplamos, mejor la entenderemos. Aprendemos a comprenderla, haciéndola. Comprender y hacer van, pues, unidos y se refuerzan mutuamente. No se trata de una comprensión intelectual, sino de una comprensión intuitiva interna, del corazón (así como nosotros comprendemos a los seres que amamos sin necesidad de analizarlos), porque si guardamos su palabra Él se manifestará a nosotros, como dijo Jesús: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él.” (Juan 14:21).
            ¿Y de qué manera se manifestará Él al que lo ama y guarda su palabra? Hablándole al corazón (“Porque dulce es la voz tuya” dice el Cantar de los Cantares, 2:14), e iluminando su mente para que pueda conocerlo y comprenderlo mejor.
            La intimidad con Dios es ciertamente una gracia inmerecida, pero en gran medida depende también de nuestra actitud. ¿Quieres conocer íntimamente a Dios? Acércate a Él en oración. Búscalo en tu cámara secreta, y Él se revelará a ti.
            NB. Este texto fue escrito el 01.05.96 para una charla transmitida por Radio Miraflores. El 20.11.05 fue impreso, enriquecido con notas sobre el contexto histórico de los hechos narrados. El segundo artículo que se publique a continuación estará basado en el contenido ampliado de esas notas.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, yo te invito a arrepentirte de tus pecados, y a pedirle perdón a Dios por ellos., haciendo una sencilla oración:
"Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido consciente y voluntariamente muchísimas veces. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte."

#952 (20.11.16). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

lunes, 13 de diciembre de 2010

LO NUEVO DEL NUEVO TESTAMENTO

Por José Belaunde M.

Sabemos que la Biblia se compone de dos partes de disímil extensión: el Antiguo y el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento es tres veces más extenso que el Nuevo y está formado por las escrituras canónicas del pueblo judío, que ellos clasificaban en ley, profetas y escritos.

El Antiguo Testamento fue escrito en un lapso de aproximadamente 1000 años, de Moisés a Malaquías, si no contamos los escritos llamados deuterocanónicos, o apócrifos, que figuran en la Septuaginta (Nota 1). El Nuevo Testamento, en cambio, fue escrito en su totalidad en menos de 100 años (quizá en menos 50 años, según hipótesis modernas) y está formado por las escrituras cristianas que comprenden básicamente los evangelios, las epístolas y el Apocalipsis. El Antiguo Testamento fue escrito en hebreo (salvo algunos pasajes aislados en arameo); el Nuevo Testamento ha llegado a nosotros en el idioma griego popular (koiné), hablado en esa época en la mayor parte del Medio Oriente.

Ahora bien, frente a la gran variedad y riqueza de los libros del Antiguo Testamento ¿en qué consiste lo nuevo del Nuevo Testamento? Si se me permite dar una respuesta sumaria y sencilla (que será necesariamente incompleta y que no incluye, por razones de espacio, la nueva moral predicada por Jesús), podría decir que consiste en primer lugar en el cumplimiento de la promesa hecha por Dios a su pueblo, Israel, de enviarles un Mesías, un Salvador, que les devolviera su libertad. El cumplimiento de esta promesa era la esperanza viva del pueblo judío, como podemos ver en el cántico de Zacarías, padre de Juan Bautista: "Bendito sea el Dios de Israel que ha visitado y redimido a su pueblo, y nos ha levantado un poderoso Salvador en la casa de David su siervo, como habló por boca de sus santos profetas que fueron desde el principio, para salvarnos de nuestros enemigos y de todos los que nos odian." (Lc 1:68-71).

Pero hay un aspecto increíble, inaudito, en la realización de esta promesa, algo que ni las más ardientes esperanzas de los judíos, que se aferraban a sus textos proféticos, hubieran podido imaginar. Esto es, que el Salvador enviado por Dios no sería un mero hombre, como ellos esperaban, sino que sería Dios y hombre a la vez: Un ser divino, Hijo de Dios mismo, que nacería de una mujer de su pueblo, de una doncella virgen, sin intervención de hombre alguno, por el solo poder del Espíritu Santo (Lc 1:35).

Este es el misterio y el milagro de la Encarnación. Esta es la primera revelación fundamental del Nuevo Testamento, con la cual se inician los evangelios, y que lo distingue del Antiguo. Para nosotros, que estamos acostumbrados a celebrar en la Navidad el nacimiento de Jesús, esta idea de que Dios se hiciera hombre puede quizá no parecernos algo tan extraordinario, fuera de toda verosimilitud, porque ya nos hemos habituado a ella. Pero para los judíos de ese tiempo era algo inaudito, absurdo, inaceptable, y por eso lo rechazaron y lo siguen rechazando. Como dice el prólogo del Evangelio de San Juan: "Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron." (Jn 1:11).

En segundo lugar, el Nuevo Testamento nos hace ver que la misión del Mesías no se limitaba a libertar a su pueblo del yugo de la opresión, como ellos creían, sino que su misión se extendía a todo el género humano, y que la liberación que les iba a otorgar no consistía en sacudir la dominación de una potencia extranjera, sino en libertarlos, a los judíos y a la humanidad entera, de la esclavitud del pecado y del peligro inminente de la condenación eterna (2).

El Nuevo Testamento narra cómo el Mesías prometido cumplió su misión tomando sobre sí nuestras faltas y pecados y cómo hizo expiación por ellos padeciendo grandes torturas en manos de los romanos y muriendo en el suplicio de la cruz. Esta sola idea de un Mesías colgado en un madero era una abominación para los judíos, que consideraban a un crucificado como un ser maldito (Col 3:13). Y era una locura (1Cor 1:23) para los hombres cultos no judíos de su tiempo: ¡Que un Dios fuera a morir de una manera tan abyecta por mano humana! ¡No podía ser Dios entonces!

Pero esta misma idea tan absurda, este final inesperado de la carrera del Salvador divino, es la revelación del amor y de la misericordia infinita de Dios que el hombre necesitaba: Que Dios mismo, nuestro creador y acreedor, por así decirlo, tomara a su cargo nuestras deudas y pagara por ellas, sin pedirnos nada a cambio.

Al subir a la cruz, Jesús se convirtió en un signo de contradicción para judíos y gentiles por igual; en un signo que los judíos en particular rechazaban, a pesar de que el sacrificio expiatorio de Jesús estaba ya prefigurado en los sacrificios del templo y anunciado, es cierto en términos algo oscuros, por algunas profecías y, en especial, por el cántico del Siervo del Señor en el libro de Isaías (52:13-53), cuyo pasaje más saltante dice así: "Ciertamente Él llevó nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas Él fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestros pecados. El castigo de nuestra paz cayó sobre Él y por sus llagas fuimos nosotros sanados" (53:4,5).

Los rabinos judíos discutían entre sí sobre la interpretación de este pasaje intrigante (¿Se refiere a un personaje concreto en particular o al pueblo escogido entero?). El eunuco de la reina Candaces le preguntó al evangelista Felipe también acerca de él ("¿El profeta dice esto de sí mismo o de otro?" Hch 8:26-40). Pero sólo Jesús mismo podía darle la interpretación justa y verdadera porque Él había sido enviado precisamente a cumplirlo (Lc 24:44-47).
La carrera del Salvador felizmente no concluyó con su muerte, sino que, como estaba anunciado en el salmo 16, las cadenas del Sheol no lo pudieron retener. Él se levantó del sepulcro, libre de las ataduras de la muerte, resucitando en un cuerpo glorioso que ya no podía volver a morir, y una vez ascendido al cielo, se sentó a la diestra de la majestad de Dios a esperar "que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies" (Sal 110:1; Lc 20:43; 1Cor 15:25).

