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viernes, 28 de octubre de 2011

LA BREVEDAD DE LA EXISTENCIA II

Por José Belaunde M.

UN COMENTARIO DE JOB 14:13-22

13. “¡Oh, quién me diera que me escondieses en el Seol, que me encubrieses hasta apaciguarse tu ira, que me pusieses plazo, y de mí te acordaras!”
En la desesperación que le produce el triste estado en que se encuentra, Job desea la muerte, (esto es, descender al Seol) o, por lo menos, una muerte transitoria, o un estado de inconciencia que se le parezca, durante el tiempo en que dure la ira de Dios contra él, si tal cosa fuese posible.
Él atribuye su condición a un castigo –a su juicio inmerecido- que Dios le inflinge, y que, como toda cárcel, es limitado en el tiempo. Él no piensa en la posibilidad de que Dios esté poniendo a prueba su paciencia y su fidelidad, como Satanás incitó a Dios que hiciera al comienzo del poema (Jb 1:7-12).
Pero ¿no son para nosotros muchas veces las difíciles circunstancias por las que pasamos simplemente una prueba de nuestra paciencia y constancia a la que Dios nos somete por un poco de tiempo? San Pedro lo expresa claramente en su primera epístola cuando escribe: “para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo.” (1 P 1:7).
Muchos tienden a pensar que las dificultades por las que atraviesan son un castigo que Dios les manda por sus faltas. Olvidan que con frecuencia nuestros problemas surgen simplemente como consecuencia natural de nuestra conducta errada. El hombre cosecha lo que siembra. Si sembró mala semilla, cosechará mala hierba.
Es cierto también, como dice la Escritura, que Dios considera a veces necesario disciplinar al hombre, como el padre disciplina a su hijo. Pero Hebreos mismo dice que aunque la disciplina cause tristeza momentánea, al final “da fruto apacible de justicia.” (Hb 12:5-11).
En el caso de Job, como se lee al final del libro, ese fruto fue una gran recompensa, pues él recibió multiplicados los bienes que temporalmente había perdido (42:10-17). Pero más que ningún otro premio le valió el ver a Dios con sus propios ojos (42:5). Algo semejante ocurre con nosotros que, cuando somos probados, al final salimos ganando, y algún día, como Job, veremos a Dios cara a cara.

14ª. “Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?”
Como ha mencionado el deseo de morir transitoriamente, o de que Dios le permita esconderse temporalmente en el Seol mientras esté airado con él, Job se pregunta a sí mismo: ¿Puede el hombre volver a vivir si ha muerto? La respuesta implícita a su pregunta es negativa, porque una vez muerto el hombre, no vive una segunda vez. (Nota).
Pero el solo hecho de que se haga esa pregunta expresa el deseo profundo de su alma de revivir algún día cuando le toque despedirse de este mundo. Y ése era, y es, el deseo de la mayoría de los seres humanos: que la muerte no sea el final definitivo de su existencia, sino que haya un futuro más allá de su vida física.

14b, 15. “Todos los días de mi edad esperaré, hasta que venga mi liberación. Entonces llamarás, y yo te responderé; tendrás afecto a la hechura de tus manos.”
Como ha descartado la posibilidad deseada de morir temporalmente –o de estar inconciente un tiempo como en un trance- a Job no le queda sino esperar hasta que Dios se apiade de él y lo libere de su miseria presente. Él no descarta que eso pueda ocurrir; más bien está seguro de que ocurrirá, porque añade: “Entonces llamarás, y yo responderé…”.
¿Por qué dice eso? Porque ahora aunque él clame a Dios, Dios no le responde. Pero cuando venga la liberación de su condición actual de enfermedad y miseria, será Dios quien le hable, y él quien sumisamente le responda, porque entonces Dios mostrará afecto por el ser que sus manos hicieron y formaron (Jb 10:8-11; cf Sal 119:73).
Job expresa sin ambages su convicción, que formaba parte de su fe, de que Dios es el Creador de la vida individual, de que Dios forma individualmente cada cuerpo humano que nace, como lo expresa tan bellamente el salmo 139: “Porque tú formaste mis entrañas; tú me hiciste en el vientre de mi madre.” (vers. 13). La vida humana no es un fenómeno ciego fruto del azar que se genera por actos humanos casuales, sino que Él interviene como Creador en la concepción de cada vida humana. No hay vida si Dios no provee su aliento. ¡Qué seguridad y qué confianza proporciona al hombre saber que él es un ser creado individualmente por Dios, y no fruto del azar! ¡Qué hay un Dios que lo llamó a la vida y que vela sobre él, y sin el cual ninguna existencia es posible!

