jueves, 10 de noviembre de 2011

JESÚS SANA A UN PARALÍTICO

Por José Belaunde M.

“Entró Jesús otra vez en Capernaum después de algunos días; y se oyó que estaba en casa. E inmediatamente se juntaron muchos, de manera que ya no cabían ni aun a la puerta; y les predicaba la palabra.
Entonces vinieron a él unos trayendo un paralítico, que era cargado por cuatro. Y como no podían acercarse a él a causa de la multitud, descubrieron el techo de donde estaba, y haciendo una abertura, bajaron el lecho en que yacía el paralítico. Al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados.
Estaban allí sentados algunos de los escribas, los cuales cavilaban en sus corazones: ¿Por qué habla éste así? Blasfemias dice. ¿Quién puede perdonar sino sólo Dios?
Y conociendo luego Jesús en su espíritu que cavilaban de esta manera dentro de sí mismos, les dijo: ¿Por qué caviláis así en vuestros corazones?
¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle: Levántate, toma tu lecho y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa.
Entonces él se levantó en seguida, y tomando su lecho, salió delante de todos, de manera que todos se asombraron, y glorificaron a Dios, diciendo: Nunca hemos visto tal cosa.”
(Mr 2:1-12)
Diremos para comenzar que todos somos el paralítico, porque todos hemos sido heridos por el pecado, y todos hemos necesitado ser sanados de esa herida. Nadie aquí se salva de eso. Pero sólo Jesús puede sanar esa herida.
El paralítico necesitaba ver a Jesús, pero no podía ir donde Jesús porque no podía caminar. El pecado lo había dejado espiritualmente inválido. El no podía acercarse a Jesús por propia iniciativa.
Felizmente tenía unos amigos que lo animaron y se prestaron para llevarlo donde Jesús. ¡Benditos sean esos amigos que llevan a sus amigos enfermos donde Jesús! ¿Cuántos de los que leen estas líneas tuvieron un encuentro con Jesús gracias a un amigo que lo llevó a Él?
Sin embargo, los amigos se encontraron con muchos obstáculos que impedían llevar al paralítico donde Jesús. Muchos se oponían, no dejaban que el enfermo fuera llevado a Jesús. ¿Qué vas a hacer tú buscando a Jesús? Te vas a volver un fanático, Así como estás, estás muy bien, aunque no puedas caminar.
Pero los cuatro amigos persistieron y encontraron un resquicio, una oportunidad inesperada para llevar a su amigo enfermo donde Jesús y presentárselo para que lo sane.
Pero ¡oh sorpresa! Jesús no lo sana de primera intención, sino le dice: “Tus pecados te son perdonados.”
Ellos deben haberse dicho: Está muy bien eso, pero lo que este hombre necesita ahora urgentemente no es que le perdonen sus pecados sino que lo sanen de la parálisis. ¡Jesús, por favor! ¡Olvídate de sus pecados y sánalo!
Sin embargo, Jesús hizo bien en perdonarlo primero que nada, porque antes de que nos sanen nuestras enfermedades, necesitamos que nuestros pecados sean perdonados.
El pecado es peor que la peor enfermedad, porque el pecado es la causa, el origen de todas las enfermedades. Así que si alguien está enfermo, lo primero que necesita es arrepentirse y creer para que sus pecados le sean perdonados.
Eso no nos autoriza a deducir, sin embargo, que si alguien está enfermo es porque ha pecado. Las causas de la enfermedad pueden ser muchas y no todas son causadas por pecados concretos. Las enfermedades pueden ser incluso pruebas que Dios permite para probar nuestra fe. Lo que sí es cierto es que el origen, o causa remota de todas las enfermedades que sufre el hombre es el pecado, en primer lugar, porque sujetó a la creación a “la esclavitud de la corrupción” (Rm 8:21); y en segundo, porque “la paga del pecado es muerte” (Rm 6:23) y la enfermedad es la embajadora de la muerte.

Ahora volvamos al comienzo del episodio para ver los detalles del relato.
Marcos dice que Jesús volvió a Capernaum, que está en el lago de Genesaret. Ninguna ciudad de Israel gozó con tanta frecuencia de la presencia de Jesús. Esa ciudad fue su centro de operaciones. Ahí hizo Él muchos de sus milagros y predicó muchas de sus enseñanzas. Sin embargo, la mayoría de los habitantes de esa ciudad no creyeron en Él. Se asombraron de sus milagros pero no se convirtieron. Por eso pronunció Jesús sobre Capernaum palabras muy duras cuya severidad fue sólo superada por las que dirigió a Jerusalén: “Y tú Capernaum, que eres levantada hasta el cielo, hasta el Hades serás abatida; porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en ti, habría permanecido hasta el día de hoy. Por tanto os digo que en el día del juicio, será más tolerable el castigo para la tierra de Sodoma, que para ti.” (Mt 11:23,24).
Cuando la gente se enteró de que Jesús estaba en la ciudad inmediatamente fueron a buscarlo. Eso ocurría dondequiera que Él estuviera. Querían verlo y escucharlo. ¿Por qué sería? Primero que nada, en verdad, porque hacía milagros.
El texto dice: Estaba en casa. ¿Qué casa? La casa de Pedro donde Jesús se alojaba cuando estaba en Capernaum.
El pasaje paralelo en Lc 5:17 dice que el poder del Señor estaba con Jesús para sanar. Toda sanidad es obra del poder de Dios, no del hombre. Hay veces en que el poder de Dios para sanar se siente casi físicamente. Eso es lo que hace que la gente se sane. No las manos del que las impone, sino el poder de Dios, la unción que reposa sobre él.
Marcos dice que Jesús les predicaba la palabra. ¿Qué palabra? La palabra de Dios. Todo lo que Jesús predicaba era palabra de Dios, las palabras que su Padre ponía en su boca (Jn 5:19). Por eso Pedro pudo decirle a Jesús: “Tú tienes palabras de vida eterna.” (Jn 6:68).
La palabra de Dios es la que transforma vidas. Es la palabra que nunca retorna vacía sino que hace aquello para lo cual es enviada. (Is 55:11)
Al acercarse los amigos a la casa donde se encontraba Jesús vieron que estaba atestada de gente y que no se podía entrar. Pero ellos amaban mucho a su amigo enfermo y no se dejarían amilanar por las dificultades. Enfrentarían cualquier obstáculo por ayudarlo.
Cuando amamos realmente a nuestros amigos, estamos dispuestos a hacer cualquier cosa por ayudarlos. ¡Ojalá tengamos nosotros esa clase de amigos!
Esos amigos eran como enfermeros que cargaban a su amigo. Necesitamos enfermeros espirituales que lleven a Jesús a la gente enferma por el pecado y por su vida desordenada.
Entonces a los amigos se les ocurrió una solución osada: Hacer un hueco en el techo y bajarlo con cuerdas por el hueco.
Subirlo al techo no era difícil porque las casas en Israel entonces tenían una escalera externa que llevaba al techo. Pero ¿cómo abrirían un hueco en el techo? ¿Con qué derecho? Con el derecho que dan la fe y el amor. Pero ¿no estaba ahí Pedro, el dueño de casa? Impulsivo y temperamental como él era ¿permitiría que le destrocen el techo?
Imagínense además el ruido y el polvo del techo que caería sobre los que estaban dentro. Y su sorpresa.
El texto dice: “Al ver Jesús la fe de ellos.” ¿La fe de quiénes? La fe de los cuatro amigos, naturalmente, pero también la fe del enfermo. Él era el que tenía más fe porque para dejarse descolgar por el techo estando paralítico……
El debe haberles dicho: Llévenme como sea para ser sanado. ¿Quién no está dispuesto a hacer cualquiera cosa para ser sanado de una enfermedad grave?
Preguntémonos ¿Qué clase de fe en particular era la que ellos tenían? ¿Cuál era el objeto de su fe? ¿Fe para ser salvo? No. Fe de que Jesús podía sanar a su amigo.
Al ver pues Jesús la fe de ellos, le dijo al paralítico: “Hijo”. Lo trata cariñosamente para animarlo. Ese hombre enfermo necesitaba ser tratado con amor, no con indiferencia como solemos hacer. Todo enfermo sufre, sobre todo si es de una enfermedad grave. Necesita cariño, amor, cuidado.
Luego le dice: “Tus pecados te son perdonados.” Eso era algo que el paralítico no esperaba, pero al oírlo él debe haberse sentido aliviado por esas palabras. Un peso mayor que la enfermedad se le cayó de encima. La peor de todas las cargas que podemos llevar es la opresión causada por el pecado.
¿Por qué le perdonó Jesús sus pecados? No lo hizo por bondad sino porque vio que el hombre tenía fe en Él. “De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en Él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre.” (Hch 10:43; cf 13:38)
Había ahí unos escribas presentes. ¿Por qué estaban ellos allí? ¿Querían acaso aprender de Jesús? ¿O querían quizá hacerse sus discípulos? De ninguna manera. Ellos querían sorprender a Jesús en alguna palabra imprudente, o peligrosa, para poder acusarlo. Y Jesús no los decepcionó en este caso; les dio en la yema del gusto porque dijo algo por lo que pensaban que podrían denunciarlo a las autoridades.
Ellos se dijeron entre sí: Este tipo blasfema, porque sólo Dios puede perdonar los pecados.
Ellos pensaron dos cosas: una equivocada, porque Jesús no blasfemaba; y una correcta, porque es verdad que sólo Dios tiene poder para perdonar los pecados.
Ellos pensaron: Este hombre pretende tener la autoridad de Dios para perdonar los pecados. Pero Jesús no pretendía tener esa autoridad. Él la tenía en verdad, porque el Padre le había dado autoridad para juzgar (Jn 5:27). Él no blasfemaba como ellos equivocadamente pensaron, porque Jesús, siendo Dios, tenía el poder de perdonar.
Fijémonos en que ellos no habían hablado en voz alta; sólo habían pensado esas cosas en su interior. Pero Jesús sabía lo que pensaban.
Jesús sabe todo lo que la gente piensa y no tiene necesidad de que nadie se lo diga. (Jn 2:24,25). El sabe todo lo que tú, que me escuchas o lees, piensas. No puedes ocultarle ni el menor de tus pensamientos. No hay manera de esconderse de su mirada que penetra como espada afilada hasta lo más profundo del ser. Recordemos lo que dice Hebreos: “Todas las cosas están desnudas y abiertas ante los ojos de Aquel a quien debemos dar cuenta.” (4:13).
¿Y si Él revelara a todos lo que tú piensas? ¿Cómo quedarías? Ten cuidado, porque algún día todo lo oculto será revelado, y todo lo que tú hiciste y pensaste será expuesto a la vista y oídos de todos para que todos lo sepan.
Jesús entonces les pregunta a los escribas: ¿Qué es más fácil: decirle a un paralítico: “Tus pecados te son perdonados”, o decirle: “Levántate… y anda”?
Ciertamente es más fácil decirle: “Tus pecados te son perdonados”, porque no hay manera de comprobar que haya ocurrido, no hay ninguna evidencia visible. Cualquiera puede decirlo. Pero decirle a un paralítico: “Levántate y anda”,·no es tan fácil, porque si no se levanta quedas muy mal.
Jesús continúa: “Para que sepáis que yo tengo el poder de perdonar los pecados, ahora le digo al paralítico: ´Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.’” Y el paralítico se levantó, tomó su camilla y se fue.
En otras palabras, si yo puedo decir y hacer lo que es difícil (sanar a un paralítico), también puedo decir lo que es más fácil (perdonar los pecados).
Pero en realidad, bien mirado, es al revés: No es que si Jesús puede sanar, también puede perdonar, sino que si Él puede perdonar los pecados también puede sanar a un paralítico. Si puede lo mayor, también puede lo menor. Porque perdonar los pecados de alguien es una obra mucho más grande que sanarlo de una enfermedad.
Notemos que el paralítico había sido llevado cargado en una camilla, y que él salió de ahí cargando la camilla en que solía estar acostado.
Notemos también que al probarles a los escribas que Él podía perdonar los pecados Él les estaba diciendo implícitamente: Yo soy Dios, porque sólo Dios puede hacer eso, como ellos bien sabían. Pero no le creyeron.
Ellos en verdad ya habían tenido un motivo para creer que Él fuera Dios, porque les había mostrado que Él sabía lo que cavilaban en su interior, algo que nadie puede hacer, a menos que el Espíritu Santo se lo revele. Pero lo pasaron por alto. No hay ciego más ciego que el que no quiere ver.
Jesús le dijo al paralítico: Toma tu camilla y vete a tu casa, por dos motivos: Uno porque de lo contrario el paralítico hubiera sido capaz de volver a acostarse en su camilla aun estando sano, porque estaba acostumbrado a estar echado todo el tiempo en ella. Y dos, para que alegrara a su familia viendo que él estaba sano. Ellos habían sufrido seguramente de verlo en ese estado. Tanto más se alegrarían de verlo caminando.
La parálisis que el hombre había sufrido fue en realidad una bendición encubierta para él. Porque si no hubiera sido por esa enfermedad quizá el nunca hubiera tenido ese encuentro con Jesús, quizá nunca hubiera recibido el perdón de sus pecados.
¿Cuántos podrían testificar que el sufrimiento los ha hecho sabios, los ha hecho mejores? Las tribulaciones pueden ser misericordias; las pérdidas pueden ser ganancia; la enfermedad del cuerpo puede significar la sanidad del alma (J.C. Ryle). Recordemos las palabras del salmo 119: “Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos.” (vers 71)
Pensemos en lo que ese encuentro significó para el paralítico. Él fue llevado a esa casa enfermo de cuerpo y alma, y regresó sano, restaurado y caminando. Pero, sobre todo, regresó libre de los pecados que oprimían su alma. Había sido perdonado. Algo que él, al ir donde Jesús, no buscaba. Notemos que cuando uno se acerca a Dios alcanza mucho más de lo que busca. (Rm 8:32).
Al escuchar las palabras de perdón de Jesús y ver el milagro, los que estaban presentes en la casa abarrotada no blasfemaron, como habían hecho los escribas, sino que dieron gloria a Dios por lo que habían presenciado.
En el pasaje paralelo de Mateo se dice que los presentes maravillados glorificaron a Dios que había dado tal poder a los hombres. Notemos, sin embargo, que pese a lo que habían visto, ellos no reconocieron que Jesús era Dios. No captaron el argumento con que Jesús había respondido a los escribas afirmando implícitamente en los hechos que Él era Dios. Evidentemente ellos veían en Jesús sólo a un hombre, a un profeta a quien Dios había concedido poderes milagrosos para curar.
Así solemos ser nosotros. Nos cuesta comprender lo que Dios nos está diciendo o mostrando. Somos testarudos.
Jesús hizo en ese lugar tres milagros: Perdonar los pecados del paralítico, leer los pensamientos de los escribas, y sanar al paralítico. ¿Quién sino Dios puede hacer tales cosas?

