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martes, 20 de enero de 2015

SIMÓN BAR JONA

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
SIMÓN BAR JONA
¿Quién es este hombre a quien Jesús llama así? Él había nacido probablemente por los mismos años que Jesús, o sea entre los años cinco y diez de la era que llamamos “Antes de Cristo”, y eran posiblemente de la misma edad, o quizá Simón era un poco mayor.
Si los huesos que fueron hallados hace unas cinco décadas en un cripta antigua debajo de una iglesia en Roma son los de él, como se cree (y son varios los indicios que hacen pensar que lo sean) su talla era de 1.63 m., la misma talla del general romano Julio César. Hoy eso nos puede parecer poco, pero entonces era la estatura de una persona alta. Jesús era posiblemente más alto aun.
Él había nacido posiblemente en Betsaida, (palabra que quiere decir “casa de pesca”) en la orilla oriental del río Jordán, donde desemboca en el mar de Galilea. La pequeña ciudad estaba poblada principalmente por pescadores que ejercían su oficio en el lago. Esos pescadores eran conocidos por ser muy piadosos. No obstante se recordará que Jesús una vez dijo: “¡Ay de ti Corazín! ¡Ay de ti Betsaida! Porque si en Tiro o en Sidón se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en vosotras, tiempo ha que se hubieran arrepentido en cilicio y en ceniza.” (Mt 11:21).
Estando la ciudad en “Galilea de los gentiles”, región poblada por muchos paganos de habla griega, es muy probable que Simón hablara el griego con fluidez, además del arameo natal, que él hablaba con acento galileo (Véase Mr 14:70).
Su padre se llamaba Jonás, por lo que su nombre completo era Simón bar Jona –tal como él más adelante firmará, es decir. Simón, hijo de Jonás.
Su madre se llamaba Juana, según algunas fuentes, aunque no hay certidumbre al respecto.
No se sabe cuántos hijos tuvo la familia, pero Simón tuvo al menos un hermano, Andrés, que era menor que él, y que formó parte del grupo inicial de cuatro discípulos de Jesús.
Según la costumbre judía, sus padres casaron a Simón posiblemente antes de que cumpliera 20 años, con una muchacha del lugar que ellos habían escogido. No sabemos cómo se llamaba la muchacha, pero es sabido, por lo que dice Pablo en una de sus cartas, que más adelante ella lo acompañaría en sus primeros viajes misioneros (1Cor 9:5). Algunas tradiciones antiguas dicen que ella se llamaba Perpetua. De ser cierto, ése debe haber sido el nombre latino que ella adoptó para viajar con su marido a territorio gentil.
No se sabe si tuvieron hijos o no, ni cuántos en el primer caso.
Siendo Simón y Andrés originarios de una ciudad conocida por la piedad de sus habitantes, no debe sorprendernos que ambos se contaran entre los que acudieron a escuchar a Juan Bautista, a orillas del Jordán. Andrés, como bien sabemos, fue el que llevó a su hermano donde Jesús: El siguiente día otra vez estaba Juan, y dos de sus discípulos. Y mirando a Jesús que andaba por allí, dijo: He aquí el Cordero de Dios. Y le oyeron hablar los dos discípulos, y siguieron á Jesús. Y volviéndose Jesús, y viendo que le seguían les dijo: ¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabbí (que traducido es, Maestro) ¿dónde moras? Les dijo: Venid y ved. Fueron, y vieron donde moraba, y se quedaron con Él aquel día; porque era como la hora décima. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan, y habían seguido a Jesús. Éste halló primero a su hermano Simón, y le dijo: Hemos hallado al Mesías (que traducido es, el Cristo). Y le trajo a Jesús. Y mirándole Jesús, dijo: Tú eres Simón, hijo de Jonás; tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro). (Jn 1:35-42).
Andrés fue uno de los discípulos de Juan Bautista que siguieron a Jesús en este episodio. ¿Quién fue el otro? No se le nombra, pero podemos pensar que fue Juan, el autor del evangelio.
“Cefas” es la transliteración al griego de la palabra aramea “Kéfa”, que quiere decir roca, o piedra. “Pétros” es la traducción al griego de esa palabra.
Como podemos ver en sus epístolas, Pablo llama con frecuencia a Simón Cefas (Gal 2:9; 1Cor 1:12; 9:5; 15:5), sin perjuicio de que otras veces lo llame Pedro, incluso en el mismo pasaje de la misma epístola (p. ej. en Gal 1:18; 2:8, 11, 14).
