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miércoles, 31 de enero de 2018

¿CUÁL ES TU PRECIO?

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
¿CUÁL ES TU PRECIO?
El presente artículo fue escrito en enero del año 2000. Fue publicado el año 2005 y nuevamente el 2010. En vista del lamentable escándalo de corrupción sistematizada que se ha destapado en los últimos meses, considero que es oportuno volverlo a publicar. Sin embargo, es importante destacar el hecho de que gran parte de la corrupción reciente denunciada fue perpetrada por una gran empresa constructora extranjera que había extendido sus tentáculos a varias esferas de la administración pública y de la actividad privada del Perú y de otros países latinoamericanos. Lo inusual de este fenómeno de corrupción sistémica es que se trataba de una política promovida por el entonces presidente del Brasil, que pretendía de esa manera ganar influencia sobre la política de nuestros países, comprometiendo en sus turbios manejos a varios de sus principales funcionarios públicos, y líderes políticos y empresariales.



Hoy día en el mundo se suele decir que todo tiene su precio, todo se vende y se compra. La conciencia de la gente tiene también su precio. Si un hombre de empresa necesita que una persona en un alto cargo tome determinada decisión que le favorezca o le facilite hacer algún negocio, va donde él, o le envía a un amigo de su parte, a indagar cuánto es lo que exige como compensación para decidir a favor suyo. Si acaso su amigo vuelve diciéndole que el funcionario no acepta plegarse a sus deseos, el empresario piensa: “Caramba, este tipo se cotiza muy alto ¿Cuánto será lo que quiere?” Y manda a su amigo de vuelta para que negocie el monto.
Y tú ¿has pensado cuál es tu precio? ¿Hasta que suma de dinero eres incorruptible, insobornable? ¿10,000 dólares? No, eso es muy poco para mí. ¿Pero si le agregan un cerito a la derecha y te susurran al oído: cien mil, estarías dispuesto a ceder? ¿Te pones firme y dices: Yo no puedo aceptar este tipo de ofertas? ¿O tratas de justificar tu venalidad diciéndote que hay ofertas que no se pueden rehusar?
Si te proponen un negocio incorrecto ¿hasta qué ganancia estás dispuesto a renunciar para mantener tu integridad?
La gente está acostumbrada a deslizar un sobre, o un billete a la persona que tiene que tramitar un expediente, para que no ponga trabas y lo haga rápido, aunque es su obligación hacerlo por el sueldo que recibe. Estas cosas son tan comunes que ya ni nos llaman la atención ni nos hacen sonrojar sino nos acomodamos a la costumbre.
Hay quienes no se venden por dinero (¡son incorruptibles!) pero sí por una “pequeña” ventaja temporal, como podría ser un viaje, o un puesto, o un honor, o una posición de cierta importancia, y no obstante, se consideran honestos. Nunca se rebajaron a recibir una coima en dinero, pero sí torcieron la verdad, o la justicia, a cambio de un beneficio de otro orden.
El personaje de Daniel en la Biblia es sumamente interesante en este respecto, y las peripecias de su vida son muy instructivas para nosotros, porque él fue un hombre público, que desempeñó altos cargos desde joven y sirvió a sucesivos gobiernos durante su larga carrera.
Él era un muchacho israelita que había sido llevado a Babilonia cuando Nabucodonosor conquistó Jerusalén, hacia fines del siglo VI antes de Cristo. El propósito del tirano era doble: de un lado privar a la nación conquistada de lo mejor de su gente, de su élite; y, de otro, aprovechar para su propia nación lo más capaz del país vencido.
El joven Daniel fue llevado a Babilonia junto con otros jóvenes que, como él, formaban parte de la aristocracia judía, y habían recibido desde niños una educación esmerada. Ahora se trataba de que aprendieran el idioma de los caldeos y se familiarizaran con las costumbres babilónicas. Si él y sus amigos demostraban ser alumnos aprovechados les esperaba una brillante carrera en su nueva patria.
El rey encargó a un hombre de su confianza el cuidado de los jóvenes israelitas, su manutención y su educación. Pero, Daniel como buen israelita, debía obedecer a las prescripciones de la ley de Moisés acerca de los alimentos, y había ciertos manjares y ciertas bebidas que le estaban prohibidas.
Dice la Escritura: "Daniel se propuso no contaminarse con la porción de la comida del rey, ni con el vino que él bebía; pidió por tanto a su tutor que no se le obligase a contaminarse." (Dn 1:8). Y el funcionario, aunque con algunas dudas, accedió a su petición.
Daniel y sus compañeros rehusaron gustar de la comida del rey, a pesar de que eso significaba correr el riesgo de disgustar a su tutor y, peor aún, de suscitar la cólera del soberano. En esa época los reyes no se andaban con contemplaciones. Si alguien se oponía a sus deseos, simplemente lo mandaban matar.
Pero Daniel no condescendió con las satisfacciones y halagos que le ofrecía el mundo: una mesa bien servida, vino abundante, diversiones y encima, una brillante carrera y formar parte del grupo privilegiado.
¿Cuántas veces nos hemos encontrado en situaciones parecidas?  Se nos ofrecen tales o cuales ventajas, con tal de que cedamos en nuestros principios. ¿Mantenemos entonces nuestra integridad o nos acomodamos? ¿Estamos dispuestos, por razones de conciencia, a renunciar a las ventajas que nos ofrecen, o peor, a ser marginados por no colaborar?
Si eres profesional ¿te negarías a hacer lo que tu conciencia te prohíbe, pese a las amenazas de represalias?
Si eres juez ¿cambiarías la sentencia a favor del culpable porque alguien bien situado te lo ordena? (Nota) ¿Estás dispuesto a arriesgar que te cambien de colocación, o que te acusen falsamente de prevaricato, por no ceder a las presiones?
Si eres investigador, o fiscal ¿cambiarías el atestado policial por una buena oferta de dinero, o por la promesa de un ascenso? ¿Acusarías al inocente por un fajo de billetes?
