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viernes, 10 de enero de 2020

VIAJE A ROMA, TEMPESTAD Y NAUFRAGIO I


LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
VIAJE A ROMA, TEMPESTAD Y NAUFRAGIO I
Un Comentario de Hechos 27:1-26
A partir del primer versículo de este capítulo la narración vuelve a la primera persona
plural (“nosotros”, que había sido dejada en Hechos 21:8). Eso es señal de que Lucas acompaña en el viaje a Pablo. Es muy probable, sin embargo, que Lucas durante todo el tiempo transcurrido a partir del versículo citado, no se haya alejado de Cesarea y que, incluso, haya sido testigo de los discursos pronunciados por Pablo.
Este capítulo es considerado por los críticos como una pequeña joya literaria, única en su género, como uno de los documentos más instructivos para nuestro conocimiento de la navegación en la antigüedad, en el que se nota la influencia ocasional del estilo de la Odisea de Homero, así como del primer capítulo del libro de Jonás. El almirante Lord Nelson, vencedor de la batalla de Trafalgar (1805), decía que él había aprendido como marino más de esta narración que de todos sus otros estudios profesionales.
Este capítulo, con su descripción de la tempestad y del naufragio y sus variadas experiencias, ha sido interpretado por muchos comentaristas como una alegoría de la vida humana, en que la partida es el nacimiento, y la llegada a Italia es la muerte. Si lo desea, cada cual puede sacar sus propias conclusiones.
En él se nos revelan también algunos aspectos admirables del carácter de Pablo, su valor a toda prueba y su gran sentido práctico en situaciones de peligro, así como la autoridad que él es capaz de ejercer sobre otros, aun estando en una situación de inferioridad como prisionero.
Por razones de claridad en la exposición, podemos dividir este viaje emprendido por el grupo de prisioneros y sus guardianes hasta su llegada a Roma (28:14), en nueve etapas. La primera se extiende desde la partida hasta la llegada a Buenos Puertos (vers. 8).
1. “Cuando se decidió que habíamos de navegar para Italia, entregaron a Pablo y a algunos otros presos a un centurión llamado Julio, de la compañía Augusta.”
Una vez tomada la decisión de enviar a Pablo a Roma se aprovechó la primera oportunidad que se presentó para hacerlo en función de los navíos disponibles, aunque algunos piensan que Festo actuó irresponsablemente al enviar a Pablo por mar cuando ya la temporada de navegación estaba por terminar.
Pablo, junto con otros prisioneros que debían ser enviados a la capital del imperio, fue puesto en manos de un centurión perteneciente a una cohorte, o compañía imperial, título que se confería con frecuencia a las compañías que desempeñaban funciones auxiliares y, a veces, delicadas. Julio debe haber estado secundado por un grupo de soldados a sus órdenes suficientemente numeroso para mantener el control de los pasajeros de la nave.
2. “Y embarcándonos en una nave adramitena que iba a tocar los puertos de Asia, zarpamos, estando con nosotros Aristarco, macedonio de Tesalónica.”
La comitiva fue embarcada en una nave (plóion) procedente de Adriamitio en la región de Misia, un puerto situado en la costa noroccidental de lo que es hoy Turquía, cerca de Troas, y frente a la isla de Lesbos. El barco al que subieron hacía lo que nosotros llamaríamos servicio de cabotaje.
Junto con Pablo y Lucas se embarcó Aristarco, a quien ya conocemos por su participación en el alboroto en Éfeso (Hch 19:29), que fue también uno de los siete que acompañó a Pablo en su viaje a Siria (20:4), y que estuvo a su lado durante su estadía en Roma, pues el apóstol lo menciona en las cartas que escribió en esa ciudad (Col 4:10; Flm 24).
El historiador S.K. Ramsay sostiene que Lucas y Aristarco deben haber acompañado a Pablo en la condición de esclavos, lo que ilustraría el prestigio del prisionero. De lo contrario –según dicho autor- no se explicarían las consideraciones que Julio tenía con el apóstol, que no hubieran sido otorgadas a un prisionero carente de recursos económicos. Pero en cuanto a Lucas es más probable que él viajara en condición de médico a bordo. Otros piensan que las consideraciones que Pablo gozó durante el viaje se debían a la alta opinión que el centurión tenía de él.
3. “Al otro día llegamos a Sidón; y Julio, tratando humanamente a Pablo, le permitió que fuese a los amigos, para ser atendido por ellos.”
La primera escala la hicieron en Sidón, puerto fenicio en cuya cercanía estuvo alguna vez Jesús (Mr 7:24). En esta ciudad había una comunidad de discípulos que había sido probablemente fundada durante la persecución desatada después del martirio de Esteban (Hch 11:19). El centurión mostró su consideración por Pablo permitiendo que el prisionero –sin duda acompañado por un soldado- visitara a los discípulos que había en la ciudad, y que estarían muy contentos de pasar algunas horas con Pablo y atenderlo. Es de notar que Pablo tenía un talento especial para ganarse la simpatía y la confianza de las personas con las cuales trataba, cuando no había una predisposición en contra suyo, como fue el caso de sus enemigos en el sanedrín.
4. “Y haciéndonos a la vela desde allí, navegamos a sotavento de Chipre, porque los vientos eran contrarios.”
Prosiguiendo su viaje navegaron “a sotavento” de Chipre. Esa expresión de técnica marítima, quiere decir a cubierto del viento –contrario a lo que sería a barlovento, es decir, del lado de donde sopla el viento, para protegerse del viento que soplaba desde el otro lado de Chipre.
5,6. “Habiendo atravesado el mar frente a Cilicia y Panfilia, arribamos a Mira, ciudad de Licia. Y hallando allí el centurión una nave alejandrina que zarpaba para Italia, nos embarcó en ella.”
Siguiendo su curso el navío navegó en mar abierto frente a las costas de Cilicia y de Panfilia al Sur de Asia Menor, hasta que llegó al puerto de Mira. Allí encontraron una nave que venía de Alejandría en Egipto, con destino a Roma, y el centurión embarcó a sus soldados y a los prisioneros en ella.
Esta nave formaba, sin duda, parte de las flotas que abastecían de trigo a la capital imperial, y llevaba, según se verá luego (v.38), una carga de ese cereal. Egipto era entonces, en efecto, la principal fuente de trigo de Roma, y sus naves gozaban de una protección especial.
7,8. “Navegando muchos días despacio, y llegando a duras penas frente a Gnido, porque nos impedía el viento, navegamos a sotavento de Creta, frente a Salmón. Y costeándola con dificultad, llegamos a un lugar que llaman Buenos Puertos, cerca del cual estaba la ciudad de Lasea.”
Partiendo de Mira siguieron costeando con dificultad debido a que los vientos les eran contrarios, y después de varios días llegaron a Gnido, puerto al sur oeste de Asia Menor, frecuentado por naves mercantes de Egipto y, descartando la posibilidad de quedarse en ese puerto esperando vientos favorables, prefirieron bajar sin demora hacia la isla de Creta para cubrirse del viento; y de la punta este de la isla enfilar costeando hacia la rada de Buenos Puertos, cerca de Lasea, ciudad situada al centro de la costa sur de la isla.
Aquí empieza la segunda etapa del viaje.
9, 10. “Y habiendo pasado mucho tiempo, y siendo ya peligrosa la navegación, por haber pasado ya el ayuno, Pablo les amonestaba, diciéndoles: Varones, veo que la navegación va a ser con perjuicio y mucha pérdida, no sólo del cargamento y de la nave, sino también de nuestras personas.”
Ya habían perdido bastante tiempo debido a la lentitud del viaje. A partir de mediados de setiembre hasta mediados de noviembre la navegación en mar abierto se volvía peligrosa. Según anota Lucas ya había pasado el ayuno del gran día de expiación (Lv 16:29-31; 23:27-32), que ese año 59 cayó el 5 de octubre y, por tanto, no era prudente hacerse a la mar, por lo que Pablo, que era un viajero experimentado que había naufragado varias veces (2Cor 11:25), les aconsejó que invernaran en Buenos Puertos, pues de no hacerlo pondrían en peligro la nave, los pasajeros y su cargamento.
11,12. “Pero el centurión daba más crédito al piloto y al patrón de la nave, que a lo que Pablo decía. Y siendo incómodo el puerto para invernar, la mayoría acordó zarpar también de allí, por si pudiesen arribar a Fenice, puerto de Creta que mira al nordeste y sudeste e invernar allí.”
Pero la opinión del piloto de la nave y de su dueño, que hacía las veces de capitán, prevaleció sobre el ánimo del centurión y decidieron zarpar hacia el puerto de Fenice, un poco más al oeste de la isla, donde esperaban encontrar condiciones más favorables para invernar.
Tercera etapa.
13,14. “Y soplando una brisa del sur, pareciéndoles que ya tenían lo que deseaban, levaron anclas e iban costeando Creta. Pero no mucho después dio contra la nave un viento huracanado llamado Euroclidón.” 
Y como empezó a soplar un viento suave que venía del sur que era favorable para sus planes, levantaron las anclas y se dejaron llevar por esa brisa sin perder de vista la costa de la isla. De haber durado el viento propicio habrían llegado en pocas horas a Fenice, pero de pronto la dirección del viento cambió, y empezó a soplar un viento tifónico, dice Lucas, (ánemos tyfónicos) que venía del norte, que arremolinaba las nubes y agitaba el mar, que los marineros reconocieron como un antiguo y temido enemigo de la navegación, llamado Euroclidón.
15,16. “Y siendo arrebatada la nave, y no pudiendo poner proa al viento, nos abandonamos a él y nos dejamos llevar. Y habiendo corrido a sotavento de una pequeña isla llamada Clauda, con dificultad pudimos recoger el esquife.”
Como no podían enfilar la proa contra el viento para avanzar en el sentido deseado, se dejaron llevar por él confiando en la suerte. Pasando por el costado de la pequeña isla Clauda, que momentáneamente los protegió del viento, aprovecharon para subir a la nave el bote salvavidas que solían llevar a remolque, y que no habían podido levantar antes por lo súbito del cambio de viento, pero pudieron hacerlo sólo con mucho esfuerzo por lo agitado del mar, y posiblemente con ayuda de los pasajeros.
17.”Y una vez subido a bordo, usaron de refuerzos para ceñir la nave; y teniendo temor de dar en la Sirte, arriaron las velas y quedaron a la deriva.”
Enseguida se pusieron a ceñir el barco transversalmente con cables que para el efecto todas las naves solían llevar, porque era sabido que los vientos huracanados, al levantar olas que golpeaban el navío, podían romper el casco. Cómo harían esa operación es difícil imaginarlo, pero es probable que los marineros bucearan por debajo de la nave para llevar los cables al otro lado del casco.
Un nuevo peligro empezó a preocuparles: Que la nave pudiera ser arrastrada por el viento hasta las arenas movedizas de la costa de Cirene (Libia hoy día) y pudieran encallar ahí, por lo que arriaron las velas y se dejaron llevar a la deriva.
18-20. “Pero siendo combatidos por una furiosa tempestad, al siguiente día empezaron a alijar, y al tercer día con nuestras propias manos arrojamos los aparejos de la nave. Y no apareciendo ni sol ni estrellas por muchos días, y acosados por una tempestad no pequeña, ya habíamos perdido toda esperanza de salvarnos.”
Como la tempestad no amainaba, y temiendo que el barco hiciera agua, trataron de reducir su peso echando al mar los aparejos de la nave (las velas y sogas no indispensables), tarea en que colaboraron todos los pasajeros. (Nota 1)
Como los espesos nubarrones no dejaban ver el sol de día, ni las estrellas de noche, ni se divisaba tierra, la tripulación y los pasajeros (unas 276 personas en total) (2) empezaron a perder toda esperanza de salvarse. Ellos pudieron comprender en los hechos cuán exacta había sido la advertencia que les hizo Pablo, y cuán grande fue el error de no haberle hecho caso.
4ta Etapa
21. “Entonces Pablo, como hacía ya mucho que no comíamos, puesto en pie en medio de ellos, dijo: Habría sido por cierto conveniente, oh varones, haberme oído, y no zarpar de Creta tan sólo para recibir este perjuicio y pérdida.”
Pablo se puso entonces de pie delante de los que podían estar derechos, y les echó en cara el no haber hecho caso de la advertencia que les había dirigido cuando estaban en Buenos Puertos (v. 9,10) acerca del peligro para la nave y sus vidas que correrían si se hacían a la mar, y de que sería mejor invernar donde estaban.
Él les había hecho entonces esa advertencia como un viajero experimentado en riesgos marítimos, pues sabemos por un pasaje de 2 Cor 11:20, que él había naufragado tres veces antes y que, incluso, había estado 24 horas flotando en el mar, posiblemente aferrado a un mástil de la nave hundida. Él sabía pues de qué hablaba, aunque no fuera un hombre de mar.
Este versículo comienza notando que hacía tiempo que los tripulantes y pasajeros no habían comido. Cualquiera que haya estado alguna vez en alta mar en medio de una gran tempestad, como yo estuve una vez de joven, sabe que cuando el barco se mueve de uno a otro lado, se sufre de mareos y no se tiene en absoluto ganas de comer, porque lo que se ingiere se devuelve apenas comido.
Por lo demás poco es lo que hubieran podido comer, porque es seguro que gran parte de sus provisiones se habían mojado con el agua que entraba en el navío por el terrible oleaje.
22-26. “Pero ahora os exhorto a tener buen ánimo, pues no habrá ninguna pérdida de vida entre vosotros, sino solamente de la nave. Porque esta noche ha estado conmigo el ángel del Dios de quien soy y a quien sirvo, diciendo: Pablo, no temas; es necesario que comparezcas ante César; y he aquí, Dios te ha concedido todos los que navegan contigo. Por tanto, oh varones, tened buen ánimo; porque yo confío en Dios que será así como se me ha dicho. Con todo, es necesario que demos en alguna isla.”
En medio de la grave situación Pablo los animó anunciándoles que aunque el navío se hunda, ninguno de ellos se ahogará, porque un mensajero de parte de Dios le ha dicho que él de todas maneras va a comparecer ante el tribunal del César en Roma, y que, gracias a sus oraciones, ninguno de los que están en el barco perecerá. Él está seguro de que así será porque sabe que el Dios al que él sirve nunca falla en sus promesas. ¡Cuánta importancia tiene que en situaciones de peligro haya un hombre justo entre los que están amenazados, porque a través de él Dios puede salvarlos!
Si alguien en nuestro tiempo dirigiera a los pasajeros de una nave en peligro palabras semejantes, pocos lo tomarían en serio, porque la mayoría de la gente es escéptica, o no cree en Dios alguno, y menos en un Dios que interviene activamente en nuestras vidas. Pero en ese tiempo, aunque fueran idólatras, todos casi sin excepción, creían en los poderes sobrenaturales, y un anuncio como el que les hizo Pablo no les parecería ser producto de una fantasía exaltada.
Notas: 1. Se recordará que al comienzo del libro de Jonás una gran tempestad amenazaba hundir la nave en que viajaba el profeta, por lo que los marineros echaron al mar todo lo que pudieron, a fin de disminuir su peso (Jon 1:4,5).
2. Sólo una nave dedicada al transporte de trigo podía ser suficientemente grande como para llevar tantos pasajeros a bordo.
#978 (04.06.17). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

