viernes, 22 de julio de 2011

EL CÁNTICO DE ANA III

Por José Belaunde M.

Un Comentario del Primer Libro de Samuel 2:3-11

En el artículo anterior, segundo de esta serie, vimos cómo Ana, después de dar a luz a su hijo deseado, dejó de concurrir anualmente con su marido a la fiesta que se celebraba en el santuario de Silo. Pero una vez que lo hubo destetado lo llevó al santuario, junto con generosas ofrendas en animales y harina, y lo puso en manos del sacerdote Elí. Enseguida empezó el famoso cántico de agradecimiento que ha dado su título a estos artículos, y que seguimos analizando a continuación.

3. “No multipliquéis palabras de grandeza y altanería; cesen las palabras arrogantes de vuestra boca; porque el Dios de todo saber es Jehová, y a Él toca el pesar las acciones.”
Las palabras de este versículo están dirigidas a los enemigos de Ana dentro de su familia, a su rival Penina, y a los suyos; pero están dirigidas, además, a todos los arrogantes y jactanciosos en general. Nos hacen pensar en cómo podían ser esas disputas familiares. Ella por ser estéril, había sido la víctima de las puyas y burlas de su rival.
Pero Ana dice: Encima nuestro está Dios que todo lo sabe; todo lo que nosotros decimos, pensamos y sentimos; y que pesa, es decir, juzga las acciones y palabras del hombre, como quien las coloca sobre el platillo de la balanza y estima cuánto valen. A cada cual dará la recompensa que se merece, como quien paga el justiprecio de lo que la balanza ha pesado (Pr 24:12).
Él juzga la calidad de los sentimientos que abrigamos respecto del prójimo, nuestros celos, envidias, o nuestros afectos; y más aun, Él juzga todas nuestras acciones, aun las más insignificantes y escondidas porque nada escapa a su mirada.
Los dos versículos siguientes presentan tres pares de contrastes de la forma cómo Dios obra levantando a los caídos, y humillando a los fuertes. Primero toca a los guerreros:

4. “Los arcos de los fuertes fueron quebrados, y los débiles se ciñeron de poder”.
Los arcos y las flechas eran entonces armas de largo alcance y un símbolo del poder del ejército de los reyes. Los flecheros lucían ufanos los arcos en cuyo manejo ellos eran diestros, pero Dios los rompe y los vuelve inútiles. ¿De qué sirve un arco que no puede ser tensado para disparar una flecha? Es un trozo de madera inútil. Eso hace Dios con los que se jactan de su poderío. (Véase Sal 44:6 y 46:9; 37:14,15). En cambio Él ciñe de fuerza a los débiles y a los caídos, haciendo que triunfen sobre enemigos más poderosos que ellos, porque del Señor es la victoria, y Él se la da a quien quiere.
Luego toca el turno a los que se jactan de su riqueza:

5ª. “Los saciados se alquilaron por pan, y los hambrientos dejaron de tener hambre”.
Aquellos que lo tenían todo, cuyas depósitos estaban llenos de grano y de toda clase de alimento, tuvieron necesidad de buscar trabajo y alquilarse para no pasar hambre, porque todo lo que tenían lo perdieron (Pr 23:5). En cambio los que mendigaban pan hallaron lo suficiente para saciarse y no padecer necesidad. ¡Maravillas que Dios obra frustrando los planes del hombre que no se somete a Él!
Por último, toca a los que se jactan de su prole numerosa -y aquí se refiere Ana a su propia experiencia como mujer:

5b. “Hasta la estéril ha dado a luz siete, y la que tenía muchos hijos languidece.”
A la que era objeto de burla porque era estéril Dios le ha dado el concebir siete hijos. (Nota). Siete, el número perfecto, significa en este caso que Dios ha colmado sus anhelos maternales. Aunque aún no los ha concebido, ella está confiada de que Dios le concederá tener otros hijos además de Samuel (1Sm 2:21). En cambio, la que se jactaba de los muchos hijos que ha tenido, (esto es, Penina) está triste porque ha dejado de concebir.
Los dos versículos siguientes expresan cada uno en paralelismo sinónimo, la forma contrastante cómo Dios obra en los seres humanos.

6. “Jehová mata, y Él da vida; Él hace descender al Seol, y hace subir.”
Dios es quien da la vida a todos los seres que pueblan la tierra y el que la quita cuando quiere pues Él es su autor. Nadie vive y muere sin Él. Alguno quizá se asombre: ¿Cómo puede Ana decir que Dios mata? Jesús lo dijo de otra manera: “No cae ningún pajarillo al suelo sin vuestro Padre” (Mt 10:29). Ningún ser viviente, hombre o animal, muere sin que Dios lo sepa o lo permita. Es Dios quien corta el cordón de plata de que habla Eclesiastés (12:6) y hasta que no lo haga, mantiene al hombre en vida. Pero así como Él mata, Él también restaura la vida, es decir, sana o resucita, porque toda vida procede de Él, incluyendo, para comenzar, la de los recién nacidos a quienes Él da el aliento con que respiran cuando salen de la matriz.
El segundo estico expresa la misma idea en otros términos usando la palabra Sheol, con que los hebreos designaban la morada de los muertos.

7. “Jehová empobrece y Él enriquece; abate, y enaltece.”
Es Dios quien hace prosperar al hombre o le hace languidecer, porque todo procede de su mano. Eso no quiere decir que el hombre no prospere y se enriquezca como fruto de su propio esfuerzo, pero la diligencia de nadie fructifica si Dios no bendice su empeño, así como también Él hace que los ricos pierdan su dinero cuando menos lo piensan, o que los que ocupan altas posiciones en el gobierno, o en la sociedad, las pierdan; y, a su vez, que los que no las tenían y vivían en la oscuridad, sean encumbrados.
Estos dos últimos versículos expresan de una manera muy clara y elocuente la soberanía de Dios sobre el mundo y la sociedad humana que Él ha creado. Nada ocurre sin que Él lo ordene o lo permita. Nosotros podemos pues decir que todo se lo debemos a Dios y, por el mismo motivo, que todo lo que deseamos lo podemos obtener de Él, si a Él le place concedérnoslo. Ése es el motivo por el cual oramos y hacemos rogativas y peticiones, porque la oración mueve su mano. Y si demora en concedernos lo que le pedimos es porque Él desea ser rogado, ya que de esa forma aumenta nuestra dependencia de Él, y en el proceso crecemos espiritualmente. Si Él nos concediera sin demora lo que le pedimos, nos volveríamos caprichosos como niños engreídos, y acumularíamos nuestros pedidos a Dios por cosas que no nos convienen. Haciéndose rogar Él hace que los hombres aprecien los dones de Dios en su justo valor y que nos esforcemos por recibirlos, aunque Él todo lo da gratuitamente.

8ª. “Él levanta del polvo al pobre, y del muladar exalta al menesteroso, para hacerle sentarse con príncipes y heredar un sitio de honor.” (Este versículo es casi una cita literal del Salmo 113:7,8).
Ana afirma que Dios puede cambiar radicalmente la condición de una persona, la más pobre que hubiere y en la mayor situación de miseria, encumbrándola a la posición más alta y más honrosa. Él puede hacerlo porque si Él creó al mundo e hizo todo lo existente dándole la forma que deseaba, bien puede con igual facilidad cambiar la situación de una persona menesterosa para darle el lugar de mayor honor, porque el destino de los hombres está en su mano (ver Dn 4:17; Lc 1:52). La figura del menesteroso en el muladar nos hace recordar el caso de Job que, después de haber sido muy rico, se encontraba en una posición miserable, siendo su paciencia probada por Dios, hasta que pasada la prueba tuvo a bien levantarlo.

8b. “Porque de Jehová son las columnas de la tierra, y Él afirmó sobre ellas el mundo.”
Según la cosmología hebrea la tierra era una superficie plana asentada sobre columnas, y estaba rodeada del mar, como una casa en medio del lago sostenida por pilares (Jb 9:6; Sal 75:3).
Pero si Dios es el autor del mundo y quien lo guarda y sostiene en un sentido material, y el que da vida a todos los seres que lo pueblan, Él lo hace también en un sentido societario y político, aunque sea menos evidente, pues todas las autoridades de la tierra dependen de Él (Rm 13:1,2). Él quita y pone gobernantes y reyes en la tierra, así como suscita a las autoridades espirituales y profetas que han influido en la evolución y desarrollo de los pueblos. (Dn 2:21)
Por último Él es quien ha dado curiosidad al hombre para descifrar los misterios y desentrañar los secretos de la naturaleza, a fin de que, mediante el desarrollo de la ciencia y de la tecnología, pueda sojuzgar la tierra, según le ordenó a Adán (Gn 1:28). Él es pues en realidad el Creador, por intermedio del hombre, de todas la maravillas del mundo moderno con las asombrosos inventos que lo pueblan, y todos los recursos tecnológicos que facilitan la vida y permiten la intercomunicación entre las personas a través de distancias que antes eran infranqueables.

9. “Él guarda los pies de sus santos, mas los impíos perecen en tinieblas; porque nadie será fuerte por su propia fuerza.”
Los guarda en un sentido figurado, de tropezar o de caer en una trampa. En otras palabras, cuida la vida de sus fieles, como sabemos que hace con todos aquellos que, no obstante sus fallas, tratan de vivir de acuerdo a su voluntad guardando su palabra (Sal 91:11). Es una manera de decir: Dios defiende a los que en Él confían. Él cuida su camino y bendice sus entradas y sus salidas.
Pero ¿qué hay de aquellos que algún día se arrepentirán? ¿No lo sabe acaso Dios? Sí, por cierto, Él cuida la vida de aquellos a quienes Él ha elegido aunque no lo sepan, para que algún día sean suyos, y sean contados entre los santos.
En realidad, Dios está constantemente llamando al arrepentimiento a los hombres y mujeres que andan descarriados y alejados de Él, cometiendo torpezas. No sabemos por qué unos responden pronto y otros tarde, ni sabemos por qué algunos permanecen impenitentes hasta la muerte.
Pero ¡ay de los que no responden! ¡Ay de los que se niegan a escuchar la voz de Dios, pese a los muchos que intercedieron por ellos, porque nadie será fuerte contra la calamidad en sus propias fuerzas!
Quizá la calamidad les venga para doblegar su dura cerviz y que inclinen su cabeza ante el Señor. Pero si no lo hicieran, si desafiaran a Dios negando su existencia; o pecando y siendo ocasión de tropiezo para otros, pese al éxito en el mundo que obtengan, ¡cuán triste será su final! Ningún placer gozado en esta vida compensará por los sufrimientos que se padezca en la otra. “¿De qué sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿Valdrá la pena gozar en la tierra de todas las satisfacciones que uno pueda desear y que el mundo ofrece, si ha de pasar la eternidad lejos de Dios, en el infierno? Si los hombres supieran lo que eso significa, no se arriesgarían a pasar ni un segundo de sus vidas en él.
Ana agrega aquí una frase que contiene una verdad muchas veces repetida en la vida cristiana -y que se halla formulada en Flp 4:13 en otros términos: “Nadie será fuerte por su propia fuerza”. Pablo lo dijo así: “Todo lo puedo en Aquel que me fortalece”. Todo lo que el hombre quiera hacer lo logra por las fuerzas y la inteligencia que Dios le presta, aunque él ignore la fuente. El ser humano se cree mucho y se ensoberbece cuando la suerte (esto es, las circunstancias que Dios permite, o que el diablo agencia) le favorecen. En su vana esperanza imagina de que el éxito le sonreirá sin falla siempre, pero ignora que todo lo que tiene y llama suyo le es prestado, y que tiene un término fijado de antemano por Dios. Y que, llegado ese día, tendrá que dar cuenta de todo lo que hizo y del uso que dio a los dones de diversa naturaleza que Dios puso en sus manos.
¡Oh mortal! Si llegas al final de tu vida sin Dios, todo lo perdiste. Pero si cuando llegue ese día estás con Él, para ti el morir será ganancia. (Flp 1:21)

10ª. “Delante de Jehová serán quebrantados sus adversarios, y sobre ellos tronará desde los cielos”
No hay nadie que puede oponerse al poder de Dios. Por eso Ana proclama que sus enemigos –esto es, los que le contradicen y predican lo contrario a su ley- serán quebrantados en su presencia. ¿Quiénes son los adversarios de Dios? En primer lugar, los que conociendo su voluntad se niegan a cumplirla, y enseñan a otros a hacer lo mismo, difundiendo doctrinas contrarias a la suya. En tiempos de Israel esos eran los adoradores de dioses ajenos, cuyos cultos idólatras corrompían las costumbres, porque estaban acompañados de orgías y de prostitución sagrada. Pero también eran enemigos de Dios los enemigos del pueblo escogido, aunque Dios a veces los usara para disciplinar a Israel. En fin, eran enemigos de Dios todos los que violaban su ley en sus vidas privadas, y muy en particular, los que abusaban de su prójimo y lo oprimían (Is 58:3-6); los que olvidaban que Dios había ordenado amar al prójimo con el mismo amor con que uno se ama a sí mismo.
En nuestro tiempo son enemigos de Dios los que obran de una manera contraria a la caridad cristiana. Pero también los que con argumentos falaces niegan la existencia de Dios, y peor aún, los que usando los medios que la tecnología moderna pone a su alcance (radio, TV, Internet), corrompen la moral de la gente y, en especial, de los jóvenes.
Si bien Dios tiene paciencia, todos ellos en su momento, -y ése será un momento particular para cada uno- serán quebrantados por el poder de Dios; algunos públicamente –aunque pocos reconozcan la mano de Dios cuando interviene- otros, de forma privada. De una u otra forma, Dios llamará a cuentas a todos los que se le opusieron y arrastraron a otros por el mismo camino de perdición que ellos siguieron. Por eso Ana añade:

10b. “Jehová juzgará los confines de la tierra”
Él es juez del mundo entero. Ante Su tribunal comparecerán todos, cristianos y paganos, agnósticos y ateos, buenos y malos. Todos comparecerán ante el tribunal de Dios para recibir la sentencia que sus hechos merecen (Rm 14:10; 2Cor 5:10). Algunos alcanzarán misericordia; otros, los endurecidos, serán objeto de su justa ira. “¡Tremenda cosa es caer en manos del Dios viviente!” (Hb 10:31)

10c. “Dará poder a su Rey, y exaltará el poderío de su Ungido”
Las últimas palabras de Ana –puesto que todavía no había rey en Israel- constituyen una profecía doble: una inmediata acerca del rey David, al que su hijo Samuel en un día no lejano ungiría; otra futura sobre el descendiente de David que sería el Mesías, que vendría a salvar a su pueblo y al mundo entero del pecado.

