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viernes, 19 de octubre de 2012

LA FAMILIA II


Por José Belaunde M.
LA FAMILIA II
 Continúo en este artículo el estudio de los cuatro elementos principales de la familia, iniciado en el artículo anterior.
2. El principio de la AUTORIDAD está claramente establecido en Ef 5:22-24: Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y Él es su Salvador. Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo.”
Este pasaje pone sobre el hombre, en realidad, más obligaciones que sobre la mujer, porque para que ella se le someta, él debe tratarla como Cristo a la iglesia. ¿Y cómo trata Cristo a la  iglesia? Muriendo por ella. Así pues, el hombre, para cumplir a cabalidad con su papel de marido, debe estar dispuesto a morir por su mujer, lo cual supone no solamente el exponer su vida por salvar la de ella sino, en los hechos, estar dispuesto a morir a sí mismo diariamente para contentarla a ella.
El hombre, según 1P 3:7, debe tratar a su mujer “como a vaso más frágil”. ¿Cómo tratamos a una pieza delicada de porcelana? Con sumo cuidado.
El pasaje citado de Efesios dice claramente que la autoridad en la familia reposa en el marido, que es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza del hombre.
La autoridad del esposo pone orden en la vida familiar. Cuando la esposa se rebela contra la autoridad del esposo, o la cuestiona, la vida de la familia es perturbada. Pero cuando el marido trata mal a su esposa la vida familiar es igualmente perturbada. Ambos deben vivir en armonía y someterse el uno al otro en el temor de Dios (Ef 5:21).
La autoridad del esposo sobre su mujer; y la del padre y la madre sobre los hijos, tiene como límite la ley de Dios. El marido no puede obligar a su esposa a hacer algo contrario a la ley de Dios, ni tampoco pueden ambos obligar a sus hijos a hacerlo. Al contrario, los padres deben enseñar a sus hijos la ley de Dios y a obedecerla, dándoles ejemplo.
En la práctica la autoridad del padre y la madre sobre sus hijos, esto es, la autoridad que no se impone a la fuerza, sino que es aceptada con naturalidad, tiene como fundamento la unión existente entre ambos. Cuando los esposos son unidos sus hijos se les someten de buena gana, pero están descontentos y se rebelan cuando hay peleas entre ambos. Cuando los esposos no son unidos no pueden ejercer bien su autoridad sobre sus hijos, porque ocurrirá con frecuencia que ellos se inclinarán hacia el uno o hacia el otro de sus padres, según consideren quién tiene la razón. Recuérdese que los hijos pequeños suelen tener en alto grado el sentido de la justicia.
La autoridad de la madre sobre sus hijos, en especial, cuando crecen, es en cierta medida una autoridad delegada. La madre la ejerce en nombre del padre. Pero cuando el padre está ausente la autoridad reposa en ella.
Frecuentemente en nuestra sociedad, como consecuencia de la deserción del padre, la autoridad en el hogar reposa en la madre, que suele cumplir en esos casos el doble papel de padre y madre con abnegación y, a veces, con heroísmo. Esas situaciones ocurren lamentablemente con mucha frecuencia en nuestro pueblo por irresponsabilidad del padre. Pero el padre que abandona a su mujer y a los hijos que tuvo con ella, rendirá severa cuenta a Dios por ello.
La falta de armonía entre sus padres hace sufrir mucho a sus hijos, afecta sus sentimientos, su bienestar psíquico y su seguridad en sí mismos. Muchas de las deficiencias de carácter y de las inseguridades de los hombres y de las mujeres adultos tienen su origen en el clima conflictivo que reinaba en el hogar en que crecieron. En cambio, la armonía entre sus padres contribuye a que los hijos crezcan psicológicamente sanos, equilibrados y seguros de sí mismos.
La autoridad de los padres sobre sus hijos ha sido ordenada por Dios en el Decálogo (“Honra a tu padre y a tu madre”, Ex 20:12). Pablo dice que este “es el primer mandamiento con promesa; para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra.” (Ef 6:2,3).
Los hijos que no obedecen a sus padres, no los honran. En el Antiguo Testamento estaban sometidos a castigo público delante de la congregación, incluso con la muerte (Dt 21:18-21).
Es obligación de los padres enseñar a sus hijos la ley de Dios (“Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos…”, Dt 6:6,7), así como todo lo concerniente a la historia sagrada y a la piedad (“Y cuando mañana te pregunte tu hijo, diciendo: ¿Qué es esto? Le dirás: Jehová nos sacó con mano fuerte de Egipto, de casa de servidumbre; y endureciéndose Faraón para no dejarnos ir, Jehová hizo morir…a todo primogénito…” Ex 13:14,15).