viernes, 18 de mayo de 2012

PABLO EN CORINTO III


Por José Belaunde M.
Un Comentario al Libro de Hechos 18:18-23

18. “Mas Pablo, habiéndose detenido aún muchos días allí, después se despidió de los hermanos y navegó a Siria, y con él Priscila y Aquila, habiéndose rapado la cabeza en Cencrea, porque tenía hecho voto.”
Después del incidente con el procónsul romano Pablo permaneció algún tiempo en Corinto hasta completar los 18 meses de estadía que se menciona en el vers. 11.
Cuando sintió que ya no debía permanecer en esa ciudad “se despidió de los hermanos”. Podemos imaginar que esa despedida debe haber sido muy emotiva, como cuando parte de nosotros una persona que amamos y a quien quisiéramos tener siempre cerca. Pero no debe haber sido tan emotiva como cuando se despidió de los ancianos de Éfeso en el puerto de Mileto (20:37,38) porque a éstos él, presintiendo las dificultades que debía afrontar, y quizá el cercano fin de su carrera, les dijo que ya “no verían más su rostro”.
Pablo se embarcó pues en el puerto de Cencrea con destino a Siria, llevando consigo a Priscila y a Aquila, que se habían convertido en fieles colaboradores suyos. (Eso debe haber sido en la primavera del año 53 cuando las condiciones de navegación eran favorables). Nótese, sin embargo, que esta vez Lucas menciona en primer lugar a Priscila, y en segundo, a su marido, hecho que ha dado lugar a algunas elucubraciones, como que ella era de noble origen. Pero más probable es que ella, como mujer, y como ocurre con frecuencia, fuera más activa y entregada al servicio del Señor que su marido.
El texto añade que en Cencrea Pablo se rapó la cabeza porque había hecho un voto. Esto se refiere al voto del nazareato, o de consagración al Señor, al que el libro de Números dedica todo el capítulo sexto, y que comprendía no cortarse el cabello durante el tiempo de consagración, y raparse la cabeza al culminar el lapso fijado (Nm 6:5,18).
Que Pablo haya hecho ese voto en algún momento indica que él seguía guardando algunas de las prácticas de la ley de Moisés que, sin embargo, por otro lado, él consideraba abolida y superada por la ley de Cristo. Nótese que él respetaba aquellas prácticas rituales que no eran consideradas indispensables para alcanzar la salvación –contrariamente al caso de la circuncisión que era considerada indispensable por los judaizantes. La actitud de Pablo no debe extrañarnos pues en otro lugar él dice que se hizo judío para ganar a los judíos (1Cor 9:20). El voto de nazareato era una práctica de piedad y de devoción a Dios que culminaba con una ofrenda hecha en el templo (Nm 6:14-20).
Recordemos también cómo, más adelante, en su última visita a Jerusalén, por consejo de Santiago, Pablo pagó los gastos que demandaba el rito de conclusión del voto de nazareato hecho por cuatro miembros de la iglesia (Hch 21:23-26). Sabemos también el triste fin que tuvo este incidente, pues con él empezaron las peripecias por las que tuvo que atravesar Pablo, y que lo llevaron a Roma para ser juzgado (Hch 21:27,28).

