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viernes, 22 de julio de 2011

EL CÁNTICO DE ANA III

Por José Belaunde M.

Un Comentario del Primer Libro de Samuel 2:3-11

En el artículo anterior, segundo de esta serie, vimos cómo Ana, después de dar a luz a su hijo deseado, dejó de concurrir anualmente con su marido a la fiesta que se celebraba en el santuario de Silo. Pero una vez que lo hubo destetado lo llevó al santuario, junto con generosas ofrendas en animales y harina, y lo puso en manos del sacerdote Elí. Enseguida empezó el famoso cántico de agradecimiento que ha dado su título a estos artículos, y que seguimos analizando a continuación.

3. “No multipliquéis palabras de grandeza y altanería; cesen las palabras arrogantes de vuestra boca; porque el Dios de todo saber es Jehová, y a Él toca el pesar las acciones.”
Las palabras de este versículo están dirigidas a los enemigos de Ana dentro de su familia, a su rival Penina, y a los suyos; pero están dirigidas, además, a todos los arrogantes y jactanciosos en general. Nos hacen pensar en cómo podían ser esas disputas familiares. Ella por ser estéril, había sido la víctima de las puyas y burlas de su rival.
Pero Ana dice: Encima nuestro está Dios que todo lo sabe; todo lo que nosotros decimos, pensamos y sentimos; y que pesa, es decir, juzga las acciones y palabras del hombre, como quien las coloca sobre el platillo de la balanza y estima cuánto valen. A cada cual dará la recompensa que se merece, como quien paga el justiprecio de lo que la balanza ha pesado (Pr 24:12).
Él juzga la calidad de los sentimientos que abrigamos respecto del prójimo, nuestros celos, envidias, o nuestros afectos; y más aun, Él juzga todas nuestras acciones, aun las más insignificantes y escondidas porque nada escapa a su mirada.
Los dos versículos siguientes presentan tres pares de contrastes de la forma cómo Dios obra levantando a los caídos, y humillando a los fuertes. Primero toca a los guerreros:

4. “Los arcos de los fuertes fueron quebrados, y los débiles se ciñeron de poder”.
Los arcos y las flechas eran entonces armas de largo alcance y un símbolo del poder del ejército de los reyes. Los flecheros lucían ufanos los arcos en cuyo manejo ellos eran diestros, pero Dios los rompe y los vuelve inútiles. ¿De qué sirve un arco que no puede ser tensado para disparar una flecha? Es un trozo de madera inútil. Eso hace Dios con los que se jactan de su poderío. (Véase Sal 44:6 y 46:9; 37:14,15). En cambio Él ciñe de fuerza a los débiles y a los caídos, haciendo que triunfen sobre enemigos más poderosos que ellos, porque del Señor es la victoria, y Él se la da a quien quiere.
Luego toca el turno a los que se jactan de su riqueza:

5ª. “Los saciados se alquilaron por pan, y los hambrientos dejaron de tener hambre”.
Aquellos que lo tenían todo, cuyas depósitos estaban llenos de grano y de toda clase de alimento, tuvieron necesidad de buscar trabajo y alquilarse para no pasar hambre, porque todo lo que tenían lo perdieron (Pr 23:5). En cambio los que mendigaban pan hallaron lo suficiente para saciarse y no padecer necesidad. ¡Maravillas que Dios obra frustrando los planes del hombre que no se somete a Él!
Por último, toca a los que se jactan de su prole numerosa -y aquí se refiere Ana a su propia experiencia como mujer:

5b. “Hasta la estéril ha dado a luz siete, y la que tenía muchos hijos languidece.”
A la que era objeto de burla porque era estéril Dios le ha dado el concebir siete hijos. (Nota). Siete, el número perfecto, significa en este caso que Dios ha colmado sus anhelos maternales. Aunque aún no los ha concebido, ella está confiada de que Dios le concederá tener otros hijos además de Samuel (1Sm 2:21). En cambio, la que se jactaba de los muchos hijos que ha tenido, (esto es, Penina) está triste porque ha dejado de concebir.
Los dos versículos siguientes expresan cada uno en paralelismo sinónimo, la forma contrastante cómo Dios obra en los seres humanos.

6. “Jehová mata, y Él da vida; Él hace descender al Seol, y hace subir.”
Dios es quien da la vida a todos los seres que pueblan la tierra y el que la quita cuando quiere pues Él es su autor. Nadie vive y muere sin Él. Alguno quizá se asombre: ¿Cómo puede Ana decir que Dios mata? Jesús lo dijo de otra manera: “No cae ningún pajarillo al suelo sin vuestro Padre” (Mt 10:29). Ningún ser viviente, hombre o animal, muere sin que Dios lo sepa o lo permita. Es Dios quien corta el cordón de plata de que habla Eclesiastés (12:6) y hasta que no lo haga, mantiene al hombre en vida. Pero así como Él mata, Él también restaura la vida, es decir, sana o resucita, porque toda vida procede de Él, incluyendo, para comenzar, la de los recién nacidos a quienes Él da el aliento con que respiran cuando salen de la matriz.
El segundo estico expresa la misma idea en otros términos usando la palabra Sheol, con que los hebreos designaban la morada de los muertos.

