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viernes, 16 de enero de 2015

FELICIDAD

FELICIDAD

Salvo en un sentido espiritual, nadie es feliz solo. La felicidad humana es una felicidad compartida. Son nuestras relaciones afectivas las que nos hacen felices o infelices. Se es feliz de a dos o en grupo. Y son las relaciones afectivas que hemos cultivado a lo largo de la vida las que nos hacen felices, sobre todo al final de la existencia. Si no las hemos cultivado, a la larga no seremos felices.
El que vive sólo para sí al final de su vida se encontrará aislado, solo, cuando más necesite de compañía. Vivirá en un desierto en medio de la ciudad. Pero aun la compañía de una persona enferma, que exige cuidado y sacrificio, nos puede hacer feliz.

En suma la mejor manera de ser feliz, la más segura, es hacer felices a otros. Es una felicidad que rebota, aun en la soledad, aun en la enfermedad, aun en la pobreza.


José Belaunde M.

miércoles, 6 de febrero de 2013

GRACIAS SEÑOR


Quiero compartir con mis lectores esta bella oración, que un desconocido me alcanzó, y cuyo autor desconozco, pero que conmueve a todos los que la escuchan.

GRACIAS SEÑOR por todo lo que me diste el año que termina.
Gracias por los días de sol y los nublados tristes.
Por las tardes tranquilas y las noches oscuras.
Gracias por la salud y por la enfermedad,
Por las penas y las alegrías.
Gracias por todo lo que me prestaste y luego me pediste.
Gracias Señor, por la sonrisa amable y por la mano amiga;
Por el amor y por todo lo hermoso y por todo lo dulce;
Por las flores y las estrellas;
Por la existencia de los niños y de las almas buenas.
Gracias por la soledad, por el trabajo, por las inquietudes,
Por las dificultades y las lágrimas.
Por todo lo que me acercó a ti.
Gracias por haberme conservado la vida,
Y por haberme dado techo, abrigo y sustento.
¿Qué me traerá el año que empieza?
Lo que tú quieras, Señor,
Pero te pido fe para verte en todo y en todos;
Esperanza para no desfallecer,
Amor sobrenatural para amarte cada día más,
Y para hacerte amar por todos los que me rodean.
Dame paciencia y humildad,
Desprendimiento y generosidad.
Dame Señor, lo que tú sabes que me conviene y yo no sé pedir;
Que tenga el corazón alerta, el oído atento,
Las manos y la mente activas,
Y que me halle siempre dispuesto a hacer tu voluntad.
Derrama, Señor, tu gracia sobre todos los que amo,
Y concede tu paz al mundo entero, Amén.

viernes, 2 de marzo de 2012

DAVID Y JONATÁN

Por José Belaunde M.

Una Amistad Ejemplar

Situémonos en el campo de batalla en que un joven pastor de ovejas desconocido, apenas un muchacho, mató al temible gigante Goliat con su honda.

¿Pueden imaginarse el asombro de los filisteos al ver que su invencible paladín caía derribado por una piedra certera que se le incrustó en la frente? ¿Y más aun cuando vieron que el jovencito tomaba la espada del gigante y le cortaba la cabeza? Apenas lo vieron los filisteos huyeron despavoridos.

Los hebreos los persiguieron, mataron a un gran número y saquearon su campamento.

David, llevando consigo la cabeza sangrante de Goliat, regresó tranquilamente a su campamento. Entonces Abner, el general de los israelitas, lo llevó donde el rey Saúl, y se lo presentó.

Saúl le preguntó. ¿De quién eres hijo? (1S 17:55-58)

Entonces a las personas se les identificaba por su padre.

Por eso es que en la genealogía de Jesús, que figura en Lc 3:23ss, se dice: “José, hijo de Elí, hijo de Matat, hijo de Leví…” Y Jesús llama a Pedro: “Simón, hijo de Jonás…” (Mt 16:17) (Nota 1)

Saúl no permite que David vuelva a casa de su padre y lo pone sobre un grupo de hombres de guerra para hacer lo que el rey le ordene. (M. Henry anota al respecto: El que quiera gobernar debe aprender primero a obedecer.)

“Aconteció que cuando él hubo acabado de hablar con Saúl, el alma de Jonatán quedó ligada con la de David, y lo amó Jonatán como a sí mismo.” (1S 18:1) (2) ¿Quién era Jonatán, dicho sea de paso? El hijo mayor de Saúl y, por tanto, el heredero del trono.

¿Qué hay de extraordinario en eso de que lo amara como a sí mismo si el mandamiento dice: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” (Lv 19:18b) ¿Por qué lo destaca el texto inspirado si no estaba haciendo otra cosa sino cumplir la ley? Porque en el fondo es poco común; pocos son los que aman a su prójimo de esa manera.

¿Cuántos hay aquí que aman a su prójimo como a sí mismos? Digan la verdad. ¿A su prójimo, es decir, a alguien que no sea su mujer, o su esposo, o su hijo? Yo creo que ninguno, y yo menos.

Así deberíamos amar todos a nuestro prójimo, pero no lo hacemos en realidad, porque esa clase de amor es un amor absoluto.

¿A quién amamos más? Digan la verdad.

¿A Dios? Ojalá. Pero ¿a quién realmente?

Yo creo que la mayoría más que a nadie nos amamos a nosotros mismos, incluso más que a Dios. Por eso nos cuidamos, nos arreglamos, nos miramos al espejo para tratar de embellecernos, etc. Nos engreímos, en suma.

La ley en Levítico dice que debemos amar a nuestro prójimo tal como a nosotros mismos. Si eso se cumpliera la tierra sería un cielo.

Jonatán cumplió esa ley con David, y entre ambos surgió una amistad profunda, verdadera.

Todos necesitamos tener un amigo íntimo semejante, en quien podamos confiar totalmente, como dice un proverbio: “Hay amigo que es más unido que un hermano.” (Pr 18:24b).

¿Tenemos un amigo semejante? Hágase cada uno esa pregunta a sí mismo. Si no lo tenemos, pidámoselo a Dios, porque tener un amigo así es una bendición.