11. “Y Elcana se volvió a su casa en Ramá; y el niño ministraba a Jehová delante del sacerdote Elí.”
Terminado su cántico, que Elcana debe haber escuchado asombrado, él se llevó a los suyos de regreso a su casa, dejando al niño con el sacerdote Elí. Hemos de pensar, como ya se ha dicho, que esa entrega se produjo no a la tierna edad en que el niño fue destetado del seno materno, en que cuidarlo hubiera sido una carga para Elí, sino a la edad en que el niño no tendría necesidad del cuidado constante de su madre –quizá a los 5 ó 6 años- y estaba ya en condiciones de poder ministrar al Señor, según las posibilidades infantiles, cantando o tocando algún instrumento, o ayudando en el altar. No obstante, cualquiera que fuera su edad ¿podemos imaginar cuánto debe haber llorado el niño cuando su madre se separó de él dejándolo en manos de Elí, y cuánto debe haber partido el alma de Ana su llanto?
El futuro profeta y juez de Israel creció desde temprana edad en el santuario de Dios, participando en las ceremonias sagradas y en los solemnes sacrificios, llenando su mente y su imaginación de la grandeza del poder de Dios, y de la reverencia debida a su Nombre. Él recibió en el consejo de Dios la mejor preparación posible para el papel que posteriormente iba a desempeñar en la historia del pueblo elegido.
Ana es un tipo de María, la madre de Jesús porque, aunque haya algunas diferencias entre ellas, hay entre ambas significativas semejanzas. Ana concibe un hijo por una intervención milagrosa de Dios que la libra de la esterilidad; María, que no era estéril, concibe milagrosamente a un hijo sin intervención de varón (Lc 1:26-35).
Ana da a luz a un hijo que cumplirá un papel fundamental en la historia de Israel, pues por él las doce tribus se unifican en un estado y alcanzan gran poder al tener a su cabeza a un rey. María da a luz al Ungido, al Mesías, Salvador de la humanidad entera que cambió el rumbo de la historia humana.
Ana pronunció una profecía que tendría un doble cumplimiento. Uno próximo: la unción de un rey para Israel, que se cumplió por la acción de su hijo al ungir primero a Saúl, y luego a David. En efecto, tal como anunció ella, Dios exaltó el poder de ese ungido, el rey David, que fundó la grandeza de Israel.
Pero su profecía apunta al Rey futuro del mismo linaje real, que será el verdadero Ungido, el Mesías enviado por Dios para redimir al mundo del pecado, profecía que se cumplió a través del Hijo que María concibió por obra del Espíritu Santo. Ana es pues, en muchos sentidos, una noble figura de María, así como Samuel lo es de Jesús.

Nota: El salmo 127:4,5 compara a los hijos con las flechas que tiene el hombre en su aljaba.
NB. En la próxima entrega, estudiaremos el Cántico de María, llamado también “Magnificat”, que tiene mucho en común con el de Ana.

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martes, 19 de julio de 2011

EL CÁNTICO DE ANA II

Por José Belaunde M.


Un Comentario del Primer Libro de Samuel 1:20-2:2

En el artículo anterior hemos narrado el comienzo de la historia de Samuel, nacido en el seno de una familia israelita piadosa en la que el marido tenía dos esposas, una fértil y otra estéril. Ana, como se llamaba la segunda, estando en el santuario de Silo donde la familia había ido a adorar al Señor, hace un voto prometiendo a Dios que si Él le concede la dicha de tener un hijo, ella se lo consagrará para que le sirva todos los días de su vida. El sacerdote Elí, que le escuchaba, le asegura que Dios le concederá su petición.

20. “Aconteció que al cumplirse el tiempo, después de haber concebido Ana, dio a luz un hijo, y le puso por nombre Samuel, diciendo: Por cuanto lo pedí a Jehová.”
La frase “al cumplirse el tiempo…” me recuerda otra que escribe Pablo en Gálatas: “cuando hubo llegado el cumplimiento del tiempo…” (Gal 4:4). Así como al cumplirse nueve meses de embarazo Ana dio a luz un hijo, de manera semejante cuando llegó a su fin el período, digamos de incubación de los propósitos de Dios para su pueblo y el mundo, Él envió a Su Hijo a la tierra para redimirnos.

Los proyectos que Dios madura en su eterno consejo tienen una etapa oculta de preparación en la que se van cumpliendo las condiciones que Dios requiere. En el seno de Dios lo que Él se ha propuesto hacer adquiere, en el curso del tiempo humano, la forma adecuada para su aparición visible, así como en el seno de la madre el cuerpo de su hijo va siendo modelado por las fuerzas que Dios ha puesto en la naturaleza, y a las que podemos propiamente llamar “las manos de Dios”. (Jb 10:8ª; Sal 139:13).

Ana, sin duda con el consentimiento de su marido, le puso al niño el nombre de Samuel, (que quiere decir “Dios ha oído”), como memorial de que Dios había escuchado su ruego. El futuro profeta había sido pedido a Dios con lágrimas y ruegos, y Dios respondió a ese pedido dándole a Ana un hijo que no sólo satisfaría el deseo de su alma, sino que, además, desempeñaría un papel vital en la historia de su pueblo.

¡Oh, pidámosle con fe a Dios cosas grandes, porque Él responderá superando nuestras expectativas, como dice Pablo: “más allá de lo que podemos pensar”! (Ef 3:20). Dios no sólo colma nuestras expectativas, sino que las supera ampliamente.

Cuando Ana le pidió a Dios que la librara de la maldición de la esterilidad, ¿imaginaría ella qué clase de hijo Dios le daría para satisfacer su anhelo? Así como las grandes obras son el fruto de mucho esfuerzo y tienen un gran costo, de igual manera los hijos que dejan huella suelen ser el fruto de muchas oraciones y lágrimas.

21-23. “Después subió el varón Elcana con toda su familia, para ofrecer a Jehová el sacrificio acostumbrado y su voto. Pero Ana no subió, sino dijo a su marido: Yo no subiré hasta que el niño sea destetado, para que lo lleve y sea presentado delante de Jehová, y se quede allá para siempre. Y Elcana su marido le respondió: Haz lo que bien te parezca; quédate hasta que lo destetes; solamente que cumpla Jehová su palabra. Y se quedó la mujer, y crió a su hijo hasta que lo destetó.”
Como solían hacer los israelitas cada año, Elcana “subió” a Silo con toda su familia (subió porque esa ciudad se hallaba en las montañas) a ofrecer el sacrificio acostumbrado y su voto. El culto era entonces, -y lo fue durante mucho tiempo- un asunto familiar en el que participaban todos sus miembros, unos claro está, con mayor fervor que otros; pero la peregrinación los mantenía unidos. Los esposos, las familias, los amigos, los grupos que oran y adoran a Dios juntos se mantienen unidos. La oración compartida crea un lazo de unión y da cohesión a los grupos.

No se sabe de qué fiesta se trataba, puesto que está descartado que fuera la Pascua. Es posible que fuera la fiesta de las cosechas (Shavuot), aunque no es seguro. En cuanto al voto de Elcana que ahí se menciona, lo más probable es que se trate de una petición especial en forma de voto, que él tenía por costumbre hacer cada vez que iba al santuario, y que debía cumplir una vez satisfecho su pedido.

Ana no quiere volver a Silo hasta que pueda cumplir con su promesa de consagrar su hijo al servicio de Dios. Para ello debe esperar que el niño alcance la edad necesaria para que pueda privarlo de su cuidado. Por eso dice: “hasta que sea destetado”, lo cual ocurría, alrededor de los tres años, según 2Mac 7:27 . Ella se ocupaba personalmente de su hijo pequeño, no quería confiárselo a nadie. ¡Cuánto fortalece al hombre haber gozado de pequeño del cuidado personal y del cariño de su madre! ¡Ay de los hijos que fueron confiados a empleadas! Muchas debilidades de carácter e inseguridades tienen ese origen. Aunque es cierto que a veces hay nodrizas que cuidan a los pequeños con más cariño con que lo harían sus madres egoístas y frívolas.

Su marido consiente. Elcana amaba a Ana no sólo porque ella era una mujer bella, sino también porque era una mujer de sentimientos profundos, y por eso al amor añadía el respeto. Hay veces en que la belleza del rostro refleja la belleza del alma. ¿Habrá tales mujeres en nuestro tiempo? Ésa es la clase de esposas que debemos desear para nuestros hijos. Ésa es la clase de mujeres, como la de Proverbios 31, que hacen la felicidad de sus familias y que todos aprecian. La diferencia entre Penina y Ana radicaba en la calidad de sus sentimientos: ordinarios los de una, refinados los de la otra.

¿Qué quiere decir la frase de Elcana: “solamente que Jehová cumpla su palabra”? Aunque el texto no lo consigna, pues esas omisiones son frecuentes en la Biblia, es posible que los esposos hubieran recibido una palabra de confirmación de parte de Dios respecto del niño que le habían consagrado. Si ése fuera el caso, Elcana expresa su esperanza de que esa palabra se cumpla.

24. “Después que lo hubo destetado, lo llevó consigo, con tres becerros, un efa de harina, y una vasija de vino, y lo trajo a la casa de Jehová en Silo; y el niño era pequeño.”
¿Qué quiere decir que el niño había sido destetado? Que ya podía comer de todo (dentro de ciertos límites), no sólo la lecha materna, y que ya no dependía completamente de su madre. Es la etapa a partir de los tres años en que la criatura empieza a independizarse del regazo materno. Sin embargo, es poco probable que Ana entregara a su hijo al templo a esa edad tan temprana, pues no estaba todavía en condiciones de prestar servicio alguno (como se ve que hace en 1Sm 2:11,18), sino más bien demandaba todavía cuidados y hubiera sido una carga para Elí. Debe haberlo llevado más tarde, quizá a los cinco años, cuando ya había sido “destetado” no sólo del pecho, sino también “de las rodillas y del cuidado materno” (como dice M. Poole).

Llegado el momento en que Ana podía cumplir su voto de consagrarlo al Señor ella tomó consigo tres becerros y sendas cantidades de harina y de vino para írselas a ofrecer a Dios en Silo llevando al niño. ¿Podemos imaginar a la comitiva familiar, acompañada por parientes y domésticos, conducidos por Elcana, arriando las bestias por los caminos? (Nota 1).

El texto dice que ella tomó los animales y lo demás de la ofrenda, pero no menciona al marido. Fue su iniciativa y una acción suya que, claro está, contaba con la aprobación de su marido, pues por la frase en 2:11: “Y Elcana se volvió a su casa en Ramá…”, sabemos que él la acompañó. No hubiera podido consagrar a su hijo si su marido no estaba de acuerdo (Nm 30:6-8).

25-28. “Y matando el becerro, trajeron el niño a Elí. Y ella dijo: ¡Oh, señor mío! Vive tu alma, señor mío, yo soy aquella mujer que estuvo aquí junto a ti orando a Jehová. Por este niño oraba, y Jehová me dio lo que le pedí. Yo, pues, lo dedico también a Jehová; todos los días que viva, será de Jehová. Y adoró allí a Jehová.”
Lo primero que hicieron al llegar a Silo fue matar un becerro y llevar las piezas diversas de la carne sacrificada al sacerdote Elí, una parte como una ofrenda para él, otra para comerlo todos juntos, al mismo tiempo que le entregaban al niño.