19-21. “Y llegó a Éfeso, y los dejó allí; y entrando en la sinagoga, discutía con los judíos, los cuales le rogaban que se quedase con ellos por más tiempo; mas no accedió, sino que se despidió de ellos, diciendo: Es necesario que en todo caso yo guarde en Jerusalén la fiesta que viene; pero otra vez volveré a vosotros, si Dios quiere. Y zarpó de Éfeso”.
Estos tres versículos describen lacónicamente las actividades de Pablo después de haber dejado Corinto, antes de visitar Jerusalén y de emprender su tercer viaje misionero.
Lo más significativo del primero de estos tres versículos, que hablan de su corta estadía en Éfeso, es que él se separó de sus colaboradores Aquila y Priscila. ¿Fue iniciativa de ellos quedarse en esa ciudad, o fue Pablo quien les pidió que permanecieran en ella? No lo sabemos, aunque yo me inclino a pensar en lo segundo, pues como no tenía intención de quedarse en esa importante ciudad, que aún no había sido plenamente evangelizada, él puede haber considerado útil que ellos se encargaran de esa labor.
Al llegar a Éfeso es probable que ambos retomaran su oficio de fabricantes de tiendas y que Pablo mismo colaborara con ellos para ganarse el pan, a menos que hubiera recibido ayuda de los cristianos de Tesalónica. (Nota 1).
Como veremos más adelante ambos esposos se encargarían poco después de instruir en la fe al judío alejandrino Apolos (Hch 18:26), que iba a realizar allí una importante labor.
Llegado a Éfeso Pablo, según su costumbre, se dirigió a la sinagoga donde se puso a discutir con los judíos. En esta oportunidad su mensaje recibió una mejor acogida que en otras sinagogas, pues se dice que ellos le rogaban que se quedara por más tiempo.
Como Lucas suele ser bastante exacto en sus descripciones debemos pensar que eran efectivamente judíos de nacimiento los que acogieron con gozo la buena del Evangelio y no sólo gentiles prosélitos o “temerosos de Dios”, lo que no quiere decir que no los hubiera entre los asistentes. Lo que Lucas quiere subrayar es que los judíos de la sinagoga de Éfeso, contrariamente a lo que solía ocurrir en otras ciudades, acogieron positivamente el mensaje de Pablo.
¿Por qué motivo encontró Pablo en la sinagoga de esta ciudad un oído mejor dispuesto para su prédica, al punto que querían que permaneciera para que pudiera seguir enseñándoles? Éfeso era una ciudad cosmopolita, un gran centro comercial y la ciudad más importante del Imperio Romano después de la propia Roma y de Alejandría. Es posible que por ese motivo los judíos concurrentes a la sinagoga fueran más abiertos a ideas nuevas, menos rígidamente apegados a la Torá que los de otras ciudades.
Mas él no estaba dispuesto en ese momento a ceder a sus instancias, porque él se sentía urgido a seguir viaje a Jerusalén para tomar parte allá de una fiesta que no es nombrada, pero que debe haber sido la Pascua.
¿Por qué motivo quería Pablo guardar la Pascua en Jerusalén como un judío observante? No lo sabemos, pero es intrigante, porque es la primera y única vez que se dice que él, como apóstol, guardase una fiesta judía. Lo que sí es ciertamente notable es la forma poco dogmática como se comporta Pablo personalmente respecto de las prescripciones de la ley de Moisés. Él había criticado a los gálatas de haberse dejado convencer por los judaizantes de que era necesario que guardasen “los días, los meses, los tiempos y los años”, (Gal 4:10), pero él mismo, al menos ocasionalmente, los guardaba.
Puede parecer que él fuera inconsecuente en su manera de actuar. Pero él debe haber tenido un motivo bien fundado para sentirse urgido de ir a Jerusalén a celebrar la fiesta, aunque no sepamos con certidumbre cuál era. Quizá era el simple hecho de que él quería dejar constancia ante la iglesia de esa ciudad de que él seguía siendo observante de la ley; de que él, como buen judío, no había descartado las prácticas del judaísmo, aunque enseñara a los gentiles a no guardarlas; es decir, que no les instara a hacerse judíos como condición para ser cristianos, tal como algunos seguidores de Santiago exigían.
De otro lado ya hemos recordado que él se había “hecho a los judíos como judío para ganar a los judíos” y que “a todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos”. (1Cor 9:20,22). De modo que él no era inconsecuente en su modo de obrar sino que perseguía en todo un propósito superior que no era otro sino el de ganar las almas sea como fuere, como puede verse si se lee el pasaje entero (1 Cor 9:19-23). Él estaba dispuesto a cualquier sacrificio con tal de alcanzar esta meta. En esto Pablo es para nosotros un modelo digno de imitar.
¿Estamos dispuestos a hacer cualquier sacrificio con tal de ganar un alma? Deberíamos, si eso no significa dejar de cumplir nuestras obligaciones familiares. Por ese motivo, para no estar atado por obligaciones familiares, él escribe en otro lugar que preferiría que todos fueran como él, es decir, célibes. (1Cor 7:7,8). No por ascetismo sino para poder cumplir mejor la tarea evangelizadora.
No obstante, él les promete a los judíos de Éfeso que volverá a ellos “si Dios quiere”. Era sin duda el propósito de Dios que regresara, pues vemos en el capítulo siguiente que Pablo volvió poco tiempo después a Éfeso para permanecer dos años en esa ciudad (Hch 19:10).
La corta frase “si Dios quiere” (cf 1Cor 4:19; Hb 6:3; St 4:15) indica que aunque Pablo trazara planes personales para sus actividades él dejaba todo en manos de Dios, siendo conciente de que Dios podía modificar lo que él en su limitada perspectiva humana se había propuesto. Yo creo que ésta debe ser nuestra actitud básica frente a lo que nos proponemos. Es natural y necesario que nos tracemos planes y proyectos, pero puesto que estamos al servicio de Dios, toda decisión nuestra está sujeta a la suya, y debemos estar siempre dispuestos a dejar que Él cambie nuestros proyectos.

22. “Habiendo arribado a Cesarea, subió para saludar a la iglesia, y luego descendió a Antioquia.”
Es muy curioso, pero a la vez característico del estilo de Lucas, que al narrar lo que sigue a su desembarco en Cesarea (2), en un viaje que tenía por explícito propósito guardar la fiesta inminente en Jerusalén, que hemos dicho debía ser la Pascua, Lucas no mencione para nada ese hecho cuando él escribe que Pablo “subió” –se entiende a Jerusalén que está en las montañas- para saludar a la iglesia y no diga nada de la fiesta y del asunto que motivó este viaje suyo. Todo hace pensar, en efecto, que el viaje precipitado de Pablo a Jerusalén obedecía a un propósito especial que no se menciona.
Debemos pues suponer que guardó la fiesta. ¿Solo o en compañía de los hermanos? No sabemos. ¿O se habría limitado a sólo saludar a la iglesia de Jerusalén? ¿No habría aprovechado la oportunidad para tenerlos al corriente de sus actividades como ya había hecho antes? (Hch 15:4). Lucas a veces omite mencionar cosas que para él y sus primeros lectores estaban sobreentendidas, por lo que podemos suponer que Pablo hizo las dos cosas que Lucas no menciona. En seguida Pablo “descendió” a Antioquia (de Siria, la que está a orillas del río Orontes en la llanura) que era su centro de operaciones y donde debe haber permanecido para preparar su nuevo periplo. (3).

23. “Y después de estar allí algún tiempo, salió, recorriendo por orden la región de Galacia y de Frigia, confirmando a todos los discípulos.”
En un solo versículo Lucas menciona lo que ha sido llamado el tercer viaje misionero de Pablo, cuyo fin esta vez no perseguía ampliar el alcance del evangelio a territorios nuevos, sino simplemente visitar las iglesias de Galacia y de Frigia que él había fundado en su segundo viaje, y confirmar a sus miembros en la fe. Es natural que Pablo quisiera verificar por sí mismo el estado de las iglesias, fruto de esfuerzos anteriores, y que quisiera fortalecerlos en la fe con su visita. Podemos suponer también cuánto se alegrarían ellos de verlo nuevamente, y cuánto bien les haría tenerlo con ellos nuevamente en medio de las persecuciones y pruebas por las que seguramente pasaban.
¿Por qué Lucas es tan breve al narrar este tercer viaje -que debe haber sido importante- al punto que ni siquiera indica quiénes acompañaron a Pablo, pues no debe haber ido solo? De hecho Lucas no menciona tampoco ninguna de las ciudades que Pablo visitó en este viaje, que pueden haber sido más que las que suelen figurar en los mapas que acompañan a los comentarios de sus actividades. La razón debe ser que él quería pasar rápidamente a narrar algo que asumirá luego la mayor importancia, porque representa un elemento nuevo en la obra evangelizadora de la iglesia. Pero de eso hablaremos en un próximo artículo.

Notas: 1. Es interesante que el texto arameo de la Peshita diga recién en el v. 22 que Pablo dejó en Éfeso a Aquila y Priscila, lo que indicaría que él se separó de ellos sólo al final de su estadía en la ciudad.
2. Pablo pudo haber desembarcado en Jope (Hch 10:5,8) que estaba más cerca de Jerusalén, pero prefirió hacerlo en Cesarea, que era un puerto más seguro. La ciudad-puerto de Cesarea fue fundada en el siglo IV AC, según Josefo, por Strato, rey sidonio que levantó ahí una famosa torre-faro. Fue capturada por el rey asmoneo Alejandro Janneo durante la última guerra de los macabeos (96 AC), y conquistada por los romanos el año 63 AC, quienes se la cedieron a Herodes el Grande. Fue éste quien le puso el nombre de Cesarea en honor de César Augusto y quien la convirtió en un gran puerto, construyendo un enorme rompeolas de piedra, y adornándola de suntuosos palacios, edificios públicos, templos y un enorme anfiteatro, cuyas ruinas se conservan aún en bastante buen estado. Por su ubicación la ciudad se convirtió en un importante centro comercial.
Los procuradores romanos y los hijos de Herodes establecieron ahí su residencia. Cesarea figura varias veces en el libro de los Hechos. El diácono Felipe predicó en esa ciudad (Hch 8:40), y se estableció ahí, y recibió en su casa a Pablo (21:8); y fue allí donde el profeta Agabo predijo que en Jerusalén Pablo sería apresado por sus enemigos judíos y entregado a los romanos (21:10-16), pese a lo cual el apóstol persistió en su propósito de subir a la ciudad santa.
Fue allí donde Pedro predicó en la casa del centurión Cornelio, y el Espíritu Santo cayó sobre los gentiles para sorpresa de los judíos que lo acompañaban (Hch 10). El rey Herodes Agripa, que había mandado apresar a Pedro, residió y murió en esa ciudad (12:19-23).
Pablo pasó por Cesarea varias veces. Allí se embarcó para ir a Tarso, escapando de los judíos que querían matarlo por predicar a Cristo (9:29,30). En Cesarea desembarcó de su segundo y tercer viaje misionero (18:22 y 21:8). A Cesarea fue enviado por el tribuno donde el gobernador Félix, que lo retuvo durante dos años (23:23-35). Allí compareció ante Agripa (Hch 26), y de allí lo embarcó el gobernador Festo para que vaya a Roma, porque Pablo había apelado al César (25:11;27:1).
3. No debe confundirse esta Antioquia, que era una ciudad muy grande e importante, con la otra Antioquía “de Pisidia”, que está en la región central montañosa de Anatolia.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y a entregarle tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#726 (13.05.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). Sugiero visitar mi blog JOSEBELAUNDEM.BLOGSPOT.COM.

martes, 12 de abril de 2011

PABLO Y BERNABÉ PROSIGUEN SU VIAJE

Consideraciones al libro de Hechos VII

Por José Belaunde M.

