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martes, 9 de agosto de 2011

EL CONCILIO DE JERUSALÉN II

Consideraciones acerca del libro de Hechos X


Por José Belaunde M.


En el artículo anterior (El Concilio de Jerusalén I) hemos visto cómo la asamblea convocada para resolver el tema de la circuncisión de los creyentes gentiles, aprobó la propuesta de Santiago de imponer a los cristianos no judíos sólo cuatro normas de conducta que garantizaran la convivencia y la unidad entre creyentes judíos y no judíos fuera de Israel.

Al terminar de hablar Santiago la asamblea, con los apóstoles y ancianos a la cabeza, decidió escribir una carta a la iglesia de Antioquía y a las otras iglesias gentiles nacientes, y enviarla por medio de dos miembros prominentes de la congregación de Jerusalén. Con ese fin escogieron a Judas, llamado Barsabás (Nota 1) y a Silas, quienes irían acompañados de Bernabé y de Pablo. La carta, que está específicamente dirigida a los creyentes gentiles, decía lo siguiente: “Los apóstoles, los ancianos y los hermanos (2), a los hermanos de entre los gentiles que están en Antioquía, en Siria y en Cilicia (es decir en los lugares por donde Pablo y Bernabé han pasado fundando iglesias compuestas principalmente por gentiles), salud.” (Hch 15: 23) Esta frase constituye el exordio y el saludo. Lo que sigue es el contenido propiamente dicho de la misiva.

“Por cuanto hemos oído que algunos que han salido de nosotros, a los cuales no dimos orden, (con estas palabras se desautoriza a los judaizantes que apelaban a la autoridad de Santiago) os han inquietado con palabras perturbando vuestras almas, mandando circuncidaros y guardar la ley (he aquí el meollo del problema y lo que la carta pretende aclarar definitivamente: para ser discípulo de Cristo no hay necesidad de hacerse primeramente judío), nos ha parecido bien, habiendo llegado a un acuerdo, (es decir, lo que os escribimos es una decisión a la que por consenso ha llegado toda la iglesia) elegir varones y enviarlos a vosotros con nuestros amados Bernabé y Pablo, hombres que han expuesto su vida por el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo.” (v. 24-26). (Con estas palabras la iglesia de Jerusalén da su respaldo pleno a la predicación de Pablo y Bernabé).

“Así que enviamos a Judas y a Silas, los cuales también de palabra os harán saber lo mismo”. (Es decir, ellos les explicarán aquellos aspectos sobre los cuales pudieran tener dudas. Tienen nuestro respaldo para hacerlo). Lo que sigue es la parte más importante de la carta: “Porque ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros (lo que les decimos no es sólo nuestra opinión, sino es lo que el Espíritu nos inspira decirles después de haberle consultado) no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias (para que judíos y gentiles podáis sentaros a la misma mesa sin que lo que uno coma sea chocante para el otro, ni tenga reproche alguno sobre la conducta del otro): que os abstengáis de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación; de las cuales cosas, si os guardareis, bien hacéis. Pasadlo bien” (3) (v. 27-29) (Estas dos palabras finales son el saludo de despedida).

Llegados a este punto la asamblea tuvo prisa por comunicar su decisión a la iglesia de Antioquía y a las demás iglesias mencionadas antes, enviando la carta por medio de los miembros citados de la iglesia de Jerusalén, Judas Barsabás, y Silas, junto con Bernabé y Pablo.

Los emisarios no se contentaron con entregar la carta a la iglesia de Antioquía sino que la leyeron a la congregación reunida (v.30,31), añadiendo Judas y Silas, que eran profetas, las palabras de consolación que les movió a decir el Espíritu. Cumplido el encargo que les fue confiado, -después de cuánto tiempo no se sabe, pero la versión árabe dice: “pasado un año”- Judas, con los demás de la comitiva cuyos nombres no se mencionan, retornó a Jerusalén, pero Silas se quedó en Antioquía (v.34). (4) “Fueron despedidos en paz por los hermanos,” dice el texto (v. 33), lo cual quiere decir que dejaron a la iglesia de Antioquía también en paz, habiendo calmado las inquietudes que los promotores de la circuncisión habían suscitado.

Pablo y Bernabé se quedaron también durante un tiempo más en esa ciudad, que era su centro de operaciones, confirmando “a los hermanos con abundancia de palabras.” (v. 32) (5).

Es interesante observar –como anota Adolf Schlatter (6)- que el sentido propio y la importancia coyuntural que tenían las cuatro abstenciones mencionadas en la carta se perdió pronto, porque los escritores cristianos del segundo siglo se refieren a ellas como si prohibieran la idolatría, el adulterio y el asesinato, como si su propósito hubiera sido formular un código elemental de ética, lo cual no era el caso (7).

Es interesante notar asimismo que el decreto de Jerusalén –por llamarlo de alguna manera- no contiene ninguna declaración doctrinal. De lo que trata es del comportamiento que deben guardar los hermanos en las iglesias formadas por judíos y gentiles para que puedan tener “koinonía” y poder, además, comer juntos y, esto es muy importante, “partir el pan” juntos.

En realidad la cuestión acuciante que estaba en el tapete en ese momento era la unidad de la iglesia. ¿Habría una sola iglesia formada por creyentes judíos y gentiles, o dos iglesias separadas, una formada por judíos que seguían guardando escrupulosamente toda la ley de Moisés, y otra formada por gentiles que no se ceñían a ella, salvo el Decálogo? ¿Una iglesia que consideraba a la comunidad de Jerusalén como la iglesia madre y otra que miraba a la de Antioquía? Ciertamente la iglesia de Antioquía era la iglesia madre de las iglesias fundadas por Pablo y Bernabé en sus viajes. ¿Pero podía la iglesia de Antioquía tomar decisiones vitales prescindiendo de la de Jerusalén, donde estaban los tres pilares de la iglesia, Pedro, Juan y Santiago? Antioquía nunca lo habría soñado, ni Pablo –tan preocupado por mantener la unidad de la iglesia- lo hubiera permitido. Él insistió en que fuese Jerusalén la que decidiera las cuestiones que habían causado zozobra entre los creyentes.

Aquí hay una paradoja: De un lado él insistía con gran énfasis en señalar que el encargo y el llamado que él había recibido de predicar a los gentiles no dependía de ningún hombre, sino que procedía directamente de Dios; de otro, él daba gran importancia a que las decisiones sobre los temas en que había opiniones encontradas, fueran tomadas por la iglesia de Jerusalén donde estaban los apóstoles que habían estado con Jesús, y sus allegados más cercanos.

Un aspecto intrigante del llamado “Decreto de Jerusalén”, es que no se menciona para nada el sábado, a pesar de la importancia que tenía para los judíos. Los pueblos paganos, como sabemos, no guardaban el sábado, no tenían un día de descanso semanal, y tildaban a los judíos de ociosos por hacerlo. ¿Guardaban el descanso semanal los discípulos judíos de Jesús después de su muerte? Aparentemente sí, pero es una pregunta difícil de contestar por la falta de evidencias seguras. Por lo pronto no se reunían los sábados para orar sino solían hacerlo al día siguiente, que empezaron a llamar “el día del Señor(8), en recuerdo de la resurrección de Jesús. Pero no descansaban ese día, ni les hubiera sido fácil hacerlo a los que trabajaban por su cuenta y a los asalariados. Pero los fariseos convertidos, que eran celosos de la ley y que querían imponer la circuncisión a todos los creyentes, posiblemente sí guardaban el sábado. ¿Por qué no trataron de imponer con el mismo rigor a los gentiles el descanso sabatino si ése era también un punto muy importante de la ley?

Jesús mismo sí lo guardaba pues Él cumplió toda la ley, aunque criticara la excesiva reglamentación de su cumplimiento desarrollada por las tradiciones judías, la llamada Torá oral, y diera al sábado un nuevo significado. Pero es poco probable que los “nazarenos”, o que Santiago, el hermano del Señor, viviendo en un ambiente judío, no se sintieran obligados a guardarlo.

Todo hace pensar que Jesús nunca tuvo la intención de reemplazar el descanso en sábado por el descanso en el primer día de la semana, y así lo entendió la iglesia de Jerusalén. Fue Pablo quien vio la dificultad que para los gentiles convertidos representaba guardar el sábado fuera de la tierra de Israel (Col 2:16).

Otro aspecto interesante de la carta redactada por la iglesia de Jerusalén es que no decreta ni impone a sus destinatarios las cuatro directivas de conducta, sino sólo las recomienda: haréis bien en guardar estas cosas (Hch 15:29). La iglesia de Jerusalén, pese a su reconocida eminencia, no ejercía autoridad sobre las iglesias hermanas. Sólo más tarde se desarrollará el principio de autoridad de una iglesia sobre otras, y eso muy lentamente.