Dios le proporcionó a David esa clase de amigo, que era precisamente ¡oh paradoja! hijo del hombre que muy pronto sería su enemigo mortal, del hombre que lo odiaría y querría matarlo. Es sorprendente. ¿No podría Dios haber escogido para David un amigo menos problemático? No, porque en lo difícil y contradictorio de la situación se iba a mostrar la calidad de esa amistad.

El relato dice que enseguida David y Jonatán hicieron un pacto (1S 18:3,4). En prueba de su afecto Jonatán le entregó a David su manto, su armadura, su espada, su arco y su cinto. Esto es, sus cosas más preciadas.

El que es verdadero amigo da a su amigo algo propio que le sea muy valioso. Con ese gesto muestra el valor que tiene para él su amistad. Hacemos regalos valiosos a las personas que valoramos. Con el valor del regalo, según lo permitan nuestros recursos, expresamos nuestro cariño.

Jonatán le da esas cosas posiblemente también porque David, como pastor que era, estaba vestido muy modestamente. David debe haberse sentido muy honrado. Entre los antiguos una manera de honrar a una persona era darle lo mejor de la ropa que uno tiene para que se la ponga. En el libro de Ester vemos que cuando el rey Asuero quiso honrar a Mardoqueo le hizo vestirse con su ropaje real (Es 6:10,11).

Algunos sostienen que David le entregó por su parte a Jonatán la ropa que llevaba, esto es, que hubo un intercambio de ropa, porque así se sellaban en esa época los pactos de amistad. Pero es poco probable que hiciera eso, porque la ropa que él llevaba puesta era demasiado modesta para que se la pusiera un príncipe de linaje real. En todo caso, el texto no lo dice.

Saúl puso soldados a las órdenes de David y David comenzó a batallar contra los filisteos (1S 18:5). Sus triunfos empezaron a hacerlo famoso y popular entre las mujeres, que cantaban: “Saúl mató a sus miles, y David a sus diez miles.” (v. 7)

Cuando Saúl se enteró se puso furioso y empezó a tener celos de David, al punto que quería matarlo. Con ese fin comenzó a enviar arteramente a David a misiones peligrosas en la esperanza de que los filisteos lo mataran. Pero David se conducía prudentemente y salía siempre triunfante.

Cuanto más éxito tenía David, más lo odiaba Saúl (v. 28-30).

En una ocasión Saúl dio orden a Jonatán y a sus siervos de matar a David. Jonatán advirtió de ello a David y le pidió que se escondiera hasta el día siguiente en que él persuadiría a su padre de no matarlo. (1S 19:1,2).

Y Jonatán habló bien de David a Saúl su padre, y le dijo: No peque el rey contra su siervo David, porque ninguna cosa ha cometido contra ti, y porque sus obras han sido muy buenas contigo; pues él tomó su vida en su mano y mató al filisteo, y Jehová dio gran salvación a todo Israel. Tú lo viste y te alegraste: ¿por qué pues pecarás contra la sangre inocente, matando a David sin causa? ” (19:4-6).

Jonatán defiende a David y convence a su padre de que no debe matarlo. Así actúa el verdadero amigo: Defiende a su amigo, y si estuviera en falta, trata de disculparlo.

Jonatán le comunica a David que la cólera de Saúl contra él ha disminuido, y él mismo lo trae donde Saúl para que entrara y saliera de la corte como antes. (v. 7)

Pero los celos de Saúl recrudecen al ver los éxitos que David obtiene contra los filisteos, y nuevamente intenta dos veces matarlo. En uno de esos intentos David es salvado por su mujer, Mical, que era hija de Saúl, el cual se lo reprocha airadamente (19:11ss).

David pues se ve obligado a huir de Saúl; él va donde Jonatán y se queja: ¿Qué he hecho yo para merecer el odio de tu padre? ¿Acaso no combato yo contra sus enemigos? (20:1) Pero el odio de los envidiosos no suele tener justificación alguna. Es un odio gratuito y no puede ser aplacado con nada. Cuanto más muestras de amor se dé a la persona que envidia, más odia el envidioso. La envidia es un veneno, un espíritu que viene de parte de Satanás, que se apodera de los pensamientos de una persona. La única cura contra la envidia es la distancia.

Jonatán le asegura a David que su padre no lo va a matar, y que si realmente quisiera hacerlo, él le avisaría con tiempo para que huya. Pero David le responde que Saúl le ocultará sus propósitos, porque conoce la amistad que los une.

David considera que su vida está en grave peligro. Jonatán le asegura que hará por él lo que le pida: “Lo que deseare tu alma, haré por ti.” (v. 4)

Pongámonos en la situación en que se encuentran ambos amigos. Jonatán es el príncipe heredero. Él está arriba, por así decirlo. David, aunque yerno del rey, es sólo un oficial más del ejército. Él está abajo. Pero el cariño que Jonatán tiene por él lo levanta a su altura.

Entonces David le dice que con ocasión de la próxima luna nueva habrá banquetes en casa de su padre en los que él, como yerno del rey, deberá estar presente y sentado en un lugar de honor. Pero él no quiere acudir sin estar seguro de que su vida no corre peligro. Entonces acuerdan una estratagema para que Jonatán pueda avisarle del estado de ánimo de su padre sin que tenga que decírselo de palabra.

Si su padre nota la ausencia de David, Jonatán tratará de excusarlo. Pero si se enoja es señal de que su propósito maligno no ha cesado.

Llegada la fiesta David estuvo ausente el primer día y Saúl no dijo nada, pero en el segundo día le llamó la atención. Jonatán excusó la ausencia de su amigo diciendo que le había pedido permiso para participar en un sacrificio con su familia en Belén.

Saúl se enfurece y le increpa a Jonatán que se haya puesto del lado de David a sabiendas de que mientras David viva su trono y el del propio Jonatán, que deberá sucederlo como primogénito, está en peligro. Finalmente le ordena que lo traiga porque debe morir.

Jonatán defiende a su amigo preguntando: “¿Qué de malo ha hecho David para que muera?” (v. 32)

En un arranque de furia Saúl le arroja su lanza a su hijo para herirlo. Jonatán se levanta de la mesa furioso, pero ya sabe que su padre ha decidido la muerte de David.