En el episodio que hemos narrado del evangelio de Juan, vemos que Andrés y su compañero le dicen a Jesús: Rabí, es decir mi Maestro. Se lo dicen como marca de respeto, aunque Jesús no había sido ordenado como rabino, porque veían que en Él había una autoridad especial. Lo mismo ocurrirá con Nicodemo cuando va a buscar a Jesús de noche. Le dice Rabí, aunque él sabía muy bien que Jesús no había sido ordenado, porque reconoce que Él había venido como maestro de parte de Dios, ya que nadie podría hacer los milagros que Jesús hacía si Dios no estaba con Él (Jn 3:1,2).
Cuando Jesús se da cuenta de que lo están siguiendo Él se voltea y les pregunta: ¿Qué queréis?, a pesar de que sabía bien qué es lo que querían, esto es, estar con Él, conocerlo. Pero ellos no le dicen: “Queremos conocerte”. Sería muy brusco, mal educado, sino le preguntan, quizá no muy seguros de recibir una respuesta favorable: “¿Dónde vives?” Y Jesús les contesta: “Venid y veréis”, accediendo a su deseo. El tiempo que pasaron con Él esa tarde (serían como las 4) bastó para que se convencieran de que Jesús era el Ungido esperado por su pueblo. Por eso Andrés no estuvo quieto hasta que encontró a su hermano Simón, y le dijo, seguramente muy excitado: “¡Hemos encontrado al Mesías!”
En ese episodio Jesús le anuncia a Simón que su nombre será cambiado por el de Cefas, es decir, roca o piedra. A ningún otro de sus discípulos Jesús le cambia el nombre. Sólo a Juan y a Jacobo Jesús los llamó una vez Bonaerges, es decir, hijos del trueno. Pero fue como un apodo (Mr 3:17). Simón, en cambio, recibirá un nuevo nombre, por el que será conocido en la historia. ¿Qué quiere decir esto?
Hagamos un poco de historia. Dios llamó a Abram en el cap. 12 del Génesis, diciéndole que abandonara la tierra donde él vivía, y su parentela, y que se fuera a la tierra que Él le mostraría, prometiéndole que haría de él una nación grande, aunque Abram no tenía descendencia porque su mujer era estéril. Llegado allí Dios le prometió que daría esa tierra a su descendencia.
Más adelante Dios le promete a Abram que tendrá un hijo y que su descendencia será tan numerosa como las estrellas del cielo. “Y creyó Abram a Jehová y le fue contado por justicia” (Gn 15:6; Rm 4:3; Gal 3:6; St 2:23), porque creyó en algo humanamente imposible.
Cuando Abram tenía ya 99 años y su mujer no había tenido el hijo prometido, Dios le cambia el nombre de Abram por el de Abraham, “porque te he puesto por padre de muchedumbre de gentes”. (Gn 17:5). Entonces le reitera el pacto que ya había celebrado con él, y le da la circuncisión como señal de ese pacto. El cambio de nombre de Abram es la señal de la misión que Él le encomendaba, que incluía no sólo que su descendencia sería tan numerosa como las arenas del mar y las estrellas del cielo, sino que en su simiente serían benditas todas las naciones de la tierra (Gn 22:18). ¿Quién es esa simiente? Jesús de Nazaret, el Salvador de todos los hombres que crean en Él (Gal 3:16). Vemos pues, resumiendo, que la misión de Abraham consistió en ser el origen del pueblo del cual nacería el Redentor de los seres humanos.
El cambio de nombre para Simón significaba que Jesús le encomendaría una misión que no confiaría a ninguno de los otros apóstoles: Ser la roca sobre la que edificaría su iglesia (Mt 16:18), esto es, ser el líder que conduciría los primeros pasos de la naciente iglesia, ser el pastor que apacentaría a sus ovejas (Jn 21:15-17) y quien, llegado el momento, según le encomendó Jesús, confirmaría en la fe a sus hermanos (Lc 22:32)..
Después de haber sanado a un endemoniado en la sinagoga de Cafarnaum (palabra que quiere decir “aldea de Nahum”) donde había estado predicando, Jesús fue a la casa de Simón y halló que su suegra estaba enferma con fiebre alta. Entonces reprendió a la fiebre y la sanó. La mujer se levantó inmediatamente y los atendió (Mr 1:29-31)
Esa casa del apóstol (que posiblemente pertenecía a su suegra) se convirtió en la base de operaciones de Jesús cuando estaba en Galilea. Cuando los evangelios dicen que Jesús estaba o entraba “en casa” se refieren a esa casa (Mt 17:25).