Otro aspecto que conviene señalar también es que la carta no está dirigida a todas las iglesias gentiles, sino sólo a la iglesia de Antioquía y a las de Siria y Cilicia que dependían de ella, y no a todos sus miembros, sino a los hermanos gentiles de entre ellas, porque los creyentes judíos seguían guardando toda la ley. Ese parece ser el sentido del ver. 21, donde se dice que la ley de Moisés es enseñada en las sinagogas todos los sábados, lo cual quiere decir que los discípulos judíos acudían a la sinagoga en sus ciudades, y que probablemente guardaban toda la ley.

Eso nos pone ante el cuadro siguiente: en las iglesias mixtas, es decir formadas por creyentes judíos y gentiles, al hacer mesa común, los creyentes judíos se ceñían, como estaban acostumbrados, a las prescripciones alimenticias de la ley mosaica; los creyentes gentiles, por su lado, a fin de no chocar a sus hermanos judíos, se abstenían de lo indicado en los tres puntos de la carta tocantes a la alimentación.

Con el tiempo, a medida que la iglesia judía fue superada en número por las iglesias donde predominaban los creyentes de origen gentil, es decir, pagano, las prescripciones alimenticias mosaicas fueron cayendo en desuso entre los cristianos, incluso judíos. Vale la pena notar que, recordando la advertencia hecha por Jesús (Mt 24:15-18), los cristianos de Jerusalén huyeron de la ciudad antes de que fuera sitiada por los romanos, salvando de esa manera la vida. Bajo la dirección de Simeón, hermano y sucesor de Santiago, ellos se establecieron en la vecina ciudad de Pella, pero subsistieron por poco tiempo.

Referente a lo “sacrificado a los ídolos” Pablo en su primera epístola a los Corintios (iglesia a la cual no fue dirigida la carta de Jerusalén) sostiene que, dado que los ídolos nada son, pues los dioses no existen ya que hay un solo Dios, los cristianos pueden comer de toda la carne que se venda en el mercado, sin preguntar si ha sido sacrificada a los ídolos o no. Pero si alguno le advierte al que está a la mesa que la carne que está a punto de comer ha sido sacrificada a ídolos, sería bueno que se abstenga de comerla para no ser tropiezo al que hizo la advertencia –cuya conciencia es débil- pues al verle comerla, podría ser estimulado a hacer algo que su conciencia repruebe y se contamine. El principio que él sienta al respecto es “todo me es lícito, pero no todo edifica”. (Ver 1ª Cor 8 y 10:23-33).

Queda sin embargo la pregunta: ¿La prohibición de comer sangre, que es anterior a la ley de Moisés (véase Gn 9:3,4), sigue siendo válida en nuestro tiempo? En el Nuevo Testamento no hay respuesta explícita a esa pregunta, aparte de lo indicado en el episodio que comentamos. Por ese motivo la práctica de las iglesias ha sido variada, aunque la tendencia predominante es ignorar esa prohibición.

Notas: 1. En Hch 1:23 se menciona a otro Barsabás (e.d. hijo de Saba), llamado José, que tenía por sobrenombre “el Justo”, y que fue uno de los dos candidatos propuestos para completar el número de los doce apóstoles, reemplazando al traidor Judas Iscariote.

2. Con esta introducción se designa en orden jerárquico a los que asistieron a la reunión y adoptaron por consenso las decisiones que se tomaron, esto es, en primer lugar, a los apóstoles, cuya autoridad provenía de haber acompañado y haber sido instruidos por Jesús. Nadie podía transmitir mejor que ellos lo que su Maestro hubiera pensado acerca de los asuntos graves que se planteaban a la iglesia. Enseguida se menciona a los ancianos, como colaboradores inmediatos suyos, que asumían determinadas responsabilidades en la iglesia; y por último, a los miembros “de a pie” de la congregación, cuya opinión fue también tenida en cuenta.

3. El significado de estas cuatro prohibiciones fue explicado en el artículo anterior: “El Concilio de Jeruslén I”.

4. El v. 33 sugiere, en efecto, que los cuatro no fueron los únicos que descendieron a Antioquía, sino que fueron acompañados por otros más, puesto que dice: “fueron despedidos” en plural. Pero si Silas, Pablo y Bernabé se quedaron en Antioquía, Judas Barsabás sería el único que fue despedido. Sin embargo, el vers. 34 sólo figura en el texto occidental, pero no en el texto alejandrino, que es más antiguo. Si ese versículo fue añadido por un copista, como algunos creen, Silas habría retornado a Jerusalén con Judas. En ese caso, cuando posteriormente al separarse de Bernabé a causa de la disputa que tuvieron sobre Juan Marcos, Pablo escoge a Silas por compañero para su próximo viaje misionero, habría que pensar que fue a buscarlo a Jerusalén. Sea como fuere, Silas, cuyo cognomen romano era Silvanus, era un socio muy adecuado para Pablo en esta nueva etapa, porque era también ciudadano romano como él.

5. Nótese que cuando las palabras son de la iglesia se menciona a Bernabé antes que a Pablo, pero cuando habla el narrador Pablo es mencionado primero.

6. En su libro “Die Geschichte der ersten Christenheit”.

7. La idolatría, la fornicación y el asesinato eran los tres pecados cardinales que ningún judío podía cometer aun en el caso de peligro de muerte, mientras que se toleraba que pudiera cometer otros menos graves de ser necesario para salvar su vida.

8. En latín “Domínicus dies”, (de “Dóminus”, es decir, “señor”) de donde vienen las palabras “domingo”, en español; “doménica”, en italiano; “dimanche”, en francés, etc.

#670 (20.03.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

EL CONCILIO DE JERUSALÉN I

Consideraciones acerca del libro de Hechos IX (Nota 1)


Por José Belaunde M.

En el artículo anterior vimos que como resultado de la venida a Antioquía de unos creyentes judaizantes que insistían en que era necesario que los convertidos gentiles se circuncidaran, se suscitó una gran discusión, por lo que se decidió que varios miembros de la iglesia de Antioquía –entre ellos Bernabé y Pablo- fueran a someter la cuestión a la iglesia de Jerusalén.

Apenas llegados a Jerusalén, Pablo y sus compañeros les contaron lo que el Señor había hecho con ellos en tierra de gentiles y cómo muchos de ellos habían creído en Jesús. Inmediatamente se alzaron las voces de los que antes de haberse convertido habían pertenecido a la secta de los fariseos –y por tanto eran muy celosos de la ley- para sostener que era necesario que esos creyentes gentiles se circuncidaran, lo que dio lugar a que se convocara una reunión en que asistirían no sólo los apóstoles sino también los ancianos de la comunidad. (Hch 15:4-6). ¿Qué apóstoles estuvieron presentes en la reunión, aparte de Cefas, Santiago y Juan? No es posible saberlo porque nada sabemos acerca de las andanzas de los demás apóstoles en ese tiempo.

Para entender bien el motivo por el cual los creyentes fariseos suscitaban la cuestión de la circuncisión, hay que comprender el lugar capital que esa práctica ocupaba en la identidad judía, tanto en términos religiosos como nacionales.

El pueblo hebreo nació como resultado del llamado y de las promesas que Dios hizo a Abraham, con el cual celebró un pacto eterno. Ese pacto contenía la promesa, primero, de hacer de él, cuya esposa era estéril, una gran nación; y segundo, de que en él serían bendecidas todas las naciones de la tierra (Gn 2:3; cf Gal 3:8). A ello se añade luego, en tercer lugar, la promesa de darle a él y a su descendencia –que aún no tenía- la tierra en que habitaba “desde el río de Egipto hasta el… Éufrates” en posesión perpetua (Gn 15:18). Cuando posteriormente Dios le confirma ese pacto a Abraham, le da la circuncisión de los varones como señal del pacto (Gn 17:9-14). Aunque no era exclusiva del pueblo hebreo (2), la circuncisión definirá en adelante quién pertenece al pueblo elegido y quién no. La circuncisión es la frontera que separa al judío del gentil. Por eso es que Pablo puede referirse a unos y otros como circuncisos e incircuncisos.

(Según Adolf Schlatter (“Die Geschichte der ersten Christenheit”) el principal argumento que los oponentes de Pablo esgrimían era que la ley era válida universalmente para todos los cristianos, porque era la ley de Dios. Era por tanto deber de todo gentil aceptar la circuncisión, porque ése era el medio por el cual ellos se hacían miembros de Israel. Eso no significaba repudiar la misión a los gentiles, sino darle una interpretación diferente a la de Pablo. Según ellos la conversión del gentil a Dios por medio de Cristo no era completa hasta que no se volviera un israelita.)

Nosotros podemos pensar que el relato que hace Lucas de la reunión no contiene sino los puntos culminantes de la misma, y no todas las intervenciones que se produjeron, y que deben haber sido muchas según la frase “después de mucha discusión”. (Hch 15:7).