Por estas dos revelaciones el valor del Nuevo Testamento supera incomparablemente al valor del Antiguo. Esta revelación del nacimiento, muerte y resurrección de Jesús hace que el Nuevo Testamento sea un libro único en toda la literatura humana, porque contiene las verdades más preciosas para nosotros y porque narra la intervención más extraordinaria de Dios en el devenir humano.

En tercer lugar, el Nuevo Testamento nos habla acerca de la persona del Espíritu Santo y de la Santísima Trinidad. El pueblo del Antiguo Testamento conocía acerca de la acción del Espíritu de Dios en su historia, partiendo de la creación, en la que "el Espíritu ...flotaba sobre la faz de las aguas" (Gn 1:2). Sabía, como he explicado en otra charla, que el Espíritu de Dios podía venir sobre un hombre y darle una fuerza extraordinaria o una gran sabiduría, y que podía realizar milagros. Pero no tenían idea de que el Espíritu Santo fuese también Dios a título propio y una persona distinta del Padre y del Hijo. Aunque el Ángel del Señor aparece con frecuencia en el Antiguo Testamento (Gn 21:17;Ex 3:2;14:19;Jc 2:1; 6:11; etc.), identificado con Dios, y muchos piensan que era una manifestación del Verbo no encarnado, los hebreos no sabían nada acerca de la persona del Hijo, uno con el Padre. No sabían tampoco que los tres, Padre, Hijo y Espíritu Santo, siendo cada uno de ellos individualmente Dios, formaban una unidad divina, un solo Dios en tres personas.

Los judíos no sólo ignoraban estas cosas, aunque estén implícitas en algunos pasajes por cierto misteriosos de sus Escrituras, sino que para ellos, y para los no judíos, la sola noción de un Dios en tres personas era simplemente una blasfemia. Eso explica que esta verdad no fuera comprendida de inmediato por todo el pueblo cristiano sino poco a poco y que sólo fuera inequívocamente proclamada después de 300 años, en el primer concilio de Nicea, y no sin muchos debates y discusiones, que no se apagaron inmediatamente (3).

El cuarto elemento nuevo del Nuevo Testamento es el inesperado mensaje de que el hombre no tiene que hacer nada para salvarse sino creer; que el hombre, por mucho que se esfuerce, no puede merecer la salvación y que tampoco necesita merecerla, porque ya todo lo necesario lo hizo Jesús por él y es, por tanto, gratuita. Que al creer, el hombre es regenerado por el Espíritu Santo, nace de nuevo espiritualmente, como le explica Jesús a Nicodemo (Jn 3:3-7) y es una nueva criatura (2Cor 5:17).

Esta revelación se manifiesta en frases como ésta del Prólogo del Evangelio de San Juan, que dice: "Pero a todos los que le recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, los cuales no son nacidos de hombre, ni de voluntad humana, sino de Dios" (Jn 1:12). O en otros pasajes del mismo evangelio, como aquel que dice: "En verdad, verdad os digo que el que oye mi palabra y cree en el que me envió tiene vida eterna y no viene a condenación, sino que ha pasado de muerte a vida." (Jn 5:24).

Pero es sobre todo en las epístolas de Pablo en donde esta verdad encuentra su formulación más consumada, como en la conocida sentencia de la carta a los Efesios: "Pues habéis sido salvados por gracia mediante la fe. Esto no proviene de vosotros, sino que es don de Dios. Tampoco es por obras, para que nadie se jacte" (Ef 2:8,9). O aquella otra de Romanos: "Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención en Cristo Jesús". (Rm 3:23,24).

La salvación procurada por la muerte de Cristo es un paquete que incluye todo lo que el hombre necesita: “Ya habéis sido salvados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús…” (1Cor 6:11).

Lo cual no quiere decir que el cristiano pueda vivir como quiera o que pueda seguir pecando como antes hacía. ¿Cómo podría si ya ha sido libertado de la esclavitud del pecado y ha sido hecho siervo de la justicia? (Rm 6:18) El cristiano, hombre o mujer de Dios, tiene que vivir haciendo las buenas obras que Dios preparó de antemano para que las hiciera (Ef 2:10), no para merecer por ellas la salvación, sino para honrar a Dios con sus hechos, para mostrarle su amor y su agradecimiento obedeciéndole (Jn 14:21), y para dar testimonio de que en su diario vivir es guiado por el Espíritu Santo (Rm 8:14).

Muchas cosas, además de las mencionadas, que fueron reveladas en el Nuevo Testamento, no figuran en el Antiguo, o estaban contenidas sólo en germen en los libros de la antigua alianza. Ellas hacen que nuestra religión (4) sea una religión enteramente diferente a todas las otras religiones -incluido el judaísmo- porque ella consiste antes que nada en las verdades acerca de una persona, Jesucristo, y acerca de la misericordia de Dios revelada a través de su único Hijo.
¡Qué gran privilegio es para nosotros haber escuchado este Evangelio, esta buena nueva, y haber creído en ella! ¡Qué gran privilegio y qué enorme gracia es haber nacido en una nación cristiana en la que las verdades de Dios pueden ser predicadas abiertamente y en la que podemos adorar a Dios en toda libertad!

Si pensamos que hay tantos países en el mundo en los que esto no es posible ¿Cómo no hemos de dar gracias a Dios por este privilegio?

Y tú amigo que lees estas líneas ¿eres conciente de la enorme suerte que te ha tocado? Quizá ocurra que, como estás acostumbrado a oír hablar desde chico de estas cosas, no les das importancia, o las tomas como sobrentendidas, como algo en lo que no se necesita pensar. O quizá pienses que son antiguallas en las que la gente moderna superada ya no puede creer.

Por ese motivo quizá no has captado en toda su profundidad lo que significa que Jesús muriera por ti, que Él muriera en lugar tuyo, que tú debías haber ocupado su lugar en la cruz por tus propios pecados. Y así fue en verdad: El inocente Jesús sufrió una muerte horrenda por ti; fue condenado a causa de tus culpas para que tú fueras librado de ellas y escaparas a la sentencia que merecías (1P 2:24).

Quizá tú te digas ¿Por qué tendría yo que ser condenado a muerte si yo soy una buena persona, si yo no le hago daño a nadie?

¿Es verdad? ¿Nunca has hecho nada por lo que tu conciencia te acuse? ¿Eres realmente inocente como un niño? Vamos no te engañes. Si hubieras estado en el grupo de los que rodeaban a la pecadora que le trajeron a Jesús cuando fue sorprendida en adulterio, y que le preguntaron si era lícito apedrearla ¿podrías tú haber tirado la primera piedra? Jesús, autorizándoles a que lo hicieran, les dijo: "El que esté libre de pecado que tire la primera piedra". (Jn 8:7). Pero no había ninguno y Él lo sabía. ¿Estás tú libre de pecado como para acusar a otros?

