lunes, 22 de julio de 2013

LA FIDELIDAD NO ES SÓLO FÍSICA

Pasaje tomado de mi libro
Matrimonios que Perduran en el Tiempo
LA FIDELIDAD NO ES SOLO FÍSICA, también debe serlo de pensamiento. Es decir, ni el
hombre ni la mujer casados deben admitir pensamientos acerca de una persona del otro sexo que les atraiga, o que les sonría, o por la cual tengan cierta simpatía. ¿Qué dice la Escritura? “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón, porque de él mana la vida.” (Pr 4:23) Guarda tu corazón en lo que se refiere a tu condición de casado o casada. Guarda tus pensamientos. Que tus pensamientos no se posen en otra persona que no sea tu esposo o tu esposa. La infidelidad de pensamiento suele presentarse cuando hay insatisfacciones en la vida conyugal. Por lo mismo, en situaciones semejantes los esposos cristianos que quieran hacer la voluntad de Dios, y que quieran guardarse de peligros que puedan amenazar la estabilidad de su unión y su felicidad, deben guardarse. Aún en los casos en que haya insatisfacción sexual o psicológica, aún, y sobre todo en esos casos, los afectos deben ser guardados, deben serse fieles uno al otro.
Por ese motivo cuando el hombre o la mujer casados sientan una simpatía especial por una persona del otro sexo, y más aún, si sienten que esa simpatía es correspondida, deben huir de esa persona como del diablo mismo, huir de toda ocasión de encontrarse con ella, porque es el diablo el que está usando a esa persona. Esa persona quizá sea inconsciente, o quizá no lo sea (Dios lo sabe), pero el diablo pone ocasiones precisamente para hacer caer a uno o al otro. Si los casados tomaran esa precaución de alejarse de toda persona que les muestra una simpatía especial -y sabemos cuáles son los síntomas de esa simpatía- o por la cual uno de ellos siente simpatía, se evitarían muchas tragedias familiares; porque todo empieza en pequeño, por cosas que parecen triviales, sin importancia, pero que pueden crecer y dar un fruto mortal. 
(Páginas 183 y 184. Editores Verdad y Presencia, Tel 4712178)



LA PATERNIDAD DE DIOS

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
LA PATERNIDAD DE DIOS
Según la doctrina cristiana Dios es uno y, a la vez, trino: un solo Dios en tres personas (hupóstasis  en griego), Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Dios es Padre, en primer lugar, de su Hijo unigénito, el Verbo (la Palabra), que estaba con Él desde el principio (Jn 1:2); y es Padre del pueblo escogido, de Israel, a quien Él llama hijo; Padre también de todos aquellos a quienes ha dado la potestad de ser hechos hijos de Dios, esto es, a todos “los que creen en su nombre…los cuales no son engendrados de sangre ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.” (Jn 1:12,13), es decir, de los cristianos.
Ellos son hijos porque han recibido el espíritu de adopción “el cual clama ¡Abba, Padre!” (Gal 4:6). Y lo han recibido por haber creído, “pues todos sois hijos de Dios, por la fe en Cristo Jesús.” (Gal 3.26).
Vamos a examinar brevemente, es decir, sin pretender ser exhaustivos, lo que las Escrituras dicen acerca de la paternidad de Dios.
En primer lugar, aunque el Génesis no lo llame explícitamente Padre del género humano, es obvio que Dios es Padre del hombre, pues es su Creador, como dice el primer relato de la creación: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza.” (Gn 1:26).
Notemos que Dios había creado previamente a todos los seres vivientes que pueblan la tierra, pero no los creó a su imagen y semejanza. Eso estaba reservado para el ser humano.
Adán a su vez, a la edad de 130 años, engendra un hijo a su imagen y semejanza, a quien pone el nombre de Set (Gn 5:3). En la genealogía de Jesús que trae Lucas al inicio de su evangelio (Lc 3:23-38) el linaje de los ascendientes de Jesús se remonta hasta Dios. El último verso de la genealogía dice así: “Hijo de Enós, hijo de Set, hijo de Adán, hijo de Dios.”
La imagen y semejanza de Dios conforme a la cual fue creado el ser humano significa que él tiene inteligencia y voluntad para actuar libremente, y un espíritu inmortal. Dios le dio además la potestad de señorear sobre todo lo que contiene la tierra (Gn 1:26). Esto es, creó la tierra para el hombre, tan gran amor le tenía.
Cuando Dios le dio a Moisés el encargo de ir donde el faraón de Egipto a decirle que dejara salir a su pueblo, al que mantenía esclavo, Él le manda decir: “Jehová ha dicho así: Israel es mi hijo, mi primogénito. Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva…” (Ex 4:22,23).
Es de notar que Dios no escogió como pueblo propio a uno de los pueblos diversos que ya existían en la tierra, como hubiera podido, sino que hizo surgir un pueblo nuevo de un hombre ya anciano, y de una mujer estéril, a quien dio el privilegio de concebir y tener un hijo, conforme a la promesa que les había hecho (Gn 18:10-14). Dios suscitó a ese pueblo nuevo para que de él naciera el Redentor del género humano.
A lo largo de su peregrinaje por el desierto Dios se comporta con Israel como un padre con su hijo: “Y en el desierto has visto cómo Jehová tu Dios te ha traído, como trae el hombre a su hijo, por todo el camino que habéis andado hasta llegar a este lugar.” (Dt 1:31).
Cuando el pueblo llega a la frontera de la tierra prometida y está a punto de conquistarla, Dios le dice por medio de Moisés: “Hijos sois de Jehová vuestro Dios; no os sajaréis, ni os raparéis a causa de muerto (es decir, no incurriréis en las prácticas supersticiosas de los pueblos paganos que habitan esa tierra). Porque eres pueblo santo a Jehová tu Dios, y Jehová te ha escogido para que le seas un pueblo único de entre todos los pueblos que están en la tierra.” (Dt 14:1,2)
Pero el pueblo ingrato no se comporta como Dios esperaba, y Él se lo reprocha: “¿Así pagáis a Jehová, pueblo loco e ignorante? ¿No es Él tu Padre que te creó? Él te hizo y te estableció.” (Dt 32:6)
Dios como Padre se siente justamente ofendido por la forma cómo el pueblo que Él ha creado con tanto amor le es infiel, rindiendo culto a otros dioses pese a que se lo había prohibido.
Pero Dios es Padre no solamente del pueblo escogido; lo es también del hombre que elige para que lo gobierne después de David, a Salomón, su hijo: “Yo le seré a él padre, y él me será a mí hijo. Y si él hiciere mal, yo le castigaré con vara de hombres, y con azotes de hijos de hombres, pero mi misericordia no se apartará de él…”. (2Sm 7:14,15).
Y como Salomón efectivamente, llegado a la cúspide de su gloria y de su poder, se apartó de Dios para adorar a los dioses de las muchas mujeres extranjeras que tuvo, su reinado al final estuvo plagado de dificultades. Y muerto él, las tribus del norte se rebelaron contra su hijo Roboam y formaron un reino aparte bajo Jeroboam, el cual arteramente enseñó al pueblo a adorar a los baales. (1R 12). Pese a algunos reyes piadosos, como Ezequías y Josías, Judá no tardó en seguir su mal ejemplo.
Cuando el pueblo escogido le da la espalda a Dios  y rinde culto a falsos dioses, Dios los abandona en manos de sus enemigos. Primero vinieron los asirios que dispersaron a las diez tribus del norte; después los babilonios que se llevaron cautivo a Judá. Entonces, arrepentidos, volvieron su mirada a su Padre Dios, quejándose: “Ahora pues, Jehová tú eres nuestro padre; nosotros barro, y tú el que nos formaste; así que obra de tus manos somos todos nosotros. No te enojes sobremanera Jehová, ni tengas perpetua memoria de la iniquidad. (Is 64:8,9).
Dios se compadece de ellos, y luego de 70 años de exilio, trae de vuelta a su tierra a un remanente. Pero el pueblo ha aprendido la lección. Nunca más adorará a dioses ajenos. Después de que Esdras leyera en Jerusalén la ley de Dios al pueblo conmovido (Nh 8), y de que confesara los pecados del pueblo (Nh 9), el pueblo hace pacto solemne con Dios de guardar la ley (Nh 9:38-10:1-39).

