Mostrando entradas con la etiqueta sanidad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta sanidad. Mostrar todas las entradas

viernes, 15 de marzo de 2013

LA SIERVA DE NAAMÁN II


LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
LA SIERVA DE NAAMÁN II
Un Comentario de 2 Reyes 5:1-8
4-6. “Entrando Naamán a su señor, le relató diciendo: Así y así ha dicho una muchacha que es de la tierra de Israel. Y le dijo el rey de Siria: Anda, vé, y yo enviaré cartas al rey de Israel. Salió, pues, él, llevando consigo diez talentos de plata, y seis mil piezas de oro, y diez mudas de vestidos. Tomó también cartas para el rey de Israel, que decían así: Cuando lleguen a ti estas cartas, sabe por ellas que yo envío a ti mi siervo Naamán, para que lo sanes de su lepra.”
El rey de Siria era un ignorante. Él pensó: así como yo le doy órdenes a mi general, o a mis siervos, para que hagan tal o cual cosa, seguramente el rey de Israel dará órdenes a su profeta para que sane a Naamán. Con ese fin, y para ganarse su buena voluntad, le envió con el enfermo un regio regalo. (Nota 1)
Los mundanos entienden las cosas en términos mundanos. Él cree que el profeta hace milagros a pedido. Esto nos recuerda un episodio de la pasión de Jesucristo que consigna Lucas, cuando Pilatos envió a Jesús donde Herodes Antipas -personaje turbio a quien conocemos porque mandó matar a Juan Bautista. Herodes se alegró mucho de la inesperada visita porque esperaba que Jesús hiciera en su presencia algún milagro: “A ver pues, lúcete; hazte un milagrito para que veamos tus poderes”. Pero Jesús no le respondió palabra (Lc.23:6-12).
7. “Luego que el rey de Israel leyó las cartas, rasgó sus vestidos, y dijo: ¿Soy yo Dios, que mate y dé vida (2), para que éste envíe a mí a que sane a un hombre de su lepra? Considerad ahora, y ved cómo busca ocasión contra mí.”
I. El rey de Israel (3) se aflige al leer la carta del rey de Siria porque él también es un ignorante. Él se imagina que su colega le está pidiendo que él sane a Naamán, y como eso es algo imposible piensa que el rey sirio está buscando un pretexto para hacerle la guerra. No recuerda que hay un profeta en su reino a quien Dios ha dado el poder de hacer milagros. Las personas encumbradas, o las que desempeñan un papel importante, suelen tomar todas las cosas personalmente. Todo lo refieren a sí mismas, como si fueran el centro del mundo. Es una distorsión de su visión de las cosas provocada por la posición que ocupan.
Pero también podemos pensar que si el rey de Israel no pensó inmediatamente que Eliseo podía curar al general sirio –como sí lo pensó una simple muchacha- fue porque él no le había dado la debida importancia a la presencia del profeta en su tierra, o quizá porque le temía.
II. Observemos lo siguiente: El reino de Israel era una nación idólatra. Su fundador, Jeroboam, para evitar que sus súbditos fueran a adorar al Dios verdadero a Jerusalén, hizo fundir dos becerros de oro que colocó en sendos santuarios, uno en Betel, al Sur; y otro en Dan, al Norte de su reino. Expulsó a los sacerdotes de la tribu de Aarón y nombró a nuevos sacerdotes según su capricho (1R 12:28-31).
No obstante, en este reino idólatra colocó Dios a dos de los más grandes profetas del Antiguo Testamento: a Elías, primero, y a su discípulo Eliseo, después. No envió al reino de Judá, que sin embargo le permaneció fiel, profetas que se equipararan a estos gigantes en milagros. Pero ellos no fueron los únicos que profetizaron en Israel. También lo hicieron Oseas y Amós.
Nosotros solemos despreciar a los que no rinden culto a Dios como nosotros. ¡Ah, esos son unos idólatras! Pero ¿qué sabemos de lo que Dios piensa de ellos y de lo que hace con ellos? Los caminos de Dios no son nuestros caminos (Is 55:8). Quizá haya entre ellos mayores profetas y mayores santos que entre nosotros.
