Mostrando entradas con la etiqueta Salmo 15. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Salmo 15. Mostrar todas las entradas

lunes, 20 de junio de 2011

LOS QUE HABITAN EN EL MONTE DE SIÓN II

Un Comentario del Salmo 15:3-5.


Por José Belaunde M.


3. “El que no calumnia con su lengua, ni hace mal a su prójimo, ni admite reproche alguno contra su vecino.”
Las condiciones expuestas en éste y en los dos versículos que le siguen son en realidad un desarrollo, o expansión, de los requisitos expuestos en el versículo anterior, que son las condiciones básicas. Obviamente el que camina en integridad es irreprochable en toda su conducta, y si es sincero consigo mismo, no calumnia a su prójimo.

¿Qué es calumniar? Hacer una acusación falsa contra alguno, acusarlo de algo que no ha cometido. Este es un delito mayor porque pone a la víctima en peligro, sea de perder la vida, o de ser enjuiciado, y hasta de ser llevado injustamente a la cárcel. La calumnia roba la honra de una persona, lastima su buen nombre y, aunque no sufra ningún perjuicio grave, como pudiera ser la pérdida de la libertad, le daña a la vista de los otros. Puede experimentar un daño económico al perder la oportunidad de hacer negocios que de otro modo hubiera podido realizar; o simplemente, sufrir de aislamiento social y perder amistades como consecuencia de la acusación falsa. De ahí que el Decálogo nos advierta solemnemente: “No darás falso testimonio contra tu prójimo.” (Dt 5:20).

El daño moral sufrido por el calumniado puede ser difícil de reparar, porque la información o la impresión negativa permanece tercamente en la memoria. Con buen motivo dice Proverbios: “De más estima es el buen nombre que las muchas riquezas, y la buena fama más que la plata y el oro.” (22:1). Eso no sólo porque el buen nombre levanta a la persona a los ojos de los demás, sino porque también beneficia a sus hijos, parientes, amistades y descendientes. Es un capital preciado para ellos que les abre muchas puertas. En cambio; lo contrario, las cierra.

Hay ocasiones en que el chismoso, el murmurador, puede hacer más daño que el calumniador, porque el chisme es insidioso y se extiende rápidamente como mancha de aceite. El que lo escucha se convierte en cómplice. Un autor antiguo dijo: “El chismoso tiene al diablo en su lengua, pero el que lo escucha lo tiene en el oído.” No está demás recordar que Moisés prohibió tanto el “falso rumor” como el dar falso testimonio en juicio (Ex 23:1). Por eso debemos rehusarnos a escuchar hablar mal de otros.

Si no podemos hablar bien de alguno, mejor es que callemos. “La lengua –dice St 3:6- es un fuego, un mundo de maldad… e inflama la rueda de la creación.” Por eso es bueno que pongamos un freno a nuestra boca cuando nos sentimos tentados de hablar mal de alguno… aunque lo merezca (¿No lo merecemos nunca nosotros?). El que ama a su prójimo cubre sus faltas (Pr 10:12); no las divulga, sino las disimula para no perjudicarlo.

Hacer daño al prójimo comprende todo un abanico de posibilidades, además de las ya mencionadas, incluyendo el daño físico. Pero en el contexto de la cultura agrícola predominante en Israel, el daño aquí parece más referirse a asuntos de tipo económico, o territorial, como podría ser una operación comercial dolosa, o una apropiación ilícita, o mover los linderos de una heredad, o violar un pacto, etc. Pero también daña al prójimo el trato despectivo, humillante, y más aun, el insulto. Sea como fuere, el hombre justo y sabio es conciente de que el que hace algún agravio a su prójimo, en última instancia se lo hace a sí mismo.

El que “admite reproche… contra su vecino” muchas veces lo hace contra la prudencia y contra la justicia. David escuchó la calumnia de Siba, el siervo de Mefiboset, contra su amo, y sin examinar bien el asunto ni exigir una prueba, precipitadamente le adjudicó los bienes del hijo de Jonatán, que era inocente (2Sam 16). Cuando más tarde Mefiboset tuvo oportunidad de presentar su versión de los hechos, David, no sabiendo a quién creer, ordenó repartir los bienes entre ambos, cometiendo una injusticia con el hijo inválido de su amigo íntimo ya muerto (2Sam 19:24-30). Evitemos caer en ese tipo de error.