NB. Este artículo está basado en la trascripción de una charla dada recientemente en el ministerio de la “Edad de Oro”.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y entregándole tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

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viernes, 4 de noviembre de 2011

MI ALIENTO EN SUS MANOS

Por José Belaunde M.

En el capítulo 5to del libro de Daniel hay una palabra que el profeta dirige al rey Belsasar, que está preñada de profundo significado: "y al Dios en cuya mano está tu vida, y de quien son todos tus caminos..." (Dn 5:23d).

Algunas traducciones leen "vida", otras "aliento" en este pasaje. Ambas acepciones se complementan, pero la última es la que mejor traduce el original (Nota 1). La vida de la persona está en su aliento, como sabemos, o deberíamos saber, desde que lo leímos en el libro del Génesis: "Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente." (Gn 2:7). (Nota 2) El ser humano inanimado devino en un ser viviente (nefesh) cuando Dios sopló en sus narices el aliento de vida. El bebe recién nacido, que en el vientre materno ha vivido del oxígeno y los nutrientes que le trae la sangre de su madre, empieza su propia vida como ser autónomo cuando exhala su primer grito y respira por primera vez con sus propios pulmones.

Todos sabemos instintivamente y por experiencia, que la vida está ligada al aliento, a la respiración. Por ejemplo, para verificar si una persona está todavía viva o ha muerto, observamos si aún respira. Si respira, vive; si no respira, ha muerto, porque cuando las células del cerebro no reciben oxígeno mueren en poco tiempo.

Cuando hemos estado largo tiempo bajo el agua, o algo nos ha impedido respirar, aspiramos desesperados el aire que nos falta para seguir viviendo. No poder respirar es una de las sensaciones más horribles que podemos experimentar.

La materia inerte, sabemos bien, no respira. Las piedras no respiran, pero las plantas, sí, y su respiración durante el día enriquece de oxígeno la atmósfera. Si no fuera por ellas el aire de la atmósfera se volvería al cabo de un tiempo irrespirable.

Pues bien, ese aliento que da vida a los seres que respiran procede de Dios. Él es su creador y nuestro aliento está en sus manos. Bellamente lo expresa el Salmo 104: "Les quitas el aliento, dejan de ser y vuelven al polvo. Envías tu espíritu y son creados y renuevas la faz de la tierra." (v.29,30). Cuando Dios quita el aliento a los seres vivientes, éstos vuelven al polvo, esto es, a la sustancia de la tierra de la cual fueron creados. Se diría que el autor del Génesis había estudiado biología antes de que esta ciencia fuera inventada. El aliento está en sus manos porque de Él viene la fuerza que mueve el diafragma e hincha nuestros pulmones con el aire aspirado.

Cuando Dios envía su espíritu los seres vivientes que pueblan la tierra son creados; seres vivientes de todo tipo, desde los microscópicos hasta los gigantes. Y sin embargo, ¡oh suprema ignorancia! tanto los animales como los hombres viven sin saber que es de Dios de quien viene su vida, que es Dios quien se las da y que es Dios quien se las quita. Que los animales lo ignoren, pase, pero que el hombre que tiene inteligencia no lo sepa, o no lo reconozca, o quiera negarlo, es injustificable. ¡Cuánto mejor fuera su vida si tuviera este hecho siempre presente! ¡Cuán bueno fuera que nosotros junto con todos los seres vivientes de la tierra cantáramos con el salmista: "Todo lo que respira alabe al Señor", (Sal 150:6) haciendo de nuestra respiración un incesante cántico!

Pero Daniel en el pasaje citado dice algo más: nuestros caminos, es decir, nuestro comportamiento, nuestras acciones, son suyas. Sí, todo lo que yo hago, consciente o inconscientemente, con mi mente, mi imaginación, mis sentimientos, o mi cuerpo, le pertenece a Dios, porque es Él quien me ha dado la vida que me permite moverme, obrar y sentir; Él es quien me ha dado el cuerpo y las fuerzas con que actúo, y la mente que gobierna y da dirección a mis actos.

Mis acciones pues le pertenecen, pero, he aquí la gran pregunta: ¿Las reclamaría Dios como suyas? ¿Rubricaría Él con su firma todo lo que yo hago? ¿Las refrendaría como refrenda el presidente las decretos de sus ministros y las leyes? ¿Son todas mis acciones y pensamientos dignos de que Dios diga: Estos actos son míos? ¡Ah! ¡Cuán lejos están en verdad mis actos de que Dios pueda llamarlos suyos! Más bien, lo contrario es cierto: Nuestras acciones son de tal naturaleza que Él frecuentemente las repudia y, de cierta manera, tiene que voltear su rostro para no verlas (Is 59:2).

Sin embargo, si yo viviera de acuerdo a su voluntad, debería ser capaz de decirle a Dios en todo tiempo: Esto que estoy haciendo en este momento, te lo ofrezco a ti, pues lo hago con la vida y con el cuerpo que tú me has dado y en obediencia a tus deseos. Y lo hago con el propósito de agradarte y honrarte. ¡Que bendición sería para mí que yo pudiera decirle eso sinceramente a Dios todos los instantes de mi vida!

No obstante, si yo dijera eso, no tendría nada de qué jactarme, porque lo único que estaría haciendo en realidad es darle a Dios lo que de suyo le pertenece. Como dice San Pablo, estaría rindiendo a Dios el culto racional que le corresponde: "Os ruego hermanos, por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional." (Romanos 12:1) Si yo actuara así, en lugar de presentar mis "miembros como instrumentos de iniquidad al pecado" (Rm 6:13a), entonces Dios, con todas sus bendiciones, estaría sobre mí y sobre todo lo que yo hago, y yo tendría éxito en todo lo que emprendiera. Tampoco podría hacer nada que le disgustara.

El ser humano ha recibido de Dios una voluntad libre, esto es, libre para hacer lo que Dios desea. Pero el hombre, como hizo su padre Adán antes que él, hace mal uso de la libertad que ha recibido y prefiere hacer no lo que Dios quiere, sino lo que él mismo desea o se le antoja. Como ha comido del fruto del árbol del bien y del mal, él quiere decidir por sí mismo, y se erige en árbitro de lo que es bueno y de lo que es malo. En su soberbia ha sacado a Dios del terreno de la ética y de la moral y ha puesto ambas bajo el imperio efímero de sus inclinaciones y sus caprichos.

Pero a causa de su rebeldía, tal como le ocurrió a Adán, sus acciones se vuelven contra él y tiene que sufrir las consecuencias naturales de sus actos. Encima de eso a causa de su rebeldía las maldiciones que Dios pronunció contra Adán ("maldita será la tierra por tu causa..." Gn 3:17) recaen redobladas sobre sus hombros; todo lo que él hace se vuelve contra él y por ello recoge un fruto amargo. He aquí la raíz del sufrimiento humano. En otras palabras, obrando en contra de la voluntad de Dios, todas sus acciones son por fuerza malas, perversas, y algún día tendrá que cosechar, aunque no quiera, el fruto que corresponde a la semilla que él mismo sembrara.

En esta dicotomía entre obediencia y rebeldía está encerrada la historia de cada individuo y de la raza humana entera. La tragedia de la humanidad es que la historia de Adán se repite de día en día, de año en año y en todas las latitudes en cada ser humano. Nosotros somos los actores de una tragedia mil y mil veces representada sobre el tabladillo del mundo.

Pero el nuevo Adán, Cristo, que fue obediente allí donde el primer Adán había desobedecido (1Cor 15:45; cf Rm 5:14), al tomar forma de siervo y hacerse obediente hasta la muerte en el árbol de la cruz (Flp 2:8), ha rescatado al hombre de las maldiciones que el pecado trajo consigo y le ha abierto la posibilidad de iniciar una nueva vida en Él.

Es esa nueva vida que surge de su resurrección lo que Jesús ofrece a todo ser humano que crea en Él: "El que cree en mí tiene vida eterna" (Jn 6:47), no en el futuro, sino ahora. No en un sentido metafórico, simbólico, sino efectivo, real. Una nueva vida, como la que Jesús eternamente tiene, que transforme su ser entero, su manera de ser y su manera de pensar y obrar. Porque somos "hechura suya, creados en Cristo para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que las hiciéramos." (Ef 2:10). Una nueva vida que lo impulse a ser como Él es, a tratar de imitarlo; una nueva vida que algún día encontrará su cumplimiento pleno, cuando lo veamos cara a cara en el cielo y, como dice San Juan en su primera epístola, "seremos semejantes a Él porque lo veremos tal cual es". (1Jn 3:2b).

A ese momento, a esa culminación de nuestra existencia, deberíamos todos aspirar, como apunta la flecha al blanco, y deberíamos emplear sin desmayar todas nuestras fuerzas, nuestra mente y nuestra voluntad para llegar a esa meta.

Notas: 1. En hebreo una misma palabra ("neshamá" o "ruaj", según los casos), designa a la vez al aliento y al espíritu. En griego la palabra "pneuma" designa a ambos.
2. La Biblia dice también que la vida del hombre está en su sangre (Gn 9:4; Lv 17:11,14), y por eso cuando el hombre se desangra, muere. Pero el principio de vida que contiene la sangre proviene de su aliento, no sólo por el oxígeno que transporta a las células del cuerpo, sino porque contiene una esencia inmaterial que Dios le comunicó con su aliento. De ahí viene que el hombre, por mucho que trate, nunca podrá convertir en viviente la materia inanimada.

NB. Este artículo fue transmitido como charla por la radio y publicado por primera vez el 14.12.03 en una edición limitada. Lo he revisado ligeramente para esta su segunda impresión.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y entregándole tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#698 (23.10.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

viernes, 28 de octubre de 2011

LA BREVEDAD DE LA EXISTENCIA II

Por José Belaunde M.

