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lunes, 26 de diciembre de 2016

EL HIJO SABIO ALEGRA AL PADRE

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
EL HIJO SABIO ALEGRA AL PADRE
Un Comentario de Proverbios 10:1-5
Introducción. Las palabras “Los proverbios de Salomón” con que se inicia el primer versículo de este capítulo son en realidad el título de una sección del libro que abarca desde el vers. 10:1 hasta el vers. 22:16, y que comprende 375 proverbios que, curiosamente pero no casualmente, es el valor numérico de las letras que conforman el nombre de Salomón, esto es, slmn. (Recuérdese que el alfabeto hebreo sólo tiene consonantes).
Esta larga sección central, que está formada por proverbios de sólo dos líneas, contrasta con los capítulos 1 al 9, que están conformados mayormente por poemas sapienciales de cierta extensión (por ejemplo, 4:20-27; o 6:1-5; o todo el cap. 7).
La mayoría de los proverbios de los capítulos 10 al 15 son de paralelismo antitético (Véase mi artículo “Para Leer el Libro de Proverbios II, #850 del 12.10.14) donde predomina el contraste entre el justo (o sabio) y el impío (o necio).
El justo parece ser el tema principal de este capítulo. Son 13 los proverbios en que aparece la palabra “justo” (14 si contamos el vers. 29, en que aparece la palabra “perfecto”, que quiere decir lo mismo). Seis de esos proverbios hablan acerca de su relación con la lengua, o con el hablar sabiduría. Ellos son los vers. 11, 13, 20, 21, 31, 32.
Hay muchos otros que se refieren al justo en general, o a su vida en relación con los avatares de la vida: el v. 3 es una promesa de provisión; el v. 6 es una promesa de bendiciones; el v.7 promete que el justo será bien recordado. Otros proverbios en que aparece la palabra “justo” son los vers. 16, 24, 25, 28 y 30.
La perícopa formada por los vers. 1 al 5 es un ejemplo de inclusio, recurso literario en que la palabra, o idea, del inicio es repetida al fin de la unidad, como ocurre también, por ejemplo, en 3:13-18.


1. “Los proverbios de Salomón. El hijo sabio alegra al padre, pero el hijo necio es tristeza de su madre.”
Es notable el hecho de que después de una larga serie de proverbios que empiezan con las palabras “Hijo mío” en los nueve primeros capítulos, el primer proverbio de este capítulo 10, trate acerca del hijo.
Los padres se alegran por todo lo bueno que alcanza su hijo, sean logros materiales o intelectuales. Y por ninguna cualidad se alegran más que por la sabiduría que demuestre tener, porque la sabiduría allana el camino del éxito (23:15,16,24,25). Dice: hijo “sabio”, y no “inteligente”, porque la sabiduría es más útil que la inteligencia. Muchos inteligentes fracasan en la vida si no son a la vez sabios, y es un hecho que la inteligencia no está siempre acompañada de sabiduría. En cambio, la sabiduría sí suele estar acompañada de inteligencia, aunque pueda no estarlo de instrucción. Sin embargo, aun con esa limitación, la sabiduría se impone en la vida y es mucho más útil.
¿En qué consiste la sabiduría en términos prácticos? En discernir lo que conviene hacer y lo que conviene evitar, y en saber tomar buenas decisiones. En cambio ¡cuánta tristeza acarrea el hijo necio a sus padres y, en especial, a su madre! (15:20). La necedad anula las mejores disposiciones. Hay necios inteligentes que acumulan fracaso tras fracaso. El necio se equivoca siempre, o casi siempre, en lo principal. El sabio acierta. He ahí la gran diferencia.
Aquí la alegría y la tristeza pertenecen a ambos progenitores: hay un alegrarse en el hijo que es propio del padre (15:20a; 23:15,16,24; 27:11: 29:3a), y un entristecerse que es propio de uno u otro progenitor, o de la madre en particular. (17:21,25; 19:13a; Sir:16:1-5).
Los hijos son, o eran, considerados como el mayor don de Dios para los esposos, que se alegraban con la fecundidad de su matrimonio (Gn 5:28,29; 33:5; Sal 127:3). (Nota 1). Pero con mucha frecuencia los hijos son un motivo de preocupación o de tristeza. Derek Kinder comenta al respecto: “Sin los lazos (sobre todo los del amor) por los cuales las personas son miembros los unos de los otros, la vida sería menos dolorosa, pero inconmensurablemente más pobre.” (“Proverbios”, pag 94).
Si el hijo sale necio, ¿no será porque los padres, o uno de ellos, descuidaron disciplinarlo de pequeño? Los proverbios que hablan de la satisfacción, o disgusto que los hijos causan a los padres tienen como contrapartida la pena medicinal, esto es, la corrección que los padres deben aplicar a sus hijos. Con frecuencia es la negligencia de los padres, o del padre específicamente, en educar a su hijo en el respeto de las leyes de Dios y de la convivencia humana, la causa del desvío del vástago, y de la tristeza que puede causarles cuando crezca. Eso fue el caso concretamente de los hijos de Elí, que fueron un motivo de mucho dolor para él (1Sm 2:22-25), y de la reprensión divina que recibió (1Sm 2:27-36), porque omitió corregirlos cuando debió hacerlo (1Sm 3:12-14; cf Pr 22:6; 23:13,14; 29:15). Y también es el caso de dos hijos de David, Amnón y Absalón, que le causaron muchos dolores de cabeza, especialmente el segundo, a los que él no corrigió cuando debió hacerlo.
En el Antiguo Testamento tenemos el caso de un hijo cuya sabiduría fue causa de gran satisfacción para su padre, esto es, Salomón (1R 2:1-4; 1Cro 22:7-13; 2Cro 1:7-12); y de otro cuya necedad fue motivo de gran aflicción para su madre, esto es, Esaú (Gn 26:34,35).