Fue en esa casa, por ejemplo, donde Jesús sanó al paralítico que fue descolgado por el techo, porque estaba llena de tanta gente que escuchaba a Jesús, que no podían entrar por la puerta (Mr 2:1-12). Podemos imaginar que la mujer y la suegra de Pedro no estarían muy contentas de que movieran las tejas del techo para hacer un espacio por donde bajar al paralítico.
Como era allí donde mucha gente venía a buscar a Jesús, podemos pensar que ambas mujeres tuvieron seguramente que hacer grandes esfuerzos para atender a todos los que venían.
Todo parece indicar que Pedro y Andrés no se convirtieron inmediatamente en compañeros constantes de Jesús, porque en Lucas vemos que ambos estaban lavando sus redes cuando Jesús vino a las orillas del lago y, en vista de la muchedumbre que se había agolpado, subiendo a la barca de Pedro, le pidió a éste que la apartara un poco de la orilla y se puso a enseñar a la gente que le escuchaba ávida de sus palabras (Lc 5:2,3). En ese momento –como dice un autor reciente- la barca de Pedro se convirtió en la cátedra de Jesús. (Nota)
Cuando terminó de hablar le dijo a Pedro que bogue mar adentro para echar sus redes. Pero Pedro le contestó que habían estado toda la noche pescando sin resultado; sin embargo, porque tú lo dices lo haremos (Lc 5:4,5).
Entonces pescaron tal cantidad de peces que sus redes se rompían, al punto que tuvieron que llamar a sus compañeros Juan y Jacobo, hijos de Zebedeo, que estaban en la otra barca, para que los ayudaran. Y llenaron ambas barcas con tanto pescado que se hundían por el peso (v. 6,7).
Siendo un pescador experimentado, Pedro sabía muy bien que era algo sobrenatural que hubiera tantos peces donde pocas horas antes no había habido ninguno, por lo que cayó a los pies de Jesús diciendo: “Apártate de mí Señor, que soy un pecador.” (v. 8). Pedro, siendo como era sumamente piadoso, se dio cuenta de que estaba frente a un ser de una naturaleza superior.
Jesús le contestó: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres.” (Lc 5:10). (En Mt 4:19 Jesús le dice eso a Pedro y Andrés). E inmediatamente le siguieron. A partir de entonces se convirtieron en sus compañeros constantes, como lo hicieron también Juan y Jacobo, así como Felipe y Natanael (Bartolomé).
¿Qué es un pescador de hombres? Alguien que los captura con el anzuelo de la palabra, y los trae al reino de los cielos, a los pies del patrón de la barca, que es Jesús. En verdad, todos nosotros debemos ser pescadores de hombres si hemos de cumplir el mandato de Jesús: “Id y haced discípulos en todas las naciones.” (Mt 28:19).
Es conocido el episodio después de la primera multiplicación de los panes, en que Jesús “hizo a sus discípulos entrar en la barca e ir delante de él a la otra ribera, entre tanto que él despedía a la multitud.” (Mt 14:22)
Estaban en medio del lago cuando de repente vieron a un hombre que venía hacia ellos caminando sobre el agua. ¿Alguien ha vista jamás a un hombre caminando con los pies desnudos sobre el agua como si fuera tierra firme? Es natural que se asustaran y que comenzaran a gritar: ¡Un fantasma!
Jesús tuvo que tranquilizarlos diciéndoles: Soy yo, no tengan miedo.
¿Quién fue el que entonces se atrevió a pedirle a Jesús, que si era Él realmente  mandara que él vaya caminando hacia Él sobre el mar? No podía ser otro sino el impetuoso y osado Pedro: “Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas. Y Él dijo: Ven. Y descendiendo Pedro de la barca, andaba sobre las aguas para ir a Jesús. Pero al ver el fuerte viento, tuvo miedo; y comenzando a hundirse, dio voces, diciendo: ¡Señor, sálvame! Al momento Jesús, extendiendo la mano, asió de él, y le dijo: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste? Y cuando ellos subieron en la barca, se calmó el viento. Entonces los que estaban en la barca vinieron y le adoraron, diciendo: Verdaderamente eres Hijo de Dios.” (Mt 14:28-33)
Pedro, osado como era, no dudó en pedirle a Jesús que les probara que era Él quien
caminaba sobre el mar, mandando que él pudiera también hacerlo. Y Jesús accedió a su pedido. Pero cuando Pedro se vio en medio de las olas y sintió las ráfagas del viento que azotaban su rostro, tuvo miedo y dudó del poder de Jesús. Al instante empezó a hundirse. ¡Cuántas veces nosotros en medio de las tempestades de la vida que amenazan hundirnos, en lugar de confiar en el Dios que nunca defrauda, empezamos a dudar de que su mano nos sostendrá sin falla! No podemos culpar a Pedro de haber dudado cuando nosotros hacemos lo mismo y merecemos que Jesús nos diga: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudas de mi poder y de mi fidelidad?