Dios, dice la Escritura, es “Padre de huérfanos y defensor de viudas.” (Sal 68:5), es decir, de todos aquellos que no tienen quien los defienda ni saque la cara por ellos. Si tú te encuentras en esa condición, es bueno que sepas que no estás desvalido ante el mundo, que no estás indefenso. Tú tienes un Padre todopoderoso que está dispuesto a socorrerte y a defenderte de tus enemigos.
Por el mismo motivo dice también otro salmo: “Como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen.” (Sal 103:13). Tú ya sabes en quién puedes confiar.
Pero nadie ha enseñado con más claridad acerca de la paternidad de Dios que Jesús, que nos enseñó dirigirnos a Él diciendo: “Padre nuestro que estás en los cielos…” (Mt 6:9).
Jesús nos exhorta a parecernos a nuestro Padre, para que seamos dignos hijos suyos: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced el bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos.” (Mt 5:44,45).
Él nos exhorta también a perdonar a nuestros deudores, así como Él perdona nuestras deudas: “Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas,” (Mt 6:14,15). Ésta es la base de nuestra esperanza, que si bien nosotros le fallamos a Dios muchas veces, Él está siempre dispuesto a perdonarnos si nuestro arrepentimiento es sincero.
Hablando acerca de la oración Jesús pregunta: “¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pescado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le piden? (Mt 7:9-11). Lucas en el pasaje paralelo concluye: “¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? (Lc 11:13). Esta es la primera promesa de enviar al Espíritu Santo que consignan los evangelios, promesa que se cumplió el día de Pentecostés (Hc 2:1-4).
Jesús nos enseña la unidad esencial que existe entre Él y el Padre cuando Felipe que, como sus colegas, no ha entendido bien lo que Jesús les está diciendo, le pide: “Muéstranos al Padre y nos basta.” Y Jesús le contesta: “¿Tanto tiempo estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí? (Jn 14:8-10ss).
En la oración que Jesús hace al Padre antes de su pasión, entre otras cosas Él dice: “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste.” (Jn 17:20,21). Teniendo el mismo Padre, ellos son hermanos, y si lo son ¿cómo no han de estar unidos? La iglesia desunida es el mayor obstáculo para la predicación del Evangelio, y deshonra a Dios como Padre.
En el huerto de Getsemaní llega el momento supremo de la sumisión de Jesús a los deseos de su Padre, deseo contra el cual toda su naturaleza humana se rebela, al punto de que en medio de su tremenda agonía su sudor se mezcla con sangre que cae en gotas al suelo (Lc 22:44). Sin embargo, Él le dice dos veces: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú.” (Mt 26:39).
Cuando le crucificaban Jesús dijo: “Padre, perdónalos porque no saben los que hacen.” (Lc 23:34). En ese momento de terrible dolor Él estaba más preocupado por los infelices que cumplían la cruel tarea que les habían encomendado que por lo que Él sufría. Él sólo siente compasión por ellos.
Las últimas palabras que pronunció las dirige a su Padre entregándole su vida: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.” (Lc 23:46). Esas son palabras que nosotros también deberíamos dirigir a Dios cuando nos llegue el día de morir, tal como lo hizo el diácono Esteban: “Señor, recibe mi espíritu”, agregando una frase similar a la que acabamos de citar en el párrafo anterior (Hch 7:59,60).
Una vez resucitado, Jesús le dice a la Magdalena: “No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; mas vé a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.” (Jn 20:17). Jesús subraya nuestra identidad como hijos de Dios y hermanos suyos.
Pablo proclama una gran verdad cuando escribe: “Un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos.” (Ef 4:6).
Al inicio de la 2da carta a los Corintios él escribe: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación…” (2Cor 1:3). Dios es Padre de Jesucristo, y nuestro Padre, tal como nos enseñó Jesús, y lo es también en un sentido práctico, porque Él nos consuela en todas nuestras tribulaciones, como hace todo padre amoroso y preocupado por sus hijos.
En Romanos él ha escrito: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo…” (Rm 8:16,17).
Lo que no impide que en Hebreos se nos recuerde que Dios, como Padre amoroso y responsable que es, nos discipline cuando es necesario: “Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus y viviremos?” (Hb 12:9).
El apóstol Pedro saca de todo ello una conclusión, que es a la vez un consejo: “Y si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación.” (1P 1:17).
Santiago nos ilustra acerca de cómo se produjo nuestro nuevo nacimiento que nos convirtió en hijos de Dios: “Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación. Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas.” (St 1:17,18).
Por último Juan exclama admirado ante el privilegio que nos ha sido otorgado de ser hijos de Dios: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios…Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es.” (1Jn 3:1,2). ¡Ser semejantes a Él! Esta es la esperanza bendita que nos conforta y nos alienta a seguir luchando contra el enemigo de nuestras almas que quiere hacernos olvidar todas estas verdades para apartarnos de nuestro Padre.
Amado lector: Jesús dijo: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mr 8:36) Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios por toda la eternidad, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle perdón a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
“Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#783 (16.06.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