En el artículo anterior hemos dejado a Saulo, ya convertido en Pablo, y a sus compañeros Bernabé y Juan Marcos, con el gobernador romano de la isla de Chipre, que se convirtió a Cristo al ver la forma cómo ellos se enfrentaron al mago Elimas, dejándolo temporalmente ciego.

El trío apostólico se embarcó en Pafos para regresar al continente desembarcando en Perge. Aquí el joven Juan Marcos, a quien se identifica con el autor del Evangelio de Marcos, se apartó de ellos y regresó a Jerusalén. ¿Por qué motivo lo hizo? No sabemos. Quizá se cansó de las penalidades del viaje. Él era un joven rico, acostumbrado a vivir cómodamente, y no a las privaciones inevitables del periplo que hacían sus mayores. O quizá, siendo pariente de Bernabé, estaría molesto de que éste fuera desplazado del liderazgo del grupo por la mayor iniciativa y elocuencia de Pablo. O quizá, por último, él no estaba de acuerdo con la orientación hacia los gentiles que estaba tomando la misión. Ese puede haber sido el motivo por el cual Pablo más tarde (Hch 15:37-39) se opuso tenazmente a que Marcos se les una nuevamente.

Pablo y Bernabé siguieron pues solos y se dirigieron a Antioquía de Pisidia, llamada así para distinguirla de la ciudad del mismo nombre que era capital de la provincia de Siria, a orilla del río Orontes. En esa zona había varias ciudades que llevaban ese nombre pues entonces era costumbre que los reyes, deseosos de perpetuar su memoria, daban su propio nombre a las ciudades que fundaban. La ciudad fue fundada por uno de los reyes seléucidas que llevaba el nombre de Antíoco. (Nota 1)

Para llegar a esa ciudad, que se encuentra a unos 1200 m de altura, los dos compañeros tenían que atravesar la formidable cordillera del Tauro que corre a lo largo del extremo Este de Anatolia. Téngase en cuenta que ellos hacían su camino a pie; aunque no es improbable que hubiera una carretera romana enlozada entre la costa y esa ciudad, la subida debía ser de todos modos pesada.

Esta Antioquía era la capital de la provincia romana de Galacia, que conocemos muy bien por la carta que Pablo, años más tarde, dirigió a los gálatas, los habitantes de esa zona, que en parte descendían de unas hordas galas que habían invadido Europa y se habían instalado en los territorios de lo que es hoy Francia, el sur de Bélgica y de la Renania, siglos antes de que los romanos conquistaran esas comarcas. Siglos después liderados por su rey Clodoveo, se convirtieron al cristianismo el año 437 DC (2). Una parte de ese pueblo bárbaro había llegado hasta el sur de Anatolia y había fundado ahí un reino unos 280 años antes de Cristo, que sobrevivió hasta que fueron incorporados al Imperio Romano, poco antes del inicio de la era cristiana.

Antioquía de Pisidia había sido elevada al rango de una colonia romana por Augusto, y contaba, junto con otras ciudades de la región, como Derbe, con una numerosa población judía, desde los tiempos de Antioco III quien, unos 200 años antes de Cristo, había transferido a Frigia y Lidia en Anatolia, a más de dos mil familias judías desde sus dominios en Mesopotamia y Babilonia. La ciudad estaba poblada por una mezcla de gálatas, frigios, griegos, romanos, además de judíos.

Llegados a ella Bernabé y Pablo “entraron a la sinagoga en día de reposo y se sentaron” (Hch 13:14).

Es interesante notar la escueta pero muy significativa descripción que se hace del orden del servicio. Vemos que primero vino la lectura de la ley y de los profetas, y que luego vino la explicación de la palabra oída. Lucas no menciona los cantos y salmos de alabanza que precedían a las lecturas.

Este orden se ha conservado básicamente en las sinagogas judías hasta nuestros días, y es también el orden del culto que adoptaron las primeras comunidades cristianas, y que fue incorporado a la liturgia de la Iglesia Católica.

En esta ocasión en lugar de que el “archisinagogo” hiciera la homilía correspondiente, los principales de la sinagoga tuvieron el gesto de cortesía de invitar a los visitantes a hablar a la congregación (v.15).

Entonces, como ya era usual, Pablo, poniéndose de pie (3), tomó la palabra dirigiéndose a los oyentes de la siguiente manera: “Varones israelitas y los que teméis a Dios” (v.16). De esta forma estaba indicando que la audiencia, como era habitual fuera de Judea, estaba compuesta tanto por creyentes judíos como por gentiles que adoraban al Dios de Israel.

Su discurso enumera las intervenciones principales de Dios en la historia del pueblo hebreo: su estadía en Egipto; cómo Dios los sacó de ahí con "mano fuerte y brazo extendido” (4), y estuvieron vagando durante cuarenta años en el desierto; cómo les dio la tierra prometida de Canaán, destruyendo a las naciones paganas que la habitaban; cómo les dio jueces que los gobernaran durante muchos años hasta que apareció el profeta Samuel (vers. 17-20). Que se detenga en Samuel es muy significativo, porque la aparición de este profeta marca una nueva etapa en la historia del pueblo escogido: el inicio de la monarquía con un rey que pertenecía a la misma tribu que Saulo, la de Benjamín, y que llevaba el mismo nombre, Saúl (en hebreo). Pero este Saúl no era un hombre conforme al corazón de Dios, por lo que Dios lo removió y colocó en su lugar a uno que sí lo era (1Sam 13:14), a David, el hijo de Isaí, de cuya descendencia, dice Pablo, Dios levantó al Salvador de su pueblo (Hch 13:23).

Dios había prometido siglos atrás a David que su linaje duraría para siempre y que su trono sería estable. (2Sam7:11-16). No obstante, en los siglos siguientes, el reino de Israel, cuya grandeza él había fundado, se dividió en dos, el reino del Norte, o Samaria, y el de Judá, que fueron destruidos por invasores extranjeros y sus habitantes enviados al exilio. Cuando, desde el punto de vista humano, la soberanía de la casa de David parecía haberse esfumado para siempre, el pueblo judío comprendió que esa promesa se cumpliría en un príncipe del linaje davídico, que algún día Dios levantaría y que sería en un sentido pleno el Ungido (e.d. el Mesías) que restauraría y superaría las glorias del pasado (Ez 34:23ss; Jr 23:5;30:9).

Sin embargo, a medida que pasaban los años, pero sobre todo después de que a continuación del corto período de independencia de que Israel gozó bajo los reyes asmoneos, viniera la opresiva conquista romana, el anhelo de que apareciera el Salvador mesiánico se hizo más intenso que nunca. Esa era como sabemos, la ardiente expectativa que reinaba en el pueblo judío cuando Jesús empezó su ministerio público, tal como puede verse en diversos pasajes de los evangelios y de Hechos (como por ejemplo en Lc 1:68-70; Mt 21:1-9; Hch 1:6), pero sobre todo en la literatura apocalíptica y seudoepigráfica de la época.

Luego Pablo continúa narrando la aparición de Juan Bautista, que preparó la venida de Jesús predicando un bautismo de arrepentimiento. “Mas cuando Juan terminaba su carrera, dijo: ¿Quién pensáis que soy? No soy Él; mas he aquí viene detrás de mí uno de quien no soy digno de desatar el calzado de los pies.” (Hch 13:25).

Pablo se dirige entonces a la congregación reunida para decirle que el mensaje de salvación es dirigido a ellos. Escuetamente narra cómo las autoridades de Jerusalén, ignorando lo anunciado por los profetas, no reconocieron a Jesús por lo que era, sino que lo hicieron condenar a muerte por el procurador romano, a pesar de que era inocente. Una vez muerto lo bajaron del madero antes del anochecer (para cumplir con lo que manda Dt 21:23) y lo enterraron. “Mas Dios lo levantó de los muertos.” (Hch 13:26-30).

A continuación narra cómo Jesús se apareció durante muchos días a sus discípulos, los cuales son ahora sus testigos. Éstas pues son las buenas nuevas que Pablo anuncia: La promesa hecha antaño a los padres se cumplió en sus descendientes, en nosotros, resucitando a Jesús, como está escrito: “Mi hijo eres tú; yo te he engendrado hoy.” (Sal 2:7). Pablo demuestra que esas palabras, así como las de Isaías 55:3 y las del salmo 16, que Pedro también citó en su sermón el día de Pentecostés (“No permitirás que tu santo vea corrupción.” Hch 2:25-28; cf Sal 16:10), no podían aplicarse al rey David, porque él vio corrupción después de ser enterrado; en cambio, Jesús no, porque resucitó al tercer día.

Pablo culmina su mensaje diciendo: “Sabed, pues, esto, varones hermanos; que por medio de Él se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree.” (Hch 13:38,39).

Estas palabras, y la advertencia final a los que se negaran a creer (v.40,41), corresponden al llamado al arrepentimiento y a la conversión que suele hacerse al final de la prédica en nuestras iglesias. De esas palabras quisiera destacar lo que constituye la esencia de la doctrina paulina: Nadie es justificado mediante la obediencia a la ley de Moisés, pero sí lo es todo aquel que cree en Jesús.