Pero, sobretodo, Él envió a esos dos grandes profetas a las tribus del reino apóstata porque también eran parte del pueblo elegido y quería darles oportunidad de que se arrepintieran. De hecho, aún después de la expulsión de las diez tribus idólatras por los asirios (2R 17:1-23) quedó en Israel un remanente fiel que acudió a la invitación que les hizo Exequias para que participaran en la renovada fiesta de la Pascua en Jerusalén (2Cro 30:5,10,11).
8. “Cuando Eliseo, el varón de Dios, oyó que el rey de Israel había rasgado sus vestidos, envió a decir al rey: ¿Por qué has rasgado tus vestidos? Venga ahora a mí, y sabrá que hay profeta en Israel.”
Al enterarse el profeta de la angustia del rey lo tranquiliza haciéndole ver lo innecesario que es su temor. Hace llamar a Naamán y, por lo que se narra enseguida, sabemos cómo lo sanó haciéndolo sumergirse siete veces en las aguas del Jordán. ¿Por qué siete veces? Siete es un número que tiene un significado especial en la Biblia. Siete días tiene la semana, y en siete días creó Dios al mundo, incluyendo el día de descanso (Gn 2:2,3); siete días duraban la fiesta de los Panes sin Levadura (Ex 12:14,15; Lv 23:5-8) y la de los Tabernáculos (Lv 23:33,34). Siete veces dio vuelta la congregación de Israel alrededor de la ciudad de Jericó para que caigan sus murallas (Jos 6:3-5). Siete fueron las últimas palabras que pronunció Jesús en su pasión; y siete las iglesias de Asia que se nombran en Apocalipsis (1:11), por mencionar sólo algunos ejemplos. Siete en este caso es una prueba de perseverancia en hacer lo que Dios había ordenado a través del profeta, tal como Jacob sirvió siete años para obtener la mano de Raquel (Gn 29:18-20).
A mí me sorprende la seguridad en sí mismo que muestra Eliseo, que casi parece presunción. Pero no lo era. Eliseo no confiaba en sí mismo, sino en el poder de Dios que obraba a través de él.
La historia tuvo un final feliz. Pero ¿cómo comenzó? Con una tragedia: una banda de bandoleros sirios que capturó a un grupo de mujeres israelitas –entre las que se encontraba nuestro personaje- y las hizo sus esclavas (4).
Una de esas esclavas aceptó su condición como venida de las manos de Dios; no se rebeló contra Él, sino amó a sus captores. El amor de la muchacha por sus patrones llevó a la curación de un general de ese país que era uno de sus paladines, pero era leproso.
El amor puede hacer milagros. Dios usa a los que aman. ¿Quieres que Dios te use? Ama y Él te usará de maneras que no imaginas. Es cierto que Él también usa a los que odian. Los usa para castigar a los que le vuelven las espaldas. Pero seguramente tú no deseas que Dios te use con ese fin. Prefieres que Dios te use para bendecir y no para castigar. Pues ya sabes lo que tienes que hacer. Ama y Él te usará.
¿Cómo hacer para llenarnos de amor por los demás? Llenándonos del amor de Dios. Sólo hay una fuente de amor verdadero y es Dios mismo. Si el amor de Dios llena tu corazón no podrás refrenar el amor al prójimo que fluya de ti. Para nosotros la fuente de ese amor es Jesús: “Si alguno tiene sed venga a mí y beba.” (Jn 7:37). Busca en oración el costado abierto de Jesús, de donde brotó sangre y agua, y Él saciará tu sed.
Nosotros sabemos que la historia tuvo un final ulterior, aun más feliz que la curación de Naamán, y eso fue el que él reconociera al Dios verdadero, y se propusiera en adelante adorarle sólo a Él. El milagro que el profeta hizo con él, hizo que se convirtiera (2R 5:17). Pero ¿cómo comenzó el proceso? Con la compasión que una muchacha esclava sintió por él. Las acciones más pequeñas tienen a veces consecuencias grandes e inesperadas.