Las más importantes y decisivas fueron las de Pedro, el líder de los doce, y la de Santiago, el hermano de Jesús.

Las palabras que pronunció Pedro son clarísimas y vale la pena que las reproduzcamos todas: “Varones hermanos, vosotros sabéis cómo ya hace algún tiempo que Dios escogió que los gentiles oyesen por mi boca la palabra del Evangelio y creyesen.” (v.7). Él se estaba refiriendo a su visita a la casa del centurión Cornelio en Cesarea, a donde él, Pedro, fue llevado por el Espíritu Santo (Hch 10). Fue Dios quien decidió que él les predicara para que oyesen y creyesen. Subrayo estas dos palabras pues eso fue lo que ocurrió. Y como prueba de que era Dios el que movía ese suceso cayó sobre ellos el Espíritu Santo para sorpresa de los creyentes de Jerusalén que acompañaron a Pedro: “Y Dios que conoce los corazones les dio testimonio dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros” (Hch 15:8) ¿Testimonio de qué? De que habían creído y eran salvos.

“Y ninguna diferencia hizo entre nosotros (judíos circuncidados) y ellos (gentiles incircuncisos), purificando por la fe sus corazones.” (v. 9) Si ellos no hubieran recibido el perdón de sus pecados en ese momento, al escuchar y creer, tampoco hubieran podido recibir el Espíritu Santo. Recuérdese, sin embargo, que esos gentiles fueron bautizados sin que se les exigiera primero que se circuncidaran. De hecho vemos aquí cómo el bautismo en agua empieza a tomar el lugar que tenía la circuncisión.

“Ahora bien, ¿por qué tentáis a Dios poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nosotros ni nuestros padres hemos podido llevar?” (v. 10) ¿Qué yugo? El de la ley escrita y oral cuya multitud de mandamientos minuciosos era imposible de cumplir perfectamente. Porque si se circuncidan tienen que hacer suyas, asumiéndolas, todas las obligaciones que impone la ley. En esto Pedro coincide con lo que argumenta Pablo en Gálatas 5:1-3.

“Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos de igual modo que ellos.” (Hch 15:11). Es como si dijera: Nosotros que hemos creído en Cristo hemos sustituido el pesado yugo de la ley (al cual alude Jesús en Mt 23:4), por el yugo fácil y ligero de Jesús (Mt 11:30).

Al terminar Pedro la concurrencia guardó silencio como reconociendo que el Espíritu Santo había hablado por su boca. Cuando Dios habla, ¿quién se atreve a contradecir? Pero no guardó silencio por mucho tiempo, porque el discurso de Pedro dio pie a que Bernabé y Pablo (3) narraran las cosas que Dios había hecho entre los gentiles por su medio, confirmando su prédica mediante señales y prodigios, tal como lo había hecho con la predicación de Jesús. (Hch 15:12).

Nuevamente la multitud calló como reconociendo que lo que ellos contaban era efectivamente obra de Dios. En medio del silencio reverente causado por el relato, se levantó Santiago para traer la palabra definitiva que obtendría el consenso de todos.

Santiago (no el apóstol hijo de Boanerges, que había sido ejecutado por Herodes Agripa, sino el hermano de Jesús), en primer lugar, se refiere a lo que Pedro acaba de narrar contando cómo los gentiles recibieron al Espíritu Santo y fueron bautizados en agua sin que se les exigiera que se circuncidasen (Hch 10:47,48; 11:17,18), sobre la sola base de su fe en Jesús. La manifestación del favor de Dios, con el descenso del Espíritu Santo, había sido en efecto tan patente, que hubiera sido superfluo requerir que esos gentiles se circuncidaran antes de ser bautizados. (15:14).

Enseguida él hace notar que estos hechos corresponden a los propósitos de Dios según el oráculo profético de Amós 9:11,12, que él cita libremente, no de acuerdo al texto masorético hebreo, sino según el tenor de la Septuaginta que, siguiendo una variante de ese texto (4), lo espiritualiza haciendo que las palabras que en el hebreo se referían a la restauración de la dinastía davídica (“Después de esto volveré y reedificaré el tabernáculo de David, que está caído; y repararé sus ruinas, y lo volveré a levantar,” (Hch 15:16) se conviertan en la promesa de que los gentiles buscarán al Señor invocando su Nombre (“Para que el resto de los hombres busque al Señor, y todos los gentiles, sobre los cuales es invocado mi nombre, dice el Señor, que hace conocer todo esto desde tiempos antiguos”, v.17,18). Para ello la Septuaginta universaliza el mensaje de Amós vocalizando la palabra “Edom” (nombre de unos de los pueblos ancestralmente rivales de Israel), de modo que se lea como “Adam” (humanidad, es decir el resto de los hombres); y que la palabra “posean” (yireshu) sea leída como “busquen” (yiareshu) (5).

De esa manera la misión a los gentiles es vista como el cumplimiento de la promesa de que la casa de David sería algún día restaurada con el advenimiento de un descendiente suyo, el Mesías que, después de muerto y resucitado, extendería su soberanía a todo el mundo (Véase Mt 28:18).

Santiago propone entonces que sólo se ponga cuatro condiciones a los gentiles que se conviertan, a saber: “que se aparten de las contaminaciones de los ídolos, de fornicación, de ahogado y de sangre.” (v.20).

¿Qué significan estos cuatro requisitos? En primer lugar notemos que no se exige a los gentiles que se conviertan que se circunciden (“Por lo cual yo juzgo que no se inquiete a los gentiles que se convierten a Dios.”, v.19). En esto Santiago se pone de lado de Pablo, Bernabé y de Pedro, quitándole el piso a los que, apoyándose en su nombre, exigían que los gentiles convertidos se circuncidasen. Esto significa que los creyentes judíos deben reconocer a los hermanos incircuncisos como miembros de pleno derecho de la comunidad de seguidores del Mesías, al igual que ellos.

En segundo lugar los requisitos están dirigidos a facilitar la unidad de la asamblea cristiana, de modo que judíos y gentiles puedan sentarse juntos a la mesa y participar juntos en la Cena del Señor.

Eso supone que los gentiles respeten la sensibilidad de los creyentes judíos guardando las dos condiciones que el Pentateuco exigía a los extranjeros que vivían entre los hebreos: no comer sangre ni carne (de animal ahogado o estrangulado) que no hubiera sido previamente desangrada, prohibición que data de tiempos de Noé (Gn 9:4) y que fue repetidamente reiterada bajo pena de muerte siglos después (Lv 7:26,27; 17:10; 18:26-29; Dt 12:16,23. Véase Ez 4:14 donde el profeta asegura que nunca ha comido carne de un cadáver de animal, o que haya sido despedazado, por otro animal, se entiende).

Adicionalmente se les pide que se abstengan de comer carne comprada en el mercado que hubiera podido ser sacrificada a los ídolos. Esto es lo que significa apartarse “de las contaminaciones de los ídolos”, requerimiento que en Hch 15:29 es formulado de una manera ligeramente diferente (“que os abstengáis de lo sacrificado a ídolos”). A los judíos les estaba estrictamente prohibido comer esta carne. Ahora esta prohibición, que los cristianos judíos naturalmente respetaban, se hace extensiva a los creyentes gentiles. La conclusión práctica de esta prohibición es enfatizar el principio de que al convertirse a Cristo el pagano renuncia completamente al culto idolátrico al cual estaba acostumbrado. No basta con quitar todo ídolo de su casa, sino también es necesario no participar en ningún rito pagano, que podía incluir banquetes en los que solía servirse carne que había sido previamente sacrificada a ídolos. Pablo advierte a los corintios: “Por tanto, amados míos, huid de la idolatría.” (1ª Cor 10:14). Y posteriormente añade: “…lo que los gentiles sacrifican, a los demonios lo sacrifican, y no a Dios; y no quiero que vosotros os hagáis partícipes con los demonios. No podéis beber la copa del Señor, y la copa de los demonios; no podéis participar de la mesa del Señor, y de la mesa de los demonios.” (1Cor 10:20,21) (6). En el libro de Apocalipsis el apóstol Juan también fulmina a los que enseñan a los cristianos a comer carne sacrificada a los ídolos (Ap. 2:14,20).

Por último se exige a los gentiles apartarse de fornicación. Esto no significa simplemente no mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio, que era algo que todo cristiano sin más debía guardar, sino que debían respetarse las prohibiciones de la Torá sobre los vínculos matrimoniales consanguíneos que eran considerados incestuosos, y que, de no respetarse, hubieran sido un obstáculo para la hospitalidad y la comunión mutua. Esas prohibiciones, que están contenidas en Lv 18:6-18, incluyen las relaciones con parientes cercanos, a saber: con “la mujer de tu padre”; con la media hermana en sus diversas formas; con la tía materna o paterna; con la nuera, con la cuñada; así como no tener relaciones simultáneamente con la madre y con su hija, ni con dos hermanas; ni con mujer en su período. Recuérdese la severidad con que Pablo juzga en 1ª Cor 5 el caso de fornicación: de un cristiano que tomó como mujer a la mujer de su padre.