UN COMENTARIO DE JOB 14:13-22

13. “¡Oh, quién me diera que me escondieses en el Seol, que me encubrieses hasta apaciguarse tu ira, que me pusieses plazo, y de mí te acordaras!”
En la desesperación que le produce el triste estado en que se encuentra, Job desea la muerte, (esto es, descender al Seol) o, por lo menos, una muerte transitoria, o un estado de inconciencia que se le parezca, durante el tiempo en que dure la ira de Dios contra él, si tal cosa fuese posible.
Él atribuye su condición a un castigo –a su juicio inmerecido- que Dios le inflinge, y que, como toda cárcel, es limitado en el tiempo. Él no piensa en la posibilidad de que Dios esté poniendo a prueba su paciencia y su fidelidad, como Satanás incitó a Dios que hiciera al comienzo del poema (Jb 1:7-12).
Pero ¿no son para nosotros muchas veces las difíciles circunstancias por las que pasamos simplemente una prueba de nuestra paciencia y constancia a la que Dios nos somete por un poco de tiempo? San Pedro lo expresa claramente en su primera epístola cuando escribe: “para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo.” (1 P 1:7).
Muchos tienden a pensar que las dificultades por las que atraviesan son un castigo que Dios les manda por sus faltas. Olvidan que con frecuencia nuestros problemas surgen simplemente como consecuencia natural de nuestra conducta errada. El hombre cosecha lo que siembra. Si sembró mala semilla, cosechará mala hierba.
Es cierto también, como dice la Escritura, que Dios considera a veces necesario disciplinar al hombre, como el padre disciplina a su hijo. Pero Hebreos mismo dice que aunque la disciplina cause tristeza momentánea, al final “da fruto apacible de justicia.” (Hb 12:5-11).
En el caso de Job, como se lee al final del libro, ese fruto fue una gran recompensa, pues él recibió multiplicados los bienes que temporalmente había perdido (42:10-17). Pero más que ningún otro premio le valió el ver a Dios con sus propios ojos (42:5). Algo semejante ocurre con nosotros que, cuando somos probados, al final salimos ganando, y algún día, como Job, veremos a Dios cara a cara.

14ª. “Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?”
Como ha mencionado el deseo de morir transitoriamente, o de que Dios le permita esconderse temporalmente en el Seol mientras esté airado con él, Job se pregunta a sí mismo: ¿Puede el hombre volver a vivir si ha muerto? La respuesta implícita a su pregunta es negativa, porque una vez muerto el hombre, no vive una segunda vez. (Nota).
Pero el solo hecho de que se haga esa pregunta expresa el deseo profundo de su alma de revivir algún día cuando le toque despedirse de este mundo. Y ése era, y es, el deseo de la mayoría de los seres humanos: que la muerte no sea el final definitivo de su existencia, sino que haya un futuro más allá de su vida física.

14b, 15. “Todos los días de mi edad esperaré, hasta que venga mi liberación. Entonces llamarás, y yo te responderé; tendrás afecto a la hechura de tus manos.”
Como ha descartado la posibilidad deseada de morir temporalmente –o de estar inconciente un tiempo como en un trance- a Job no le queda sino esperar hasta que Dios se apiade de él y lo libere de su miseria presente. Él no descarta que eso pueda ocurrir; más bien está seguro de que ocurrirá, porque añade: “Entonces llamarás, y yo responderé…”.
¿Por qué dice eso? Porque ahora aunque él clame a Dios, Dios no le responde. Pero cuando venga la liberación de su condición actual de enfermedad y miseria, será Dios quien le hable, y él quien sumisamente le responda, porque entonces Dios mostrará afecto por el ser que sus manos hicieron y formaron (Jb 10:8-11; cf Sal 119:73).
Job expresa sin ambages su convicción, que formaba parte de su fe, de que Dios es el Creador de la vida individual, de que Dios forma individualmente cada cuerpo humano que nace, como lo expresa tan bellamente el salmo 139: “Porque tú formaste mis entrañas; tú me hiciste en el vientre de mi madre.” (vers. 13). La vida humana no es un fenómeno ciego fruto del azar que se genera por actos humanos casuales, sino que Él interviene como Creador en la concepción de cada vida humana. No hay vida si Dios no provee su aliento. ¡Qué seguridad y qué confianza proporciona al hombre saber que él es un ser creado individualmente por Dios, y no fruto del azar! ¡Qué hay un Dios que lo llamó a la vida y que vela sobre él, y sin el cual ninguna existencia es posible!

16. “Pero ahora me cuentas los pasos y no das tregua a mi pecado.”
Sin embargo, Job se queja de que Dios lo vigile constantemente (así interpreta él en su dolor la forma como Dios lo cuida), al punto de que cuente cada paso que da, como haría un carcelero a quien han encomendado vigilar a un delincuente peligroso.
Es como si dijera: me pides cuenta de cada cosa que hago, de cada palabra que pronuncio, de cada pensamiento que alberga mi mente. En efecto, en cierto sentido tiene razón Job porque, como dice David, apenas vamos a pronunciar una palabra, antes de que se emita ya Dios la sabe toda (Sal 139:4). Nuestra alma y nuestro ser son transparentes para Él. Pero Dios no asume esa actitud como un juez severo que está siempre al acecho dispuesto a castigar la menor falta del hombre, como equivocadamente piensa Job (“no das tregua a mi pecado”), sino que, como un Padre amoroso que tiene cuidado de sus hijos, Él vigila todos sus pasos.
Jesús dijo que si no cae al suelo sin que Dios lo sepa un pajarillo de esos que se venden por unos centavos en el mercado, ¿cómo no va a cuidar de nosotros que valemos mucho más que un pajarillo? (Mt. 10:29). Dijo además que aun los cabellos de nuestra cabeza, con ser tantos, están contados (Mt 10:30).
El salmo 121:4 dice que el que guarda a Israel (y a todos los hombres) no se duerme ni dormita, como hacen a veces los vigías cuando les vence el sueño, porque Él nunca se cansa.

17. “Tienes sellada en saco mi prevaricación, y tienes cosida mi iniquidad.”
Como Job ha reconocido que es imposible para el hombre justificarse ante Dios (9:2), sumido en su aflicción y en su sentimiento de culpa, él se siente acosado por la memoria de sus pecados pasados, y piensa que Dios los tiene todos ellos cosidos a su cuerpo enfermo como un saco de cilicio que lo atormenta. Él ignora que un día ocurrirá más bien lo contrario, que el Hijo de Dios mismo, en su locura de amor por el hombre, llevará para redimirlo todos sus pecados y los nuestros en su cuerpo clavado sobre un madero, y que por las llagas que cubrieron enteramente su cuerpo nuestras heridas serán sanadas (1P 2:24).
El misterio de nuestra redención no le había sido revelado y por eso él se desespera pensando que ni aun el arrepentimiento lo librará del castigo. ¡Cuánto ignora él de Dios y de su misericordia! Pero notemos que aunque se queje, él no reniega de Dios sino mantiene su integridad, contra lo que el diablo esperaba, y su mujer insensatamente le aconseja: “¿Aun mantienes tu integridad? Maldice a Dios y muérete.” (Jb 2:9). ¡Cuán frustrado debe haberse sentido Satanás, el acusador, que creía que Job era fiel a Dios sólo en la prosperidad porque le convenía, pero que no lo sería en la desventura! (Jb 1:8-11).
Aunque Job ignoraba muchas cosas acerca del amor de Dios ¡qué ejemplo nos da él de perseverancia, a nosotros que hemos recibido la gracia de la redención, pero que a veces nos desesperamos cuando las cosas no nos salen como quisiéramos!

18, 19. “Ciertamente el monte que cae se deshace, y las peñas son removidas de su lugar; las piedras se desgastan con el agua impetuosa, que se lleva el polvo de la tierra; de igual manera haces tú perecer la esperanza del hombre.”
Job debe referirse aquí a algún fenómeno de la naturaleza que él puede haber contemplado, o del que ha oído hablar: un monte que se desmorona como consecuencia de un gran terremoto, o de un deslizamiento de tierras producido por grandes lluvias, como está sucediendo en nuestros días en algunos países tropicales.
Que las pesadas rocas puedan ser removidas de su lugar no es algo que suceda frecuentemente, y no suele ocurrir por mano humana. Pero lo que Job tiene en mente con estas imágenes, que son símbolos de estabilidad aparente, es mostrar cómo lo que parece permanente, puede mudarse y desaparecer.
A esas imágenes añade Job la de las piedras del lecho de los ríos impetuosos que, al ser arrastradas por la corriente, se desgastan. En efecto, las piedras que suele haber en el cauce de los ríos son lo que llamamos “cantos rodados”, de contornos redondos y sin aristas.
“…que se lleva el polvo de la tierra.” Algunos traducen: “que se lleva las cosas que crecen del polvo de la tierra”, esto es, las plantas que parecen firmemente enraizadas en ella.
Las imágenes que él evoca son figuras de la impermanencia del hombre que perece, y con él su esperanza; esto es, su esperanza de prolongar su vida y alcanzar la felicidad. Este es un pensamiento que también figura en Proverbios (“Cuando muere el hombre impío perece su esperanza…”, 11:7), lo que muestra que la muerte y sus consecuencias eran una preocupación de la gente de entonces, como lo ha sido en todos los tiempos. Aunque algunos puedan alcanzar largas vidas, la muerte súbita, inesperada, sea por enfermedad o accidente, o en la guerra, es una realidad constante a la que todos estamos expuestos. En nuestros días, gracias al progreso de la medicina, es cierto, la esperanza de vida ha aumentado, y muchas enfermedades antes mortales tienen cura, pero aunque el promedio de vida haya aumentado, y hoy la longevidad sea más común, la muerte sigue siendo un fenómeno ineludible, pues todos, tarde o temprano, seremos llevados a la tumba, y nos tendremos que despedir de nuestros afectos humanos y de las cosas que atesoramos. Por eso puede Job decir:

20. “Para siempre serás más fuerte que él, y él se va; demudarás su rostro, y le despedirás.”
Dios es eterno, inconmovible; el hombre, no. El hombre perece y al cabo de algunos años, o décadas, su memoria se esfuma; nadie se acuerda de él y de lo que hizo, salvo que lo que hiciera fuera muy importante y alcanzara notoriedad. De ahí que en la antigüedad pagana los hombres trataban de alcanzar la inmortalidad en el recuerdo de sus semejantes haciendo alguna hazaña que fuera siempre recordada. Hoy mismo en la historia de nuestro país, por ejemplo, hay personajes que siempre recordamos por alguna gesta heroica o alguna labor memorable. Pero son una pequeñísima minoría. De la mayoría el único recuerdo que perdura es su nombre en la lápida de algún cementerio.
Eso es lo que somos, polvo que retorna a su origen, y Job muy oportunamente nos lo recuerda. Nos recuerda también cómo, al final de sus años, el cuerpo del hombre inevitablemente decae, su rostro se demuda por la enfermedad, su belleza se marchita, y la sonrisa se aleja de sus labios a medida que su vida se inclina al sepulcro.

Cuando sus restos yazcan bajo tierra, dice Job con acierto:
21. “Sus hijos tendrán honores, pero él no lo sabrá; o serán humillados, y no entenderá de ello”.
Una vez muerto el hombre, la vida sigue su curso; sus hijos e hijas, si los tuvo, prosiguen sus actividades. Llorarán un tiempo al difunto y harán luto por él o ella en la medida que lo amaron y fueron a su vez amados. Pero su recuerdo con el tiempo se desvanece.
Los padres en el sepulcro no se enteran de si les va bien o mal a sus hijos; no se enteran de si reciben honores y son premiados por sus logros, o si son humillados o castigados por sus fracasos. Los descendientes de su linaje aumentarán, pero ellos no conocerán su rostro; no retozarán con sus nietos y bisnietos, ni los cargarán en sus brazos. No por eso, sin embargo, serán olvidados por Dios.
La vida en la tierra prosigue su curso, pero ellos no toman parte en ella; como corredores o caminantes cansados quedaron al borde del camino y nadie se ocupa ni se acuerda de ellos. Otros cruzarán airosos la meta y recibirán el premio, pero ellos quedaron fuera de carrera.

22. “Mas su carne sobre él se dolerá, y se entristecerá en él su alma.”
En la perspectiva de Job, que no conoce la inmortalidad y cree que todo termina en la tumba, los últimos años del hombre son tanto más penosos cuanto mayores sean las aflicciones de su carne acosada por los achaques y las enfermedades, y cuanto mayor sea la tristeza con que la soledad y la ingratitud de los suyos lo aflija.
Y en verdad, si el hombre no tiene a Dios consigo, si en su alma no brilla la esperanza de una vida mejor más allá de la tumba, si no tiene la certeza de que se encontrará con su Creador cuando deje este mundo, morir es la más triste de las tragedias, una tragedia sin remedio, porque nada de lo gozado o sufrido podrá llevarse consigo, ni tampoco tiene, según cree, a dónde llevarlo.