jueves, 11 de julio de 2013

LA MUJER CASADA...

Pasaje tomado de mi libro
Matrimonios que perduran en el tiempo

LA MUJER CASADA no debe ofrecer su cuerpo a ojos ajenos, es decir, aquellas partes de su cuerpo que, desnudas, atraen las miradas masculinas. Si lo hace mancha su cuerpo. Pero no sólo se trata de la exhibición de algunas partes de su cuerpo que la moda moderna desnuda, sino también de aquellos vestidos que dibujan o insinúan su silueta.
         Dios ha puesto en el cuerpo de la mujer, en sus formas, en su contorno, en la gracia de sus movimientos y en su caminar, un poderoso atractivo para el hombre. Ese atractivo, que cumple una función santa en la "economía" del amor y del matrimonio, sólo debe ser desplegado ante el marido. Si se exhibe ante ojos ajenos ese atractivo es violado, manchado por las miradas impuras que provoca, y ya no puede ser el "huerto cerrado" de que habla el Cantar de los Cantares, donde el marido encuentre sus delicias  (4:12).
         Desgraciadamente hay muchas mujeres casadas, aun cristianas, que movidas por la vanidad e impulsadas por los caprichos de la moda, gustan de impresionar a otros hombres con su belleza. No se dan cuenta de que ellas se hacen culpables de los malos deseos que inspiran, del adulterio que otros hombres cometen con ellas en su pensamiento (Mt 5:28). Y hay hombres a quienes les gusta exhibir la belleza de sus mujeres. Es como si ofrecieran el cuerpo de su mujer a otros. ¡Necios, no  se dan cuenta de lo que hacen!
(Páginas 30 y 31. Editores Verdad y Presencia, Tel. 4712178)