Santiago terminó su discurso con una frase cuya intención no es fácil de discernir: “Porque Moisés desde tiempos antiguos tiene en cada ciudad quién lo predique en las sinagogas, donde es leído cada día de reposo.” (v.21). Lo que él quiere decir es que para las demás cosas de las que conviene que los gentiles estén enterados, basta que asistan a las sinagogas los sábados donde la Torá de Moisés es predicada (esto es, leída y comentada). Con esas palabras Santiago anima a los creyentes gentiles a concurrir regularmente a las sinagogas, como hacían los temerosos de Dios y los prosélitos del judaísmo, para que aprendan lo que enseñan las Escrituras. Para entonces no se había producido ningún rompimiento entre los nazarenos y los practicantes de la religión judía, aunque ya se manifestaban crecientes fricciones.

Vale la pena notar que la cuádruple decisión tomada en esta reunión, y especialmente, la decisión transcendental de no exigir que se circunciden a los gentiles que se conviertan, es el primer ejemplo de la historia en que la iglesia hace uso de la autoridad que Jesús le dio de “atar y desatar” (Mt 16:19; 18:18), que no es otra cosa -en el sentido en que los judíos usaban entonces esa expresión- sino la autoridad para prohibir y permitir determinadas cosas.

Notas: 1. Aunque se da el nombre de “concilio” a esta reunión de apóstoles y ancianos, convocada para resolver un asunto importante pero de orden práctico, ella no puede asimilarse a las siete grandes asambleas ecuménicas que, bajo el nombre de “concilios”, se celebraron del siglo IV al VIII, a partir del primer Concilio de Nicea el año 325 DC, con gran asistencia de obispos, y en los que se definieron importantes puntos doctrinales que estaban en debate, comenzando por el de la deidad de Jesús, que el arrianismo cuestionaba.
2. Algunos otros pueblos, como el egipcio, la practicaban, pero no al octavo día de nacido el varón, sino en la adolescencia. Por eso fue que la hija del faraón al ver al niño Moisés en la canasta que flotaba en el Nilo, pudo reconocer que era hebreo: había sido circuncidado (Ex 2:1-6).
3. Notemos que el texto nombra a Bernabé antes que a Pablo, porque el primero gozaba de más consideración en la iglesia de Jerusalén que el segundo.
4. La Septuaginta (LXX) era, como sabemos, el texto del Antiguo Testamento que Pablo y los apóstoles usaban preferentemente en su predicación.
5. Recordemos que el alfabeto hebreo sólo tiene consonantes y que, antes de que fueran fijadas mediante rayas y puntos que se colocaron debajo de las consonantes, las vocales eran pronunciadas de acuerdo a la tradición.
6. Sin embargo, fiel a su concepción de la libertad en Cristo, Pablo hace una distinción entre el participar de los banquetes idolátricos y el comer carne que se venda en el mercado, que pudiera haber sido previamente sacrificada a ídolos. En lo primero no se puede participar, pero de lo segundo se puede comer sin escrúpulos de conciencia (puesto que los ídolos nada son), salvo si alguno advirtiera que se trata de carne sacrificada en algún templo, para no ser tropiezo “ni a judíos ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios”, absteniéndose por consideración a la conciencia débil del hermano (1Cor 10:25-29).

#669 (13.03.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

viernes, 1 de julio de 2011

PABLO Y BERNABÉ SON TOMADOS POR DIOSES

Consideraciones acerca del libro de Hechos VIII

Por José Belaunde M.


En el artículo anterior hemos dejado a Pablo y Bernabé sacudiéndose el polvo de la ciudad de Antioquía de Pisidia, de la que fueron expulsados.

De ahí fueron a Iconio (la actual Konya) situada en una llanura fértil al extremo de Licaonia, a unos 150 km al Sudeste de Antioquía de Pisidia. Allí repitieron la estrategia desarrollada en Antioquía de Pisidia, yendo primero a la sinagoga, donde se suscitó una discusión parecida a la ciudad anterior. No obstante los dos apóstoles se quedaron allí bastante tiempo y el Señor confirmaba sus palabras con señales y prodigios, hasta que sus contrarios, judíos y gentiles que no creían, persuadieron a las autoridades que los expulsaran de la ciudad apedreándolos (Hch 14:1-5).

(Los judíos y los paganos no eran entonces muy corteses cuando se trataba de expresar su rechazo por algunas personas. ¿Lo somos los cristianos ahora más?) Los dos apóstoles huyeron entonces a Listra en Licaonia, a unos 21 km al Sur de Iconio, un medio más bien rural, poco sofisticado, en el que no había una sinagoga judía, por lo que los dos apóstoles predicaron de frente a oyentes paganos (Hch 14:6,7). De Listra era, dicho sea de paso, Timoteo, el discípulo amado, así como su madre Eunice, y su abuela Loida, a quienes Pablo condujo a la fe. (2Tm 1:5; Hch 16:1,2).

Según la mitología griega los ancianos Filemón y Baucis, que vivían en Listra, acogieron en su miserable choza a los dioses Zeus (Júpiter) y Hermes (Mecurio) que andaban en forma humana, por lo que la choza fue transformada en un espléndido palacio.

Cuando Pablo estaba predicando vio a un hombre paralítico que lo escuchaba fijamente. Entonces Pablo, dice el texto, viendo que el hombre tenía fe para ser sanado (recuérdese el episodio del paralítico en Capernaúm al que Jesús sanó cuando vio la fe de los que lo llevaban, Mr 2:5), le dijo a viva voz: “Levántate derecho sobre tus pies” (Hch 14:10), y el hombre se puso a caminar. (Esta curación milagrosa se parece a la que efectuaron Pedro y Juan sanando a un paralítico que mendigaba a la puerta del templo, Hch 3:1-10).

Entonces la gente, recordando sin duda la leyenda antigua, se puso a gritar: “¡Dioses bajo la semejanza de hombres han descendido a nosotros! Y a Bernabé le llamaron Júpiter y a Pablo, Mercurio, porque era el que llevaba la palabra” (Hch 14:11,12), seguramente también porque Bernabé era mayor y más alto y Pablo más bien pequeño. (Nota 1).

Vino entonces el sacerdote de Júpiter con toros adornados con guirnaldas para ofrecerles sacrificios. Cuando los dos apóstoles –que hasta ese momento no entendían lo que pasaba, porque los lugareños hablaban en lengua licaónica que los dos no entendían- se dieron cuenta de que los tomaban por dioses, “rasgaron su ropas” (v. 14) en señal de horror, y se lanzaron en medio de la multitud para desengañarlos, diciéndoles que ambos eran hombres como ellos.

Y les predicaron un pequeño sermón del que Lucas nos da un apretado resumen (v. 15-17), y que contiene algunos de los argumentos que Pablo desarrollará más extensamente en su discurso en el areópago de Atenas (Hch 17:22ss). Pero los lugareños se empeñaron en su propósito y no se dejaron convencer, por lo que apenas pudieron Pablo y Bernabé impedir que les ofrecieran sacrificios.

Entonces llegaron unos judíos de las ciudades donde habían estado antes, Antioquía e Iconio, que por lo que se ve, no los habían olvidado, y convencieron a la multitud de que ambos predicadores eran unos falsarios, por lo que la turba, que antes los aclamaba, se volvió contra ellos y, cogiendo a Pablo, lo arrastraron fuera de la ciudad y lo apedrearon dejándolo como muerto (2).

Y seguramente lo habría estado, si la gracia no lo hubiera protegido milagrosamente de los golpes. Después de un rato cuando llegaron sus nuevos convertidos angustiados, Pablo se levantó como si nada hubiera pasado, se echó a caminar y entró en la ciudad (v. 20).

Aunque algunos ponen en duda que Pablo pudiera recuperarse tan rápido, lo cierto es que el texto dice que “al día siguiente” los dos compañeros partieron para Derbe, la moderna Deiri Leni, -situada a unos 100 km al Este- la última ciudad que iban a abrir para el evangelio en este viaje, y de la cual provenía Gayo, uno de los compañeros que tuvo Pablo en su último viaje a Jerusalén (Hch 20:4).