“Y ella dijo”. Notemos no fue su marido sino ella, su madre, la que entregó al niño, porque fue ella la que se lo ofreció al Señor.

Ana le recuerda a Elí la escena, que quizá él había olvidado, en la que ella estuvo orando y llorando junto a él, cuando él la reprendió pensando que estaba ebria. “¿Te acuerdas Elí lo duramente que me trataste tildándome de borracha? Yo clamaba al Señor que me diera un hijo, pues era estéril, y tú pensaste mal de mí, como suelen hacer los hombres tan fácilmente de las mujeres. Pero cuando escuchaste mi defensa y mi explicación, me bendijiste augurando que el Señor me concedería lo que le pedía. Y he aquí al niño que Dios me dio en respuesta a mi oración bendecida por ti. Conforme a la promesa que yo hice entonces, yo se lo dedico hoy al Señor para que le sirva todos los días de su vida. Él me lo dio, de Él es.” Y se postró en adoración delante del Señor.

¿Sería consciente Ana de la trascendencia de lo que estaba haciendo? ¿Y de cómo usaría Dios más tarde a ese niño que ella le estaba ofreciendo? Samuel es un personaje clave en un momento histórico crucial del desarrollo del pueblo elegido.

¡Ah, si todas las madres consagraran a Dios todos los hijos que Dios les diera! ¡Cómo podría usarlos Dios para la extensión de su reino y para su gloria! Ellas los concibieron y dieron a luz, pero son de Él. Si eso hicieran estarían sólo reconociendo que de Dios vienen todos nuestros bienes, y estarían devolviéndole, como es justo, lo que Él les habría dado. ¡Pero cómo serían ellas bendecidas junto con sus familias! No sólo ellas, sino también su entorno, su barrio, su ciudad, su nación, porque la mano de Dios reposaría de una manera especial sobre esos hijos, bendiciendo y prosperando –como ocurrió con José en Egipto- todo lo que hicieran.

2:1a “Y Ana oró y dijo: Mi corazón se regocija en Jehová, mi poder se exalta en Jehová”
Ana, bajo el poder del Espíritu Santo, entona un cántico de carácter profético y mesiánico expresando la alegría que ella siente de poder estar delante del altar de su Dios, que se había apiadado de ella concediéndole el deseo intenso que albergaba su corazón. Ella se regocija en su poder como mujer (es decir, en su fecundidad) porque el Señor le ha dado la gracia de concebir un hijo y de ser madre, a ella que era antes estéril y era, por tanto, despreciada por su rival.
(2)

1b. “Mi boca se ensanchó sobre mis enemigos”.
Su boca se llena de palabras de alabanza y agradecimiento a Dios. ¿Quiénes eran los enemigos a los que Ana alude? Sin duda, Penina, la otra esposa de Elcana, y posiblemente también sus hijos y parientes que hacían causa común con ella burlándose de la esterilidad de Ana.

Aquí podemos ver una vez más los inconvenientes que ocasionaba la poligamia, propia de paganos, que Dios permitía en Israel a causa de la dureza de sus corazones: rivalidades entre las mujeres y entre los hijos de ellas –como vemos en otros episodios del Antiguo Testamento, tales como en las familias de Abraham, Isaac y Jacob.

1c. “Por cuanto me alegré en tu salvación.”
De la situación de mujer despreciada –aunque amada por su marido- la salvó Dios al darle un primer hijo, al cual después siguieron varios más (Véase 2Sm 2:21). La palabra “salvación” tiene en el Antiguo Testamento el sentido de liberación de cualquier situación enojosa, desagradable, o contraria por la que uno esté atravesando, tal como lo tiene actualmente también en el habla cotidiana.

2. “No hay santo como el Señor; porque no hay ninguno fuera de ti, y no hay refugio como el Dios nuestro.”
Dios dice en Levítico: “Sed santos, porque yo soy santo” (Lv 19:2). Ana se hace eco de ese mandato al cantar: “No hay nadie que sea tan santo como Dios, nadie que lo sea tan perfecta y constantemente como Él. Tú eres santo, Señor, es decir, fiel, misericordioso y bueno en todas tus acciones y tratos con el hombre, y ningún ser se compara contigo, ni podría haber ningún ser humano en la tierra que pudiera ser santo sin tu influencia y tu gracia”.

La palabra hebrea que Reina Valera traduce como refugio quiere decir “roca”, como cuando se dice “Tú eres la roca de mi salvación” (Sal 89:26). Es decir, la roca alta, fuerte e inaccesible en la que el guerrero se refugia cuando lo persiguen sus enemigos. En ese sentido se emplea esa palabra numerosas veces en el Antiguo Testamento (2Sm 22:2,3,47; Sal 18:2; 95:1).

La palabra “roca” expresa además la noción de solidez, de estabilidad, de confiabilidad. Jesús elogia al que construye su casa sobre la roca de sus enseñanzas porque no será conmovido por las tempestades que puedan sobrevenirle (Mt 7:24,25). Pablo dice que Jesús era la roca espiritual que seguía a los israelitas en el desierto y de la que todos bebían (1Cor 10:4; cf Ex 17:6; Nm 20:11).

Ana canta que aunque los pueblos paganos tengan cada uno su propio dios, ninguno de esos pretendidos dioses se compara con el Dios de Israel en santidad y poder. En verdad, no hay ningún Dios fuera del Dios verdadero. Él es el único Dios que hay. (Continuará).

Notas: 1. Tratándose de una cultura agraria y ganadera, Elcana y su mujer llevan al santuario como ofrenda los bienes en los que su fortuna consistía, pero Ana lleva más de lo que la ley requería en el caso de cumplimiento de votos (Nm 15:8-10). Nótese que en ese tiempo era rico el hombre que tenía mucho ganado, como sabemos por el caso de Abraham.
2. El original hebreo dice: “Mi cuerno se exalta…” El cuerno (kerén) es símbolo de poder y fuerza (Dt 33:17). Cuando los israelitas alcanzaban victoria tocaban el shofar, un cuerno hueco de venado que usaban como trompeta, y cuyo sonido agudo era anuncio de triunfo o de peligro inminente, o clarinada para convocar a sus guerreros. De otro lado, es sabido que las mujeres solían llevar como adorno sobre la cabeza un pequeño cuerno de plata o estaño, que ponían en posición vertical cuando tenían un hijo, y es posible que Ana se refiera a esta costumbre.

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viernes, 8 de julio de 2011

EL CÁNTICO DE ANA I

Por José Belaunde M.

Introducción
Los dos libros de Samuel que figuran en nuestras biblias formaban originalmente en los manuscritos hebreos un solo libro. La división en dos libros se hizo en la traducción al griego del Antiguo Testamento, llamada “Septuaginta”, unos 200 años antes de Cristo, y fue adoptada por la Vulgata latina. (Nota 1)
El título de “Libro de Samuel” es muy apropiado, no sólo porque contiene la historia del propio profeta desde su nacimiento hasta su muerte sino porque indica que el espíritu del Señor que habitaba en Samuel formó el alma del reino de Israel cuya fundación se hizo bajo su conducción.
Tal como están divididos ahora, el primer libro contiene la historia del pueblo israelita desde el final de la época de los jueces -que concluye con el último de ellos, Samuel- hasta el final del reinado de David, que fue ungido por Samuel, tal como lo había sido antes Saúl. Abarca unos 125 años, desde el año 1050 AC hasta el año 931 AC, aproximadamente.
En la época de los jueces (de 1220 AC a 1050 AC) el pueblo de Israel vivía en una forma desorganizada. El santuario de Silo (2), donde Josué había levantado el tabernáculo de reunión, y depositado el arca de la alianza (Jos 18:1), había sido profanado por la conducta indigna de los dos hijos del anciano sacerdote Elí, y por la idolatría reinante. Ahí, en ese lugar corrompido, puso Dios al niño Samuel para renovar su reino en la tierra cuyo testigo era el pueblo de Israel.
En Silo se celebraba una fiesta anual, a la cual acudía todo el pueblo. El arca permaneció en Silo hasta que fue capturada por los filisteos (1Sm 4), pero cuando fue recuperada ya no fue devuelta a Silo, ciudad que fue destruida durante esa guerra, sino fue depositada en Quiriat-Jeraim (1Sm 6:21, 7:1).
Es de notar que en el libro de Samuel aparece por primera vez el nombre divino de “YWHW Sabaot”, -abreviación de “YWHW (Elohé) Sabaot”- es decir, “Jehová (Dios) de los ejércitos”, que no figura en el Pentateuco ni en los libros de Josué y de Jueces.
Como dice F. Delitzsch –en quien me apoyo para escribir esta introducción- “cuando Israel recibió un representante visible del Dios y Rey invisible en la persona del monarca humano, el Dios de Israel se convierte en el Dios de los ejércitos celestiales. (1ª Sm 1:3,11, etc.).
Con el establecimiento de la monarquía el pueblo de Israel llegó a ser por un breve tiempo una potencia mundial, que alcanzó su máximo poderío durante el reinado de Salomón, al cual estuvieron sujetos varios pueblos y reinos vecinos. El libro de Samuel –profeta y juez- narra el comienzo de una nueva época en la relación de Dios con su pueblo, y la elevación del reino visible de Dios a un poder delante del cual sus enemigos debían inclinarse.
El libro debe haber sido escrito después de la división del reino de Israel bajo el hijo de Salomón, pero no mucho después. Tal como ha llegado a nosotros es obra de varios autores sucesivos, entre los cuales, según 1Cro 29:29, se contarían los profetas Natán y Gad. Debe suponerse también la intervención de un editor, guiado por el Espíritu Santo, que escogió los episodios que figuran en él y descartó otros.

Comentario al Primer Libro de Samuel, Cap. 1, vers del 1 al 19

La historia del nacimiento de Samuel y el Cántico de Ana, que figuran al comienzo del primer libro de Samuel, son episodios tan sencillos como conmovedores, y están llenos de enseñanzas.

1. “Hubo un varón de Ramataim de Zofim, del monte Efraín, que se llamaba Elcana, nijo de Jeroham, hijo de Eliúl, hijo de Tohu, hijo de Zuf, efrateo.”
El primer versículo introduce a un personaje que es central en el comienzo del relato. Nos lo presenta informándonos primero de dónde era, de qué localidad de Israel, y luego nos dice cuál era su nombre, Elcana, y nos presenta su genealogía hasta la cuarta generación. En esa época, como en todas las sociedades patriarcales, en que la memoria de las tradiciones jugaba un papel muy importante, mencionar a los antepasados de una persona era una forma de identificarlo.

Lo hace también para asegurarnos que él era un israelita de vieja y distinguida estirpe levita, que vivía en los montes de Efraín (Samaria), pero que el más antiguo de sus antepasados nombrados era de Belén (Efrata). La mención de esta localidad establece la conexión de esta conmovedora historia con el nacimiento de Jesús.

2. “Y tenía él dos mujeres; el nombre de una era Ana, y el de la otra, Penina. Y Penina tenía hijos, mas Ana no los tenía.” (3)
Según las costumbres reinantes entonces, que toleraban la poligamia, él tenía dos mujeres, circunstancia que, como veremos enseguida, era causa de fricciones en su hogar (4). Una de sus mujeres era estéril; la otra, en cambio, le había dado varios hijos.

3. “Y todos los años aquel varón subía de su ciudad para adorar y para ofrecer sacrificios a Jehová de los ejércitos en Silo, donde estaban dos hijos de Elí, Ofni y Finees, sacerdotes de Jehová.”
Según la costumbre ya secular Elcana iba todos los años a Silo, donde estaba entonces el templo en que se guardaba el arca de la alianza, o pacto, para adorar al Señor y ofrecer sacrificios (Dt 12:5,6,7,11,12).

Ahí vivía Elí, el viejo sacerdote, con sus dos hijos que oficiaban en el santuario, y de quienes el texto, más adelante, no tiene nada bueno que contar.

4. “Y cuando llegaba el día en que Elcana ofrecía sacrificio, daba a Penina su mujer, a todos sus hijos y a todas sus hijas, a cada uno su parte.”
Notemos que la práctica de ofrecer animales en sacrificio significaba que una vez ofrecido éste, se celebraba un banquete en que se comía la carne sacrificada, se bebía y todos se alegraban. Adorar al Señor incluía pues, regocijarse en su presencia comiendo y bebiendo, algo que a nosotros hoy nos parecería extraño.