7. “Jehová empobrece y Él enriquece; abate, y enaltece.”
Es Dios quien hace prosperar al hombre o le hace languidecer, porque todo procede de su mano. Eso no quiere decir que el hombre no prospere y se enriquezca como fruto de su propio esfuerzo, pero la diligencia de nadie fructifica si Dios no bendice su empeño, así como también Él hace que los ricos pierdan su dinero cuando menos lo piensan, o que los que ocupan altas posiciones en el gobierno, o en la sociedad, las pierdan; y, a su vez, que los que no las tenían y vivían en la oscuridad, sean encumbrados.
Estos dos últimos versículos expresan de una manera muy clara y elocuente la soberanía de Dios sobre el mundo y la sociedad humana que Él ha creado. Nada ocurre sin que Él lo ordene o lo permita. Nosotros podemos pues decir que todo se lo debemos a Dios y, por el mismo motivo, que todo lo que deseamos lo podemos obtener de Él, si a Él le place concedérnoslo. Ése es el motivo por el cual oramos y hacemos rogativas y peticiones, porque la oración mueve su mano. Y si demora en concedernos lo que le pedimos es porque Él desea ser rogado, ya que de esa forma aumenta nuestra dependencia de Él, y en el proceso crecemos espiritualmente. Si Él nos concediera sin demora lo que le pedimos, nos volveríamos caprichosos como niños engreídos, y acumularíamos nuestros pedidos a Dios por cosas que no nos convienen. Haciéndose rogar Él hace que los hombres aprecien los dones de Dios en su justo valor y que nos esforcemos por recibirlos, aunque Él todo lo da gratuitamente.

8ª. “Él levanta del polvo al pobre, y del muladar exalta al menesteroso, para hacerle sentarse con príncipes y heredar un sitio de honor.” (Este versículo es casi una cita literal del Salmo 113:7,8).
Ana afirma que Dios puede cambiar radicalmente la condición de una persona, la más pobre que hubiere y en la mayor situación de miseria, encumbrándola a la posición más alta y más honrosa. Él puede hacerlo porque si Él creó al mundo e hizo todo lo existente dándole la forma que deseaba, bien puede con igual facilidad cambiar la situación de una persona menesterosa para darle el lugar de mayor honor, porque el destino de los hombres está en su mano (ver Dn 4:17; Lc 1:52). La figura del menesteroso en el muladar nos hace recordar el caso de Job que, después de haber sido muy rico, se encontraba en una posición miserable, siendo su paciencia probada por Dios, hasta que pasada la prueba tuvo a bien levantarlo.

8b. “Porque de Jehová son las columnas de la tierra, y Él afirmó sobre ellas el mundo.”
Según la cosmología hebrea la tierra era una superficie plana asentada sobre columnas, y estaba rodeada del mar, como una casa en medio del lago sostenida por pilares (Jb 9:6; Sal 75:3).
Pero si Dios es el autor del mundo y quien lo guarda y sostiene en un sentido material, y el que da vida a todos los seres que lo pueblan, Él lo hace también en un sentido societario y político, aunque sea menos evidente, pues todas las autoridades de la tierra dependen de Él (Rm 13:1,2). Él quita y pone gobernantes y reyes en la tierra, así como suscita a las autoridades espirituales y profetas que han influido en la evolución y desarrollo de los pueblos. (Dn 2:21)
Por último Él es quien ha dado curiosidad al hombre para descifrar los misterios y desentrañar los secretos de la naturaleza, a fin de que, mediante el desarrollo de la ciencia y de la tecnología, pueda sojuzgar la tierra, según le ordenó a Adán (Gn 1:28). Él es pues en realidad el Creador, por intermedio del hombre, de todas la maravillas del mundo moderno con las asombrosos inventos que lo pueblan, y todos los recursos tecnológicos que facilitan la vida y permiten la intercomunicación entre las personas a través de distancias que antes eran infranqueables.

