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viernes, 23 de septiembre de 2011

LAMENTO POR LA DESTRUCCIÓN DE JERUSALÉN II

Por José Belaunde M.

UN COMENTARIO DE LAMENTACIONES 3:34-66

Lamed 34. “Desmenuzar bajo los pies a todos los encarcelados de la tierra;”
Lamed 35. “Torcer el derecho del hombre delante de la presencia del Altísimo;”
Lamed 36. “Trastornar al hombre en su causa, el Señor no lo aprueba.”
El autor denuncia a continuación tres pecados que los hombres cometen con frecuencia abusando de su poder, de los cuales el pueblo elegido se ha hecho culpable y, a la vez, fue víctima. El primero es la opresión de los cautivos. En esos tiempos no había una convención internacional para el tratamiento de los prisioneros de guerra, como existe en nuestros días, y el vencedor se creía autorizado a vengarse sin piedad de los enemigos que tomaba prisioneros. Pero el Señor demanda que ellos sean tratados humanamente y sin odio.
El segundo pecado es tratar de pervertir la justicia cuando se acude a juicio. Eso es algo que suele intentarse con éxito con los jueces humanos mediante el soborno, pero que es imposible hacer delante del Juez Divino que ve el interior de los corazones y para quien ninguna intención permanece oculta.
El tercero es el que cometen los hombres que aprovechando las ventajas que su situación privilegiada les proporciona, abusan de los pobres y de los que carecen de los medios para defenderse cuando sufren un atropello. Ellos creen que el Señor no los ve (Ez 9:9). ¡Cuán equivocados están!
El reproche implícito es bastante claro: Si tú te has hecho culpable de haber abusado de tu prójimo de algunas de esas maneras ¿por qué te quejas y reclamas cuando otros te tratan a ti de la misma forma?

Viene ahora la que es la estrofa más importante de todo el poema, en la que se afirma la soberanía de Dios:
Mem 37. “¿Quién será aquel que diga que sucedió algo que el Señor no mandó?”
En otra versión: “¿El decreto de qué hombre se ha cumplido sin que el Señor lo quiera?” En otras palabras ¿quién se atreve a afirmar que algo puede suceder en el mundo sin que intervenga la voluntad de Dios? En verdad, aunque nos cueste entenderlo, todo lo que ocurre en la tierra –y en el universo- ha sido ordenado o permitido por Él.
Más aún: ningún ser humano –sea quien sea, hombre común o gobernante- puede ordenar que algo suceda si Dios no lo permite. Todos los decretos humanos deben ser refrendados por Él para que sean efectivos.
Naturalmente, la pregunta que de inmediato surge es: ¿Por qué permite entonces Dios que haya tanto mal y tanta injusticia en el mundo? ¿Por qué no lo refrena o impide? ¿Por qué “refrenda” los decretos humanos que son dañinos o perversos?
La respuesta obvia es: Porque hizo al hombre libre, esto es, no en un sentido absoluto, sino dándole un amplio margen de acción. De ello se deriva la necesidad de que el hombre experimente en carne propia las consecuencias, buenas o malas, de sus acciones a fin de que aprenda, o escarmiente.
Hay ocasiones en que Dios utiliza para sus propósitos, que son siempre buenos, el mal que el hombre se propone hacer. Un caso paradigmático es el de José, a quien sus hermanos que lo odiaban, vendieron como esclavo a unos comerciantes que iban a Egipto. Años después cuando ellos acudieron al país del Nilo para comprar el grano que les faltaba en su tierra debido a la sequía, José, que era el gobernador de ese reino, los recibe sin que ellos lo reconozcan. Cuando finalmente se revela a ellos, él les dice: “No me enviasteis vosotros acá, sino Dios, que me ha puesto por padre de Faraón…y por gobernador en toda la tierra de Egipto.” (Gn 45:8). Gracias a la previsión de José, Egipto almacenó durante los siete años de abundancia suficiente trigo como para alimentar a su pueblo durante los siete años de escasez, y hasta para vender a los pueblos vecinos que carecían del vital grano. La acción odiosa cometida por los hermanos de José formaba parte, sin que ellos lo supieran, del plan que Dios había concebido para salvar a toda la región de la hambruna. Lo que ellos tramaron para mal, Dios lo convirtió en un bien (Pr 16:9; 19:21).