En Derbe, dice el texto, Pablo y Bernabé hicieron muchos discípulos. Concluida su labor en esta ciudad, los dos apóstoles tuvieron el coraje de retornar a las ciudades donde los habían tratado tan mal, Listra, Iconio y Antioquía de Pisidia, con el propósito de visitar a los discípulos que hacía poco se habían convertido, y confirmarlos en la fe. A esos nuevos discípulos les hicieron una advertencia que era entonces muy pertinente, y que sigue siéndolo en nuestro tiempo para muchos: que es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios (Hch 14:21,22. Véase Rm 8:17; 2Ts 1:4).

En esas ciudades Pablo y Bernabé tuvieron cuidado de dejar iglesias organizadas, poniendo al frente de ellas como autoridades, siguiendo el modelo de la sinagoga judía, a “ancianos”, es decir a personas de edad madura, que consideraron idóneas para asumir la dirección (v. 23). Antes de dejarlos, en cada caso oraron y ayunaron con ellos para encomendar las flamantes congregaciones a la gracia del Señor.

Quisiera hacer aquí una pequeña disgresión. Cuando Pablo habla de entrar en el reino de Dios ¿a qué se está refiriendo? Generalmente estamos tentados a pensar que está hablando del cielo, después de la muerte. Pero cuando Jesús habla del “reino de los cielos” o del “reino de Dios”, se refiere a veces a una realidad presente, no siempre a una realidad futura. Como cuando dice: “el reino de Dios está en medio vuestro”, es decir aquí y ahora (Lc 17:21). O cuando repetidamente dice: “el reino de los cielos se ha acercado” (Mt 3:2; 4:17; 10:7). O cuando advierte: “Pero si yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios.” (Mt 12:28). O más concretamente: “Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan.” (Mt 11:12) cuyo sentido es: “Desde los días de Juan el Bautista el reino de Dios está irrumpiendo y los osados entran en él”. El reino de Dios en estos pasajes es la compañía de discípulos que rodeaba a Jesús y, después de su partida, la comunidad de personas que viven bajo su ley y lo reconocen como Rey y Señor.

Que el mismo Pablo lo entendió así lo vemos cuando escribe: “porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo.” (Rm 14:17). Ahí él está hablando de realidades presentes, no futuras. Si nosotros hemos recibido a Cristo y obedecemos su enseñanza, vivimos en el reino de Dios.

Pablo y Bernabé concluyeron su periplo bajando por Pisidia a la región de Panfilia, en la costa, y predicaron la palabra en Perge, pasando después al puerto de Atalia (3), en donde se embarcaron para Antioquía “desde donde –dice el texto- habían sido encomendados a la gracia de Dios para la obra que habían cumplido” (Hch 14:26).. Cuando llegaron ¿qué otra cosa podían hacer sino contar a la asamblea las cosas que Dios había hecho con ellos y, esto es lo impactante, cómo se había abierto una puerta grande para que los gentiles abrazaran también la fe? (Hch 14:27)

No hay manera de encomiar suficientemente la importancia de la obra cumplida por Pablo y Bernabé en este viaje misionero. En el curso de los dos años que pudo haber durado, ellos fundaron por lo menos siete iglesias: Salamina y Pafos, en Chipre; Antioquía e Iconio, en Pisidia; Listra y Derbe, en Licaonia; y Perge, en Panfilia. Con estas fundaciones la fuerza de expansión de la iglesia quebró el marco estrecho del judaísmo, en el que se había movido hasta entonces, y empezaron a cumplirse las profecías que prometían la conquista del mundo entero (F. Prat).

Estando Pablo y Bernabé comentando estas cosas con los hermanos vino también a Antioquía Pedro, atraído posiblemente por las noticias de estos éxitos que también habían llegado a Jerusalén.

En los primeros días de su visita Pedro comía con todos los creyentes –en su mayoría gentiles- en la misma mesa, lo que significaba que no guardaba las normas mosaicas acerca de lo que era permitido o no comer, como no lo hacían tampoco los creyentes gentiles, a los que nadie había enseñado que las respetaran, tanto más si era sabido que Jesús había declarado que todos los alimentos eran limpios (Mr 7:19).

Pero poco después llegaron también a Antioquía algunos de Judea -que quizá eran los mismos que Pablo dice que habían visitado a los cristianos gentiles de Galacia- insistiendo en que todos los creyentes debían circuncidarse para ser salvos (Hch 15:1).

Al llegar ellos a Antioquía, Pedro dejó de hacer mesa común con los creyentes gentiles, tal como narra Pablo en Gal 2:12,13. Pero no sólo Pedro, también Bernabé y otros creyentes judíos que estaban allí hicieron lo mismo.

Pablo consideró que este comportamiento era hipócrita y chocante, además de ser ofensivo para los creyentes no judíos, quienes como consecuencia de esa exclusión, podían empezar a considerarse como creyentes de “segunda clase”. En todo caso el comportamiento de Pedro y Bernabé, y de los otros judíos, era peligroso para la “koinonía” que debía reinar entre los cristianos, pues establecía su separación en dos grupos: los que guardaban las normas alimenticias y los que no.

Si como consecuencia de esa diferencia no podían comer juntos, pues no podían servirse los mismos alimentos a ambos, ¿cómo podían participar juntos en la ceremonia del partir el pan y compartir la misma copa, establecida por Jesús en la última cena? Nótese que en ese compartir alimentos juntos –después llamado “agape”- se expresaba lo más esencial de la unidad cristiana.

Pablo vio con toda razón en la actitud de Pedro y de los otros creyentes judíos, un peligro muy grave para la predicación del Evangelio, pues equivalía implícitamente a querer imponer a los creyentes gentiles la obligación de circuncidarse y guardar toda la ley. Por eso él se enfrentó a Pedro y le echó en cara su comportamiento. (Gal 2:14-16).

La epístola a los Gálatas fue motivada por la visita a los parajes de esa región donde Pablo había predicado, de las mismas personas (o de otras con el mismo mensaje) que decían a los nuevos creyentes que debían circuncidarse para ser salvos. Pablo escribió esa epístola para contradecir de frente esa tesis que a su juicio, y con toda razón de su parte, negaba todo valor al sacrificio de Cristo y a la fe en su nombre. (4). Porque si la salvación dependía de las obras de la ley (es decir de la circuncisión y del guardar las normas alimenticias y demás preceptos ceremoniales) ¿qué necesidad habría habido de que Jesús hubiera venido a morir en la cruz? Una de dos: O la salvación se alcanza por la fe en sus méritos sin guardar las normas de la ley, o se alcanza por los méritos de nuestras obras al guardarlas. No cabía compromiso en este punto básico.

De ahí que Pablo insistiera también en que Jesús había derribado la pared que separaba a los dos pueblos, a los judíos y a los gentiles (es decir, a circuncisos e incircuncisos), y que de ambos había hecho un solo pueblo: “ya no hay judío ni griego” como tampoco hay “esclavo ni libre, ni varón ni mujer” sino que todos han sido hechos uno en Cristo Jesús, siendo todos linaje de Abraham y herederos de todas las promesas hechas a su descendencia (Gal 3:28,29).

El resultado de esta confrontación fue que se suscitó una gran discusión, tan seria que fue decidido que fueran varios –Pablo y Bernabé entre ellos- a someter la cuestión a la iglesia de Jerusalén (Hch 15:2), una cuestión de la que sin duda dependía la supervivencia de la iglesia. El meollo de la cuestión era determinar en qué condiciones iban a ser admitidos en la iglesia los gentiles.

Es de notar que la iglesia de Jerusalén permanecía muy ligada al templo y a la sinagoga, al punto de que los nazarenos eran vistos como una secta más de las varias que había en el judaísmo entonces. Sus miembros guardaban las normas alimenticias mosaicas que diferenciaban entre alimentos puros e impuros (Véase Hch 10:9-16); iban a orar al templo asiduamente (Hch 2:46;3:1); y practicaban las purificaciones rituales (Hch 21:23-26). De ahí que fuera para ellos muy importante decidir si los gentiles que se convertían debían o no circuncidarse, como lo hacían todos los judíos.

Ya el hecho de que Pedro hubiera bautizado a los de la casa de Cornelio, sobre los que había descendido el Espíritu Santo, sin exigirles que se circuncidaran, había suscitado gran sorpresa entre los hermanos. Pero si bien Pedro pudo defender exitosamente sus acciones, de modo que los hermanos asombrados tuvieron que admitir que “también a los gentiles había dado Dios arrepentimiento para vida” (Hch 11:1-18), lo ocurrido en Cesarea quedó como un caso excepcional.