El discurso de Pablo hizo gran impresión en el auditorio, sobre todo en los temerosos de Dios gentiles, quienes les rogaron a Pablo y Bernabé que retornaran el próximo día de reposo a la sinagoga para que les siguieran hablando de estas cosas (vers. 42). Durante la semana muchos de los judíos y de los gentiles buscaron a los dos apóstoles, quienes les siguieron enseñando acerca de Jesicristo, exhortándolos a que perseveraran en la fe que habían recibido (vers. 43).

La consecuencia fue que el siguiente sábado la sinagoga estaba repleta de gente, -“casi toda la ciudad” dice el texto- de modo que podemos pensar que también acudieron muchos paganos que no solían frecuentar la sinagoga.

Pero cuando Pablo se levantó para hablarles, los judíos que no creían en su mensaje, llenos de celos por el éxito que el apóstol tenía, se pusieron a rebatir sus argumentos y a contradecirlos, blasfemando del nombre de Jesús. Entonces Pablo y Bernabé, sin miedo alguno, los apostrofaron diciéndoles que era necesario que primero se predicase la palabra de Dios a ellos -según la frase “al judío primeramente, y también al griego.” (Rm 1:16b)- pero como lo rechazaban y se consideraban indignos de la vida eterna que les era ofrecida, en adelante se dirigirían sólo a los gentiles. Al decir esto ellos citaron la frase de Isaías: “Porque así nos ha mandado el Señor, diciendo: ‘Te he puesto para luz de los gentiles, a fin de que seas para salvación hasta lo último de la tierra.’” (vers.47; c.f. Is 49:6).

Al mencionar este pasaje Pablo aplica a su ministerio las palabras con que el profeta anuncia la venida del Mesías futuro. En cierta manera la aplicación de esta frase a Pablo estaba implícita en la misión que el Señor le había encargado al enviarlo a predicar a los gentiles (Hch 9:15; 22:21; 26:17).

Cabría preguntarse ¿Por qué motivo muchos de los judíos rechazaba su mensaje mientras que los temerosos de Dios gentiles lo aceptaban? Los judíos lo rechazaban por el mismo motivo por el cual el joven Saulo juzgaba inaceptable el mensaje de los nazarenos: De un lado porque era imposible que un crucificado pudiera ser el Mesías; y de otro, porque según la concepción trascendente de Dios que ellos tenían, Dios no puede asumir una forma humana. Hay demasiada distancia entre Dios y el hombre para que eso pueda ocurrir. Pero también, en este caso concreto, porque Pablo había dicho que por la ley de Moisés nadie puede ser justificado (v.39).

El mensaje de Pablo inevitablemente cuestionaba el valor de la religión ancestral a la que ellos se aferraban. Recordemos que en su epístola a los Gálatas Pablo enseña que la ley de Moisés sirvió al pueblo hebreo como ayo mientras eran niños y esperaban al Mesías (Gal 3:23-25). Pero que, llegada la fe, ya la ley con sus normas minuciosas, era innecesaria. En esencia, Pablo proclamaba la caducidad de la religión judía, algo inaceptable para quienes con tanto ahínco se aferraban a las tradiciones de sus mayores.

¿Pero por qué los gentiles, en cambio, recibían gozosos el mismo mensaje? Porque a ellos se les había dicho que a menos que se sometieran por completo a las demandas de la ley de Moisés y se circuncidaran, no tenían acceso pleno a todas las promesas que Dios había hecho al pueblo de Israel. Pero ahora Pablo les anunciaba que no era necesario someterse a esas normas, y que bastaba que creyeran en Jesús para ser salvos. ¡Esas sí que eran buenas noticias para ellos!

Pero además porque el anuncio del Evangelio les ofrecía algo desconocido inesperado para ellos, y que experimentaban todos los que creían, esto es, el nuevo nacimiento que transforma el ser del hombre y lo regenera.

Es interesante notar la frase: “Creyeron todos los que estaban ordenados para la vida eterna.” (Hch 13:48b). Es decir, creyeron todos aquellos que por su disposición espiritual estaban abiertos a acoger la predicación del Evangelio con gozo. Hay aquí una alusión velada a las doctrinas de la elección y la predestinación que Pablo desarrolla con más detalle en los capítulos octavo y noveno de Romanos.

Pero sus opositores no podían quedarse tranquilos contemplando el éxito con que las enseñanzas de Pablo se difundían en la ciudad, viendo en ellas un peligro para su propia subsistencia.

Ellos comprendieron que lo que Pablo y Bernabé predicaban era una religión diferente a la suya, por lo que no podían permitir que se acogieran a la misma legitimidad y protección de que el judaísmo gozaba como “religio licita” (religión reconocida legalmente) en el imperio, como esos advenedizos pretendían. De modo que recurrieron a algunas mujeres piadosas de su congregación, cuyos maridos gozaban de buena posición e influencia en la ciudad, para gestionar que las autoridades expulsaran a Pablo y Bernabé como perturbadores del orden público.

Los dos apóstoles no se afligieron por eso, sino que hicieron el gesto que Jesús había ordenado a sus discípulos que hicieran si no los recibían bien en alguna ciudad, esto es, que se sacudieran el polvo de esa ciudad que se había pegado a sus pies, como un testimonio contra ella (Lc 9:5; 10:11).

¿Qué significa ese gesto simbólico en este caso? Era una manera de decir: No queremos saber nada de ustedes y rechazamos toda responsabilidad por su incredulidad. Vosotros mismos sois culpables de ella, y algún día sufriréis las consecuencias. Hay un antecedente de este gesto en Nh 5:13.

Sin embargo, su visita a esa ciudad no fue sin fruto pues dejaron allí una pequeña congregación, a la que Pablo volverá más tarde, y cuyos miembros se quedaron “llenos de gozo y del Espíritu Santo” (Hch 13:52).


Notas: 1. El reino de los seléucidas fue fundado por Seleuco, uno de los cuatro generales de Alejandro Magno que se repartieron su imperio a la muerte del joven conquistador macedonio, el año 323 AC.

2. Lo que es hoy día Francia era llamada por los romanos “las Galias”. La mayoría de la población francesa actual es descendientes de ese pueblo bárbaro.

3. Cuando Jesús fue invitado a hablar a la congregación en la sinagoga de Nazaret no se quedó de pie, sino se sentó después de leer el texto de Isaías (Lc 4:16-20). ¿Por qué la diferencia? Israel Abrahams explica que el discurso de Jesús fue una exposición de las Escrituras, mientras que el de Pablo fue una palabra de exhortación.

4. Véase Ex 6:1,6; 15:16; Dt 4:34; 5:15; 1R 8:42; Sal 136:11,12, y muchas otras referencias a la salida del pueblo de Egipto. Esas palabras expresan el poder de Dios manifestado en el Éxodo de Egipto.


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miércoles, 2 de marzo de 2011

LA JUVENTUD DE SAULO, LLAMADO TAMBIÉN PABLO

Por José Belaunde M.