Si eres médico ¿esterilizarías a esa pobre campesina ignorante, sin explicarle claramente lo que esa operación significa, o sin que su esposo esté de acuerdo? Hubo pocos médicos que se negaron hace pocos años a hacerlo por temor de perder su puesto y su sueldo.
¿Harías abortar a esa joven por una buena suma de dinero?
Si estás a cargo de las compras en una repartición pública, ¿harías pedidos innecesarios en complicidad con otros colegas para recibir la comisión que te ofrece el vendedor? ¿Te contentas con el diez por ciento para otorgar la buena pro, o pides más? ¿O te niegas, más bien, como debieras, a recibir un centavo?
Casos como los que menciono ocurren a diario en la administración pública, en los negocios, y en todas las profesiones. Y ahí es cuando se descubre el temple de nuestra integridad de carácter, y de nuestras convicciones.
Queremos formar parte de la collera, del grupo de amigos "in", de los que son invitados a reuniones de diversión privadas, de los que están al tanto de las mejores oportunidades para hacer dinero, de los que se benefician con los repartos o de los ascensos.
Hoy más nunca reinan los que venden su conciencia. ¿Cuál es tu precio? ¿Ya lo has fijado?
Seguir a Cristo también tiene su precio, pero es un precio de naturaleza diferente, que no siempre se mide en dinero. Porque puede pedírsenos que mintamos ante la opinión pública, o que tomemos parte en manejos que nuestra conciencia reprueba; o que nos adhiramos a ciertos grupos políticos, o a ciertas fraternidades que nos ofrecen apoyo de colegas; o, simplemente, se nos pide que neguemos nuestra fe cristiana.
El apóstol Pedro se encontró una vez en una situación de peligro parecida y, para escapar de ella, negó que era amigo de Jesús. Si él decía que sí, si admitía que era su amigo, quizá lo hubieran involucrado en el juicio como cómplice, y hubiera acabado en la cruz junto con su maestro. Él lo amaba, por cierto, pero no tanto como para arriesgar la vida, o como para ser torturado por su causa.
Sin embargo, Pedro le había jurado poco antes a Jesús que estaba dispuesto a morir por Él. Pero llegado el momento de la prueba, más pudo el miedo. Cuando cantó el gallo, y se acordó del anuncio que le había hecho Jesús, ya era tarde, ya lo había traicionado.
¿A qué le temes tú más? ¿A desafiar la ira del rey, de los poderosos, o a desafiar la ira de Dios? Los reyes, los poderosos de este mundo, son muchas veces testaferros del diablo, sus emisarios. Vienen de su parte para tentarte, para probar el temple de tu conciencia. Cuando te vengan a hacer determinadas ofertas, mira bien los pies de la persona que te las hace, a ver si descubres las pezuñas del cachudo.
¿A quién le temes tú más? ¿A Dios, o a la gente del mundo, o a la sociedad, o a los poderosos? ¿Ante quién tiemblas?
Jesús dijo: "No temáis a los que matan el cuerpo mas no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede destruir alma y cuerpo en el infierno" (Mt 10:28). Hay quienes creen que Jesús se está refiriendo en ese pasaje al diablo, pero no se está refiriendo al diablo, sino a Dios. Sólo a Dios debemos temer. El diablo puede torturarnos en el infierno pero no puede mandarnos ahí, ni destruirnos. Sólo Dios puede hacerlo.
También dijo Jesús: "¿Qué provecho sacará el hombre con ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Mt 16:26). Si pierdes tu alma, lo perdiste todo, porque los bienes son muchos, pero el alma es una sola. Además el bien que pudiste ganar a cambio de tu alma dura muy poco. En cambio tu alma es eterna.
Antes Él había dicho: "Todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por mi causa, la encontrará". (Mt 16:25). Esa es la gran promesa de Jesús. Lo que tú estés dispuesto a renunciar por mantenerte fiel a Jesús, inclusive la vida, lo recuperarás mil veces aumentado, multiplicado, en este mundo, o en el otro.
Dios premió la fidelidad de Daniel y de sus compañeros haciendo que ellos encontraran gracia con el funcionario que se encargaba de ellos; haciendo que no se demacraran, como temía el tutor, por el hecho de comer sólo legumbres, y otros alimentos permitidos a los israelitas (Dn 1:12-15); y, por último, los premió dándoles más sabiduría que a los otros jóvenes de su edad (Dn1:19,20), de tal manera que destacaran temprano sobre los demás del grupo. Porque dice el texto sagrado que el rey se mostró satisfecho con ellos y los convirtió en sus consejeros.
Ser fieles a Dios conlleva un precio, pero trae consigo también una recompensa. Por de pronto, mayor sabiduría y autoridad. Puede haber sacrificios que afrontar, esto es, renunciar a los premios que da el mundo a los que se doblegan; y puede haber peligros que sortear, incluso el de arriesgar la vida; pero, al final, Dios nos premia y su recompensa tiene mucho mayor valor que las satisfacciones transitorias que ofrece el mundo.
En última instancia, aunque al principio te critiquen o se burlen de ti, al final te admirarán por la solidez de tus principios, y de tu carácter, te elogiarán públicamente. Porque no hay mucha gente incorruptible en el mundo, y esos pocos terminan siendo admirados y premiados hasta por aquellos que los criticaban.
Pero el mayor premio que puedes obtener es la paz de una conciencia tranquila, de un sueño imperturbado. Si hubieras consentido en lo que te proponían, si hubieras aceptado el soborno ¿cómo te hubieras sentido? ¿Estarías contento de ti mismo? Y si el asunto llegara a ser público ¿con qué cara mirarías a tus hijos que veían en ti a su modelo?
Nota: Debemos admitir con vergüenza que estas cosas suceden con frecuencia en nuestro poder judicial, y no sólo porque alguien bien situado lo ordena, sino también porque se ofrece una atractiva recompensa dineraria.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a la presencia de Dios, yo te exhorto a arrepentirte de todos tus pecados y te invito a pedirle a Dios perdón por ellos, a la vez que lo invitas a entrar en tu corazón y a ser el Señor de tu vida.