9. “Él guarda los pies de sus santos, mas los impíos perecen en tinieblas; porque nadie será fuerte por su propia fuerza.”
Los guarda en un sentido figurado, de tropezar o de caer en una trampa. En otras palabras, cuida la vida de sus fieles, como sabemos que hace con todos aquellos que, no obstante sus fallas, tratan de vivir de acuerdo a su voluntad guardando su palabra (Sal 91:11). Es una manera de decir: Dios defiende a los que en Él confían. Él cuida su camino y bendice sus entradas y sus salidas.
Pero ¿qué hay de aquellos que algún día se arrepentirán? ¿No lo sabe acaso Dios? Sí, por cierto, Él cuida la vida de aquellos a quienes Él ha elegido aunque no lo sepan, para que algún día sean suyos, y sean contados entre los santos.
En realidad, Dios está constantemente llamando al arrepentimiento a los hombres y mujeres que andan descarriados y alejados de Él, cometiendo torpezas. No sabemos por qué unos responden pronto y otros tarde, ni sabemos por qué algunos permanecen impenitentes hasta la muerte.
Pero ¡ay de los que no responden! ¡Ay de los que se niegan a escuchar la voz de Dios, pese a los muchos que intercedieron por ellos, porque nadie será fuerte contra la calamidad en sus propias fuerzas!
Quizá la calamidad les venga para doblegar su dura cerviz y que inclinen su cabeza ante el Señor. Pero si no lo hicieran, si desafiaran a Dios negando su existencia; o pecando y siendo ocasión de tropiezo para otros, pese al éxito en el mundo que obtengan, ¡cuán triste será su final! Ningún placer gozado en esta vida compensará por los sufrimientos que se padezca en la otra. “¿De qué sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿Valdrá la pena gozar en la tierra de todas las satisfacciones que uno pueda desear y que el mundo ofrece, si ha de pasar la eternidad lejos de Dios, en el infierno? Si los hombres supieran lo que eso significa, no se arriesgarían a pasar ni un segundo de sus vidas en él.
Ana agrega aquí una frase que contiene una verdad muchas veces repetida en la vida cristiana -y que se halla formulada en Flp 4:13 en otros términos: “Nadie será fuerte por su propia fuerza”. Pablo lo dijo así: “Todo lo puedo en Aquel que me fortalece”. Todo lo que el hombre quiera hacer lo logra por las fuerzas y la inteligencia que Dios le presta, aunque él ignore la fuente. El ser humano se cree mucho y se ensoberbece cuando la suerte (esto es, las circunstancias que Dios permite, o que el diablo agencia) le favorecen. En su vana esperanza imagina de que el éxito le sonreirá sin falla siempre, pero ignora que todo lo que tiene y llama suyo le es prestado, y que tiene un término fijado de antemano por Dios. Y que, llegado ese día, tendrá que dar cuenta de todo lo que hizo y del uso que dio a los dones de diversa naturaleza que Dios puso en sus manos.
¡Oh mortal! Si llegas al final de tu vida sin Dios, todo lo perdiste. Pero si cuando llegue ese día estás con Él, para ti el morir será ganancia. (Flp 1:21)

10ª. “Delante de Jehová serán quebrantados sus adversarios, y sobre ellos tronará desde los cielos”
No hay nadie que puede oponerse al poder de Dios. Por eso Ana proclama que sus enemigos –esto es, los que le contradicen y predican lo contrario a su ley- serán quebrantados en su presencia. ¿Quiénes son los adversarios de Dios? En primer lugar, los que conociendo su voluntad se niegan a cumplirla, y enseñan a otros a hacer lo mismo, difundiendo doctrinas contrarias a la suya. En tiempos de Israel esos eran los adoradores de dioses ajenos, cuyos cultos idólatras corrompían las costumbres, porque estaban acompañados de orgías y de prostitución sagrada. Pero también eran enemigos de Dios los enemigos del pueblo escogido, aunque Dios a veces los usara para disciplinar a Israel. En fin, eran enemigos de Dios todos los que violaban su ley en sus vidas privadas, y muy en particular, los que abusaban de su prójimo y lo oprimían (Is 58:3-6); los que olvidaban que Dios había ordenado amar al prójimo con el mismo amor con que uno se ama a sí mismo.
En nuestro tiempo son enemigos de Dios los que obran de una manera contraria a la caridad cristiana. Pero también los que con argumentos falaces niegan la existencia de Dios, y peor aún, los que usando los medios que la tecnología moderna pone a su alcance (radio, TV, Internet), corrompen la moral de la gente y, en especial, de los jóvenes.
Si bien Dios tiene paciencia, todos ellos en su momento, -y ése será un momento particular para cada uno- serán quebrantados por el poder de Dios; algunos públicamente –aunque pocos reconozcan la mano de Dios cuando interviene- otros, de forma privada. De una u otra forma, Dios llamará a cuentas a todos los que se le opusieron y arrastraron a otros por el mismo camino de perdición que ellos siguieron. Por eso Ana añade:

10b. “Jehová juzgará los confines de la tierra”
Él es juez del mundo entero. Ante Su tribunal comparecerán todos, cristianos y paganos, agnósticos y ateos, buenos y malos. Todos comparecerán ante el tribunal de Dios para recibir la sentencia que sus hechos merecen (Rm 14:10; 2Cor 5:10). Algunos alcanzarán misericordia; otros, los endurecidos, serán objeto de su justa ira. “¡Tremenda cosa es caer en manos del Dios viviente!” (Hb 10:31)

10c. “Dará poder a su Rey, y exaltará el poderío de su Ungido”
Las últimas palabras de Ana –puesto que todavía no había rey en Israel- constituyen una profecía doble: una inmediata acerca del rey David, al que su hijo Samuel en un día no lejano ungiría; otra futura sobre el descendiente de David que sería el Mesías, que vendría a salvar a su pueblo y al mundo entero del pecado.