4. “Aquel a cuyos ojos el vil es menospreciado, pero honra a los que temen a Jehová. El que aun jurando en daño suyo, no por eso cambia.”
En este versículo se expresan dos condiciones que con mucha frecuencia son contradichas en la práctica por la gente. El vil no suele ser menospreciado; más bien ocurre lo contrario. Si goza de una posición social encumbrada o tiene dinero, es elogiado y hasta adulado por la gente como si fuera una persona digna de aprecio. Ante el dinero y el poder todos (o casi todos) se inclinan. Eso lo hacen obviamente no de una manera desinteresada, sino porque esperan cosechar algún beneficio a cambio de su adulación. Pero si no lo recibieran, se volverían contra el que los ha defraudado, y le echarían en cara todos los vicios y defectos que antes ignoraron.

En cambio el justo, cuya conducta es regida por el temor de Dios, pocas veces recibe el reconocimiento que sus méritos merecen, sino más bien es dejado de lado, cuando no es atacado como si fuera un delincuente. Su rectitud suele ser un reproche para los que se han echado el temor de Dios a la espalda y viven como mejor les parece. En el mundo de los negocios el justo no suele ser apreciado porque hay transacciones en las que se niega a participar por motivos de conciencia. Su rectitud es un estorbo, e implícitamente, un reproche para los que saben que actúan mal.

La Biblia nos ofrece un ejemplo edificante: Cuando el impío Joram, rey de Israel, vino a consultar al profeta Eliseo, acompañado del piadoso rey Josafat de Judá, el profeta lo trató con desprecio diciéndole: “Ve a consultar a los profetas de tu padre Acab y de tu madre Jezabel…”, pero mostró en cambio respeto por el virtuoso Josafat, accediendo, en consideración suya, a profetizar (2R 3:13-15).

La segunda condición requiere de una gran firmeza de carácter y de integridad para ser cumplida, y por ese motivo es raro encontrar quienes la cumplan. ¿Cuántos no son los que habiéndose comprometido, incluso bajo juramento, o mediante la firma de un contrato, a hacer determinada cosa, si hallan que el beneficio o ganancia esperada se transforma en pérdida, no tratan, por cualquier medio que sea, de eludir la obligación asumida? Sólo el que es conciente de que Dios es testigo y garante de su compromiso y que, por tanto, no puede renegar de su promesa, se esfuerza en cumplir y honrar la palabra dada aunque le cueste. El que teme a Dios trata de ser fiel en toda su conducta, así como Dios lo es con él.

El tema del juramento nos lleva a considerar el valor que en la antigüedad –y no sólo entre los hebreos- tenía la palabra empeñada. No habiendo entonces un sistema jurídico con escrituras públicas y notarios, los acuerdos entre las personas asumían la forma de pactos que se celebraban bajo juramento. Generalmente se levantaba una piedra, o un “majano” con piedras unas encima de otras, como testimonio del pacto celebrado (Gn 31:45-52; Js 24:25-27). Cuando se juraba en nombre de Jehová en una disputa cualquiera, dado que su nombre siendo santo no podía ser tomado en vano (Ex 20:7), el juramento de una de las partes zanjaba la cuestión sin necesidad de prueba ulterior alguna (Ex 22:10,11).

En el libro de Josué hay un episodio muy ilustrativo sobre el valor de la palabra, ocurrido durante la conquista de la tierra prometida. Los moradores de Gabaón, temiendo que los israelitas los mataran a todos, como sabían que Dios les había ordenado, engañaron a Josué haciéndole creer que venían de tierra lejana. Josué les juró que respetaría su vida. Cuando los israelitas se enteraron de que les habían mentido, pese a las protestas de la congregación que exigía matarlos, Josué y los príncipes insistieron en que aunque habían jurado bajo engaño, no se les podía tocar para no provocar la ira de Dios (Js 9). Cumplir el juramento era para ellos en esas circunstancias más importante que obedecer a una orden divina. Es obvio que se trataba de una situación excepcional.

Cuando Dios probó a Abraham pidiéndole que le sacrificara a su único hijo (figura de Jesús) y el patriarca estuvo a punto de hacerlo, Dios premió su fidelidad jurando por sí mismo que lo bendeciría y que multiplicaría su descendencia (Gn 22:16-18. Véase el comentario al respecto que hace Hb 6:13. Cf Gn 26:3; Sal 105:8,9; Lc 1:73).