#1014 (04.02.18). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).  

martes, 1 de agosto de 2017

EL PESO FALSO ES ABOMINACIÓN A JEHOVÁ

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
EL PESO FALSO ES ABOMINACIÓN A JEHOVÁ
Un Comentario de Proverbios 11:1-6
En el capítulo 11 figuran con frecuencia las palabras “justo” y “justicia”, y sus contrarios, las palabras “impío” e “impiedad”. Pero la temática es variada y abarca varios aspectos de la vida.
1. “El peso falso es abominación a Jehová, mas la pesa cabal le agrada.”

El peso falso (el original hebreo dice “la balanza falsa”) es el fraude en las transacciones comerciales, el engaño consciente y planeado para obtener una ganancia a costa de la credulidad o de la buena voluntad del prójimo. Eso desagrada mucho a Dios, (20:10,23. Ver también Lv 19:35,36; Dt.25:13-16). Él lo detesta, al punto que lo llama “abominación”, palabra que en otros lugares es aplicada a cosas execrables, como la idolatría (Dt 7:25), los sacrificios humanos y las perversiones sexuales (1R 14:24; 2R 16:3; Lv 18:22; 20:13). En cambio, la honestidad, la transparencia en los tratos le agrada. Más que eso, es su delicia (ratson). Por eso los profetas denuncian con palabras severas el fraude en las transacciones comerciales (Am.8:4-8; Miq.6:10,11). (Nota) Como al principio no se acuñaban monedas, el oro y la plata eran pesados para realizar pagos. De ahí la importancia de tener pesas y balanzas exactas. La razón es sencilla. La estabilidad del comercio depende de la confiabilidad de las balanzas, las pesas y las medidas. La justicia de Dios es el “estándar” al cual deben sujetarse para que haya paz. Cuán importantes eran ellas para Dios puede verse en el proverbio 16:11: “Peso y balanzas justas son de Jehová; obra suya son todas las pesas de la bolsa.” Las pesas eran llevadas en una bolsa para que el comprador pudiera verificar su exactitud con los comerciantes del lugar: “No tendrás en tu bolsa pesa grande y pesa chica” (Dt 25:13; cf Ez 45:10). Entiéndase, pesa grande para comprar, pesa chica para vender.
Pero peso falso es también en las relaciones humanas todo lo que aparenta ser lo que no es. El que se muestra solidario, pero en realidad no lo es; el que aparenta amistad, pero va siempre en busca de lo suyo; el que ofrece, pero no cumple, etc. En cambio, el que promete y cumple, el amigo fiel, el que ve el dolor ajeno como propio, ése agrada a Dios.
El ojo de Dios recorre la tierra observando todas las acciones humanas (2Cro 16:9; Pr 15:3; Zc 4:10). Se deleita en algunas, y abomina otras. Él desea que en el campo de las transacciones nosotros seamos perfectamente justos y honestos, como Él lo es (Sal 11:7).
2. “Cuando viene la soberbia, viene también la deshonra; mas con los humildes está la sabiduría.” 
Aquí se contraponen la soberbia y la humildad. La primera lleva a la deshonra; la segunda, a la sabiduría, lo que permite concluir que la soberbia es necedad, mientras que la humildad, siendo sabia, terminará siendo honrada.
Cabría preguntarse si se trata de la deshonra del soberbio, o de aquellos a los que el soberbio humilla.  A juzgar por el segundo estico, sería lo primero. Este proverbio es una variante, o desarrollo, de aquel que dice: “Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu.” (16:18).
En el Antiguo Testamento hay muchos casos que ilustran esta verdad históricamente. El faraón que se negó repetidas veces a dejar salir de Egipto al pueblo hebreo sufrió por ello repetidas humillaciones y derrotas, y finalmente, la destrucción de su ejército que pereció ahogado en el Mar Rojo (Ex 14:21-28). El mismo pueblo hebreo, que se rebeló contra Dios que los había sacado del cautiverio egipcio con maravillas y prodigios, y que no obstante, estando a las puertas de la Tierra Prometida, quiso designar un capitán que los hiciera volver a la tierra de servidumbre (Nm14:1-4; Nh 9:16,17). Como consecuencia Dios decretó que ninguno de los que se habían rebelado contra Él, de veinte años para arriba, entraría en la tierra, salvo Caleb y Josué; todos los demás morirían en el desierto, por lo cual la congregación tuvo que deambular pastoreando en el yermo durante 40 años (Nm: 20-25, 32-35).
A lo largo de su historia los israelitas no quisieron en su soberbia escuchar la voz de los profetas que Dios les enviaba para amonestarlos, hasta que por fin vieron que la ciudad santa era conquistada por los babilonios, y la crema y nata de la sociedad hebrea era enviada al exilio (2Cr 36:17-21 Jr 25:8-11).