16. “Pero ahora me cuentas los pasos y no das tregua a mi pecado.”
Sin embargo, Job se queja de que Dios lo vigile constantemente (así interpreta él en su dolor la forma como Dios lo cuida), al punto de que cuente cada paso que da, como haría un carcelero a quien han encomendado vigilar a un delincuente peligroso.
Es como si dijera: me pides cuenta de cada cosa que hago, de cada palabra que pronuncio, de cada pensamiento que alberga mi mente. En efecto, en cierto sentido tiene razón Job porque, como dice David, apenas vamos a pronunciar una palabra, antes de que se emita ya Dios la sabe toda (Sal 139:4). Nuestra alma y nuestro ser son transparentes para Él. Pero Dios no asume esa actitud como un juez severo que está siempre al acecho dispuesto a castigar la menor falta del hombre, como equivocadamente piensa Job (“no das tregua a mi pecado”), sino que, como un Padre amoroso que tiene cuidado de sus hijos, Él vigila todos sus pasos.
Jesús dijo que si no cae al suelo sin que Dios lo sepa un pajarillo de esos que se venden por unos centavos en el mercado, ¿cómo no va a cuidar de nosotros que valemos mucho más que un pajarillo? (Mt. 10:29). Dijo además que aun los cabellos de nuestra cabeza, con ser tantos, están contados (Mt 10:30).
El salmo 121:4 dice que el que guarda a Israel (y a todos los hombres) no se duerme ni dormita, como hacen a veces los vigías cuando les vence el sueño, porque Él nunca se cansa.

17. “Tienes sellada en saco mi prevaricación, y tienes cosida mi iniquidad.”
Como Job ha reconocido que es imposible para el hombre justificarse ante Dios (9:2), sumido en su aflicción y en su sentimiento de culpa, él se siente acosado por la memoria de sus pecados pasados, y piensa que Dios los tiene todos ellos cosidos a su cuerpo enfermo como un saco de cilicio que lo atormenta. Él ignora que un día ocurrirá más bien lo contrario, que el Hijo de Dios mismo, en su locura de amor por el hombre, llevará para redimirlo todos sus pecados y los nuestros en su cuerpo clavado sobre un madero, y que por las llagas que cubrieron enteramente su cuerpo nuestras heridas serán sanadas (1P 2:24).
El misterio de nuestra redención no le había sido revelado y por eso él se desespera pensando que ni aun el arrepentimiento lo librará del castigo. ¡Cuánto ignora él de Dios y de su misericordia! Pero notemos que aunque se queje, él no reniega de Dios sino mantiene su integridad, contra lo que el diablo esperaba, y su mujer insensatamente le aconseja: “¿Aun mantienes tu integridad? Maldice a Dios y muérete.” (Jb 2:9). ¡Cuán frustrado debe haberse sentido Satanás, el acusador, que creía que Job era fiel a Dios sólo en la prosperidad porque le convenía, pero que no lo sería en la desventura! (Jb 1:8-11).
Aunque Job ignoraba muchas cosas acerca del amor de Dios ¡qué ejemplo nos da él de perseverancia, a nosotros que hemos recibido la gracia de la redención, pero que a veces nos desesperamos cuando las cosas no nos salen como quisiéramos!