La iglesia de Antioquía en Siria, fundada por evangelistas venidos de Chipre y Cesarea, que fueron los primeros que predicaron a los griegos, fue la primera iglesia mixta de la cristiandad (Hch 11:19-21), y la cosa fue tan excepcional que despacharon allá a Bernabé, para que la supervisara y les informara (v. 22,23). Al desarrollarse la misión hacia los paganos, algunos de la iglesia de Jerusalén empezaron a preocuparse pensando que si se extendía el Evangelio a los gentiles, los creyentes judíos se convertirían pronto en una minoría dentro de la iglesia (como, en efecto, a la larga ocurrió). De ahí la necesidad –pensaron ellos- de que los nuevos convertidos se sometieran a la circuncisión y a todas la leyes ceremoniales para integrarse al pueblo hebreo. Pero como Pablo vio muy bien, esa exigencia habría puesto un gran freno a la expansión de la fe por el mundo.

La historia de las actividades de Pablo después de su conversión hasta el llamado Concilio de Jerusalén está basada en dos textos: los dos primeros capítulos de Gálatas, y los capítulos 9 y 11 al 15 de Hechos. Sin embargo, no es fácil conciliar la información que ambos documentos proporcionan, porque mientras Pablo en Gálatas habla de dos viajes a Jerusalén en esa etapa, Hechos habla de tres. ¿Cómo explicar la diferencia?

La dificultad mayor estriba en que la mayoría de los intérpretes identifica la segunda visita que Pablo menciona en Gal 2:1-10 con el Concilio de Jerusalén, y piensa que el incidente de Antioquía con Pedro (Gal 2:11ss) es posterior a éste.

La dificultad se resuelve si se estima –como yo he hecho- que la segunda visita de Gálatas es la visita a Jerusalén que según Hch 11:27-30, Pablo y Bernabé hicieron llevando la ayuda de los hermanos de Antioquía, y que el incidente con Pedro es anterior al Concilio. Si éste no es mencionado en Gálatas es porque la epístola fue escrita antes de ese importante evento, a los que vamos a dedicar los dos artículos siguientes.

Notas: 1. La literatura canónica no contiene ninguna descripción del aspecto físico de Pablo, pero el libro apócrifo “Los Hechos de Pablo” sí contiene una que tiene visos de ser auténtica: “Un hombre de baja estatura, de escaso pelo en la cabeza, de piernas curvas, pero de cuerpo sólido, enjuto de cejas, nariz algo encorvada, y lleno de gracia, porque a veces parecía ser hombre, pero en ocasiones tenía el rostro de un ángel.”

2. ¡Qué rápido y fácilmente cambian las multitudes de opinión! ¡Qué poco de fiar son sus entusiasmos! Pablo guardará el recuerdo del trato duro que recibió en esta ciudad y que casi le cuesta la vida (2Cor 11:25).

3. Atalia –hoy llamada Absu- llevaba el nombre del rey Atalo II de Pérgamo que la fundó. Pero a nosotros nos recuerda más a Atalía, la reina infame, esposa de Joram, rey de Judá, e hija del impío rey Acab, que no tenía escrúpulos para derramar sangre, y que halló una muerte cruel digna de sus crímenes (2R 11:13-16)

4. Gálatas fue –contrariamente a lo que a veces se piensa- muy posiblemente la primera epístola escrita por Pablo. Fue redactada probablemente mientras estaba en Antioquía el año 48 en reacción a los informes de la actividad de los judaizantes que le seguían los pasos y que habían llegado también a las iglesias que él y Bernabé habían fundado en Galacia del Sur. La 1ra epístola a los Tesalonicenses, a la que se atribuye generalmente ese lugar, fue escrita dos años después en la ciudad de Corinto.

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martes, 22 de marzo de 2011

SAULO SE CONVIERTE EN PABLO

Por José Belaunde M.

Consideraciones acerca del libro de Hechos VI (Nota 1)

En el artículo anterior hemos dejado a Saulo en Damasco, orando y ayunando, después de que el Señor Jesús resucitado se le apareciera en el camino a esa ciudad y se quedara ciego, hasta que vino Ananías para imponerle las manos y recobrara la vista.

El libro de Hechos dice que enseguida –eso quiere decir probablemente que apenas se repuso físicamente- Saulo empezó a dar testimonio en las sinagogas de Damasco (2) de que Jesús era el Cristo, el Mesías esperado por Israel, es decir, todo lo contrario de lo que antes creía y profesaba (Hch 9:20-22). Sobre la base de su experiencia él podía afirmar que ese Jesús, crucificado como un criminal y sepultado, estaba vivo, porque había resucitado. “Yo lo he visto y me ha hablado” podía él gritar a los cuatro vientos.

Sus oyentes judíos se quedaron atónitos al escucharlo, pues ellos probablemente sabían que Saulo había venido a Damasco para llevarse preso a los discípulos del Nazareno. ¿Cómo es que ahora predica lo contrario? (Hch 9:21) Y no sólo predica sino discute y argumenta en las sinagogas con los que lo contradicen. Eso era algo difícil de creer. Podemos pensar también que muchos de ellos, furiosos, lo condenaron a muerte en su espíritu. ¿Y podemos imaginar cómo reaccionarían el Sumo Sacerdote y los demás sacerdotes, y los miembros del Sanedrín que lo conocían, al enterarse del vuelco que había experimentado su colaborador, Saulo, en quien habían depositado tanta confianza? ¡Un discípulo de Gamaliel! ¡Un enemigo declarado de los nazarenos se une a su causa!

Pablo dice en Gálatas 1:15-17 que tan pronto fue llamado por Dios a su nueva misión -después de haber testificado y discutido en las sinagogas durante algunas semanas- él se fue a Arabia y después de un tiempo regresó a Damasco. Esta estadía intermedia en Arabia no es mencionada por Lucas en Hechos, y tampoco indica Pablo cuánto tiempo duró, ni con qué fin fue allá, pero puede haber durado uno o hasta dos años. El único dato cronológico que tenemos de él respecto de esta etapa de su vida es la anotación de que después de tres años (se entiende de su conversión) subió a Jerusalén a ver a Pedro (Gal 1:18).

La Arabia que él menciona debe ser la llamada “Arabia Pétrea”, el reino de los nabateos, cuya capital era Petra. Se supone generalmente que Saulo se retiró allá para meditar en la soledad del desierto acerca de su reciente experiencia y profundizar en su nueva fe, para sondear su alma y escuchar la voz del Espíritu, pero no hay que excluir que él se dedicara también allá a predicar a Cristo.

Al regresar a Damasco –ahora sí armado para la controversia con pruebas irrefutables basadas en las Escrituras- continuó su labor de predicación y de discusión con los judíos en las sinagogas, lo cual provocó una tal reacción de rechazo de parte de sus autoridades, que algunos de ellos –según 2Cor 11:32,33 aparentemente confabulados con el etnarca, o gobernador, de Aretas, rey de los nabateos- decidieron matarlo.

Saulo se enteró de alguna manera de ese complot, y advertido de que sus enemigos estaban apostados en las puertas de la ciudad para no dejarlo salir vivo, se hizo descolgar de noche por los discípulos en una canasta desde una ventana que daba sobre el muro (Hch 9:23-25). (3)

La escapada nocturna de Damasco nos recuerda un episodio semejante ocurrido siglos atrás cuando Josué, antes de sitiar Jericó, mandó dos espías a esa ciudad para informarse de sus defensas. Los espías, que se habían refugiado en casa de la prostituta Rahab, fueron descolgados por ésta de noche desde la ventana de su casa que estaba sobre el muro de la ciudad (Josué cap. 2, en particular el vers. 15).

¿Podemos imaginar con qué ardor predicaba Saulo ahora a Cristo, para que llamase tanto la atención y suscitara tanto odio en sus enemigos? ¿De dónde venía ese fuego? De que él había experimentado el poder de Jesús en su alma, y lo había transformado. La debilidad, la tibieza, la ausencia de poder de mucha predicación viene de que los predicadores mismos no han experimentado el poder de Dios en sus vidas, y no pueden transmitir lo que no tienen. En el caso de Saulo él había recibido una revelación de Jesús glorificado que daba a su prédica tal fuego que, si bien por un lado convertía a unos, de otro lado, provocaba el rechazo violento de aquellos cuya causa él había abandonado.

Permítaseme una pequeña disgresión. Saulo fue objeto de más de una conspiración en contra de su vida. El libro de los Hechos de los Apóstoles menciona por lo menos tres (Hch 9:23; 9:29; 23:12), todas ellas fraguadas por judíos celosos de la ley, para quienes la predicación de Saulo era una afrenta que debía ser lavada con sangre. Los judíos creyentes de entonces tomaban tan en serio su religión que estaban dispuestos a morir y a matar por ella. Los primeros cristianos, lo sabemos por la historia, estaban dispuestos a morir, pero no a matar por su fe, aunque con el correr del tiempo, triste es decirlo, los cristianos llegaron a estar más dispuestos a matar que a morir por su fe. Y esa mentalidad desafortunada prevaleció hasta el siglo XVII, con las guerras de religión que surgieron a raíz de la reforma protestante, que causaron tanto sufrimiento y devastaron Europa Central durante cientocincuenta años. Hoy día ningún cristiano mataría por su fe, pero muchos musulmanes toman tan en serio su religión que sí están dispuestos a hacerlo, así como también algunos judíos ortodoxos fanáticos, aunque en su caso patriotismo y religión están tan íntimamente mezclados, que no se sabe bien cuál de las dos motivaciones prevalece.