Que la soberbia precede a la caída (Pr 16:18) lo vemos desde el inicio de la creación del hombre, cuando Eva fue tentada por la serpiente a ser como Dios, y comieron ella y su marido del fruto prohibido y, como consecuencia, se dieron cuenta de que estaban desnudos (Gn 3:1-7). Peor aún, huyeron de la voz de Dios que los llamaba, porque tuvieron miedo a causa de su desnudez (Gn 3:8-10).
Los descendientes de Noé establecidos en la llanura de Sinar, que hablaban todos una misma lengua, se propusieron construir una ciudad y una torre “cuya cúspide llegue al cielo” nada menos, y con ello hacerse un nombre para el caso de que fueran esparcidos por toda la tierra. Pero Dios confundió su lengua para que ninguno entendiera a su vecino. De esa manera les sucedió lo que querían evitar: ser esparcidos por toda la tierra y que los pueblos descendientes de ellos no se entendieran entre sí, porque hablaban distinto lenguaje (Gn 11:1-9).
El rey Uzías se hizo poderoso al fortalecer su ejército, pero se enalteció su corazón y pretendió quemar incienso en el altar, algo que estaba reservado a los sacerdotes. Cuando ellos quisieron oponerse, se encendió su ira, y le brotó lepra en la frente, por lo que tuvo que ser recluido hasta su muerte, y gobernó su hijo Jotam en su lugar (2Cro 26:16-21).
Amán se jactó de sus riquezas y del poder que había logrado gracias al favor del rey (Est 5:10,11), pero terminó siendo colgado en la horca que él había hecho preparar para Mardoqueo, su odiado enemigo (7:10).
El rey Herodes Agripa permitió que el pueblo le aclamara como a Dios, pero un ángel del Señor le tocó y murió comido de gusanos (Hch 12:21-24)
Pero ¿qué mayor ejemplo que el de Nabucodonosor, el soberano más poderoso de su tiempo, que se jactó de la belleza de su capital, Babilonia, que él había construido, y que de golpe se vio reducido a la condición de una bestia del campo? (Dn 4:29-33)
“Cuando viene la soberbia viene también la deshonra”, porque el soberbio, el altanero, suele comportarse de una manera que ofende a los demás. Pero al final cosecha el fruto de su arrogancia, porque “el que se exalta será humillado.” (Mt 23:12; Lc 14:11; 18:14).
2b. “Mas con los humildes está la sabiduría.” La sabiduría no está en lo alto, no tenemos necesidad de subir al cielo para traerla, no está en la mucha ciencia ni en la mucha erudición, sino en la simplicidad de espíritu, en la humildad de corazón, en la pureza (“¡Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios!” Mt 5:8).
¿Qué mayor fuente de sabiduría, qué mejor libro, que contemplar el rostro de Dios? Los que son como niños captan las verdades con una lucidez que ninguna escuela puede dar. Sin embargo, nosotros despreciamos a los humildes, porque en muchos casos no saben expresarse, o porque su aspecto no inspira respeto. Quizás sean, en efecto, unos ignorantes. Pero ¿a cuántos revelará Dios secretamente cosas que a los sabios les están vedadas? (Sal.51:6).
La arrogancia es una coraza para la luz del espíritu ¡y cuántos, creyéndose espirituales, se acercan a Dios armados de esa coraza! ¡Como si esa coraza tuviera una falla que permitiera que fueran heridos por un rayo de la luz inmarcesible! ¡Quiera Dios que siempre estemos desarmados de todo amor propio, de toda suficiencia, para que su luz nos llene y alumbre todos los rincones de nuestra alma, de manera que veamos sin engaño nuestra miseria!
Notemos que en este estico se dice "con los humildes está la sabiduría", mientras que el segundo estico de Pr 13:10 se dice "con los avisados". Luego el avisado es humilde, y viceversa, el humilde, avisado, es decir, sabio. En efecto, el hombre verdaderamente sabio es humilde, porque reconoce que lo que sabe es nada comparado con lo que ignora.
3. “La integridad de los rectos los encaminará; pero la perversidad de los pecadores los destruirá.” 4. “No aprovecharán las riquezas en el día de la ira; mas la justicia librará de muerte.” 5. “La justicia del perfecto enderezará su camino; mas el impío por su impiedad caerá.” 6. “La justicia de los rectos los librará; mas los pecadores serán atrapados en su pecado.” 
Estos proverbios expresan pensamientos semejantes. A manera de ilustración: Si a un hombre honesto se le ofrece, a cambio de un soborno, participar en una operación dolosa, su sentido de lo justo le impedirá aceptar la propuesta y, de esa manera, se librará de ser acusado como cómplice cuando se descubra la maniobra. En cambio, el impío acepta la propuesta y cae en la trampa que su deshonestidad le ha tendido. Por ello puede decirse que el camino más seguro, la decisión más acertada, es siempre el camino honesto, aunque a corto plazo pueda parecer desventajoso. En cambio a la larga, la deshonestidad paga mal.