11. “Y Elcana se volvió a su casa en Ramá; y el niño ministraba a Jehová delante del sacerdote Elí.”
Terminado su cántico, que Elcana debe haber escuchado asombrado, él se llevó a los suyos de regreso a su casa, dejando al niño con el sacerdote Elí. Hemos de pensar, como ya se ha dicho, que esa entrega se produjo no a la tierna edad en que el niño fue destetado del seno materno, en que cuidarlo hubiera sido una carga para Elí, sino a la edad en que el niño no tendría necesidad del cuidado constante de su madre –quizá a los 5 ó 6 años- y estaba ya en condiciones de poder ministrar al Señor, según las posibilidades infantiles, cantando o tocando algún instrumento, o ayudando en el altar. No obstante, cualquiera que fuera su edad ¿podemos imaginar cuánto debe haber llorado el niño cuando su madre se separó de él dejándolo en manos de Elí, y cuánto debe haber partido el alma de Ana su llanto?
El futuro profeta y juez de Israel creció desde temprana edad en el santuario de Dios, participando en las ceremonias sagradas y en los solemnes sacrificios, llenando su mente y su imaginación de la grandeza del poder de Dios, y de la reverencia debida a su Nombre. Él recibió en el consejo de Dios la mejor preparación posible para el papel que posteriormente iba a desempeñar en la historia del pueblo elegido.
Ana es un tipo de María, la madre de Jesús porque, aunque haya algunas diferencias entre ellas, hay entre ambas significativas semejanzas. Ana concibe un hijo por una intervención milagrosa de Dios que la libra de la esterilidad; María, que no era estéril, concibe milagrosamente a un hijo sin intervención de varón (Lc 1:26-35).
Ana da a luz a un hijo que cumplirá un papel fundamental en la historia de Israel, pues por él las doce tribus se unifican en un estado y alcanzan gran poder al tener a su cabeza a un rey. María da a luz al Ungido, al Mesías, Salvador de la humanidad entera que cambió el rumbo de la historia humana.
Ana pronunció una profecía que tendría un doble cumplimiento. Uno próximo: la unción de un rey para Israel, que se cumplió por la acción de su hijo al ungir primero a Saúl, y luego a David. En efecto, tal como anunció ella, Dios exaltó el poder de ese ungido, el rey David, que fundó la grandeza de Israel.
Pero su profecía apunta al Rey futuro del mismo linaje real, que será el verdadero Ungido, el Mesías enviado por Dios para redimir al mundo del pecado, profecía que se cumplió a través del Hijo que María concibió por obra del Espíritu Santo. Ana es pues, en muchos sentidos, una noble figura de María, así como Samuel lo es de Jesús.

Nota: El salmo 127:4,5 compara a los hijos con las flechas que tiene el hombre en su aljaba.
NB. En la próxima entrega, estudiaremos el Cántico de María, llamado también “Magnificat”, que tiene mucho en común con el de Ana.

#684 (10.07.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

viernes, 8 de julio de 2011

EL CÁNTICO DE ANA I

Por José Belaunde M.