Habiendo escapado de Damasco, Saulo retornó a Jerusalén, lleno de su nueva fe y de entusiasmo evangelístico, para ver a Pedro, según su propia confesión (Gal 1:18), como ya se ha visto. Él trató de juntarse con los discípulos (Hch 9:26), pero éstos desconfiaban de él y lo evitaban temiendo que hubiera quizá cambiado de táctica, y que lo que buscaba fuera infiltrarse en sus filas para poder denunciarlos mejor.

Fue necesario que Bernabé, que también había regresado a Jerusalén, lo llevara personalmente donde los apóstoles y les contara la experiencia que Saulo había tenido con Jesús resucitado, y cómo, a partir de entonces, había predicado a Cristo denodadamente (Hch 9:27). Él escribe en Gálatas que fue a Jerusalén a “ver” a Pedro. Otras versiones dicen “visitar”, o “conocer”; más correcto sería decir “entrevistar”. El verbo griego que él usa es historésai (historiar), que quiere decir “interrogar para obtener información”. Su propósito era no sólo conocer personalmente al príncipe de los apóstoles, sino escuchar de sus labios todo lo que él deseaba saber acerca de la vida de Jesús, de sus enseñanzas, de los acontecimientos de la semana de la pasión, etc. Si a nosotros se nos diera la oportunidad, viajando en el tiempo, de visitar a Pedro en esos días ¿qué cosas no le preguntaríamos acerca de Jesús? ¿Qué no querríamos escuchar directamente de él? ¿Cuántas preguntas no nos propondríamos hacerle para saciar nuestra curiosidad acerca del Maestro?

Pablo dice que, además de Pedro, vio a Santiago (Gal 1:19), el hermano que creyó en Jesús sólo después de la crucifixión, quizá sólo después de que Jesús resucitado se le apareciera (¿De quién sino del propio Santiago pudo saber Pablo de esa aparición que sólo él menciona en 1Cor 15:7?). Y si vio a Santiago, ¿no vería también a la madre de Jesús? El hecho de que él no lo diga no es señal de que no se produjera ese encuentro. Él se limita a relatar lo esencial, y a las mujeres no se les daba una atención especial en esa época.

Aceptado pues en el círculo de los ancianos y de los apóstoles, Saulo empezó nuevamente a discutir con los “griegos”, dice el texto, es decir, con los judíos helenistas de habla griega. El rechazo que suscitó entre ellos –él cuyo aliado había sido antes- hizo que algunos de ellos quisieran matarlo, por lo que los discípulos, al cabo de quince días, alarmados, creyeron prudente sacarlo de ahí y enviarlo a Tarso, su ciudad natal (Hch 9:29,30).

Fue durante esa visita a Jerusalén cuando debe habérsele aparecido el Señor, durante un éxtasis que le sobrevino mientras oraba en el templo. El Señor entonces le reiteró la orden de ir y predicar a los gentiles (Hch 22:17-21; cf Gal 1:15,16). Notemos en este episodio cómo se conjugan las acciones humanas y los propósitos del Señor: los discípulos sacan a Saulo de Jerusalén; Jesús le ordena salir pronto de la ciudad.

No sabemos cuánto tiempo permaneció Saulo en Tarso, ni tampoco si se pondría a predicar a Cristo entre los parientes y conocidos que seguramente tendría en esa ciudad. No sería extraño que él allí no hubiera encontrado un ambiente propicio, y que haya experimentado el mismo rechazo que motivó a Jesús a decir que no “hay profeta sin honra, salvo en su propia tierra y en su casa.” (Mt 13:57). Las palabras que escribe en Flp 3:8 (“por amor del cual (Cristo) lo he perdido todo…) sugieren que él -viniendo de una familia acomodada- puede haber sido desheredado por su padre. ¿Fue durante ese período cuando recibió de la sinagoga cinco veces “cuarenta azotes menos uno”? (2Cor 11:24) No podemos descartarlo.

Según sus propias palabras en Gal 1:21,22, él se fue después a las regiones de Siria y de Cilicia a predicar el evangelio como misionero por su propia cuenta. ¿Fue durante esa etapa desconocida de su vida, que duró como diez años, cuando él tuvo las visiones y revelaciones a las que él se refiere en 2Cor 12:1-4, diciendo que fue arrebatado hasta el tercer cielo y “oyó palabras inefables que no le es dado al hombre expresar”? No lo sabemos, pero no es improbable. “Para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente, me fue dado un aguijón en la carne, un mensajero de Satanás, que me abofetee…” escribe él en 2Cor 12:7. No sabemos qué cosa pudo haber sido ese aguijón en la carne, y se ha especulado mucho al respecto. Pero lo cierto es que su función fue la de mantenerlo humilde. ¡Cuán grande es la tentación de enorgullecerse a la que están expuestos los siervos de Dios cuando obtienen grandes éxitos en su ministerio, o cuando reciben gracias particulares de Dios que pueden hacerles sentir que son seres especiales!

En ese mismo período debe situarse probablemente la experiencia de lucha contra el pecado a la qué él se refiere en Rm 7, especialmente en los vers. 14 al 25. Ese capítulo tiene un tono de confesión personal tan intenso que no puede dejar de pensarse que refleje la lucha sin cuartel que él personalmente libró contra la seducción del pecado: “Yo sé que en mí… no mora el bien, porque el querer hacer el bien está en mí, mas no el hacerlo.” (v. 18).

Sea como fuere unos ocho o diez años después (el año 45 o 46) nos lo encontramos en Antioquía del Orontes, en Siria, donde había una comunidad cristiana vibrante en pleno crecimiento, que había sido fundada por unos evangelistas de Chipre y Cirene, y que estaba compuesta por judíos y gentiles, a los que se había agregado Bernabé, enviado por la iglesia de Jerusalén (Hch 11:20-24). Es ilustrativo notar lo que Lucas dice aquí acerca de Bernabé: “Porque era varón bueno y lleno del Espíritu Santo y de fe.” Fue el propio Bernabé quien fue a buscar a Saulo en Tarso para traerlo a Antioquía (Hch 11:25). Allí Bernabé y Saulo “se congregaron durante todo un año en la iglesia y enseñaron a mucha gente.” (Hch 11:26) Fue también en esta ciudad donde los “seguidores del camino” empezaron a ser llamados “cristianos” (christianoi, es decir, siervos de Cristo), inicialmente, según parece, en son de burla, porque los seguidores de Jesús empezaron a aplicar ese apelativo a sí mismos recién a partir del segundo siglo.

“En aquellos días unos profetas venidos de Jerusalén a Antioquía…dieron a entender que una gran hambre vendría sobre toda la tierra habitada en tiempos de Claudio…” (Hch 11:28). El historiador Suetonio registra, en efecto, que durante el reinado de ese emperador hubo varias sequías y malas cosechas que agotaron las reservas de grano en varios lugares del Cercano Oriente, y diversas áreas sufrieron de hambruna. Esa situación provocó que los discípulos de Antioquía enviaran un socorro económico a sus hermanos en Jerusalén por medio de Bernabé y Saulo. El hecho de que él fuera escogido muestra cómo había aumentado su prestigio e influencia en la iglesia.

Ésta debe ser la visita a la que él se refiere en Gal 2:1 diciendo que pasados 14 años (de su conversión), o sea, hacia el año 46, subió a Jerusalén con Bernabé, llevando también a Tito. En esa ocasión ellos se entrevistaron con los que eran considerados columnas de la iglesia, Santiago, Cefas (es decir, Pedro) y Juan, los cuales les dieron a él “y a Bernabé la diestra en señal de compañerismo para que nosotros fuésemos a los gentiles y ellos a los de la circuncisión.” (Gal 2:9). El interés mayor que tenía Saulo en esa reunión era exponer a los tres principales apóstoles cuál era el contenido de su predicación a los gentiles, porque quería estar seguro de que contaba con su aprobación, como dice él “para no haber corrido en vano.” (Gal 2:2). En esa ocasión él debe haberles dicho, entre otras cosas, que él no exigía a los gentiles convertidos que se circuncidaran, lo cual no fue objetado por esas columnas de la iglesia, en prueba de lo cual le dieron no sólo la diestra, sino que también acordaron una división del ámbito de evangelización entre ellos: los apóstoles predicarían a los judíos (e.d. a la circuncisión), y Bernabé y Saulo a los gentiles (e.d. a los incircuncisos). Sin embargo, pese a esta delimitación de los campos de apostolado, Pablo no abandonó nunca a los de su raza, como veremos en el curso de sus viajes.