Este capítulo del segundo libro de Reyes presenta a algunos grandes personajes de la historia de ese tiempo: al rey de Siria, al rey de Israel, al famoso general Naamán, al profeta Eliseo. Pero nada hubiera ocurrido sin la intervención de esa muchacha cuyo nombre ignoramos. Ella, siendo esclava, fue el agente del cambio. Un ser humilde fue la clave sin la cual los demás personajes no hubieran hecho nada y esta historia no se hubiera escrito.
Así obra Dios. Cuando, algunos siglos después, buscó una madre para su hijo Él no se fijó en una ilustre princesa de noble cuna que fuera digna de llevar en su seno al Verbo; ni en una mujer guerrera como Débora, que le transmitiera su espíritu aguerrido; ni en una mujer sabia como la reina de Saba, que pudiera discutir con el más sabio de los hombres de su tiempo. “Se fijó en la bajeza (es decir, en la humildad) de su sierva” (Lc 1:48).
La sierva de Naamán es para nosotros un ejemplo, no porque ella fuera sabia, aunque quizá lo era; no porque fuera osada, aunque pudo haberlo sido, sino porque era sierva.
¡Ah, sí, el amor, la humildad y el deseo de servir pueden hacer juntos grandes milagros en los cuerpos y en las almas!
EPÍLOGO: Aunque esté fuera del pasaje que me propuse comentar en este artículo, no puedo dejar de observar que Naamán consideró como una afrenta el hecho de que el profeta no saliera a recibirlo personalmente para imponerle las manos y curarlo con algún gesto imponente, sino que le enviara un recado con un mensajero dándole instrucciones –para él ridículas- sobre lo que debía hacer para ser sanado (vers. 11 y 12). ¿Por qué lo trató así Eliseo? En primer lugar, notemos que los profetas no son propensos a halagar a los poderosos, sino más bien los confrontan, como en el caso de Natán con David (2Sm 12). En segundo lugar, Eliseo lo hace para castigar la soberbia de alguien que estaba muy orgulloso de la posición que ocupaba y de sus hazañas; y en tercer lugar, lo hace para hacerle comprender que el poder de curar no reside en el hombre, sino en Dios que obra a través suyo. Naamán entendió muy bien la lección porque cuando fue curado regresó donde el profeta y le dijo: “He aquí ahora conozco que no hay Dios en toda la tierra sino en Israel.” (2R 5:15).
Notas: 1. En la  antigüedad era costumbre ganarse la buena voluntad de las personas a las que se hacía pedidos haciéndoles regalos de valor, sea en dinero, u objetos, o ganado (Gn 32:13:20).
2. Las Escrituras hebreas dicen bien claro que sólo Dios tiene el poder de dar o quitar la vida: “Yo hago morir y yo hago vivir; yo hiero y yo sano; y no hay quien pueda librar de mi mano.” (Dt 32:39b; cf 1Sm 2:6). Es cierto que el hombre tiene también el poder de matar y de transmitir a un nuevo ser la vida que tiene en su cuerpo mediante la concepción, pero no puede hacer resucitar (es decir, dar vida a un muerto), ni puede quitar la vida a nadie con sólo quererlo.
3. En ese tiempo reinaba en Israel Joram, hijo de Acab, que fue menos impío que su padre (2R 3:1).
4. En esas acciones de guerra generalmente los vencedores mataban a todos los hombres y se quedaban con las mujeres.
NB. Este artículo es la segunda parte de la revisión del artículo que fue publicado hace casi ocho años bajo el número 377.
Agradecimiento: Deseo agradecer a todas las personas que me dirigen mensajes a través de Facebook u otros medios. Aprecio muchísimo sus palabras, si bien no siempre me alcanza el tiempo para contestar a cada uno en particular como quisiera.
ANUNCIO: YA ESTÁ A LA VENTA EN LAS LIBRERÍAS CRISTIANAS Y EN LAS IGLESIAS MI LIBRO “MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO” (Vol 1) INFORMES: EDITORES VERDAD & PRESENCIA. AV. PETIT THOUARS 1191, SANTA BEATRIZ, LIMA. TEL. 4712178.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
   “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#766 (17.02.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