Al tercer día de la fiesta ambos van por separado al campo acordado y David se esconde. Jonatán dispara tres flechas como haciendo tiro al blanco. Jonatán había dicho a David: “Si las flechas caen entre tú y yo, puedes venir en paz. Pero si las flechas caen más allá de donde tú estás, no conviene que vengas.” Y esto último es lo que Jonatán hace.

Cuando el paje que estaba con Jonatán se aleja, ambos amigos se abrazan y lloran copiosamente. La Escritura anota: “David lloró más.” (v. 41)

En la ocasión en que acordaron esa estratagema, ambos amigos renovaron su pacto de amistad delante de Jehová. Jonatán le hizo jurar a David que cuando Dios hubiera hecho perecer a todos sus enemigos, David tendría misericordia de él y de su linaje y que no haría que su linaje desaparezca de la tierra. (v. 14-17)

Es obvio que Jonatán presentía el triunfo futuro de David sobre la casa de Saúl. Jonatán le exige a David que le haga esta promesa bajo juramento, porque en esa época era usual que cuando alguien accedía al trono en pugna con un rival, el vencedor hiciera matar a todos los del linaje rival que quedaran con vida, para evitar que alguno de ellos pudiera pretender al trono y armar una revuelta.

Notemos que Jonatán podría haber participado del encono y de la envidia que tenía su padre contra David, porque el éxito que tenía éste lo perjudicaba a él también, ya que le estaba quitando la gloria y el favor del pueblo que él podía tener. Pero él no envidiaba a David. Al contrario, lo admiraba. ¿Por qué? Porque era un alma noble. No envidiar al rival es un signo de nobleza espiritual.

Pero también de sentido común. ¿Qué es mejor: admirar o envidiar? ¿Hay alguien que sea feliz envidiando? El envidioso sufre por los éxitos y cualidades de su rival; el que admira se goza en los éxitos de su amigo.

Notemos: Los verdaderos amigos se aceptan tal como son y no hay rivalidad entre ellos. No condicionan su amistad.

Amigo es alguien en quien podemos confiar nuestros asuntos más personales, en la seguridad de que no los va a revelar a nadie. Es un verdadero y leal confidente. “Hay amigo que es más unido que un hermano.” (Pr 18:24)

A veces necesitamos de alguien en quien descargar nuestras inquietudes, angustias, preocupaciones, nuestras heridas y decepciones; y en quien podamos hacerlo sin temor de que nos juzgue o nos critique. Al contrario, seguros de que se mostrará comprensivo, nos confortará y consolará, y nos dará un buen consejo.

Para terminar David y Jonatán renuevan su alianza y el segundo le dice a David: “Jehová esté entre tu y yo, entre tu descendencia y mi descendencia para siempre.” (1S 20:42) Conciertan una alianza que durará mientras vivan y aún más allá.

A partir de ese momento se inicia la larga etapa en la vida de David en la que él huye de un sitio a otro perseguido por Saúl y viviendo como un bandolero.

En un momento dado, cuando David se había refugiado en la cueva de Hores, en el desierto de Zif, Jonatán vino a buscarlo y “fortaleció su mano en Dios.” (1S 23:16).

Ese es quizá el momento más bajo en la azarosa vida de David. Justo en ese momento acude Jonatán a fortalecer a su amigo.

Como dice el proverbio: “En todo tiempo ama el amigo, y es como un hermano en tiempo de angustia.” (Pr 17:17).

Jonatán desinteresadamente le augura a David que él reinará sobre Israel y que él, Jonatán, que es el heredero legítimo, será su segundo. Y una vez más renuevan su pacto (23:17,18).

Jonatán no tiene reparos de que David más adelante ocupe el trono de Israel que le estaba destinado como heredero legítimo. Al contrario, él se alegra del triunfo de su amigo y se conforma con ser el segundo en el reino. Esta actitud nos muestra una vez más la nobleza de carácter de Jonatán.

David y Jonatán no se volvieron a encontrar. Sus caminos en adelante siguen rumbos diferentes. David vivirá como un aventurero, una especie de Robin Hood, rodeado inicialmente de una banda de forajidos (1S 22:2), que él convierte en soldados valientes. Jonatán, por su lado, acompañará a su padre en la guerra interminable que sostiene contra los filisteos.

En el monte de Gilboa se enfrentan ambos ejércitos en una gran batalla, y los israelitas son derrotados. En su huida Jonatán y dos de sus hermanos son abatidos (1S 31:1,2).

Poco después Saúl, que estaba herido, se hace matar por su escudero para no caer vivo en mano de sus enemigos (v. 4-6).

Cuando los filisteos descubren los cadáveres de Saúl y de sus hijos les cortan la cabeza y los exhiben públicamente, deshonrándolos. Pero unos israelitas de Jabes de Galaad las sacan de ahí y les dan digna sepultura (v. 7-13).

Cuando David se entera de la muerte del rey y de su amigo, canta una bella endecha lamentando su muerte, que es uno de los poemas más bellos de toda la Biblia.

¡Ha perecido la gloria de Israel sobre tus alturas! ¡Cómo han caído los valientes! No lo anunciéis en Gat, ni deis las nuevas en la plaza de Ascalón; para que no le alegren las hijas de los filisteos; para que no salten de gozo las hijas de los incircuncisos.

Montes de Gilboa, ni rocío ni lluvia caigan sobre vosotros, ni seáis tierra de ofrendas, porque allí fue desechado el escudo de los valientes…”

“Sin sangre de los muertos, sin grosura de los valientes, el arco de Jonatán no volvía atrás, ni la espada de Saúl volvió vacía…”

“¡Cómo han caído los valientes en medio de la batalla! ¡Jonatán muerto en las alturas! Angustia tengo por ti, hermano mío Jonatán, que me fuiste muy dulce. Más maravilloso me fue tu amor que el de las mujeres. (3) ¡Cómo han caído los valientes, han perecido las armas de guerra!” (2S 1:17-27)

Años después, siendo David rey en Jerusalén, se acuerda de la promesa que había hecho a Jonatán de tener misericordia de su linaje (2S Cap. 9).