A continuación el poeta añade:
Mem 38. “¿De la boca del Altísimo no sale lo bueno y lo malo?”.
Así como Dios dijo: “Sea la luz y la luz fue”, y luego separó la luz de las tinieblas (Gn 1:3,4), nada bueno o malo sucede en el mundo sin que Él lo ordene. Esto quiere decir que aún las acciones que el hombre en el ejercicio de su libertad se propone hacer, están sometidas a la voluntad de Dios. Ningún mal y ningún bien puede hacer el hombre sin el permiso de Dios.
No obstante, sin afectar la libertad humana, Dios limita, o refrena con frecuencia las consecuencias del mal que obra el hombre. Sin la intervención providencial y misericordiosa de Dios las cosas que nos parecen mal andarían mucho peor; las consecuencias de los errores y maldades humanas serían mucho mayores.
A nosotros nos puede sorprender que se diga que lo bueno y lo malo vienen de su boca, porque ¿cómo podría Dios ordenar el mal? Las catástrofes naturales, las inundaciones, ¿son ordenadas por Dios? Aunque sus causas puedan ser naturales, no ocurrirían sin que Dios las permita, porque la naturaleza está bajo su control. De otro lado, ¿de cuántas catástrofes inminentes no nos ha librado Dios? Nunca podremos saberlo. Pero si el hombre desafía a Dios ¿por qué se sorprende de que la ira divina se desate contra él? En el gobierno del mundo nosotros no sabemos de qué manera la justicia de Dios y su misericordia alternan o, como si dijéramos, compiten la una con la otra; o cómo se complementan obrando sobre las fuerzas naturales. De lo que sí estamos seguros es que su misericordia siempre triunfa.
Por boca de Isaías Dios ha dicho que Él hace la paz y crea la adversidad (Is 45:7; cf Am 3:6b). Todas las aflicciones que afligen al hombre (incluyendo las guerras) son ordenadas por Dios que determina su naturaleza, su medida y su duración, así como el bien que obtiene de ellas. Todo viene de Dios, que es la bondad en sí misma, de modo que si permite el sufrimiento y las pruebas es por un buen motivo.
Sólo el pecado no procede de su boca. Al contrario, Él lo prohíbe, pero permite que el hombre lo cometa. Tampoco tienta Él a nadie, pero deja que el diablo tiente al hombre (St 1:13). Por qué motivo permitió Dios que Satanás tentara a Adán y Eva en el huerto es algo que nunca podremos comprender plenamente, pero formaba parte de su plan.(Gn 3).

Siendo así las cosas, si lo que experimenta el hombre es básicamente consecuencia de sus propios actos,
Mem 39. “¿Por qué se lamenta el hombre viviente? Laméntese el hombre en su pecado.”
Si toda la confusión reinante, si todas las situaciones de emergencia y peligro, si todas las aflicciones que sufre el ser humano se producen porque Dios permite que los efectos sigan a las causas, ¿por qué se queja el hombre cuando las cosas van mal? Quéjese y aflíjase más bien por su pecado que las ha causado. El pecado suyo en algunos casos, pero también, el pecado colectivo, los pecados que los hombres cometen como sociedad. Esta reflexión es especialmente pertinente si se recuerda que la catástrofe que afligió a Judá, y la conquista y destrucción de Jerusalén, habían sido anunciadas por Jeremías y otros profetas que denunciaban la idolatría en que había caído el pueblo escogido violando los mandatos divinos, y advertían que Dios dejaría de protegerlos de las fuerzas enemigas que los amenazaban.

Como consecuencia de todo lo dicho el poeta nos exhorta:
Nun 40. “Escudriñemos nuestros caminos, y busquemos, y volvámonos a Jehová;”
Nun 41. “Levantemos nuestros corazones y manos a Dios en los cielos;”
Nun 42. “Nosotros nos hemos rebelado, y fuimos desleales; tú no perdonaste.”

En lugar de quejarnos de Dios, examinemos nuestra vida y veamos de qué manera nosotros nos hemos apartado de la conducta que Él nos había prescrito y hemos actuado contra su voluntad. Nosotros hemos merecido el trato duro y el infortunio que nos ha sobrevenido. Reconozcamos nuestras faltas y busquemos arrepentidos a Dios, porque Él es lento para la ira y rico en misericordia, a fin de que nos perdone.
Levantemos nuestros pensamientos hacia Él junto con manos limpias, y adorémosle en lo más profundo de nuestro corazón. Rindámosle nuestro ser.
Pareciera, sin embargo, que aunque nos hemos arrepentido, Dios siguiera enojado con nosotros, porque no ha levantado el peso que nos oprime. Es como si una barrera espesa impidiera que nuestras oraciones suban hasta su trono, porque seguimos siendo objeto de la opresión de nuestros enemigos. Ellos se burlan de nosotros y nos escarnecen.