jueves, 10 de noviembre de 2011

JESÚS SANA A UN PARALÍTICO

Por José Belaunde M.

“Entró Jesús otra vez en Capernaum después de algunos días; y se oyó que estaba en casa. E inmediatamente se juntaron muchos, de manera que ya no cabían ni aun a la puerta; y les predicaba la palabra.
Entonces vinieron a él unos trayendo un paralítico, que era cargado por cuatro. Y como no podían acercarse a él a causa de la multitud, descubrieron el techo de donde estaba, y haciendo una abertura, bajaron el lecho en que yacía el paralítico. Al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados.
Estaban allí sentados algunos de los escribas, los cuales cavilaban en sus corazones: ¿Por qué habla éste así? Blasfemias dice. ¿Quién puede perdonar sino sólo Dios?
Y conociendo luego Jesús en su espíritu que cavilaban de esta manera dentro de sí mismos, les dijo: ¿Por qué caviláis así en vuestros corazones?
¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle: Levántate, toma tu lecho y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa.
Entonces él se levantó en seguida, y tomando su lecho, salió delante de todos, de manera que todos se asombraron, y glorificaron a Dios, diciendo: Nunca hemos visto tal cosa.”
(Mr 2:1-12)
Diremos para comenzar que todos somos el paralítico, porque todos hemos sido heridos por el pecado, y todos hemos necesitado ser sanados de esa herida. Nadie aquí se salva de eso. Pero sólo Jesús puede sanar esa herida.
El paralítico necesitaba ver a Jesús, pero no podía ir donde Jesús porque no podía caminar. El pecado lo había dejado espiritualmente inválido. El no podía acercarse a Jesús por propia iniciativa.
Felizmente tenía unos amigos que lo animaron y se prestaron para llevarlo donde Jesús. ¡Benditos sean esos amigos que llevan a sus amigos enfermos donde Jesús! ¿Cuántos de los que leen estas líneas tuvieron un encuentro con Jesús gracias a un amigo que lo llevó a Él?
Sin embargo, los amigos se encontraron con muchos obstáculos que impedían llevar al paralítico donde Jesús. Muchos se oponían, no dejaban que el enfermo fuera llevado a Jesús. ¿Qué vas a hacer tú buscando a Jesús? Te vas a volver un fanático, Así como estás, estás muy bien, aunque no puedas caminar.
Pero los cuatro amigos persistieron y encontraron un resquicio, una oportunidad inesperada para llevar a su amigo enfermo donde Jesús y presentárselo para que lo sane.
Pero ¡oh sorpresa! Jesús no lo sana de primera intención, sino le dice: “Tus pecados te son perdonados.”
Ellos deben haberse dicho: Está muy bien eso, pero lo que este hombre necesita ahora urgentemente no es que le perdonen sus pecados sino que lo sanen de la parálisis. ¡Jesús, por favor! ¡Olvídate de sus pecados y sánalo!
Sin embargo, Jesús hizo bien en perdonarlo primero que nada, porque antes de que nos sanen nuestras enfermedades, necesitamos que nuestros pecados sean perdonados.
El pecado es peor que la peor enfermedad, porque el pecado es la causa, el origen de todas las enfermedades. Así que si alguien está enfermo, lo primero que necesita es arrepentirse y creer para que sus pecados le sean perdonados.
Eso no nos autoriza a deducir, sin embargo, que si alguien está enfermo es porque ha pecado. Las causas de la enfermedad pueden ser muchas y no todas son causadas por pecados concretos. Las enfermedades pueden ser incluso pruebas que Dios permite para probar nuestra fe. Lo que sí es cierto es que el origen, o causa remota de todas las enfermedades que sufre el hombre es el pecado, en primer lugar, porque sujetó a la creación a “la esclavitud de la corrupción” (Rm 8:21); y en segundo, porque “la paga del pecado es muerte” (Rm 6:23) y la enfermedad es la embajadora de la muerte.