Sé muy bien que tu respuesta es negativa; que si tú hubieras estado en ese lugar y en esa escena, tu te habrías retirado como los demás y, como yo, avergonzado porque, aunque no quieras admitirlo, tu conciencia te acusa tanto como a ellos.
Si tienes una carga, un peso en tu conciencia, del que no te puedes librar, ahí está Jesús para quitártelo, el único que puede hacerlo, si tú reconoces tus faltas y le pides perdón por ellas. Si haces eso de todo corazón, sinceramente arrepentido, Jesús te dirá como a la Magdalena: "Anda y no peques más" (Jn 8:11). 17.12.00

Notas: 1. La Septuaginta (usualmente referida como "LXX") es la traducción al griego de las Escrituras hebreas hecha, unos 150 años antes de Jesús, por los judíos asentados en Alejandría. Contiene algunos libros escritos después de Malaquías, que no fueron admitidos en el canon hebreo por el Concilio rabínico celebrado en Yavné o Yamnia (100 D.C. aproximadamente). La Septuaginta era la Biblia que usaban las sinagogas judías de la dispersión de habla griega y la que usaron los apóstoles y los primeros cristianos en su predicación. Haber tenido un texto común facilitó enormemente la difusión del Evangelio entre los judíos de la Diáspora (Hch 13:5,14-43;14:1;17:1-4;10-12;18:4,26;19:7). El orden en que están dispuestos los libros del Antiguo Testamento en nuestra Biblia -diferente del de las Escrituras judías- es el que tenían en la LXX.

2. La pregunta que los apóstoles hacen a Jesús, antes de que ascienda al cielo, acerca de cuándo restauraría el reino de Israel (Hch 1:6) muestra cómo ellos mismos, aún después de la resurrección, estaban presos de la concepción nacionalista de la misión del Mesías. Pero el descenso del Espíritu Santo en Pentecostés les dio la perspectiva correcta.
3. La herejía arriana, que negaba que Jesús fuera Dios, estuvo a punto de desplazar a la ortodoxia durante el siglo IV. Fue condenada en el primer concilio de Constantinopla (381), pero persistió en muchos reinos germánicos hasta dos siglos después. Las doctrinas de los Testigos de Jehová constituyen en parte una vuelta a la herejía del arrianismo.
4. Tomo la palabra "religión" (sinónimo de "piedad") en el sentido positivo que siempre tuvo a lo largo de la historia del Cristianismo, de relación del hombre con Dios, que lo lleva a hacer lo que Dios espera de él. Nótese que el hecho de que haya una "religión vana" no impide que haya por contraparte una “religión pura y sin mancha” (St 1:26,27).

NB. Este artículo fue originalmente el texto de una charla transmitida por Radio Miraflores en diciembre del año 2000, y enseguida publicada el 17.12.00.

#654 (28.11.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

domingo, 14 de febrero de 2010

¿PUEDE EL HOMBRE BENDECIR A DIOS?

Quizá más de alguno pensará que la pregunta del título es absurda. Sin embargo, el salmo 34, atribuido al rey David, comienza con las palabras: "Bendeciré al Señor en todo tiempo". (Nota) Es cierto que en la Epístola a los Hebreos se dice que "sin discusión alguna el menor es bendecido por el mayor". (He 7:7) Y así es como Dios, en efecto, bendijo a Abraham, éste a Isaac, Isaac a Jacob y Jacob a sus doce hijos. ¿Cómo puede pues el hombre bendecir a Dios, el menor al que está por encima de todas las cosas? ¿No es ésta una pretensión casi blasfema? No obstante, así cantan muchos salmos conocidos, como, el numero 103, por ejemplo, que empieza: "Bendice alma mía al Señor y todo mi ser bendiga su santo nombre." (v.1) ("todas mis entrañas" se lee en el original). O el salmo 16 donde se dice: "Bendeciré al Señor que me aconseja..." (v.7)

La noción, pues, de que el hombre puede y debe bendecir a Dios no es una anomalía aislada escondida en un solo salmo. ¿Cómo explicárnoslo? La palabra bendecir tiene dos significados principales. Uno es invocar o pronunciar bendición sobre una persona, e incluso, conferirla. Bendición equivale aquí a gracia, favor, prosperidad, longevidad, etc. todas aquellas cosas que solemos llamar "las bendiciones de Dios". Evidentemente bendecir en este sentido lo puede hacer sólo el mayor y nadie puede hacerlo sino en el nombre de Dios, que es la fuente de toda bendición.

Pero "bendecir" significa también "bien-decir", hablar bien de una persona (del griego "eulogeo", de donde viene nuestra palabra "elogio": "eu", bien, y "logeo" hablar). En este sentido bendecir es algo que sí puede hacer el menor al mayor.

El salmista dice que bendecirá al Señor "en todo tiempo". El famoso poema que figura al comienzo del capítulo tercero del libro del Eclesiastés dice que hay un tiempo para cada cosa y que hay tiempos contrastantes en la vida, tiempos de buenas y tiempo de malas; tiempos en que todo va bien y otros en que todo parece salir mal; tiempo de reír y tiempo de llorar; tiempo de destruir y tiempo de edificar; tiempo de callar y tiempo de hablar, etc., y que tenemos que enfrentarnos a cada uno de ellos.

Así pues, según, el salmo que estamos revisando, en todas esas circunstancias sin excepción, tan disímiles y contrarias, es cuando se debe bendecir al Señor. No sólo cuando todo va bien, sino, con mayor razón, cuando todo va mal. Cuando se ríe y cuando se llora, en tiempo de guerra y en tiempo de paz; cuando se está sano y cuando se está enfermo; cuando se tiene dinero y cuando no se tiene; cuando se está bien comido y cuando se padece hambre; cuando se es feliz y cuando se es desgraciado.

Bendecir y alabar a Dios cuando la vida nos sonríe es fácil, pero alabarlo y agradecerle cuando pasamos por días oscuros puede parecer locura a algunos y algunos, en efecto, maldicen al Señor en esas circunstancias. Lo hacen de maneras muy diversas. Lo hacen cuando dicen, por ejemplo: ¿Cómo es posible que Dios permita que me ocurra esto? Si Dios existe, o si Dios es bueno, ¿cómo es posible que haya tanto sufrimiento en la tierra? O simplemente cuando exclaman: ¡Maldita sea!

Los que tal hacen manifiestan con su actitud que son ignorantes de las cosas de Dios; desconocen que, aunque Dios es misericordioso, Él es también justo y que, siendo libre, el hombre debe experimentar las consecuencias de sus actos. Desconocen que Dios puede tener un propósito en mente aun para aquellos acontecimientos que para nosotros son amargos, y que "todas las cosas colaboran para el bien de los que aman a Dios." (Romanos 8:28).

Ciertamente hay muchos acontecimientos trágicos para los cuales no tenemos explicación alguna, pero, ¿conoce el hombre todas las cosas? Si hay tantos hechos naturales para los cuales no tiene explicación, ¿cómo puede el hombre pretender comprender cómo se teje la urdimbre de las causalidades humanas y cuáles son todos los factores que intervienen o que generan los acontecimientos?

En el plano personal hay momentos de prueba y momentos de recompensa. Tiempos de arar, barbechar y sembrar, que suelen ser arduos, y tiempos de cosechar, que suelen ser alegres. Si no hubiera los primeros tampoco habría los segundos. ¿Y agradeceremos a Dios sólo por la cosecha, mas no por la siembra?