Samec 43. “Desplegaste la ira y nos perseguiste; mataste y no perdonaste;
Samec 44. “Te cubriste de nube para que no pasase la oración nuestra;”
Samec 45. “Nos volviste en oprobio y abominación en medio de los pueblos.”

“Desplegaste”, o mejor, te cubriste con ira mostrando tu enojo, nos perseguiste en el ardor de tu cólera. “Mataste”, esto es, dejaste que nos mataran nuestros enemigos, porque aún no nos has perdonado -piensa el autor- aunque Dios siempre perdona al que se arrepiente.
Este tríptico continúa en la misma vena del versículo anterior, mostrando la severidad del juicio de Dios frente a la iniquidad del pueblo escogido. Sin duda el autor está pensando en el gran número de habitantes que murieron durante el sitio de la ciudad.
Así como el sol oculta su luz cuando las nubes lo cubren, de manera semejante Dios, cuando está disgustado con nosotros, se oculta como detrás de una nube para que nuestras oraciones no suban hasta su trono. Isaías lo expresa en estos términos: “He aquí que no se ha acortado la mano de Jehová para salvar, ni se ha agravado su oído para oír; pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar su rostro para no oír.” (Is 59:1,2)
Como consecuencia del abandono de Dios, los pueblos vecinos nos miran con desprecio. El Dios en quien confiaban –se mofan- los ha desechado y no tienen quién los defienda.

Ayin 46. “Todos nuestros enemigos abrieron contra nosotros su boca;”
Ayin 47. “Temor y lazo fueron para nosotros, asolamiento y quebranto;”
Ayin 48. “Ríos de aguas echan mis ojos por el quebrantamiento de la hija de mi pueblo.”
Ellos se burlan de nosotros y nos insultan descaradamente al ver nuestro abatimiento; han dejado de temernos porque nuestro Dios nos ha abandonado; nos amenazan y se convierten en un peligro para nosotros porque estamos huérfanos de apoyo e inermes. ¿Cómo no he de llorar al ver el abandono en que se encuentra nuestra ciudad?
Es instructivo comparar esta estrofa con la descripción del estado en que se encuentra Jerusalén que le hacen a Nehemías (que estaba en Persia) unos varones venidos de Judá, y la forma conmovida como él reacciona a su relato (Nh 1:1-4).

Pe 49. “Mis ojos destilan y no cesan, porque no hay alivio
Pe 50. hasta que Jehová mire y vea desde los cielos;”
Pe 51. “Mis ojos contristaron mi alma por todas las hijas de mi ciudad.”
El tono del poema se vuelve más personal y el autor habla ahora en nombre propio. Yo no dejaré de clamar –dice- con lágrimas en los ojos hasta que el Señor no se vuelva a nosotros con compasión. Yo sé bien que Él quiere mostrarnos cuán enojado está con nuestra infidelidad y que nuestra culpa es grande. Desea que nosotros seamos plenamente concientes de ello para que nuestra conversión no sea superficial sino profunda. Por eso permanece sordo a nuestra queja hasta que nos dolamos y realmente escarmentemos. (Vale la pena mencionar al respecto que cuando los cautivos en Babilonia retornaron del exilio, Judá había aprendido la lección. Nunca más volverían a caer en la idolatría). No obstante, Él ha prometido muchas veces que si nos arrepentimos Él nos perdonará. Oh sí, yo sé que Él quiere probar la sinceridad de nuestro arrepentimiento.

Sade 52. “Mis enemigos me dieron caza como a ave, sin haber por qué;”
Sade 53. “Ataron mi vida en cisterna, pusieron piedra sobre mí;”
Sade 54. “Aguas cubrieron mi cabeza; yo dije: Muerto soy.”
Qof 55. “Invoqué tu nombre, oh Jehová, desde la cárcel profunda;”
Qof 56. “Oíste mi voz; no escondas tu oído al clamor de mis suspiros.”
Qof 57. “Te acercaste el día que te invoqué; dijiste: No temas.”
Estas dos estrofas alfabéticas evocan un episodio de la vida de Jeremías -que podría ser su autor- cuando sus enemigos lo arrojaron a una cisterna llena de agua y fango para que se ahogase, o muriera de hambre (Jr 38:1-13). Él se daba ya por muerto. La frase “aguas cubrieron mi cabeza” que figura en varios lugares del AT (Sal 18:16;42:7;69:2;88:16,17) expresa muy bien la desesperación que lo embargaba. El poeta añade: Pero mi clamor no fue en vano porque tú escuchaste mi voz y me dijiste: No temas. Cuando yo escuché esas dos palabras benditas fue como si de pronto una luz alumbrara mi oscuridad y supe que tú estabas conmigo, que te habías compadecido de mi infortunio y vendrías en mi ayuda.