Consideraciones acerca del libro de Hechos IV

No es difícil destacar la importancia que tuvo el apóstol Pablo en la primera expansión del cristianismo, la religión surgida de las enseñanzas, y de la vida, pasión y muerte de Jesús de Nazaret. Ha habido historiadores que han sostenido que de no haber sido por Pablo, el movimiento de los que se agruparon en torno de la memoria del Maestro galileo, no habría pasado de ser una secta efímera de las muchas que había en el judaísmo de ese tiempo, y que pronto habría sido olvidado.
Pero nosotros que tenemos una visión distinta de la historia, sabemos que fue Dios quien dirigió los primeros pasos, al comienzo tímidos, y poco a poco más osados de la iglesia, y que Él había no sólo preparado a Pablo para su misión, sino que lo había escogido para ella desde antes de nacer (Gal 1:15,16); y que si Pablo le hubiera fallado, o se hubiera negado a cumplirla, no habría dejado caer sus planes por tierra, sino que habría levantado a otro hombre que lo sustituyera para llevarlos a cabo.
Sin embargo, es un hecho innegable que Pablo ocupa un lugar prominente en la difusión de la nueva fe y en la formulación de su doctrina. Más de la mitad del libro de los Hechos de los Apóstoles, que narra los comienzos de la iglesia, está dedicada a sus andanzas; y la cuarta parte de los libros del Nuevo Testamento fueron escritos por él. Es un hecho también que por la formación que había recibido y por las condiciones de su carácter, él era la persona más adecuada para la misión que le tocó desempeñar.
Después de Jesús, él es la figura más importante del surgimiento del cristianismo. Sobre él se han escrito más libros que sobre ningún otro personaje de la historia cristiana, salvo Jesús naturalmente (y su madre, sobre la cual hay también una vasta literatura).
Pero ¿quién es este controvertido personaje acerca del cual se ha derramado tanta tinta y que ha suscitado tantas polémicas?
Poco se sabe de su origen. Él mismo nos da escasos datos. Había nacido en la ciudad de Tarso (Nota 1). Su nombre hebreo era Saúl (2), nombre famoso en la historia del Antiguo Testamento por ser el del primer rey de Israel. Como él declara pertenecer a la tribu de Benjamín (“circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de benjamín…” Flp 3:5; Rm 11:1), a la que pertenecía también el rey Saúl, es posible que sus padres le dieran ese nombre para subrayar su pertenencia a esa tribu.
¿En qué año nació Pablo? No hay ningún dato que permita establecerlo con seguridad, pero él debe haber nacido en los primeros años de la era cristiana, alrededor del año 10 DC, aunque algunos sitúan su nacimiento hacia el año 6, e incluso 3 o 4 años antes. La palabra neanías con que lo designa el libro de Hechos (7:58, y que RV60 traduce imperfectamente como “joven”) en el martirio de Esteban, ocurrido hacia el año 32 DC, no permite fijar su edad con precisión porque esa palabra griega designa a un varón en el rango de 24 a 40 años de edad aproximadamente.
Él se describe también a sí mismo como “hebreo, hijo de hebreos” (Flp 3:5), lo cual quiere decir que era un judío de habla aramea, no un helenista (es decir, un judío de habla griega) aunque también hablaba ese idioma, como era inevitable, habiendo nacido en un ambiente donde todo el mundo lo hablaba. Eso, unido al hecho de que él proclame: “Yo soy fariseo, hijo de fariseos” (Hch 23:6: cf 26:5; Flp 3:5) quiere decir que él no era un judío asimilado a la cultura griega, como lo eran muchos de los judíos nacidos en la diáspora, sino que su familia había conservado su identidad judía, algo de lo que él se sentía orgulloso.
El hecho de que él fuera fariseo es muy singular, porque los fariseos eran enemigos de Jesús, y por tanto, él estaba llamado también a serlo, como de hecho lo fue al principio, como bien sabemos. Sin embargo, Dios lo usó no en contra sino a favor de la causa de su Hijo. ¡Misterios de la Providencia, que convierte a los enemigos en aliados! (3)
Jerónimo cita una tradición según la cual los antepasados de Pablo procedían de Giscala en Galilea, pero llevaban posiblemente algún tiempo instalados en Tarso. No obstante, él fue enviado temprano a Jerusalén (probablemente en la adolescencia), donde fue alumno de un maestro famoso, Gamaliel (Hch 22:3). (4)
Hablaba por lo menos tres idiomas: griego, en el que escribió sus cartas, y que debe haber aprendido de niño; arameo, que era su lengua materna, que se hablaba en el territorio que hoy llamamos Palestina; y hebreo, por sus estudios. No se sabe si hablaba también latín, pero es poco probable.
¿Tuvo Pablo hermanos o hermanas? Se sabe por lo menos de la existencia de una hermana, cuyo hijo se enteró del complot que cuarenta judíos tramaron para asesinar a Pablo, y que el muchacho delató al tribuno romano, el cual decidió enviar a Pablo de noche a Cesarea, salvándole de esa manera la vida (Hch 23:12-35). La Providencia cuidaba la vida de Pablo, porque él tenía todavía, en esa etapa avanzada de su vida, mucha obra que llevar a cabo para Él.
No se sabe cómo la familia de Pablo adquirió el derecho a la ciudadanía romana (Hch 22:28), pues no era automáticamente concedida a todos los nacidos en Tarso, pero es indicativo de que su familia gozaba de buena posición económica (5). Ser ciudadano romano traía consigo gozar de una serie de útiles privilegios, que incluían el derecho a un juicio público en caso de ser acusado de algún crimen; ser exceptuado de las formas más ignominiosas de castigo (como ser azotado, aunque él en la práctica sí lo fue varias veces por los judíos); y no poder ser ejecutado en forma sumaria.
Gozar de la ciudadanía romana le trajo a Pablo, en efecto, enormes beneficios. Por de pronto, le sirvió para protestar por el hecho de que hubiera sido encarcelado y azotado en Filipos sin haber sido sometido a juicio, y para que los magistrados lo liberaran al día siguiente de prisa y asustados por las posibles consecuencias de su error (Hch 16:23, 35-39). Segundo, en el alboroto ocurrido en Jerusalén, causado por algunos que lo acusaron de haber introducido a gentiles en el templo (un hecho considerado sacrílego) al alegar su ciudadanía romana obtuvo que el tribuno le permitiera dirigirse al pueblo amotinado para defenderse (Hch 21:37-40). Tercero, lo libró de ser azotado cuando estaba a punto de serlo, al revelarle al centurión que él era ciudadano romano (Hch 22:22-29). Cuarto, ser ciudadano romano le aseguró que las autoridades romanas lo trataran con consideraciones durante su encarcelamiento a partir de ese momento, y que el tribuno lo protegiera del complot ya mencionado para asesinarlo que se tramaba contra él (Hch 23:12-35). Quinto, le permitió apelar al César cuando el gobernador Festo en Cesarea, para congraciarse con los judíos, estaba dispuesto a hacerlo juzgar por éstos en Jerusalén, lo que hubiera significado su muerte segura (Hch 25:1-12). Por último, permitió que él fuera enviado prisionero a Roma sin ser encadenado y que, haciendo escala en Sidón, pudiera visitar a unos amigos (Hch 27:3); y que, asimismo, llegado a la capital del imperio, gozara de lo que hoy llamamos “arresto domiciliario”, en vez de ser enviado a la cárcel como un reo cualquiera (Hch 28:16).
Una pregunta obvia que surge de estos relatos es: ¿Tomaban las autoridades romanas la sola palabra de Pablo como evidencia de que él fuera ciudadano sin que él llevara consigo un documento que lo probara? Cuando nació él fue inscrito en los registros de Tarso, y su padre debe haber recibido, según la costumbre, un certificado de la inscripción, tal como se hace hoy día(6). Pero ¿lo llevaba Pablo consigo? Probablemente no, porque corría peligro de perderlo con tanto viaje, y porque Lucas, siempre tan exacto, no lo menciona. Quisiera anotar que en esa época la palabra de las personas tenía un valor mucho mayor del que le acordamos nosotros. De otro lado, dado que en Tarso estaba el registro de su nacimiento, de haber dudado de su palabra, las autoridades hubieran podido mandar verificar su aserto. Puesto que alegar ser ciudadano romano sin serlo era considerado una grave ofensa bajo las leyes del imperio, sus interlocutores sabían que él difícilmente se atrevería a pretender poseer esa condición si no era verdad.
Como todos los jóvenes israelitas de su tiempo, aun de fortuna, él aprendió temprano un oficio para que pudiera ganarse la vida con sus manos en caso de necesidad, según el dicho rabínico: “El que no enseña a su hijo a trabajar le enseña a robar.” Sabemos que eso le fue muy útil en más de una oportunidad, porque en varias instancias de su vida él se mantuvo a sí mismo y a sus colaboradores con su oficio de fabricante de tiendas, algo de lo que alguna vez él se jacta (Hch 20.34), porque él no quería ser una carga para las iglesias (1Ts 2:9; 1Cor 4:12a). El libro de los Hechos relata que cuando él llegó a Corinto viniendo de Atenas, se encontró con los esposos Aquila y Priscila –judíos convertidos al cristianismo- y que trabajó con ellos durante algún tiempo, porque eran del mismo oficio (Hch 18:2,3).
Era natural que él hubiera aprendido ese oficio porque las tiendas de campaña, que nosotros llamaríamos carpas, en las que los israelitas vivieron durante su peregrinaje en el desierto, y que eran entonces muy usadas en el Oriente por los viajeros, -y siguen siéndolo todavía por los beduinos contemporáneos- eran fabricadas con un fieltro áspero de pelos de cabra, no tejidos sino comprimidos, por el que se hizo famosa la provincia de Cilicia, al punto que se le llamaba “cilicio”. Esta palabra nos es conocida por ambos testamentos, porque esa tela tosca y áspera era usada junto con la ceniza como manifestación de duelo, de arrepentimiento, o de intensa oración (1R21:27; Dn 9:3; Lc 10:13; Mt 11:21), y ha pasado a nuestro idioma como símbolo de penitencia.
Habiendo nacido en una ciudad cosmopolita como Tarso, que era un centro afamado de estudios de la filosofía griega, cabe preguntarse ¿cuánto de esa influencia recibió él antes de ir a Jerusalén a estudiar bajo Gamaliel? No sabemos porque ignoramos a qué edad fue enviado a Jerusalén. Él mismo dice: “Yo de cierto soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero criado en esta ciudad, instruido a los pies de Gamaliel, estrictamente conforme a la ley de nuestros padres…” (Hch 22:3). Es posible que el ambiente judío estricto de su familia piadosa lo aislara de la influencia de la filosofía dominante en su ciudad natal, cuyos escritos principales él no parece haber leído. Como todo niño judío, él debe haber asistido a partir de los 5 ó 6 años de edad a la escuela adosada a la sinagoga para memorizar las Escrituras, y debe haber sido admitido como alumno en la escuela de Gamaliel, según la costumbre, en la adolescencia, alrededor de los 13 años. La frase “criado en esta ciudad” hace pensar que él pudo haber sido enviado a Jerusalén incluso de niño, donde su hermana pudo haber cuidado de él. También es cierto, de otro lado, que sus escritos muestran cierta familiaridad con la cultura y las costumbres griegas, pero él puede haberla adquirido simplemente por el hecho de vivir en territorios empapados de esa cultura.
En todo caso, por lo que se refiere a su celo por estudiar bajo un maestro tan ilustre como Gamaliel, él mismo declara: “En el judaísmo aventajaba a muchos de mis contemporáneos en mi nación, siendo mucho más celoso de las tradiciones de mis padres.” (Gal 1:14).
Esas palabras suyas revelan uno de los rasgos de su carácter: él tendía a los extremos y se esforzaba al máximo en todo lo que hacía, casi (o sin casi) como un fanático. Ese puede haber sido uno de los rasgos de su personalidad por los cuales Dios lo escogió para llevar a cabo una misión tan excepcional y arriesgada, y que exigía tantos esfuerzos, como la que le encomendara.
No es pues extraño que él aprobara la lapidación de Esteban ("Saulo consentía en su muerte.” dice Hch 8:1), guardando la ropa que se quitaron los testigos para arrojar los pedrones (Hch 7:58).
Inmediatamente después del martirio de Esteban se desató en Jerusalén una fuerte persecución contra los “nazarenos” -como se les llamaba entonces a los seguidores de Jesús- que hizo que muchos de ellos huyeran a otras ciudades para salvar la vida (Hch 8:12).
Pablo empezó a participar en esa persecución: “Y Saulo asolaba la iglesia, y entrando casa por casa, arrastraba a hombres y mujeres y los entregaba en la cárcel.” (Hch 8:3). Él parece haber sido uno de los principales promotores, si no el principal, de esta persecución, lo cual hacía provisto de los necesarios poderes emitidos por las autoridades del templo: “Yo ciertamente había creído mi deber hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret, lo cual también hice en Jerusalén. Yo encerré en cárceles a muchos de los santos, habiendo recibido poderes de los principales sacerdotes; y cuando los mataron yo di mi voto. (¿Se refiere esto a la ejecución de Esteban, o incluye otras? Yo me inclino por lo primero). Y muchas veces, castigándolos en todas las sinagogas, los forcé a blasfemar; y enfurecido sobremanera contra ellos, los perseguí hasta en las ciudades extranjeras.” (Hch 26:9-11). Este es un aspecto de su vida que él después se reprochaba amargamente, pues lo menciona avergonzado en más de una ocasión (Hch 22:20; 1Cor 15:9; Gal 1:13; Flp 3:6).
Notas:
1. Tarso, situada en la provincia romana de Cilicia, en el sudeste de Anatolia (la Turquía moderna) era un importante centro comercial y académico. Pablo se refiere a ella como “ciudad no insignificante” (Hch 21:39). La ciudad debía su riqueza a su ubicación geográfica estratégica y a la fertilidad de la llanura que la rodeaba, donde se cultivaba el lino con el que se tejía una tela muy apreciada. Por los restos arqueológicos excavados, debe haber llegado a tener en su apogeo, en el siglo tercero, como medio millón de habitantes. Gracias al prestigio de los filósofos que allí enseñaban Tarso sólo cedía en importancia cultural a Atenas y Alejandría. Cicerón residió en la ciudad los años 50-51 AC como procónsul de la provincia de Cilicia. Julio César la visitó el año 47 AC. El año 41 AC tuvo lugar en Tarso el famoso encuentro entre Marco Antonio y Cleopatra.
2. Pronunciado Shaúl; Saulos en griego, que traducimos como Saulo. Su cognomen romano era Paullus)
3. La palabra “fariseo” (que deriva probablemente del hebreo parush, es decir, separado) aparece por primera vez en “Las Antigüedades de los Judíos” del historiador Flavio Josefo, en conexión con el macabeo Jonatán. Es posible que sus antecesores fueran los “asideos” (hassidim , los leales), grupo de hombres muy celosos de la ley, surgido durante la rebelión macabea, que se dejaron matar sin defenderse un sábado, para no violar el descanso sabático (1Mac 2:42). Triunfada la rebelión, los fariseos se opusieron a que el macabeo Juan Hircano (134-104 AC), que era uno de ellos, asumiera a la vez el título de rey y el de sumo sacerdote, por lo que Hircano se pasó al bando rival de los saduceos.
El conflicto con la dinastía asmonea se agudizó cuando el hijo de Juan Hircano, Alejandro Janeo (103-76 AC), trató de exterminar a sus adversarios, haciendo crucificar a ochocientos de ellos. Sin embargo, según Josefo, en su lecho de muerte él aconsejó a su esposa Alejandra Salomé (76-67 AC) que gobernase junto con ellos. Por ese motivo los fariseos tuvieron mucha influencia durante el gobierno de esa reina, llegando a tener una posición dominante en el Sanedrín, que todavía conservaban en vida de Jesús. Al ser conquistada Palestina por los romanos el año 63 AC, ellos se retiraron de la política para asumir el papel de líderes espirituales del pueblo. No obstante, sufrieron bastante durante el largo reinado de Herodes el Grande (37-4 AC) a quien, por no ser judío sino idumeo, consideraban un usurpador.
Entre tanto, en la segunda mitad del primer siglo AC, surgieron entre los fariseos dos escuelas rivales, lideradas una por el rigorista Shammaí, que era de origen aristocrático; y la otra por Hillel, más liberal, que era de origen plebeyo. Parece que la escuela de Shammaí era la dominante en vida de Jesús, pero después de la destrucción del templo el año 70 DC, los hillelistas asumieron el liderazgo. Bajo la conducción de Johanan ben Zakai ellos desempeñaron un papel muy importante en la reconstrucción del judaísmo en la academia de Yavné, contando con la protección de los romanos.
Los fariseos creían en la inmortalidad del alma, en la resurrección de los muertos, en las recompensas y castigos futuros, y en los ángeles, cosas que los saduceos negaban. Sostenían que la ley de Moisés (la Torá) debía ser interpretada adaptándola a las cambiantes circunstancias de los tiempos. De ahí surgieron las tradiciones de interpretación oral de la ley escrita que llegaron a tener tanta validez para ellos como la misma ley de Moisés, concepción que Jesús les reprochó severamente, porque anteponía la palabra humana a la palabra de Dios (Véase Mt 15:4-6). Daban gran importancia a las normas de la pureza ritual, que según la Ley eran sólo aplicables a los sacerdotes, pero que ellos hicieron extensivas a todos -de donde la exigencia del lavamiento de las manos antes de comer, y de la vajilla, que Jesús también les recrimina (Mt 23:25). Eran también muy exigentes en cuanto al cumplimiento estricto del descanso sabático, para el cual desarrollaron un gran número de normas puntillosas difíciles de cumplir. Ponían gran énfasis en la exactitud del pago del diezmo, en particular de los productos del campo, al punto de que se negaban a comprar alimentos de vendedores no fariseos, y hasta eran renuentes a aceptar invitaciones a comer de los que no fueran fariseos, por temor de que no se hubiera pagado el diezmo debido sobre los alimentos. Se recordará que Jesús les echa en cara que pagaran el diezmo de la menta y del comino, pero que descuidaran “lo más importantes de la ley: la justicia, la misericordia y la fe.” (Mt 23:23). Pese al legalismo excesivo en que habían caído, que se prestaba a mucha hipocresía, había entre ellos algunos hombres justos, como el citado Gamaliel (Véase la Nota siguiente) y Nicodemo. Es muy posible que José de Arimatea fuera también fariseo. Buen número de ellos creyeron en Jesús después de Pentecostés (Hch 15:5).
4. Gamaliel, llamado “el Anciano”, nieto de Hillel según la tradición, gozaba de tanto prestigio que recibió el título de Rambbán (nuestro maestro), en vez de Rabí (mi maestro). Él fue quien intercedió a favor de Pedro y los demás apóstoles cuando fueron llevados ante el Sanedrín (Hch 5:34-39). Mostró una actitud compasiva en el establecimiento de muchas reglas que él propició (para proteger a la mujer en el caso de divorcio, o sobre el trato caritativo que debía dispensarse a los no judíos, por ejemplo). Fundó una dinastía de rabinos que presidió el Sanedrín hasta comienzos del siglo II.
5. Según algunos autores el año 171 AC, con el fin de estimular el comercio en Tarso, se ofreció la ciudadanía romana a los judíos que se establecieran en esa ciudad, y uno de los antepasados de Pablo habría estado en el grupo de los que aceptaron esa oferta.
6. La Escritura no menciona este hecho, pero se deduce de la legislación vigente entonces.