Es en las etapas de prueba cuando más se debe alabar a Dios, porque hacerlo en esas circunstancias es expresar nuestra seguridad de que a la prueba seguirá el triunfo, con tanta certidumbre como que a la noche sigue el día. Bendecir al Señor en los momentos difíciles es expresar nuestra confianza en Él. Maldecirlo (esto es, hablar mal, renegar de Él) es declarar que no creemos en Él, que no creemos en su fidelidad o en su omnipotencia; que estamos convencidos de que sólo merecemos lo bueno. El engreído, el que no reconoce cuánto necesita ser corregido, es quien reniega de Dios cuando las cosas le son contrarias. Pero el que bendice a Dios en los momentos de prueba sabe que Dios, como un padre amante, corrige al hijo que ama y lo disciplina, y que, al hacerlo le muestra su amor.

Más aun, el que ama a Dios aprovecha esos tiempos para examinarse y ver qué cosa hay en él que necesita ser corregido, qué error puede haber cometido que le ha traído dificultades, si no habrá ocasionado él mismo con sus actos lo que ahora lo aflige. El que sabe aprovechar las lecciones de la vida es sabio. Pueblos sabios son también los que aprenden las lecciones que su propia historia les prodiga. Pero nosotros parece que aun no hemos llegado a esa etapa y caemos una y otra vez en el mismo error.

La línea siguiente del salmo dice así: "Su alabanza estará de continuo en mi boca." De continuo, esto es, constantemente, sin cesar. En toda hora del día mi alma alabará y bendecirá al Señor. El que así vive "andará a la luz de Su rostro" (Salmo 89:15), y vivirá continuamente en la presencia de Dios. Es conciente de que Dios le mira todo el tiempo y que observa todos sus actos. Sabe también que Dios le cuida y que nada malo puede sucederle.

¿Nada malo? ¿No vemos acaso a cada rato cómo gente buena e inocente es asesinada sin piedad y cómo los atentados alcanzan a gente que nada tiene que hacer con los objetivos que los dementes tratan de destruir?

En estos tiempos riesgosos, en que nadie puede considerarse libre de peligro, vivir en la presencia de Dios es la mejor seguridad, la mejor arma. Mucha gente, muchas empresas gastan pequeñas fortunas en comprar equipos de seguridad para sus casas y fábricas, en contratar "guachimanes" y guardaespaldas, en adquirir automóviles blindados y armas. Si ellos supieran que Dios ha prometido en su palabra que "el ángel del Señor acampa en torno de los que le temen y los salva", (Sal 34:7) se ahorrarían enormes gastos y vivirían con menos temor de ser secuestrados, o de ser víctimas de atentados.

Mucha gente inocente ha caído víctima de balas asesinas. Es cierto. Pero ¿cuántos de ellos, incluso cristianos, saben que Dios nos ha dado su palabra para aferrarnos a ella y que Dios no miente? Al que "vive al amparo del Altísimo y mora a la sombra del Todopoderoso" se le ha dicho "caerán a tu lado mil y a tu derecha diez mil, pero a ti no te tocará". (Sal 91:7). Esa es una promesa de Dios. ¿No te basta esa palabra? ¿Crees que es sólo poesía? Si eso piensas, para ti lo será. Si estás dispuesto a poner tu confianza en Dios, que "no es hombre para que mienta" (Nm 23:19), Él "ordenará a sus ángeles que te guarden en todos tus caminos y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece en piedra". (Sal 91:11,12).

¡Qué daño le han hecho a los creyentes los que -envueltos en ropaje eclesiástico y desde una cátedra de teología o desde el púlpito- le han dicho que las palabras de la Biblia deben entenderse sólo metafóricamente, no literalmente; que son sólo poesía arcaica de un pueblo de mentalidad mágica, precientífica! ¡Que Dios no hace milagros y que las narraciones antiguas deben ser desmitificadas para ser comprendidas! ¡Que las Escrituras no son realmente lo que Jesús dice de ellas, esto es, palabra de Dios, sino mera palabra humana! De esa forma le han robado al pueblo sus mejores armas, le han quitado la lámpara que alumbra sus pies, le han privado de la antorcha que ilumina su camino, le han dejado desguarnecido e inerme ante las asechanzas del enemigo.

Pese a ello yo bendeciré al Señor en todo tiempo, sabiendo que su palabra es verdadera y que Dios nunca miente.

Nota: La palabra hebrea "baraq" tiene dos sentidos básicos: arrodillarse y bendecir. Pero también puede significar, según el contexto, ser bendecido, alabar, adorar, invocar, pedir una bendición, saludar, e, incluso, eufemísticamente, maldecir.

Eulogeo aparece en Lc 1:64; 2:28 y St 3:9. Eulogetòs traducido como “bendito” aparece en Lc 1:68: Rm 1:25; 9:5; 2Cor 1:3; Ef 1:3; 1P 1:3. Makarios, que es el verbo que Jesús emplea en las bienaventuranzas, figura en el Nuevo Testamento cuando el hombre bendice a Dios sólo en 1Tm 1:11 y 6:15).

NB. Este artículo fue publicado por primera vez en la revista “Oiga” bajo el pseudónimo de “Joaquín Andariego”, con que yo firmaba mi columna “El Evangelio y Nosotros”. Lo he revisado y completado para esta ocasión.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a hacer una sencilla oración como la que sigue, entregándole a Jesús tu vida:

“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo y quiero recibirlo. Yo me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, y entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#614 (14.02.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

miércoles, 18 de marzo de 2009

JOCABED, MADRE Y NODRIZA DE MOISÉS

El libro del Éxodo narra cómo una vez muerto José, y de acuerdo a la promesa que Dios le hizo a Abraham (Gn 12:2; 15:5), el pueblo hebreo empezó a multiplicarse en Egipto en gran manera, al punto que los egipcios comenzaron a temer que si seguía aumentando su número, podían convertirse en una amenaza para ellos en caso de guerra (Ex 1:9,10. Nota 1). Cuando subió al trono un faraón que no había conocido a José, el nuevo soberano decidió oprimir a los hebreos con tributos y faenas pesadas para impedir que se siguieran multiplicando (Ex 1:11,12). Pero fue inútil. Ni aun el hecho de incrementarles las cargas y hacerles la vida penosa surtió el efecto deseado. ¿Y cómo podría, si la bendición de Dios estaba sobre ellos? Entonces el faraón ordenó a las parteras que atendían a las mujeres israelitas, que no dejaran vivir a los hijos varones que les nacieran y que sólo dejaran con vida a las hijas. Pero ellas se negaron a cumplir sus órdenes. Dice la Escritura que ellas “temieron a Dios y no hicieron como les mandó el rey.” (Ex 1:15-21). Y por haberle temido más que al faraón, Dios prosperó a las familias de las parteras. Dios recompensa a los que ponen la obediencia a sus mandatos por encima del temor a los hombres. Al faraón, finalmente, no le quedó más remedio que ordenar que todo hijo varón de los hebreos que naciera fuera echado al río para que muriera, y que sólo quedaran con vida las niñas (v. 22).