Entonces pregunta si no ha quedado en vida ningún descendiente de Jonatán. Le contestan que ha quedado su hijo Mefiboset que es lisiado de los pies.

David lo hace venir, y cuando Mefiboset teme que David lo quiere hacer matar, David ordena que le sean devueltos a Mefiboset todos los bienes que habían sido de Saúl, y que Mefiboset en adelante coma a la mesa del rey como si fuera uno de sus hijos.

De esa manera honró David la memoria de su amigo y cumplió la promesa que le había hecho de tener misericordia de su linaje.

¡Ojalá tuviéramos nosotros un amigo como lo fue Jonatán para David, que pudo haberlo odiado como a un rival, pero a quien, exento de toda envidia, vio como un héroe de su pueblo y estuvo dispuesto a cederle el primer lugar!

¿Somos nosotros capaces de cederle a otro el primer lugar; de ceder el sitio que nos corresponde a otro a quien consideramos mejor que nosotros? Si somos capaces, entonces se podrá decir de nosotros que tenemos un alma del calibre de la de Jonatán.

Notas: 1. De esa costumbre derivan los apellidos españoles que terminan en “ez”: Pérez, hijo de Pedro; Gonzalez, hijo de Gonzalo; Dominguez, hijo de Domingo, etc. O los apellidos ingleses que terminan en “son”: Johnson, hijo de John; Richardson, hijo de Richard, etc.

2. Literalmente:“como a su alma…(en hebreo: nefesh)

3. En nuestro tiempo, en que tantas cosas se interpretan con facilidad torcidamente, esta frase podría dar pábulo a especulaciones maliciosas acerca del carácter de las relaciones entre ambos amigos. Pero sería pérdida de tiempo, porque si hubiera algo remotamente cercano a lo que los mal pensados pudieran sospechar, ambos amigos hubieran sido apedreados por el pueblo en el acto.

NB. Este artículo está basado en una charla dada en el ministerio de la Edad de Oro, con ocasión del Día de la Amistad.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y a entregarle tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:

“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#715 (26.02.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

jueves, 10 de noviembre de 2011

JESÚS SANA A UN PARALÍTICO

Por José Belaunde M.

“Entró Jesús otra vez en Capernaum después de algunos días; y se oyó que estaba en casa. E inmediatamente se juntaron muchos, de manera que ya no cabían ni aun a la puerta; y les predicaba la palabra.
Entonces vinieron a él unos trayendo un paralítico, que era cargado por cuatro. Y como no podían acercarse a él a causa de la multitud, descubrieron el techo de donde estaba, y haciendo una abertura, bajaron el lecho en que yacía el paralítico. Al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados.
Estaban allí sentados algunos de los escribas, los cuales cavilaban en sus corazones: ¿Por qué habla éste así? Blasfemias dice. ¿Quién puede perdonar sino sólo Dios?
Y conociendo luego Jesús en su espíritu que cavilaban de esta manera dentro de sí mismos, les dijo: ¿Por qué caviláis así en vuestros corazones?
¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle: Levántate, toma tu lecho y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa.
Entonces él se levantó en seguida, y tomando su lecho, salió delante de todos, de manera que todos se asombraron, y glorificaron a Dios, diciendo: Nunca hemos visto tal cosa.”
(Mr 2:1-12)
Diremos para comenzar que todos somos el paralítico, porque todos hemos sido heridos por el pecado, y todos hemos necesitado ser sanados de esa herida. Nadie aquí se salva de eso. Pero sólo Jesús puede sanar esa herida.
El paralítico necesitaba ver a Jesús, pero no podía ir donde Jesús porque no podía caminar. El pecado lo había dejado espiritualmente inválido. El no podía acercarse a Jesús por propia iniciativa.
Felizmente tenía unos amigos que lo animaron y se prestaron para llevarlo donde Jesús. ¡Benditos sean esos amigos que llevan a sus amigos enfermos donde Jesús! ¿Cuántos de los que leen estas líneas tuvieron un encuentro con Jesús gracias a un amigo que lo llevó a Él?
Sin embargo, los amigos se encontraron con muchos obstáculos que impedían llevar al paralítico donde Jesús. Muchos se oponían, no dejaban que el enfermo fuera llevado a Jesús. ¿Qué vas a hacer tú buscando a Jesús? Te vas a volver un fanático, Así como estás, estás muy bien, aunque no puedas caminar.
Pero los cuatro amigos persistieron y encontraron un resquicio, una oportunidad inesperada para llevar a su amigo enfermo donde Jesús y presentárselo para que lo sane.
Pero ¡oh sorpresa! Jesús no lo sana de primera intención, sino le dice: “Tus pecados te son perdonados.”
Ellos deben haberse dicho: Está muy bien eso, pero lo que este hombre necesita ahora urgentemente no es que le perdonen sus pecados sino que lo sanen de la parálisis. ¡Jesús, por favor! ¡Olvídate de sus pecados y sánalo!
Sin embargo, Jesús hizo bien en perdonarlo primero que nada, porque antes de que nos sanen nuestras enfermedades, necesitamos que nuestros pecados sean perdonados.
El pecado es peor que la peor enfermedad, porque el pecado es la causa, el origen de todas las enfermedades. Así que si alguien está enfermo, lo primero que necesita es arrepentirse y creer para que sus pecados le sean perdonados.
Eso no nos autoriza a deducir, sin embargo, que si alguien está enfermo es porque ha pecado. Las causas de la enfermedad pueden ser muchas y no todas son causadas por pecados concretos. Las enfermedades pueden ser incluso pruebas que Dios permite para probar nuestra fe. Lo que sí es cierto es que el origen, o causa remota de todas las enfermedades que sufre el hombre es el pecado, en primer lugar, porque sujetó a la creación a “la esclavitud de la corrupción” (Rm 8:21); y en segundo, porque “la paga del pecado es muerte” (Rm 6:23) y la enfermedad es la embajadora de la muerte.