Este proverbio nos dice también que es obligación de los hijos ser un motivo de satisfacción para sus padres por su conducta recta y sabia. La satisfacción que les produzcan les será algún día recompensada. Mientras que lo contrario es también cierto: el dolor que por su inconducta les causen, será algún día causa de desvelos y preocupaciones propias.
De otro lado, conviene notar que un hombre inteligente no es necesariamente bueno. Hay malvados que son sumamente inteligentes, pero no hay sabio que pueda ser malo.
2. “Los tesoros de maldad no serán de provecho; mas la justicia libra de muerte.” (Pr 21:6,7)
Este proverbio y el proverbio 11:4 dicen prácticamente lo mismo, siendo la segunda línea en ambos idéntica. En la segunda línea de 11:4 “riqueza” reemplaza a “tesoros de maldad”, pero agrega que las riquezas de maldad no serán de provecho “en el día de la ira”, esto es, en el día del juicio, o de la muerte, y menos aún si se trata de la segunda muerte (Lc 12:19,20).
Eso nos haría pensar que las riquezas son necesariamente tesoros de maldad, pero no siempre es ése el caso; no siempre han sido acumuladas oprimiendo y explotando al prójimo. De otro lado, la muerte no viene siempre a los hombres en el día de la ira.
Las Escrituras nos enseñan el poco valor que desde la perspectiva de la eternidad, tienen las riquezas (Pr 23:5; Mt 6:19), aunque en la vida práctica puedan traer muchos beneficios. Mucho menor valor y utilidad tienen las riquezas mal adquiridas, porque en el algún momento se vuelven contra el que las posee, como denuncia Jeremías: “¡Ay del que edifica su casa sin justicia, y sus salas sin equidad, sirviéndose de su prójimo de balde, y no dándole el salario de su trabajo!” (22:13) (2) ¿De qué le sirvieron a Judas las treinta monedas de plata que recibió por traicionar a su Señor? Sólo para ser empujado al suicidio carcomido por los remordimientos (Mt 27:3-5). ¿De qué le sirvió a Acab, rey de Israel, incitado por su mujer, la perversa Jezabel, haberse apoderado de la viña de Nabot, después de haberlo hecho matar? Recibir la maldición divina, proferida por el profeta Elías, de que su linaje desaparecería con él, y de que el cadáver de su mujer sería comido por perros (1R 21:4-24).
El dinero mal adquirido a la larga no beneficia a su dueño, pero llevar una vida recta puede librar de peligros mortales. En este proverbio de paralelismo antitético se contrastan la honestidad de vida con las prácticas fraudulentas. Además se yuxtaponen dos vicisitudes contrarias: no ser de gran utilidad, frente al escapar con vida del peligro.
En las Escrituras tenemos un texto que ilustra la inutilidad de las riquezas mal adquiridas: “Como la perdiz que cubre lo que no puso, es el que injustamente amontona riquezas; en la mitad de sus días las dejará, y al final mostrará ser un insensato.” (Jr 17:11). Y tenemos el caso contrario en que la justicia (o rectitud de vida) libran de una muerte segura: el caso de Noé que no pereció en el diluvio. En el libro de Ester hay dos personajes cuyas vidas son un testimonio de cómo se cumple la verdad enunciada en este proverbio: el impío Amán, quien pese a su riqueza y poder terminó en el cadalso (Es 7:9,10); y el de Mardoqueo, que por su fidelidad a Dios fue enaltecido (10:1-3).
Para ilustrar este proverbio A.B. Faucett menciona los casos que ya hemos visto de Acab y de Judas, y observa además con razón que los dos talentos de plata que Giezi codiciosamente obtuvo de Naamán, sólo le sirvió para que la lepra de este último se le pegara (2R 5:20-27). De otro lado, dice él, la justicia, acompañada de misericordia y de generosidad, atrae la misericordia de Dios (Sal 41:1-3; 112:9; Dn 4:27; 2Cor 9:9). (3)
3. “Jehová no dejará padecer hambre al justo; mas la iniquidad lanzará a los impíos.”
Esta es una promesa rara vez incumplida que nos asegura la provisión permanente de Dios, tal como se expresa en el Sal 34:10 y en Pr 13:25a. Los casos en que Dios ha suplido la mesa de los suyos de una manera milagrosa son tan numerosos que no es necesario abundar sobre ellos. Pero es una permanente realidad. (4). El bello salmo 37, que es un compendio de proverbios, en su v. 25 formula una promesa semejante en distintos términos: “Joven fui, y he envejecido, y no he visto justo desamparado, ni su descendencia que mendigue pan” (Véase Is 33:15,16). Sin embargo, conviene insistir en el hecho de que los proverbios no son leyes absolutas que se cumplen siempre indefectiblemente, sino son principios generales deducidos de la observación de la realidad y de la experiencia, cuyo cumplimiento conoce excepciones dependiendo del tiempo y las circunstancias. Esto debe decirse para beneficio de quienes hayan visto a justos y a sus familiares alguna vez padecer hambre, o necesidad. Habría que añadir, sin embargo, que para que veamos las promesas de Dios cumplidas en nuestra vida, es necesario que creamos en ellas sin dudar (St 1:6,7).
Pero si alguna vez Dios permite que el justo padezca necesidad, lo hace para su bien, para otorgarle un beneficio mayor, o para que tenga ocasión de ejercitar su fe, como ocurrió con Pablo, quien en más de una oportunidad padeció hambre y sed, frío y desnudez (1Cor 4:11; 2Cor 11:27; Dt 8:3). Pudiera ser que el morir literalmente de hambre libre al justo de experimentar la miseria mayor que puede sobrevenir sobre la comarca donde vive. Y si así no fuera, ¿qué cosa es el dolor de la muerte por inanición comparado con la dicha que el justo encuentra en el cielo?
En una ocasión Jesús alentó a sus discípulos a confiar en la provisión divina puesto que Él alimenta a las aves del cielo que no siembran ni cosechan, recordándoles que los hombres valen más que ellas (Mt 6:25,26,31,32). Jesús es nuestro buen pastor (Jn 10:11) que lleva a sus ovejas a comer donde hay buenos pastos (Ez 34:14)
Para el segundo estico yo prefiero la versión: “pero Él desecha el deseo (o la avidez) de los impíos”. Uno padece de hambre, el otro siente gula. Aunque se parecen son apetencias distintas. El primero tiene el estómago vacío. El segundo está saciado y desea más. Dios desecha al segundo porque su necesidad es artificial, y su manera de actuar y su carácter le son desagradables. Aunque durante un tiempo al impío todo le sonríe y su mesa está plena, le llegará el día de las vacas flacas y entonces constatará que no tiene amigos; que los que tuvo, lo eran de su dinero.