En efecto, si Jesús está en nuestra barca, es decir, si su espíritu vive en nosotros, nuestra barca no se puede hundir por mucho que arrecien el viento y las olas.
En el Evangelio de Juan leemos que después de haber hablado Jesús acerca del pan de vida, y de su carne como verdadera comida, y de su sangre como verdadera bebida, algunos de los que le seguían empezaron a murmurar y a decir: “Dura es esta palabra; ¿quién la puede oir?” (Jn 6:60). Desde entonces muchos de sus discípulos se apartaron de Él. Jesús les preguntó a los doce: ¿También vosotros queréis iros? Pedro fue rápido en contestar por sí mismo y por los demás: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.” (Jn 6:68).
¿A quién iremos nosotros si abandonamos a Jesús? En verdad, hay muchos que se dicen maestros en el mundo, y que divulgan sus enseñanzas y atraen a discípulos, gente que se halla desorientada en la vida. Pero nadie tiene palabras como las de Jesús porque sus palabras proceden del cielo y son por eso, en verdad, vida.
Era costumbre entonces que los rabinos tuvieran discípulos que los seguían y con los cuales vivían en comunidad. No sólo recibían instrucción de su maestro, sino que proveían a su manutención, porque los rabinos estaban prohibidos de recibir dinero en pago de su enseñanza.
En eso Jesús no era muy diferente de los rabinos de su época, aunque Él no sólo enseñaba en las sinagogas como ellos, sino también en el campo, en las calles y plazas, en las casas, y desde las cubiertas de las barcas, esto es, dondequiera que estuviese.
A diferencia de los rabinos, que eran buscados por los jóvenes que querían ser sus discípulos, fue Jesús quien escogió a los doce (“y llamó a los que Él quiso, y vinieron a Él”, Mr 3:13), y después a los setenta (Lc 10:1). No fueron ellos los que lo escogieron como maestro, aunque sabemos que había muchos que querían seguirlo, sino fue Él quien los eligió. Te eligió también a ti.
Tampoco alentó Jesús a sus discípulos a que se graduaran como rabinos, como hacían los rabinos del judaísmo, para que llegaran a ser maestros como ellos, según era la práctica común. Porque ¿cómo podían los discípulos de Jesús llegar a ser como Él? Al contrario, Él les advirtió que no pretendieran que se les llamara “maestro·”, que es lo que rabino quiere decir (Mt 23:8). En verdad, Él los estaba preparando para que dieran su vida por el Evangelio (Mt 5:10-12), como en efecto ocurrió.
Tampoco estaban sus discípulos ligados a la ley de Moisés como los discípulos de los rabinos, sino estaban ligados a la enseñanza que Él les daba, que era una Ley nueva.
Era costumbre de los rabinos tener cinco discípulos. Cuando Jesús elevó su número a doce, que es el de las tribus de Israel, así como el de los meses del año, estaba señalando que su misión era algo muy diferente a la de los maestros conocidos.
Algunos se preguntan: ¿Por qué escogió Jesús como discípulos a pescadores ignorantes y no a personas de un mayor rango social y más instruidos? Eso le hubiera dado prestigio ante la sociedad. Pero lo que Él buscaba era hombres piadosos que no estuvieran orgullosos de sus conocimientos, y que fueran, por tanto, enseñables y moldeables. Eso es lo que hoy día, y a través de todos los tiempos, Jesús ha buscado de los que quieren ser discípulos suyos: Que sean humildes, moldeables, enseñables, para que puedan parecerse a Él, que era manso y humilde de corazón.
Nota: Las barcas que usaban los pescadores del lago de Genesaret tenían poco más de 8 metros de largo y 2 metros de ancho, y llevaban 7 u 8 tripulantes.
NB. Esta enseñanza fue dada hace poco en el Ministerio de la Edad de Oro. Para escribirla me he apoyado sobre todo en el excelente libro de C. Bernard Ruffin, “The Twelve”.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, yo te invito a arrepentirte de tus pecados y a pedirle perdón a Dios por ellos, haciendo la siguiente oración:
“Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
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viernes, 20 de julio de 2012