Ahora volvamos al comienzo del episodio para ver los detalles del relato.
Marcos dice que Jesús volvió a Capernaum, que está en el lago de Genesaret. Ninguna ciudad de Israel gozó con tanta frecuencia de la presencia de Jesús. Esa ciudad fue su centro de operaciones. Ahí hizo Él muchos de sus milagros y predicó muchas de sus enseñanzas. Sin embargo, la mayoría de los habitantes de esa ciudad no creyeron en Él. Se asombraron de sus milagros pero no se convirtieron. Por eso pronunció Jesús sobre Capernaum palabras muy duras cuya severidad fue sólo superada por las que dirigió a Jerusalén: “Y tú Capernaum, que eres levantada hasta el cielo, hasta el Hades serás abatida; porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en ti, habría permanecido hasta el día de hoy. Por tanto os digo que en el día del juicio, será más tolerable el castigo para la tierra de Sodoma, que para ti.” (Mt 11:23,24).
Cuando la gente se enteró de que Jesús estaba en la ciudad inmediatamente fueron a buscarlo. Eso ocurría dondequiera que Él estuviera. Querían verlo y escucharlo. ¿Por qué sería? Primero que nada, en verdad, porque hacía milagros.
El texto dice: Estaba en casa. ¿Qué casa? La casa de Pedro donde Jesús se alojaba cuando estaba en Capernaum.
El pasaje paralelo en Lc 5:17 dice que el poder del Señor estaba con Jesús para sanar. Toda sanidad es obra del poder de Dios, no del hombre. Hay veces en que el poder de Dios para sanar se siente casi físicamente. Eso es lo que hace que la gente se sane. No las manos del que las impone, sino el poder de Dios, la unción que reposa sobre él.
Marcos dice que Jesús les predicaba la palabra. ¿Qué palabra? La palabra de Dios. Todo lo que Jesús predicaba era palabra de Dios, las palabras que su Padre ponía en su boca (Jn 5:19). Por eso Pedro pudo decirle a Jesús: “Tú tienes palabras de vida eterna.” (Jn 6:68).
La palabra de Dios es la que transforma vidas. Es la palabra que nunca retorna vacía sino que hace aquello para lo cual es enviada. (Is 55:11)
Al acercarse los amigos a la casa donde se encontraba Jesús vieron que estaba atestada de gente y que no se podía entrar. Pero ellos amaban mucho a su amigo enfermo y no se dejarían amilanar por las dificultades. Enfrentarían cualquier obstáculo por ayudarlo.
Cuando amamos realmente a nuestros amigos, estamos dispuestos a hacer cualquier cosa por ayudarlos. ¡Ojalá tengamos nosotros esa clase de amigos!
Esos amigos eran como enfermeros que cargaban a su amigo. Necesitamos enfermeros espirituales que lleven a Jesús a la gente enferma por el pecado y por su vida desordenada.
Entonces a los amigos se les ocurrió una solución osada: Hacer un hueco en el techo y bajarlo con cuerdas por el hueco.
Subirlo al techo no era difícil porque las casas en Israel entonces tenían una escalera externa que llevaba al techo. Pero ¿cómo abrirían un hueco en el techo? ¿Con qué derecho? Con el derecho que dan la fe y el amor. Pero ¿no estaba ahí Pedro, el dueño de casa? Impulsivo y temperamental como él era ¿permitiría que le destrocen el techo?
Imagínense además el ruido y el polvo del techo que caería sobre los que estaban dentro. Y su sorpresa.
El texto dice: “Al ver Jesús la fe de ellos.” ¿La fe de quiénes? La fe de los cuatro amigos, naturalmente, pero también la fe del enfermo. Él era el que tenía más fe porque para dejarse descolgar por el techo estando paralítico……
El debe haberles dicho: Llévenme como sea para ser sanado. ¿Quién no está dispuesto a hacer cualquiera cosa para ser sanado de una enfermedad grave?
Preguntémonos ¿Qué clase de fe en particular era la que ellos tenían? ¿Cuál era el objeto de su fe? ¿Fe para ser salvo? No. Fe de que Jesús podía sanar a su amigo.
Al ver pues Jesús la fe de ellos, le dijo al paralítico: “Hijo”. Lo trata cariñosamente para animarlo. Ese hombre enfermo necesitaba ser tratado con amor, no con indiferencia como solemos hacer. Todo enfermo sufre, sobre todo si es de una enfermedad grave. Necesita cariño, amor, cuidado.
Luego le dice: “Tus pecados te son perdonados.” Eso era algo que el paralítico no esperaba, pero al oírlo él debe haberse sentido aliviado por esas palabras. Un peso mayor que la enfermedad se le cayó de encima. La peor de todas las cargas que podemos llevar es la opresión causada por el pecado.
¿Por qué le perdonó Jesús sus pecados? No lo hizo por bondad sino porque vio que el hombre tenía fe en Él. “De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en Él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre.” (Hch 10:43; cf 13:38)
Había ahí unos escribas presentes. ¿Por qué estaban ellos allí? ¿Querían acaso aprender de Jesús? ¿O querían quizá hacerse sus discípulos? De ninguna manera. Ellos querían sorprender a Jesús en alguna palabra imprudente, o peligrosa, para poder acusarlo. Y Jesús no los decepcionó en este caso; les dio en la yema del gusto porque dijo algo por lo que pensaban que podrían denunciarlo a las autoridades.
Ellos se dijeron entre sí: Este tipo blasfema, porque sólo Dios puede perdonar los pecados.
Ellos pensaron dos cosas: una equivocada, porque Jesús no blasfemaba; y una correcta, porque es verdad que sólo Dios tiene poder para perdonar los pecados.