18, 19. “Ciertamente el monte que cae se deshace, y las peñas son removidas de su lugar; las piedras se desgastan con el agua impetuosa, que se lleva el polvo de la tierra; de igual manera haces tú perecer la esperanza del hombre.”
Job debe referirse aquí a algún fenómeno de la naturaleza que él puede haber contemplado, o del que ha oído hablar: un monte que se desmorona como consecuencia de un gran terremoto, o de un deslizamiento de tierras producido por grandes lluvias, como está sucediendo en nuestros días en algunos países tropicales.
Que las pesadas rocas puedan ser removidas de su lugar no es algo que suceda frecuentemente, y no suele ocurrir por mano humana. Pero lo que Job tiene en mente con estas imágenes, que son símbolos de estabilidad aparente, es mostrar cómo lo que parece permanente, puede mudarse y desaparecer.
A esas imágenes añade Job la de las piedras del lecho de los ríos impetuosos que, al ser arrastradas por la corriente, se desgastan. En efecto, las piedras que suele haber en el cauce de los ríos son lo que llamamos “cantos rodados”, de contornos redondos y sin aristas.
“…que se lleva el polvo de la tierra.” Algunos traducen: “que se lleva las cosas que crecen del polvo de la tierra”, esto es, las plantas que parecen firmemente enraizadas en ella.
Las imágenes que él evoca son figuras de la impermanencia del hombre que perece, y con él su esperanza; esto es, su esperanza de prolongar su vida y alcanzar la felicidad. Este es un pensamiento que también figura en Proverbios (“Cuando muere el hombre impío perece su esperanza…”, 11:7), lo que muestra que la muerte y sus consecuencias eran una preocupación de la gente de entonces, como lo ha sido en todos los tiempos. Aunque algunos puedan alcanzar largas vidas, la muerte súbita, inesperada, sea por enfermedad o accidente, o en la guerra, es una realidad constante a la que todos estamos expuestos. En nuestros días, gracias al progreso de la medicina, es cierto, la esperanza de vida ha aumentado, y muchas enfermedades antes mortales tienen cura, pero aunque el promedio de vida haya aumentado, y hoy la longevidad sea más común, la muerte sigue siendo un fenómeno ineludible, pues todos, tarde o temprano, seremos llevados a la tumba, y nos tendremos que despedir de nuestros afectos humanos y de las cosas que atesoramos. Por eso puede Job decir:

20. “Para siempre serás más fuerte que él, y él se va; demudarás su rostro, y le despedirás.”
Dios es eterno, inconmovible; el hombre, no. El hombre perece y al cabo de algunos años, o décadas, su memoria se esfuma; nadie se acuerda de él y de lo que hizo, salvo que lo que hiciera fuera muy importante y alcanzara notoriedad. De ahí que en la antigüedad pagana los hombres trataban de alcanzar la inmortalidad en el recuerdo de sus semejantes haciendo alguna hazaña que fuera siempre recordada. Hoy mismo en la historia de nuestro país, por ejemplo, hay personajes que siempre recordamos por alguna gesta heroica o alguna labor memorable. Pero son una pequeñísima minoría. De la mayoría el único recuerdo que perdura es su nombre en la lápida de algún cementerio.
Eso es lo que somos, polvo que retorna a su origen, y Job muy oportunamente nos lo recuerda. Nos recuerda también cómo, al final de sus años, el cuerpo del hombre inevitablemente decae, su rostro se demuda por la enfermedad, su belleza se marchita, y la sonrisa se aleja de sus labios a medida que su vida se inclina al sepulcro.

Cuando sus restos yazcan bajo tierra, dice Job con acierto:
21. “Sus hijos tendrán honores, pero él no lo sabrá; o serán humillados, y no entenderá de ello”.
Una vez muerto el hombre, la vida sigue su curso; sus hijos e hijas, si los tuvo, prosiguen sus actividades. Llorarán un tiempo al difunto y harán luto por él o ella en la medida que lo amaron y fueron a su vez amados. Pero su recuerdo con el tiempo se desvanece.
Los padres en el sepulcro no se enteran de si les va bien o mal a sus hijos; no se enteran de si reciben honores y son premiados por sus logros, o si son humillados o castigados por sus fracasos. Los descendientes de su linaje aumentarán, pero ellos no conocerán su rostro; no retozarán con sus nietos y bisnietos, ni los cargarán en sus brazos. No por eso, sin embargo, serán olvidados por Dios.
La vida en la tierra prosigue su curso, pero ellos no toman parte en ella; como corredores o caminantes cansados quedaron al borde del camino y nadie se ocupa ni se acuerda de ellos. Otros cruzarán airosos la meta y recibirán el premio, pero ellos quedaron fuera de carrera.