miércoles, 10 de julio de 2013

MADRES EN LA BIBLIA V

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
MADRES EN LA BIBLIA V
8b. El segundo episodio de la vida de Jesús en que figura su madre es el que inicia el segundo capitulo del evangelio de Juan, el de las bodas de Caná (2:1-12). La ciudad de Caná se encontraba a unos 14 kilómetros al norte de Nazaret, en una zona montañosa pero risueña de Galilea.
La narración del episodio comienza con la palabras: "Al tercer día”. ¿Al tercer día de qué? El tercer día del encuentro de Jesús con Natanael. Terminado el famoso prólogo de su evangelio Juan empieza el relato de los acontecimientos de la primera semana de la vida pública de Jesús: El primer día, jueves, tiene lugar el anuncio que hace Juan Bautista en Betábara acerca del que ha de venir (Jn 1: 26-28). El segundo día (“el día siguiente.), viernes, es el testimonio que da Juan acerca del “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.” (v. 29-34). El tercer día, sábado, ocurre el llamado de Andrés y de su hermano Simón Pedro (y se sobrentiende, del narrador, el evangelista Juan, v. 35-42). El cuarto día, domingo, es el llamado de Felipe y de Natanael, cuando Jesús se aprestaba para retornar a Galilea (v. 43-51). El sétimo día, miércoles, ocurren las bodas de Caná, tres días después del encuentro con Natanael. ¿Cómo sabemos que era un miércoles? Porque (como nos informa Alfred Edersheim) las bodas de las doncellas, según la costumbre judía, se celebraban ese día de la semana. (Contando para atrás se deduce que el relato empieza el día jueves). Siendo Natanael vecino de Caná es muy probable que Jesús y sus discípulos pernoctaran en su casa.
Las bodas en Israel en ese tiempo eran fiestas que duraban una semana, a las cuales asistía mucha gente que traía los regalos más preciados para la ocasión, vino y aceite. Al atardecer del primer día, la novia era conducida por su padre o tutor, a la casa del novio, donde se celebraba la fiesta, para que cohabitaran por primera vez.
La madre de Jesús (Nota) posiblemente había colaborado en la preparación de la fiesta, por tratarse de parientes, lo que explicaría que ella se diera cuenta de que escaseaba el vino y pudiera dirigirse con autoridad a los sirvientes. No es pues sorprendente que Jesús hubiera sido invitado, y con Él los cinco discípulos que ese momento le seguían.
En la realización de toda fiesta en Israel el vino (que, sin embargo, era bebido con moderación y posiblemente diluido con agua) jugaba un papel muy importante. Que faltara vino hubiera sido un motivo de embarazo y de humillación para los novios, y habría arruinado la festividad.
Al darse cuenta del inconveniente María no sólo se preocupa sino actúa. Ella sabe quién puede resolver la situación. ¿Cómo lo sabe? ¿Habría Jesús hecho algún milagro antes de empezar su vida pública que no está registrado en los evangelios? Es posible pero, aunque no fuera el caso, ella sabe quién era Él. Sea como fuere, ella se dirige a su Hijo y le advierte: “No tienen vino.” (Jn 2:3).
La respuesta de Jesús ha dado lugar a muchas especulaciones y, en primer lugar, el que se dirija a ella diciéndole: “Mujer” (v. 4) parece una falta de respeto. Sin embargo, si recordamos que Jesús, estando en la cruz, se dirige a su madre con afecto y preocupación, usando esa misma palabra: “Mujer, he ahí tu hijo.” (Jn 19:26), comprenderemos que no es así.
Jesús usó esa misma palabra para dirigirse a varias mujeres como una expresión de consideración, como cuando le dice a la samaritana: “Mujer, la hora viene…” (Jn 4:21). O como cuando se dirige a la Magdalena para consolarla: “Mujer, ¿por qué lloras? (Jn 20:15). Poco antes dos ángeles se dirigieron a ella en los mismos términos (v. 13). Jesús se dirige a dos mujeres en necesidad usando la misma palabra. En primer lugar, a la sirofenicia, admirativamente: “Mujer, grande es tu fe.” (Mt 15.28). Y en segundo, a la que hacía dieciocho años andaba encorvada: “Mujer, eres libre de tu enfermedad.” (Lc 13.12).
Esos ejemplos bastan para mostrarnos que no hay nada de irrespetuoso en la forma cómo Jesús se dirige a su madre al decirle “Mujer”. En nuestra habla contemporánea es como si le dijera: “Señora”. O como algunos traducen: “Mi querida señora”.
La frase completa, en griego: “Ti emoi kai soi, gúnai”, literalmente: “¿Qué a ti y a mi, mujer?”, es traducida generalmente como: “¿Qué tienes conmigo, mujer?” Si nos sorprende, téngase en cuenta que esta es una frase idiomática que se encuentra en varios pasajes de la Biblia (Jc 11:12; 2Sm 16:10; 1R 17:18; 2R 3:13; 2Cro 35:21; Mt 8:29; Mr 1:24; 5:7; Lc 4:34). Algunos la traducen: “¿Por qué me metes a mi en este asunto?, lo que tiene mucho sentido en vista de la frase que sigue: “Aún no ha llegado mi hora.” Esto es, de manifestarme al mundo. No eres tú quien gobierna mi agenda.
Algunas versiones la traducen: “¿Qué nos va a ti y a mí en esto?” Es decir, ¿qué nos importa que les falte el vino? Pero a María sí le importaba porque ella quiere evitarles a los novios, y al novio en particular, el bochorno. Por eso ella va donde los sirvientes y les dice: “Haced lo que Él les diga”, completamente segura de que Jesús le va a obedecer. Y eso es lo interesante, que Jesús, aunque se había negado inicialmente, accede a su pedido.
Curiosamente, esas son las únicas palabras de María, dirigidas a seres humanos, aparte de su Hijo, que registren los evangelios, y a la vez, son las últimas que ella haya pronunciado. Ellas han sido interpretadas como un código de conducta cristiana que aseguran el crecimiento en la gracia y en la virtud. Nosotros haríamos bien, en efecto, en seguir ese consejo.
En esas sencillas palabras resuenan las palabras que pronunció el pueblo hebreo en el Sinaí al aceptar el pacto que Dios le ofrecía: “Todo lo que Jehová ha dicho haremos.” (Ex 19:8); así como las palabras de la propia María al ángel: “Hágase en mi según tu palabra.” (Lc 1:38).
“Y estaban allí seis tinajas de piedra para agua, conforme al rito de purificación de los judíos, en cada una de las cuales cabían dos o tres cántaros.” (Jn 2:6) La capacidad de cada tinaja ha sido calculada entre 80 y 100 litros de agua, que era usada, como dice el texto, para la purificación de las manos que acostumbraban los judíos hacer antes de comer, así como de las vasijas usadas con ese fin. Jesús alude a esa costumbre en Mr 7:1-8.
Jesús se acercó a los sirvientes y les dijo que las llenaran de agua hasta el borde, seguramente sacando agua de un pozo que allí se hallaba, y cuando lo hubieron hecho, les dijo que la llevaran al maestresala que tenía a su cargo supervisar lo que se servía a los invitados (Jn 2:7,8).