4. “La mano negligente empobrece; mas la mano de los diligentes enriquece.”
Este proverbio parece que enunciara una verdad establecida derivada de la experiencia común, algo archisabido, que no requiere de ninguna iluminación de lo alto para reconocer. Sin embargo, aquí el Espíritu Santo confirma lo que el intelecto humano por sí solo puede conocer, para darnos a entender la importancia que tiene esa verdad, para que la tengamos muy bien en cuenta. El diligente cosecha los frutos de su trabajo, provisto que lo haga con inteligencia; el negligente, el que descuida sus obligaciones, el que pierde el tiempo, o trabaja mal, no progresa, sino empobrece.
Pero esta verdad se aplica a todos los campos: el que trabaja y estudia con ahínco desarrolla su intelecto; el artista que constantemente crea, dejará una obra; el investigador que quema sus pestañas, hará descubrimientos; el que es diligente en buscar a Dios, será premiado con una familiaridad íntima con Él, etc. Mientras que el que deja de hacer lo que debe y lo descuida, no obtiene ningún resultado. En toda actividad humana, la diligencia es condición para el éxito. Pablo lo pone así: el hombre cosecha lo que siembra (Gal 6:7).
Son varios los proverbios que en variados términos confirman este mensaje: 19:15; 20:4: 23:21. La pequeña perícopa 24:30-34 explica cómo la holgazanería se manifiesta en el descuido del campo y trae como consecuencia inevitable la pobreza (cf Ecl 10:18). Pr 13:4 opone el deseo frustrado del perezoso, a la prosperidad que alcanza el diligente, cuyos pensamientos persiguen esa meta (21:15a). La parábola de los talentos opone también a dos siervos diligentes que multiplican el dinero que se les confía, y son por eso premiados, a la pereza del siervo infiel que no obtiene para su señor ningún provecho, y es por eso condenado (Mt 25:14-30).
Pero esa no es la única ventaja de la diligencia. Por medio de ella el hombre prospera socialmente, adquiere propiedades (Pr 12:24) y se codea con los grandes (22:29). Trabajar la tierra fue la orden que se dio a Adán en el paraíso, no que sólo se alimentara cogiendo los frutos de los árboles del jardín (Gn 2:15,16). Como consecuencia del pecado el trabajo que demanda esfuerzo se convirtió en una ley de la vida (Gn 3:19).
Dios usa a los hombres que tienen las manos ocupadas, no a los ociosos: Moisés y David pastoreaban su ganado cuando fueron llamados (Ex 3:1,2; 1Sm 16:11,12). Gedeón estaba sacudiendo el trigo en el lagar (Jc 6:11). La fe y la pereza no suelen ir juntas; al contrario, la diligencia es compañera de la fe y de la confianza en Dios. Rut, la moabita, no le hizo ascos a recoger espigas con los segadores y terminó casándose con el dueño del campo (Rt 2:3; 4:13). Ella es contada entre las cuatro antepasadas de Jesús que menciona la genealogía con que se inicia el evangelio de Mateo (Mt 1:3,5,6).
Pero no solamente se debe trabajar por los bienes de la tierra; también debe hacerse por los del cielo con energía y perseverancia (Jn 6:27). Como dice Ch. Bridges, los negocios del mundo son inciertos, pero los espirituales son seguros. En el cielo no hay bancarrotas. El siervo diligente es honrado con un aumento de gracia y de confianza (Mt 25:21,29). La palabra hebrea jarutzim –que se traduce como diligente- designa a los que actúan con decisión y prontamente, a los que economizan su tiempo y los medios que emplean.
5. “El que recoge en el verano es hombre entendido; el que duerme en el tiempo de la siega es hijo que avergüenza.”
El hombre que recoge en el verano de su vida (de los 30 a 45 años) es hombre entendido. Es el tiempo en el cual se forja el bienestar de la edad madura, del otoño y del invierno. El que no lo aprovecha tendrá más tarde mucho que lamentar.
En el proverbio anterior se comparó la negligencia con la diligencia; en éste se opone la previsión a la imprevisión (Véase Pr 6:6-8). El libro del Eclesiastés subraya la importancia del tiempo oportuno para cada cosa (cap. 3). Un ejemplo claro de lo que afirma este proverbio es el caso de José en Egipto, que almacenó el grano cosechado en los años de abundancia para usarlo en los años de escasez (Gn 41:46-56).
¡Cuán importante es acumular conocimientos cuando la mente está fresca, aprende y asimila rápido! Ese bagaje adquirido temprano será muy útil más adelante en la vida profesional. ¡Y qué lamentable es, en cambio, desperdiciar ese tiempo valioso en que pudo haberse instruido! El que obró de esa manera tendrá mucho de qué avergonzarse en la edad madura cuando no tenga logros que exhibir.
Ahora es el tiempo aceptable (2Cor 6:2). Mañana será quizá tarde para hacer el bien que no hicimos cuanto tuvimos oportunidad (Gal 6:10). Cuanto mejor aprovechamos el tiempo que Dios nos da, más tiempo tendremos a nuestra disposición para servirlo (Ef 5:16). El apóstol Pablo es un buen ejemplo de alguien que trabajó con diligencia en la viña del Señor sin omitir esfuerzos; Demas, en cambio, es uno que desaprovechó la oportunidad que se le presentaba y perdió su recompensa (2Tm 4:10).
 Notas: 1. Digo “eran” porque muchos esposos en nuestros días evitan tenerlos, o los consideran una carga, o una limitación, y no hay duda que, de hecho, en muchos casos lo son.
2. Esta es una denuncia que alcanza a todos los empresarios y hombres de negocios que en nuestros días construyen sus fortunas sobre la base de la explotación de sus trabajadores, o del público, cobrando por sus productos precios exagerados. Algún día ese dinero mal ganado les arderá más que una plancha caliente en los lomos.
3. Con el tiempo la palabra “justicia” adquirió el sentido de limosna (Tb 4:7-11), lo que explica que en algunas versiones, la segunda línea diga: “pero la limosna libra de la muerte.”
4. Puede recordarse la ocasión en que David y los que le seguían fueron alimentados por quienes eran en verdad sus enemigos (2Sm 17:27-29).
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, yo te exhorto a arrepentirte de todos tus pecados y a pedirle perdón a Dios por ellos diciendo: Jesús, yo te ruego que laves mis pecados con tu sangre. Entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.