22. “Mas su carne sobre él se dolerá, y se entristecerá en él su alma.”
En la perspectiva de Job, que no conoce la inmortalidad y cree que todo termina en la tumba, los últimos años del hombre son tanto más penosos cuanto mayores sean las aflicciones de su carne acosada por los achaques y las enfermedades, y cuanto mayor sea la tristeza con que la soledad y la ingratitud de los suyos lo aflija.
Y en verdad, si el hombre no tiene a Dios consigo, si en su alma no brilla la esperanza de una vida mejor más allá de la tumba, si no tiene la certeza de que se encontrará con su Creador cuando deje este mundo, morir es la más triste de las tragedias, una tragedia sin remedio, porque nada de lo gozado o sufrido podrá llevarse consigo, ni tampoco tiene, según cree, a dónde llevarlo.

Nota: Es cierto que más adelante en el poema Job expresa su fe en la resurrección (Jb 19:25-27).

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y entregándole tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

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martes, 18 de octubre de 2011

LA BREVEDAD DE LA EXISTENCIA I


Por José Belaunde M.

UN COMENTARIO DE JOB 14:1-12
1,2. “El hombre nacido de mujer, corto de días (Nota 1)
y hastiado de sinsabores, sale como una flor y es cortado, y huye como la sombra y no permanece.”
Estos dos versículos iniciales son una descripción de la vida humana, bajo la perspectiva amarga de alguien a quien los sinsabores que ha experimentado lo han desilusionado de la existencia y que la mira sin esperanza.
El hombre, en efecto, nace de la mujer que lo lleva en su seno durante nueve meses –que para algún pesimista serían la mejor etapa de su existencia- así como la mujer, en el orden de la creación, nace del hombre (Gn 2:21-23), de modo que, como dice Pablo, “ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón” (1 Cor 11:11. Léase todo el pasaje 11:8-12), porque ambos son mutuamente necesarios. (Nota 2)
La vida del hombre es corta a sus ojos, -aunque en época de los patriarcas superaba los 100 años- pues el tiempo vuela y no podemos detenerlo. Apenas ha empezado el hombre a vivir y ya debe prepararse a abandonar la existencia, cuando aún quisiera seguir gozando de ella, si es que los infortunios y las tribulaciones no se la han vuelto amarga, como ocurrió con Job. Pero aún en la desgracia el hombre se aferra a la vida, porque vivir es un bien en sí mismo.
“Sale como flor y es cortado.” La imagen de la flor de fugaz belleza como símbolo de la vida es recurrente en las Escrituras: “Toda carne es hierba y toda su gloria como flor del campo… Sécase la hierba, marchítase la flor, mas la palabra del Dios nuestro permanece para siempre.” (Is 40:6b,8, citado por 1 Pedro 1:24,25). También aparece en el Salmo 103:15,16: “El hombre, como la hierba son sus días; florece como la flor del campo, que pasó el viento por ella, y pereció, y su lugar no la conocerá más.”
Durante unas horas, o unos días, la flor nos encanta con su perfume y su lozanía alegra la vista. Pero su belleza es pasajera, porque muy pronto se marchita y es echada a la basura, así como la vida del hombre, aun la más gloriosa, termina en el sepulcro.
El libro de Job compara también la vida humana a la sombra fugaz, como la de un pájaro que vuela por los aires y que proyecta su sombra en el suelo un instante antes de desaparecer en el cielo. No hay nada más insustancial que una sombra que depende del sol, o de una luz que la proyecta. Si se va la luz, o se nubla el sol, la sombra desaparece. No tiene existencia propia.