Res 58. “Abogaste, Señor, la causa de mi alma; redimiste mi vida.”
Res 59. “Tú has visto, oh Jehová, mi agravio; defiende mi causa.”
Res 60. “Has visto toda su venganza, todos sus pensamientos contra mí.”
Frente a las acusaciones de sus enemigos Dios asume el papel de abogado defensor, dispuesto a contestar a los agravios que contra el autor se dirigen: Él no ignora la injusticia de sus acusaciones y conoce bien la justicia de mi causa. Sacará la cara por mí.
El autor es conciente de que las palabras que contra él se dirigen, están dirigidas en realidad contra Dios, en nombre de quien él les habla, y a quien esos impíos desprecian, creyéndose más sabios que Dios.

Sin 61. “Has oído el oprobio de ellos, oh Jehová, todas sus maquinaciones contra mí;”
Sin 62. “Los dichos de los que contra mí se levantaron, y su designio contra mí todo el día.”
Sin 63. “Su sentarse y su levantarse mira; yo soy su canción.”
Aunque esta estrofa expresa la queja de un hombre por el maltrato que recibe de otros , en cierto sentido alude también a la trágica suerte corrida por el pueblo judío no sólo cuando se escribieron las lamentaciones, sino que parece anticiparse al destino cruel que habría de sufrir ese pueblo en nuestra era, desde la destrucción de Jerusalén el año 70, hasta el holocausto, siempre perseguido, devastado, aislado en guetos, y maldecido. El destino de Israel (el pueblo elegido del Antiguo Testamento) que ha sobrevivido sin patria a todas las persecuciones, es uno de los misterios de la historia. Su resurrección como nación en nuestro tiempo, de otro lado, en la tierra de sus antepasados de la que había sido expulsado, es una muestra patente de la fidelidad de las promesas de Dios, que había anunciado que algún día regresarían a su tierra. Es también una prueba extraordinaria de la intervención de Dios en la historia y, por tanto, de la realidad de su existencia.

Los versos finales expresan los sentimientos de venganza que surgen en el pecho del autor como respuesta al maltrato sufrido por su pueblo.
Tau 64. “Dales el pago, oh Jehová, según la obra de sus manos.” (Nota)
Es decir, el pago que su crueldad merece; no les perdones sus maldades, puesto que ellos no han tenido compasión de nosotros.
Tau 65ª. “Entrégalos al endurecimiento de su corazón.”
Esta petición es sorprendente porque lo que se pide es que no se les dé oportunidad ni la gracia de arrepentirse, que es lo mismo que destinarlos sin más a la condenación eterna.
¿Cómo explicarse esos sentimientos en la palabra de Dios? Caben dos explicaciones:
1) Esas palabras expresan los sentimientos humanos del autor del poema y del pueblo que ha sufrido la destrucción y pillaje de su ciudad, sin que eso signifique que Dios haga suyos esos sentimientos.
2) Esas palabras expresan en lenguaje humano el desagrado de Dios frente a quienes, siendo instrumentos de su castigo, se encarnizaron con sus víctimas mostrando una crueldad excesiva. Recordemos, sin embargo, que cuando el hombre se empecina en su mal camino, Dios lo abandona al destino que él ha escogido.
65b. “Tu maldición caiga sobre ellos.”
Si Dios maldice ¿quién puede ser salvo? A nadie debemos desearle eso, pero hay quienes de “motu propio” atraen sobre sí la maldición de Dios y neciamente se ríen de ella.
Tau 66. “Persíguelos en tu furor, y quebrántalos de debajo de los cielos, oh Jehová.”
El autor desea para sus verdugos que Dios no se apiade de ellos sino que les sucedan las peores calamidades posibles, hasta que desaparezcan de la faz de la tierra.
Ese es el destino que Dios tiene reservado, en efecto, para los que obstinadamente lo desafían, como hay muchos en desgracia en nuestro mundo contemporáneo, que obran voluntariamente contra sus conciencias, o que han apagado completamente su voz a fuerza de ignorarla.
Cuando se predica el amor de Dios no se debe ignorar que la misericordia divina tiene su contrapartida en su justicia, y que si bien los brazos de la primera reciben a todos los que se acogen arrepentidos a ella, un juicio terrible espera a los que se niegan a escuchar los llamados de Dios, y se han entregado voluntariamente en los brazos de Satanás a quien sirven.
Si hemos de hacer justicia a todo el consejo de Dios, no podemos ignorar esta parte severa de su mensaje, aunque sea desagradable transmitirlo, porque hay quienes necesitan oírlo. ¿Quién sabe si alguno oyéndolo se convierta? Es un hecho que la prédica acerca del castigo eterno ha salvado a muchos impenitentes que se burlaban del llamado del amor de Dios. Si nosotros no transmitimos ese mensaje a quienes puede serles el último recurso de la medicina divina, Dios ha dicho a través de Ezequiel que Él demandará su sangre de nuestra mano. (Ez 3:18-20). Pero si lo hacemos dejando el resultado a Dios, habremos al menos librado nuestra alma de la responsabilidad de la condenación de un hombre (Ez 3:19,21).