#927 (22.05.16). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

miércoles, 22 de mayo de 2013

LOS PADRES Y SUS HIJOS


Pasaje seleccionado de mi libro
“MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO”

LOS PADRES Y SUS HIJOS
La fuerza del hombre se manifiesta en el cariño, en la ternura con que trata a sus hijos, pero suele ser al revés, o pretende ser al revés. Yo creo que no hay mayor debilidad en un hombre que tratar con dureza a sus hijos cuando no es necesario, o sea, cuando no es cuestión de disciplina.
Es importante que los niños sean tratados con respeto… porque su seguridad futura en sí mismos va a depender del respeto que les muestran sus padres. Si sus padres los tratan sin respeto, sin consideración, como es común entre nosotros, el niño se siente inferior, y cuando salga más tarde a luchar por la vida se va a sentir en inferioridad de condiciones frente a los que son seguros de sí mismos. Muchos complejos vienen de ahí. Trata a tu hijo con respeto para que no se sienta inferior, no para que se sienta superior tampoco, sino que sienta que él es capaz de muchas cosas y tenga seguridad ante los demás.
(Págs. 168 y 169 Editores Verdad y Presencia, Telf 471-2178)

martes, 22 de junio de 2010

EL TEMOR DE DIOS I

Por José Belaunde M.

Un Comentario del Salmo 34:11-14

Con mucha frecuencia se tergiversa la noción del temor de Dios porque se tiene temor de la palabra temor. Pero el temor de Dios es temor de Dios. Nada menos.

Vayamos a los versículos 11-14 donde se dice: “Venid, hijos, oídme; el temor del Señor os enseñaré. ¿Quién es el hombre que desea vida, que desea muchos días para ver el bien? Guarda tu lengua del mal, y tus labios de hablar engaño. Apártate del mal, y haz el bien; busca la paz, y síguela.”

Aquí vemos a un padre que habla a sus hijos, como un maestro habla a sus discípulos, para enseñarles acerca del temor de Dios, porque es algo muy importante. Pero ¿qué cosa es el temor de Dios? El temor es ante todo temor, como he dicho. Esa palabra quiere decir lo que quiere decir. Puede significar también, y en ocasiones se entiende de esa manera, como respeto, reverencia, o también como asombro, espanto, ante la grandeza de Dios, ante los juicios de Dios.

En un escrito anterior yo describía al temor de Dios como una mezcla de espanto ante su majestad, de reverencia ante su santidad, de humildad ante su omnipotencia y de amor ante su bondad.

Pero el temor de Dios ante todo es temor a las consecuencias de pecar contra Dios, temor al castigo. Temor de la ira de Dios, temor de su justicia. Si nosotros revisamos el Antiguo Testamento, podemos ver efectivamente que cada vez que se habla del temor de Dios se habla de eso. Y es natural que sea así, pues Dios emplea con su pueblo una pedagogía adaptada a la vida y a la psicología humana.

Un ejemplo claro es la teofanía divina en el monte Sinaí cuando, después de haber comunicado Dios al pueblo hebreo los diez mandamientos del Decálogo a través de Moisés, el monte humea en medio de relámpagos y el pueblo se pone a temblar de pavor. Para tranquilizarlos Moisés les dice: “No temáis; porque para probaros vino Dios, y para que su temor esté delante de vosotros, para que no pequéis.” (Ex 20:20).

¡Qué interesante! Dios les muestra todo su terrible poder para que lo conozcan, no de oídas sino en vivo y en directo, un poder que descargarse sobre ellos con toda la fuerza, si es que se rebelan contra Él. Y luego les dice: “No temáis.” Es decir, no corréis ningún peligro ahora. Esto que veis es una solemne advertencia para que el temor de Dios os guarde de pecar. En el pasaje paralelo de Dt 5:29, después de que el pueblo se compromete a acatar todo lo que Dios les pide, Dios añade estas palabras: “¡Quién diera que tuviesen tal corazón, que me temiesen y que guardasen todos los días todos mis mandamientos, para que a ellos y a sus hijos les fuese bien para siempre!” Al que obedece a Dios le va bien en la vida, pero al que no…¡que espere a ver qué le sucede!

En ambos pasajes aparece una noción básica de la pedagogía divina: El temor de Dios tiene por finalidad apartar al hombre del pecado. Eso se ve desde el Génesis, en el pasaje donde Abimelec reprocha a Abraham que le haya ocultado que Sara es su mujer y él, sin saberlo, casi la hace suya. Abraham, a manera de excusa, le responde: “Porque dije para mí: Ciertamente no hay temor de Dios en este lugar, y me matarán por causa de mi mujer.” (Gn 20:11). Teniendo temor de Dios, piensa él, no me matarán, pero si no lo tienen, estoy muerto.

Nosotros sabemos que los hijos tienen temor de sus padres. ¿Por qué les temen? Tienen por lo menos temor al padre, quizás no tanto de la madre, pero sí y mucho, del padre, porque si el niño se porta mal, su mamá le dice: Le voy a decir a tu papá. Y el niño se muere de miedo de lo que puede pasarle, porque si su padre se entera, se pone bravo y lo castiga.

Ése es el modelo que usa Dios para hacernos entender en qué consiste el temor de Dios, esto es, la conciencia de que Él puede castigar a sus hijos, a sus criaturas, si le desobedecen, o hacen algo contrario a la justicia (Lv 25:35,36).

¿Quién no tiene la experiencia en su vida personal de haber hecho algo malo y haber sufrido las consecuencias? Esas cosas no ocurren de casualidad. Nosotros no vemos las causas de los acontecimientos, no vemos los resortes que hay detrás; pero ciertamente detrás de todas las cosas malas que ocurren a las personas o a la sociedad, hay quienes han hecho algo que ha generado una cadena negativa de causas y efectos detrás de los cuales está la mano de Dios que disciplina.

Esto lo vemos no sólo en la vida ordinaria de la gente sino también en los acontecimientos del mundo. El terrible derrame de petróleo en el Golfo de México que está causando tanto daño, ocurrió porque la compañía operadora concientemente descuidó tomar las precauciones necesarias, a pesar de que había sido advertida del peligro. ¿Es Dios ajeno a ello? No lo creo. Dios nos está advirtiendo que su paciencia se acaba.