Nota: Es cierto que más adelante en el poema Job expresa su fe en la resurrección (Jb 19:25-27).

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y entregándole tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

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martes, 18 de octubre de 2011

LA BREVEDAD DE LA EXISTENCIA I


Por José Belaunde M.

UN COMENTARIO DE JOB 14:1-12
1,2. “El hombre nacido de mujer, corto de días (Nota 1)
y hastiado de sinsabores, sale como una flor y es cortado, y huye como la sombra y no permanece.”
Estos dos versículos iniciales son una descripción de la vida humana, bajo la perspectiva amarga de alguien a quien los sinsabores que ha experimentado lo han desilusionado de la existencia y que la mira sin esperanza.
El hombre, en efecto, nace de la mujer que lo lleva en su seno durante nueve meses –que para algún pesimista serían la mejor etapa de su existencia- así como la mujer, en el orden de la creación, nace del hombre (Gn 2:21-23), de modo que, como dice Pablo, “ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón” (1 Cor 11:11. Léase todo el pasaje 11:8-12), porque ambos son mutuamente necesarios. (Nota 2)
La vida del hombre es corta a sus ojos, -aunque en época de los patriarcas superaba los 100 años- pues el tiempo vuela y no podemos detenerlo. Apenas ha empezado el hombre a vivir y ya debe prepararse a abandonar la existencia, cuando aún quisiera seguir gozando de ella, si es que los infortunios y las tribulaciones no se la han vuelto amarga, como ocurrió con Job. Pero aún en la desgracia el hombre se aferra a la vida, porque vivir es un bien en sí mismo.
“Sale como flor y es cortado.” La imagen de la flor de fugaz belleza como símbolo de la vida es recurrente en las Escrituras: “Toda carne es hierba y toda su gloria como flor del campo… Sécase la hierba, marchítase la flor, mas la palabra del Dios nuestro permanece para siempre.” (Is 40:6b,8, citado por 1 Pedro 1:24,25). También aparece en el Salmo 103:15,16: “El hombre, como la hierba son sus días; florece como la flor del campo, que pasó el viento por ella, y pereció, y su lugar no la conocerá más.”
Durante unas horas, o unos días, la flor nos encanta con su perfume y su lozanía alegra la vista. Pero su belleza es pasajera, porque muy pronto se marchita y es echada a la basura, así como la vida del hombre, aun la más gloriosa, termina en el sepulcro.
El libro de Job compara también la vida humana a la sombra fugaz, como la de un pájaro que vuela por los aires y que proyecta su sombra en el suelo un instante antes de desaparecer en el cielo. No hay nada más insustancial que una sombra que depende del sol, o de una luz que la proyecta. Si se va la luz, o se nubla el sol, la sombra desaparece. No tiene existencia propia.

3,4. “¿Sobre éste abres tus ojos, y me traes a juicio contigo? ¿Quién hará limpio a lo inmundo? Nadie.”
Job se queja con Dios: “¿Con un ser de existencia tan efímera como el hombre te ensañas y lo convocas ante tu tribunal para acusarlo? ¿Qué puede un ser tan miserable como yo hacer para defenderse de tus juicios? ¿Cómo podría yo justificarme ante ti? ¿No soy yo acaso conciente de mis pecados y de mi miseria moral?” En el capítulo anterior Job le ha pedido a Dios: “Retira de mí tu mano y tu terror no me espante.” (13:21).
Enseguida Job hace una pregunta muy válida desde la perspectiva del creyente antes de la venida del Mesías: ¿Quién puede hacer que lo inmundo sea limpio? ¿O quién puede hacer que de lo impuro salga algo puro? (Nota 3). No hay sacrificio de animales que pueda limpiar el pecado del hombre. A lo más esos sacrificios podían cubrirlo temporalmente para que Dios en su misericordia voluntariamente no los viera. Al hacer esa pregunta Job no sabía que algún día lejano vendría un Salvador, el propio Hijo Unigénito de Dios, a limpiar el pecado de todos los hombres.
Él no lo podía prever ni lo podía imaginar, pero el profeta Isaías, iluminado por el Espíritu, lo anunció: “Ciertamente llevó Él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores; y nosotros lo tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas Él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por su llaga fuimos nosotros curados.” (Is 53:4,5).
Pero eso estaba muy lejos de la mente de Job, que no tenía una revelación plena de la misericordia divina. El sacrificio de Cristo en la cruz era algo inimaginable para él. Y si alguien se lo hubiera anunciado lo habría tildado de locura. ¡Que Dios mismo pudiera hacerse hombre para expiar los pecados de la humanidad! ¡Qué absurdo! Hay demasiada distancia entre Dios y el hombre para que algo semejante pueda suceder; Dios es demasiado santo para contaminarse con la miseria humana. Él la conoce y la tolera por un tiempo porque la mira de lejos, desde la altura de su trono. Pero no lo toca ni querría acercarse a ella, piensa él.

5. “Ciertamente sus días están determinados, y el número de sus meses está cerca de ti; le pusiste límites, de los cuales no pasará.”
Los días de la vida del hombre están contados de antemano y nadie puede aumentarlos o acortarlos. Dios ha puesto un límite a la vida de cada individuo de acuerdo a su eterno consejo que nadie puede penetrar, y ese límite es el mejor para cada uno.
Alguno quizá objetará: Si eso fuera cierto, ¿por qué le concedió Dios al rey Ezequias quince años más de vida cuando estaba a punto de morir? ¿Acaso sus lágrimas eran para ti, oh Dios, más conmovedoras que las del común de los mortales? ¡Cuántos hombres y mujeres al acercarse al último trance han clamado a ti para que les concedas, no años, al menos unos meses más de vida, y no los has escuchado!
Tú eres un Dios “que no hace acepción de personas” dice tu palabra (Dt 10:17). ¿Por qué las lágrimas de un rey tuvieron para ti la virtud de que le alarguen sus años y no la tendrían las mías? (Nota 4)
A quien le haga esa pregunta Dios le contestaría: “Yo no le alargué la vida a Ezequias. Esos quince años adicionales estaban previstos desde la eternidad. Yo sólo quise probarlo para ver si en medio de su aflicción seguía confiando en mí. Y como sí lo hizo –y yo sabía que lo haría- quise premiarlo como ya había planeado hacer, dándole los años que me pidió y que yo ya había previsto para él”.
No hay nada que pueda sorprender a Dios, ningún acontecimiento humano que Él no haya conocido desde la eternidad. No hay incluso pensamiento ni deseo fugaz de la mente humana que Dios no haya percibido, ni lo habrá jamás.

6ª. “Si tú lo abandonares, él dejará de ser;”
Seguro de la vitalidad de que goza, el adulto no sabe que su vida pende de un hilo que puede romperse en cualquier momento, (o no quiere pensar en ello). Ese hilo es el sostén que Dios proporciona a cada ser humano, sostén que Él le retira cuando quiere, según su propio sabio consejo que el hombre no puede penetrar.
Ese es el pensamiento que expresa el Salmo 104:27-30, no sólo respecto del hombre sino de todos los seres que pueblan la tierra y, en particular, las palabras: “les quitas el hálito (aliento), dejan de ser y vuelven al polvo.” (v. 29b) ¿Qué hálito? El hálito de vida que Dios sopló en las narices de Adán cuando lo creó (Gn 2:7).
Si la vida de que el hombre goza es tan frágil –algo que por experiencia sabemos muy bien- ¿cómo debe vivir él? Siempre listo, preparado, para abandonar este mundo y presentarse a juicio ante su Creador. Eso es lo que Jesús nos exhorta hacer en ese pasaje en que habla de la venida del Hijo del Hombre en Mateo 24, en particular en los versículos 42 al 44, y especialmente este último, que dice: “Por tanto, también vosotros estad preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis.”. Allí Jesús habla de su venida al final de los tiempos, pero esas palabras pueden aplicarse también a la vida de cada ser humano, pues nadie sabe cuándo el hilo de su vida se cortará, en qué día, fecha y hora, que puede ser en cualquier momento y cuando menos lo espera, y también súbitamente por un accidente inesperado, o un infarto, etc. Hay veces en que la muerte anuncia su venida con semanas, o días, u horas de anticipación, como en el caso de algunas enfermedades graves, o en el caso de una catástrofe de cuyas consecuencias mortales no se pueda escapar. Pero hay otras en que nada hacía pensar que la muerte pudiera presentarse tan de pronto. Así pues, todos debemos estar siempre listos, con las maletas preparadas para regresar a casa. (Ecl 12:6,7).

6b. “Entre tanto deseará, como el jornalero, su día.”
Mientras llega ese día, a la vez deseado (por los que tienen puesta en Dios su esperanza) y temido (por aquellos para quienes no hay esperanza en el más allá), vivirá contando las horas que faltan para que pueda hallar descanso de sus labores, como el jornalero que se afana bajo el sol esperando que llegue el final de su jornada, porque la vida es dura y muchas las miserias que afligen al hombre.
El pago que el obrero espera al final del día es como la recompensa esperada por el hombre al final de sus días en que recoge el fruto de sus obras. Recuérdese que “jornal” es el pago diario que recibe el obrero al cumplir su “jornada” de trabajo, que en la antigüedad iba de sol a sol.
Nosotros también esperamos cosechar al término de nuestra existencia el fruto de nuestras obras, no el castigo merecido, sino la retribución que la salvación ganada por Cristo en la cruz hizo posible, ganada por Aquel que dijo: “Yo he venido para que tengan vida y vida en abundancia.” (Jn 10:10). Entonces podremos realmente descansar, como dice Hebreos, de nuestras obras, y entrar en el reposo eterno en que gozaremos de la presencia de Dios (Hb 4:3-11).

7-9. “Porque si el árbol fuere cortado, aún queda de él esperanza; retoñará aun, y sus renuevos no faltarán. Si se envejeciere en la tierra su raíz, y su tronco fuere muerto en el polvo, al percibir el agua reverdecerá, y hará copa como planta nueva.”
Con frecuencia la Escritura compara al hombre con los árboles, a los que llama por ejemplo “árboles de justicia y plantío de Jehová” (Is 61:3). En efecto, el ser humano se parece en muchos aspectos al árbol: su cuerpo se parece al tronco; su cabeza, a la copa frondosa; sus brazos, a las ramas; sus pies, a las raíces que se hunden en la tierra.
Pero aparte de la inmovilidad del árbol, hay un aspecto en el cual el ser humano no se le parece en absoluto, porque cuando el árbol es cortado “aún queda en él esperanza”. El árbol cortado puede volver a reverdecer. Por viejo que sea el árbol, no importa cuán cubierto de polvo esté su tronco, no importa cuántos se hayan sentado sobre su tronco mochado por el hacha, apenas llegue a sus raíces profundas un poco de agua, empezarán a brotar renuevos de los costados del tronco, y de nuevo el árbol alzará orgulloso sus ramas, y hasta algún día, su copa frondosa renovada.
No importa cuán viejo pueda ser el árbol, aún puede tener hijos cuando revive, por las semillas que portan sus frutos. Pero eso no ocurre con el hombre, dirá Job más abajo, porque cuando el hombre es cortado, muere para siempre y no vuelve a vivir. ¿En qué estriba la diferencia? En que el tronco del árbol tiene raíces que se hunden en la tierra que pueden absorber la humedad del suelo, y de ahí chupar nueva vida. Pero el cuerpo del hombre carece de esas raíces profundas. Sus pies se posan sobre el suelo pero no penetran en él, no están fijos, y gracias a ellos puede caminar. El hombre ha trocado la fortaleza del árbol por la movilidad de su cuerpo; en suma, por la libertad.
Pero ¿puede decirse realmente que el hombre no tenga raíces? No las tiene en un sentido físico, pero sí las tiene en un sentido espiritual. Job puede decir que cuando muere el hombre no vuelve a levantarse porque no sabía nada acerca de la resurrección. Él creía que cuando el hombre es enterrado y su espíritu va al Seol, ya el cuerpo no vuelve a vivir. El hombre, dice él más abajo, no se levanta de su sueño; su espíritu, creía él, sobrevivirá misteriosamente en las sombras de la muerte, donde, como dice David, no hay memoria de Dios ni se le alaba (Sal 6:5).
¡Qué diferente es la perspectiva del Antiguo Testamento de la del Nuevo! En el Antiguo no hay esperanza para el hombre cuando muere. Por eso el Eclesiastés le anima a gozar de lo bueno que le ofrece la vida, y le exhorta a aprovechar el tiempo que aún le queda antes de que envejezca y pierda el sabor del vivir. (Ecl 5:18; 12:1).
Por el mismo motivo el hombre sin esperanza del más allá quiere gozar mientras lata su corazón de todo lo que le ofrece esta vida, y pone su esperanza en la fama, en el poder y en el dinero que le permiten alcanzar lo que su corazón desea.
¡Qué triste es vivir así! Porque cuando ve que se acerca el fin de su vida el hombre se desespera y se resiste a morir, ya que pierde lo único que tiene. Nosotros sabemos, en cambio, que no es así; sino que la vida presente es el preludio de una existencia distinta en otra esfera, en la que, si no se condena, gozará de una felicidad inimaginable en la tierra.