5-8. “Pero a Ana daba una parte escogida; porque amaba a Ana, aunque Jehová no le había concedido tener hijos. Y su rival la irritaba, enojándola y entristeciéndola, porque Jehová no le había concedido tener hijos. Así hacía cada año; cuando subía a la casa de Jehová, la irritaba así; por lo cual Ana lloraba, y no comía. Y Elcana su marido, le dijo: Ana, ¿por qué lloras? ¿por qué no comes? ¿y por qué está afligido tu corazón? ¿No te soy yo mejor que diez hijos? ”
El texto nos revela la preferencia que tenía Elcana por Ana, la mujer que no le había dado hijos, en contraste con la otra. Pero esa preferencia del marido por una de sus mujeres daba lugar a que la “aborrecida”, es decir, la menos amada, se vengara de su rival echándole en cara su esterilidad. Notemos que mientras Penina irritaba deliberadamente a Ana, ésta no le respondía en el mismo tono, y sólo lloraba, mostrando una disposición de carácter más benigno. Quizá por ese motivo la prefería su esposo (5).

En esta situación hay un eco de la vida familiar de Jacob, casado con Lía, que le había dado hijos e hijas (Gn 30:1-24), pero que amaba a Raquel, que fue estéril hasta que concibió a José.

Hoy en día muchas mujeres evitan tener hijos como la peste, y muchas mueren sin haberlos tenido, pero en la antigüedad la gloria de la mujer eran sus hijos. La fertilidad era una bendición de Dios, mientras que la esterilidad era considerada como una maldición y una vergüenza.

La subida anual a Silo, que debía ser para Ana una ocasión de regocijo, era para ella un motivo de aflicción porque iba sin estar acompañada de hijos, como las demás mujeres del clan, razón por la que ella no participaba de la alegría común, y más bien lloraba.

En esta ocasión Elcana, enamorado, le recriminó que no se alegrara y no comiera, haciéndole un reproche de marido herido: “¿No te soy yo mejor que diez hijos?” (6).
Aunque para Ana el amor de su marido no suplía la carencia de un hijo, pues a pesar de saberse amada lloraba y sufría, ella comprendió de inmediato que no participar de los festejos, era no valorar el gran amor que su marido tenía por ella, y que lo heriría si no se sentaba a la mesa con los demás. La masculinidad, el orgullo viril, de Elcana estaban en juego: ¿No valgo yo para ti más que todos los hijos que Dios te diera?

Este reproche velado de Elcana pone el dedo en la llaga de una dicotomía en el amor de los esposos. ¿Qué vale más para la mujer, su marido o sus hijos? En la respuesta (y en los múltiples matices en que pueda darse) con frecuencia reside la clave de su felicidad, o del enfriamiento de sus relaciones. ¿Pero debe haber acaso conflicto entre ambos sentimientos? Al contrario, el cariño por los hijos que tuvieron juntos debería reforzar el amor que siente la esposa por su marido, y el amor de él por ella.

9-11. “Y se levantó Ana después que hubo comido y bebido en Silo; y mientras el sacerdote Elí estaba sentado en una silla junto a un pilar del templo de Jehová, ella con amargura de alma oró a Jehová, y lloró abundantemente. E hizo voto, diciendo: Jehová de los ejércitos, si te dignares mirar a la aflicción de tu sierva, y te acordares de mí, y no te olvidares de tu sierva, sino que dieres a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová todos los días de su vida, y no pasará navaja sobre su cabeza.”
Después de haber participado lo mejor que pudo con los demás en la alegría del banquete, Ana se levantó sola de la mesa y se fue al templo del Señor a orar. Podemos concebir el contraste entre el jolgorio del banquete, en el que ella tuvo que participar, y la desolación que en su interior sentía. En el templo derramó ella con muchas lágrimas toda la amargura que tenía en su alma por la desdicha de no poder concebir un hijo, y de llevar el estigma de ser una mujer estéril. Dice el texto que “lloró abundantemente”.

Con las lágrimas se descarga el corazón y se alivia la pena. ¡Ay de los que no saben llorar, y de los que reprimen sus lágrimas! Guardan en el pecho toda su amargura, todo su dolor, y esos sentimientos ahí encerrados les corroen el corazón y les roban su vitalidad.

Mientras oraba Ana expresó su petición en la forma de un voto a Dios: “Si te inclinas a mirar mi aflicción y tienes compasión de mi desdicha dándome un hijo varón (¿por qué valía para ella más un hijo varón que una mujercita?) yo te lo consagraré toda su vida de modo que la navaja nunca corte su cabello”.

Ella le dedica a Dios su hijo perpetuamente antes de que nazca. ¿Cómo podía ella hacer eso sin el consentimiento de la criatura? Al hacerlo, si Dios le concedía que concibiera, Él pondría en el corazón de ese hijo el sentimiento y la voluntad de la consagración hecha en su nombre. Lo que las madres desean para sus hijos mientras lo llevan en el seno, o aun antes de concebirlos, influye enormemente en sus sentimientos y su destino. Ellas tienen ese poder.

Mujer que esperas un hijo, ¿qué desearías tú que fuera él algún día? Convierte tu deseo en una oración constante y ferviente, y verás cómo tu deseo se convierte en realidad.

En Números 6 están consignadas las reglas del nazareato que debían cumplir los varones que voluntariamente se consagraban a Dios durante un período determinado de su vida. La consagración solía ser voluntaria, y podía ser temporal o de por vida. El “nazir” (o “nazareo”) se comprometía, entre otras cosas, a no beber vino ni sidra, ni vinagre derivado de ambos, así como a no comer uvas, frescas o secas. Pero, sobre todo, se comprometía a no cortarse el cabello durante el tiempo de su consagración, el cual culminaba precisamente con el corte del cabello en una ceremonia en la que los cabellos eran quemados junto con el carnero que se ofrecía en sacrificio. En el caso de Sansón, nazareo de por vida por orden de Dios dada a su madre antes de que fuera concebido (Jc 13:3-5), su fuerza excepcional radicaba precisamente en sus cabellos nunca cortados. Es posible que Juan Bautista fuera también “nazir”. (7).

12-14. “Mientras ella oraba largamente delante de Jehová, Elí estaba observando la boca de ella. Pero Ana hablaba en su corazón, y solamente se movían sus labios, y su voz no se oía; y Elí la tuvo por ebria. Entonces le dijo Elí: ¿Hasta cuándo estarás ebria? Digiere tu vino.”
Ella estaba enteramente entregada a su oración, desconectada de su entorno. Oraba con palabras en su corazón, moviendo sus labios pero sin emitir sonido alguno, como cuando las personas están completamente absortas en sus sentimientos. Mientras tanto, sin que ella se diera cuenta, el sacerdote Elí, que presidía sobre el culto en el santuario, la estaba observando.

Y como la vio tan absorta en sí misma y ausente de lo que la rodeaba, y que sólo movía sus labios pero que no pronunciaba palabra, la tomó por borracha, y bruscamente y con dureza, le reprochó: “¿Hasta cuándo estarás ebria?” Elí (con poca percepción psicológica) asume sin más que ella debe haberse levantado de la mesa, aíta de vino y carne, y que había entrado al templo para reposar y esperar que le pase el efecto del licor.

¿Cuántas veces sucede que somos incapaces de percibir el estado de ánimo por el que atraviesan personas cuyos gestos y palabras inhábiles atribuimos a torpeza, sin percatarnos de que son producto de la angustia de su espíritu? Tratamos al adolorido sin consideración alguna porque no se expresa con fluidez, sin comprender que la aflicción traba su lengua. ¿De qué depende el que podamos sentir empatía por el afligido, o que seamos indiferentes o incomprensivos? De cuán cercanos o lejanos estemos de Dios, de cuán llenos o vacíos estemos de su amor. El amor de Dios aguza nuestra sensibilidad y nos hace considerados; su ausencia en nuestra alma nos vuelve fríos, indiferentes y hasta crueles. Algún día daremos cuenta ante el trono de Dios todos los seres humanos -pero sobre todo los cristianos, porque hemos recibido más- de cómo nos hemos comportado con nuestros semejantes.

¡Oh, Dios no pasará revista a nuestras calificaciones y a nuestros méritos, según el mundo; no tendrá en cuenta nuestros diplomas y títulos académicos; o cuántos elogios recibimos, ni cuántos éxitos mundanos cosechamos. Jesús lo dijo. Dios nos juzgará por la forma cómo tratamos a nuestros semejantes (Mt 25:31-46). De ahí que él dijera: “Hay muchos primeros que serán últimos, y muchos últimos que serán primeros.” (Mt 19:30). El mundo ignora nuestros verdaderos éxitos, y quizá los ignoramos nosotros mismos, así como ignora también cuáles son nuestros verdaderos fracasos, y muchas veces nosotros mismos no somos conscientes de ellos.

15,16. “Y Ana le respondió diciendo: No, señor mío; yo soy una mujer atribulada de espíritu; no he bebido vino ni sidra, sino que he derramado mi alma delante de Jehová. No tengas a tu sierva por una mujer impía; porque por la magnitud de mis congojas y de mi aflicción he hablado hasta ahora.”
La respuesta de Ana es a la vez sencilla y elocuente: No soy lo que tú piensas, una mujer que viene a este recinto a pasar su borrachera después de una francachela. Soy una mujer afligida que ha venido a derramar toda su congoja delante de Dios, que yo sé que me escucha. No es una bebida alcohólica lo que me hace mover los labios, y hablar para mis adentros, sino una gran pena.

¡Qué bella es la expresión “derramar el alma” para describir la acción de expresar con lágrimas y suspiros todo lo que uno tiene dentro! Con Dios uno no necesita guardar reserva alguna.

17,18. “Elí respondió y dijo: Ve en paz, y el Dios de Israel te otorgue la petición que le has hecho. Y ella dijo: Halle tu sierva gracia delante de tus ojos. Y se fue la mujer por su camino, y comió, y no estuvo más triste.”
Eli, felizmente, reacciona positivamente a su confesión y pronuncia una bendición sobre ella: “Que el Señor te conceda lo que le has pedido”. Aunque él tenga un corazón endurecido por el incumplimiento de sus deberes como sacerdote y como padre, no puede dejar de ser tocado por una efusión tan sincera como la de Ana. Las palabras de Elí, siendo sumo sacerdote, tienen el carácter de una profecía: “El Señor te concederá lo que le has pedido.” Y así lo entendió Ana, pues cambió su pena en alegría, y al volver donde los suyos, comió y bebió. Ya no estaba acongojada pues tenía la seguridad de que Dios había escuchado su oración.

Ella toma las palabras del sumo sacerdote como una confirmación de que Dios le concedería lo que le había pedido. Cualquiera que fuera el descuido con que Elí desempeñara sus funciones, Dios habla por medio de aquellos sobre quienes reposa su unción sacerdotal.

19. “Y levantándose de mañana, adoraron delante de Jehová, y volvieron y fueron a su casa en Ramá. Y Elcana se llegó a Ana su mujer, y Jehová se acordó de ella.”
El relato prosigue su curso rápidamente y, sin entrar en detalles, cuenta con pocas palabras lo esencial. Culminada la celebración, la comitiva familiar se levantó muy temprano y regresó a casa después de postrarse una vez más delante del Señor. Es interesante notar cómo la adoración era entonces un asunto familiar presidido por el “pater familias”, en la que todos tomaban parte -cuán sinceramente sólo Dios lo sabía.

Elcana “se llegó a su mujer” es una expresión convencional con la que el autor bíblico expresa la relación conyugal. Esta vez no fue inútilmente para la esperanza de Ana, porque Dios “se acordó de ella”, de lo que ella le había pedido, y de lo que Elí le había prometido en nombre suyo, es decir, concibió un hijo.

¿Tendrá Dios necesidad de acordarse de nosotros para concedernos lo que le pedimos? Esa es una manera de describir en términos coloquiales la forma incomprensible para nosotros cómo Dios actúa. Lo que esas palabras quieren decir en este caso es que Dios intervino en el momento oportuno para colmar el deseo de la mujer y premiar su fe.

¡Oh, que Dios se acuerde de nuestras peticiones como hizo con Ana! Si nosotros caminamos en fe, confiando plenamente en Él, no dejará de cumplir una sola de ellas. Jesús dijo: “Conforme a vuestra fe os será hecho” (Mt 9:29). Si poco o mucho, tú determinas cuánto Dios te concede. Esa es una verdad que con frecuencia olvidamos, porque nos cuesta tomar la palabra del Señor en serio, como si su palabra no fuera firme como la roca. ¿Acaso es Él “hombre para que mienta” o “hijo de hombre para que se arrepienta” de lo prometido? “Él dijo ¿y no hará?” (Nm 23:19; cf 1Sm 15:29).