No obstante, Jesús condena el juramento y dice que basta con la palabra dada (Mt 5:33-37; cf St 5:12). ¿Cómo explicarse la discrepancia? En su tiempo la práctica de jurar había degenerado en una serie de excesos artificiosos y legalistas, que se prestaban como pretexto para incumplir lo prometido (Mt 23:16-22).

Pablo ha explicado en qué consiste jurar por Dios: poner a Dios por testigo de que lo que uno afirma es verdad (2Cor 1:23), y en más de una ocasión él pone a Dios por testigo de lo que dice (Rm 1:9; Gal 1:20; Flp 1:8; 1Ts 2:5). Si lo que él dijera en ese caso fuera mentira, él haría de Dios un testigo falso, lo cual nos hace ver cuán grave es el perjurio. (Nota 1). Eso explica porqué la cristiandad no ha considerado que las palabras de Jesús constituían una prohibición absoluta del juramento, sino sólo de sus excesos, y la iglesia ha admitido la práctica de prestar juramento, incluso sobre la Biblia. (2)

5a. “Quien su dinero no dio a usura, ni contra el inocente admitió cohecho.”
En el Antiguo Testamento estaba prohibido a los israelitas cobrar intereses a otros israelitas empobrecidos, así como a los extranjeros que vivían en medio de ellos, y que estuvieran en la misma condición. Cobrar intereses era llamado “usura”, (en hebreo nashek, palabra que etimológicamente viene de una raíz que quiere decir “morder” como una serpiente). Sí les estaba permitido, en cambio, cobrar intereses a los extraños, es decir, a los extranjeros que no residían entre ellos, siempre y cuando no fueran excesivos (Ex 22:25; Lv 25:35-38; Dt 23:19,20; cf Pr 28:8; Ez 18: 8,13,17). Después se ha dado el nombre de “usura” a todo cobro exagerado de intereses, y “usurero” es el término peyorativo que se aplica al que lo hace.

De aquí se puede deducir una regla que creo yo es de aplicación universal: Si alguno pide dinero para comer, o para alguna otra necesidad impostergable, no se le debe cobrar intereses. Pero si pidiera un préstamo para hacer un negocio, sí se justifica cobrárselos a una tasa razonable.

El cobro excesivo de intereses es una explotación vil de la necesidad humana, que con frecuencia está acompañada de diversas formas de intimidación y de represalias violentas al que se atrasa en sus pagos, prácticas que la ley debería combatir.
(3)

“El hombre de bien –dice el salmo 112:5- tiene misericordia y presta.” (Se entiende, sin cobrar intereses a su hermano). Él se apiada del necesitado y le facilita el dinero que en una situación difícil le hace falta.

En el capítulo 5 de Nehemías hay un episodio aleccionador. Una parte del pueblo, apremiado por el hambre, había no sólo hipotecado sus tierras, sus viñedos y sus casas, sino que había entregado a sus hijos e hijas como siervos, para satisfacer las exigencias de sus acreedores. Nehemías reunió a todo el pueblo, reprendió severamente a los prestamistas y les exigió devolver lo incautado. Además les hizo jurar que nunca volverían a oprimir a sus hermanos pobres por motivo de las deudas en que incurrieran. (4)

“Cohecho” es sinónimo de soborno. El justo no se presta a ninguna acción en perjuicio de su prójimo a cambio de dinero, sea para acusar falsamente a alguno, si es fiscal; o para dar un testimonio falso, si es testigo; o para pervertir la defensa, si es abogado; o para dictar una sentencia injusta, si es juez; como vemos que ocurre con frecuencia entre nosotros. Porque muchos son, lamentablemente, los que aman más al dinero que a su prójimo, o a quienes la codicia les ha nublado la conciencia, y que, careciendo de escrúpulos, están dispuestos a vender a su hermano por treinta monedas.

Nótese que Moisés tiene palabras muy severas contra el soborno que pervierte la justicia (Dt 16:19; Ex 23:8).