10-12. “Mas el hombre morirá, y será cortado; perecerá el hombre, ¿y dónde estará él? Como las aguas se van del mar, y el río se agota y se seca, así el hombre yace y no vuelve a levantarse; hasta que no haya cielo (es decir, nunca) ni se levantarán de su sueño.”
En el versículo 11 Job usa una imagen muy gráfica, que viene fácilmente a mano en las regiones del Oriente donde el agua es escasa: “Como las aguas se van del mar, y el río se agota y se seca”. Él debe haber contemplado en su larga vida más de una vez lagos grandes (que él llama mares) que por la evaporación que produce el calor y la falta de lluvias se secaron, así como también ríos cuyo caudal por la misma causa fue mermando.
Él dice en el v. 12 que de igual manera “el hombre yace y no vuelve a levantarse” como el gran lago que dejó de ser.
Mientras dure el cielo, es decir, el firmamento con todos los millones de estrellas que lo pueblan -esto es, por toda la eternidad, porque la creación es eterna- el hombre no se despertará. Era una noción común del judaísmo –que perdura en las epístolas de Pablo- comparar a la muerte con el sueño (1Cor 11:30; 15:20,51; 1Ts 4:13,14). Por eso hablamos también nosotros del “sueño de los justos”.
La diferencia entre la concepción de Job y la nuestra es que nosotros sabemos que el hombre sí se levantará de ese sueño, el día del juicio, para ir definitivamente al lugar que Dios le asigne por toda la eternidad: unos a la gloria, otros al tormento.

Notas: 1. Según Fray Luis de León el original hebreo dice “abreviado de días” porque al inicio de la creación los hombres vivían cientos de años, pero les fueron acortados por el pecado.
2. Según M. Poole el texto dice: “nacido de mujer” porque aunque todos los hombres nacen de varón y mujer, quién sea el padre es a veces desconocido, o está en duda, pero quién sea la madre es siempre evidente, porque es la que le dio a luz. Además, diría yo, el padre con frecuencia abandona al hijo; la madre rara vez. Sólo ha habido un hombre que naciera sin padre humano, Jesucristo, que tuvo, sin embargo, un padre adoptivo que ocupó su lugar, pero nunca ha habido un ser humano que naciera sin madre, salvo Adán.
3. De padres impuros no puede venir nada limpio, dice M. Henry, así como de una fuente impura no puede brotar agua pura, ni de las espinas brotar uvas.
4. Pero yo puedo pedirle a Dios que me conceda años adicionales de vida, o que, al menos, me conceda conservar la salud y mi vitalidad hasta el final de mis días.


Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y entregándole tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”


#696 (09.10.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

martes, 11 de octubre de 2011

EL SEÑOR ES MI LUZ Y MI SALVACIÓN II

Por José Belaunde M.

UN COMENTARIO DEL SALMO 27:7-14

7. “Oye, Oh Jehová, mi voz con que a ti clamo; ten misericordia de mí y respóndeme."
Con este versículo comienza la segunda parte de este salmo que, contrariamente a la primera, que es un canto de victoria, consiste en una sucesión de súplicas pidiendo la protección de Dios.

Sus primeras palabras son: “Oye, oh Jehová, mi voz con que a ti clamo…” ¿Tiene necesidad Dios de que le pidamos que escuche nuestras peticiones? De ninguna manera, pues El conoce nuestras palabras antes de que movamos los labios, pero la petición que el salmista dirige a Dios expresa la ansiedad que le embarga en ese momento. (Nota 1)

Enseguida el salmista no sólo le pide a Dios que tenga misericordia de él (Nota 2) –una petición que toda persona en angustia alguna vez ha hecho- sino le suplica además que le responda. “Esto es: “Dame una señal de que me has oído y de que vas a acudir en mi ayuda”. Cuando estamos angustiados necesitamos un signo de que Dios no nos abandona. ¿Qué cristiano –o que hombre al fin, aun incrédulo- no se ha encontrado alguna vez en una situación semejante, teniendo necesidad urgente de que Dios le escuche y le socorre?

Sin embargo, Dios siempre escucha nuestras peticiones y siempre responde, aunque nosotros no veamos siempre su respuesta con nuestros ojos, o no la escuchemos con nuestros oídos, o no la entendamos.

¿Por qué queremos escuchar la voz de Dios? Porque ella nos da la seguridad de que Él no está lejos de nosotros. Sin embargo, nosotros sabemos por fe que Él está más cerca de nosotros que nuestro propio aliento. Lo sabemos, pero nuestra fe es débil y necesita de una confirmación explícita. Si nuestra fe fuera como un grano de mostaza, dijo Jesús, es decir, si sólo fuera tan pequeña como esa minúscula semilla (Mt 17:20), podríamos hacer milagros y nunca dudaríamos de que Él está dentro nuestro.

8. “Mi corazón ha dicho de ti: Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, oh Jehová.”
“Mi corazón ha dicho de ti…” Estas palabras no figuran en el original sino fueron insertadas por el traductor como una transición a lo sigue. “Buscad mi rostro”. El salmista le ha pedido a Dios en el verso anterior que le responda. Dios irrumpe en el texto para contestar directamente a su súplica; pero no sólo se dirige a él, sino lo hace en plural a todos los creyentes, diciéndonos: “Buscad mi rostro.”

Si esa voz fuera la de mi espíritu y no la de Dios, diría: Buscad su rostro. Pero dice: Buscad mi rostro.

¿Qué quiere decir “buscar el rostro de Dios”? Tratar fervientemente de tener comunión con Él, de tocar su corazón, como cuando uno busca en la calle, en medio de la multitud que trajina apurada, el rostro de la persona que ama, o que necesita ver para calmar su angustia, o que necesita encontrar para que la ayude. Uno se concentra entonces en el aspecto de la persona, en los rasgos de su cara que la identifican, tratando de reconocerla.

Cuando buscamos el rostro de Dios nos concentramos en lo que Dios es, en las experiencias que hemos tenido antes con Él, que nos hablan de su fidelidad y de su bondad. En los antiguos veleros, cuando estaban abofeteados por las ráfagas de viento de la tempestad con la que luchaban, los marineros se amarraban a los mástiles del barco para no ser arrastrados al mar por las olas que barrían la cubierta. “Tu rostro buscaré”. Oh Señor, así tan desesperadamente como los marineros que se aferraban a una tabla para salvar su vida, voy a buscar tu rostro para sentir tu presencia y tu mano protectora. Mucho tiempo he estado indiferente, lo confieso, como si no te conociera y he dejado que mi amor se enfríe. Pero ahora arrepentido me vuelvo a ti y te suplico:

9. “No escondas tu rostro de mí. No apartes con ira a tu siervo (si aún puedo llamarme tal); mi ayuda has sido. No me dejes ni me desampares, Dios de mi salvación.”
“No escondas tu rostro de mí.” No me rechaces cuando trato de comunicarme contigo, aunque yo sea indigno de tu amistad y cuidado. Si tú mismo me ordenas que busque tu rostro, que me acerque a ti, ¿cómo puedes esconder tu rostro cuando lo hago? ¡Oh Señor, no juegues a las escondidas conmigo! (Sal 13:1).

“No apartes con ira a tu siervo”, aunque yo lo merezca. No te fijes en mis pecados; no interpongas un abismo entre tú y yo que yo no pueda salvar. “Mi ayuda has sido” en tantas ocasiones en que la he necesitado. Ahora no la necesito menos. No dejes de socorrerme como otras veces lo has hecho. “No me dejes ni me desampares…” ¿Qué sería de mí sin ti, “Dios de mi salvación…”? ¿Qué podría yo hacer si me viera privado de tu socorro? ¿A quién podría acudir si tú no vienes en mi ayuda? ¿Qué puede hacer el brazo humano si tú no lo sostienes? Si yo fuera rechazado por ti, me sentiría peor que un niño pequeño a quien su madre ha abandonado. Pero el salmista fortalece su esperanza pensando que:

10. “Aunque mi padre y mi madre me dejaran, con todo Jehová me recogerá.”
Jesús clamó en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt 27:46) Él pudo sentirse abandonado, aunque ahí estaba su Padre, mirándolo desde el cielo, ahí estaban los brazos eternos sosteniéndolo. Si Jesús se sintió abandonado sin serlo, no es extraño que nosotros podamos sentirnos abandonados sin estarlo, pues aunque el mundo entero nos dé la espalda Dios nunca nos abandonará.

Esa es una verdad que las Escrituras continuamente enseñan: Dios es fiel, sobre todo cuando pasamos por momentos difíciles y todos nos vuelven la espalda. Pero Él nunca abandona a los que a Él se aferran. Su amor por nosotros es más grande que el amor de padre y madre, más grande que el amor de esposo o esposa, más grande que el amor de amigo o amiga, porque su amor es infinito y es completo. No hay nadie que ame como Dios, ni puede haberlo, porque si lo hubiera, sería igual a Dios, lo que es imposible porque Él es único. “Yo soy Dios y no hay otro.” (Is 45:5). Por eso es que Él nunca puede abandonar a ninguno de sus hijos (Sal 103:13). Si lo hiciera, negaría su naturaleza, y dejaría de ser Dios. ¿Cómo no ha de ser firme nuestra confianza en Dios?

Pensemos un momento: ¿Qué significaría para un niño que su padre o su madre lo abandonen? Que se sienta completamente desamparado. Pero ¿puede un padre o una madre abandonar a su hijo pequeño? Sólo si fueran padres desnaturalizados. Pues el salmista se pone en ese caso. Pero Dios ha contestado en otro lugar a ese temor: “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti” dice Dios (Is 49:15).

11. “Enséñame, oh Jehová, tu camino, y guíame por senda de rectitud a causa de mis enemigos.”
El salmista eleva una petición a Dios que es capital para la vida de todo creyente. “Enséñame tu camino”, es decir, dime cómo debo comportarme para vivir de acuerdo a tu voluntad; enséñamelo como se enseña a un niño las letras, paso a paso. Es una petición que encontramos en varios salmos, como en el salmo 25:4 “Muéstrame, oh Señor, tus caminos; enséñame tus sendas.” (cf 143:10), petición a la que Dios responde: “Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar.” (Sal 32:8ª; cf Sal 25:8,9,12; 23:3; Pr 8:20).

Enseguida repite en paralelismo sinónimo: “Guíame por senda de rectitud.” Senda y camino en el lenguaje bíblico son figuras de la conducta que uno muestra. “Senda de rectitud” es la que uno sigue cuando vive de acuerdo a los mandamientos y normas dados por Dios.

Cabría preguntarse ¿qué necesidad tiene el hombre de pedirle a Dios que le enseñe su camino si éste está claramente establecido en las Escrituras? Sin embargo, aunque por lo general son muy específicas, los mandamientos de la ley no cubren todos los casos posibles ni podrían, de manera que queda todo un campo inmenso de posibilidades en las que el hombre tiene que decidir según su criterio. Lo que el salmista le pide a Dios es: “Dame pautas precisas cuando esté dubitativo, o perplejo sobre los que debo hacer, o qué decisión debo tomar, o cuál es la conducta justa. No quiero decidir según mi propio criterio, porque podría equivocarme, quiero hacerlo según el tuyo”. No hay mayor bendición para el hombre, en verdad, que andar en los caminos de Dios, como dice Proverbios: “Sus caminos son caminos deleitosos, y todas su veredas paz” (Pr 3:17).