Cuando el maestresala probó el agua hecha vino, sin saber de dónde era, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo, y le dijo: Todo hombre sirve primero el buen vino, y cuando ya han bebido mucho, entonces el inferior; mas tú has reservado el buen vino hasta ahora.” (v. 9,10). Esas son las maneras de obrar del hombre, porque Dios siempre nos ofrece lo mejor.
Se ha preguntado en qué momento se convirtió el agua en vino: ¿Cuándo estuvieron llenas las tinajas, o cuándo la sacaron para llevarla al maestresala? Eso es irrelevante. Lo cierto es que el milagro se produjo sin que Jesús tocara las tinajas, o el agua, y sin que hiciera ningún gesto. Bastó con que lo ordenara en su espíritu, o que lo deseara, para que ocurriera, como cuando sanó a la distancia a algunas personas. El Creador de todas las cosas, que con su palabra creó los cielos y la tierra (Sal 33:6; 148:5; cf Gn 1:6-10)), tiene un poder absoluto sobre la naturaleza.
Se ha escrito que el agua de las tinajas de purificación representa la ley de Moisés, y que el agua convertida en vino representa las buenas nuevas, el Evangelio.
Se ha escrito también que al asistir a la boda y realizar un milagro en ella Jesús ha dado su sello de aprobación a la institución matrimonial, lo cual no tiene nada de sorprendente pues el matrimonio es una creación divina (Gn 2:24).
El evangelista concluye diciendo: “Este principio de señales hizo Jesús en Caná de Galilea, y manifestó su gloria; y sus discípulos creyeron en Él.” (v. 11). No que creyeran en Él recién en ese momento. Si fuera así no lo hubieran seguido, sino que a la vista del milagro, creyeron en Él más firmemente.
9. El evangelio de Marcos dice que después del diálogo que tuvo Jesús con los escribas y fariseos en Genesaret, Él se fue a la región de Tiro y Sidón, antiguas ciudades-puerto fenicias, que estaban a orillas del mar.
Él había ido allá con sus doce discípulos a descansar, lejos de la gente que lo perseguía literalmente para que los sanase. Y se encerró en una casa “pero no pudo esconderse” (7:24) porque su fama lo acompañaba a dondequiera que fuese. Según el pasaje paralelo del evangelio de Mateo, en un momento dado en que Él tuvo que salir a la calle una mujer cananea vino detrás de Él gritando: “¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio.” (Mt 15:22).
Siendo cananea la mujer pertenecía a la población originaria de esa región, pero Marcos precisa que ella era sirofenicia. Este detalle geográfico nos muestra cuán verídicos son los relatos de los evangelios, porque Fenicia había sido puesta por la administración romana bajo la jurisdicción del gobernador de la vecina provincia de Siria. Ella era “griega”, lo que equivale a decir que era una mujer gentil, es decir, no judía (Gal 3:28; Col 3:11), circunstancia que explica algunas de las palabras que Jesús le dirigirá luego.
Según Mateo ella había venido de esa región, e iba detrás suyo gritando, pero Jesús no le hacía ningún caso. Entonces sus discípulos, cansados de sus gritos y algo impacientes, le pidieron a Jesús: “Por favor, despídela, para que se calle”. Despídela en este caso quiere decir: “Concédele lo que te pide”.
Jesús les responde una palabra que pone un claro límite a su misión: “No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.” (Mt 15:24). Una vez muerto, el mensaje del Evangelio sería predicado a las naciones (Mt 28:19,20), pero mientras caminaba en la tierra Él sólo ministró a su pueblo, y no a todos, porque, como dijo en otro lugar, Él no había venido “a llamar a justos sino a pecadores al arrepentimiento.” (Lc 5:32).
Finalmente ella le dio alcance y se postró a sus pies en un gesto de humildad y de súplica, como la sunamita, se recordará, se había postrado a los pies de Eliseo cuando murió su hijo (2R 4:27). Ella muestra una angustia semejante ante el estado de su hija, y un deseo desesperado de verla sana.
Pero Jesús le contestó: “No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos.” (Mt 15:26). El pan representa aquí no sólo las buenas nuevas, sino también todos los beneficios que acompañaban a la predicación de Jesús, los milagros y las curaciones. Estas cosas estaban reservadas para los hijos, esto es, para los miembros del pueblo escogido; no eran para los “perros”, como los judíos llamaban a los gentiles. Jesús disminuye el carácter peyorativo de esa designación usando el diminutivo “perrillos”.
La mujer no se amedrentó por ese rechazo humillante con el que Jesús estaba probando su fe, y le respondió: “Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos.” (v. 27). Que es como si le dijera: Yo acepto que el pan no sea para una mujer extranjera como yo, pero no me niegues al menos un pedazo de las sobras que caen del banquete de los hijos.
Jesús le respondió asombrado: “Grande es la fe que tú me has mostrado al decir esa palabra” (v. 28; Mr 7:29). Notemos el hecho singular de que Jesús en su ministerio sólo alabó la fe de paganos. Aparte del caso de esta mujer que Él elogia, Él reconoce que no había hallado en Israel una fe semejante a la que mostró el centurión romano cuyo siervo Él sanó a la distancia (Mt 8:5-13).
Él alaba la fe de esos paganos para hacernos ver que la verdadera fe se encuentra a veces donde menos se espera. El hecho de que Él elogie la fe de gentiles es un anuncio de lo que ocurrirá después de su muerte, que los gentiles creerán en Él y recibirán con gozo su mensaje, mientras que aquellos a quienes estaba originalmente destinado, lo rechazan.
Jesús concluyó accediendo al pedido de la mujer: “Hágase contigo como quieres.” Y cuando ella regresó a su casa “halló que el demonio había salido, y a la hija acostada en la cama.” (Mr 7:30). Ella en su humildad y en su insistencia de que Jesús le conceda lo que le pide, es un ejemplo para nosotros.
Notemos que en esta ocasión, como en el caso del siervo del centurión, y de la conversión del agua en vino, Jesús opera un prodigio sin hacer gesto externo alguno, con sólo desearlo.
Nota: Es muy singular que Juan nunca mencione en su evangelio el nombre de María.
Amado lector: Jesús dijo: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mr 8:36) Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios por toda la eternidad, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle perdón a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
“Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#782 (09.06.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).