También están obligados los padres a disciplinar a sus hijos: “No rehúses corregir al muchacho; porque si lo castigas con vara no morirá…” (Pr 23:13). Pero el castigo físico nunca debe ser aplicado con cólera (aunque yo sé lo difícil que es eso). Este versículo no autoriza a los padres a descargar su cólera sobre sus hijos, como ocurre con frecuencia, porque hacerlo desvirtúa el propósito de la disciplina, que es corregir (Pr 19:18). El castigo debe ser aplicado con ánimo sereno y de tal manera que el niño sienta que sus padres lo aman, y que lo castigan a pesar suyo. Pero si los padres no lo castigan por sus malacrianzas, el niño crecerá creyendo que todo le está permitido, y será más tarde un adulto desconsiderado, engreído, prepotente y eternamente insatisfecho.
Los hijos adquieren en el hogar el sentido del respeto a la autoridad. Los hijos que respetaron la autoridad de sus padres, respetarán de una manera natural la autoridad del gobierno y las reglas de conducta de la sociedad. Si los hijos rechazaron la autoridad de sus padres, o la autoridad de uno de ellos, es muy probable que al crecer rechacen también la autoridad del gobierno, y vivan siendo unos rebeldes y descontentos.
Pero, repito, para que los hijos respeten la autoridad de sus padres es necesario que sea ejercida con cariño y consideración.
3. Eso nos lleva al tercer elemento: el AMOR.
En toda familia bien constituida reina el amor: el amor de Dios y el amor de los esposos entre sí, que se extiende y se derrama sobre sus hijos.
Si los padres no se aman mutuamente, si se han vuelto indiferentes uno con otro, o si discuten todo el tiempo y se pelean, su amor por sus hijos sufrirá; será imperfecto, no se expresará de una manera espontánea y no podrá satisfacer las necesidades emocionales de sus hijos, sobre todo las de sus hijos pequeños.
De ahí la obligación que tienen los padres de amarse mutuamente y de superar sus deficiencias de carácter y sus dificultades mutuas. Es conveniente recordar en este contexto el principio que he sentado en otro lugar: el hombre y la mujer se casan no solamente porque se aman, sino sobre todo para amarse. Amarse es su obligación.
Los padres no deben discutir delante de sus hijos. Eso los angustia y los hace sentirse inseguros. Es comprensible e inevitable que los esposos tengan ocasionalmente desavenencias y que discutan entre sí, aunque si se aman realmente, ocurrirá rara vez. Pero si lo hacen debe ser a puerta cerrada para que sus hijos no los oigan. Y por supuesto, nunca deben insultarse, porque eso degrada al matrimonio.
Si discuten delante de sus hijos adolescentes o mayores, éstos pueden perderles el respeto.
Los hijos pequeños necesitan ser amados por sus padres para desarrollarse bien. Si no son amados y acariciados sufrirán, y tendrán más tarde complejos. El amor de sus padres es un alimento para ellos, tan necesario como el alimento material.
Una familia formada por padres ya mayores y por hijos ya adultos, si está unida por un fuerte amor mutuo, es un espectáculo muy bello que da muy buen testimonio ante la sociedad.
Cuando en las familias reina el amor, sus miembros se preocupan unos por otros.
4. Eso nos lleva al cuarto elemento: el APOYO MUTUO.
El amor que se tienen los padres entre sí, el amor correspondido que tienen por sus hijos, hará que se apoyen y ayuden mutuamente, y que se preocupen unos por otros.
Eso es algo que suele ocurrir en todas las familias bien constituidas del  mundo entero: los padres se preocupan por sus hijos, y los hijos se preocupan por sus padres. Se ayudan unos a otros de manera espontánea.
¿A quién acude un niño pequeño cuando se siente amenazado? A su padre, o a su madre. Rara vez al abuelo, si está cerca.
Y si los padres no están en casa ¿a quién acude el niño? Normalmente al hermano mayor, o a la persona con quien vive y que hace las veces de padre o de madre, que puede ser efectivamente en algunos casos, el abuelo o la abuela.
Además del núcleo familiar, en torno del hogar existe la familia extendida, formada por los parientes cercanos, los tíos, los sobrinos y los primos. Esa familia extendida suele ser también una fuente muy útil y valiosa de apoyo mutuo. Es muy bueno cuando hay relaciones estrechas entre los parientes cercanos, hermanos, tíos y primos de ambos sexos. Juntos forman un clan que puede ser de gran ayuda en situaciones de emergencia de todo tipo, no sólo relacionadas con el hogar, pero en particular en éstas. Como, por ejemplo, si la mamá se enferma y no puede ocuparse de su casa, viene una pariente cercana que se hace cargo de la casa momentáneamente, cocina y se ocupa de los niños pequeños.