Introducción
Los dos libros de Samuel que figuran en nuestras biblias formaban originalmente en los manuscritos hebreos un solo libro. La división en dos libros se hizo en la traducción al griego del Antiguo Testamento, llamada “Septuaginta”, unos 200 años antes de Cristo, y fue adoptada por la Vulgata latina. (Nota 1)
El título de “Libro de Samuel” es muy apropiado, no sólo porque contiene la historia del propio profeta desde su nacimiento hasta su muerte sino porque indica que el espíritu del Señor que habitaba en Samuel formó el alma del reino de Israel cuya fundación se hizo bajo su conducción.
Tal como están divididos ahora, el primer libro contiene la historia del pueblo israelita desde el final de la época de los jueces -que concluye con el último de ellos, Samuel- hasta el final del reinado de David, que fue ungido por Samuel, tal como lo había sido antes Saúl. Abarca unos 125 años, desde el año 1050 AC hasta el año 931 AC, aproximadamente.
En la época de los jueces (de 1220 AC a 1050 AC) el pueblo de Israel vivía en una forma desorganizada. El santuario de Silo (2), donde Josué había levantado el tabernáculo de reunión, y depositado el arca de la alianza (Jos 18:1), había sido profanado por la conducta indigna de los dos hijos del anciano sacerdote Elí, y por la idolatría reinante. Ahí, en ese lugar corrompido, puso Dios al niño Samuel para renovar su reino en la tierra cuyo testigo era el pueblo de Israel.
En Silo se celebraba una fiesta anual, a la cual acudía todo el pueblo. El arca permaneció en Silo hasta que fue capturada por los filisteos (1Sm 4), pero cuando fue recuperada ya no fue devuelta a Silo, ciudad que fue destruida durante esa guerra, sino fue depositada en Quiriat-Jeraim (1Sm 6:21, 7:1).
Es de notar que en el libro de Samuel aparece por primera vez el nombre divino de “YWHW Sabaot”, -abreviación de “YWHW (Elohé) Sabaot”- es decir, “Jehová (Dios) de los ejércitos”, que no figura en el Pentateuco ni en los libros de Josué y de Jueces.
Como dice F. Delitzsch –en quien me apoyo para escribir esta introducción- “cuando Israel recibió un representante visible del Dios y Rey invisible en la persona del monarca humano, el Dios de Israel se convierte en el Dios de los ejércitos celestiales. (1ª Sm 1:3,11, etc.).
Con el establecimiento de la monarquía el pueblo de Israel llegó a ser por un breve tiempo una potencia mundial, que alcanzó su máximo poderío durante el reinado de Salomón, al cual estuvieron sujetos varios pueblos y reinos vecinos. El libro de Samuel –profeta y juez- narra el comienzo de una nueva época en la relación de Dios con su pueblo, y la elevación del reino visible de Dios a un poder delante del cual sus enemigos debían inclinarse.
El libro debe haber sido escrito después de la división del reino de Israel bajo el hijo de Salomón, pero no mucho después. Tal como ha llegado a nosotros es obra de varios autores sucesivos, entre los cuales, según 1Cro 29:29, se contarían los profetas Natán y Gad. Debe suponerse también la intervención de un editor, guiado por el Espíritu Santo, que escogió los episodios que figuran en él y descartó otros.

Comentario al Primer Libro de Samuel, Cap. 1, vers del 1 al 19

La historia del nacimiento de Samuel y el Cántico de Ana, que figuran al comienzo del primer libro de Samuel, son episodios tan sencillos como conmovedores, y están llenos de enseñanzas.

1. “Hubo un varón de Ramataim de Zofim, del monte Efraín, que se llamaba Elcana, nijo de Jeroham, hijo de Eliúl, hijo de Tohu, hijo de Zuf, efrateo.”
El primer versículo introduce a un personaje que es central en el comienzo del relato. Nos lo presenta informándonos primero de dónde era, de qué localidad de Israel, y luego nos dice cuál era su nombre, Elcana, y nos presenta su genealogía hasta la cuarta generación. En esa época, como en todas las sociedades patriarcales, en que la memoria de las tradiciones jugaba un papel muy importante, mencionar a los antepasados de una persona era una forma de identificarlo.

Lo hace también para asegurarnos que él era un israelita de vieja y distinguida estirpe levita, que vivía en los montes de Efraín (Samaria), pero que el más antiguo de sus antepasados nombrados era de Belén (Efrata). La mención de esta localidad establece la conexión de esta conmovedora historia con el nacimiento de Jesús.

2. “Y tenía él dos mujeres; el nombre de una era Ana, y el de la otra, Penina. Y Penina tenía hijos, mas Ana no los tenía.” (3)
Según las costumbres reinantes entonces, que toleraban la poligamia, él tenía dos mujeres, circunstancia que, como veremos enseguida, era causa de fricciones en su hogar (4). Una de sus mujeres era estéril; la otra, en cambio, le había dado varios hijos.

3. “Y todos los años aquel varón subía de su ciudad para adorar y para ofrecer sacrificios a Jehová de los ejércitos en Silo, donde estaban dos hijos de Elí, Ofni y Finees, sacerdotes de Jehová.”
Según la costumbre ya secular Elcana iba todos los años a Silo, donde estaba entonces el templo en que se guardaba el arca de la alianza, o pacto, para adorar al Señor y ofrecer sacrificios (Dt 12:5,6,7,11,12).

Ahí vivía Elí, el viejo sacerdote, con sus dos hijos que oficiaban en el santuario, y de quienes el texto, más adelante, no tiene nada bueno que contar.

4. “Y cuando llegaba el día en que Elcana ofrecía sacrificio, daba a Penina su mujer, a todos sus hijos y a todas sus hijas, a cada uno su parte.”
Notemos que la práctica de ofrecer animales en sacrificio significaba que una vez ofrecido éste, se celebraba un banquete en que se comía la carne sacrificada, se bebía y todos se alegraban. Adorar al Señor incluía pues, regocijarse en su presencia comiendo y bebiendo, algo que a nosotros hoy nos parecería extraño.