No hay contradicción entre los vers. 11:5 y 3:6 (“Reconócelo en todos tus caminos, y Él enderezará tus veredas.”) en el sentido de que, según el primero, es la justicia del hombre, sin necesidad de la de Dios, la que endereza sus caminos, mientras que, según el segundo, es Dios quien lo hace. Lo que ocurre es que “justicia” tenía el sentido de obedecer los mandamientos de Dios. Tener en cuenta a Dios supone precisamente acatar sus mandamientos. O dicho de otro modo, el piadoso es justo porque reconoce a Dios en todos sus caminos. De ahí le viene su justicia.
3. La integridad (concepto emparentado al de justicia) del recto lo encamina, es decir, lo conduce hacia el bien; mientras que la perversidad, que es lo contrario, lo descamina, lo destruye. (c.f. 10:9,29; 13:6,21; 28:18). De otro lado, las cosas que la impiedad impulsa a hacer al impío son las que causan su caída. Cosa semejante dice el v.5.
La integridad hace caminar derecho.  En cambio, a los deshonestos tarde o temprano, se les descubrirá sus trapacerías. El vers. 3 está  ligado a los vers. 5  y 6  que desarrollan y amplían el mismo pensamiento. La integridad es aquí una disposición del corazón que aparta al hombre instintivamente de lo malo e  incorrecto. El íntegro busca la luz; en cambio, el perverso se orienta hacia lo oscuro y torcido. Cada cual recoge el fruto de lo que siembra. Al recto su conducta íntegra le permite escapar de las trampas en las que cae el impío. (c.f.10:9,29; 13:6,21; 20:7).
4. “No aprovecharán las riquezas en el día de la ira; mas la justicia librará de muerte.”
“El día de la ira” es aquí el día en que sucede una desgracia (guerra, catástrofe natural, etc). Las riquezas son impotentes en esas ocasiones (Sof 1:18; Ez 7:19), pero Dios cuida del justo y lo libra. (c.f. Pr 11: 28;10:2; Sal.49:6-9; Sir.5:8). Un poeta medioeval llama “dia de la ira” (dies irae) al tremendo juicio final (Mt 25:31-46) en el que cada cual recibe su merecido, como se dice en Gal 6:7: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre siembre, eso también segará.”
“La justicia librará de muerte”. Un ejemplo de la verdad de este dicho –que recuerda lo que dijo Jesús en Jn  8:51- es el caso de Noé, que fue librado de morir, él y su familia, en el diluvio, porque Dios vio que él era justo en medio de una generación perversa (Gn 7:1). Pero nadie puede comprar un minuto de vida con su dinero cuando le llega la hora, y menos podrá comprar el perdón de Dios si ha pecado, porque es gratuito (Jb 36:18,19). Las riquezas que se poseyeron en vida no pueden ni siquiera comprar una gota de agua para refrescar la lengua del condenado, como nos enseña la historia del rico y de Lázaro que narra Lucas 16:19-25.
5. “La justicia del perfecto enderezará su camino; mas el impío por su impiedad caerá.”
Si la justicia endereza, la impiedad tuerce. La primera hace andar por caminos rectos que llevan a puerto feliz; la segunda hace andar por caminos torcidos que llevan al abismo. La justicia del perfecto y la impiedad del impío están en este proverbio contrastadas en sus resultados.
La justicia del que ha nacido de nuevo libra de la condenación, mientras que a los pecadores la muerte los alcanza en estado de pecado y, por tanto, serán condenados.
Cuando en la Escritura se habla de camino, “torcido” se refiere al mal camino, el camino por el que uno se desvía y se despeña. Mal camino es lo mismo que conducta descarada, perversa, y es lo contrario a camino recto. La justicia, que es obediencia a la voluntad de Dios, hace que el hombre camine rectamente, esto es, que obre bien, que tenga una buena conducta.
6. “La justicia de los rectos los librará; mas los pecadores serán atrapados en su pecado.”
Este proverbio presenta una idea afín a la del proverbio anterior, señalando el  contraste entre la suerte del recto y la del impío, que en el día de la ira perecerá en su pecado. Morir en su pecado es morir sin arrepentirse y, por tanto, sin ser perdonado, lo que equivale a condenarse. También podría interpretarse: el impío morirá a causa de su pecado.
Nota: Vale la pena notar que en la antigüedad se usaban piedras como pesas, y era fácil reducir su tamaño. En Israel los sacerdotes del templo eran los encargados de establecer los patrones de peso y medidas. Por eso se hablaba del “siclo del santuario” (Ex 38:26).
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, yo te invito a arrepentirte de tus pecados, y a pedirle perdón a Dios por ellos., haciendo una sencilla oración:
"Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido consciente y voluntariamente muchísimas veces. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte."