Notas: 1. En estas dos versiones a los dos libros de Samuel se les llama Reyes I y Reyes II; y a los que en nuestra versión española son Reyes I y Reyes II, se les llama Reyes III y Reyes IV.
2. Ciudad situada al Norte de Betel y al Este del camino que lleva a Siquem, según Jc 21:19.
3. Ana quiere decir “gracia”; y Penina, “coral”.
4. La poligamia no oficial, pero de hecho, tan frecuente en nuestra sociedad, es también causa frecuente de fricciones y sufrimiento en los hogares.
5. Podría intentar hacer una interpretación alegórica como era usual en los primeros siglos de la iglesia. Penina representa a los cristianos que se empeñan en trabajar para el Señor en sus propias fuerzas y obtienen pronto resultados visibles. Ana representa a quienes esperan pacientemente hasta que el Señor obre en ellos. Mientras que el fruto del esfuerzo de los primeros desaparece al poco tiempo y es olvidado, el fruto de los segundos permanece y deja una profunda huella.
6. Elcana no amaba menos a Ana porque era estéril sino, al contrario, la engreía, así como Cristo no ama menos a su iglesia por sus defectos sino, al contrario, más la cuida a causa de ellos. De igual modo los maridos no deben amar menos a sus esposas por las debilidades que tengan y de las que ellas no sean culpables, sino al contrario, deben animarlas y sostenerlas.
7. En el libro de los Hechos 21:23-26 figura un episodio en que Pablo, por sugerencia de Santiago, se hace cargo de los gastos de la ceremonia con que terminaba el nazareato de cuatro creyentes, lo cual es ocasión de que Pablo sea capturado por sus enemigos.


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viernes, 1 de julio de 2011

PABLO Y BERNABÉ SON TOMADOS POR DIOSES

Consideraciones acerca del libro de Hechos VIII

Por José Belaunde M.


En el artículo anterior hemos dejado a Pablo y Bernabé sacudiéndose el polvo de la ciudad de Antioquía de Pisidia, de la que fueron expulsados.

De ahí fueron a Iconio (la actual Konya) situada en una llanura fértil al extremo de Licaonia, a unos 150 km al Sudeste de Antioquía de Pisidia. Allí repitieron la estrategia desarrollada en Antioquía de Pisidia, yendo primero a la sinagoga, donde se suscitó una discusión parecida a la ciudad anterior. No obstante los dos apóstoles se quedaron allí bastante tiempo y el Señor confirmaba sus palabras con señales y prodigios, hasta que sus contrarios, judíos y gentiles que no creían, persuadieron a las autoridades que los expulsaran de la ciudad apedreándolos (Hch 14:1-5).

(Los judíos y los paganos no eran entonces muy corteses cuando se trataba de expresar su rechazo por algunas personas. ¿Lo somos los cristianos ahora más?) Los dos apóstoles huyeron entonces a Listra en Licaonia, a unos 21 km al Sur de Iconio, un medio más bien rural, poco sofisticado, en el que no había una sinagoga judía, por lo que los dos apóstoles predicaron de frente a oyentes paganos (Hch 14:6,7). De Listra era, dicho sea de paso, Timoteo, el discípulo amado, así como su madre Eunice, y su abuela Loida, a quienes Pablo condujo a la fe. (2Tm 1:5; Hch 16:1,2).

Según la mitología griega los ancianos Filemón y Baucis, que vivían en Listra, acogieron en su miserable choza a los dioses Zeus (Júpiter) y Hermes (Mecurio) que andaban en forma humana, por lo que la choza fue transformada en un espléndido palacio.

Cuando Pablo estaba predicando vio a un hombre paralítico que lo escuchaba fijamente. Entonces Pablo, dice el texto, viendo que el hombre tenía fe para ser sanado (recuérdese el episodio del paralítico en Capernaúm al que Jesús sanó cuando vio la fe de los que lo llevaban, Mr 2:5), le dijo a viva voz: “Levántate derecho sobre tus pies” (Hch 14:10), y el hombre se puso a caminar. (Esta curación milagrosa se parece a la que efectuaron Pedro y Juan sanando a un paralítico que mendigaba a la puerta del templo, Hch 3:1-10).

Entonces la gente, recordando sin duda la leyenda antigua, se puso a gritar: “¡Dioses bajo la semejanza de hombres han descendido a nosotros! Y a Bernabé le llamaron Júpiter y a Pablo, Mercurio, porque era el que llevaba la palabra” (Hch 14:11,12), seguramente también porque Bernabé era mayor y más alto y Pablo más bien pequeño. (Nota 1).

Vino entonces el sacerdote de Júpiter con toros adornados con guirnaldas para ofrecerles sacrificios. Cuando los dos apóstoles –que hasta ese momento no entendían lo que pasaba, porque los lugareños hablaban en lengua licaónica que los dos no entendían- se dieron cuenta de que los tomaban por dioses, “rasgaron su ropas” (v. 14) en señal de horror, y se lanzaron en medio de la multitud para desengañarlos, diciéndoles que ambos eran hombres como ellos.

Y les predicaron un pequeño sermón del que Lucas nos da un apretado resumen (v. 15-17), y que contiene algunos de los argumentos que Pablo desarrollará más extensamente en su discurso en el areópago de Atenas (Hch 17:22ss). Pero los lugareños se empeñaron en su propósito y no se dejaron convencer, por lo que apenas pudieron Pablo y Bernabé impedir que les ofrecieran sacrificios.

Entonces llegaron unos judíos de las ciudades donde habían estado antes, Antioquía e Iconio, que por lo que se ve, no los habían olvidado, y convencieron a la multitud de que ambos predicadores eran unos falsarios, por lo que la turba, que antes los aclamaba, se volvió contra ellos y, cogiendo a Pablo, lo arrastraron fuera de la ciudad y lo apedrearon dejándolo como muerto (2).

Y seguramente lo habría estado, si la gracia no lo hubiera protegido milagrosamente de los golpes. Después de un rato cuando llegaron sus nuevos convertidos angustiados, Pablo se levantó como si nada hubiera pasado, se echó a caminar y entró en la ciudad (v. 20).

Aunque algunos ponen en duda que Pablo pudiera recuperarse tan rápido, lo cierto es que el texto dice que “al día siguiente” los dos compañeros partieron para Derbe, la moderna Deiri Leni, -situada a unos 100 km al Este- la última ciudad que iban a abrir para el evangelio en este viaje, y de la cual provenía Gayo, uno de los compañeros que tuvo Pablo en su último viaje a Jerusalén (Hch 20:4).

En Derbe, dice el texto, Pablo y Bernabé hicieron muchos discípulos. Concluida su labor en esta ciudad, los dos apóstoles tuvieron el coraje de retornar a las ciudades donde los habían tratado tan mal, Listra, Iconio y Antioquía de Pisidia, con el propósito de visitar a los discípulos que hacía poco se habían convertido, y confirmarlos en la fe. A esos nuevos discípulos les hicieron una advertencia que era entonces muy pertinente, y que sigue siéndolo en nuestro tiempo para muchos: que es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios (Hch 14:21,22. Véase Rm 8:17; 2Ts 1:4).

En esas ciudades Pablo y Bernabé tuvieron cuidado de dejar iglesias organizadas, poniendo al frente de ellas como autoridades, siguiendo el modelo de la sinagoga judía, a “ancianos”, es decir a personas de edad madura, que consideraron idóneas para asumir la dirección (v. 23). Antes de dejarlos, en cada caso oraron y ayunaron con ellos para encomendar las flamantes congregaciones a la gracia del Señor.

Quisiera hacer aquí una pequeña disgresión. Cuando Pablo habla de entrar en el reino de Dios ¿a qué se está refiriendo? Generalmente estamos tentados a pensar que está hablando del cielo, después de la muerte. Pero cuando Jesús habla del “reino de los cielos” o del “reino de Dios”, se refiere a veces a una realidad presente, no siempre a una realidad futura. Como cuando dice: “el reino de Dios está en medio vuestro”, es decir aquí y ahora (Lc 17:21). O cuando repetidamente dice: “el reino de los cielos se ha acercado” (Mt 3:2; 4:17; 10:7). O cuando advierte: “Pero si yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios.” (Mt 12:28). O más concretamente: “Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan.” (Mt 11:12) cuyo sentido es: “Desde los días de Juan el Bautista el reino de Dios está irrumpiendo y los osados entran en él”. El reino de Dios en estos pasajes es la compañía de discípulos que rodeaba a Jesús y, después de su partida, la comunidad de personas que viven bajo su ley y lo reconocen como Rey y Señor.

Que el mismo Pablo lo entendió así lo vemos cuando escribe: “porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo.” (Rm 14:17). Ahí él está hablando de realidades presentes, no futuras. Si nosotros hemos recibido a Cristo y obedecemos su enseñanza, vivimos en el reino de Dios.

Pablo y Bernabé concluyeron su periplo bajando por Pisidia a la región de Panfilia, en la costa, y predicaron la palabra en Perge, pasando después al puerto de Atalia (3), en donde se embarcaron para Antioquía “desde donde –dice el texto- habían sido encomendados a la gracia de Dios para la obra que habían cumplido” (Hch 14:26).. Cuando llegaron ¿qué otra cosa podían hacer sino contar a la asamblea las cosas que Dios había hecho con ellos y, esto es lo impactante, cómo se había abierto una puerta grande para que los gentiles abrazaran también la fe? (Hch 14:27)

No hay manera de encomiar suficientemente la importancia de la obra cumplida por Pablo y Bernabé en este viaje misionero. En el curso de los dos años que pudo haber durado, ellos fundaron por lo menos siete iglesias: Salamina y Pafos, en Chipre; Antioquía e Iconio, en Pisidia; Listra y Derbe, en Licaonia; y Perge, en Panfilia. Con estas fundaciones la fuerza de expansión de la iglesia quebró el marco estrecho del judaísmo, en el que se había movido hasta entonces, y empezaron a cumplirse las profecías que prometían la conquista del mundo entero (F. Prat).

Estando Pablo y Bernabé comentando estas cosas con los hermanos vino también a Antioquía Pedro, atraído posiblemente por las noticias de estos éxitos que también habían llegado a Jerusalén.

En los primeros días de su visita Pedro comía con todos los creyentes –en su mayoría gentiles- en la misma mesa, lo que significaba que no guardaba las normas mosaicas acerca de lo que era permitido o no comer, como no lo hacían tampoco los creyentes gentiles, a los que nadie había enseñado que las respetaran, tanto más si era sabido que Jesús había declarado que todos los alimentos eran limpios (Mr 7:19).

Pero poco después llegaron también a Antioquía algunos de Judea -que quizá eran los mismos que Pablo dice que habían visitado a los cristianos gentiles de Galacia- insistiendo en que todos los creyentes debían circuncidarse para ser salvos (Hch 15:1).

Al llegar ellos a Antioquía, Pedro dejó de hacer mesa común con los creyentes gentiles, tal como narra Pablo en Gal 2:12,13. Pero no sólo Pedro, también Bernabé y otros creyentes judíos que estaban allí hicieron lo mismo.

Pablo consideró que este comportamiento era hipócrita y chocante, además de ser ofensivo para los creyentes no judíos, quienes como consecuencia de esa exclusión, podían empezar a considerarse como creyentes de “segunda clase”. En todo caso el comportamiento de Pedro y Bernabé, y de los otros judíos, era peligroso para la “koinonía” que debía reinar entre los cristianos, pues establecía su separación en dos grupos: los que guardaban las normas alimenticias y los que no.

Si como consecuencia de esa diferencia no podían comer juntos, pues no podían servirse los mismos alimentos a ambos, ¿cómo podían participar juntos en la ceremonia del partir el pan y compartir la misma copa, establecida por Jesús en la última cena? Nótese que en ese compartir alimentos juntos –después llamado “agape”- se expresaba lo más esencial de la unidad cristiana.

Pablo vio con toda razón en la actitud de Pedro y de los otros creyentes judíos, un peligro muy grave para la predicación del Evangelio, pues equivalía implícitamente a querer imponer a los creyentes gentiles la obligación de circuncidarse y guardar toda la ley. Por eso él se enfrentó a Pedro y le echó en cara su comportamiento. (Gal 2:14-16).

La epístola a los Gálatas fue motivada por la visita a los parajes de esa región donde Pablo había predicado, de las mismas personas (o de otras con el mismo mensaje) que decían a los nuevos creyentes que debían circuncidarse para ser salvos. Pablo escribió esa epístola para contradecir de frente esa tesis que a su juicio, y con toda razón de su parte, negaba todo valor al sacrificio de Cristo y a la fe en su nombre. (4). Porque si la salvación dependía de las obras de la ley (es decir de la circuncisión y del guardar las normas alimenticias y demás preceptos ceremoniales) ¿qué necesidad habría habido de que Jesús hubiera venido a morir en la cruz? Una de dos: O la salvación se alcanza por la fe en sus méritos sin guardar las normas de la ley, o se alcanza por los méritos de nuestras obras al guardarlas. No cabía compromiso en este punto básico.