5-8. “Pero a Ana daba una parte escogida; porque amaba a Ana, aunque Jehová no le había concedido tener hijos. Y su rival la irritaba, enojándola y entristeciéndola, porque Jehová no le había concedido tener hijos. Así hacía cada año; cuando subía a la casa de Jehová, la irritaba así; por lo cual Ana lloraba, y no comía. Y Elcana su marido, le dijo: Ana, ¿por qué lloras? ¿por qué no comes? ¿y por qué está afligido tu corazón? ¿No te soy yo mejor que diez hijos? ”
El texto nos revela la preferencia que tenía Elcana por Ana, la mujer que no le había dado hijos, en contraste con la otra. Pero esa preferencia del marido por una de sus mujeres daba lugar a que la “aborrecida”, es decir, la menos amada, se vengara de su rival echándole en cara su esterilidad. Notemos que mientras Penina irritaba deliberadamente a Ana, ésta no le respondía en el mismo tono, y sólo lloraba, mostrando una disposición de carácter más benigno. Quizá por ese motivo la prefería su esposo (5).

En esta situación hay un eco de la vida familiar de Jacob, casado con Lía, que le había dado hijos e hijas (Gn 30:1-24), pero que amaba a Raquel, que fue estéril hasta que concibió a José.

Hoy en día muchas mujeres evitan tener hijos como la peste, y muchas mueren sin haberlos tenido, pero en la antigüedad la gloria de la mujer eran sus hijos. La fertilidad era una bendición de Dios, mientras que la esterilidad era considerada como una maldición y una vergüenza.

La subida anual a Silo, que debía ser para Ana una ocasión de regocijo, era para ella un motivo de aflicción porque iba sin estar acompañada de hijos, como las demás mujeres del clan, razón por la que ella no participaba de la alegría común, y más bien lloraba.

En esta ocasión Elcana, enamorado, le recriminó que no se alegrara y no comiera, haciéndole un reproche de marido herido: “¿No te soy yo mejor que diez hijos?” (6).
Aunque para Ana el amor de su marido no suplía la carencia de un hijo, pues a pesar de saberse amada lloraba y sufría, ella comprendió de inmediato que no participar de los festejos, era no valorar el gran amor que su marido tenía por ella, y que lo heriría si no se sentaba a la mesa con los demás. La masculinidad, el orgullo viril, de Elcana estaban en juego: ¿No valgo yo para ti más que todos los hijos que Dios te diera?

Este reproche velado de Elcana pone el dedo en la llaga de una dicotomía en el amor de los esposos. ¿Qué vale más para la mujer, su marido o sus hijos? En la respuesta (y en los múltiples matices en que pueda darse) con frecuencia reside la clave de su felicidad, o del enfriamiento de sus relaciones. ¿Pero debe haber acaso conflicto entre ambos sentimientos? Al contrario, el cariño por los hijos que tuvieron juntos debería reforzar el amor que siente la esposa por su marido, y el amor de él por ella.

9-11. “Y se levantó Ana después que hubo comido y bebido en Silo; y mientras el sacerdote Elí estaba sentado en una silla junto a un pilar del templo de Jehová, ella con amargura de alma oró a Jehová, y lloró abundantemente. E hizo voto, diciendo: Jehová de los ejércitos, si te dignares mirar a la aflicción de tu sierva, y te acordares de mí, y no te olvidares de tu sierva, sino que dieres a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová todos los días de su vida, y no pasará navaja sobre su cabeza.”
Después de haber participado lo mejor que pudo con los demás en la alegría del banquete, Ana se levantó sola de la mesa y se fue al templo del Señor a orar. Podemos concebir el contraste entre el jolgorio del banquete, en el que ella tuvo que participar, y la desolación que en su interior sentía. En el templo derramó ella con muchas lágrimas toda la amargura que tenía en su alma por la desdicha de no poder concebir un hijo, y de llevar el estigma de ser una mujer estéril. Dice el texto que “lloró abundantemente”.

Con las lágrimas se descarga el corazón y se alivia la pena. ¡Ay de los que no saben llorar, y de los que reprimen sus lágrimas! Guardan en el pecho toda su amargura, todo su dolor, y esos sentimientos ahí encerrados les corroen el corazón y les roban su vitalidad.

Mientras oraba Ana expresó su petición en la forma de un voto a Dios: “Si te inclinas a mirar mi aflicción y tienes compasión de mi desdicha dándome un hijo varón (¿por qué valía para ella más un hijo varón que una mujercita?) yo te lo consagraré toda su vida de modo que la navaja nunca corte su cabello”.

Ella le dedica a Dios su hijo perpetuamente antes de que nazca. ¿Cómo podía ella hacer eso sin el consentimiento de la criatura? Al hacerlo, si Dios le concedía que concibiera, Él pondría en el corazón de ese hijo el sentimiento y la voluntad de la consagración hecha en su nombre. Lo que las madres desean para sus hijos mientras lo llevan en el seno, o aun antes de concebirlos, influye enormemente en sus sentimientos y su destino. Ellas tienen ese poder.