Nota: Vale la pena recordar que muchos biblistas interpretan estos tres versículos finales no como siendo imprecativos, sino como declarativos y proféticos: “Tú les darás el pago…”; “Tú los entregarás…”; “Tú los perseguirás…”, y así los traducen en efecto la Septuaginta y la Vulgata.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y entregándole tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#693 (18.09.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

jueves, 15 de septiembre de 2011

LAMENTO POR LA DESTRUCCIÓN DE JERUSALÉN I

Por José Belaunde M.

UN COMENTARIO DE LAMENTACIONES 3:1-33

El libro de Lamentaciones consiste en cinco poemas que, como su nombre indica, lamentan un acontecimiento terrible para el pueblo judío: la destrucción de Jerusalén por los babilonios el año 586 AC, que Dios había anunciado que ocurriría en castigo de la idolatría en que habían caído sus habitantes. Esa catástrofe divide la historia judía antigua en dos períodos: en un antes y un después del exilio que siguió a la derrota.
Durante mucho tiempo se pensó que el autor de las Lamentaciones fue el profeta Jeremías, y por ese motivo los poemas suelen estar colocados a continuación del libro de ese profeta. Pero estudios recientes han puesto en duda su autoría por razones de estilo, y atribuyen los cinco poemas a diferentes autores cuyos nombres no han llegado a nosotros, a quienes Dios, sin embargo, inspiró para expresar los sentimientos de los judíos piadosos frente a la catástrofe.
Cuatro de las cinco lamentaciones son poemas acrósticos o alfabéticos, esto es, cada verso empieza con una letra diferente del alfabeto hebreo. La tercera lamentación, sin embargo, se distingue de las otras en que a cada letra corresponden tres versos del poema, como se verá enseguida, y en que los versos son más cortos que en las demás lamentaciones. Mientras que las otras tres tienen 22 versículos cada una (tantas como consonantes tiene el alfabeto hebreo), la tercera tiene 66 versículos, tres por cada letra del alfabeto hebreo. (Nota 1)
Esta lamentación se distingue de las demás también porque ha sido escrita por un testigo presencial de la destrucción de la ciudad, lo que acrecienta su tono conmovedor. Sin embargo por momentos pareciera que es la propia ciudad destruida la que habla por su boca.

Alef 1. “Yo soy el hombre que ha visto aflicción bajo el látigo de su enojo.”
El autor se presenta a sí mismo como testigo de la aflicción que causa la ira de Dios. Él habla no de lo que le han contado, sino de lo que sus propios ojos han visto, y de lo que él mismo ha sufrido porque, según parece, él se hallaba en la ciudad cuando fue conquistada. Él habla pues en nombre propio y, a la vez, en nombre de la ciudad misma. Babilonia fue el instrumento de la ira de Dios para castigar al reino de Judá, así como Asiria lo había sido un siglo y medio antes para el reino del Norte (2R 17).
Alef 2. “Me guió y me llevó en tinieblas, y no en luz”
Las tinieblas son símbolo de aflicción (cf Jb 19:8); la luz, de salvación y esperanza. Los acontecimientos lamentables que el autor comenta fueron causados por la mano de Dios en respuesta a la infidelidad de su pueblo. Él lo condujo a través de ellos, se los hizo experimentar. Por eso puede afirmar:
Alef 3. “Ciertamente contra mí volvió y revolvió su mano todo el día.”
No hubiera experimentado esos hechos si no hubieran sido causados por Dios mismo, y si Él no hubiera querido que los sufriera. La mano de Dios, que normalmente estaba a favor suyo para protegerlo, se ha vuelto contra él para afligirlo. Implícitamente el poeta reconoce, en nombre de la ciudad, que él se merece lo que le ha ocurrido. Esta afirmación, como representante del pueblo infiel, cobra sentido si se recuerda las muchas advertencias que Jeremías y otros profetas, dirigieron al pueblo judío reprochándole la idolatría a la que se habían entregado, y anunciándoles el castigo inminente (Jr caps. 5 y 6; 9:12-22; cap. 21).