miércoles, 26 de junio de 2013

LA VIRGINIDAD EN LA MUJER

Pasajes Seleccionados de mi libro
MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO

LA VIRGINIDAD EN LA MUJER hoy día tan puesta en duda, y hecha objeto de burla con tanta frecuencia…. está inscrita en la naturaleza, que ha puesto para proteger su intimidad una membrana que al ser penetrada y rasgarse, sangra.
El matrimonio es por ello un pacto de sangre entre marido y mujer, un pacto que ambos se juran ante Dios y que ellos sellan con la sangre que ella derrama la primera noche. La mujer es en cierta medida la víctima sacrificial, la ofrenda que se inmola al entregarse a su marido. Y ella es a la vez el altar donde se consuma ese sacrificio.
         Marido y mujer se ofrendan mutuamente su amor en su primera noche sobre el altar del cuerpo de ella, del cual brota la sangre que sella su pacto mutuo. Es un pacto que tiene a Dios por testigo, un pacto inviolable, el pacto de su Dios, como dicen Malaquías y el libro de Proverbios (Mal 2:14; Pr 2:17).
         El altar sobre el cual se consuma ese pacto, y se renueva cada vez que los esposos se unen, debe ser puro, santo, como debía serlo el altar de los sacrificios en el tabernáculo.

(Este pasaje está tomado de las páginas 28 y 29 de mi libro “MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO”. Editores Verdad y Presencia, Tel. 4712178) 