Un ejemplo bíblico patente lo vemos en el caso de María que, cuando se enteró de que su pariente Isabel estaba embarazada, fue a acompañarla durante un tiempo para ayudarla en ese trance.
Esas situaciones se daban sobre todo antes, cuando el ritmo de vida era menos intenso, las mujeres no solían trabajar como ahora, y las distancias eran menores. Hoy en día los vínculos de parentesco entre nosotros se han aflojado un poco, como ocurre en los EEUU y en Europa.
La unión de las familias extendidas suele estar basada en el recuerdo de padres, o abuelos, o antepasados justos, que sentaron un buen ejemplo y que dejaron una huella en sus descendientes, creando un sentido de unidad y solidaridad entre ellos.
Cuando son unidos los miembros de la familia nuclear se apoyan mutuamente de una manera espontánea. Los padres apoyan a sus hijos: los alimentan, los visten, los mandan al colegio, y si está dentro de sus posibilidades, les proporcionan una educación superior para que tengan una profesión y hagan una carrera y, además, si pueden, les dejan una herencia.
Los padres suelen estar pensando anticipadamente en qué les van a dejar a sus hijos, en términos de propiedades, negocios, etc., aunque la mejor herencia es una buena educación en el Señor.
A su vez, cuando son adultos, los hijos apoyan a sus padres ancianos, sea económicamente cuando es necesario, pero, sobre todo, con su compañía, con su cariño y su cuidado. Es muy triste cuando los hijos dejan de visitar a sus padres ancianos y se olvidan de ellos.
Un caso interesante, aunque se trataba de la nuera, es el de Rut que, cuando enviudó siendo todavía joven, renunció a quedarse en su tierra para casarse con un joven que la pretendiera, con el fin de acompañar a su suegra Noemí a su Belén natal, para que no regresara sola. Pero Dios premió su fidelidad, dándole en su nueva patria como marido a un hombre de fortuna, a Booz, que admiraba la forma cómo ella se había comportado con su suegra. ¿Y quién descendió del matrimonio que formaron? Nada menos que el rey David, y después, nuestro Salvador, Jesús, a través de José.
Las familias unidas, en las cuales han reinado, y siguen reinando, esos cuatro elementos, son inquebrantables. Son como fortalezas ante los ataques del enemigo, y un ejemplo para la sociedad que ve en ellas una manifestación de la intervención de Dios en la vida hogareña, porque eso no es obra humana sino divina.
La unión familiar es instintiva en el ser humano. Existe no sólo en el cristianismo y en el judaísmo. Se encuentra también en otros pueblos, en otras culturas, y en otras religiones, como en el Islam, en donde, aunque la poligamia está permitida, las familias suelen ser muy unidas. Se da también en el hinduismo, en los pueblos primitivos y paganos de África y de Oceanía, y en las tribus de la selva peruana.
Es Dios quien ha puesto en el hombre el instinto de la procreación y, como su complemento, el instinto de la unión familiar.
De ahí que podamos afirmar sin temor a equivocarnos, que la familia es uno de los aspectos más importantes del plan de Dios para el ser humano. Por ese motivo al comienzo del libro del Génesis dijo Dios: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré una ayuda idónea.” (Gn 2:18). ¿Por qué no dijo también: No es bueno que la mujer esté sola? Porque cuando la creó ya existía el hombre. Pero también, creo yo, porque la mujer, a pesar de su aparente fragilidad, está más capacitada que el hombre para subsistir sola.
Para finalizar, preguntémonos. ¿Para qué creó Dios al hombre y a la mujer? Los creó el uno para el otro, y para que su amor fuera un reflejo del amor que une a las tres personas de la Trinidad. Es bueno que los esposos sean concientes de ese aspecto trascendental de su amor.
Démosle gracias a Dios por su sabiduría y por su bondad; porque creó al hombre y a la mujer para que fuesen felices juntos, haciéndose felices el uno al otro; y para que le den hijos que lo amen, formando familias sólidas y unidas que den testimonio de su presencia en el mundo.
NB. Este artículo y el anterior del mismo título están basados en una enseñanza dada en una reunión del Ministerio de la Edad de Oro, el 26.09.12.
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   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#748 (14.10.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