De ahí que Pablo insistiera también en que Jesús había derribado la pared que separaba a los dos pueblos, a los judíos y a los gentiles (es decir, a circuncisos e incircuncisos), y que de ambos había hecho un solo pueblo: “ya no hay judío ni griego” como tampoco hay “esclavo ni libre, ni varón ni mujer” sino que todos han sido hechos uno en Cristo Jesús, siendo todos linaje de Abraham y herederos de todas las promesas hechas a su descendencia (Gal 3:28,29).

El resultado de esta confrontación fue que se suscitó una gran discusión, tan seria que fue decidido que fueran varios –Pablo y Bernabé entre ellos- a someter la cuestión a la iglesia de Jerusalén (Hch 15:2), una cuestión de la que sin duda dependía la supervivencia de la iglesia. El meollo de la cuestión era determinar en qué condiciones iban a ser admitidos en la iglesia los gentiles.

Es de notar que la iglesia de Jerusalén permanecía muy ligada al templo y a la sinagoga, al punto de que los nazarenos eran vistos como una secta más de las varias que había en el judaísmo entonces. Sus miembros guardaban las normas alimenticias mosaicas que diferenciaban entre alimentos puros e impuros (Véase Hch 10:9-16); iban a orar al templo asiduamente (Hch 2:46;3:1); y practicaban las purificaciones rituales (Hch 21:23-26). De ahí que fuera para ellos muy importante decidir si los gentiles que se convertían debían o no circuncidarse, como lo hacían todos los judíos.

Ya el hecho de que Pedro hubiera bautizado a los de la casa de Cornelio, sobre los que había descendido el Espíritu Santo, sin exigirles que se circuncidaran, había suscitado gran sorpresa entre los hermanos. Pero si bien Pedro pudo defender exitosamente sus acciones, de modo que los hermanos asombrados tuvieron que admitir que “también a los gentiles había dado Dios arrepentimiento para vida” (Hch 11:1-18), lo ocurrido en Cesarea quedó como un caso excepcional.

La iglesia de Antioquía en Siria, fundada por evangelistas venidos de Chipre y Cesarea, que fueron los primeros que predicaron a los griegos, fue la primera iglesia mixta de la cristiandad (Hch 11:19-21), y la cosa fue tan excepcional que despacharon allá a Bernabé, para que la supervisara y les informara (v. 22,23). Al desarrollarse la misión hacia los paganos, algunos de la iglesia de Jerusalén empezaron a preocuparse pensando que si se extendía el Evangelio a los gentiles, los creyentes judíos se convertirían pronto en una minoría dentro de la iglesia (como, en efecto, a la larga ocurrió). De ahí la necesidad –pensaron ellos- de que los nuevos convertidos se sometieran a la circuncisión y a todas la leyes ceremoniales para integrarse al pueblo hebreo. Pero como Pablo vio muy bien, esa exigencia habría puesto un gran freno a la expansión de la fe por el mundo.

La historia de las actividades de Pablo después de su conversión hasta el llamado Concilio de Jerusalén está basada en dos textos: los dos primeros capítulos de Gálatas, y los capítulos 9 y 11 al 15 de Hechos. Sin embargo, no es fácil conciliar la información que ambos documentos proporcionan, porque mientras Pablo en Gálatas habla de dos viajes a Jerusalén en esa etapa, Hechos habla de tres. ¿Cómo explicar la diferencia?

La dificultad mayor estriba en que la mayoría de los intérpretes identifica la segunda visita que Pablo menciona en Gal 2:1-10 con el Concilio de Jerusalén, y piensa que el incidente de Antioquía con Pedro (Gal 2:11ss) es posterior a éste.

La dificultad se resuelve si se estima –como yo he hecho- que la segunda visita de Gálatas es la visita a Jerusalén que según Hch 11:27-30, Pablo y Bernabé hicieron llevando la ayuda de los hermanos de Antioquía, y que el incidente con Pedro es anterior al Concilio. Si éste no es mencionado en Gálatas es porque la epístola fue escrita antes de ese importante evento, a los que vamos a dedicar los dos artículos siguientes.

Notas: 1. La literatura canónica no contiene ninguna descripción del aspecto físico de Pablo, pero el libro apócrifo “Los Hechos de Pablo” sí contiene una que tiene visos de ser auténtica: “Un hombre de baja estatura, de escaso pelo en la cabeza, de piernas curvas, pero de cuerpo sólido, enjuto de cejas, nariz algo encorvada, y lleno de gracia, porque a veces parecía ser hombre, pero en ocasiones tenía el rostro de un ángel.”

2. ¡Qué rápido y fácilmente cambian las multitudes de opinión! ¡Qué poco de fiar son sus entusiasmos! Pablo guardará el recuerdo del trato duro que recibió en esta ciudad y que casi le cuesta la vida (2Cor 11:25).

3. Atalia –hoy llamada Absu- llevaba el nombre del rey Atalo II de Pérgamo que la fundó. Pero a nosotros nos recuerda más a Atalía, la reina infame, esposa de Joram, rey de Judá, e hija del impío rey Acab, que no tenía escrúpulos para derramar sangre, y que halló una muerte cruel digna de sus crímenes (2R 11:13-16)

4. Gálatas fue –contrariamente a lo que a veces se piensa- muy posiblemente la primera epístola escrita por Pablo. Fue redactada probablemente mientras estaba en Antioquía el año 48 en reacción a los informes de la actividad de los judaizantes que le seguían los pasos y que habían llegado también a las iglesias que él y Bernabé habían fundado en Galacia del Sur. La 1ra epístola a los Tesalonicenses, a la que se atribuye generalmente ese lugar, fue escrita dos años después en la ciudad de Corinto.

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lunes, 20 de junio de 2011

LOS QUE HABITAN EN EL MONTE DE SIÓN II

Un Comentario del Salmo 15:3-5.


Por José Belaunde M.


3. “El que no calumnia con su lengua, ni hace mal a su prójimo, ni admite reproche alguno contra su vecino.”
Las condiciones expuestas en éste y en los dos versículos que le siguen son en realidad un desarrollo, o expansión, de los requisitos expuestos en el versículo anterior, que son las condiciones básicas. Obviamente el que camina en integridad es irreprochable en toda su conducta, y si es sincero consigo mismo, no calumnia a su prójimo.

¿Qué es calumniar? Hacer una acusación falsa contra alguno, acusarlo de algo que no ha cometido. Este es un delito mayor porque pone a la víctima en peligro, sea de perder la vida, o de ser enjuiciado, y hasta de ser llevado injustamente a la cárcel. La calumnia roba la honra de una persona, lastima su buen nombre y, aunque no sufra ningún perjuicio grave, como pudiera ser la pérdida de la libertad, le daña a la vista de los otros. Puede experimentar un daño económico al perder la oportunidad de hacer negocios que de otro modo hubiera podido realizar; o simplemente, sufrir de aislamiento social y perder amistades como consecuencia de la acusación falsa. De ahí que el Decálogo nos advierta solemnemente: “No darás falso testimonio contra tu prójimo.” (Dt 5:20).

El daño moral sufrido por el calumniado puede ser difícil de reparar, porque la información o la impresión negativa permanece tercamente en la memoria. Con buen motivo dice Proverbios: “De más estima es el buen nombre que las muchas riquezas, y la buena fama más que la plata y el oro.” (22:1). Eso no sólo porque el buen nombre levanta a la persona a los ojos de los demás, sino porque también beneficia a sus hijos, parientes, amistades y descendientes. Es un capital preciado para ellos que les abre muchas puertas. En cambio; lo contrario, las cierra.

Hay ocasiones en que el chismoso, el murmurador, puede hacer más daño que el calumniador, porque el chisme es insidioso y se extiende rápidamente como mancha de aceite. El que lo escucha se convierte en cómplice. Un autor antiguo dijo: “El chismoso tiene al diablo en su lengua, pero el que lo escucha lo tiene en el oído.” No está demás recordar que Moisés prohibió tanto el “falso rumor” como el dar falso testimonio en juicio (Ex 23:1). Por eso debemos rehusarnos a escuchar hablar mal de otros.

Si no podemos hablar bien de alguno, mejor es que callemos. “La lengua –dice St 3:6- es un fuego, un mundo de maldad… e inflama la rueda de la creación.” Por eso es bueno que pongamos un freno a nuestra boca cuando nos sentimos tentados de hablar mal de alguno… aunque lo merezca (¿No lo merecemos nunca nosotros?). El que ama a su prójimo cubre sus faltas (Pr 10:12); no las divulga, sino las disimula para no perjudicarlo.

Hacer daño al prójimo comprende todo un abanico de posibilidades, además de las ya mencionadas, incluyendo el daño físico. Pero en el contexto de la cultura agrícola predominante en Israel, el daño aquí parece más referirse a asuntos de tipo económico, o territorial, como podría ser una operación comercial dolosa, o una apropiación ilícita, o mover los linderos de una heredad, o violar un pacto, etc. Pero también daña al prójimo el trato despectivo, humillante, y más aun, el insulto. Sea como fuere, el hombre justo y sabio es conciente de que el que hace algún agravio a su prójimo, en última instancia se lo hace a sí mismo.

El que “admite reproche… contra su vecino” muchas veces lo hace contra la prudencia y contra la justicia. David escuchó la calumnia de Siba, el siervo de Mefiboset, contra su amo, y sin examinar bien el asunto ni exigir una prueba, precipitadamente le adjudicó los bienes del hijo de Jonatán, que era inocente (2Sam 16). Cuando más tarde Mefiboset tuvo oportunidad de presentar su versión de los hechos, David, no sabiendo a quién creer, ordenó repartir los bienes entre ambos, cometiendo una injusticia con el hijo inválido de su amigo íntimo ya muerto (2Sam 19:24-30). Evitemos caer en ese tipo de error.

4. “Aquel a cuyos ojos el vil es menospreciado, pero honra a los que temen a Jehová. El que aun jurando en daño suyo, no por eso cambia.”
En este versículo se expresan dos condiciones que con mucha frecuencia son contradichas en la práctica por la gente. El vil no suele ser menospreciado; más bien ocurre lo contrario. Si goza de una posición social encumbrada o tiene dinero, es elogiado y hasta adulado por la gente como si fuera una persona digna de aprecio. Ante el dinero y el poder todos (o casi todos) se inclinan. Eso lo hacen obviamente no de una manera desinteresada, sino porque esperan cosechar algún beneficio a cambio de su adulación. Pero si no lo recibieran, se volverían contra el que los ha defraudado, y le echarían en cara todos los vicios y defectos que antes ignoraron.

En cambio el justo, cuya conducta es regida por el temor de Dios, pocas veces recibe el reconocimiento que sus méritos merecen, sino más bien es dejado de lado, cuando no es atacado como si fuera un delincuente. Su rectitud suele ser un reproche para los que se han echado el temor de Dios a la espalda y viven como mejor les parece. En el mundo de los negocios el justo no suele ser apreciado porque hay transacciones en las que se niega a participar por motivos de conciencia. Su rectitud es un estorbo, e implícitamente, un reproche para los que saben que actúan mal.

La Biblia nos ofrece un ejemplo edificante: Cuando el impío Joram, rey de Israel, vino a consultar al profeta Eliseo, acompañado del piadoso rey Josafat de Judá, el profeta lo trató con desprecio diciéndole: “Ve a consultar a los profetas de tu padre Acab y de tu madre Jezabel…”, pero mostró en cambio respeto por el virtuoso Josafat, accediendo, en consideración suya, a profetizar (2R 3:13-15).

La segunda condición requiere de una gran firmeza de carácter y de integridad para ser cumplida, y por ese motivo es raro encontrar quienes la cumplan. ¿Cuántos no son los que habiéndose comprometido, incluso bajo juramento, o mediante la firma de un contrato, a hacer determinada cosa, si hallan que el beneficio o ganancia esperada se transforma en pérdida, no tratan, por cualquier medio que sea, de eludir la obligación asumida? Sólo el que es conciente de que Dios es testigo y garante de su compromiso y que, por tanto, no puede renegar de su promesa, se esfuerza en cumplir y honrar la palabra dada aunque le cueste. El que teme a Dios trata de ser fiel en toda su conducta, así como Dios lo es con él.

El tema del juramento nos lleva a considerar el valor que en la antigüedad –y no sólo entre los hebreos- tenía la palabra empeñada. No habiendo entonces un sistema jurídico con escrituras públicas y notarios, los acuerdos entre las personas asumían la forma de pactos que se celebraban bajo juramento. Generalmente se levantaba una piedra, o un “majano” con piedras unas encima de otras, como testimonio del pacto celebrado (Gn 31:45-52; Js 24:25-27). Cuando se juraba en nombre de Jehová en una disputa cualquiera, dado que su nombre siendo santo no podía ser tomado en vano (Ex 20:7), el juramento de una de las partes zanjaba la cuestión sin necesidad de prueba ulterior alguna (Ex 22:10,11).