Bet 4. “Hizo envejecer mi carne y mi piel; quebrantó mis huesos.”
En esta estrofa, y en las cuatro estrofas siguientes, que recuerdan al libro de Job, el autor emplea imágenes vívidas como símbolos para describir la situación atribulada en que se encuentra. Siendo él una persona en la plenitud de su fuerza, Dios hizo que su carne y su piel, antes rozagantes, se volvieran como las de los ancianos, flácidas y secas, y que sus huesos se quebraran, reduciéndolo a la impotencia (cf Jb 19:19,20).
Bet 5. “Edificó baluartes contra mí, y me rodeó de amargura y de trabajo.”
En las guerras de la antigüedad se edificaban torres de madera, que se adosaban a las murallas de las ciudades que se quería atacar (Is 29:3). Él siente que todas las circunstancias conspiran contra él, como una ciudad asediada por enemigos implacables y sin número. La amargura que le produce su situación llena su alma de angustia y no le permite descansar.
Bet 6. “Me dejó en oscuridad, como los ya muertos de mucho tiempo.”
Siente como si hubiera descendido al Seol, a la morada de los muertos donde todo es oscuridad y de donde nadie regresa. (cf Jb 10:21,22; Sal 88:4,5; 143:3).

Guimel 7. “Me cercó por todos lados, y no puedo salir; ha hecho más pesadas mis cadenas.”
Se ve rodeado por enemigos que no le dan tregua y no le dejan escapar. Las penurias de su situación son como cadenas cada vez más pesadas que le oprimen y no le dejan moverse (Jb 3:23; 19:8; Os 2:6).
Guimel 8. “Aun cuando clamé y di voces, cerró los oídos a mi oración”
Es inútil que clame al Señor y dé voces de auxilio porque no es escuchado. Dios se ha vuelto sordo a su queja. (cf Jb 19:7; 30:20; Sal 88:14) ¡Cuántas veces no ocurre que sentimos que el Señor no nos escucha! Como exclama el salmista: “Dios mío, clamo de día y no respondes.” (Sal 22:2ª) Sin embargo, en esas ocasiones es cuando más cerca está Dios de nosotros, atento a la medida de aflicción que nos conviene como medicina, para que no sea excesiva y nos aplaste. Él sabe por qué lo permite.
Guimel 9. “Cercó mis caminos con piedra labrada, torció mis senderos.”
Las circunstancias difíciles por las que atraviesa son como barreras sólidas de piedra que no le permiten huir, y bloquean todas las puertas de escape. Se siente como en una cárcel.

Dalet 10. “Fue para mí como oso que acecha, como león en escondrijos;”
¿Cómo se siente un hombre enfrentado a una fiera que lo acecha, pronta para caerle encima y despedazarlo? (Os 13:8).
Dalet 11. “Torció mis caminos, y me despedazó; me dejó desolado.”
No encuentra solución a su situación angustiante porque toda las salidas están bloqueadas por obstáculos.
Dalet 12. “Entesó su arco, y me puso como blanco para la saeta.” (cf Lm 2:4)
Dios se porta con él como un guerrero que toma su arco y le apunta con una flecha lista para disparar. Estas imágenes pueden ser interpretadas como símbolo del asedio enemigo que sufrió la ciudad santa. Las siguientes frases de la 4ta. Lamentación describen muy apropiadamente cómo Dios castigó a Jerusalén: “Cumplió Jehová su enojo; derramó el ardor de su ira; y encendió en Sión fuego que quemó hasta sus cimientos. Nunca los reyes de la tierra, ni todos los que habitan en el mundo, creyeron que el enemigo y el adversario entrara por las puertas de Jerusalén. Es por causa de los pecados de sus profetas, y las maldades de sus sacerdotes, quienes derramaron en medio de ella la sangre de los justos.” (Lm 4:11-13; cf Sal 38:2)

He 13. “Hizo entrar en mis entrañas las saetas de su aljaba.”
Ha descargado sobre él todas las flechas de su ira, y sus juicios han penetrado en sus entrañas como agujas envenenadas llenándolo de amargura (Jb 6:4).
He 14. “Fui escarnio a todo mi pueblo, burla de ellos todos los días.”
Cuando el profeta advertía al pueblo del castigo que se avecinaba, él era objeto de la burla de toda la gente que debió más bien haber prestado atención a sus palabras. (Jr 20:7,8).
He 15. “Me llenó de amarguras, me embriagó de ajenjos.”
Me ha embriagado con las bebidas amargas que me ha forzado a beber y estoy fuera de mí (Jr 9:15). La amargura y la tristeza actúan en el alma como licor que embriaga y atonta, e impide pensar con claridad. Siente que tambalea y que va a caer.