martes, 22 de junio de 2010

EL TEMOR DE DIOS I

Por José Belaunde M.

Un Comentario del Salmo 34:11-14

Con mucha frecuencia se tergiversa la noción del temor de Dios porque se tiene temor de la palabra temor. Pero el temor de Dios es temor de Dios. Nada menos.

Vayamos a los versículos 11-14 donde se dice: “Venid, hijos, oídme; el temor del Señor os enseñaré. ¿Quién es el hombre que desea vida, que desea muchos días para ver el bien? Guarda tu lengua del mal, y tus labios de hablar engaño. Apártate del mal, y haz el bien; busca la paz, y síguela.”

Aquí vemos a un padre que habla a sus hijos, como un maestro habla a sus discípulos, para enseñarles acerca del temor de Dios, porque es algo muy importante. Pero ¿qué cosa es el temor de Dios? El temor es ante todo temor, como he dicho. Esa palabra quiere decir lo que quiere decir. Puede significar también, y en ocasiones se entiende de esa manera, como respeto, reverencia, o también como asombro, espanto, ante la grandeza de Dios, ante los juicios de Dios.

En un escrito anterior yo describía al temor de Dios como una mezcla de espanto ante su majestad, de reverencia ante su santidad, de humildad ante su omnipotencia y de amor ante su bondad.

Pero el temor de Dios ante todo es temor a las consecuencias de pecar contra Dios, temor al castigo. Temor de la ira de Dios, temor de su justicia. Si nosotros revisamos el Antiguo Testamento, podemos ver efectivamente que cada vez que se habla del temor de Dios se habla de eso. Y es natural que sea así, pues Dios emplea con su pueblo una pedagogía adaptada a la vida y a la psicología humana.

Un ejemplo claro es la teofanía divina en el monte Sinaí cuando, después de haber comunicado Dios al pueblo hebreo los diez mandamientos del Decálogo a través de Moisés, el monte humea en medio de relámpagos y el pueblo se pone a temblar de pavor. Para tranquilizarlos Moisés les dice: “No temáis; porque para probaros vino Dios, y para que su temor esté delante de vosotros, para que no pequéis.” (Ex 20:20).