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jueves, 10 de diciembre de 2009

ALTIBAJOS DEL LLAMADO I

Todos sabemos que Dios llama a ciertos hombres y mujeres que Él escoge para llevar a cabo alguna tarea específica para beneficio de su pueblo, como nos escoge a cada uno de nosotros para un fin también específico, aunque sea más modesto. Suele suponerse que una vez recibido el llamado, el hombre o la mujer escogidos por Él empiezan una carrera ascendente que los llevan de triunfo en triunfo hasta la consumación de su obra. Si Dios es el que hace el llamado y el que proporciona la visión, tendemos a pensar que el éxito está asegurado en todas las etapas de la obra hasta su culminación.

Pero no suele ser así en la práctica, pues la persona a quien Dios escoge puede sufrir fracasos, pasar por etapas de desaliento, y hasta puede llegar a perder totalmente el sentido de la visión que Dios le dio. Durante ese tiempo su fe estará siendo probada repetidas veces para que sea fortalecida y para que su carácter sea perfeccionado.

Conocemos el caso de Saulo de Tarso. Jesús se le reveló sobrenaturalmente cuando iba camino a Damasco a proseguir su tarea infame de perseguidor de cristianos. Pero cuando el Señor se le apareció y lo tumbó al suelo, el perseguidor Saulo se convirtió en Pablo, su más ardiente propagandista (Hch 9:1-9).

Tan pronto como él recibió el encargo de llevar el evangelio a los gentiles, Pablo se puso a la obra predicando en las sinagogas de Damasco, para asombro de todos los que le conocían como azote de los discípulos de Cristo (Hch 9:20,21). El disgusto de sus antiguos correligionarios, los judíos, fue tan grande que resolvieron matarlo y pusieron guardias en las puertas de la ciudad para que no se les escape. Por ese motivo los discípulos tuvieron que descolgarlo por las murallas de la ciudad a fin de que se pusiera a salvo (Hch 9:22-25).

Estas dificultades iniciales no amilanaron a Pablo. Llegado a Jerusalén, él trató de juntarse con los cristianos, pero éstos, conociendo sus andanzas anteriores, le tenían miedo y lo evitaban. Fue necesaria la intervención de Bernabé para que lo aceptaran mientras él seguía su labor proselitista entre los judíos de habla griega. Como consecuencia, una vez más el peligro de muerte se cirnió sobre él y debió ser enviado a su tierra (Hch 9:26-30).

¿Se abatió el ánimo de Pablo a causa de todas esas dificultades? No sabemos. Lo que sí sabemos es que en algún momento del comienzo de su carrera apostólica él se retiró por un período de tres años al desierto, posiblemente para meditar acerca de la misión que Jesús le había encomendado y para recibir las revelaciones a las que él alude veladamente en alguna de sus cartas (2Cor 12:1-4).

Si observamos el conjunto de su vida no cabe duda de que él realizó una obra extraordinaria. No obstante, su tarea estuvo signada por grandes dificultades y pruebas, que ya le habían sido anunciadas cuando Jesús le dijo a Ananías que Él le mostraría "cuánto había de sufrir por Su causa" (Hch 9:16. Véase 2Cor 11:24-33). Todos los sufrimientos por los que él pasó y los obstáculos que tuvo que vencer no le impidieron escribir en una de sus epístolas: "Sobreabundo de gozo en medio de nuestras tribulaciones" (2Cor 7:4), palabras que son para nosotros de gran consuelo y aliento.