Fue entonces cuando Jocabed, esposa del levita Amram (2), dio a un luz a un hijo tan hermoso que no pudo entregarlo a la muerte, sino que lo escondió durante tres meses (Ex 2:2), a sabiendas de que si eran descubiertos, ella y su marido morirían junto con el niño. Hasta que llegó el día en que no podían seguir ocultándolo.

Entonces tomaron un arquilla (una pequeña canasta) y la prepararon para que pudiera flotar en el agua (Ex 2:3); pusieron al niño en ella y la llevaron al río Nilo, donde la depositaron escondida entre los carrizos que crecían en sus orillas.

Esa fue una medida desesperada, pero también un acto de confianza enorme en Dios, pues equivalía a poner al niño en sus manos, seguros de que Dios cuidaría de él. La epístola a los Hebreos elogia la fe de los padres de Moisés que no dudaron en arriesgar sus vidas al desobedecer al faraón. (Hb 11:23).

Tan confiada estaba Jocabed en lo que Dios haría con el niño, que dejó a su hermana en el lugar vigilando, para que viera lo que sucedería (Ex 2:4).

Y Dios no defraudó su confianza, porque al poco rato la hija del faraón vino a bañarse en el río junto con sus doncellas. Ella “vio la arquilla en el carrizal y envió a una criada suya a que la tomase”. (v. 5). Dios hizo que la hija del faraón, al ver al niño que lloraba, fuera movida a compasión y decidiera salvarle la vida, tomándolo a su cargo (v. 6).

Nótese que ella se dio bien cuenta de que era un hijo de los hebreos y que, por tanto, estaba condenado a muerte. Pero ella tuvo, sin embargo, compasión del niño. Fue la compasión lo que la movió a salvarlo, desafiando la orden de su padre. ¡Cuántas cosas no puede hacer la compasión!

Ella era pagana, pero tuvo un sentimiento que proviene del corazón de Dios. Con frecuencia nos olvidamos de que también los paganos tienen sentimientos buenos, porque ellos fueron también fueron creados a imagen y semejanza de Dios. No nos apresuremos pues a condenarlos, porque Dios puede no sólo salvarlos, sino también usarlos para sus fines.

¿Podemos creer que ella no fue recompensada por su misericordia y que no fue salva? La palabra de Dios nos asegura que sí debe haberlo sido: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia" dijo Jesús (Mt 5:7). Porque ¿de qué serviría alcanzar misericordia si después uno se condena? Si examinamos el Nuevo Testamento veremos que donde quiera que aparece, la expresión "alcanzar misericordia" quiere decir casi siempre "ser salvo" (Rm 11:30,31; 1Cor 7:25; 1P 2:10). Moisés tuvo pues dos madres: una natural y otra adoptiva ¿Podemos creer que una se salvó y la otra no? La adoptiva también formaba parte de su casa ¿Podemos pensar que la promesa de que tu casa será salva si crees en Jesús (Hch 16:31) no alcanza a aquellos que, sin haber llegado a conocer al Mesías prometido, por fe lo miraron de lejos como saludándolo? (Hb 11:13) No podemos saber cómo pudo haber sido ser salva la hija del faraón, pero no sería imposible que en un momento dado ella hubiera reconocido que el Dios que adoraba su hijo adoptivo era el Dios verdadero y creyera en Él.

De otro lado, nótese que, como ocurrió con el madero de la cruz donde Jesús murió y nos dio vida, el instrumento de muerte en este caso (pues el faraón y su hija eran una sola familia) fue a la vez instrumento de vida.

Enseguida Dios inspiró a la hermana la idea de ir a buscar a Jocabed y de sugerirle a la hija del faraón que le encargue a ella al niño para que lo críe. Así Jocabed resultó ser nodriza por encargo de su propio hijo (Ex 2:7-9). ¡Cuán admirables y maravillosos son los caminos de Dios que utilizó a la hija del faraón para devolver sano y salvo a Jocabed el hijo que ella le había confiado!

Se lo devuelve además con un premio: El niño pertenecerá a la familia real, ya que la princesa lo adoptará y le dará el nombre de Moisés (esto es, "sacado de las aguas") por el cual hoy lo conocemos (v. 10). ¿No es esto extraordinario? El niño condenado a muerte se convierte en hijo -en el sentido amplio del Antiguo Testamento- del que lo condenó a morir. Y encima su madre fue recompensada económicamente por criar a su propio hijo (v. 9).

Cuando el niño creció su mamá se lo entregó a la hija del faraón para que se cumpliera su destino. En todo esto vemos la acción providencial de la mano de Dios poniendo en obra el proyecto que había concebido para salvar a su pueblo de la esclavitud y llevarlo a la tierra prometida por medio de este niño, cuyo bautismo en cierto modo había sido ser salvado de las aguas.

Dios no sólo rectificó el decreto malvado del faraón salvando de la muerte al futuro profeta y caudillo que Él había escogido, sino que además creó las circunstancias necesarias para que el muchacho (que ciertamente había sido instruido por sus padres acerca de las promesas que Dios hizo a Abraham y enseñado a creer en el único Dios verdadero) fuera educado en toda la sabiduría y costumbres de los egipcios, y que se familiarizara con las ceremonias y etiqueta de la casa real, para que, cuando años después, regresara para cumplir su misión, pudiera moverse con desenvoltura y autoridad en medio de los egipcios y pudiera entrar a palacio, según dice el refrán, "como Pedro en su casa", y hablarle al soberano de tú por tu, como a un familiar.

Más tarde el relato nos muestra cómo Moisés, paseándose por la tierra vio que sus hermanos hebreos eran oprimidos con duras tareas, y como un egipcio golpeaba a uno de ellos. En ese momento ¿cómo reaccionaría Moisés? Él era un príncipe egipcio, un aristócrata.¿Que sería más fuerte en él, la posición que ocupaba en la corte del faraón, o la voz de la sangre? Moisés salió en defensa de su hermano hebreo y mató al egipcio.

Pero el hecho de sangre no pudo permanecer oculto y Moisés, amenazado por el faraón, tuvo que huir al desierto (Ex 2:15). Ahí, por una feliz “coincidencia”, tuvo ocasión de defender de unos pastores a las hijas de un sacerdote de Madián que cuidaban las ovejas de su padre, el cual, agradecido, lo invitó a morar con él y le dio una de sus hijas como esposa. Estando en esa tierra pudo familiarizarse con las costumbres y modos de vida en el desierto, donde vivió 40 años (Ex 2:11-22). Ese conocimiento permitió que más tarde pudiera guiar a su pueblo en su peregrinaje por el desierto. Podemos decir pues con toda razón que Dios "no da puntada sin nudo". Todos los acontecimientos y pruebas de nuestra vida tienen un motivo dentro del plan de Dios. En Él el azar no existe. Esta idea es muy consoladora cuando enfrentamos situaciones muy difíciles, incomprensibles para nosotros.

Pero tomemos nota de cómo todo el plan de Dios comienza con unos esposos fieles que tienen fe en Él, y con una madre valiente que arriesga todo por su hijo, confiando en que Dios es poderoso para salvar aun en las circunstancias más difíciles. Ella dio un primer paso de fe cuando conservó a su hijo con vida, pese al decreto del faraón; y un segundo paso cuando puso a su hijo en una canasta entre los juncos del Nilo, sin saber que al hacerlo estaba salvando la vida del hombre que más tarde salvaría a su pueblo de la esclavitud de Egipto.