#944 (25.09.16). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

viernes, 4 de marzo de 2016

OBRAR BIEN


LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
OBRAR BIEN
El Evangelio de San Marcos dice que la gente comentaba que Jesús todo lo hacía bien (Mr 7:37). Jesús lo hacía  todo bien porque era Dios y era perfecto, claro está, aunque también era humano como nosotros. Él nos ha dicho que nosotros debemos seguir sus pasos; es decir, que nosotros también debemos hacer todo bien, a imitación suya.

Pero sabemos desgraciadamente que no siempre es así, sino todo lo contrario. Nosotros nos equivocamos con frecuencia y hacemos muchas cosas mal. El que no lo reconozca, se engaña a sí mismo. Somos maestros en el error o, por decirlo en el lenguaje coloquial, somos diestros en "meter la pata".

¿De qué depende cómo hacemos las cosas? Esto es, en un sentido moral ¿de qué depende cuan bien o cuan mal obramos? Depende del estado de nuestra alma. Es obvio. (Nota 1)

(Detente un momento a pensar, amigo lector, si lo que digo es cierto o falso. Quizá tú tengas una  idea mejor. Quizá pienses que depende de lo inteligente que seamos.)

Así como la actuación de un deportista en el estadio depende de su estado físico logrado mediante el entrenamiento, de manera semejante la mayor o menor calidad moral de nuestros actos estará en función del estado de nuestra alma.

¿Y de qué depende el estado de nuestra alma? Depende de nuestra relación con Dios. De cuan  íntima, o tibia, o fría sea. De cuan cerca o alejados estemos de Dios. Esto es, de cuan viva sea nuestra fe, de cuan constante y ferviente sea nuestra oración. En última instancia, es cierto, depende de la gracia de Dios que opera en nosotros, que es la que determina cuál sea nuestra relación con Él y, por consiguiente, cuál sea el estado de nuestra alma. Pero también depende de cuan dóciles seamos a la acción de la gracia, de cómo respondamos a ella, es decir, en última instancia, de cómo sean nuestras obras.

Aquí parece que cayéramos en un círculo vicioso. Del estado de nuestras almas dependen nuestras obras, y de nuestras obras depende el estado de nuestras almas. Pero es innegable que las cosas que hacemos influyen en nuestra condición anímica. Esto es, hay una especie de retroalimentación entre nuestro estado interior y la forma como se manifiesta exteriormente. Eso es algo que cualquiera puede comprobar en la práctica. Cuando hago algo mal, escribía hace poco un incrédulo en un periódico, me siento mal; y me siento bien cuando hago algo bien. Eso nos ocurre a todos. Hasta los criminales se sienten bien cuando hacen algo que creen está bien. Ese sentirse bien o mal es la respuesta de nuestra conciencia a nuestro obrar.