Llegado a cierto punto de su carrera, Pablo es tomado preso (Hch 21:26-36). En lugar de ir a predicar las buenas nuevas a donde el Espíritu Santo lo guiara, en adelante sólo podrá predicar a las piedras de su oscura prisión y a las personas que lo visiten. Su obra como esforzado evangelista, cuando todavía tenía tanto por hacer, queda truncada y es llevado en cadenas a Roma, como un vulgar malhechor, a comparecer ante el tribunal del César, al que él había apelado para escapar a los deseos de venganza de sus antiguos correligionarios (Hch 25:1-12; 27:1,2).

¿Ha fracasado Pablo en su misión? De ninguna manera. Ya no podrá visitar, como deseaba, a las iglesias de Asia que él había fundado, para confirmarlas en la fe; pero desde la prisión escribirá algunas de las cartas que hoy atesoramos y en las que su corazón ardiente ha vertido los consejos y la doctrina que el Espíritu le inspira.

Los caminos de Dios son insondables. A veces Él lleva a cabo más conquistas a través de los fracasos de sus mensajeros que a través de sus triunfos visibles. Él puede transformar nuestras derrotas en victorias y mostrar a través de ellas su gloria. Confía pues siempre en tu Señor. No te desanimes por el fracaso. Él siempre está contigo y aunque tú no comprendas su manera de obrar, Él perfeccionará hasta el fin la tarea que Él te ha confiado y cumplirá sus propósitos en tí por senderos que tú no puedes imaginar (Flp 1:6).

El caso de Moisés es en algunos sentidos semejante al de Pablo, aunque sus altibajos sean aun más impresionantes. Por encargo providencial de la hija del Faraón, que lo había recogido de la ribera del río, Moisés fue criado por su madre, una mujer hebrea piadosa que, sin duda, le habló de niño de las promesas que Dios había hecho a sus antepasados, los patriarcas. Educado más tarde en la corte del faraón y gozando de todas las ventajas de la vida en la corte, se sintió un día movido a ir a visitar a los de su pueblo que vivían oprimidos bajo el yugo del soberano egipcio. La sangre de sus mayores que corría por sus venas se enardeció cuando vio a un egipcio que golpeaba duramente a un israelita y, saliendo en su defensa, mató al agresor. Cuando el hecho fue conocido se vio obligado a huir al desierto para escapar de la ira del Faraón.

Cuarenta años después, cuando Dios se le apareció en la zarza ardiente para encomendarle la tarea de sacar a su pueblo de la esclavitud, su celo por la causa de su pueblo parecía haberse desvanecido, pues al llamado de Dios respondió: "¿Quién soy yo para ir donde el faraón?". Pero él era la persona indicada pues había sido criado en la corte y estaba familiarizado con las costumbres y modos de pensar de la realeza egipcia.

Dios prevaleció sobre sus dudas para hacerle aceptar esa arriesgada misión y le aseguró el triunfo final. No obstante, al principio todo parecía anunciar un seguro fracaso: los hebreos se negaron a creer inicialmente en su misión y sus esfuerzos por liberarlos de la servidumbre chocaron con la resistencia terca del faraón. Peor aún, todas las palabras que Dios le inspiraba para convencer al soberano tuvieron como consecuencia inicial el que las cargas que se imponía a los hebreos fueran aumentadas y que la situación del pueblo, ya mala, empeorara. Ellos pues se quejaron amargamente y le reprocharon que hubiera venido a inquietarlos. Y él, a su vez, se quejó a Dios.

Pero Dios ya lo había prevenido, diciéndole que sería sólo por medio de prodigios y con mano fuerte cómo él lograría liberar al pueblo de la esclavitud. Moisés pudo haberse desanimado por esos fracasos iniciales, pero no cedió al desaliento, sino que mantuvo su confianza en Dios y no cejó en su empeño hasta ver salir marchando a las multitudes de su pueblo por el desierto camino al Mar Rojo. Nosotros podemos ahora pensar que esos obstáculos y esas luchas eran necesarias, pues en ellas se manifestó el poder de Dios.

Durante su largo peregrinar por el yermo muchas fueron las dificultades que le causaron la rebeldía y la incredulidad de los hebreos, a los que, sin embargo, Dios daba constantemente tantas muestras de su poder. Pero Moisés no se desanimó sino que mantuvo su fe y siguió creciendo en autoridad ante su pueblo. Con buen motivo. Es posible que ningún hombre, aparte de Jesús, haya gozado de tanta intimidad con Dios como él, y que nadie haya llevado a cabo tantos prodigios como los que Dios hizo por intermedio suyo.

El punto culminante de la salida de Israel de Egipto es la teofanía de Dios en el monte Sinaí, en donde el Altísimo se reveló a su pueblo en toda la majestad de su poder, cuando el monte humeó y la tierra tembló (Ex 19:15-19).

Pero ¿qué ocurrió después de este acontecimiento extraordinario? Moisés sube al monte al encuentro de Dios y permanece en su presencia durante 40 días. Cuando desciende al llano se encuentra con que el pueblo, que había jurado a Dios que obedecería a todos sus mandatos y que nunca serviría a dioses ajenos, estaba adorando a un becerro de oro. Su propio hermano, Aarón, a quien él había ungido como sacerdote del Dios verdadero, era el que les había fundido la imagen ante la cual el pueblo infiel se inclinaba (Ex 32:1-8).

¡Qué día terrible para Moisés! ¿Donde habían quedado las promesas y los juramentos solemnes pronunciados por el pueblo? ¿Para contemplar esta apostasía masiva había hecho él tantos sacrificios y había arriesgado tanto? En el furor de su cólera el profeta arrojó al suelo las tablas de piedra, en las que Dios había grabado el Decálogo, y las rompió (Ex 32:19).

Pero calmada su ira y apaciguada también la cólera de Dios, Moisés siguió conduciendo a los israelitas rebeldes por donde la nube de gloria los guiaba, hasta que llegaron a la frontera de la tierra prometida. Por fin llegaban al término de su peregrinaje y estaban listos para entrar. Sólo tenían que cruzar el Jordán y pelear contra los pueblos que ocupaban la tierra. Dios les había prometido que con su ayuda los podían vencer, con que tan sólo se atrevieran y confiaran.

Pero he aquí que el pueblo elegido nuevamente le falla y atemorizado, se niega a entrar. ¡Más les habría valido -claman en su rebeldía- morir en el desierto, o permanecer en Egipto, que ir a perecer bajo la espada de los gigantes que pueblan esa tierra! Ya estaban dispuestos a apedrear a Moisés (Ex 14:1-10).

Entonces Dios pronuncia estas palabras terribles: "Les ocurrirá exactamente como han dicho; todos los que se negaron a entrar y murmuraron contra mí, morirán en el desierto como dijeron." (Nm 14:28,29)

A partir de allí empieza ese largo peregrinar errante de un lugar a otro, en el que la paciencia de Dios y la de Moisés fue tantas veces probada y en el que misericordia de Dios fue puesta tantas veces de manifiesto.

Cumplidos 40 años de peregrinaje, una nueva generación de adultos se había levantado y había sustituido a la antigua. Nuevamente el pueblo fue llevado hasta la frontera de la tierra que Dios había prometido a sus mayores. Pero Dios le dice a Moisés: Tú no entrarás con ellos a la tierra que fluye leche y miel; otro será el que los guíe y reparta a cada tribu su heredad. (Dt 3:23-28)

¡Qué desilusión para Moisés! ¡La meta por la cual él había luchado tanto se le esfumaba de las manos! Por fin había llegado al final de su camino y estaba a punto de culminar la obra que Dios le había encomendado, y Dios le dice: “Tú no, sino Josué los introducirá.”

Pero Moisés no se rebela sino se somete y suplica: “Déjame al menos contemplar la tierra ansiada de lejos.” Moisés escala el monte Nebo y llega a la cumbre donde ha de morir. Allí en la cima, Dios le muestra la tierra que Él juró a Abraham que un día sería suya (Dt 34:1-5).

¿Qué es lo que contempla Moisés de lejos? La tierra prometida con la cual él había soñado durante años y en la que no llegó a entrar, estando a sus puertas. ¿Qué es la tierra prometida para nosotros que no vivimos en aquellos tiempos? Es la salvación en Cristo. El lugar de reposo que hemos alcanzado ya en esta vida los que hemos creído en su mensaje (Hb 4:1-3), y que nos anuncia otra tierra de reposo más sublime a la que llegaremos al final de nuestro camino (Hb 4:9-11). ¡No! ¡Moisés no ha fracasado! Él cumplió la misión que el Señor le había encomendado. Cumplida su tarea, Dios se lo llevó consigo a gozar de los frutos de sus trabajos y otro hombre más joven que él tomó su lugar. Ese es el destino humano. (Nota)

Si a nosotros no nos es dado ver con nuestros propios ojos el cumplimiento de todas nuestras metas en el Señor, tengamos por seguro que Dios no las archivará ni las olvidará cuando nos hayamos ido, sino que suscitará a otros que terminen de realizar lo que nosotros hemos empezado. Ningún esfuerzo se pierde en el Señor, ninguna oración ferviente deja de ser contestada. Todos nuestros esfuerzos, todos nuestros sufrimientos, todas nuestras lágrimas son atesoradas en su redoma y todas formarán parte de la corona que Dios ha prometido a los que le son fieles.

Nota: Quizá habría que decir: “menos joven que él”, porque Josué tenía 80 años cuando sucedió a Moisés.


NB. El texto de este artículo y del siguiente del mismo título constituyeron charlas que se transmitieron por radio a finales de octubre de 1999. Se publican ahora por primera vez.

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