5b. “El que hace estas cosas no resbalará jamás.” (O “no será movido”, dice otra traducción)

Es decir, el que ajusta su conducta de la mejor manera posible a las condiciones expuestas en este salmo, no caerá jamás. Esto es, no que esté libre en un sentido absoluto de cometer pecado, pero no resbalará en el sentido de ser excluido de acercarse al monte santo, o de no ser admitido al tabernáculo de la presencia de Dios. Eso es algo que se aplicaba a los israelitas en la antigua dispensación, -recuérdese que el Salmo 112:6 promete lo mismo al hombre que “tiene misericordia y presta; y gobierna sus asuntos con juicio.”- pero que también podemos entender en un sentido espiritual en nuestro tiempo, aplicándolo a nosotros: puesto que el monte santo y el tabernáculo son figuras del cielo. Esa promesa se cumple en el caso de los que nunca hubieran oído predicar el Evangelio, pero que viven, no obstante, de acuerdo a los dictados de su conciencia (Rm 2:14-16). Pero en el caso de los que sí lo hubieran escuchado, cumplir todas las condiciones que postula este salmo es una prueba de que han creído, pues sus obras ponen de manifiesto la realidad de su fe (St 2:18).

Notas: 1. Por su lado el apóstol Juan explica que el que no cree en el testimonio de Dios implícitamente dice que Dios es mentiroso: 1Jn 1:10; 5:10.


2. En los países anglosajones y algunos europeos mentir bajo juramento o firmar una declaración jurada falsa es un delito penado con cárcel.


3. Pero eso no es exclusivo de prestamistas extorsionadores. También algunas casas comerciales de prestigio hacen cobros de comisiones excesivos a sus tarjeta habientes que se atrasan en sus cuotas. Los que quieran evitarse dolores de cabeza harían bien en no solicitar, o aceptar, esas tarjetas que les ofrecen como señuelo para limpiarles los bolsillos.


4. En la iglesia primitiva a la casa del usurero se le llamaba “casa del diablo”. Se prohibía todo trato con los usureros y sus testigos, y al morir, se les negaba cristiana sepultura.

#674 (24.04.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

martes, 3 de mayo de 2011

LOS QUE HABITAN EN EL MONTE DE SIÓN I

Por José Belaunde M.


Un Comentario del Salmo 15:1,2.

Este salmo es muy semejante al salmo 24 (en especial los vers. 3 y 4) que fue compuesto en relación con el traslado del Arca de la Alianza al monte de Sión (2Sam 6:12-15; 1Cro 15), después de que fracasara un primer intento, porque intervinieron en él personas indignas de cargarla (2Sam 6:1-11; 1Cro 13:5-14). Habría que pensar pues que el salmo 15 responde en última instancia a la necesidad de saber quiénes serían dignos de llevarla a su destino. Es notable también su semejanza con Is 33:13-16.

1. Señor, ¿quién habitará en tu tabernáculo? ¿Quién morará en tu monte santo?
(Nota 1)
I. ¿Quién será digno de acercarse al santuario de Dios, al monte santo donde está edificado el templo y entrar en él? Hoy podríamos preguntar, ¿quién podrá acercarse al altar de Dios y tener comunión con Él? No sólo acercarse al templo, sino morar en él, en el tabernáculo de Dios mismo, donde está el Arca de su presencia y donde se manifiesta su gloria.

La santidad de Dios es una cosa terrible que infunde espanto, un fuego consumidor. El profeta Isaías, cuando tuvo una visión inesperada de la santidad de Dios, exclamó: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, mis ojos han visto al Rey, a Jehová de los ejércitos.” (Is 6:5).

Sin embargo en nuestros días todo tipo de personas entran a los templos, justos y pecadores, cristianos sinceros y nominales, y muchos de ellos tienen labios tan inmundos o más que los que denunciaba Isaías. Pero de unos y otros, ¿quién será digno de acercarse al altar de Dios? El poeta cantor inspirado por Dios contesta en este salmo a esa pregunta, poniendo las condiciones que deben cumplir el hombre, o la mujer, que quieran acercarse al altar de Dios y tener comunión con Él.