Cuando nosotros damos un paso de fe no sabemos qué es lo que Dios va a hacer con ese acto de confianza en Él, con el que quizá arriesgamos nuestra comodidad, o hasta nuestra vida. Por eso es que hay que obedecerle siempre, aunque nos cueste, porque Dios usará nuestra fe y obediencia para sus propósitos. Si por miedo o timidez dejamos de hacer lo que Dios espera de nosotros, frustramos sus planes para nuestras vidas y las de otros.

Es bueno que veamos brevemente lo que la tipología nos revela en este episodio, esto es, cómo los personajes y acontecimientos del Antiguo Testamento prefiguran y anuncian a los personajes y acontecimientos del Nuevo. Moisés es un "tipo" de Jesús, porque salvó al pueblo de Dios de la esclavitud de Egipto, así como Jesús lo salvará más tarde de la esclavitud del pecado.

La arquilla nos hace pensar en el arca que Noé construyó por orden de Dios, y en la que hizo entrar a los suyos cuando comenzó el diluvio (Gn 6:14). Ambas, el arca y la arquilla, fueron calafateadas por dentro y por fuera, para hacerlas impermeables al agua. En una se salvaron Noé y su familia, es decir, un pequeño remanente de la humanidad que, sobreviviendo a la catástrofe, se reproduciría y salvaría al género humano de la extinción; en la otra se salvó un niño que había de salvar a su pueblo. El arca es además figura de la iglesia -el cuerpo de Cristo- en la que se salvan los redimidos.

Cuando Dios inspiró a Moisés escribir el Pentateuco y a los demás autores del Antiguo Testamento sus libros, estaba pensando en lo que Espíritu Santo inspiraría a los evangelistas escribir acerca de Jesús. Para Dios no hay nada imprevisto. También en nuestra vida todo ha sido pensado y previsto por Dios. Lo que sucedió en nuestra infancia fue una preparación de las cosas que experimentaríamos como adultos. Lo que nos sucede ahora tiene un sentido que algún día contemplaremos. Todo lo que hemos pasado, todo lo que hemos sufrido, Dios lo usa. No hay ninguna acción que hayamos hecho por amor de cuyo fruto no disfrutaremos más adelante.

La madre de Moisés, que no tuvo miedo del decreto del faraón, pese a que su osadía pudo haberle costado la vida, es figura de María, la madre de Jesús, que aceptó tener un hijo no estando casada, no teniendo miedo de la deshonra que caería sobre ella por esa causa, ni del desprecio de su novio, ni de las piedras que lapidaban a las desposadas acusadas de adulterio.

Así como Dios confió a Jocabed al futuro salvador de Israel en la carne, así Dios confió a María al futuro salvador del Israel de Dios (Gal 6:16). Así como Jocabed y Amram salvaron a Moisés del faraón que quería matarlo, así también María y José salvaron a Jesús del rey Herodes que quería acabar con su vida.

Madame Guyon (3) hace, a propósito de los padres de Moisés, la acertada observación de que sólo cuando estamos en un peligro extremo entendemos lo que significa abandonarse en las manos de Dios. Es en esas circunstancias extremas, cuando todo parece perdido, cuando Dios manifiesta su Providencia -que todo lo ve y todo lo previene- y es entonces cuando se producen los mayores milagros. Es en los momentos de más grande peligro cuando Dios muestra todo su poder.

La vida de los hombres que Dios más usa suele estar marcada por momentos de gran peligro. El que quiera ser usado poderosamente por Dios, tenga pues cuidado de lo que desea, porque podría tener que pagar por ese privilegio un precio mayor de lo que imagina. Quizá no esté preparado para asumir el costo. Pero Dios escoge a los suyos y los prepara para soportar las pruebas que un llamado excepcional inevitablemente conlleva.

Notemos por último cómo la Providencia de Dios, que intervino para salvar a Moisés de pequeño, no lo abandonará a lo largo de toda su vida y lo acompañará hasta la hora de su muerte en el Horeb (Dt 34:1-5).

De manera semejante, la Providencia que ha estado con nosotros, aunque no lo hayamos notado, desde nuestro nacimiento, acompañará a sus elegidos hasta el día en que los recoja para llevarlos a su reino.

Y yo te pregunto, amigo lector ¿eres tú uno de esos elegidos? "Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos" dijo Jesús (Mt 20:16). Quizá tú hayas escuchado alguna vez anunciar el Evangelio de Jesucristo, pero lo tomaste como algo ya sabido, o como algo que no era relevante para tu vida.

Pero si quieres tener la seguridad de que estás entre el número de los elegidos, es decir, entre los que se salvarán y que no se condenarán por toda la eternidad, vuélvete a Jesús y dile con un corazón sincero: 'Yo sé bien, oh Jesús, que tú viniste al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy uno de ellos. Sé también, pues lo he oído muchas veces, que tú moriste en la cruz para expiar mis pecados y saldar mi deuda con Dios. Pero, Señor, en este momento no sólo lo sé con mi mente, sino que lo creo con todo mi corazón. Reconozco que tú eres mi Salvador. Perdóname, Señor, mis pecados; lávalos con tu sangre y restáurame. Y escribe mi nombre en el libro de la vida, junto con el de tus elegidos.

Notas: 1. El temor del faraón es semejante al temor que abrigan los pueblos desarrollados respecto del crecimiento demográfico de los pueblos del tercer mundo, e igual que los egipcios, tratan de frenar el aumento de las poblaciones de esos pueblos mediante campañas para restringir los nacimientos. En este punto, como en muchos otros, al hablar de un tema propio de su tiempo, la Biblia, apunta al futuro.

2. El relato del Éxodo no menciona aquí el nombre de los padres de Moisés, pero sí lo hace más adelante al consignar los nombres de los descendientes de Leví (Ex 6:20). La versión Reina-Valera 60 dice aquí "su tía" y la King James, "la hermana de su padre". Pero la palabra hebrea del original: "doda", puede significar también "descendiente", "prima" o "sobrina". Lo más probable es que Amran y Jocabed fueran primos.

3. Madame Guyon (1648-1717) fue una mujer de la nobleza francesa que fue condenada como hereje y encarcelada muchos años, acusada de ser "quietista" -una corriente de espiritualidad que propugnaba el desarrollo de una relación más íntima con Dios, pero a la que se achacaba alentar una pasividad excesiva. Aparte de su Autobiografía y de un de método de oración -muy apreciado por hombres como Fenelon, Zinzendorf, Wesley, Hudson Taylor, Watchman Nee y otros- ella escribió algunos comentarios muy inspirados sobre varios libros de la Biblia.

NB. Este artículo fue publicado por primera vez el 20.05.01, en una edición limitada, con el título de “Jocabed, la Mamá de Moisés”. Lo he revisado y ampliado para esta nueva impresión.

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Tags: Biblia, Salvación, Providencia.

viernes, 13 de febrero de 2009

SECRETOS DE LA INTERCESIÓN I

Esta serie de artículos está basada en la trascripción de un ciclo de enseñanzas dadas en las reuniones de la Edad de Oro de la C.C. Agua Viva hace unos cuatro años. Al revisar el texto se ha mantenido el carácter informal e improvisado de la charla, así como alguna repetición inevitable.