Ellos pensaron: Este hombre pretende tener la autoridad de Dios para perdonar los pecados. Pero Jesús no pretendía tener esa autoridad. Él la tenía en verdad, porque el Padre le había dado autoridad para juzgar (Jn 5:27). Él no blasfemaba como ellos equivocadamente pensaron, porque Jesús, siendo Dios, tenía el poder de perdonar.
Fijémonos en que ellos no habían hablado en voz alta; sólo habían pensado esas cosas en su interior. Pero Jesús sabía lo que pensaban.
Jesús sabe todo lo que la gente piensa y no tiene necesidad de que nadie se lo diga. (Jn 2:24,25). El sabe todo lo que tú, que me escuchas o lees, piensas. No puedes ocultarle ni el menor de tus pensamientos. No hay manera de esconderse de su mirada que penetra como espada afilada hasta lo más profundo del ser. Recordemos lo que dice Hebreos: “Todas las cosas están desnudas y abiertas ante los ojos de Aquel a quien debemos dar cuenta.” (4:13).
¿Y si Él revelara a todos lo que tú piensas? ¿Cómo quedarías? Ten cuidado, porque algún día todo lo oculto será revelado, y todo lo que tú hiciste y pensaste será expuesto a la vista y oídos de todos para que todos lo sepan.
Jesús entonces les pregunta a los escribas: ¿Qué es más fácil: decirle a un paralítico: “Tus pecados te son perdonados”, o decirle: “Levántate… y anda”?
Ciertamente es más fácil decirle: “Tus pecados te son perdonados”, porque no hay manera de comprobar que haya ocurrido, no hay ninguna evidencia visible. Cualquiera puede decirlo. Pero decirle a un paralítico: “Levántate y anda”,·no es tan fácil, porque si no se levanta quedas muy mal.
Jesús continúa: “Para que sepáis que yo tengo el poder de perdonar los pecados, ahora le digo al paralítico: ´Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.’” Y el paralítico se levantó, tomó su camilla y se fue.
En otras palabras, si yo puedo decir y hacer lo que es difícil (sanar a un paralítico), también puedo decir lo que es más fácil (perdonar los pecados).
Pero en realidad, bien mirado, es al revés: No es que si Jesús puede sanar, también puede perdonar, sino que si Él puede perdonar los pecados también puede sanar a un paralítico. Si puede lo mayor, también puede lo menor. Porque perdonar los pecados de alguien es una obra mucho más grande que sanarlo de una enfermedad.
Notemos que el paralítico había sido llevado cargado en una camilla, y que él salió de ahí cargando la camilla en que solía estar acostado.
Notemos también que al probarles a los escribas que Él podía perdonar los pecados Él les estaba diciendo implícitamente: Yo soy Dios, porque sólo Dios puede hacer eso, como ellos bien sabían. Pero no le creyeron.
Ellos en verdad ya habían tenido un motivo para creer que Él fuera Dios, porque les había mostrado que Él sabía lo que cavilaban en su interior, algo que nadie puede hacer, a menos que el Espíritu Santo se lo revele. Pero lo pasaron por alto. No hay ciego más ciego que el que no quiere ver.
Jesús le dijo al paralítico: Toma tu camilla y vete a tu casa, por dos motivos: Uno porque de lo contrario el paralítico hubiera sido capaz de volver a acostarse en su camilla aun estando sano, porque estaba acostumbrado a estar echado todo el tiempo en ella. Y dos, para que alegrara a su familia viendo que él estaba sano. Ellos habían sufrido seguramente de verlo en ese estado. Tanto más se alegrarían de verlo caminando.
La parálisis que el hombre había sufrido fue en realidad una bendición encubierta para él. Porque si no hubiera sido por esa enfermedad quizá el nunca hubiera tenido ese encuentro con Jesús, quizá nunca hubiera recibido el perdón de sus pecados.
¿Cuántos podrían testificar que el sufrimiento los ha hecho sabios, los ha hecho mejores? Las tribulaciones pueden ser misericordias; las pérdidas pueden ser ganancia; la enfermedad del cuerpo puede significar la sanidad del alma (J.C. Ryle). Recordemos las palabras del salmo 119: “Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos.” (vers 71)
Pensemos en lo que ese encuentro significó para el paralítico. Él fue llevado a esa casa enfermo de cuerpo y alma, y regresó sano, restaurado y caminando. Pero, sobre todo, regresó libre de los pecados que oprimían su alma. Había sido perdonado. Algo que él, al ir donde Jesús, no buscaba. Notemos que cuando uno se acerca a Dios alcanza mucho más de lo que busca. (Rm 8:32).
Al escuchar las palabras de perdón de Jesús y ver el milagro, los que estaban presentes en la casa abarrotada no blasfemaron, como habían hecho los escribas, sino que dieron gloria a Dios por lo que habían presenciado.
En el pasaje paralelo de Mateo se dice que los presentes maravillados glorificaron a Dios que había dado tal poder a los hombres. Notemos, sin embargo, que pese a lo que habían visto, ellos no reconocieron que Jesús era Dios. No captaron el argumento con que Jesús había respondido a los escribas afirmando implícitamente en los hechos que Él era Dios. Evidentemente ellos veían en Jesús sólo a un hombre, a un profeta a quien Dios había concedido poderes milagrosos para curar.
Así solemos ser nosotros. Nos cuesta comprender lo que Dios nos está diciendo o mostrando. Somos testarudos.
Jesús hizo en ese lugar tres milagros: Perdonar los pecados del paralítico, leer los pensamientos de los escribas, y sanar al paralítico. ¿Quién sino Dios puede hacer tales cosas?