El capitulo 3 del Génesis narra cómo Dios castigó severamente a Adán y Eva porque desobedecieron. Vamos a ver hasta qué punto fue grave el castigo que ellos sufrieron. Dios les había dado orden de que no comiesen del árbol del conocimiento del bien y del mal (Gn 2:17). Pero viene la serpiente, tienta a Eva, y Eva se deja seducir y come. Luego come Adán. Pero en lugar de sentir ellos lo que la serpiente les había prometido, que iban a tener un conocimiento superior (¡Cómo tienta a los hombres el conocimiento!), que sus ojos serían abiertos, y que serían como Dios, ¿qué dice el Génesis?. La experiencia que tuvieron fue muy distinta de lo que esperaban: “Y oyeron la voz de Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia del Señor entre los árboles del huerto.” (Gn 3:8)

Ahí aparece por primera vez el temor de Dios en la historia de la humanidad. ¿Por qué tuvieron temor de Dios en ese momento? Porque eran concientes de que habían desobedecido. Su sentimiento de culpa hizo que temieran. Hasta ese momento ellos se paseaban felices por el parque, comían a su gusto y hablaban con Dios. Estaban contentos en su presencia. Pero apenas pecaron tuvieron temor de Él.

Fíjense en el vers. 9: “Mas Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú? Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí. Y Dios le dijo: ¿Quién te enseñó que estabas desnudo?” Hasta ahora habían estado siempre desnudos sin ser concientes de estarlo, ni sentir vergüenza. Pero ¿qué les hizo tener conciencia de que estaban? “¿Has comido del árbol de que yo te mandé no comer?” inquirió Dios que lo sabe todo. Entonces Adán, cobarde que es, le contesta: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí”.

Repitamos. ¿Por qué se dieron cuenta de que estaban desnudos? ¿Qué había pasado? Se les habían abierto efectivamente los ojos como les había prometido la serpiente. Lo que les había dicho la serpiente era cierto. Tendrían conocimiento del bien y del mal. Pero no el conocimiento según Dios, inocente; sino el conocimiento según Satanás, con malicia, porque el conocimiento del bien no nos hace sentir vergüenza; pero el conocimiento del mal, sí. Los niños sienten vergüenza instintivamente cuando piensan algo malo. Los adultos, por muy endurecidos que estén, también.

Más allá del sentido literal del estar desnudos, hay un sentido más profundo en esa condición. Hay un pasaje en el Nuevo Testamento que nos hace pensar que ellos quedaron desnudos de la gloria de Dios. Estando en paz con Dios, y estando el Espíritu de Dios en ellos, ellos antes de pecar tenían posiblemente cuerpos gloriosos como serán los nuestros cuando resucitemos. Al verse ellos despojados de esa gloria que antes tenían, y al contemplar su nueva apariencia como cuerpos mortales, se sintieron desnudos y se tornaron concientes de las consecuencias de su desobediencia, y tuvieron miedo.

Pero Dios no les dice para tranquilizarlos: “No hijitos míos, no tengan miedo, no se preocupen, yo los quiero mucho, no es tan grave la cosa.” No, nada de palabras consoladoras. ¿Qué es lo que les dice? A la serpiente la maldice de modo que en adelante se desplazará arrastrándose por tierra. Y a la mujer le dice: “Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti.” (vers. 16) Tener hijos, que debía ser para la mujer una experiencia gozosa, se convertirá para ella en una experiencia penosa, por las incomodidades del embarazo, y porque daría a luz en medio de grandes dolores, que ningún hombre, creo yo, seria capaz de soportar.

Pero además, esas palabras contienen una maldición que establece las condiciones bajo las cuales la mujer se va a relacionar en adelante con el hombre, no una relación de igualdad y compañerismo, como al comienzo sino una relación de sometimiento que, dicho sea de paso, el cristianismo ha aliviado en parte, pero que en la antigüedad pagana y todavía en algunas partes del mundo no alcanzadas por el Evangelio, llega a extremos increíbles.

Pero al hombre no le dice: “Tú vas a mandar sobre tu mujer”, como sería la contraparte, sino le dice: “Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol del que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida.” (vers. 17) No lo maldice a él sino maldice a la tierra que le da de comer, y con ella maldice a su trabajo. Es decir, esta tierra que yo te había dado para que la cultives, y que antes te daba frutos en abundancia, en adelante será avara en su rendimiento. Tendrás que arrancarle con dolor tu alimento. La mujer parirá con dolor. El hombre cosechará penosamente.

Y prosigue diciendo: “Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás.” (vers. 18,19) Esta ultima frase nos recuerda la manera cómo Dios creó al hombre, tomando polvo de la tierra, esto es, barro, y dándole forma. (Gn 2:7) Nosotros, necios que somos, nos jactamos de la fortaleza, o de la belleza, de nuestro cuerpo, pero no somos más que eso, arcilla que Dios modeló y a la que dio vida.

En esas palabras de Gn 3:18,19 que hemos citado (“polvo eres y al polvo volverás.”) se cumple además lo que Dios le había advertido a Adán: “Si comes del árbol que está en medio del jardín, (es decir, si me desobedeces), morirás.” (Gn 2:17). ¿Quieren esas palabras decir que si no hubieran pecado, Adán y Eva y sus descendientes serían inmortales? Eso es lo que algunos intérpretes, y yo con ellos, creen; que llegado el término fijado para su vida terrena, el hombre sería levantado al cielo como lo fueron Enoc y Elías.

Respecto de Gn 3:18,19 notemos cómo a pesar de todos los esfuerzos que ha hecho el hombre a través de los siglos, y de todo el ingenio que ha invertido para hacer que su trabajo sea más fácil por medio de las herramientas y de las maquinarias ideadas por él, incluyendo la automatización, el trabajo sigue costándole gran esfuerzo al hombre. Aunque trabaje en una linda oficina alfombrada, con secretaria y computadora, al final del día está cargado, cansado. Y durante el trabajo mismo, si ya no tiene que dar de azadones en la tierra, se pelea con su compañero, o con su jefe porque no le dan el sueldo que merece y, de repente, hasta lo botan del trabajo. Es decir, a pesar de todos los adelantos de la tecnología moderna, el trabajo sigue siendo para el hombre un motivo de sufrimiento, de modo que realmente puede decirse que come el pan aderezado con el sudor de su frente.