3,4. “¿Sobre éste abres tus ojos, y me traes a juicio contigo? ¿Quién hará limpio a lo inmundo? Nadie.”
Job se queja con Dios: “¿Con un ser de existencia tan efímera como el hombre te ensañas y lo convocas ante tu tribunal para acusarlo? ¿Qué puede un ser tan miserable como yo hacer para defenderse de tus juicios? ¿Cómo podría yo justificarme ante ti? ¿No soy yo acaso conciente de mis pecados y de mi miseria moral?” En el capítulo anterior Job le ha pedido a Dios: “Retira de mí tu mano y tu terror no me espante.” (13:21).
Enseguida Job hace una pregunta muy válida desde la perspectiva del creyente antes de la venida del Mesías: ¿Quién puede hacer que lo inmundo sea limpio? ¿O quién puede hacer que de lo impuro salga algo puro? (Nota 3). No hay sacrificio de animales que pueda limpiar el pecado del hombre. A lo más esos sacrificios podían cubrirlo temporalmente para que Dios en su misericordia voluntariamente no los viera. Al hacer esa pregunta Job no sabía que algún día lejano vendría un Salvador, el propio Hijo Unigénito de Dios, a limpiar el pecado de todos los hombres.
Él no lo podía prever ni lo podía imaginar, pero el profeta Isaías, iluminado por el Espíritu, lo anunció: “Ciertamente llevó Él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores; y nosotros lo tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas Él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por su llaga fuimos nosotros curados.” (Is 53:4,5).
Pero eso estaba muy lejos de la mente de Job, que no tenía una revelación plena de la misericordia divina. El sacrificio de Cristo en la cruz era algo inimaginable para él. Y si alguien se lo hubiera anunciado lo habría tildado de locura. ¡Que Dios mismo pudiera hacerse hombre para expiar los pecados de la humanidad! ¡Qué absurdo! Hay demasiada distancia entre Dios y el hombre para que algo semejante pueda suceder; Dios es demasiado santo para contaminarse con la miseria humana. Él la conoce y la tolera por un tiempo porque la mira de lejos, desde la altura de su trono. Pero no lo toca ni querría acercarse a ella, piensa él.

5. “Ciertamente sus días están determinados, y el número de sus meses está cerca de ti; le pusiste límites, de los cuales no pasará.”
Los días de la vida del hombre están contados de antemano y nadie puede aumentarlos o acortarlos. Dios ha puesto un límite a la vida de cada individuo de acuerdo a su eterno consejo que nadie puede penetrar, y ese límite es el mejor para cada uno.
Alguno quizá objetará: Si eso fuera cierto, ¿por qué le concedió Dios al rey Ezequias quince años más de vida cuando estaba a punto de morir? ¿Acaso sus lágrimas eran para ti, oh Dios, más conmovedoras que las del común de los mortales? ¡Cuántos hombres y mujeres al acercarse al último trance han clamado a ti para que les concedas, no años, al menos unos meses más de vida, y no los has escuchado!
Tú eres un Dios “que no hace acepción de personas” dice tu palabra (Dt 10:17). ¿Por qué las lágrimas de un rey tuvieron para ti la virtud de que le alarguen sus años y no la tendrían las mías? (Nota 4)
A quien le haga esa pregunta Dios le contestaría: “Yo no le alargué la vida a Ezequias. Esos quince años adicionales estaban previstos desde la eternidad. Yo sólo quise probarlo para ver si en medio de su aflicción seguía confiando en mí. Y como sí lo hizo –y yo sabía que lo haría- quise premiarlo como ya había planeado hacer, dándole los años que me pidió y que yo ya había previsto para él”.
No hay nada que pueda sorprender a Dios, ningún acontecimiento humano que Él no haya conocido desde la eternidad. No hay incluso pensamiento ni deseo fugaz de la mente humana que Dios no haya percibido, ni lo habrá jamás.

6ª. “Si tú lo abandonares, él dejará de ser;”
Seguro de la vitalidad de que goza, el adulto no sabe que su vida pende de un hilo que puede romperse en cualquier momento, (o no quiere pensar en ello). Ese hilo es el sostén que Dios proporciona a cada ser humano, sostén que Él le retira cuando quiere, según su propio sabio consejo que el hombre no puede penetrar.
Ese es el pensamiento que expresa el Salmo 104:27-30, no sólo respecto del hombre sino de todos los seres que pueblan la tierra y, en particular, las palabras: “les quitas el hálito (aliento), dejan de ser y vuelven al polvo.” (v. 29b) ¿Qué hálito? El hálito de vida que Dios sopló en las narices de Adán cuando lo creó (Gn 2:7).
Si la vida de que el hombre goza es tan frágil –algo que por experiencia sabemos muy bien- ¿cómo debe vivir él? Siempre listo, preparado, para abandonar este mundo y presentarse a juicio ante su Creador. Eso es lo que Jesús nos exhorta hacer en ese pasaje en que habla de la venida del Hijo del Hombre en Mateo 24, en particular en los versículos 42 al 44, y especialmente este último, que dice: “Por tanto, también vosotros estad preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis.”. Allí Jesús habla de su venida al final de los tiempos, pero esas palabras pueden aplicarse también a la vida de cada ser humano, pues nadie sabe cuándo el hilo de su vida se cortará, en qué día, fecha y hora, que puede ser en cualquier momento y cuando menos lo espera, y también súbitamente por un accidente inesperado, o un infarto, etc. Hay veces en que la muerte anuncia su venida con semanas, o días, u horas de anticipación, como en el caso de algunas enfermedades graves, o en el caso de una catástrofe de cuyas consecuencias mortales no se pueda escapar. Pero hay otras en que nada hacía pensar que la muerte pudiera presentarse tan de pronto. Así pues, todos debemos estar siempre listos, con las maletas preparadas para regresar a casa. (Ecl 12:6,7).