Ahora volvamos al comienzo del episodio para ver los detalles del relato.
Marcos dice que Jesús volvió a Capernaum, que está en el lago de Genesaret. Ninguna ciudad de Israel gozó con tanta frecuencia de la presencia de Jesús. Esa ciudad fue su centro de operaciones. Ahí hizo Él muchos de sus milagros y predicó muchas de sus enseñanzas. Sin embargo, la mayoría de los habitantes de esa ciudad no creyeron en Él. Se asombraron de sus milagros pero no se convirtieron. Por eso pronunció Jesús sobre Capernaum palabras muy duras cuya severidad fue sólo superada por las que dirigió a Jerusalén: “Y tú Capernaum, que eres levantada hasta el cielo, hasta el Hades serás abatida; porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en ti, habría permanecido hasta el día de hoy. Por tanto os digo que en el día del juicio, será más tolerable el castigo para la tierra de Sodoma, que para ti.” (Mt 11:23,24).
Cuando la gente se enteró de que Jesús estaba en la ciudad inmediatamente fueron a buscarlo. Eso ocurría dondequiera que Él estuviera. Querían verlo y escucharlo. ¿Por qué sería? Primero que nada, en verdad, porque hacía milagros.
El texto dice: Estaba en casa. ¿Qué casa? La casa de Pedro donde Jesús se alojaba cuando estaba en Capernaum.
El pasaje paralelo en Lc 5:17 dice que el poder del Señor estaba con Jesús para sanar. Toda sanidad es obra del poder de Dios, no del hombre. Hay veces en que el poder de Dios para sanar se siente casi físicamente. Eso es lo que hace que la gente se sane. No las manos del que las impone, sino el poder de Dios, la unción que reposa sobre él.
Marcos dice que Jesús les predicaba la palabra. ¿Qué palabra? La palabra de Dios. Todo lo que Jesús predicaba era palabra de Dios, las palabras que su Padre ponía en su boca (Jn 5:19). Por eso Pedro pudo decirle a Jesús: “Tú tienes palabras de vida eterna.” (Jn 6:68).
La palabra de Dios es la que transforma vidas. Es la palabra que nunca retorna vacía sino que hace aquello para lo cual es enviada. (Is 55:11)
Al acercarse los amigos a la casa donde se encontraba Jesús vieron que estaba atestada de gente y que no se podía entrar. Pero ellos amaban mucho a su amigo enfermo y no se dejarían amilanar por las dificultades. Enfrentarían cualquier obstáculo por ayudarlo.
Cuando amamos realmente a nuestros amigos, estamos dispuestos a hacer cualquier cosa por ayudarlos. ¡Ojalá tengamos nosotros esa clase de amigos!
Esos amigos eran como enfermeros que cargaban a su amigo. Necesitamos enfermeros espirituales que lleven a Jesús a la gente enferma por el pecado y por su vida desordenada.
Entonces a los amigos se les ocurrió una solución osada: Hacer un hueco en el techo y bajarlo con cuerdas por el hueco.
Subirlo al techo no era difícil porque las casas en Israel entonces tenían una escalera externa que llevaba al techo. Pero ¿cómo abrirían un hueco en el techo? ¿Con qué derecho? Con el derecho que dan la fe y el amor. Pero ¿no estaba ahí Pedro, el dueño de casa? Impulsivo y temperamental como él era ¿permitiría que le destrocen el techo?
Imagínense además el ruido y el polvo del techo que caería sobre los que estaban dentro. Y su sorpresa.
El texto dice: “Al ver Jesús la fe de ellos.” ¿La fe de quiénes? La fe de los cuatro amigos, naturalmente, pero también la fe del enfermo. Él era el que tenía más fe porque para dejarse descolgar por el techo estando paralítico……
El debe haberles dicho: Llévenme como sea para ser sanado. ¿Quién no está dispuesto a hacer cualquiera cosa para ser sanado de una enfermedad grave?
Preguntémonos ¿Qué clase de fe en particular era la que ellos tenían? ¿Cuál era el objeto de su fe? ¿Fe para ser salvo? No. Fe de que Jesús podía sanar a su amigo.
Al ver pues Jesús la fe de ellos, le dijo al paralítico: “Hijo”. Lo trata cariñosamente para animarlo. Ese hombre enfermo necesitaba ser tratado con amor, no con indiferencia como solemos hacer. Todo enfermo sufre, sobre todo si es de una enfermedad grave. Necesita cariño, amor, cuidado.
Luego le dice: “Tus pecados te son perdonados.” Eso era algo que el paralítico no esperaba, pero al oírlo él debe haberse sentido aliviado por esas palabras. Un peso mayor que la enfermedad se le cayó de encima. La peor de todas las cargas que podemos llevar es la opresión causada por el pecado.
¿Por qué le perdonó Jesús sus pecados? No lo hizo por bondad sino porque vio que el hombre tenía fe en Él. “De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en Él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre.” (Hch 10:43; cf 13:38)
Había ahí unos escribas presentes. ¿Por qué estaban ellos allí? ¿Querían acaso aprender de Jesús? ¿O querían quizá hacerse sus discípulos? De ninguna manera. Ellos querían sorprender a Jesús en alguna palabra imprudente, o peligrosa, para poder acusarlo. Y Jesús no los decepcionó en este caso; les dio en la yema del gusto porque dijo algo por lo que pensaban que podrían denunciarlo a las autoridades.
Ellos se dijeron entre sí: Este tipo blasfema, porque sólo Dios puede perdonar los pecados.
Ellos pensaron dos cosas: una equivocada, porque Jesús no blasfemaba; y una correcta, porque es verdad que sólo Dios tiene poder para perdonar los pecados.