En la iglesia de Antioquía, nos dice el libro, se destacaba un grupo de profetas y maestros, entre los que se menciona a Bernabé; a Simón, llamado el Niger -lo que quiere decir probablemente que provenía del África; así como a Lucio, que era de la ciudad de Cirene, en lo que es ahora Túnez; a Manasés, cuya madre había sido nodriza de Herodes el Tetrarca; y por último, a Saulo.

Ellos, dice el texto, estaban ministrando al Señor. ¿Qué quiere decir esa palabra? Que estaban celebrando un culto de adoración. ¿Cómo sería éste? No tenemos una idea precisa pero podemos suponer que en buena parte se asemejaba a las reuniones de culto que se celebraban en la sinagoga judía, pues todos ellos eran judíos. Es decir que había oraciones, muy posiblemente leídas a la manera judía, e himnos de alabanza, que habrían sido tomados de la sinagoga, a los que con el tiempo se fueron agregando otros compuestos por los mismos cristianos.

Recuérdese la exhortación que Pablo dirige a los efesios: “Hablando entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones.” (Ef 5:19). Ahí se habla de dos formas de alabanza: cantar y salmodiar. A lo primero corresponden los himnos y cánticos espirituales. Tenemos un ejemplo de lo que pueden haber sido estos himnos en la corta estrofa que cita Pablo en 1ª Tim 3:16: “Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria.”

En cuanto a la salmodia, ésta era una forma de recitar cantando sobre un tono dominante el texto de los salmos, semejante a lo que conocemos hoy día como “canto gregoriano”, que deriva de esa salmodia judía antigua. (4)

Estando pues la comunidad de Antioquía reunida .-probablemente el año 47- el Espíritu Santo les habló, sin duda, por medio de uno de los profetas presentes, diciendo que debía apartarse a dos de ellos para una nueva empresa de evangelización que el Espíritu deseaba empezar. Nótese que se menciona primero a Bernabé y después a Saulo. Nosotros podemos pensar que Saulo partiría acompañado de Bernabé. Pero fue al revés: Bernabé dirigía la misión y partió acompañado de Saulo y de su primo Juan Marcos, (Hch 13:5; c.f. Col 4:10), lo cual era natural porque él tenía mucho más tiempo en la iglesia y era conocido por sus obras y su generosidad (Hch 4:36,37) (5). Saulo, en cambio, era nuevo y, además había sido un perseguidor de los seguidores de Jesús. Por eso los discípulos explicablemente al comienzo lo miraban con desconfianza. Pero su designación por el Espíritu Santo para esta misión fue, por así decirlo, el espaldarazo que Dios le daba. Notemos que la obra que los dos apóstoles empezaban no era una empresa personal de ambos, sino era un proyecto de la iglesia entera guiada por el Espíritu Santo. Ellos no eran más que instrumentos que Dios usaba.

El Espíritu Santo los dirigió en primer lugar a Chipre, la isla de donde Bernabé era originario, hacia la cual se embarcaron partiendo del puerto de Seleucia. Llegados al puerto de Salamina, que se encuentra en el lado sud-oriental de la isla, inmediatamente se pusieron a predicar el Evangelio en las sinagogas.

Nótese que Bernabé y Saulo, como seguramente también los apóstoles, en sus viajes misioneros, y como estrategia establecida, empezaban a predicar a Jesús en las sinagogas de los judíos por el simple hecho de que eran sus correligionarios, si no sus compatriotas. A ellos podían probarles por medio de las Escrituras que Jesús era el Mesías esperado por su pueblo, algo que no podían hacer con los paganos, que no conocían las Escrituras. En las sinagogas encontraban no sólo a creyentes judíos, sino también a gentiles temerosos de Dios y a prosélitos, y era sobre todo entre estos dos últimos grupos donde su prédica encontraba acogida. A pesar de que su mensaje solía encontrar resistencias entre los judíos, por medio de su prédica en las sinagogas el Evangelio empezaba a difundirse entre los gentiles que las frecuentaban. Esos dos grupos mencionados cumplían el papel de puente entre el mundo judío y el pagano.

El pequeño trío expedicionario atravesó la isla llegando a Pafos, -en la costa sur-occidental- que era la capital provincial romana, y donde residía su gobernador, el procónsul Sergio Paulo, a quien nuestro texto califica de “varón prudente”, (Hch 13:7), es decir, ponderado, reflexivo. Quizá por ese motivo el procónsul quiso escuchar lo que los dos evangelistas tenían que decir. Pero estaba con él un judío renegado, llamado “Barjesús”, esto es, “hijo de Jesús” (Recuérdese que en ese tiempo Jesús era un nombre muy común entre los judíos), que había adoptado el nombre griego de Elimas, y que practicaba las artes mágicas, algo expresamente prohibido a todo judío.

Este Elimas, posiblemente temiendo perder la influencia que con su magia ejercía sobre el procónsul, se oponía a que Bernabé y Saulo le hablaran. Entonces “Saulo que también es Pablo”, dice el texto (Hch 13:9), (6) tomando la palabra, le habló en un lenguaje muy fuerte: “¡Oh, lleno de todo engaño y de toda maldad, hijo del diablo, enemigo de toda justicia! ¿No cesarás de trastornar los caminos rectos del Señor?” (v.10). A continuación le dijo que por oponerse al Evangelio, se quedaría ciego durante un tiempo, lo que efectivamente ocurrió enseguida, por lo que Elimas se vio obligado a recurrir a otros que lo llevaran de la mano.

El procónsul entonces, maravillado, creyó en el Señor Jesús. Este fue el primero de los muchos milagros realizados por Pablo en su carrera evangelísitica. El procónsul es también el primer funcionario romano, después del centurión de Cesarea (Hch 10), en convertirse al cristianismo, aunque era de un rango muy superior al otro. La conversión del procurador debe haber sido interpretada por Pablo como una confirmación de su misión a los gentiles.

Pablo debe haber comprendido también en este incidente la ventaja que para él significaba usar su “cognomen” romano (Paullus) en vez de su nombre arameo (Saúl, helenizado como Saulos) para abordar a los gentiles, pues le permitía dirigirse a ellos, miembros del imperio, como un miembro del mismo igual a ellos, y además, ciudadano romano (7).

A partir de ese momento también Pablo, que era el más elocuente y el más emprendedor de los tres, empezó a tomar el liderazgo del pequeño equipo (Hch 13:13) y su nombre empieza a figurar en primer lugar, antes que el de Bernabé.

Detengámonos un momento en el personaje que se quedó buscando su camino a tientas, porque se había quedado ciego, tal como Pablo había decretado. Tal como había sucedido antes en Samaria, cuando Pedro llegó a esa ciudad para bautizar e imponer las manos a los nuevos conversos, y un mago se levantó para oponerse (Hch 8:9-25), cada vez que el Evangelio empieza a difundirse en algún lugar, Satanás levanta oposición a través de alguno de sus secuaces más notorios, o de aquellos a quienes su mensaje irrita.

Ese será el signo de los trabajos de Pablo. Cada vez que empieza a tener cosecha de almas, el diablo levanta oposición para frustrar su obra. Este será también el signo de toda obra cristiana a través de los siglos: Cuanto más valiosa sea para el Reino, mayor será la oposición del enemigo que se suscite.

Notas:
1. Por un lamentable descuido el título del artículo anterior fue impreso como “La Conversión de Pablo” cuando debió haber sido “La Conversión de Saulo”, que es más coherente con el desarrollo del relato.

2. El hecho de que hubiera varias sinagogas indica que había en esa ciudad una colonia judía importante.

3. A los turistas que visitan Damasco se les muestra la sección del muro de la ciudad, e incluso la ventana, por donde habría sido descolgado Saulo. Pero esta es una identificación más que dudosa.

4. El nombre de “canto gregoriano” que se da a esta forma de cánticos no viene de que fueran compuestos por el primer Papa de ese nombre (siglo VI), sino de que fue él quien dispuso que se reunieran y ordenaran los himnos y melodías tradicionales que era usual cantar en las iglesias latinas.

5. José era su verdadero nombre. Bernabé era su sobrenombre, el cual quiere decir “hijo de consolación.”

6. A partir de este episodio el texto griego de Hechos deja de llamar Saulos al apóstol, y empieza a llamarlo Paulos, que pronunciamos en español “Saulo” y “Pablo” respectivamente.

7. Todo ciudadano romano tenía tres nombres: praenomen (lo que nosotros llamamos “nombre de pila”); nomen Gentile (nombre de la familia o apellido); y cognomen (que no tiene equivalente entre nosotros). Si conociéramos el segundo podríamos tener alguna idea de cómo llegó la familia de Pablo a adquirir la ciudadanía romana.

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