Mujer que esperas un hijo, ¿qué desearías tú que fuera él algún día? Convierte tu deseo en una oración constante y ferviente, y verás cómo tu deseo se convierte en realidad.

En Números 6 están consignadas las reglas del nazareato que debían cumplir los varones que voluntariamente se consagraban a Dios durante un período determinado de su vida. La consagración solía ser voluntaria, y podía ser temporal o de por vida. El “nazir” (o “nazareo”) se comprometía, entre otras cosas, a no beber vino ni sidra, ni vinagre derivado de ambos, así como a no comer uvas, frescas o secas. Pero, sobre todo, se comprometía a no cortarse el cabello durante el tiempo de su consagración, el cual culminaba precisamente con el corte del cabello en una ceremonia en la que los cabellos eran quemados junto con el carnero que se ofrecía en sacrificio. En el caso de Sansón, nazareo de por vida por orden de Dios dada a su madre antes de que fuera concebido (Jc 13:3-5), su fuerza excepcional radicaba precisamente en sus cabellos nunca cortados. Es posible que Juan Bautista fuera también “nazir”. (7).

12-14. “Mientras ella oraba largamente delante de Jehová, Elí estaba observando la boca de ella. Pero Ana hablaba en su corazón, y solamente se movían sus labios, y su voz no se oía; y Elí la tuvo por ebria. Entonces le dijo Elí: ¿Hasta cuándo estarás ebria? Digiere tu vino.”
Ella estaba enteramente entregada a su oración, desconectada de su entorno. Oraba con palabras en su corazón, moviendo sus labios pero sin emitir sonido alguno, como cuando las personas están completamente absortas en sus sentimientos. Mientras tanto, sin que ella se diera cuenta, el sacerdote Elí, que presidía sobre el culto en el santuario, la estaba observando.

Y como la vio tan absorta en sí misma y ausente de lo que la rodeaba, y que sólo movía sus labios pero que no pronunciaba palabra, la tomó por borracha, y bruscamente y con dureza, le reprochó: “¿Hasta cuándo estarás ebria?” Elí (con poca percepción psicológica) asume sin más que ella debe haberse levantado de la mesa, aíta de vino y carne, y que había entrado al templo para reposar y esperar que le pase el efecto del licor.

¿Cuántas veces sucede que somos incapaces de percibir el estado de ánimo por el que atraviesan personas cuyos gestos y palabras inhábiles atribuimos a torpeza, sin percatarnos de que son producto de la angustia de su espíritu? Tratamos al adolorido sin consideración alguna porque no se expresa con fluidez, sin comprender que la aflicción traba su lengua. ¿De qué depende el que podamos sentir empatía por el afligido, o que seamos indiferentes o incomprensivos? De cuán cercanos o lejanos estemos de Dios, de cuán llenos o vacíos estemos de su amor. El amor de Dios aguza nuestra sensibilidad y nos hace considerados; su ausencia en nuestra alma nos vuelve fríos, indiferentes y hasta crueles. Algún día daremos cuenta ante el trono de Dios todos los seres humanos -pero sobre todo los cristianos, porque hemos recibido más- de cómo nos hemos comportado con nuestros semejantes.

¡Oh, Dios no pasará revista a nuestras calificaciones y a nuestros méritos, según el mundo; no tendrá en cuenta nuestros diplomas y títulos académicos; o cuántos elogios recibimos, ni cuántos éxitos mundanos cosechamos. Jesús lo dijo. Dios nos juzgará por la forma cómo tratamos a nuestros semejantes (Mt 25:31-46). De ahí que él dijera: “Hay muchos primeros que serán últimos, y muchos últimos que serán primeros.” (Mt 19:30). El mundo ignora nuestros verdaderos éxitos, y quizá los ignoramos nosotros mismos, así como ignora también cuáles son nuestros verdaderos fracasos, y muchas veces nosotros mismos no somos conscientes de ellos.

15,16. “Y Ana le respondió diciendo: No, señor mío; yo soy una mujer atribulada de espíritu; no he bebido vino ni sidra, sino que he derramado mi alma delante de Jehová. No tengas a tu sierva por una mujer impía; porque por la magnitud de mis congojas y de mi aflicción he hablado hasta ahora.”
La respuesta de Ana es a la vez sencilla y elocuente: No soy lo que tú piensas, una mujer que viene a este recinto a pasar su borrachera después de una francachela. Soy una mujer afligida que ha venido a derramar toda su congoja delante de Dios, que yo sé que me escucha. No es una bebida alcohólica lo que me hace mover los labios, y hablar para mis adentros, sino una gran pena.

¡Qué bella es la expresión “derramar el alma” para describir la acción de expresar con lágrimas y suspiros todo lo que uno tiene dentro! Con Dios uno no necesita guardar reserva alguna.