El salmista aclara que hace esta petición “a causa de mis enemigos”, porque el tentador y sus secuaces están tratando de que él ofenda a Dios, al apartarse del camino recto. De esa manera, al encontrarlo en falta tendrán motivo para acusarlo, como están buscando afanosamente hacer. Para enfatizar este propósito David añade:

12. “No me entregues a la voluntad de mis enemigos; porque se han levantado contra mí testigos falsos, y los que respiran crueldad.”
¿Qué cosa peor le puede suceder a un hombre que caer en manos de sus enemigos? David dijo una vez que él prefería caer en manos de Dios que en manos de hombre, porque aunque Dios puede ser severo, Él es también compasivo, mientras que el hombre es cruel (2Sm 24:11-14). Sus enemigos se valen en este caso de testigos que hacen acusaciones falsas y que “respiran crueldad”, que no dejan que se haga justicia sino que quieren cebarse en una víctima inocente.

¿Cuál puede haber sido la voluntad de los enemigos del salmista? Acabar con el poder, o con la vida del acusado, a quien odiaban porque era un hombre de Dios. El conflicto que aquí se desarrolla es entre los amigos de Dios y las huestes del diablo.

Este versículo tiene una connotación profética, pues lo que enuncia se cumplió en Jesús, quien siendo inocente, cuando compareció en juicio ante el Sanedrín, vio cómo se levantaban contra Él falsos testigos que lo acusaban tratando de probar su culpa, pero que también se contradecían entre sí, por lo que su testimonio no pudo ser tomado en cuenta, para frustración de los que lo juzgaban maliciosamente, y que lo habían condenado de antemano en su espíritu sin tener pruebas.

13. “¡Ah, si no creyese que veré la bondad de Jehová en la tierra de los vivientes!” (Nota 3)
Con esta exclamación el salmista declara su confianza de que, pese a toda la guerra que enfrenta, Dios le permitirá salir bien librado de sus acusadores y le dará la victoria sobre ellos. “Veré la bondad de Dios en la tierra de los vivientes.” Es decir, ahora, en este mundo donde están los vivos; no en el Seol, donde están los que ya partieron a la otra vida. No se trata en verdad de una promesa cuyo cumplimiento va a experimentar en la vida futura, sino de algo muy próximo y actual. Él está convencido de eso, lo cree firmemente. De no ser así habría “desmayado”; se habría desalentado si no creyera que Dios le va a conceder lo que le ha pedido en el verso anterior, si no estuviera convencido de que Dios es la fortaleza de su vida, su luz y su salvación, como afirma en el primer versículo. El creyente no necesita ver para creer, sino ve porque cree, como bien dice Pablo: “Por fe andamos, no por vista.” (Cor 5:7). La fe hacer ver lo que los ojos no perciben. (Nota 4).

14. “Aguarda a Jehová; esfuérzate y aliéntese tu corazón. Sí, espera en Jehová.”
El último versículo es una exhortación final que resume muy bien el mensaje de todo el salmo: 1) Aguarda, es decir, espera la intervención salvadora de Dios a favor tuyo, que se producirá cuando tú menos la esperas; 2) Entretanto pon todo empeño de tu parte por hacer lo que te corresponde en la lucha contra las acechanzas y ataques de tus enemigos; y 3) Levanta tu ánimo pensando que tú no estás solo, sino que Dios está al lado tuyo peleando tus batallas. Como le dijo el profeta Jahaziel al rey Josafat cuando salió a enfrentar en inferioridad numérica al ejército de Moab y Amón: “La guerra no es vuestra sino de Dios.” (2Cro 20:14,15).

Cada vez que enfrentamos un trance difícil o angustioso, debemos pensar que esa situación ha sido prevista por Dios desde el comienzo del mundo, y que, por tanto, no es una sorpresa para Él, sino que está dentro de su plan, que Él sabe a dónde va a llevar, y que el resultado será para nuestro bien (Rm 8:28). Si sabemos eso, ¿cómo no hemos de estar tranquilos confiando que todo, nuestra vida y nuestro bienestar, está en sus manos? De otro lado, respecto de la inevitable batalla que tenemos que emprender para superar el mal momento, debemos recordar que no estamos solos, sino que Dios está a nuestro lado, peleando como un guerrero por nuestra causa; que todo lo que nos concierne, le concierne a Él primero, y aún más que a nosotros; porque Él está más interesado en nuestro bien que nosotros mismos, como un padre se interesa y vela por sus hijos.

Notas: 1. Spurgeon comenta: “La voz puede ser usada con provecho en la oración privada porque, aunque es innecesaria, ayuda a prevenir las distracciones”.
2. Spurgeon anota: “La misericordia es la esperanza de los pecadores y el refugio de los santos”.
3. Las palabras “hubiera yo desmayado” no figuran en el original y han sido añadidas por el traductor para completar el sentido.
4. Sin embargo Spurgeon y algunos otros autores han interpretado la expresión “la tierra de los vivientes” como referida al cielo, donde están los que verdaderamente están vivos porque gozan de la presencia de Dios, en contraste con esta tierra donde muchos están muertos en sus delitos y pecados. Richard Baker (un autor del siglo XVII) escribe: “¿Qué clase de tierra es esta donde hay más muertos que vivos, más los que yacen bajo la tierra que los que caminan sobre ella; donde la tierra está más llena de tumbas que de casas…y donde la muerte se enseñorea de la vida?”.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y entregándole tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”


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lunes, 3 de octubre de 2011

EL SEÑOR ES MI LUZ Y MI SALVACIÓN I

Por José Belaunde M.

UN COMENTARIO DEL SALMO 27:1-6
Este salmo, atribuido al rey David, es uno de los más populares del Salterio. Podría ser dividido en dos poemas que podrían subsistir independientemente el uno del otro, completos en sí mismos, con contenidos afines es cierto, pero diferentes. El primero estaría formado por los versículos del 1 al 6; el segundo por los versículos del 7 al 12. El primero es un salmo de victoria; el segundo, es uno de súplica en que se pide por aquellas cosas que en el primero se dan por recibidas. Los dos últimos versículos son una reafirmación de fe en Dios y una exhortación a confiar en Él (Nota 1).

El paralelismo sinónimo juega un importante papel en la construcción de los versículos 1, 3 y 5 de la primera parte.

1. “El Señor es mi luz y mi salvación; ¿a quién temeré? El Señor es la fortaleza de mi vida; ¿de quién debo atemorizarme?"
El salmo empieza con una afirmación argumentada de confianza en Dios. Dios es la luz que ilumina mis pasos, como cuando caminamos en un túnel oscuro sin saber cuándo terminará, y de pronto vemos una luz que anuncia el final del túnel y la ansiada salida, es decir, la salvación que esperamos (Is 58:8ª). O como cuando uno camina a oscuras por un sendero escarpado y sólo tiene una lámpara que alumbre dónde poner el pie y lo libre de caer en el precipicio (Sal 18:28; Mq 7:8).

Si yo puedo contar con Dios en esta clase de situaciones angustiantes ¿por qué he de temer a persona alguna, aún en situaciones de mayor peligro? ¿Por qué he de temer lo que nadie quiera hacerme si Dios es quien me protege?

El salmista ha hablado de luz y de vida. El Prólogo del Evangelio de Juan dice sobre el Verbo: “En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres.” (Jn 1:4; cf Jn 8:12). En la literatura sapiencial de la Biblia los conceptos de luz y vida están con frecuencia íntimamente unidos. El Salmo 36:9 dice: “Contigo está la fuente de la vida; en tu luz veremos luz.” (cf Sal 56:13; Jb 3:20) Toda luz que pueda poseer el hombre en su alma, o en su inteligencia, procede de Dios. Es Él quien nos da el conocimiento de sí mismo, la más valiosa de todas las ciencias.

La segunda línea del versículo expresa en paralelismo sinónimo un pensamiento semejante al de la primera. Si Dios es quien sustenta mi vida, si Él es la roca de mi salvación, ¿quién puede hacerme daño? Como escribe Pablo: “Y si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rm 8:31).

La palabra “fortaleza” evoca varios conceptos afines en la cultura israelita que, como en todos los pueblos de esa época, era esencialmente guerrera. De un lado, fortaleza es el bastión alto amurallado donde se está a salvo de los ataques del enemigo. Esa imagen expresa muy bien lo que Dios es para nosotros: el refugio seguro al cual podemos acudir cuando el enemigo nos acorrala.

De otro lado, fortaleza es sinónimo de fuerza y vigor. Dios es la fuerza que sostiene mi vida, que sustenta mi cuerpo y mi alma. No hay nadie que pueda ir contra Él. Por eso yo puedo poner mi confianza ciega en Él.

2. “Cuando su juntaron contra mí los malignos, mis angustiadores y mis enemigos, para comer mi carne, ellos tropezaron y cayeron.”
El salmista evoca una situación de extremo peligro por la que él ha pasado, y que muestra cómo Dios es realmente su fortaleza y su salvación (Sal 17:1,2). Dice que sus enemigos malignos se juntaron para acabar con él y destruirlo con sus calumnias y acusaciones maliciosas, pero no lograron su propósito, sino que al contrario, ellos corrieron la suerte que querían que se abatiera sobre él. (Nota 2).

Nótese que también puede darse una interpretación espiritual a este versículo, pues muchas veces hemos sido acosados por tentaciones de todo tipo, a las que éramos proclives de caer; o hemos padecido de una angustia terrible que no tenía un origen material, sino de otro orden, espiritual o afectivo, y que nos destruía internamente. Pero de una u otra situación el Señor nos ha librado. Por eso David puede decir con plena confianza, y nosotros con él:

3. “Aunque un ejército acampe contra mí, no temerá mi corazón; aunque contra mí se levante guerra, yo estaré confiado.”
Siendo David un rey guerrero, que había dedicado buena parte de su vida a librar y ganar batallas, es natural que las imágenes que emplee sean de guerra (Nota 3).

Los ejércitos de entonces, como los de ahora, en el curso de sus campañas estacionaban sus tropas cerca o rodeando el objetivo por conquistar. David asegura que, cualquiera que sea el peligro de asedio que lo amenace, él no tendrá temor alguno, sino que permanecerá confiado en la ayuda que el Señor quiera proporcionarle, que será más que suficiente para librarlo.

Durante su larga carrera como líder militar y como soberano, David tuvo que enfrentar no sólo a ejércitos enemigos, sino también a intrigas en su entorno, incluso provenientes de los miembros de su familia, o de sus consejeros, que eran rivales entre sí. Pero él sabía, porque lo había experimentado muchas veces, que en todas esas situaciones adversas Dios estuvo cerca para librarlo. Fue él quien en otro salmo había escrito: “En Dios he confiado; no temeré lo que pueda hacerme el hombre.” (Sal 56:11). ¡Cuántas veces nos hemos encontrado en situaciones de peligro, o hemos enfrentado graves dificultades! Si para Dios no hay nada imposible, no hay situación por adversa que sea, de la que Él no nos pueda librar.

Enseguida David cambia de tema para expresar su aspiración más profunda, la cual debería ser también la nuestra:

4. “Una cosa he demandado al Señor, ésta buscaré; que esté yo en la casa del Señor todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura del Señor, y para inquirir en su templo.” (Nota 4)
Una sola cosa pide al Señor, una sola cosa anhela: estar en la casa de Dios, es decir, en su santuario, donde está su presencia, todos los días de su vida y vivir en comunión con Él (Sal 23:6). No en vano busca él eso porque donde está la presencia del Señor tenemos gozo, tenemos paz, y nos sentimos seguros.

¿A que hermosura del Señor se refiere él? ¿Qué hermosura suya desea contemplar con tanto afán? Posiblemente está pensando en los fastos del culto, con los sacerdotes engalanados para las ceremonias, con sus más bellas y más suntuosas vestiduras, en medio del humo perfumado del incienso que se eleva a las alturas, y del olor de la carne quemada sacrificada en holocausto.

La solemnidad de las ceremonias ha ejercido siempre una gran atracción sobre la sensibilidad religiosa de los piadosos, y ha elevado su espíritu a la contemplación de Dios. Por eso Dios mismo las prescribe en muchos pasajes de las Escrituras (Lv 23, por ejemplo).

Pero él añade además: “para inquirir”. Esto es, para averiguar la voluntad de Dios acerca de uno mismo, o sobre algún asunto específico. Es sabido que en aquella época la gente iba a hacer consultas al templo, que les eran respondidas por medio del urim y del tumim, que el sumo sacerdote llevaba en su pectoral (Nm 27:21). No se sabe exactamente en qué consistían estos objetos y cómo se empleaban, pero su uso fue prescrito por Moisés (Ex 28:30).