No obstante, nosotros sabemos que, en rigor, nadie es digno de hacerlo, a menos que sus pecados hayan sido lavados en la sangre de Cristo (simbolizada en el pasaje citado de Isaías por los carbones encendidos que, llevados por un serafín, enseguida tocaron y purificaron sus labios, Is 6:6,7). Y esto es aun más cierto si consideramos al tabernáculo de Dios como símbolo de su trono en el cielo. Sólo puede acercarse a él quien tenga a Jesucristo como abogado y garante. Pero a la iglesia vienen no solamente los salvos, que ya han sido regenerados, sino también los pecadores, para recibir mediante la predicación de la palabra el don de la salvación y el nuevo nacimiento, sin el cual nadie puede ver ni entrar en el reino de Dios, como dijo Jesús (Jn 3:3,5).

Tradicionalmente se ha interpretado que el monte de Sión y el tabernáculo, a los que se refiere simbólicamente el salmo, son la Jerusalén celestial, de que hablan Hb 12:22 y Ap 21:2,10, y el tabernáculo no hecho por manos humanas de que habla Hebreos 8 y 9. En la parábola del banquete de bodas Jesús ha contestado a la pregunta de quién puede ser admitido en el reino de los cielos: sólo el que lleva puesto el vestido de bodas resplandeciente (Mt 22:11-13).

II. Notemos que la pregunta es dirigida a Dios mismo (“¿Quién habitará en tu tabernáculo?”), y es Él quien da la escueta pero tajante respuesta. Es la misma pregunta que en diferentes formas y en diversos lugares se encuentra en la Biblia: “¿Quién subirá al monte de Jehová?” (Sal 24:3a); “Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?” (Hch 16:30); “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” (Lc 18:18; cf 10:25); “Varones hermanos, ¿qué haremos?” (Hch 2:37).

En estas preguntas está la noción implícita de que hay que hacer algo para entrar y permanecer en el tabernáculo de Dios. La respuesta divina viene en forma de mandatos, de cosas que hay que hacer o evitar, de condiciones que cumplir: “El limpio de manos y puro de corazón.”; “Cree en el Señor Jesucristo.”; “Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres.”;
“Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros.”

Si el tabernáculo de Dios se encuentra en una montaña, se da por supuesto que lo que uno tiene que hacer es ascender, subir; lo que implica, a su vez, hacer un esfuerzo para vencer la fuerza de la gravedad de nuestra naturaleza caída; y que es más difícil ascender que descender. No se trata pues, de hacer lo que todos hacen, ni de seguir la corriente, que siempre fluye hacia abajo, sino que hay un esfuerzo, una lucha de carácter ético involucrada en el ascenso.
Así como Moisés tuvo que escalar el Sinaí para recibir las tablas de la Ley que contenían los imperativos morales que Dios exigía de su pueblo, fue también de lo alto de una colina donde Jesús dio a sus discípulos una nueva ley, más exigente que la primera; y fue desde una montaña en Galilea donde les dijo: “Id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolas en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado.” (Mt 28:19,20). (2)

2. “El que anda en integridad y hace justicia, y habla verdad en su corazón.”
Dios contesta por boca del salmista a la pregunta que se le hace, de acuerdo a la concepción de la antigua dispensación bajo la ley, enumerando once condiciones o requisitos, que serán expuestos en éste y en los tres versículos siguientes, y que todo hombre debía cumplir para poder acercarse dignamente al trono de Dios en la tierra, al templo de Jerusalén, donde moraba su gloria.

Digo dignamente, porque eran muchos los que se acercaban indignamente al templo y ofrecían sacrificios que la palabra dice que Dios rechazaba porque los consideraba abominables. Cuando el corazón no es recto es inútil que uno pretenda llevar al altar una ofrenda que sea aceptable.

En la nueva dispensación Jesús hará aun más estrictas las condiciones para presentar una ofrenda, pues dice que si tu prójimo tiene una queja contra ti, anda y reconcíliate con él primero antes de que puedas presentar una ofrenda que Dios acepte (Mt 5:24).

El primer requisito que David postula es “andar en integridad”, es decir, que no haya contradicciones ni incoherencias en la conducta del hombre; que la palabra que confiese no sea negada por sus obras. Esto es, que no diga una cosa y haga otra.

¿Qué es la integridad? Es más que honestidad, aunque la comprende. Abarca también rectitud, sinceridad, lealtad, fidelidad, veracidad, confiabilidad, etc. Una persona puede ser honesta en lo económico, pero no ser íntegra en su vida conyugal. Persona íntegra es aquella de quien se puede decir que es de una sola pieza, y que todos los aspectos de su vida son coherentes.