Si pecamos ennegrecemos nuestra alma y nos deprimimos. Muchas depresiones que sufre la  gente - aunque no puedan detectar la causa ni se den cuenta- vienen de los pecados que cometen. Si lo supieran y tomaran las medidas correctivas necesarias -es decir, si se arrepintieran y  enmendaran sus vidas no necesitarían tomar calmantes y antidepresivos.

Las palabras encolerizadas o indignas que pronunciamos, contristan al Espíritu Santo, como  apuntó Pablo en Efesios 4:29,30. En cambio, las palabras felices u oportunas que proferimos,  levantan nuestro ánimo y el de los otros (Pr 15:23).

Así pues, la calidad moral, buena o mala, de nuestras obras depende del estado de nuestras almas; pero, a su vez, nuestras obras, nuestros pensamientos y nuestras palabras influyen en el estado de nuestras almas.

Pero no sólo eso. Como ya se ha dicho, nuestras obras además reflejan al exterior nuestro
estado interior; nos revelan a los otros, nos delatan. Jesús dijo: "Por sus frutos los conoceréis." (Mt 7:16).  Comentando estas palabras de Jesús, San Agustín comparó al hombre con un árbol cuyos frutos son sus actos. Así como nosotros podemos saber qué árbol tenemos delante por los frutos que cuelgan de sus ramas -si es un naranjo, o un manzano, o una higuera- así también podemos saber qué clase de personas son las que tenemos delante o las que conocemos, si observamos su conducta.

Por eso no tenemos excusa si nos equivocamos acerca de alguien. ¿No sabías cómo era en verdad y, al descubrirlo, te pegaste una gran desilusión? Pero ¿acaso no tuviste oportunidad de observar su conducta? ¡Oh sí, el amor es ciego! Por eso dijo alguien con mucho acierto, que al novio se le dice novio, porque "no vio". El amor lo había cegado, no vio lo que debía ver y después vinieron los lamentos. (¿El amor es ciego? Quizá no tanto el amor como la pasión.)

Jesús dijo de sí mismo: "Las obras que yo hago...dan testimonio de mí." (Jn 10:25). Las obras que Él hacía daban testimonio de que Él era el Hijo de Dios.

Las cosas que nosotros hacemos, grandes o pequeñas, a lo largo del día, dan testimonio de nosotros, de lo que somos. ¿Quiénes somos? ¿Qué clase de personas somos? ¿Qué es lo que nos impulsa? ¿Cuáles son nuestros sentimientos? ¿Cuáles nuestras motivaciones? etc. Nuestros actos están ahí para revelarlo. (2)

Pero también revelan cuál será nuestra condición, nuestro estado futuro, en la otra vida. Porque,  como dice el salmo 62: "Dios paga a cada cual según sus obras." (v. 12b) Nosotros estamos preparando el lecho de rosas, o el lecho de espinas, en el que algún día nos acostaremos, porque cosecharemos lo que sembramos con nuestras obras.

Sabemos muy bien que somos salvos no por obras sino por gracia, mediante la fe. Pero la mayor o menor gloria de que gocemos en el cielo sí depende de nosotros, nos la ganamos con nuestras obras.

Pablo dijo en Gálatas: “Todo lo que el hombre siembre, eso cosechará". (6:7) Eso es cierto no sólo respecto de la vida futura; se aplica ya en esta vida. La satisfacción o el bienestar material que alcance una persona dependen en gran medida del esfuerzo que aplique a su trabajo, o a su negocio. Si es descuidado o perezoso, no irá a ninguna parte, pero si se empeña y se esfuerza "delante de los reyes estará", como dice un Proverbio. O como también dice otro: "La mano negligente empobrece; mas la mano de los diligentes, enriquece."  (Pr 22:29;10:4).

Igual ocurre con nuestro destino futuro. Nosotros estamos sembrando en esta vida semillas cuyo fruto cosecharemos en la otra. ¿Qué clase de semillas estamos sembrando? ¿Cómo son nuestras obras? ¿Cuáles son nuestros actos? Algún día veremos el resultado de lo que hicimos y lo palparemos. Si fuimos diligentes en acumular un tesoro en el cielo, o si lo descuidamos.

También se mostrará la clase de semilla que usamos al sembrar, si fue buena o mala. Y no empleo aquí la palabra "semilla" en el sentido de dinero, sino en el de actos, palabras y pensamientos, así como de la intención que está detrás de cada uno de ellos.

Puede ser que alguno se diga: Si nuestra felicidad futura depende de lo que hagamos ahora, sería bueno que sepamos cuáles son esas obras importantes que debemos realizar para asegurarnos que cosechemos una gran recompensa en el cielo. A ver, hagamos la lista.

Las obras importantes de las que depende nuestra felicidad eterna no son otras sino nuestras acciones cotidianas, ordinarias, comunes, las de todos los días, las menos importantes; las que hacemos, por ejemplo, porque estamos obligados a hacerlas para que nuestro empleador nos pague nuestro sueldo. Más aun, las que hacemos voluntariamente, sin estar obligados, y que nadie –salvo Dios- reconoce y remunera.