También solía la gente consultar la voluntad de Dios a través de profetas (1Sm 9:9), como en el caso frecuente de los que iban a buscar a Jeremías, por ejemplo (Jr 21:2). Pero ¿por qué no podrían hacerlo también buscando cada uno directamente la voz de Dios? En esa época eso era menos factible, porque aún no había descendido sobre la congregación el Espíritu Santo (como lo haría en Pentecostés), sino descendía sólo sobre algunos individuos escogidos, profetas y personas ungidas.

Naturalmente también puede interpretarse figuradamente el estar, o habitar en la casa de Dios, en el sentido de vivir constantemente en su presencia, donde quiera que uno esté, dado que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo (1Cor 3:16). Visto de esa manera, lo que el salmista anhela es ser permanentemente conciente de que Dios está en todas partes, y que su presencia nos envuelve, porque “en Él vivimos, nos movemos y existimos.” (Hch 17:28). Entonces nosotros podemos realmente contemplar en el espíritu la hermosura de Dios, gozarnos en Él, y aprender más acerca de Él, de nosotros mismos y del mundo, porque Él se revela cuando lo buscamos en la cámara secreta de nuestro corazón, y nos habla cuando aguzamos nuestros oídos espirituales para escuchar su voz.

Desde la perspectiva de Cristo, nosotros deseamos contemplar la hermosura del Señor para ser transformados de gloria en gloria en su misma imagen (2Cor 3:18), como adelanto de lo que seremos algún día plenamente en el cielo.

5.Porque Él me esconderá en su tabernáculo en el día del mal; me ocultará en lo reservado de su morada; sobre una roca me pondrá en alto.” (Nota 5).
El salmista vuelve al tema de los peligros que lo asedian “en el día del mal”, (o en el “tiempo de tribulación”, según otras versiones). Ese puede ser el día en que las acechanzas de sus enemigos que lo rodean amenacen alcanzar la victoria, o pongan en peligro su vida. O pudiera tratarse simplemente de los peligros externos comunes de la guerra, o de motines, o de ataques de la enfermedad. Frente a todas las clases de peligros a los que está expuesto, David permanece confiado en que el Señor lo guardará escondiéndolo de sus adversarios, y que luego lo pondrá en alto, es decir, fuera del alcance de sus enemigos visibles o invisibles, físicos o espirituales.

La frase “en lo reservado de su morada” se refiere a la antigua costumbre según la cual los perseguidos en Israel se refugiaban en el tabernáculo, abrazándose a los cuernos del altar, donde se consideraban seguros, pues era un sitio sagrado, tal como hizo Joab cuando Salomón subió al trono, una vez muerto David. Pero no le sirvió de nada porque el joven rey igual lo mandó matar sin consideración al lugar donde estaba (1R 2:28-34).

Sabemos, por la historia de su vida que, aun siendo rey, y ya consolidado su poder –pero con mayor razón antes de eso- David fue el blanco de ataques y de confabulaciones en contra suya, siendo la más grave de todas la sublevación de su hijo Absalón, que casi lo destrona, y que lo forzó a huir derrotado y humillado de su capital, Jerusalén (2Sm 15:13-30).

Sin embargo, él canta en el versículo siguiente:

6. “Luego levantará mi cabeza sobre mis enemigos que me rodean, y yo sacrificaré en su tabernáculo sacrificios de júbilo; cantaré y entonaré salmos a Jehová.”
Pasado el momento crítico y la terrible prueba por la que atraviesa, él podrá, por la gracia de Dios, levantar la cabeza y cantar victoria (Sal 3:4. Nota 6). Entonces, ¡con cuánto mayor motivo podrá él ofrecer en el tabernáculo sacrificios de júbilo al Dios que nunca falla y que nunca abandona a los que ponen su confianza en Él! Entonces elevará su voz y cantará alabanzas a su Señor, acompañándose con la cítara que él tocaba diestramente.

En el pasado Dios levantó la cabeza del salmista sobre la de sus enemigos, dándole la victoria sobre los que buscaban desviarlo del recto camino y hacerlo caer en pecado. Este salmo es por ese motivo un escudo eficaz contra las tentaciones.

Éste, como varios otros salmos de David, surgió de su experiencia victoriosa de haber confiado en Dios en momentos de peligro, y de vivir cerca de Él. Él pudo comprobar en esas ocasiones que no hay apoyo ni ejército humano que pueda dar una seguridad comparable a la que Dios ofrece. Por eso él se prepara desde ya a ofrecer sacrificios de acción de gracias y alabanza jubilosa a Dios por la liberación que está seguro vendrá muy pronto. ¿Seremos nosotros capaces de mostrar una confianza semejante en Dios en nuestros momentos difíciles? Que el ejemplo de David nos anime. (Continuará).

Notas: 1. No es improbable que ambas partes constituyeran originalmente dos salmos separados que por algún motivo fueron unidos.
2. “Devorar o comer carne” es una expresión idiomática hebrea que significa “hablar mal de alguien” (Dn 3:8).
3. Véase por ejemplo el salmo 144:1 “Bendito sea Jehová, mi roca, quien adiestra mis manos para la batalla, y mis dedos para la guerra.”.
4. Según la Septuaginta este salmo fue compuesto por David antes de subir al trono (cuando huía de Saúl), y expresaría, por tanto, su nostalgia al verse alejado del tabernáculo, donde se alojaba el arca del pacto. Según otros comentaristas, sin embargo, los vers. 4 y 5, que expresan una fuerte nostalgia por el templo de Jerusalén, serían un indicio de que el salmo habría sido escrito en realidad por un sacerdote o levita, que se veía alejado temporalmente del santuario.
5. En este versículo el salmista repite tres veces la misma idea en forma diferente: “Me esconderá…”, “Me ocultará…”, “Me pondrá en alto…”. La reiteración es aquí una afirmación de confianza sin límites en la protección de Dios.
6. En el pasado a los vencidos se les obligaba a caminar con la cabeza baja como señal de su derrota. Las personas deprimidas, o que sufren de una grave pena, suelen también caminar agachada la cabeza.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y entregándole tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

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viernes, 23 de septiembre de 2011

LAMENTO POR LA DESTRUCCIÓN DE JERUSALÉN II

Por José Belaunde M.

UN COMENTARIO DE LAMENTACIONES 3:34-66

Lamed 34. “Desmenuzar bajo los pies a todos los encarcelados de la tierra;”
Lamed 35. “Torcer el derecho del hombre delante de la presencia del Altísimo;”
Lamed 36. “Trastornar al hombre en su causa, el Señor no lo aprueba.”
El autor denuncia a continuación tres pecados que los hombres cometen con frecuencia abusando de su poder, de los cuales el pueblo elegido se ha hecho culpable y, a la vez, fue víctima. El primero es la opresión de los cautivos. En esos tiempos no había una convención internacional para el tratamiento de los prisioneros de guerra, como existe en nuestros días, y el vencedor se creía autorizado a vengarse sin piedad de los enemigos que tomaba prisioneros. Pero el Señor demanda que ellos sean tratados humanamente y sin odio.
El segundo pecado es tratar de pervertir la justicia cuando se acude a juicio. Eso es algo que suele intentarse con éxito con los jueces humanos mediante el soborno, pero que es imposible hacer delante del Juez Divino que ve el interior de los corazones y para quien ninguna intención permanece oculta.
El tercero es el que cometen los hombres que aprovechando las ventajas que su situación privilegiada les proporciona, abusan de los pobres y de los que carecen de los medios para defenderse cuando sufren un atropello. Ellos creen que el Señor no los ve (Ez 9:9). ¡Cuán equivocados están!
El reproche implícito es bastante claro: Si tú te has hecho culpable de haber abusado de tu prójimo de algunas de esas maneras ¿por qué te quejas y reclamas cuando otros te tratan a ti de la misma forma?

Viene ahora la que es la estrofa más importante de todo el poema, en la que se afirma la soberanía de Dios:
Mem 37. “¿Quién será aquel que diga que sucedió algo que el Señor no mandó?”
En otra versión: “¿El decreto de qué hombre se ha cumplido sin que el Señor lo quiera?” En otras palabras ¿quién se atreve a afirmar que algo puede suceder en el mundo sin que intervenga la voluntad de Dios? En verdad, aunque nos cueste entenderlo, todo lo que ocurre en la tierra –y en el universo- ha sido ordenado o permitido por Él.
Más aún: ningún ser humano –sea quien sea, hombre común o gobernante- puede ordenar que algo suceda si Dios no lo permite. Todos los decretos humanos deben ser refrendados por Él para que sean efectivos.
Naturalmente, la pregunta que de inmediato surge es: ¿Por qué permite entonces Dios que haya tanto mal y tanta injusticia en el mundo? ¿Por qué no lo refrena o impide? ¿Por qué “refrenda” los decretos humanos que son dañinos o perversos?
La respuesta obvia es: Porque hizo al hombre libre, esto es, no en un sentido absoluto, sino dándole un amplio margen de acción. De ello se deriva la necesidad de que el hombre experimente en carne propia las consecuencias, buenas o malas, de sus acciones a fin de que aprenda, o escarmiente.
Hay ocasiones en que Dios utiliza para sus propósitos, que son siempre buenos, el mal que el hombre se propone hacer. Un caso paradigmático es el de José, a quien sus hermanos que lo odiaban, vendieron como esclavo a unos comerciantes que iban a Egipto. Años después cuando ellos acudieron al país del Nilo para comprar el grano que les faltaba en su tierra debido a la sequía, José, que era el gobernador de ese reino, los recibe sin que ellos lo reconozcan. Cuando finalmente se revela a ellos, él les dice: “No me enviasteis vosotros acá, sino Dios, que me ha puesto por padre de Faraón…y por gobernador en toda la tierra de Egipto.” (Gn 45:8). Gracias a la previsión de José, Egipto almacenó durante los siete años de abundancia suficiente trigo como para alimentar a su pueblo durante los siete años de escasez, y hasta para vender a los pueblos vecinos que carecían del vital grano. La acción odiosa cometida por los hermanos de José formaba parte, sin que ellos lo supieran, del plan que Dios había concebido para salvar a toda la región de la hambruna. Lo que ellos tramaron para mal, Dios lo convirtió en un bien (Pr 16:9; 19:21).

A continuación el poeta añade:
Mem 38. “¿De la boca del Altísimo no sale lo bueno y lo malo?”.
Así como Dios dijo: “Sea la luz y la luz fue”, y luego separó la luz de las tinieblas (Gn 1:3,4), nada bueno o malo sucede en el mundo sin que Él lo ordene. Esto quiere decir que aún las acciones que el hombre en el ejercicio de su libertad se propone hacer, están sometidas a la voluntad de Dios. Ningún mal y ningún bien puede hacer el hombre sin el permiso de Dios.
No obstante, sin afectar la libertad humana, Dios limita, o refrena con frecuencia las consecuencias del mal que obra el hombre. Sin la intervención providencial y misericordiosa de Dios las cosas que nos parecen mal andarían mucho peor; las consecuencias de los errores y maldades humanas serían mucho mayores.
A nosotros nos puede sorprender que se diga que lo bueno y lo malo vienen de su boca, porque ¿cómo podría Dios ordenar el mal? Las catástrofes naturales, las inundaciones, ¿son ordenadas por Dios? Aunque sus causas puedan ser naturales, no ocurrirían sin que Dios las permita, porque la naturaleza está bajo su control. De otro lado, ¿de cuántas catástrofes inminentes no nos ha librado Dios? Nunca podremos saberlo. Pero si el hombre desafía a Dios ¿por qué se sorprende de que la ira divina se desate contra él? En el gobierno del mundo nosotros no sabemos de qué manera la justicia de Dios y su misericordia alternan o, como si dijéramos, compiten la una con la otra; o cómo se complementan obrando sobre las fuerzas naturales. De lo que sí estamos seguros es que su misericordia siempre triunfa.
Por boca de Isaías Dios ha dicho que Él hace la paz y crea la adversidad (Is 45:7; cf Am 3:6b). Todas las aflicciones que afligen al hombre (incluyendo las guerras) son ordenadas por Dios que determina su naturaleza, su medida y su duración, así como el bien que obtiene de ellas. Todo viene de Dios, que es la bondad en sí misma, de modo que si permite el sufrimiento y las pruebas es por un buen motivo.
Sólo el pecado no procede de su boca. Al contrario, Él lo prohíbe, pero permite que el hombre lo cometa. Tampoco tienta Él a nadie, pero deja que el diablo tiente al hombre (St 1:13). Por qué motivo permitió Dios que Satanás tentara a Adán y Eva en el huerto es algo que nunca podremos comprender plenamente, pero formaba parte de su plan.(Gn 3).