En el libro de Josué hay un episodio muy ilustrativo sobre el valor de la palabra, ocurrido durante la conquista de la tierra prometida. Los moradores de Gabaón, temiendo que los israelitas los mataran a todos, como sabían que Dios les había ordenado, engañaron a Josué haciéndole creer que venían de tierra lejana. Josué les juró que respetaría su vida. Cuando los israelitas se enteraron de que les habían mentido, pese a las protestas de la congregación que exigía matarlos, Josué y los príncipes insistieron en que aunque habían jurado bajo engaño, no se les podía tocar para no provocar la ira de Dios (Js 9). Cumplir el juramento era para ellos en esas circunstancias más importante que obedecer a una orden divina. Es obvio que se trataba de una situación excepcional.

Cuando Dios probó a Abraham pidiéndole que le sacrificara a su único hijo (figura de Jesús) y el patriarca estuvo a punto de hacerlo, Dios premió su fidelidad jurando por sí mismo que lo bendeciría y que multiplicaría su descendencia (Gn 22:16-18. Véase el comentario al respecto que hace Hb 6:13. Cf Gn 26:3; Sal 105:8,9; Lc 1:73).

No obstante, Jesús condena el juramento y dice que basta con la palabra dada (Mt 5:33-37; cf St 5:12). ¿Cómo explicarse la discrepancia? En su tiempo la práctica de jurar había degenerado en una serie de excesos artificiosos y legalistas, que se prestaban como pretexto para incumplir lo prometido (Mt 23:16-22).

Pablo ha explicado en qué consiste jurar por Dios: poner a Dios por testigo de que lo que uno afirma es verdad (2Cor 1:23), y en más de una ocasión él pone a Dios por testigo de lo que dice (Rm 1:9; Gal 1:20; Flp 1:8; 1Ts 2:5). Si lo que él dijera en ese caso fuera mentira, él haría de Dios un testigo falso, lo cual nos hace ver cuán grave es el perjurio. (Nota 1). Eso explica porqué la cristiandad no ha considerado que las palabras de Jesús constituían una prohibición absoluta del juramento, sino sólo de sus excesos, y la iglesia ha admitido la práctica de prestar juramento, incluso sobre la Biblia. (2)

5a. “Quien su dinero no dio a usura, ni contra el inocente admitió cohecho.”
En el Antiguo Testamento estaba prohibido a los israelitas cobrar intereses a otros israelitas empobrecidos, así como a los extranjeros que vivían en medio de ellos, y que estuvieran en la misma condición. Cobrar intereses era llamado “usura”, (en hebreo nashek, palabra que etimológicamente viene de una raíz que quiere decir “morder” como una serpiente). Sí les estaba permitido, en cambio, cobrar intereses a los extraños, es decir, a los extranjeros que no residían entre ellos, siempre y cuando no fueran excesivos (Ex 22:25; Lv 25:35-38; Dt 23:19,20; cf Pr 28:8; Ez 18: 8,13,17). Después se ha dado el nombre de “usura” a todo cobro exagerado de intereses, y “usurero” es el término peyorativo que se aplica al que lo hace.

De aquí se puede deducir una regla que creo yo es de aplicación universal: Si alguno pide dinero para comer, o para alguna otra necesidad impostergable, no se le debe cobrar intereses. Pero si pidiera un préstamo para hacer un negocio, sí se justifica cobrárselos a una tasa razonable.

El cobro excesivo de intereses es una explotación vil de la necesidad humana, que con frecuencia está acompañada de diversas formas de intimidación y de represalias violentas al que se atrasa en sus pagos, prácticas que la ley debería combatir.
(3)

“El hombre de bien –dice el salmo 112:5- tiene misericordia y presta.” (Se entiende, sin cobrar intereses a su hermano). Él se apiada del necesitado y le facilita el dinero que en una situación difícil le hace falta.

En el capítulo 5 de Nehemías hay un episodio aleccionador. Una parte del pueblo, apremiado por el hambre, había no sólo hipotecado sus tierras, sus viñedos y sus casas, sino que había entregado a sus hijos e hijas como siervos, para satisfacer las exigencias de sus acreedores. Nehemías reunió a todo el pueblo, reprendió severamente a los prestamistas y les exigió devolver lo incautado. Además les hizo jurar que nunca volverían a oprimir a sus hermanos pobres por motivo de las deudas en que incurrieran. (4)

“Cohecho” es sinónimo de soborno. El justo no se presta a ninguna acción en perjuicio de su prójimo a cambio de dinero, sea para acusar falsamente a alguno, si es fiscal; o para dar un testimonio falso, si es testigo; o para pervertir la defensa, si es abogado; o para dictar una sentencia injusta, si es juez; como vemos que ocurre con frecuencia entre nosotros. Porque muchos son, lamentablemente, los que aman más al dinero que a su prójimo, o a quienes la codicia les ha nublado la conciencia, y que, careciendo de escrúpulos, están dispuestos a vender a su hermano por treinta monedas.

Nótese que Moisés tiene palabras muy severas contra el soborno que pervierte la justicia (Dt 16:19; Ex 23:8).

5b. “El que hace estas cosas no resbalará jamás.” (O “no será movido”, dice otra traducción)

Es decir, el que ajusta su conducta de la mejor manera posible a las condiciones expuestas en este salmo, no caerá jamás. Esto es, no que esté libre en un sentido absoluto de cometer pecado, pero no resbalará en el sentido de ser excluido de acercarse al monte santo, o de no ser admitido al tabernáculo de la presencia de Dios. Eso es algo que se aplicaba a los israelitas en la antigua dispensación, -recuérdese que el Salmo 112:6 promete lo mismo al hombre que “tiene misericordia y presta; y gobierna sus asuntos con juicio.”- pero que también podemos entender en un sentido espiritual en nuestro tiempo, aplicándolo a nosotros: puesto que el monte santo y el tabernáculo son figuras del cielo. Esa promesa se cumple en el caso de los que nunca hubieran oído predicar el Evangelio, pero que viven, no obstante, de acuerdo a los dictados de su conciencia (Rm 2:14-16). Pero en el caso de los que sí lo hubieran escuchado, cumplir todas las condiciones que postula este salmo es una prueba de que han creído, pues sus obras ponen de manifiesto la realidad de su fe (St 2:18).

Notas: 1. Por su lado el apóstol Juan explica que el que no cree en el testimonio de Dios implícitamente dice que Dios es mentiroso: 1Jn 1:10; 5:10.


2. En los países anglosajones y algunos europeos mentir bajo juramento o firmar una declaración jurada falsa es un delito penado con cárcel.


3. Pero eso no es exclusivo de prestamistas extorsionadores. También algunas casas comerciales de prestigio hacen cobros de comisiones excesivos a sus tarjeta habientes que se atrasan en sus cuotas. Los que quieran evitarse dolores de cabeza harían bien en no solicitar, o aceptar, esas tarjetas que les ofrecen como señuelo para limpiarles los bolsillos.


4. En la iglesia primitiva a la casa del usurero se le llamaba “casa del diablo”. Se prohibía todo trato con los usureros y sus testigos, y al morir, se les negaba cristiana sepultura.

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viernes, 17 de junio de 2011

ABRAHAM, ESPOSO Y PADRE

Por José Belaunde M.


Abram se encontraba en la tierra de Harán, a donde había emigrado con su padre años atrás, cuando Dios se le aparece y le dice: "Vete de tu tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré.” Le dice además que hará de él una nación grande y que en él serán “benditas todas las naciones de la tierra.” (Gn 12:1-3). El Génesis no dice, sin embargo, por qué motivo Dios escoge a Abram para este privilegio extraordinario, subrayando el hecho de que lo hace por pura gracia.

Abram no discute con Dios cuando le dice que salga de su tierra. ¿A dónde Señor? Ya te lo diré. Tenía tanta confianza en Dios que, como dice Hebreos, “salió sin saber a dónde iba.” (Hb 11:8).

¿Quién haría eso? ¿Dejar lo seguro, donde se siente a gusto, y vive rodeado de los suyos, para ir a la aventura, hacia lo desconocido? Obedecer a Dios debe haberle costado mucho a Abram: morir a sí mismo.

Abram parte con su mujer y su sobrino Lot, llevando consigo sus posesiones en ganado y en siervos, y Dios lo va guiando de un lugar a otro en la tierra de Canaán (Nota 1). Pasado algún tiempo le dice (resumiendo): “Yo te he prometido que haré de ti una gran nación. Esta será la tierra de tu descendencia, éste será su territorio como heredad perpetua, aquí habitarán.” (Gn 15)

La promesa de Dios hace las veces de escritura pública, cuyo valor es tan firme como su palabra. Es una promesa territorial cuya extensión se va ampliando a medida que se la reitera, y que Abram prueba su fidelidad. Primero es la tierra que abarque su vista, y luego todo lo que sus pies recorran (Gn 13:15,17); después abarcará desde el río Nilo hasta el Éufrates (15:18).

Pero notemos lo inverosímil de esa promesa: Dios le promete que tendrá no sólo un hijo, sino una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo (2), cuando su mujer es estéril y no puede darle ni siquiera un hijo para comenzar. Sin embargo, Abram le cree a Dios. Por eso se le llama “el padre de la fe”. La Escritura dice que le creyó a Dios “y le fue contado por justicia.” (Gn 15:6; cf Gal 3:6). Su fe lo justificó porque creyó en algo que era humanamente imposible.

¿Cuántos hombres no quisieran ser el origen de un linaje tan numeroso como para constituir una nación entera? Antes los hombres mostraban orgullosos a sus muchos hijos y se hacían fotografiar ufanos con ellos. Hoy sólo quieren tener uno o dos hijos, máximo tres. Los tiempos y las condiciones de vida, es cierto, han cambiado mucho.

La fe que demuestra tener Abram es la clase de fe que Dios espera de nosotros. Creer en lo posible no tiene mucho mérito; creer en lo imposible, sí lo tiene.

Abram era un pastor nómada que se trasladaba con su ganado de un lugar a otro en busca de pastos frescos (lo que hoy día diríamos un empresario ganadero). Él llegó a ser muy rico porque la bendición de Dios estaba sobre él.

Sin embargo, con el correr de los años la fe de Saraí, que siempre había acompañado a la de su marido, empezó a flaquear. Tuvo pena de él porque habían ya pasado más de diez años y no se cumplía la promesa que Dios le había hecho. Ella se sentía culpable porque era estéril. ¿Sería Dios realmente capaz de hacerla fecunda? Abram dejó que la debilidad de la fe de su mujer debilitara la suya. En lugar de fortalecerlo, ella lo debilitó. Con frecuencia ocurre que la falta de fe de un cónyuge influye negativamente en la del otro.

Descorazonada, Sara le propone a su esposo tener un hijo con su sierva, Agar, que sería como si lo tuviera ella misma, puesto que era su esclava. Era inevitable, sin embargo, que un proyecto nacido de una falta de confianza en Dios, tuviera malas consecuencias para ambos.

Abram, deseoso de tener un hijo, accedió a la propuesta de su mujer, que después traería a ambos muchos sinsabores, porque cuando Agar estuvo encinta, comenzó a mirar con desprecio a su ama, pues ella le había dado a su patrón el hijo que su mujer no podía darle.

Abram, sin embargo, fue un buen esposo porque le dio la razón a su mujer cuando ella se quejó del menosprecio que sufría de parte de su sierva, pues le dijo que hiciera con ella lo que quisiera. Pero a la vez fue injusto con la sierva porque ella iba a ser madre de un hijo suyo (Gn 16:5,6).

Ante el maltrato que empezó a sufrir de su ama, Agar huyó al desierto y estaba en peligro de morir de hambre y sed. Pero Dios se apiadó de ella, y le envió un ángel que le ordenó volver donde su ama y le estuviera sumisa. Al mismo tiempo le anunció que tendría un hijo que sería un guerrero, al que pondría por nombre Ismael (que quiere decir “Dios oye”) por cuanto Dios “ha oído tu aflicción.” (Gn 16:11).

Notemos que no dice: “Dios ha oído tu ruego”, sino “Dios ha oído tu aflicción”, sin que ella orara. Dios interviene muchas veces al ver nuestra aflicción sin necesidad de que se lo pidamos. Ella quedó tan impresionada de que Dios se compadeciera de su situación, siendo ella una esclava, que llamó al pozo donde la encontró el ángel, “Pozo del viviente que me ve.” (Gn 16:13,14). Abram tenía ochenta y seis años cuando nació Ismael, el hijo de Agar (v. 16).

Trece años después, cuando Abram tiene ya noventa y nueve años, Dios le confirma su pacto y le cambia el nombre a él y a su mujer. Él ya no se llamará Abram (es decir, “padre enaltecido”) sino en adelante se llamará Abraham (“padre de muchedumbres”); y ella ya no se llamará más Saraí sino Sara (“princesa”). Dios le declara además que el pacto que ha celebrado con él es un pacto perpetuo, con él y su descendencia, a la cual multiplicará en gran manera, y a la que dará en posesión perpetua la tierra de Canaán (Gn 17:5-8).