Ahora bien, el trabajo en el mundo caído no es sólo una maldición, porque a través del trabajo el hombre se realiza como ser humano. Mediante el trabajo el hombre desarrolla sus habilidades, sus capacidades, que permanecerían dormidas si él no trabajara. De modo que el trabajo es también un bendición para el hombre. De ahí que a nadie le gusta estar sin empleo. Se siente inútil y se deprime.

Sin embargo, pese a todas esas compensaciones, el trabajo no deja de ser penoso. Por eso tomamos vacaciones una vez al año y la gente aspira a jubilarse algún día para gozar de la libertad de hacer con su tiempo lo que le da la gana.

Hemos visto pues, que como consecuencia de su desobediencia, Adán y Eva fueron expulsados del paraíso. ¿Por qué se le llama paraíso? Porque era un lugar maravilloso, como un parque precioso, lleno de árboles, de caídas de agua y de fuentes, en el que estaban reunidas todas las cosas que hacen la vida agradable.

Expulsados de ese lugar encantado que Dios había preparado para ellos, la tierra se convirtió para ellos en lo que con razón llamamos un valle de lágrimas, con su torbellino de pasiones, de rivalidades y celos, y muy pronto, de asesinatos. Vemos pues cómo desde el comienzo de la historia de la humanidad queda sentado el principio de que desobedecer a Dios trae consecuencias. De esa manera aprende el hombre a conocer el temor de Dios: la noción de que nadie puede desobedecerle sin atenerse a las consecuencias. De ahí que desde las primeras líneas de ese compendio de sabiduría que es el libro de Proverbios queda sentado: “El principio de la sabiduría es el temor de Dios” (Pr 1:7). ¿Cómo comienza la sabiduría? Temiendo a Dios. ¿Cómo aprende el niño a ser sabio? Temiendo al castigo. Se le dice: no hagas eso. Si no hace caso y lo hace, se le castiga y llora el niño; pero ya aprendió. Si quiere volver a hacerlo una segunda vez, se retiene, porque sabe que lo van a castigar. El castigo les enseña la sabiduría a los niños. Aprenden por experiencia que lo que uno hace trae consecuencias.

Nada peor y más dañino que esa filosofía pedagógica que se difundió hace unos cincuenta años y que sostenía que no se debe castigar al niño, porque lo reprime, lo frustra y despierta en él sentimientos agresivos. Naturalmente eso ocurre cuando el castigo es injusto, cruel o excesivo. Pero no cuando el castigo es justo y se aplica con amor. De ahí que Proverbios diga: “El que detiene el castigo, a su hijo aborrece; mas el que lo ama, desde temprano lo corrige.” (13:24). Y que otro diga: “La vara y la corrección dan sabiduría; mas el muchacho consentido avergonzará a su madre.” (29:15).

NB. Este artículo y su continuación están basados en la trascripción de una charla dada hace más de veinte años en un grupo de oración carismático, lo que explica el estilo libre e improvisado.

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miércoles, 10 de marzo de 2010

LA ADMINISTRACIÓN DEL NO Y OTROS TEMAS FAMILIARES

¡Cuántas veces hemos visto el espectáculo de niños a quienes sus padres les dicen “No hagas tal cosa”, y lo siguen haciendo como si fueran sordos!

No han sido educados para obedecer a sus padres. El niño que crece habituado a no obedecer a sus padres en las minucias de la infancia, no les obedecerá cuando sean grandes y, cuando sea adulto, tenderá a desobedecer a las leyes y a las autoridades, porque lo han acostumbrado desde pequeño a no respetar las prohibiciones y a hacer lo que le da la gana. Eso explica mucho del desorden que vemos en nuestro país (Nota 1).

¿Quiénes son los culpables? Los padres que no supieron asumir su responsabilidad de educar bien a su hijo. Pero en ciertos casos también algunos falsos expertos que sostienen, con argumentos falaces, que no debe frustrarse a los niños con prohibiciones y limitaciones a sus caprichos.

Sin embargo, la verdad de Dios que está en la Biblia amonesta a los padres a que disciplinen a sus hijos, sin exasperarlos. Hay más de cincuenta proverbios que hablan de la educación y de la disciplina de los hijos. Mencionaré sólo uno: “El que detiene el castigo, a su hijo aborrece; mas el que lo ama desde temprano lo corrige.” (13:24).

La educación es un proceso que empieza desde que el niño nace. El niño de pocos meses debe ser amado, acariciado, consolado y atendido en sus necesidades, pero debe también ser enseñado que No es No.

Si se le acostumbra a acatar el No de su padre y de su madre con un simple gesto, o una mirada severa, entenderá el mensaje, y se acostumbrará a acatarlo.

Si, no obstante, insiste en seguir haciendo lo que se le prohíbe, entonces sin discutir ni darle razones, se le toma de la mano, o se le carga y se le aleja del lugar donde está, o se le quita lo que estaba cogiendo. Esto puede hacerse sin ninguna dureza ni cólera, sino como algo natural.

Para poner un ejemplo simple: a los niños cuando empiezan a gatear –y hay que dejarlos gatear aunque se ensucien- les atraen sobremanera los enchufes y quieren tocarlos y meter sus deditos en los huecos. Eso es un peligro para ellos. Hay lugares donde se venden unos tapones que tapan el enchufe y que impiden que el niño pueda introducir sus deditos en los huecos del enchufe. Pero si no se consigue esos adminículos, es importante enseñar al niñito a no tocar el enchufe.
Cuando el niño se acerca al enchufe, basta con decirle suavemente: Nooo, para que el niño comprenda. A la tercera o cuarta vez habrá entendido que el enchufe es No, no.
Y esto se puede hacer sin severidad, sin llantos, con una sonrisa. El niño siente, intuye, cuando los padres lo reprimen por amor, a condición naturalmente de que ese amor se exprese con frecuencia.


Yo recuerdo que cuando uno de mis hijos, que era especialmente terco, se negaba a abandonar su juego para ir a la cama llegada la hora de acostarse, yo simplemente, sin discutir, lo levantaba por los pies y lo depositaba suavemente en su cuja, de la que, como tenía barrotes, ya no podía salir.
Al cabo de poco tiempo entendió y ya no se resistía, porque comprendió que era inútil, puesto que yo era más fuerte que él.