6b. “Entre tanto deseará, como el jornalero, su día.”
Mientras llega ese día, a la vez deseado (por los que tienen puesta en Dios su esperanza) y temido (por aquellos para quienes no hay esperanza en el más allá), vivirá contando las horas que faltan para que pueda hallar descanso de sus labores, como el jornalero que se afana bajo el sol esperando que llegue el final de su jornada, porque la vida es dura y muchas las miserias que afligen al hombre.
El pago que el obrero espera al final del día es como la recompensa esperada por el hombre al final de sus días en que recoge el fruto de sus obras. Recuérdese que “jornal” es el pago diario que recibe el obrero al cumplir su “jornada” de trabajo, que en la antigüedad iba de sol a sol.
Nosotros también esperamos cosechar al término de nuestra existencia el fruto de nuestras obras, no el castigo merecido, sino la retribución que la salvación ganada por Cristo en la cruz hizo posible, ganada por Aquel que dijo: “Yo he venido para que tengan vida y vida en abundancia.” (Jn 10:10). Entonces podremos realmente descansar, como dice Hebreos, de nuestras obras, y entrar en el reposo eterno en que gozaremos de la presencia de Dios (Hb 4:3-11).

7-9. “Porque si el árbol fuere cortado, aún queda de él esperanza; retoñará aun, y sus renuevos no faltarán. Si se envejeciere en la tierra su raíz, y su tronco fuere muerto en el polvo, al percibir el agua reverdecerá, y hará copa como planta nueva.”
Con frecuencia la Escritura compara al hombre con los árboles, a los que llama por ejemplo “árboles de justicia y plantío de Jehová” (Is 61:3). En efecto, el ser humano se parece en muchos aspectos al árbol: su cuerpo se parece al tronco; su cabeza, a la copa frondosa; sus brazos, a las ramas; sus pies, a las raíces que se hunden en la tierra.
Pero aparte de la inmovilidad del árbol, hay un aspecto en el cual el ser humano no se le parece en absoluto, porque cuando el árbol es cortado “aún queda en él esperanza”. El árbol cortado puede volver a reverdecer. Por viejo que sea el árbol, no importa cuán cubierto de polvo esté su tronco, no importa cuántos se hayan sentado sobre su tronco mochado por el hacha, apenas llegue a sus raíces profundas un poco de agua, empezarán a brotar renuevos de los costados del tronco, y de nuevo el árbol alzará orgulloso sus ramas, y hasta algún día, su copa frondosa renovada.
No importa cuán viejo pueda ser el árbol, aún puede tener hijos cuando revive, por las semillas que portan sus frutos. Pero eso no ocurre con el hombre, dirá Job más abajo, porque cuando el hombre es cortado, muere para siempre y no vuelve a vivir. ¿En qué estriba la diferencia? En que el tronco del árbol tiene raíces que se hunden en la tierra que pueden absorber la humedad del suelo, y de ahí chupar nueva vida. Pero el cuerpo del hombre carece de esas raíces profundas. Sus pies se posan sobre el suelo pero no penetran en él, no están fijos, y gracias a ellos puede caminar. El hombre ha trocado la fortaleza del árbol por la movilidad de su cuerpo; en suma, por la libertad.
Pero ¿puede decirse realmente que el hombre no tenga raíces? No las tiene en un sentido físico, pero sí las tiene en un sentido espiritual. Job puede decir que cuando muere el hombre no vuelve a levantarse porque no sabía nada acerca de la resurrección. Él creía que cuando el hombre es enterrado y su espíritu va al Seol, ya el cuerpo no vuelve a vivir. El hombre, dice él más abajo, no se levanta de su sueño; su espíritu, creía él, sobrevivirá misteriosamente en las sombras de la muerte, donde, como dice David, no hay memoria de Dios ni se le alaba (Sal 6:5).
¡Qué diferente es la perspectiva del Antiguo Testamento de la del Nuevo! En el Antiguo no hay esperanza para el hombre cuando muere. Por eso el Eclesiastés le anima a gozar de lo bueno que le ofrece la vida, y le exhorta a aprovechar el tiempo que aún le queda antes de que envejezca y pierda el sabor del vivir. (Ecl 5:18; 12:1).
Por el mismo motivo el hombre sin esperanza del más allá quiere gozar mientras lata su corazón de todo lo que le ofrece esta vida, y pone su esperanza en la fama, en el poder y en el dinero que le permiten alcanzar lo que su corazón desea.
¡Qué triste es vivir así! Porque cuando ve que se acerca el fin de su vida el hombre se desespera y se resiste a morir, ya que pierde lo único que tiene. Nosotros sabemos, en cambio, que no es así; sino que la vida presente es el preludio de una existencia distinta en otra esfera, en la que, si no se condena, gozará de una felicidad inimaginable en la tierra.