Le da asimismo como señal de su pacto la circuncisión. En adelante todo varón de su casa deberá ser circuncidado, y todo niño que le nazca, a él o a sus siervos, será circuncidado al octavo día. Pero cuando Dios le asegura que Sara “vendrá a ser madre de naciones”, Abraham se postra y se ríe, diciéndose: “¿A hombre de cien años ha de nacer hijo? ¿Y Sara, ya de noventa años, ha de concebir?” Y añade: “Ojalá Ismael viva delante de ti.” (Gn 17:17,18).

¿Dudó Abraham en ese momento de la promesa de Dios? Aparentemente sí, pues pensó que la descendencia numerosa le vendría por Ismael. ¿Cómo es entonces él llamado “el padre de la fe”? Él le había creído a Dios cuando se sentía fuerte, pero ya viéndose impotente, dudó de que Dios pudiera concederle algo humanamente imposible.

Pero Dios, sin enojarse, le reitera que no será a través de Ismael cómo tendrá la descendencia prometida (aunque ese niño será también bendecido), sino que será a través del hijo que dentro de un año dará a luz Sara, al cual pondrá por nombre Isaac (es decir, risa).

Frente a la solemnidad de la promesa, esta vez Abraham sí le creyó a Dios. Entonces se circuncidó él mismo, y circuncidó a Ismael y a todo varón de su casa, al siervo nacido en ella y al extranjero comprado por dinero (17:27).

Si Abraham dudó un momento riéndose para sí de la promesa de Dios ¿cómo es que Pablo dice de él “que creyó en esperanza contra esperanza para llegar a ser padre de muchas gentes”, y que su fe no se debilitó “al considerar su cuerpo que estaba ya como muerto…o la esterilidad de la matriz de Sara”? ¿Y que “tampoco dudó por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe…plenamente convencido de que era capaz de hacer todo lo que había prometido”? (Rm 4:18-21) (3)

Eso nos muestra que la fe no excluye nuestras luchas con las dudas que a veces suscitan los obstáculos que enfrentamos, o con las objeciones que nos presenta la razón. La fe no es firme porque sea siempre automática e inamovible, sino es firme porque se sobrepone a las dudas y a las perplejidades que nos asaltan.

Tal como le había prometido Dios, Sara concibió y dio a luz un hijo al año del anuncio que le había hecho. ¿Cuánto tiempo esperó Abraham para que Dios cumpliera su promesa? Nada menos que veinticinco años.

A veces nosotros nos desesperamos porque tarda lo que le hemos pedido a Dios reclamando una promesa suya. Si demora es porque Dios está probando nuestra fe, y porque su cumplimiento superará en mucho lo esperado. ¿Pero quién sería capaz como Abraham de esperar veinticinco años?

Al crecer Isaac, la presencia del hijo de la esclava se convirtió en una piedra de tropiezo para la paz del hogar de Abraham, porque el mayorcito molestaba al menor y, como es natural, eso disgustó a Sara, que ya había tenido inconvenientes antes a causa de Agar.

Vale la pena que nos detengamos un momento para considerar la diferencia entre la situación de Agar y la de Sara, y entre la de los hijos de ambas. Sara era la patrona; Agar, la sierva. Isaac era el hijo del patrón y el heredero; Ismael, el hijo de la esclava. Era inevitable, humanamente hablando, que hubiera envidia y resentimiento en Ismael ante la inferioridad de su situación respecto de su hermano menor.

¿Cuántas veces se producen en la vida de las familias situaciones penosas porque se ha violado el principio de la monogamia matrimonial, o el de la fidelidad conyugal? Dios nos ha dado leyes sabias para nuestra felicidad y para la armonía en nuestras vidas. Si las violamos, sufrimos las consecuencias. Es cierto también que a veces surgen dificultades que nosotros mismos no hemos suscitado, sino que son fruto de circunstancias de las que nosotros no somos responsables. Pero si se investiga bien, detrás de los hechos que perturban, siempre se encontrará como origen del problema, el pecado de alguno, lejano o cercano.

Abraham era un hombre recto que procuraba andar en los caminos de Dios, aunque no carecía de defectos, pero la sociedad de su tiempo, que aún no había recibido la luz del Evangelio, consideraba como normales ciertas prácticas –como la poligamia y el concubinato- que después condenaría. Por mucha buena voluntad que él tuviera, y por mucha paciencia que mostrara Sara, no podían evitar los conflictos que la situación doméstica irregular traía consigo.

Sara, comprensiblemente, se empeñó en que su marido alejara de su casa a la sierva y a su hijo (Gn 21:10). Era natural también que a Abraham le repugnara acceder al pedido de su mujer, porque amaba a Ismael. Pero Dios le dijo: Oye a tu mujer en todo lo que ella te diga, “porque en Isaac te será llamada descendencia.” (v. 11, 12). Esto es, por encima de toda otra consideración, toma en cuenta el deseo de tu mujer. Para tranquilizarlo Dios le aseguró que de Ismael también haría un pueblo grande y numeroso (Gn 25:12-18), del que, dicho sea de paso, descienden algunas tribus árabes, como los madianitas y amalecitas, que fueron enemigos de Israel, tal como lo había sido su antepasado. Aunque le doliera separarse de su hijo, Abraham, que vivía en comunión con Dios, hizo lo que Dios le ordenó.

Pero le faltaba a Abraham pasar por la última prueba, la prueba suprema, en la que Dios le pediría que le sacrifique a Isaac, al hijo amado que había esperado durante veinticinco años, y en quien reposaba el cumplimiento de la promesa de que él sería padre de multitudes (Gn 22:1,2). Porque si Isaac moría ¿cómo podría tener él la descendencia prometida? ¿Sería capaz Sara de concebir nuevamente?

El texto sagrado no nos dice qué pasó por la mente de Abraham cuando Dios le pidió que sacrificara a Isaac. No sabemos si se resistió, o si dudó, o si lloró. Sólo nos dice que Abraham obedeció, y que se puso de inmediato en camino con Isaac para ir al lugar que Dios le había indicado (v. 3).

A nosotros nos puede sorprender que Abraham aceptara como natural algo que a nosotros nos horroriza: que Dios le pida que inmole a su hijo. Pero tenemos que ponernos en la cultura y en la mentalidad de ese tiempo, en que los sacrificios humanos no eran cosa excepcional.

Cuando iban de camino Abraham debe haber sentido como una espada en el pecho la pregunta que le hace Isaac: “Llevamos la leña y el fuego para el holocausto, pero ¿dónde está el cordero que vamos a sacrificar?” En su respuesta Abraham transmite de alguna manera a su hijo la fe que él tiene en el Dios que todo lo provee. En su interior él debe haber conservado la esperanza de que Dios daría una salida al terrible dilema en que él se encontraba (Gn 22:7,8).

Notemos, de otro lado, que el sacrificio de Isaac por su padre tiene un enorme contenido simbólico: Dios que envía a su único Hijo a la tierra para morir como sacrificio expiatorio por los pecados de todos los hombres. Así como Jesús subió al Calvario cargando el madero en que iba a ser clavado, Isaac subió al monte Moriah cargando la leña que iba a servir para su propio holocausto. Isaac no se resistió cuando su padre lo ató sobre el altar y la leña en que iba a ser sacrificado (v. 9), así como Jesús tampoco se resistió cuando lo clavaron en la cruz. Pero en el instante mismo en que Abraham levantó el cuchillo para matar a su hijo, el ángel del Señor lo llamó desde el cielo: “Detén tu mano y no toques a tu hijo, porque yo ya sé que me temes y que no me rehúsas lo que más amas.” Dios sólo quería comprobar si Abraham estaba dispuesto a sacrificarle lo que más amaba, no que lo hiciera en los hechos. (4)

¿Estamos nosotros dispuestos a renunciar, por amor a Dios, a lo que más amamos? ¿A lo que ha sido durante años objeto de nuestras oraciones y de nuestra esperanza? ¿Quién de nosotros sacrificaría a uno solo de sus hijos, aunque tenga varios, sólo porque Dios se lo pide? Dios lo hizo por nosotros sin que nosotros se lo pidiéramos.

En premio a su fidelidad Dios le reitera una vez más a Abraham su promesa: “En tu simiente –notemos el singular- serán benditas todas las naciones de la tierra.” (Gn 22:18). Esa simiente, dice Pablo en Gálatas, es Cristo, en quien efectivamente, han sido bendecidas todas las naciones de la tierra (Gal 3:16).



El texto no nos dice nada acerca de lo que pensó Sara cuando Dios le pidió a Abraham que sacrificara al hijo de sus entrañas. ¿Consintió ella en obediencia a Dios de acuerdo con su marido? Es improbable. Quizá Abraham no le dijo cuál era su intención al partir con su hijo. ¿Pero lo haría Abraham sin consultarla? ¿Y en ese caso, qué le diría cuando regresara de su viaje solo y sin su hijo?

Si Isaac tenía unos catorce años en ese episodio, como es probable, Sara tendría unos ciento cuatro años y viviría hasta la edad de ciento veinte y siete años. Cuando ella murió, Abraham quiso darle honrosa sepultura. Para ello compró de los lugareños una heredad en Macpela, donde había una cueva, en la que después él mismo y sus primeros descendientes, serían sepultados (Gn 23; 25:7-9).

Abraham quedó solo con su hijo todavía soltero. ¿Cómo podría él tener una numerosa descendencia si su hijo no se casaba? Abraham se ocupó entonces de encontrar una novia para su hijo. Él no quería buscarla entre los habitantes idólatras de Canaán entre los cuales él vivía. Tampoco quería que Isaac fuera a buscarla a la tierra de donde él había salido, por temor, sin duda, de que permaneciera en ella. Sin embargo, él quería que perteneciera a su propia familia, como era entonces costumbre. Y le dio el encargo de ir a traerla al siervo en quien tenía más confianza. El capítulo 24 del Génesis, que narra cómo Eliezer cumplió el encargo, es uno de los más bellos de toda la Biblia.

Hoy día los padres no buscan –como se hacía hasta hace poco- novia para sus hijos, ni novio para sus hijas. Sin embargo, ésa era una costumbre muy sana, porque los jóvenes se enamoran con frecuencia de la persona que menos les conviene, pues el amor –o lo que pasa por amor, es decir, el deseo- es ciego. Pero ¿quién mejor que los padres, si aman a sus hijos, pueden saber qué es lo más les conviene? Pero si bien esa sana costumbre ha sido desechada los padres pueden orar en cambio para que sea Dios quien escoja el novio o la novia para sus hijos, porque Dios no se equivoca.

Aún más. Los padres harían bien en vigilar qué clase de amigos tienen sus hijos, con qué clase de personas de uno u otro sexo salen; y pueden, de manera discreta, procurar que se hagan de buenas amistades, o que frecuenten círculos donde encuentren buena compañía, y eviten, de ser posible, donde encuentren la que no sea conveniente para ellos. De las amistades con que se liguen en la juventud depende en buena parte su futuro.

Notas: 1. El vers. 5 dice que Abram y Lot partieron llevando consigo a “las personas que habían adquirido en Harán”. Los seres humanos eran considerados entonces como “bienes muebles” que se compraban y vendían cuando eran reducidos a esclavitud. El cristianismo no abolió de inmediato la esclavitud cuando se convirtió en religión oficial del imperio romano al final del siglo IV, pero creó las condiciones para que al cabo de cierto tiempo desapareciera. El hecho de que reapareciera cuando Europa colonizó el nuevo continente trayendo esclavos del África, y la justificara, fue un grave retroceso.


2. San Agustín hace la observación de que si bien para la Abraham su descendencia sería tan numerosa que no la podría contar (Gn 15:5), para Dios no sería incontable, porque así como Él conoce a cada una de las estrellas del cielo, de igual modo Él conoce a cada uno de los seres humanos que son descendencia de Abraham por la fe.


3. Esta no fue la única vez en que Abraham dudó de la promesa que Dios le había hecho. Véase 15:2,3 en que la duda precede a la confirmación solemne de la promesa. Es como si Dios estuviera enseñando a Abraham a creerle. Los padres de la iglesia se resisten a admitir, sin embargo, que Abraham dudara de la promesa de Dios. Algunos de ellos atribuyen por ejemplo la risa del patriarcaen Gn 17:17 no a que dudara sino a la alegría que le produjo el saber que su mujer iba a concebir un hijo pese a su avanzada edad.


4. Este episodio que los rabinos llaman akeda, y que ocupa casi todo el capítulo 22, es para el judaísmo uno de los pasajes más importantes de toda la Biblia.

NB. Quiero aprovechar la oportunidad para saludar muy cordialmente a todos los padres en este su día. ¡Que lo pasen muy felices!

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