MADRES EN LA BIBLIA IV

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
MADRES EN LA BIBLIA IV
8a. Ahora vamos a dirigir nuestra atención a la que es la madre por excelencia, la madre ejemplar, a María, la madre de Jesús. ¿Por qué es ella la madre más destacada de la Biblia? Porque ninguna ha tenido un hijo como el que tuvo ella. Ése es el motivo por el cual ella dijo que la llamarían “bienaventurada todas las generaciones.” (Lc 1:48).
Ya nos hemos referido de paso a ella en el artículo anterior, al hablar de Elisabet. Ahora vamos a ocuparnos de dos episodios de su vida (en realidad, de la vida de Jesús en que ella figura), porque si quisiéramos hablar de todos tendríamos que escribir muchas páginas. El primero es el episodio intrigante que figura al término del segundo capítulo del evangelio de Lucas (Lc 2:41-52).
Antes de continuar conviene preguntarse: ¿Por qué narran los evangelios este episodio? Entre otras razones, aparte de su contenido edificante, para mostrarnos que los padres de Jesús eran judíos devotos que guardaban las fiestas prescritas por la ley de Moisés; pero, sobre todo, para darnos una idea del desarrollo físico e intelectual de Jesús, de su paso de la infancia a la adolescencia, de su conocimiento de las Escrituras y de su inteligencia precozmente despierta.
En este pasaje se nos dice que José y María tenían por costumbre ir todos los años a Jerusalén para celebrar la fiesta de la Pascua (Lc 2:41), pese a que, debido a la distancia, no estaban obligados a ello. Esta fiesta, que conmemoraba el éxodo del pueblo de Egipto, se celebraba el día 14 del mes de Nisán, el primer mes del año judío, conjuntamente con la fiesta de los panes sin levadura, de manera que ambas se confundían en una sola que duraba una semana. Moisés había establecido la obligación para todos los varones israelitas de presentarse tres veces al año en el lugar que Dios escogiera para que habite su Nombre (primero fue Silo, y después, Jerusalén) para celebrar las fiestas más importantes del calendario litúrgico, que además de la Pascua, eran la fiesta de Pentecostés (Shavuot o de las semanas) y de los Tabernáculos (Sukkot) (Dt 16:16).
Las mujeres no estaban obligadas a acudir a Jerusalén para celebrar esas fiestas, pero ya se ha visto que era costumbre que las mujeres casadas acompañaran a sus maridos (1Sm 1:2-4; 2:19. Véase el artículo anterior). Aunque Lucas no lo diga expresamente el texto da a entender que al cumplir doce años, Jesús acompañó a sus padres por primera vez (Lc 2:42), lo cual es una conjetura razonable, porque para un niño de once años el largo viaje hubiera sido un esfuerzo excesivo. Pero a partir de los trece años el niño se convertía en un “hijo de los mandamientos” (Bar-Mitzvá), y estaba obligado a hacer el viaje a Jerusalén tres veces al año. (Nota 1)
“Al regresar ellos, acabada la fiesta, se quedó el niño Jesús en Jerusalén sin que lo supiesen José y su madre.” (v. 43). La permanencia de Jesús en la ciudad de David es paradójica, porque tiene el aspecto de un acto de desobediencia, ya que Él no les pidió permiso para quedarse, y porque Él no podía ignorar que sus padres se iban a preocupar muchísimo al darse cuenta de su ausencia.
“Y pensando que estaba entre la compañía, anduvieron camino de un día; y lo buscaban entre los parientes y los conocidos, pero como no lo hallaron, volvieron a Jerusalén buscándolo.” (v. 44,45). El viaje a pie de Galilea a Jerusalén, y viceversa, demoraba tres días completos, dada la gran distancia. Los viajeros se juntaban en grandes comitivas, e iban posiblemente separados los hombres de las mujeres, tal como asistían separados a las sinagogas. Eso explica en parte, que tanto José como María pensaran que el niño iba con el otro, si no con algún pariente. Pero al terminar el día (2), cuando se detuvieron para descansar y pasar la noche, se dieron cuenta de que no estaba con ninguno de ellos, pese a que lo buscaron afanosamente entre la comitiva y en las casas donde sus parientes y amigos se habían alojado para pasar la noche. ¿Qué le habría ocurrido? ¿Se habría desviado del camino y se había extraviado? ¿Podemos imaginar su angustia y sus sentimientos de culpa por no haberle prestado suficiente atención? Al clarear el alba partieron apresurados a Jerusalén para buscarlo.
En la gran ciudad la búsqueda no sería fácil por la gran cantidad de peregrinos que aún la atestaba. ¿Dónde irían a buscarlo? Quizá en la casa donde habían estado alojados, o en casa de amigos, conocidos o parientes; es decir, en los lugares donde pensarían que Jesús podría haberse entretenido, y adonde posiblemente habría acudido durante esos tres días para alimentarse y dormir. (3) ¿O irían de frente al templo? Eso es lo que algunos comentaristas piensan.
“Y aconteció que tres días después lo hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, oyéndolos y preguntándoles.” (v. 46) (4). Tres días sin duda contados a partir de su partida para Nazaret (el primer día), habiendo estado el segundo día ocupado por el retorno a Jerusalén, y el tercero por la búsqueda misma. (Algunos piensan que al tercer día de buscarlo en la ciudad)
En algún recinto adecuado del templo (como pudiera ser el cuarto llamado Gazit, donde se reunía el Sanedrín) se reunían con frecuencia, si no diariamente, los doctores de la ley para discutir acerca de asuntos de su competencia y para enseñar (5). Y ahí encontraron José y María a su Hijo, sentado en medio de los doctores. Eso es sorprendente, porque siendo Jesús todavía un niño, a Él le correspondía estar a los pies de sus maestros (Hch 22:3). Pero Él estaba sentado como si fuera uno de ellos, escuchándolos y haciéndoles preguntas.
“Y todos los que le oían, se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas.” (v. 47). Que un niño en Israel estuviera muy versado en la ley no es en sí nada sorprendente, porque todos los niños varones iban a partir de los 5 ó 6 años a una escuela en la sinagoga cercana, donde aprendían de memoria todas las Escrituras (como todavía memorizan muchos musulmanes desde niños el Corán). Lo sorprendente para los que le escuchaban eran la sabiduría y agudeza de sus preguntas y respuestas, inusuales en un niño. Pero en realidad eso no debería sorprendernos a nosotros que sabemos que Jesús es la sabiduría encarnada, como dice Pablo: “En quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia.” (Col 2:3). El profeta Isaías había predicho que sobre Él reposaría un “espíritu de sabiduría y de inteligencia… de consejo y de poder… de conocimiento y de temor de Jehová.” (Is 11:2)
Al verlo ahí sentado su madre sorprendida exclamó: “¡Hijo! ¿Por qué nos has hecho esto?” (Lc 2: 48a). ¡Cuánto amor expresaría ese grito que a la vez contenía un reproche! La palabra teknón que ella usa es una palabra de autoridad que expresa la dependencia del hijo respecto de sus padres. “He aquí, tu padre y yo, te hemos buscado angustiados.” (v. 48b). Ella menciona a José antes que a sí misma, cediéndole el primer lugar. El verbo odunomai que nuestro texto traduce como “angustiados” expresa un sufrimiento extremo, como una tortura, y es el mismo verbo que emplea Lucas para describir el sufrimiento que padece el rico en el infierno (Lc 16:24), lo cual nos da una idea de cuán intensa debe haber sido la angustia sufrida por José y María. En ese sufrimiento padecido por María se cumple por primera vez la profecía dicha por el anciano Simeón de que una espada atravesaría su alma (Lc 2:35). Pero la pregunta de María expresa también su sorpresa de que un niño tan obediente como Jesús se hubiera quedado en Jerusalén sin advertirles ni pedirles permiso.
La respuesta de Jesús es desconcertante y está cargada de un sentido misterioso, pero a la vez contiene un reproche velado: “¿Por qué me buscabais? No sabíais que en los asuntos de mi Padre me es necesario estar?” (v. 49).
Jesús les recuerda que Él no sólo era su hijo, sino que, por encima de ellos, tenía a Dios por Padre. Sus palabras oponen a su padre adoptivo, su Padre verdadero. Su obediencia al primero está supeditada a su obediencia al segundo.
En éstas, que son las primeras palabras suyas que consignan los evangelios, Jesús afirma claramente su deidad y muestra que Él era, en esa etapa inicial de su vida, plenamente conciente de su misión en la tierra. Él ha venido para hacer la obra que su Padre le ha encomendado.
Según otras versiones las palabras de Jesús fueron: “¿No sabíais que en la casa de mi Padre me conviene estar?” Antes que la casa de José y María en Nazaret, el templo de Jerusalén es su verdadera casa. Notemos que la primera manifestación pública de Jesús tiene lugar en el templo, en la casa de su Padre. Allí, en los atrios del templo, se escuchó por primera vez su voz enseñando siendo niño, y en los atrios del templo enseñará Él diariamente más adelante como adulto durante su ministerio público, cuando se encuentre en Jerusalén.
Pero Lucas añade que sus padres no entendieron su respuesta (v. 50). ¿Qué fue lo que no entendieron? Ambos eran perfectamente concientes del origen divino de su Hijo, sobre todo María que había aceptado concebir un hijo sin intervención de varón (Lc 1:34,35,38); pero también José, a quien le había sido revelado en sueños que el niño había sido engendrado por el Espíritu Santo (Mt 1:20,21).
Lo que ellos no entendieron fue posiblemente qué propósito cumplió el que Jesús departiera con los doctores de la ley en esa ocasión y a tan temprana edad. Es decir, no entendieron de qué asuntos de su Padre se había ocupado Él al quedarse en Jerusalén.
Habiendo sido hallado, Jesús retornó enseguida con sus padres a Nazaret y, dice el texto, que les estaba sujeto, esto es, les obedecía en todo (Lc 2:51a). Al hacerlo Jesús obedecía a su Padre celestial que lo había puesto bajo la autoridad de sus padres terrenos. Jesús es en esto un modelo para todos los hijos.
“Y su madre guardaba todas estas cosas en su corazón.” (v. 51b; cf 2:19). Aunque perpleja por el significado del acontecimiento, ella continuó pensando en lo ocurrido tratando de descifrarlo. Lucas sugiere que había también otras “cosas” (palabras, hechos, actitudes) acerca de su divino Hijo que ella guardaba en su corazón. Esto es muy propio de todas las madres que guardan en su corazón, sin confiarlo a otros, muchas cosas relativas a sus hijos.
El episodio termina señalando que “Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y con los hombres.” (v. 52; cf v. 40, 1Sm 2:26). Crecía en cuanto a su naturaleza humana, porque en cuanto a su naturaleza divina, era imposible que creciera, pues era perfecto. Se entiende que así como crecía en edad y estatura, aumentaban la estima y el afecto que le tenían los que lo conocían, tal como promete Pr 3:4 al hijo obediente: “Y hallarás gracia y buena opinión ante los ojos de Dios y de los hombres.”. (Continuará).
Notas: 1. Era costumbre que los padres acostumbraran a sus hijos desde los nueve años a ayunar por horas, y a los doce, todo un día, para que estuvieran habituados a hacerlo el día de Yom Kippur, o de expiación, a la edad de trece años.
2. La expresión “un día de camino” se encuentra ocasionalmente en el Antiguo Testamento (Nm 11:31; 1R 19:4) y representaba unos 36 Km, aunque es posible que en el caso de la comitiva, en la que había mujeres y niños, fuera una distancia menor.
3. En el libro de Cantares hay una figura alegórica de esta búsqueda de Jesús: “Por las noches busqué en mi lecho al que ama mi alma: lo busqué y no lo hallé. Y dije: Me levantaré ahora y rodearé por la ciudad; por las calles y por las plazas buscaré al que ama mi alma; lo busqué y no lo hallé.” (Can 3:1,2).
4. La casa de Dios, el templo de Jerusalén, es un tipo de la Iglesia, donde Cristo puede ser encontrado por todos los que le buscan.
5. En esas reuniones los maestros estaban sentados en semicírculo, y sus discípulos estaban sentados en el suelo en filas frente a ellos.
NB. Quisiera pedir a todos los lectores que oren por el joven peruano André Arenas, de 25 años, que ha sido acusado falsamente de abusar de unas niñas pequeñas que estaban a su cuidado, en Anaheim, California, y que corre peligro, por falta de medios para contratar a un abogado (y sólo cuenta con uno de oficio), de ser condenado a cadena perpetua. Su causa se está viendo en estos días.
Amado lector: Jesús dijo: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mr 8:36) Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios por toda la eternidad, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle perdón a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
“Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#781 (02.06.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