Wau 16. “Mis dientes quebró con cascajo, me cubrió de ceniza.”
¿Puede haber cosa más horrible que le rompan a uno los dientes forzándolo a mascar cascajo? Eso es lo que el poeta describe, usando un lenguaje simbólico que expresa la amargura que llena su espíritu.
Un midrash judío sobre las lamentaciones cuenta que en su camino al exilio, los israelitas para alimentarse amasaban en el suelo la harina que llevaban consigo, porque no les quedaba otro recurso; lo que tenía por consecuencia que la arena se mezclara con la masa, y esta mezcla, una vez cocida, era lo que se llevaban a la boca.
En el Israel antiguo, las personas que estaban de duelo, o que hacían penitencia por sus pecados, se cubrían de ceniza para expresar su dolor o su arrepentimiento (2Sm 13:19; Est 4:1).
Wau 17. “Y mi alma se alejó de la paz, me olvidé del bien.”
Mi alma se alejó de la paz, o quizá mejor, la paz se alejó de mí, porque estoy sumido en angustia y tristeza. El infortunio y la paz del alma son irreconciliables, salvo que, por una gracia especial, uno pueda gozar de paz en medio de las tribulaciones. Por eso añade que ha olvidado completamente lo que es la felicidad, tan lejos está su estado de ánimo de ella.
Wau 18. “Y dije: Perecieron mis fuerzas, y mi esperanza en Jehová.”
Según una versión judía: “Mis fuerzas, y mi esperanza perecieron delante del Señor”. Cualquiera de los dos formas expresa bien el abatimiento en que se halla sumido el poeta. Perder toda esperanza en Dios es un extremo al que el creyente difícilmente llega, por terribles que sean las circunstancias en que se encuentre porque, aunque la ayuda de Dios no llegara a librarlo de morir, él sabe bien que con la muerte no perece su esperanza, sino que, al contrario, detrás de ese umbral le espera su recompensa y la dicha de su presencia.

Zain 19. “Acuérdate de mi aflicción y de mi abatimiento, del ajenjo y de la hiel;”
Zain 20. “Lo tendré aún en memoria, porque mi alma está abatida dentro de mí;”
Zain 21. “Esto recapacitaré en mi corazón, por lo tanto esperaré.”
Aunque el texto aquí no es muy claro, a partir de este punto el lamento se torna en oración. En nombre del pueblo afligido el poeta le pide a Dios que se acuerde de su aflicción, de su depresión y de su amargura, y se compadezca (Jr 9:15). Al mismo tiempo sus palabras expresan la esperanza de que Dios mirará con misericordia a los afligidos.
En consonancia con esa esperanza lo que sigue es un canto a la misericordia de Dios que nunca falta aún en medio de la tormenta.

Jet 22. “Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias.”
Jet 23. “Nuevas son cada mañana; grande es tu fidelidad.”
Jet 24. “Mi porción es Jehová, dijo mi alma; por tanto, en él esperaré.”

Cuando más bajo parece que hemos caído, cuando mayor es nuestra desolación, más cerca está Dios de nosotros, sosteniéndonos.
Las frases de esta estrofa recuerdan las de varios conocidos salmos que cantan, unos a las misericordias siempre renovadas del Señor, y otros a su fidelidad eterna (Sal 117:2). En ambas puede confiar siempre el hombre.
La última línea recuerda también otro salmo en que David dice que la porción que le ha tocado en la vida es Dios mismo (Sal 16:5; cf 73:26; 119:57) (Nota 2). Y si eso es así ¿cómo no ha de tener motivos el hombre para esperar confiado?
Pero para que a uno le toque Dios como su porción en la vida es necesario, para comenzar, que uno lo haya escogido a Él como meta de todas sus aspiraciones. Dios nos pertenece en la práctica en la medida en que nosotros le pertenecemos a Él. Él es mío porque yo soy de Él. Yo puedo confiar en Él en la medida en que me he entregado a Él. Es cierto que Él nunca abandona a los suyos, pero yo debo ser enteramente suyo para tener esa seguridad. El apóstol Santiago escribió: “Acercaos a Dios y Él se acercará a vosotros.” (St 4:8)