¿Qué cosa es interceder? Es orar por una persona, esté o no presente, que pasa por alguna dificultad o por un momento de angustia, o que tiene una necesidad apremiante. En otras palabras, interceder es interponerse entre una persona, o un grupo de personas (eventualmente incluso una nación), que tienen determinada necesidad, y el Dios Todopoderoso que puede suplirla, para pedirle que conceda lo solicitado. Interceder es pues suplicar, pedir por alguien. Ese es un papel maravilloso, es el papel más noble que puede asumir un cristiano porque al desempeñarlo hace lo que Jesús está haciendo en este mismo momento en el cielo.

¿Quién es nuestro intercesor? Jesús. Interceder por nosotros es la tarea que Jesús cumple ahora en los cielos. La epístola a los Hebreos dice que Jesús actualmente se dedica a interceder por nosotros delante del trono del Padre. Lo explica en un pasaje que habla de la función del sumo sacerdote en el templo de Jerusalén, el día de expiación, cuando entraba con la sangre de machos cabríos y de becerros al Lugar Santísimo para expiar los pecados del pueblo: “Y además los otros sacerdotes llegaron a ser muchos, debido a que la muerte les impedía continuar; mas éste (Jesucristo, se entiende), por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual puede también salvar completamente a los que por medio de él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.” (Hb 9:23-25. Véase también Hb 7:25) ¡Qué interesante es lo que dice acá! Dice que Jesús vive siempre. ¿Cómo es eso de que Jesús vive? ¿No murió Él acaso? Sí murió, es cierto, pero resucitó al tercer día y vive para siempre. ¿Para qué vive? Para interceder por nosotros. Ése es su oficio, ésa es su principal ocupación ahora. ¿Se dan cuenta? Él está ciertamente también gozando de la presencia de su Padre, pero lo que Él hace al mismo tiempo allá arriba –si es que se puede hablar de tiempo en el cielo- es interceder continuamente por nosotros.

¿Cómo intercede Jesús por nosotros? La epístola a los Hebreos nos da también la respuesta en un pasaje donde contrapone el ministerio de Jesús con la forma cómo ministraba el Sumo Sacerdote en la antigua alianza al entrar al Lugar Santísimo: “Pero estando ya presente Cristo, como sumo sacerdote de los bienes venideros, entró por otro más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación.” El sumo sacerdote en el antiguo pacto entraba al Lugar Santísimo del templo hecho por manos humanas, no a un templo celestial. Era un templo material, hecho no diré de ladrillos y cemento, sino de piedras y de madera, como se construía entonces. Pero Jesús entró a un tabernáculo espiritual, no hecho por manos humanas, esto es, entró a la presencia de su Padre en lo alto: “Entró no por medio de la sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por medio de su propia sangre,” -la sangre que Él derramó en la cruz- y “entró una vez para siempre en el santuario, habiendo obtenido eterna redención.” (Hb 9:11,12)

Esto quiere decir que Jesús actualmente en el cielo le está presentando al Padre continuamente su sacrificio hecho en la cruz, su sacrificio expiatorio, y mostrándole la sangre que Él derramó por nuestros pecados para que por el mérito y la virtud de esa sangre (es decir, de su muerte) el Padre nos perdone nuestros pecados, y alcancemos gracia delante de sus ojos.

Tratemos de hacer memoria: ¿Cuándo y cómo se convirtieron ustedes? Alguno dirá que fue porque un día entró a la iglesia de casualidad y respondió al llamado; o porque escuchó un programa en la radio o en la TV; o porque alguien le habló de Cristo. Cualquiera que fuera el medio inmediato, o el instrumento usado por Dios, ¿por qué recibiste tú esa gracia? ¿Lo sabes? Porque Jesús había intercedido por ti delante del trono de su Padre, rogando por tu salvación. Es en virtud de esa intercesión suya que tú y yo hemos recibido la gracia de la fe por la cual hemos entrado en este camino que lleva a la vida eterna, y por la cual su sangre ha sido aplicada a nuestros pecados para que sean limpiados.

De manera que todos los que somos salvos, lo somos como resultado de la intercesión constante de Jesús ante el trono de su Padre por los perdidos. Nosotros le debemos no solamente el hecho de que Él muriera por nosotros, pagando por nuestras faltas y pecados, sino también el hecho de que nosotros hayamos creído en Él.

Porque de nada nos serviría que Jesús haya muerto por nosotros si no obtenemos el beneficio por el cual Él murió en la cruz. De nada nos valdría que Jesús haya pagado por nuestros pecados si nosotros no nos apropiamos de la salvación que Él ha provisto para nosotros. De nada nos serviría si no nos la apropiamos, no como quien coge algo que no le pertenece, sino como quien recibe por gracia (es decir, gratuitamente) algo que Dios le ofrece. Lo único que nosotros tenemos que hacer para recibir la salvación, es creer, pero aun ese creer es una gracia (Ef 2:8).

Yo no puedo decir pues, como quien se jacta e hincha el pecho, “yo creí”. Creíste porque Dios te concedió la gracia de creer. ¿Y por qué te la concedió? Porque Jesús intercedió por ti. Nosotros todos somos hijos, es decir, fruto de la intercesión de Nuestro Señor Jesucristo en el cielo a favor nuestro. A Él le debemos no sólo la gracia del perdón de nuestros pecados; le debemos también la gracia de nuestra conversión, sin la cual Él habría muerto inútilmente por nosotros.

Ahora bien, ¿qué papel nos toca a nosotros desempeñar entonces? Cuando nosotros intercedemos por los pecadores, nosotros nos unimos a la tarea que Jesús cumple en este momento. Es decir, nosotros apoyamos su oración, intercedemos con Él, secundamos su obra. ¡Miren qué gracia maravillosa! ¡Qué privilegio! Él nos concede el honor de poder unir nuestras oraciones a la suya, de unir nuestra intercesión a la suya, cuando pedimos por la conversión de los pecadores. Porque ésa es la primera y más alta intención de su oración.

Hay muchas intenciones buenas por las cuales nosotros podemos orar. Nosotros oramos por muchas cosas buenas: oramos por la iglesia, oramos por el país, oramos por la salud y por los problemas económicos de la gente. Todo eso es muy bueno, pero no es nada, nada, comparado con pedir por la salvación de las almas. Jesús lo dijo: “¿De qué le sirve al hombre ganar al mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le sirve a fulanito conseguir un buen empleo si después se condena? ¿De qué le sirve a tal persona ser sanada de su enfermedad, si no se va al cielo? Mejor fuera, como dijo Jesús, que vaya cojo o manco al cielo, y no que con sus miembros enteros se vaya al infierno (Mr 9:43).

En otras palabras, la primera de todas las intenciones, el primer y más importante de todas los motivos por los cuales debemos orar, es por la conversión de los pecadores, porque fue para eso que Jesús vino a la tierra, esto es, para salvarnos.

¿Para qué vino Él? Vino para enseñar, claro está; vino también para sanar a los enfermos, es cierto. Pero vino principalmente para morir por nosotros, para que nos salvemos. Ésa fue su misión, ésa fue su tarea, ésa fue su meta, ése fue su objetivo, y ése sigue siéndolo ahora que está en el cielo.

Así que si nosotros amamos a Jesús, si lo amamos realmente, uniremos nuestros esfuerzos a lo que fue y es su meta principal: salvar a los pecadores.