10-12. “Mas el hombre morirá, y será cortado; perecerá el hombre, ¿y dónde estará él? Como las aguas se van del mar, y el río se agota y se seca, así el hombre yace y no vuelve a levantarse; hasta que no haya cielo (es decir, nunca) ni se levantarán de su sueño.”
En el versículo 11 Job usa una imagen muy gráfica, que viene fácilmente a mano en las regiones del Oriente donde el agua es escasa: “Como las aguas se van del mar, y el río se agota y se seca”. Él debe haber contemplado en su larga vida más de una vez lagos grandes (que él llama mares) que por la evaporación que produce el calor y la falta de lluvias se secaron, así como también ríos cuyo caudal por la misma causa fue mermando.
Él dice en el v. 12 que de igual manera “el hombre yace y no vuelve a levantarse” como el gran lago que dejó de ser.
Mientras dure el cielo, es decir, el firmamento con todos los millones de estrellas que lo pueblan -esto es, por toda la eternidad, porque la creación es eterna- el hombre no se despertará. Era una noción común del judaísmo –que perdura en las epístolas de Pablo- comparar a la muerte con el sueño (1Cor 11:30; 15:20,51; 1Ts 4:13,14). Por eso hablamos también nosotros del “sueño de los justos”.
La diferencia entre la concepción de Job y la nuestra es que nosotros sabemos que el hombre sí se levantará de ese sueño, el día del juicio, para ir definitivamente al lugar que Dios le asigne por toda la eternidad: unos a la gloria, otros al tormento.

Notas: 1. Según Fray Luis de León el original hebreo dice “abreviado de días” porque al inicio de la creación los hombres vivían cientos de años, pero les fueron acortados por el pecado.
2. Según M. Poole el texto dice: “nacido de mujer” porque aunque todos los hombres nacen de varón y mujer, quién sea el padre es a veces desconocido, o está en duda, pero quién sea la madre es siempre evidente, porque es la que le dio a luz. Además, diría yo, el padre con frecuencia abandona al hijo; la madre rara vez. Sólo ha habido un hombre que naciera sin padre humano, Jesucristo, que tuvo, sin embargo, un padre adoptivo que ocupó su lugar, pero nunca ha habido un ser humano que naciera sin madre, salvo Adán.
3. De padres impuros no puede venir nada limpio, dice M. Henry, así como de una fuente impura no puede brotar agua pura, ni de las espinas brotar uvas.
4. Pero yo puedo pedirle a Dios que me conceda años adicionales de vida, o que, al menos, me conceda conservar la salud y mi vitalidad hasta el final de mis días.


Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y entregándole tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”


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