Ellos pensaron: Este hombre pretende tener la autoridad de Dios para perdonar los pecados. Pero Jesús no pretendía tener esa autoridad. Él la tenía en verdad, porque el Padre le había dado autoridad para juzgar (Jn 5:27). Él no blasfemaba como ellos equivocadamente pensaron, porque Jesús, siendo Dios, tenía el poder de perdonar.
Fijémonos en que ellos no habían hablado en voz alta; sólo habían pensado esas cosas en su interior. Pero Jesús sabía lo que pensaban.
Jesús sabe todo lo que la gente piensa y no tiene necesidad de que nadie se lo diga. (Jn 2:24,25). El sabe todo lo que tú, que me escuchas o lees, piensas. No puedes ocultarle ni el menor de tus pensamientos. No hay manera de esconderse de su mirada que penetra como espada afilada hasta lo más profundo del ser. Recordemos lo que dice Hebreos: “Todas las cosas están desnudas y abiertas ante los ojos de Aquel a quien debemos dar cuenta.” (4:13).
¿Y si Él revelara a todos lo que tú piensas? ¿Cómo quedarías? Ten cuidado, porque algún día todo lo oculto será revelado, y todo lo que tú hiciste y pensaste será expuesto a la vista y oídos de todos para que todos lo sepan.
Jesús entonces les pregunta a los escribas: ¿Qué es más fácil: decirle a un paralítico: “Tus pecados te son perdonados”, o decirle: “Levántate… y anda”?
Ciertamente es más fácil decirle: “Tus pecados te son perdonados”, porque no hay manera de comprobar que haya ocurrido, no hay ninguna evidencia visible. Cualquiera puede decirlo. Pero decirle a un paralítico: “Levántate y anda”,·no es tan fácil, porque si no se levanta quedas muy mal.
Jesús continúa: “Para que sepáis que yo tengo el poder de perdonar los pecados, ahora le digo al paralítico: ´Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.’” Y el paralítico se levantó, tomó su camilla y se fue.
En otras palabras, si yo puedo decir y hacer lo que es difícil (sanar a un paralítico), también puedo decir lo que es más fácil (perdonar los pecados).
Pero en realidad, bien mirado, es al revés: No es que si Jesús puede sanar, también puede perdonar, sino que si Él puede perdonar los pecados también puede sanar a un paralítico. Si puede lo mayor, también puede lo menor. Porque perdonar los pecados de alguien es una obra mucho más grande que sanarlo de una enfermedad.
Notemos que el paralítico había sido llevado cargado en una camilla, y que él salió de ahí cargando la camilla en que solía estar acostado.
Notemos también que al probarles a los escribas que Él podía perdonar los pecados Él les estaba diciendo implícitamente: Yo soy Dios, porque sólo Dios puede hacer eso, como ellos bien sabían. Pero no le creyeron.
Ellos en verdad ya habían tenido un motivo para creer que Él fuera Dios, porque les había mostrado que Él sabía lo que cavilaban en su interior, algo que nadie puede hacer, a menos que el Espíritu Santo se lo revele. Pero lo pasaron por alto. No hay ciego más ciego que el que no quiere ver.
Jesús le dijo al paralítico: Toma tu camilla y vete a tu casa, por dos motivos: Uno porque de lo contrario el paralítico hubiera sido capaz de volver a acostarse en su camilla aun estando sano, porque estaba acostumbrado a estar echado todo el tiempo en ella. Y dos, para que alegrara a su familia viendo que él estaba sano. Ellos habían sufrido seguramente de verlo en ese estado. Tanto más se alegrarían de verlo caminando.
La parálisis que el hombre había sufrido fue en realidad una bendición encubierta para él. Porque si no hubiera sido por esa enfermedad quizá el nunca hubiera tenido ese encuentro con Jesús, quizá nunca hubiera recibido el perdón de sus pecados.
¿Cuántos podrían testificar que el sufrimiento los ha hecho sabios, los ha hecho mejores? Las tribulaciones pueden ser misericordias; las pérdidas pueden ser ganancia; la enfermedad del cuerpo puede significar la sanidad del alma (J.C. Ryle). Recordemos las palabras del salmo 119: “Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos.” (vers 71)
Pensemos en lo que ese encuentro significó para el paralítico. Él fue llevado a esa casa enfermo de cuerpo y alma, y regresó sano, restaurado y caminando. Pero, sobre todo, regresó libre de los pecados que oprimían su alma. Había sido perdonado. Algo que él, al ir donde Jesús, no buscaba. Notemos que cuando uno se acerca a Dios alcanza mucho más de lo que busca. (Rm 8:32).
Al escuchar las palabras de perdón de Jesús y ver el milagro, los que estaban presentes en la casa abarrotada no blasfemaron, como habían hecho los escribas, sino que dieron gloria a Dios por lo que habían presenciado.
En el pasaje paralelo de Mateo se dice que los presentes maravillados glorificaron a Dios que había dado tal poder a los hombres. Notemos, sin embargo, que pese a lo que habían visto, ellos no reconocieron que Jesús era Dios. No captaron el argumento con que Jesús había respondido a los escribas afirmando implícitamente en los hechos que Él era Dios. Evidentemente ellos veían en Jesús sólo a un hombre, a un profeta a quien Dios había concedido poderes milagrosos para curar.
Así solemos ser nosotros. Nos cuesta comprender lo que Dios nos está diciendo o mostrando. Somos testarudos.
Jesús hizo en ese lugar tres milagros: Perdonar los pecados del paralítico, leer los pensamientos de los escribas, y sanar al paralítico. ¿Quién sino Dios puede hacer tales cosas?