Tet 25. “Bueno es Jehová a los que en Él esperan, al alma que le busca.”
Tet 26. “Bueno es esperar en silencio la salvación de Jehová.”
Tet 27. “Bueno le es al hombre llevar el yugo desde su juventud.”
Las ideas del tríptico anterior se repiten renovadas en éste, repitiendo tres veces la palabra “bueno” al comenzar cada línea. Jesús dijo que el único “bueno” es Dios (Mt 19:17), y, en verdad, su bondad para los que esperan en Él es infinita. Al lado de la bondad de Dios, la bondad del mejor de los hombres es maldad.
Por ese motivo es “bueno”, es decir, conveniente para el hombre esperar en Dios en silencio, aguardando su salvación que ha de venir sin falta, aunque tarde para probar nuestra fe en Él (Sal 27:14; 37:7; Pr 20:22). Si bien Dios es bueno para con todos, Él es particularmente bueno con sus verdaderos adoradores, con los que le permanecen fieles a través de las pruebas y tribulaciones.
“Bueno” le es también al hombre llevar el “yugo” de la ley de Dios desde edad temprana, pues ella lo encamina en la vida para que no tropiece: “Instruye al niño en su camino, y aún cuando fuere viejo no se apartará de él.” (Pr22:6).
Jesús dijo que su yugo es suave y su carga ligera (Mt 11:30). ¿Qué cosa es un yugo? Es una pieza sólida de madera que se pone sobre la cabeza de la yunta de bueyes para que siga con mansedumbre al labrador que los lleva a arar la tierra. El yugo en sentido figurado es pues a la vez un instrumento de sometimiento y corrección para la cerviz endurecida del hombre, y un instrumento de la providencia que lo guía: “Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos.” (Sal 119:71).

Por eso dice a continuación que es Dios quien impone el yugo al piadoso:
Yod 28. “Que se siente solo y calle, porque es Dios quien se lo impuso;”
Yod 29. “Ponga su boca en el polvo, por si aún hay esperanza;”
Yod 30. “Dé la mejilla al que le hiere, y sea colmado de afrentas.”

Si es Dios quien le impuso el yugo debe aceptarlo sin rebelarse y ver en él una señal de la misericordia de Dios que lo disciplina. Humíllese delante suyo confiando en que aún hay salvación para él, y no resista a las ofensas de sus enemigos, sino presente su mejilla mansamente al que quiera abofetearlo. Algún día Dios lo vengará. Jesús debe haber tenido en mente este pasaje cuando pronunció esas palabras que han causado estupor: “No resistáis al malo; antes a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra.” (Mt 5:39) Pero Él mismo nos dio ejemplo de ese precepto: “…quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba.” (1P 2:23)
¿Quiere eso decir que hemos de dejar que el impío se salga siempre con la suya? ¿Hemos de admitir su triunfo sin ofrecerle resistencia?
Todo lo que nos sucede en última instancia procede de Dios, aun la derrota frente al enemigo injusto. Por eso el Señor nos ofrece un consuelo en lo que el poeta a continuación escribe:

Kof 31. “Porque el Señor no desecha para siempre;”
Kof 32. “Antes si aflige, también se compadece según la multitud de sus misericordias;”
Kof 33. “Porque no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres.”
El sentido de esas frases es tan claro que casi no necesitan de comentario. La disciplina del Señor no es definitiva. Aunque castigue al justo que lo merece –“Al que mucho le es dado, mucho se le demanda”, dijo Jesús-, no lo desecha para siempre (Sal 94:14). En su trato con los hombres Él alterna la justicia con la misericordia, según sea requerido. Pero si Él cree necesario tratar con severidad al hombre, no lo hace de buena gana ni se complace en ello. Antes, al contrario, Él se compadece mientras reprende, como el padre que usa la vara con su hijo, aún doliéndole cada golpe que le propina. (Continuará)

Notas: 1. El alfabeto hebreo sólo tiene consonantes. Las vocales, representadas por líneas y puntos debajo de las consonantes, fueron añadidas por los masoretas a inicios de nuestra era para fijar la pronunciación. En el Salterio hay varios salmos acrósticos. El más elaborado de ellos es el salmo 119, que tiene 22 estrofas de ocho líneas dobles, cada una de las cuales comienza con la letra correspondiente a la estrofa. También es acróstico el “Elogio de la Mujer Virtuosa” de Proverbios 31:10-31.
2. Véase el art. #657 del 19.12.10. “UNA HERENCIA ESCOGIDA I”

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y entregándole tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

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