Medidas de ese tipo deben tomarse sin discutir ni dar razones al niño pequeño. Más adelante, cuando el niño se acerque a la edad de la razón (7 años) puede explicársele por qué se le manda, o se le prohíbe tal o cual cosa, pero después de que haya obedecido. Esto naturalmente presupone una actitud de amor de los padres con sus hijos. Si el padre, o la madre, o ambos, no aman a sus hijos, es muy difícil que las cosas funcionen. El amor es la primera condición.
Pero no se debe tratar de convencer con razones a los niños pequeños para que obedezcan. Eso es como rogarles que hagan lo que tienen que hacer. Los padres que se comportan de esa manera les hacen gran daño a sus hijos. Los preparan para ser unos tiranos cuando sean más grandes, y unos egoístas majaderos y engreídos cuando sean adultos.


Recuerdo que cuando nuestros hijos eran pequeños -y eran varios, y seguidos- y los llevábamos de visita a casa de parientes, o a algún lugar público, la gente se sorprendía de lo formalitos que eran, pues no hacían travesuras y se quedaban callados. Simplemente se comportaban así porque les habíamos enseñado a que en casa ajena, o en público, debían quedarse tranquilos, y lo hacían de una manera natural. En lugar de jugar o de pelearse entre sí, como suelen hacer los niños, observaban o escuchaban. Para un niño inteligente eso puede ser tan interesante como jugar.

Una de las claves en este proceso del aprendizaje de la obediencia es que se le enseñe al mayor desde pequeño a obedecer sin chistar. El segundo y los que sigan lo imitarán de una manera natural porque los niños son imitadores natos.

Una segunda clave del aprendizaje de la obediencia es que, en compensación de la obediencia, el niño pueda gozar de plena libertad en su pequeño mundo. El niño debe disponer de un espacio, o cuarto propio, en el cual pueda jugar a sus anchas y hacer lo que le venga en gana, incluso haciendo ruido.

Cuando cumpla un año, o quizá antes, debe poder entrar y salir de su cuja cuando se despierte. (Para eso hay cujas que tienen uno o dos barrotes removibles). Cuando no hay peligro de que se caiga y no necesite barrotes, conviene que tenga un colchón sobre una tarima baja, casi al nivel del suelo. Es barato y eficiente aunque quizá no del todo elegante. (2).

Debe dejársele armar y desarmar sus juguetes mecánicos, aunque eso signifique romperlos. Él no lo hace por romper sino por curiosidad: quiere saber cómo funcionan.

Los padres que castigan a sus hijos porque rompen sus juguetes están pensando en el dinero que les costaron, y no piensan que los juguetes sirven entre otras cosas para romperlos. Naturalmente se les puede enseñar también a conservar los juguetes que pueden serles útiles cuando sean más grandes.

He hablado de la necesidad de que los niños dispongan de un espacio propio para jugar. Si son varios las casas y departamentos modernos no siempre tienen las dimensiones adecuadas a las necesidades de espacio de los niños. Cuando mis hijos eran pequeños el ambiente más grande de la casa era el salón, que se convirtió en la sala de juegos de mis hijos, y siempre estaba patas arriba para escándalo de mis padres. Los sillones eran los castillos sobre cuales peleaban los caballeros con sus espadas, y el sofá de tres cuerpos era el colchón sobre el cual aterrizaban haciendo piruetas.

Cuando venía el verano y no íbamos a la playa, trasladaban sus travesuras al pequeño jardín, que para ellos era enorme. Su juego favorito era embadurnarse de barro de los pies a la cabeza estando desnudos. Luego se duchaban con la manguera -que era otro de sus juguetes favoritos- y había que secarlos antes de que oscureciera y se enfriaran.

Mis hijos crecieron sin televisor en casa, aunque podían ver uno que otro programa infantil en casa de los vecinos. Por contrapartida leían mucho, lo que fue muy bueno para sus estudios. El año 80, por las elecciones, me traje un televisor viejo de casa de mi madre. Después lo lamenté, porque el menor de mis hijos fue menos lector que sus hermanos mayores. Yo no dudo en decir que, en principio, la TV de señal abierta es perjudicial para los niños.

¿Y qué decir del castigo físico? A veces puede ser inevitable, pero cuando los chicos han sido bien entrenados, su uso puede ser sólo ocasional. Yo me traje del Brasil un látigo de gaucho que terminaba en una hoja de cuero duro, que sacaba chispas. Sólo tuve que usarlo un par de veces, y a mí me dolió más creo que a ellos. Cuando el ruido que hacían era excesivo –que para los visitantes de la casa era insoportable- me bastaba con pegar un latigazo con todas mis fuerzas contra una puerta, para que se restableciera súbitamente el orden y guardaran silencio. Nadie se movía. Sabían que dolía y eso bastaba.

Para que el niño aprenda a obedecer es muy importante que los padres estén siempre de acuerdo, que no les diga uno una cosa, y el otro, otra. Porque, de lo contrario, no sabrán a quién obedecer y se quedarán desconcertados.

Si los padres no están de acuerdo respecto de las reglas que hay que imponer a sus hijos, no deben ponerse a discutir delante de ellos. Eso les afecta mucho más de lo que los adultos pueden imaginar.

Los padres deben ventilar sus diferencias en privado y en silencio. Escuchar a sus padres discutir produce angustia en los niños, que cuando es provocada con frecuencia, se puede convertir en ansiedad crónica. Muchas neurosis de los adultos provienen de angustias repetidas sufridas de niño y provocadas por los padres.

Esto me lleva al tema de relaciones conyugales. El amor de sus padres hace felices a los hijos y contribuye poderosamente a su equilibrio emocional. Los niños intuitivamente sienten cuando los padres gozan amándose. La felicidad de los padres, la armonía que hay entre ellos, crea en el hogar un ambiente de paz que les es muy beneficioso. Yo iría hasta decir que a causa de sus hijos, los padres tienen la obligación de amarse y ser felices.

En cambio, la infelicidad de los padres y ser testigos de sus discusiones y peleas constantes, les hace mucho daño; los entristece y los vuelve inseguros.

Por ese motivo es muy importante que los padres se traten siempre entre sí con cortesía, amablemente, sin dureza, y que traten de la misma manera a sus hijos.

Así como los padres deben respetarse mutuamente, los niños deben también ser tratados con respeto. Si tú has de ser maleducado o malgeniado, sélo fuera de tu casa, no adentro. Reserva tus mejores modales para tu hogar, no al revés. Así enseñarás automáticamente a tus hijos a ser bien educados. Aprenderán las buenas maneras de sus padres.