NB. Este artículo está basado en la trascripción de una charla dada recientemente en el ministerio de la “Edad de Oro”.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y entregándole tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#700 (06.11.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI.

viernes, 31 de diciembre de 2010

CONFIAR EN DIOS

Por José Belaunde M.

Uno de los errores más frecuentes que cometen los hombres, e incluso los que se dicen cristianos, es poner su confianza en otros seres humanos en vez de ponerla en primer lugar en Dios.

Podemos decir, en general, que todos tenemos confianza en determinadas personas. Si no fuera así, la vida sería imposible, empezando por la vida familiar. Es imposible que exista convivencia humana, sin que exista cierto grado de confianza entre las personas. Aunque nuestra confianza pueda ser cautelosa o limitada a ciertos aspectos, todos, de una manera u otra, confiamos en nuestros familiares, confiamos en nuestros amigos, confiamos en nuestros vecinos, confiamos en nuestros compañeros de trabajo, confiamos en nuestros jefes, confiamos en nuestros empleados, etc.

Pero ¡cuántas veces hemos sido defraudados! ¡Cuántas veces la persona en quien más confiábamos comete un grave error que nos perjudica, o nos vuelve las espaldas cuando más la necesitamos! ¡O peor aún, nos traiciona!

No hay quien no haya pasado por este tipo de experiencias, que suelen ser muy dolorosas y hasta traumáticas, cuando la persona que nos falla es precisamente la que más amamos.

Pero no deberíamos sorprendernos ni quejarnos de que eso ocurra, porque es inevitable que las personas nos fallen. Es inevitable porque el ser humano es por naturaleza falible, limitado, sujeto a error, egoísta, desconsiderado. Tiene que ocurrir un día. Nos fallan porque nosotros también fallamos.

Dios dijo por boca del profeta Jeremías: "Maldito el varón que confía en el hombre y pone carne por su brazo…” y añadió: “Bendito el varón que confía en el Señor…” (Jr 17:5,7).

Sólo hay un ser que es enteramente confiable; sólo hay un ser en quien podemos confiar nuestros secretos sin temor de que los divulgue; sólo hay un ser que no es limitado ni falible, que no puede cometer errores y que no es egoísta, sino, al contrario, absolutamente desinteresado; y que, además, nos ama infinitamente. Ese ser es Dios.

El salmo 62 dice. "Alma mía, sólo en Dios reposa, porque Él es mi esperanza. Sólo Él es mi roca y mi salvación, mi refugio..." Y en otro lugar dice: "Sólo en Dios se aquieta mi alma, porque de Él viene mi esperanza." (Sal 62:5,1).

Si hay alguien en quien yo puedo descansar, que me puede hacer dormir tranquilo, ése es Dios (Sal 4:8).

Pero nosotros tendemos a poner nuestra confianza en seres humanos porque son ellos los que tenemos a nuestro lado, son ellos a quienes vemos, son ellos a quienes amamos. Muchos dicen: a Dios no lo vemos, no sabemos donde está; ni siquiera sabemos si nos oye; o no estamos seguros de que, si nos oye, quiera hacernos caso.

Dicen eso porque no conocen a Dios, no lo tratan y por eso no tienen la fe que deberían tener. ¿En dónde estará Dios? se preguntan, ¿en qué confín del cielo?

Hay tantas personas que se dicen cristianas --y quizá lo sean-- que tienen una concepción de un Dios distante, quizá Creador todopoderoso y amante, pero que no interviene en los asuntos humanos, que no se mezcla en nuestros problemas. ¡Cuán equivocados están! ¡No conocen a Dios y por eso piensan así!

Generalmente nuestra confianza en las personas depende de cuánto las conozcamos. Nadie confía en un desconocido. Sería una grave imprudencia. Es cierto que a veces la cometemos de puro ilusos que somos. Pero a medida que tratamos a la gente inconscientemente la juzgamos y evaluamos hasta qué punto podemos confiar en ellas. Adquirimos también cierta experiencia. Si hemos ido encargando a un empleado diversas tareas y responsabilidades, y siempre las hace bien, terminará por convertirse en nuestro empleado de confianza. La confianza nace y crece con el uso. La confianza engendra además una cierta forma de cariño, aun entre superior y subordinado. Tanto más entre personas cuya relación las sitúa en el mismo nivel, sean amigos, familiares o enamorados. Pero todos terminamos amando de alguna manera a las personas en quienes confiamos, aunque sean nuestros empleados, precisamente porque confiamos en ellas. En la Biblia hay varios ejemplos: el de Eliezer, siervo de Abraham (Gn 24; el del centurión que amaba a su siervo (Lc 7:2 ).

Por lo demás tener alguien en quien podemos realmente confiar nos da seguridad, y ¡qué triste es cuando no se cuenta con nadie en quien poner nuestra confianza!

Pero si conociéramos a Dios, si realmente lo conociéramos, entonces sabríamos por experiencia cuánto podemos confiar en Él; conoceríamos a alguien en quien realmente sí podemos confiar a ciegas.

Mucha gente piensa que Dios no se ocupa de nuestros asuntos particulares, que está demasiado lejos, o es demasiado grande o está demasiado ocupado para ocuparse de nuestras minucias. Pero Jesús nos asegura que ningún cabello de nuestra cabeza perecerá (Lc 21:18). Si, hasta los cabellos de nuestra cabeza los tiene todos contados (Mt 10:30). De todo lo que nos sucede Él está enterado.

No sólo de nosotros, sino de toda su creación. Jesús dijo “¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo ninguno de ellos cae a tierra sin nuestro Padre.” (Mt 10:29). Eso quiere decir que Dios está enterado de todo lo que ocurre en la tierra, aun de las cosas que consideraríamos que son demasiado pequeñas para que Dios piense en ellas.

Quizá alguno objete: ¿Cómo puede Dios estar al corriente de todo lo que ocurre en el mundo? Sí puede. No juzguemos lo que Él puede hacer por lo que nosotros podemos, por los parámetros de nuestra mente limitada. Nosotros sólo podemos estar al tanto de unas cuantas cosas; si pretendemos abarcar más, las cosas se nos escapan. No podemos poner la atención en más de una cosa a la vez.

El refrán "Quien mucho abarca, poco aprieta" no se aplica a Dios, porque Él tiene una mente infinita. Él no se cansa, ni se adormece, dice su palabra (Sal 121:3,4). Él no duerme ni se aburre. Él puede poner su atención simultáneamente en un número infinito de detalles, porque Él tiene una atención infinita.

Él es como una computadora que tuviera una memoria ilimitada, una velocidad de procesamiento instantánea, y que estuviera conectada en línea con un número infinito de terminales y a todas atendiera a la vez en tiempo real.

Él nos trata y nos considera a cada uno de nosotros como si fuéramos la única persona viva sobre la tierra, la única que existiera. Porque para Él somos en verdad únicos e irremplazables. Por eso dice su palabra en Isaías: “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque ella olvide yo nunca me olvidaré de ti.” (Is 49:15).

Imaginemos una madre que sólo tuviera un hijo. ¡Qué no haría esa madre por ese hijo! Bueno, eso es lo que cada uno de nosotros es para Dios. Así se porta Él con cada criatura que pisa la tierra.