Siendo así las cosas, si lo que experimenta el hombre es básicamente consecuencia de sus propios actos,
Mem 39. “¿Por qué se lamenta el hombre viviente? Laméntese el hombre en su pecado.”
Si toda la confusión reinante, si todas las situaciones de emergencia y peligro, si todas las aflicciones que sufre el ser humano se producen porque Dios permite que los efectos sigan a las causas, ¿por qué se queja el hombre cuando las cosas van mal? Quéjese y aflíjase más bien por su pecado que las ha causado. El pecado suyo en algunos casos, pero también, el pecado colectivo, los pecados que los hombres cometen como sociedad. Esta reflexión es especialmente pertinente si se recuerda que la catástrofe que afligió a Judá, y la conquista y destrucción de Jerusalén, habían sido anunciadas por Jeremías y otros profetas que denunciaban la idolatría en que había caído el pueblo escogido violando los mandatos divinos, y advertían que Dios dejaría de protegerlos de las fuerzas enemigas que los amenazaban.

Como consecuencia de todo lo dicho el poeta nos exhorta:
Nun 40. “Escudriñemos nuestros caminos, y busquemos, y volvámonos a Jehová;”
Nun 41. “Levantemos nuestros corazones y manos a Dios en los cielos;”
Nun 42. “Nosotros nos hemos rebelado, y fuimos desleales; tú no perdonaste.”

En lugar de quejarnos de Dios, examinemos nuestra vida y veamos de qué manera nosotros nos hemos apartado de la conducta que Él nos había prescrito y hemos actuado contra su voluntad. Nosotros hemos merecido el trato duro y el infortunio que nos ha sobrevenido. Reconozcamos nuestras faltas y busquemos arrepentidos a Dios, porque Él es lento para la ira y rico en misericordia, a fin de que nos perdone.
Levantemos nuestros pensamientos hacia Él junto con manos limpias, y adorémosle en lo más profundo de nuestro corazón. Rindámosle nuestro ser.
Pareciera, sin embargo, que aunque nos hemos arrepentido, Dios siguiera enojado con nosotros, porque no ha levantado el peso que nos oprime. Es como si una barrera espesa impidiera que nuestras oraciones suban hasta su trono, porque seguimos siendo objeto de la opresión de nuestros enemigos. Ellos se burlan de nosotros y nos escarnecen.

Samec 43. “Desplegaste la ira y nos perseguiste; mataste y no perdonaste;
Samec 44. “Te cubriste de nube para que no pasase la oración nuestra;”
Samec 45. “Nos volviste en oprobio y abominación en medio de los pueblos.”

“Desplegaste”, o mejor, te cubriste con ira mostrando tu enojo, nos perseguiste en el ardor de tu cólera. “Mataste”, esto es, dejaste que nos mataran nuestros enemigos, porque aún no nos has perdonado -piensa el autor- aunque Dios siempre perdona al que se arrepiente.
Este tríptico continúa en la misma vena del versículo anterior, mostrando la severidad del juicio de Dios frente a la iniquidad del pueblo escogido. Sin duda el autor está pensando en el gran número de habitantes que murieron durante el sitio de la ciudad.
Así como el sol oculta su luz cuando las nubes lo cubren, de manera semejante Dios, cuando está disgustado con nosotros, se oculta como detrás de una nube para que nuestras oraciones no suban hasta su trono. Isaías lo expresa en estos términos: “He aquí que no se ha acortado la mano de Jehová para salvar, ni se ha agravado su oído para oír; pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar su rostro para no oír.” (Is 59:1,2)
Como consecuencia del abandono de Dios, los pueblos vecinos nos miran con desprecio. El Dios en quien confiaban –se mofan- los ha desechado y no tienen quién los defienda.

Ayin 46. “Todos nuestros enemigos abrieron contra nosotros su boca;”
Ayin 47. “Temor y lazo fueron para nosotros, asolamiento y quebranto;”
Ayin 48. “Ríos de aguas echan mis ojos por el quebrantamiento de la hija de mi pueblo.”
Ellos se burlan de nosotros y nos insultan descaradamente al ver nuestro abatimiento; han dejado de temernos porque nuestro Dios nos ha abandonado; nos amenazan y se convierten en un peligro para nosotros porque estamos huérfanos de apoyo e inermes. ¿Cómo no he de llorar al ver el abandono en que se encuentra nuestra ciudad?
Es instructivo comparar esta estrofa con la descripción del estado en que se encuentra Jerusalén que le hacen a Nehemías (que estaba en Persia) unos varones venidos de Judá, y la forma conmovida como él reacciona a su relato (Nh 1:1-4).

Pe 49. “Mis ojos destilan y no cesan, porque no hay alivio
Pe 50. hasta que Jehová mire y vea desde los cielos;”
Pe 51. “Mis ojos contristaron mi alma por todas las hijas de mi ciudad.”
El tono del poema se vuelve más personal y el autor habla ahora en nombre propio. Yo no dejaré de clamar –dice- con lágrimas en los ojos hasta que el Señor no se vuelva a nosotros con compasión. Yo sé bien que Él quiere mostrarnos cuán enojado está con nuestra infidelidad y que nuestra culpa es grande. Desea que nosotros seamos plenamente concientes de ello para que nuestra conversión no sea superficial sino profunda. Por eso permanece sordo a nuestra queja hasta que nos dolamos y realmente escarmentemos. (Vale la pena mencionar al respecto que cuando los cautivos en Babilonia retornaron del exilio, Judá había aprendido la lección. Nunca más volverían a caer en la idolatría). No obstante, Él ha prometido muchas veces que si nos arrepentimos Él nos perdonará. Oh sí, yo sé que Él quiere probar la sinceridad de nuestro arrepentimiento.

Sade 52. “Mis enemigos me dieron caza como a ave, sin haber por qué;”
Sade 53. “Ataron mi vida en cisterna, pusieron piedra sobre mí;”
Sade 54. “Aguas cubrieron mi cabeza; yo dije: Muerto soy.”
Qof 55. “Invoqué tu nombre, oh Jehová, desde la cárcel profunda;”
Qof 56. “Oíste mi voz; no escondas tu oído al clamor de mis suspiros.”
Qof 57. “Te acercaste el día que te invoqué; dijiste: No temas.”
Estas dos estrofas alfabéticas evocan un episodio de la vida de Jeremías -que podría ser su autor- cuando sus enemigos lo arrojaron a una cisterna llena de agua y fango para que se ahogase, o muriera de hambre (Jr 38:1-13). Él se daba ya por muerto. La frase “aguas cubrieron mi cabeza” que figura en varios lugares del AT (Sal 18:16;42:7;69:2;88:16,17) expresa muy bien la desesperación que lo embargaba. El poeta añade: Pero mi clamor no fue en vano porque tú escuchaste mi voz y me dijiste: No temas. Cuando yo escuché esas dos palabras benditas fue como si de pronto una luz alumbrara mi oscuridad y supe que tú estabas conmigo, que te habías compadecido de mi infortunio y vendrías en mi ayuda.

Res 58. “Abogaste, Señor, la causa de mi alma; redimiste mi vida.”
Res 59. “Tú has visto, oh Jehová, mi agravio; defiende mi causa.”
Res 60. “Has visto toda su venganza, todos sus pensamientos contra mí.”
Frente a las acusaciones de sus enemigos Dios asume el papel de abogado defensor, dispuesto a contestar a los agravios que contra el autor se dirigen: Él no ignora la injusticia de sus acusaciones y conoce bien la justicia de mi causa. Sacará la cara por mí.
El autor es conciente de que las palabras que contra él se dirigen, están dirigidas en realidad contra Dios, en nombre de quien él les habla, y a quien esos impíos desprecian, creyéndose más sabios que Dios.

Sin 61. “Has oído el oprobio de ellos, oh Jehová, todas sus maquinaciones contra mí;”
Sin 62. “Los dichos de los que contra mí se levantaron, y su designio contra mí todo el día.”
Sin 63. “Su sentarse y su levantarse mira; yo soy su canción.”
Aunque esta estrofa expresa la queja de un hombre por el maltrato que recibe de otros , en cierto sentido alude también a la trágica suerte corrida por el pueblo judío no sólo cuando se escribieron las lamentaciones, sino que parece anticiparse al destino cruel que habría de sufrir ese pueblo en nuestra era, desde la destrucción de Jerusalén el año 70, hasta el holocausto, siempre perseguido, devastado, aislado en guetos, y maldecido. El destino de Israel (el pueblo elegido del Antiguo Testamento) que ha sobrevivido sin patria a todas las persecuciones, es uno de los misterios de la historia. Su resurrección como nación en nuestro tiempo, de otro lado, en la tierra de sus antepasados de la que había sido expulsado, es una muestra patente de la fidelidad de las promesas de Dios, que había anunciado que algún día regresarían a su tierra. Es también una prueba extraordinaria de la intervención de Dios en la historia y, por tanto, de la realidad de su existencia.

Los versos finales expresan los sentimientos de venganza que surgen en el pecho del autor como respuesta al maltrato sufrido por su pueblo.
Tau 64. “Dales el pago, oh Jehová, según la obra de sus manos.” (Nota)
Es decir, el pago que su crueldad merece; no les perdones sus maldades, puesto que ellos no han tenido compasión de nosotros.
Tau 65ª. “Entrégalos al endurecimiento de su corazón.”
Esta petición es sorprendente porque lo que se pide es que no se les dé oportunidad ni la gracia de arrepentirse, que es lo mismo que destinarlos sin más a la condenación eterna.
¿Cómo explicarse esos sentimientos en la palabra de Dios? Caben dos explicaciones:
1) Esas palabras expresan los sentimientos humanos del autor del poema y del pueblo que ha sufrido la destrucción y pillaje de su ciudad, sin que eso signifique que Dios haga suyos esos sentimientos.
2) Esas palabras expresan en lenguaje humano el desagrado de Dios frente a quienes, siendo instrumentos de su castigo, se encarnizaron con sus víctimas mostrando una crueldad excesiva. Recordemos, sin embargo, que cuando el hombre se empecina en su mal camino, Dios lo abandona al destino que él ha escogido.
65b. “Tu maldición caiga sobre ellos.”
Si Dios maldice ¿quién puede ser salvo? A nadie debemos desearle eso, pero hay quienes de “motu propio” atraen sobre sí la maldición de Dios y neciamente se ríen de ella.
Tau 66. “Persíguelos en tu furor, y quebrántalos de debajo de los cielos, oh Jehová.”
El autor desea para sus verdugos que Dios no se apiade de ellos sino que les sucedan las peores calamidades posibles, hasta que desaparezcan de la faz de la tierra.
Ese es el destino que Dios tiene reservado, en efecto, para los que obstinadamente lo desafían, como hay muchos en desgracia en nuestro mundo contemporáneo, que obran voluntariamente contra sus conciencias, o que han apagado completamente su voz a fuerza de ignorarla.
Cuando se predica el amor de Dios no se debe ignorar que la misericordia divina tiene su contrapartida en su justicia, y que si bien los brazos de la primera reciben a todos los que se acogen arrepentidos a ella, un juicio terrible espera a los que se niegan a escuchar los llamados de Dios, y se han entregado voluntariamente en los brazos de Satanás a quien sirven.
Si hemos de hacer justicia a todo el consejo de Dios, no podemos ignorar esta parte severa de su mensaje, aunque sea desagradable transmitirlo, porque hay quienes necesitan oírlo. ¿Quién sabe si alguno oyéndolo se convierta? Es un hecho que la prédica acerca del castigo eterno ha salvado a muchos impenitentes que se burlaban del llamado del amor de Dios. Si nosotros no transmitimos ese mensaje a quienes puede serles el último recurso de la medicina divina, Dios ha dicho a través de Ezequiel que Él demandará su sangre de nuestra mano. (Ez 3:18-20). Pero si lo hacemos dejando el resultado a Dios, habremos al menos librado nuestra alma de la responsabilidad de la condenación de un hombre (Ez 3:19,21).

Nota: Vale la pena recordar que muchos biblistas interpretan estos tres versículos finales no como siendo imprecativos, sino como declarativos y proféticos: “Tú les darás el pago…”; “Tú los entregarás…”; “Tú los perseguirás…”, y así los traducen en efecto la Septuaginta y la Vulgata.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y entregándole tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#693 (18.09.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).