miércoles, 19 de junio de 2013

MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO

Pasaje seleccionado de mi libro
“MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO”
MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO
El amor que lleva al matrimonio debe ser -sobre todo en la mujer- el amor primero. Ése es el motivo por el cual los padres en el Israel del Antiguo Testamento cuidaban tanto a sus hijas.
Esa es también la razón por la cual muchos padres todavía hoy día cuidan tanto a sus hijas. Las celan como Dios nos cela (2Cor 11:2; St4:5). El padre quiere que su hija llegue pura al matrimonio para que ella sea esposa de su yerno, como él quiso, o hubiera deseado, que su esposa sea para él. El padre, el verdadero padre, ama a su yerno como a un hijo propio, y no quiere menos para él que lo que quiere para su hijo. Es por un instinto sabio que los padres se comportan así, celando, cuidando a sus hijas. Es cierto, sin embargo, que a veces los padres celan a sus hijas no por cuidarlas sino con un amor egoísta que busca acapararlas y que puede empujarlas a la rebeldía. Aquí, pues, el padre cristiano debe buscar el justo equilibrio entre vigilancia, confianza y libertad.
La mujer sólo puede amar a un hombre en la forma que he descrito una vez en la vida. Si ya amó a uno así, el amor que entregue a otro será un amor de segunda mano, que esconda muchas heridas. Lo cual no impide que de esos amores segundos puedan surgir matrimonios felices que Dios bendice, porque su gracia no tiene límites. Pero ése no es su plan perfecto.
Pero para el hombre, aunque sea más difícil, rigen las mismas condiciones: debe guardarse igual para la que será su esposa. Sólo de esa manera merecerá encontrar una muchacha que se haya guardado para él.
(Pág. 28. Editores Verdad y Presencia, Tel. 4712178)