La segunda condición es “hacer justicia”. Esto no quiere decir exactamente –aunque no lo excluya- que sea justo en sus tratos, que no abuse del prójimo, en especial, del desvalido, o del que depende de él; o que si le toca administrar justicia como juez, lo haga rectamente. “Hacer justicia” en el contexto véterotestamentario (pero también en el Sermón del Monte) es vivir de acuerdo a los mandatos y estatutos de la ley de Moisés consignados en el Pentateuco (que Jesús hará más exigentes). El que trata de cumplirlos lo mejor que puede es el hombre que el Antiguo Testamento llama “justo”. Pero nadie puede “hacer justicia” si él mismo no es justo, como escribió Juan: “El que hace justicia es justo, como Él es justo.” (1Jn 3:7).

Jesús dijo: “Si vuestra justicia (es decir, si vuestra rectitud de conducta) no fuera mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.” (Mt 5:20). Aquí podría naturalmente preguntarse ¿por qué motivo el salmista describe al miembro de la iglesia y heredero del reino, en términos de las obras que debe cumplir, y no menciona en primer lugar la fe, cuando sabemos que somos salvos por la fe y no por las obras? A esa objeción podemos contestar que en todos los lugares donde la Escritura ordena realizar determinados actos, seguir determinada conducta, la fe está sobrentendida, porque nadie obedece a los mandamientos de un Dios en quien no cree.

La fe es el nido –dice un autor antiguo- en que crecen los polluelos de las buenas obras. Sin fe nada de lo que hagamos tiene algún valor, porque “sin fe es imposible agradar a Dios.” (Hb 11:6). Las obras no son la causa de nuestra salvación, pero sí son el medio por el cual nuestra salvación, y nuestra pertenencia a Cristo, se ponen de manifiesto. San Juan dice al respecto: “Todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios.” (1Jn 3:10), pues sus actos niegan la fe que afirma tener.

Hablar “verdad en su corazón” es ser sincero consigo mismo. Si es sincero consigo mismo, lo será también con los demás; será transparente y hablará sin dobleces. El justo es incapaz de mentirse a sí mismo en lo secreto de su corazón, porque sabe que Dios es el testigo que escudriña hasta lo más profundo de su espíritu (3). También será incapaz de mentir a su prójimo. Si estamos unidos a Aquel que dijo de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida,” (Jn 16:6) nuestro corazón será un refugio y un santuario de la verdad, pero si nuestro interior está corrompido nuestras acciones también lo serán. Todos reflejamos en nuestro exterior, aun en los rasgos y gestos de nuestra cara, por no decir con nuestras palabras, lo que somos por dentro. Pero ¡cuántas veces intencionalmente nuestras palabras no están de acuerdo con lo que pensamos o sentimos! Podemos engañar a nuestro interlocutor, pero no a Dios. Tampoco podemos engañar a nuestra conciencia, por endurecida que esté, pues un ligero temblor de nuestro cuerpo –que no registra el ojo humano, pero sí el detector de mentiras- nos delatará.

Una versión judía de estudio dice: “Reconoce la verdad en su corazón.” Esto es, tiene discernimiento, revelación, para percibir y adherirse a la verdad.

Notas: 1. Dado que la palabra del texto hebreo que está detrás del verbo “habitar” (gur) tiene el sentido de una permanencia temporal, y la que está detrás del verbo “morar” (shaján) tiene el sentido de una residencia permanente, se podría decir que la primera pregunta se refiere al derecho de entrar en el santuario para tomar parte en el culto divino, y que la segunda se refiere al residir en el monte de Sión, la parte más alta de la ciudad de Jerusalén. Visto de esa manera podríamos identificar al tabernáculo, donde se habita temporalmente, con la iglesia en la tierra, formada por los creyentes en Cristo (la iglesia militante), y al monte santo, donde se reside eternamente, con la congregación de los santos en el cielo (la iglesia triunfante).


2. Esta sección está basada, a ratos casi literalmente, en el bello comentario escrito por Patrick Reardon, en su libro “Christ in the Psalms”.


3. Esta es una idea que se repite insistentemente en las Escrituras, como para grabarla a fuego en nuestra mente: 1Cro 28:9; Sal 26:2; Pr 20:27; Jr 11:20; 17:10; Rm 8:27; 1Cor 2:10.

#672 (03.04.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).