Esto me lleva a tocar un tema que tiene que hacer inevitablemente con el presupuesto de la familia, y es el número de hijos que deben engendrar los padres. Soy consciente de que éste es un asunto controvertido.

Pero antes de abordarlo quiero recordar lo que la Biblia dice al respecto: “He aquí, herencia de Jehová son los hijos; cosa de estima el fruto del vientre. Como saetas en mano del valiente, así son los hijos habidos en la juventud. Bienaventurado el hombre que llenó su aljaba de ellos; no será avergonzado cuando hablare con los enemigos en la puerta.” (Sal 127:3-5)
Otro salmo dice: “Tu mujer será como vid que lleva fruto a los lados de tu casa; tus hijos como brotes de olivo alrededor de tu mesa. He aquí cómo será bendecido el hombre que teme a Jehová.” Sal 28:3,4.


No conozco ningún pasaje de la Biblia que recomiende no tener hijos, o limitarlos. Más bien tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento bendicen la fecundidad de la mujer. Notémoslo: Las familias numerosas y unidas son la fortaleza de los pueblos.


Es un hecho histórico que conviene recordar, que uno de los factores que ayudaron a la expansión del cristianismo en los primeros siglos fue que los hogares cristianos tenían muchos hijos, comparado con los paganos que, por egoísmo, evitaban tenerlos.

El dicho conocido de que todo hijo que nace viene con su pan bajo el brazo, no figura en la Biblia, pero tiene un firme sustento bíblico.

Alguno quizá objete: Puede ser que el hijo venga con un pan bajo el brazo, pero no viene con la pensión escolar de regalo.

Es cierto, los tiempos han cambiado. El costo de la educación ha subido mucho desde los años noventa (3) y, lamentablemente, ya no se puede confiar en la educación escolar gratuita que ofrece el estado.

Sin embargo, pese a esos factores que impone la realidad yo, como alguien que tuvo nueve hijos y que no se arrepiente de ello, sigo creyendo que los padres deben estar abiertos al don de la fecundidad y tener todos los hijos que les sea posible tener o, como se decía antes, que Dios les mande.

Si los esposos cristianos hacen uso de los medios anticonceptivos químicos para limitar el número de sus hijos, deben ser conscientes de que ellos están empleando medios que fueron inventados con miras a facilitar la libertad sexual, y que, de refilón, han contribuido enormemente a la infidelidad conyugal y al divorcio. (4)

Décadas atrás uno de los grandes frenos de la promiscuidad y de la infidelidad era el temor al embarazo. La pastilla anticonceptiva eliminó ese temor, pero dio también lugar a una tremenda disminución de la tasa de natalidad de las naciones europeas que hoy están sufriendo una disminución progresiva de su población. Como consecuencia, para mantener la productividad de sus fábricas que necesitan obreros, recurren a los inmigrantes que, a la vez, por racismo rechazan. Ese hecho está socavando la paz de sus sociedades y entraña serios peligros para su futuro. (5)

El Perú tenía años atrás una tasa de natalidad vigorosa superior al 3%, que permitió que la población creciera rápidamente –¡Recuérdese que población es poder!- Pero en los últimos años ha visto reducir su tasa de natalidad a un nivel bastante inferior, en parte debido a las campañas compulsivas de ligaduras de trompas hechas en la década del 90, y a la difusión de las pastillas del día siguiente y otros métodos anticonceptivos. Actualmente la tasa de natalidad peruana es inferior al 2.5%, pero continúan los esfuerzos de los antinatalistas –financiados desde el extranjero- para que siga disminuyendo (6).

Naturalmente la realidad del costo de la alimentación, de la vivienda y de los colegios no puede ser soslayada. Pero es un hecho que en una familia numerosa los hijos pueden ser educados mejor. Si además hay amor entre los padres, los niños crecen psicológicamente más sanos.
Por eso yo invito a los esposos jóvenes a buscar la guía de Dios en lo que respecta al número de hijos que Él quiere que tengan, del número de hijos que Él quiere que sean bendecidos por la fe en Él que ellos tienen, y a estar abiertos a lo que Él les guíe.


Los padres no pueden nacer de nuevo por sus hijos, pero sí pueden educarlos de tal manera que estén abiertos a la palabra de Dios y estén dispuestos a entregarles su vida a Dios algún día.

Tener una familia numerosa impone ciertamente limitaciones y sacrificios a los esposos, pero ése es un sacrificio que Dios bendice y que retribuye de maneras insospechadas.


Pero ¿de qué serviría que tengan una familia numerosa si los niños crecen indisciplinados y sin temor de Dios? Sepan pues los padres cristianos que su primera obligación con sus hijos, después de alimentarlos, es enseñarles a obedecer.

Notas:

1. Debido a la crisis crónica que aflige a las familias en las clases populares, muchos niños crecen sin padre, lo que contribuye al problema de la indisciplina.
2. Las camas altas pueden ser convenientes para la utilización del espacio (porque tienen cajones debajo del colchón) pero no son adecuadas al tamaño del niño. ¿Qué adulto se sentiría cómodo con una cama cuyo colchón esté a la altura de su pecho?
3. Por culpa de una equivocada ley dada durante la década del 90 las universidades se convirtieron en instituciones de lucro, es decir en un negocio: la negación de lo que es una universidad. A partir de esa ley las pensiones no sólo de la universidades privadas, sino también las de los institutos técnicos empezaron a subir a niveles nunca vistos, que han convertido a la educación superior en una dura carga para los padres.
4. Es oportuno recordar que hasta 1930 todas las iglesias y denominaciones sin excepción se oponían tajantemente a los métodos anticonceptivos artificiales.
5. Para que se mantenga estable el nivel de la población de un país se requiere que la tasa de fecundidad por mujer sea del 2.1%. Por encima de esa tasa la población crece; por debajo, disminuye. Hay países europeos cuya tas de fecundidad femenina es 1.2. En cambio, las familias de los inmigrantes musulmanes tienen numerosos hijos. Eso ha llevado a un conocido líder islámico a predecir que en 50 años Europa será un continente musulmán.
6. No debe confundirse la tasa de fecundidad femenina con la tasa de natalidad. Mientras la primera indica el número de hijos que en promedio tienen las mujeres, la segunda, descontada la tasa de mortalidad, señala el ritmo al cual crece anualmente la población de un país.

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