Pero notemos lo siguiente: Si bien es cierto que Él murió para expiar los pecados de todos los hombres, ningún hombre se salva si no aplica a sus pecados la sangre derramada de Jesús, esto es, si no se arrepiente y cree. La obra hecha por Jesús al morir en la cruz fue tremenda, pero es una obra incompleta, mientras no se salven todos los que deben serlo, “hasta que haya entrado.-como dice Pablo- la multitud de los gentiles” (Rm 11:25) y de los judíos que no creen. Y por eso está Él intercediendo en el cielo: para completar su obra. Y Él quiere completarla con nuestra colaboración.

Entonces, ¿cómo colaboramos nosotros con la obra de Jesús de salvar a los hombres? Primero, orando por ellos y después, llevándoles la palabra de salvación. Pero la palabra de salvación no producirá ningún resultado en los corazones si no está ungida por el Espíritu Santo, es decir, si no hemos orado previamente.

Todo lo que nosotros hacemos funciona y tiene buen resultado si oramos. Si no oramos, las cosas van a resultar a medias. Es como cuando yo quiero ir a tal parte. Me subo a mi auto, prendo el motor, pero no arranca porque me olvidé de ponerle gasolina. Sin gasolina el auto no va a ninguna parte. De igual manera, sin oración las cosas que hace el cristiano no funcionan, o funcionan mal, o funcionan a medias. Así que todo lo que hagamos, hagámoslo precedido por la oración para que Dios bendiga y respalde y unja lo que hacemos.

Entonces, volviendo a lo que decía antes, nuestra preocupación principal, nuestro objetivo principal como intercesores, es orar por la conversión de los pecadores, a imitación de Jesús, porque eso es lo que Él está haciendo ahora en el cielo. Está orando por la conversión de esa inmensa masa humana que no le conoce, por la gran mayoría de los habitantes de este planeta, porque la gran mayoría de los que caminan sobre la tierra, algunos tendrán zapatos muy bonitos, y otros andarán descalzos, pero la gran mayoría de ellos se está yendo al infierno.

Nosotros somos afortunados porque somos salvos, pero no nos damos por satisfechos. Queremos jalar a otros para que se conviertan y también lo sean. Ese es el mejor regalo que podemos hacerle a nadie. Es el mejor regalo que podemos hacerle a nuestros hijos, es el mejor regalo que podemos hacerle a nuestros parientes y amigos. Sabemos también, sin embargo, que nosotros no somos siempre las personas más indicadas para predicarles a nuestros hijos y parientes cercanos. Pero orar sí podemos para que otros les prediquen. Entonces ¿qué cosa debemos pedir? Que los pecadores reciban la gracia del arrepentimiento, pues eso es lo que decide su destino eterno.

¿Qué fue lo que decidió que ustedes estén acá en este momento? O ¿por qué estoy yo acá? Porque ustedes y yo hemos recibido la gracia del arrepentimiento y de la fe, y gracias a ello somos salvos. Si no lo fuéramos estaríamos haciendo otra cosa.

Sin ese don podríamos tener todo lo que pudiéramos desear: mucho dinero, mucha fama, mucho éxito, todo lo que nuestro corazón apetezca. Pero al final, cuando nos entierren, nos enterrarían en un hueco mucho más profundo de lo que parece ser el hueco del campo santo en donde bajen nuestro féretro, porque nos hundirían en un hueco sin fondo, dondequiera que esté situado el infierno. Ése es el motivo por el cual pedimos que los pecadores se conviertan, para que cuando mueran sus almas vuelen al cielo.

He ahí el punto más importante de toda nuestra existencia: Dónde vamos a pasar la eternidad. La gente se preocupa por la casa donde va a vivir, y yo concedo que es muy importante. Pero por linda que sea tu casa, ahí vivirás sólo un número limitado de años y después te meten en un cajón que será la mansión definitiva de tu cuerpo. No importa que sea bonito o feo el cajón, porque el cadáver ni se entera. Pero tu alma irá a un lugar que será su morada definitiva, y ahí tu alma sí se dará cuenta de si es un lugar bueno o un lugar malo, porque estará plenamente conciente. Sufrirá terriblemente si va al lugar malo. Será maravillosamente feliz si va al lugar bueno. Entonces ¿qué importa si vivió en una casa bonita o fea en la tierra? ¿Se consolará en el infierno pensando en lo bonita que era su casa en la tierra? Maldecirá el día en que la compró y no pensó en su salvación eterna.

Tomen nota de lo siguiente: En todo momento, a toda hora, en cada instante, en todo el mundo, así como están naciendo seres humanos a razón de no sé cuántos bebés la hora (las estadísticas lo dirán), hay también muchísimas personas cuya vida está terminando, que están agonizando, que están muriendo, porque ése es el final de la vida de todos los seres humanos, y también lo será de la nuestra.

Pero la muerte del ser humano puede ser una muerte feliz o una muerte triste. ¿De qué depende que nuestra muerte sea feliz o sea triste? Depende de si morimos para irnos con el Señor, o si morimos para estar para siempre apartados de Él. En ese trance del morir se decide el destino eterno de todo ser humano.

Entonces, ¿por qué cosa debemos pedir? Porque todo esos miles y millares de seres humanos que hay en el mundo, y que el día de hoy están dejando su cuerpo físico, reciban la gracia de la salvación antes de despedirse de este mundo, de esta tierra, y de su cuerpo, y que sean recibidos por Dios en el cielo. Porque esto es lo fundamental, esto es lo decisivo. Lo demás es secundario.

Reitero pues la pregunta: ¿Cuál debe ser nuestra intención principal al orar? Que los que hoy van a enfrentar el juicio, y van a presentarse delante del Juez Eterno, lo hagan habiendo sido redimidos y limpiados por la sangre de Jesús y puedan ser invitados a entrar al banquete celestial. Porque si no lo son, nada de lo que tuvieron y gozaron en la tierra les habrá servido de algo. Pero si son invitados a ese banquete, todas las penurias y miserias por las que pudieron haber pasado en la tierra serán transformadas en una alegría eterna.

NB. En el artículo anterior (“Por qué bautizas?” #560, del 01.02.09) cité de memoria una frase de San Agustín sobre la relación que hay entre la fe y el entendimiento: “No creo porque entiendo, sino creo para entender”. Esa frase sintetiza lo que Agustín escribe en varios de sus comentarios sobre los salmos, acerca de la relación entre la fe y el entendimiento, como acotación a una frase muy conocida de Isaías 7:9 (que en RV 60 reza: “Si vosotros no creyereis, de cierto no permaneceréis,”) pero que en la versión griega, llamada la Septuaginta (LXX), dice así: “Si vosotros no creéis, tampoco entenderéis;” así como también en su comentario al evangelio de Juan (“Conoceréis la verdad y verdad os hará libres.” 8:32). Sobre uno de esos pasajes Agustín comenta: “Entiende para que creas mi palabra; cree para que entiendas la palabra de Dios.” Sobre otro acota: “No por haber entendido creyeron, sino creyeron para entender.” En otro lugar explica: “Hay cosas en las que no creemos si no las entendemos, y hay otras que no entendemos si no las creemos.” Por último, en otro comentario escribe: “La fe abre las puertas al entendimiento; la incredulidad las cierra.”

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