En otras palabras, la recompensa de que algún día gocemos depende de cómo desempeñamos nuestras obligaciones ahora, de cómo ejecutamos nuestros más pequeños y hasta más rutinarios actos de cada día, voluntarios o automáticos, conscientes o inconscientes. Los segundos también porque, ellos surgen de un resorte interior del que somos responsables.

Las perfección de nuestras obras no consiste en realizar hechos heroicos, sino en hacer bien todo lo que hacemos, comenzando por aquellas cosas que tenemos que hacer, las que hacemos por obligación, que son las que nos gustan menos llevar a cabo. Pablo dijo en Colosenses: "...Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor." (3:23).

"De corazón". Esto es, con toda nuestra alma, con todo nuestro ser. "Para el Señor". Esto es,  tratando de agradarle.

Obrando de esta manera, nos perfeccionaremos. No se trata de mejorar nuestra "performance", o nuestro rendimiento, como el gimnasta que entrena todos los días tratando de hacer cada  movimiento con la mayor elegancia y soltura posible. O como la bailarina que se esfuerza por dar sus saltos como si fuera más ligera que una pluma, y no le costara ningún esfuerzo, aunque tenga sus músculos templados como el acero.

No se trata de la perfección externa de nuestra conducta, sino de la intención con que actuamos, del fervor con que obramos, del amor que ponemos en todo lo que hacemos. E insisto, en todo lo que hacemos, porque ni aun el más pequeño de nuestros actos se pierde. Sí, el menor de nuestros actos puede convertirse en una acción heroica, valiosísima, según el amor que pongamos en ella.

Por eso es bueno ser conscientes de que todo lo que hacemos para ganarnos la vida forma parte del trabajo de Dios en el mundo, por humilde que sea ese trabajo. Porque todo trabajo honesto contribuye, o debe contribuir, al bienestar del hombre en la tierra.

Si no, pensemos: los que siembran y los que cosechan regando la tierra con el sudor de su frente ¿no contribuyen a alimentar al hombre y a saciar su hambre? Y el que transporta pasajeros ¿no satisface una necesidad humana de trasladarse de un lugar a otro? Y el cartero que gasta las suelas de sus zapatos para llevar la correspondencia ¿no facilita la comunicación entre las personas? ¿Qué trabajo más sucio que el de los que recogen la basura? Pero ¿qué sería de nuestra ciudad sin ellos?

Todo el trabajo útil que realiza la gente, de cualquier naturaleza que sea, forma parte del trabajo que Dios ha ordenado que se haga para que su creación se sustente y se mantenga. Sí, Él ha dispuesto que se haga todo eso, y por eso lo hace la gente, aunque no sepa por cuenta de quién lo hace. No por cierto por cuenta del que les paga, sino por cuenta del que está encima del que los ha contratado, por encima de todos los patrones.

Yo puedo pues decir de todo lo que yo hago, si es bueno: "Dios trabaja a través mío". Y es verdad, si lo que yo hago, por insignificante que sea, satisface alguna necesidad humana, o cumple algún propósito bueno. Si se cumple esa condición, nosotros podemos en verdad decir de todo lo que hagamos: "Dios trabaja a través nuestro", porque forma parte de la obra continua de Dios en el mundo, como dijo Jesús: "Mi Padre hasta ahora trabaja y yo trabajo" (Jn 5:17). Y si eso es cierto, todo lo que hagamos dará gloria a Dios, aunque sea insignificante.

Si obramos y vivimos de esa manera, conscientes de que Dios está en nosotros y actúa a través de nosotros, viviremos constantemente en su presencia, haremos casi automáticamente cada cosa lo mejor que podamos; nuestros actos nos acercarán a Él, nos santificarán, nos perfeccionarán; y, al mismo tiempo, edificarán a otros. ¿Quién no quiere vivir así?  

Nota 1.  También depende en parte de nuestro estado físico, porque cuando estamos debilitados, cansados o enfermos, nuestra atención y nuestra concentración disminuyen e inevitablemente nuestros resortes internos y nuestro dominio propio se relajan, y podemos cometer errores -e incluso ceder a la tentación- por descuido o cansancio. De ahí que el demonio ataque nuestro cuerpo y trate de muchas maneras de debilitarnos para poder tentarnos más fácilmente.

2. Revelan en verdad que somos pecadores, pero deberían también revelar que somos pecadores arrepentidos y redimidos. Jesús dijo que sus discípulos serían reconocidos por el amor mutuo que se tienen. ¿No somos los cristianos diferentes de los mundanos? Si no lo somos habría que preguntarse qué clase de cristianos somos.

NB. Se publica por segunda vez, ligeramente revisado, este artículo que fue escrito en enero de 1999, y publicado por primera vez en agosto de 2005.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, yo te exhorto a arrepentirte de todos tus pecados, y te invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo la siguiente oración:
"Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido consciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y s in merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte."

#890 (19.07.15). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).