¡Qué interesante! Dios les muestra todo su terrible poder para que lo conozcan, no de oídas sino en vivo y en directo, un poder que descargarse sobre ellos con toda la fuerza, si es que se rebelan contra Él. Y luego les dice: “No temáis.” Es decir, no corréis ningún peligro ahora. Esto que veis es una solemne advertencia para que el temor de Dios os guarde de pecar. En el pasaje paralelo de Dt 5:29, después de que el pueblo se compromete a acatar todo lo que Dios les pide, Dios añade estas palabras: “¡Quién diera que tuviesen tal corazón, que me temiesen y que guardasen todos los días todos mis mandamientos, para que a ellos y a sus hijos les fuese bien para siempre!” Al que obedece a Dios le va bien en la vida, pero al que no…¡que espere a ver qué le sucede!

En ambos pasajes aparece una noción básica de la pedagogía divina: El temor de Dios tiene por finalidad apartar al hombre del pecado. Eso se ve desde el Génesis, en el pasaje donde Abimelec reprocha a Abraham que le haya ocultado que Sara es su mujer y él, sin saberlo, casi la hace suya. Abraham, a manera de excusa, le responde: “Porque dije para mí: Ciertamente no hay temor de Dios en este lugar, y me matarán por causa de mi mujer.” (Gn 20:11). Teniendo temor de Dios, piensa él, no me matarán, pero si no lo tienen, estoy muerto.

Nosotros sabemos que los hijos tienen temor de sus padres. ¿Por qué les temen? Tienen por lo menos temor al padre, quizás no tanto de la madre, pero sí y mucho, del padre, porque si el niño se porta mal, su mamá le dice: Le voy a decir a tu papá. Y el niño se muere de miedo de lo que puede pasarle, porque si su padre se entera, se pone bravo y lo castiga.

Ése es el modelo que usa Dios para hacernos entender en qué consiste el temor de Dios, esto es, la conciencia de que Él puede castigar a sus hijos, a sus criaturas, si le desobedecen, o hacen algo contrario a la justicia (Lv 25:35,36).

¿Quién no tiene la experiencia en su vida personal de haber hecho algo malo y haber sufrido las consecuencias? Esas cosas no ocurren de casualidad. Nosotros no vemos las causas de los acontecimientos, no vemos los resortes que hay detrás; pero ciertamente detrás de todas las cosas malas que ocurren a las personas o a la sociedad, hay quienes han hecho algo que ha generado una cadena negativa de causas y efectos detrás de los cuales está la mano de Dios que disciplina.

Esto lo vemos no sólo en la vida ordinaria de la gente sino también en los acontecimientos del mundo. El terrible derrame de petróleo en el Golfo de México que está causando tanto daño, ocurrió porque la compañía operadora concientemente descuidó tomar las precauciones necesarias, a pesar de que había sido advertida del peligro. ¿Es Dios ajeno a ello? No lo creo. Dios nos está advirtiendo que su paciencia se acaba.

El capitulo 3 del Génesis narra cómo Dios castigó severamente a Adán y Eva porque desobedecieron. Vamos a ver hasta qué punto fue grave el castigo que ellos sufrieron. Dios les había dado orden de que no comiesen del árbol del conocimiento del bien y del mal (Gn 2:17). Pero viene la serpiente, tienta a Eva, y Eva se deja seducir y come. Luego come Adán. Pero en lugar de sentir ellos lo que la serpiente les había prometido, que iban a tener un conocimiento superior (¡Cómo tienta a los hombres el conocimiento!), que sus ojos serían abiertos, y que serían como Dios, ¿qué dice el Génesis?. La experiencia que tuvieron fue muy distinta de lo que esperaban: “Y oyeron la voz de Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia del Señor entre los árboles del huerto.” (Gn 3:8)

Ahí aparece por primera vez el temor de Dios en la historia de la humanidad. ¿Por qué tuvieron temor de Dios en ese momento? Porque eran concientes de que habían desobedecido. Su sentimiento de culpa hizo que temieran. Hasta ese momento ellos se paseaban felices por el parque, comían a su gusto y hablaban con Dios. Estaban contentos en su presencia. Pero apenas pecaron tuvieron temor de Él.