NB. Este artículo está basado en la trascripción de una charla dada recientemente en el ministerio de la “Edad de Oro”.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y entregándole tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#700 (06.11.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI.

lunes, 1 de febrero de 2010

AGRADECIMIENTO III

En nuestra charla anterior hablamos acerca de cómo Dios tiene el mundo bajo su control y cómo, en consecuencia, nada puede ocurrir al hombre sin que Dios lo quiera o lo permita. Eso es lo que su palabra afirma.

Pero entonces, preguntamos, si nada ocurre sin que Dios esté involucrado ¿quiere eso decir que nuestras enfermedades vienen de Dios, y que, cuando nos enfermamos, debemos aceptar la dolencia y el sufrimiento que nos causa sin resistir?

Preguntamos también si es Dios el único origen de todas las cosas buenas y malas que ocurren en el mundo y que nos suceden a nosotros, o si hay otras causas detrás de los males que nos afligen.
El tema es muy vasto y complejo y voy a tratar de cubrir lo esencial en el curso de esta corta charla. En primer lugar, es cierto que todo lo que ocurre, sea bueno o malo, viene en última instancia de Dios. Pero no siempre es Dios el origen inmediato de lo que ocurre en el mundo.
Muchas cosas ocurren porque nosotros, los hombres, las hemos causado. Si yo, por ejemplo, subo a mi automóvil borracho y choco, no puedo echar la culpa del accidente a Dios. Yo soy responsable del choque, aunque Dios haya permitido que ocurra. El hubiera podido, es verdad, impedir que yo choque, y nosotros no sabemos con qué frecuencia Dios interviene para librarnos de sufrir las consecuencias de nuestras imprudencias. ¿Por qué unas veces nos salva y otras no? Eso es algo que quizá un día en el cielo sabremos.
Si yo me dedico a comer en exceso alimentos muy pesados, no puedo echarle la culpa a Dios si me enfermo del estómago. Yo soy el responsable de esa enfermedad.
Pero no todos los males que afligen al hombre son consecuencia de sus propios actos. Pueden ser consecuencia de actos o de omisiones ajenas. En muchos casos resultan de circunstancias en las que no hay responsables identificables, o cuyas causas son para nosotros impenetrables. Sin embargo, detrás de todas las circunstancias y de los factores humanos, en última instancia son el demonio y sus huestes, que actúan en la sombra, los causantes de los males que afligen al hombre.
Hay muchas personas, y hasta teólogos hoy día, que niegan la existencia del diablo como un ser personal. Dicen que es un mito mediante el cual en el pasado el hombre trataba de explicarse la presencia del mal en el mundo, y añaden que en nuestra época ilustrada y científica ya no es dable permanecer aferrados a esa concepción pre-científica superada. Debemos descartar, afirman, toda intromisión de lo sobrenatural en la realidad física, porque lo sobrenatural no existe.
Sin embargo, no se puede estar parado en la palabra de Dios y negar al mismo tiempo la existencia del diablo, porque la revelación divina la afirma. Jesús habló muchas veces explícitamente del demonio y en muchas ocasiones expulsó al espíritu maligno de una persona. No podemos decir que Él era víctima de concepciones míticas. Tampoco se puede sostener, como hacen algunos, que Él condescendió a adaptarse a la mentalidad de su tiempo y adoptó a ella su lenguaje. Eso haría de Él un mentiroso. Él sabía muy bien lo que hacía y lo que decía, y dijo claramente en el Evangelio de Juan: "El enemigo -esto es, el demonio- no ha venido sino para robar, matar y destruir". (Jn 10:10). Ahí Él no está hablando de ningún producto de la imaginación popular, sino de una realidad muy presente en nuestras vidas contra la cual Él vino a luchar.
Satanás ha intervenido en la historia humana desde el comienzo de la creación. Como consecuencia de su rebeldía, Adán cedió a Satanás el señorío sobre la tierra que Dios le había otorgado. Desde entonces Lucifer y sus huestes por envidia tratan de mil maneras de hacer daño al hombre y de apartarlo de Dios.

En el poema de Job hemos visto cómo Dios otorga permiso a Satanás para que después de haber hecho perecer a los hijos de Job y que le arrebaten su fortuna, le permite tocar el cuerpo del patriarca, pero respetando su vida. Como consecuencia, Job se enferma de sarna (Jb caps 1 y 2).
En el episodio en que Jesús sanó a una mujer que vivía encorvada y los fariseos le reprocharon que sanara en sábado, Jesús les preguntó si no era justo liberar, aun en el día de reposo, a una mujer que había vivido 18 años oprimida por el diablo (Lc 13:16).

Pero hay casos en que las Escrituras dicen que es Dios el causante directo de la enfermedad de un hombre, a quien castiga de esa manera por un grave pecado. Eso ocurrió, por ejemplo, con Herodes Agripa, en el libro de los Hechos, a quien un ángel del Señor tocó y que murió en medio de horribles dolores, por haberse atribuido el honor que sólo se debe dar a Dios (Hch 12:23). O con el rey Uzías, en el libro de Crónicas, que enfermó de la lepra por haber usurpado en su soberbia el papel de sacerdote en el templo (2Cro 26:16-21).

Es muy difícil discernir en qué forma se conjugan los diferentes factores que intervienen en las enfermedades. Si es Dios que prueba o que castiga al hombre, o si es Satanás quien lo aflige con el permiso de Dios, o si es el propio hombre quien se ha acarreado con sus propios actos la enfermedad que lo atormenta. Nosotros no podemos penetrar en la mente de Dios. Si, como el libro de Proverbios afirma, no podemos siquiera seguir el rastro en el aire del águila que vuela ¿cómo podríamos saber algo mucho más complejo, como es la forma en que esos tres factores que he mencionado se conjugan para causar la enfermedad? (Pr 30:19).

Pero sí podemos estar seguros de tres cosas: Una es que las causas naturales que originan la enfermedad, esto es, los microbios, las bacterias y virus, así como el desgaste natural del cuerpo, sólo obran o existen a causa del pecado. Sin el pecado original -esto es, sin la corrupción de la naturaleza que trajo la caída de Adán- no habría enfermedad ni muerte en el mundo. Las bacterias, microbios y virus que hubiera sólo ejercerían una influencia beneficiosa. El hombre no moriría y viviría sano.