Naturalmente para nosotros eso es algo inimaginable, inconcebible. El rey David hablando de cómo Dios conoce nuestras palabras aun antes de que se formen en nuestra boca, escribía: "Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí. Alto es, no lo puedo comprender".(Sal 139:6).
Lo que ocurre es que, como no estamos acostumbrados a tratar con Dios, no lo conocemos y por eso no confiamos en Él. Nadie confía en quien no conoce, como ya dije, a menos que esté loco. ¡Ah, si le conociéramos! Jesús le dijo a la samaritana: Si conocieras con quién estás hablando…(Jn 4:10). ¡En verdad, si le conociéramos realmente confiaríamos en Él ciegamente y nunca confiaríamos en ningún otro!

El salmo 146 dice. "No confiéis en príncipes (esto es, en hombres importantes), ni en hijo de hombre, porque no hay en él salvación. Apenas exhala su espíritu, vuelve a la tierra y ese mismo día perecen sus pensamientos." (Sal 146:3,4).

Supongamos que ponemos nuestra confianza en una persona, en su apoyo, en su conocimiento, en su consejo, en su influencia, en su dinero. De repente un día muere y ya no está ahí. Todo su conocimiento, todo su influencia, todo su poder, todas sus intenciones de ayudarnos, se las tragó la tierra, desaparecieron. Ya no puede hacer nada por nosotros.

Y si la persona amada, cuyo abrazo nos confortaba, de pronto ya no está ahí ¡Qué vacío deja en nuestras vidas!

Pero Dios nunca desaparece, nunca nos falta, siempre está ahí.

Hay tres razones a mi juicio por las cuales podemos confiar en Dios sin límites: 1) Dios todo lo puede, para Él no hay nada imposible (Lc 1:37); 2) Dios todo lo sabe y sabe mejor que nosotros mismos qué es lo que más nos conviene; 3) Dios nos ama con un amor infinito y sobre todas las cosas quiere nuestro bien. Si Dios pues quiere nuestro bien, sabe cómo hacerlo y puede hacer todo lo que quiere ¿cómo no confiar en Él?

Hay un salmo que expresa mejor que ningún pasaje que recuerde el grado de confianza que podemos tener en Él: “Encomienda al Señor tu camino, confía en Él y Él obrará.” (Sal 37:5). Si hoy día yo puede vivir sin apremios, a pesar de que nunca tomé previsiones para el futuro, es porque yo puse mi futuro en sus manos: “Confía en el Señor y haz el bien; y habitarás la tierra y te apacentarás de la verdad.” (vers. 3). ¡Cuánta verdad hay en esas palabras!

Yo no quiero decir con esto que no debemos confiar en nadie ni que nos apoyemos en nadie. La vida sería imposible si no pudiéramos contar con las personas. Dios las ha puesto ahí para ayudarnos y para que nosotros, a su vez, las ayudemos. Y claro que sabemos cuánta ayuda una mano amiga puede prestarnos en un momento difícil. Pero ¿en quién confiamos primero? ¿En quién confiamos más? ¿En Dios o en el hombre?

Si sobreviene de improviso un problema serio, que nos angustia, nos decimos ¿A quién llamo? ¿A mi abogado? ¿Al serenazgo? ¿A mi amigo, el general de policía? ¿A mi tío, que tiene influencia?
Si se mete un ladrón a tu casa, antes de coger el teléfono para pedir auxilio, o de correr a la ventana para gritar, pídele auxilio a Dios. Él está ahí, Él está ahí, aunque tú ni el ladrón lo vean, y puede hacer mucho por ti. Cuanto más grave el peligro, tanto más cerca está Él. Y cuánto más confíes en Él, más puede hacer Él por ti.

Por de pronto, confiar en Dios te dará serenidad en el peligro y eso es ya un buen comienzo. Pero puede hacer mucho más. Puede hacer que el ladrón se asuste y se vaya. Puede hacer que el asaltante se confunda y tropiece. ¡Jesús! es un grito que ha salvado a muchos del peligro. Ten su nombre bendito a la mano. ¿Y cómo lo tendrás a la mano si no lo tienes en el corazón? (Nota)

Decía antes que si lo conociéramos... Si conociéramos a Dios, sabríamos cuánto podemos confiar en Él en toda circunstancia. Pero ¿cómo le conoceremos si no le hablamos? ¿Cómo le conoceremos si no tratamos con Él? ¿Si no leemos su palabra?

Cuando te hayas acostumbrado a hablar con Él como a un amigo, como al amigo más íntimo, empezarás poco a poco a conocerlo, empezarás a aprender a escucharlo. Porque Él nos habla siempre, sólo que no reconocemos su voz entre las muchas voces que nos hablan.

No habla necesariamente con palabras audibles. Pero sentimos en nuestro corazón sus respuestas y aprendemos a distinguir su voz.

Jesús dijo que sus ovejas conocen su voz y le siguen. Si tú eres una de sus ovejas ¿has aprendido ya a reconocer su voz? Y si no lo eres, conviértete en una de ellas para que conozcas su voz y aprendas a reconocerla cuando te hable. Dios nos habla más a menudo de lo que imaginamos.

Nosotros no vivimos en la presencia de Dios, -es decir, no somos concientes de ella- aunque lo deseamos con todo el alma. Pero Dios siempre vive en nuestra presencia, porque nos tiene siempre presentes y siempre nos está mirando. Nunca desaparecemos de su vista.
Devolvámosle de vez en cuando la cortesía. Levantemos de vez en cuando nuestra mirada hacia Él. Quizá nuestra mirada se cruce con la suya y nuestros ojos se hablen.

Nota: Esa fue la palabra que yo exclamé hace dos años cuando un sujeto armado con una chaveta se me acercó mientras guardaba mi auto en la cochera y me dijo: “Esto es un asalto. Déme su dinero”: ¡Jesús! Como se me trabó la billetera al tratar de sacarla del bolsillo, porque era muy estrecho, el hombre me rasgó el pantalón con su chaveta y arrancó la billetera. Pero no me hirió ni yo tuve temor de que lo hiciera. Cuando se subía al auto de su cómplice yo le grité: ¡Dios te bendiga! Y un poco más abajo botó la cartera con mis documentos. Sí, Dios nos cuida.
(Escrito el 11.09.98; impreso por primera vez el 31.01.03 con el título “La Confianza”, y revisado para esta impresión)

#366 (24.04.05) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M.