Fíjense en el vers. 9: “Mas Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú? Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí. Y Dios le dijo: ¿Quién te enseñó que estabas desnudo?” Hasta ahora habían estado siempre desnudos sin ser concientes de estarlo, ni sentir vergüenza. Pero ¿qué les hizo tener conciencia de que estaban? “¿Has comido del árbol de que yo te mandé no comer?” inquirió Dios que lo sabe todo. Entonces Adán, cobarde que es, le contesta: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí”.

Repitamos. ¿Por qué se dieron cuenta de que estaban desnudos? ¿Qué había pasado? Se les habían abierto efectivamente los ojos como les había prometido la serpiente. Lo que les había dicho la serpiente era cierto. Tendrían conocimiento del bien y del mal. Pero no el conocimiento según Dios, inocente; sino el conocimiento según Satanás, con malicia, porque el conocimiento del bien no nos hace sentir vergüenza; pero el conocimiento del mal, sí. Los niños sienten vergüenza instintivamente cuando piensan algo malo. Los adultos, por muy endurecidos que estén, también.

Más allá del sentido literal del estar desnudos, hay un sentido más profundo en esa condición. Hay un pasaje en el Nuevo Testamento que nos hace pensar que ellos quedaron desnudos de la gloria de Dios. Estando en paz con Dios, y estando el Espíritu de Dios en ellos, ellos antes de pecar tenían posiblemente cuerpos gloriosos como serán los nuestros cuando resucitemos. Al verse ellos despojados de esa gloria que antes tenían, y al contemplar su nueva apariencia como cuerpos mortales, se sintieron desnudos y se tornaron concientes de las consecuencias de su desobediencia, y tuvieron miedo.

Pero Dios no les dice para tranquilizarlos: “No hijitos míos, no tengan miedo, no se preocupen, yo los quiero mucho, no es tan grave la cosa.” No, nada de palabras consoladoras. ¿Qué es lo que les dice? A la serpiente la maldice de modo que en adelante se desplazará arrastrándose por tierra. Y a la mujer le dice: “Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti.” (vers. 16) Tener hijos, que debía ser para la mujer una experiencia gozosa, se convertirá para ella en una experiencia penosa, por las incomodidades del embarazo, y porque daría a luz en medio de grandes dolores, que ningún hombre, creo yo, seria capaz de soportar.

Pero además, esas palabras contienen una maldición que establece las condiciones bajo las cuales la mujer se va a relacionar en adelante con el hombre, no una relación de igualdad y compañerismo, como al comienzo sino una relación de sometimiento que, dicho sea de paso, el cristianismo ha aliviado en parte, pero que en la antigüedad pagana y todavía en algunas partes del mundo no alcanzadas por el Evangelio, llega a extremos increíbles.

Pero al hombre no le dice: “Tú vas a mandar sobre tu mujer”, como sería la contraparte, sino le dice: “Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol del que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida.” (vers. 17) No lo maldice a él sino maldice a la tierra que le da de comer, y con ella maldice a su trabajo. Es decir, esta tierra que yo te había dado para que la cultives, y que antes te daba frutos en abundancia, en adelante será avara en su rendimiento. Tendrás que arrancarle con dolor tu alimento. La mujer parirá con dolor. El hombre cosechará penosamente.

Y prosigue diciendo: “Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás.” (vers. 18,19) Esta ultima frase nos recuerda la manera cómo Dios creó al hombre, tomando polvo de la tierra, esto es, barro, y dándole forma. (Gn 2:7) Nosotros, necios que somos, nos jactamos de la fortaleza, o de la belleza, de nuestro cuerpo, pero no somos más que eso, arcilla que Dios modeló y a la que dio vida.

En esas palabras de Gn 3:18,19 que hemos citado (“polvo eres y al polvo volverás.”) se cumple además lo que Dios le había advertido a Adán: “Si comes del árbol que está en medio del jardín, (es decir, si me desobedeces), morirás.” (Gn 2:17). ¿Quieren esas palabras decir que si no hubieran pecado, Adán y Eva y sus descendientes serían inmortales? Eso es lo que algunos intérpretes, y yo con ellos, creen; que llegado el término fijado para su vida terrena, el hombre sería levantado al cielo como lo fueron Enoc y Elías.