De otra parte, como lo sugiere la orden dada a Adán antes de la caída, de comer sólo lo que la flora le ofrezca (Gn 1:29), según el proyecto original de Dios el hombre sería vegetariano. Hay un pasaje además en Isaías que sugiere fuertemente que en la restauración de todas las cosas al final de los tiempos, los animales no serán carnívoros -esto es, no se comerán unos a otros- sino herbívoros, y no habrá animales venenosos: “Morará el lobo con el cordero y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro, el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará…Y el león como el buey comerán paja. Y el niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el niño destetado extenderá su mano sobre la caverna de la víbora. No harán ni dañarán en todo mi monte santo, porque la tierra será llena del conocimiento de Jehová como las aguas cubren el mar.” (Is 11:6-9).

Segundo, Jesús vino al mundo a librar al hombre del pecado y de la condenación eterna. Vino también a liberarlo de la enfermedad. Esto es, Él no sólo "llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero" , como dice la primera epístola de Pedro (2:24), sino también, como dice Isaías, "llevó todas nuestras dolencias y nuestras enfermedades" (Is 53:4).

Hay quienes interpretan esta última frase en un sentido espiritual. Se trata de dolencias y enfermedades del alma, afirman. Pero hay un episodio en el Evangelio de Mateo que claramente muestra que se trata de enfermedades del cuerpo. Narra el evangelista que una tarde le trajeron a Jesús muchos enfermos y Él los sanó a todos con su palabra, "para que se cumpliera -noten bien- lo dicho por el profeta Isaías cuando dijo: 'Él llevó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades'". (Mt 8:16,17). La propia Biblia es el mejor intérprete de la Biblia. Ese pasaje despeja toda duda acerca de cómo debe interpretarse esa frase famosa de Isaías.

La tercera cosa es que Dios quiere sanarnos. Hay muchos pasajes de las Escrituras en que se muestra meridianamente cómo es la voluntad de Dios que sanemos de nuestras enfermedades. Un leproso, según narra Marcos, se acercó a Jesús un día y le dijo: 'Si quieres, puedes sanarme'. Jesús le contestó: 'Quiero' y lo sanó. (1:40-42).

En el libro del Éxodo, Dios le dice a su pueblo Israel, cuando camina por el desierto: "Yo soy Jehová tu sanador." (Ex 15:26) En la epístola de Santiago se nos dan las pautas para vencer a la enfermedad: "Confesaos vuestras ofensas unos a otros y orad unos por otros para que seáis sanados." (St 5:16).

Otra manifestación de la voluntad de Dios de sanarnos es la existencia en la naturaleza de multitud de hierbas y plantas que tienen virtudes medicinales. Esas plantas no existirían ni tendrían esas propiedades curativas si Dios no lo hubiera querido. Si Dios ha provisto en la naturaleza medios para que seamos curados, es porque nuestra salud es su voluntad.

Un hecho indudable permanece, sin embargo, y es que así como Jesús vino al mundo para salvar al hombre de sus pecados, y no obstante, no todos los hombres se salvan, de manera semejante, Jesús ha venido al mundo a librarnos de nuestras enfermedades y, sin embargo, no todos los hombres se sanan.

La razón es que si bien Jesús ha redimido a todos los hombres en principio, para que la salvación provista por Jesús le alcance, cada hombre debe apropiarse de ella individualmente, creyendo en su sacrificio expiatorio. De igual manera, si bien Jesús llevó todas las dolencias de la humanidad en la cruz, cada ser humano personalmente debe apropiarse por fe de la sanidad que Jesús le ofrece.

¿Cómo puede hacerlo? La Biblia explica: Orando sin dudar del poder de Dios, y creyendo en su bondad y en su poder infinitos; reclamando las promesas de salud que contiene la Biblia y saturándose de ellas por la lectura y la meditación.

Por último, hay que tener en cuenta que si hay enfermedades o trastornos que son causados por Satanás sin ninguna otra causa aparente, Jesús nos ha dado autoridad para resistir al demonio y ordenarle que se vaya y que no siga atormentando nuestro cuerpo (Lc 10:19). Esto es algo que todo creyente que tenga un mínimo conocimiento de la palabra de Dios puede hacer, y es un arma muy efectiva contra muchos males, no sólo contra las enfermedades, con que el demonio trata de afligirnos.

Vayamos pues a las Escrituras, estudiemos sus promesas y aferrémonos a ellas para usarlas como armas certeras para deshacer las maquinaciones del demonio contra nuestra salud y nuestras vidas. Recordemos la promesa contenida en Romanos de que frente a todos los ataques del enemigo nosotros “somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó.” (8:37).

#607 (27.12.09) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

NB. El presente artículo fue escrito como texto de una charla radial el 15 de octubre de 1998. Se publica por primera vez.