17,18. “Elí respondió y dijo: Ve en paz, y el Dios de Israel te otorgue la petición que le has hecho. Y ella dijo: Halle tu sierva gracia delante de tus ojos. Y se fue la mujer por su camino, y comió, y no estuvo más triste.”
Eli, felizmente, reacciona positivamente a su confesión y pronuncia una bendición sobre ella: “Que el Señor te conceda lo que le has pedido”. Aunque él tenga un corazón endurecido por el incumplimiento de sus deberes como sacerdote y como padre, no puede dejar de ser tocado por una efusión tan sincera como la de Ana. Las palabras de Elí, siendo sumo sacerdote, tienen el carácter de una profecía: “El Señor te concederá lo que le has pedido.” Y así lo entendió Ana, pues cambió su pena en alegría, y al volver donde los suyos, comió y bebió. Ya no estaba acongojada pues tenía la seguridad de que Dios había escuchado su oración.

Ella toma las palabras del sumo sacerdote como una confirmación de que Dios le concedería lo que le había pedido. Cualquiera que fuera el descuido con que Elí desempeñara sus funciones, Dios habla por medio de aquellos sobre quienes reposa su unción sacerdotal.

19. “Y levantándose de mañana, adoraron delante de Jehová, y volvieron y fueron a su casa en Ramá. Y Elcana se llegó a Ana su mujer, y Jehová se acordó de ella.”
El relato prosigue su curso rápidamente y, sin entrar en detalles, cuenta con pocas palabras lo esencial. Culminada la celebración, la comitiva familiar se levantó muy temprano y regresó a casa después de postrarse una vez más delante del Señor. Es interesante notar cómo la adoración era entonces un asunto familiar presidido por el “pater familias”, en la que todos tomaban parte -cuán sinceramente sólo Dios lo sabía.

Elcana “se llegó a su mujer” es una expresión convencional con la que el autor bíblico expresa la relación conyugal. Esta vez no fue inútilmente para la esperanza de Ana, porque Dios “se acordó de ella”, de lo que ella le había pedido, y de lo que Elí le había prometido en nombre suyo, es decir, concibió un hijo.

¿Tendrá Dios necesidad de acordarse de nosotros para concedernos lo que le pedimos? Esa es una manera de describir en términos coloquiales la forma incomprensible para nosotros cómo Dios actúa. Lo que esas palabras quieren decir en este caso es que Dios intervino en el momento oportuno para colmar el deseo de la mujer y premiar su fe.

¡Oh, que Dios se acuerde de nuestras peticiones como hizo con Ana! Si nosotros caminamos en fe, confiando plenamente en Él, no dejará de cumplir una sola de ellas. Jesús dijo: “Conforme a vuestra fe os será hecho” (Mt 9:29). Si poco o mucho, tú determinas cuánto Dios te concede. Esa es una verdad que con frecuencia olvidamos, porque nos cuesta tomar la palabra del Señor en serio, como si su palabra no fuera firme como la roca. ¿Acaso es Él “hombre para que mienta” o “hijo de hombre para que se arrepienta” de lo prometido? “Él dijo ¿y no hará?” (Nm 23:19; cf 1Sm 15:29).

Notas: 1. En estas dos versiones a los dos libros de Samuel se les llama Reyes I y Reyes II; y a los que en nuestra versión española son Reyes I y Reyes II, se les llama Reyes III y Reyes IV.
2. Ciudad situada al Norte de Betel y al Este del camino que lleva a Siquem, según Jc 21:19.
3. Ana quiere decir “gracia”; y Penina, “coral”.
4. La poligamia no oficial, pero de hecho, tan frecuente en nuestra sociedad, es también causa frecuente de fricciones y sufrimiento en los hogares.
5. Podría intentar hacer una interpretación alegórica como era usual en los primeros siglos de la iglesia. Penina representa a los cristianos que se empeñan en trabajar para el Señor en sus propias fuerzas y obtienen pronto resultados visibles. Ana representa a quienes esperan pacientemente hasta que el Señor obre en ellos. Mientras que el fruto del esfuerzo de los primeros desaparece al poco tiempo y es olvidado, el fruto de los segundos permanece y deja una profunda huella.
6. Elcana no amaba menos a Ana porque era estéril sino, al contrario, la engreía, así como Cristo no ama menos a su iglesia por sus defectos sino, al contrario, más la cuida a causa de ellos. De igual modo los maridos no deben amar menos a sus esposas por las debilidades que tengan y de las que ellas no sean culpables, sino al contrario, deben animarlas y sostenerlas.
7. En el libro de los Hechos 21:23-26 figura un episodio en que Pablo, por sugerencia de Santiago, se hace cargo de los gastos de la ceremonia con que terminaba el nazareato de cuatro creyentes, lo cual es ocasión de que Pablo sea capturado por sus enemigos.


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