Respecto de Gn 3:18,19 notemos cómo a pesar de todos los esfuerzos que ha hecho el hombre a través de los siglos, y de todo el ingenio que ha invertido para hacer que su trabajo sea más fácil por medio de las herramientas y de las maquinarias ideadas por él, incluyendo la automatización, el trabajo sigue costándole gran esfuerzo al hombre. Aunque trabaje en una linda oficina alfombrada, con secretaria y computadora, al final del día está cargado, cansado. Y durante el trabajo mismo, si ya no tiene que dar de azadones en la tierra, se pelea con su compañero, o con su jefe porque no le dan el sueldo que merece y, de repente, hasta lo botan del trabajo. Es decir, a pesar de todos los adelantos de la tecnología moderna, el trabajo sigue siendo para el hombre un motivo de sufrimiento, de modo que realmente puede decirse que come el pan aderezado con el sudor de su frente.

Ahora bien, el trabajo en el mundo caído no es sólo una maldición, porque a través del trabajo el hombre se realiza como ser humano. Mediante el trabajo el hombre desarrolla sus habilidades, sus capacidades, que permanecerían dormidas si él no trabajara. De modo que el trabajo es también un bendición para el hombre. De ahí que a nadie le gusta estar sin empleo. Se siente inútil y se deprime.

Sin embargo, pese a todas esas compensaciones, el trabajo no deja de ser penoso. Por eso tomamos vacaciones una vez al año y la gente aspira a jubilarse algún día para gozar de la libertad de hacer con su tiempo lo que le da la gana.

Hemos visto pues, que como consecuencia de su desobediencia, Adán y Eva fueron expulsados del paraíso. ¿Por qué se le llama paraíso? Porque era un lugar maravilloso, como un parque precioso, lleno de árboles, de caídas de agua y de fuentes, en el que estaban reunidas todas las cosas que hacen la vida agradable.

Expulsados de ese lugar encantado que Dios había preparado para ellos, la tierra se convirtió para ellos en lo que con razón llamamos un valle de lágrimas, con su torbellino de pasiones, de rivalidades y celos, y muy pronto, de asesinatos. Vemos pues cómo desde el comienzo de la historia de la humanidad queda sentado el principio de que desobedecer a Dios trae consecuencias. De esa manera aprende el hombre a conocer el temor de Dios: la noción de que nadie puede desobedecerle sin atenerse a las consecuencias. De ahí que desde las primeras líneas de ese compendio de sabiduría que es el libro de Proverbios queda sentado: “El principio de la sabiduría es el temor de Dios” (Pr 1:7). ¿Cómo comienza la sabiduría? Temiendo a Dios. ¿Cómo aprende el niño a ser sabio? Temiendo al castigo. Se le dice: no hagas eso. Si no hace caso y lo hace, se le castiga y llora el niño; pero ya aprendió. Si quiere volver a hacerlo una segunda vez, se retiene, porque sabe que lo van a castigar. El castigo les enseña la sabiduría a los niños. Aprenden por experiencia que lo que uno hace trae consecuencias.

Nada peor y más dañino que esa filosofía pedagógica que se difundió hace unos cincuenta años y que sostenía que no se debe castigar al niño, porque lo reprime, lo frustra y despierta en él sentimientos agresivos. Naturalmente eso ocurre cuando el castigo es injusto, cruel o excesivo. Pero no cuando el castigo es justo y se aplica con amor. De ahí que Proverbios diga: “El que detiene el castigo, a su hijo aborrece; mas el que lo ama, desde temprano lo corrige.” (13:24). Y que otro diga: “La vara y la corrección dan sabiduría; mas el muchacho consentido avergonzará a su madre.” (29:15).

NB. Este artículo y su continuación están basados en la trascripción de una charla dada hace más de veinte años en un grupo de oración carismático, lo que explica el estilo libre e improvisado.

#631 (13.06.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).