JOSUÉ, SIERVO DE MOISÉS I


Por José Belaunde M.
JOSUÉ, SIERVO DE MOISÉS I

Josué es uno de los personajes más interesantes y populares de la Biblia. Un libro del Antiguo Testamento está enteramente dedicado a él. Pero en los libros anteriores del Pentateuco, en Éxodo, Números y Deuteronomio, se habla bastante de él, antes de que él se convirtiera en el líder de su pueblo y sólo era el siervo y ayudante de Moisés.

Esa fue una etapa muy importante del que sería después líder y general de su pueblo, del que iba a comandar las huestes de Israel para conquistar la tierra prometida, porque para saber mandar es necesario primero saber obedecer. Y eso fue lo que hizo Josué durante los largos años de su servicio a las órdenes de Moisés.

Vamos a examinar cinco episodios de esa etapa de la vida de Josué para ver qué enseñanzas ellas nos ofrecen.

Sabemos que apenas los israelitas cruzaron el Mar Rojo, y después de que bebieran el agua de Mara, ante la queja del pueblo de que se iban a morir de hambre en el desierto, Dios le dijo a Moisés que iba a hacer llover diariamente pan del cielo (Ex 16:4). Y le dio instrucciones para que cuando cayera en la mañana, el pueblo sólo recogiera lo que iban a comer en el día, y que no guardaran para el día siguiente, salvo la víspera del día de reposo, el sábado, en que deberían recoger el doble, porque ese día no caería. (Nota 1)

Estas instrucciones tienen una valiosa enseñanza para nosotros porque nos muestran cómo Dios cuida de su pueblo, y cómo nosotros debemos confiar en que la provisión diaria de Dios nunca nos va a faltar.

En la mañana siguiente descendió rocío sobre el campamento y cuando cesó había una cosa redonda, menuda, como escarcha en el suelo (Ex 16:14). El pueblo al verlo se preguntaban unos a otros: “¿Maná?, que en hebreo quiere decir: ¿Qué es esto? Porque no sabían lo que era. Y Moisés les contestó: Este es el pan que Dios os envía para comer.” (v. 15). Su aspecto era como semillas de culantro “y su sabor como de hojuelas de miel.” (v. 31).

Durante cuarenta años el pueblo comió el maná “hasta que llegaron a los límites de la tierra de Canaán.” (v. 35) ¡Cuántas veces Dios, en respuesta a nuestro clamor, nos sorprende con cosas y sucesos inesperados que en nuestra inteligencia humana no podíamos imaginar ni prever, y que son mucho mejor de lo que deseábamos!

A) El pueblo de Israel siempre fue muy quejoso. En este episodio de su peregrinar se nos dice que el pueblo, junto con la multitud de egipcios que lo acompañaba (Ex 12:38), empezó a quejarse porque no comían carne ni pescado y extrañaban la carne que comían en Egipto. (Nm 11:4-6; cf Sal 78:17-19).También extrañaban “los pepinos, los melones, los poros, las cebollas y los ajos.” (v. 5)

Están hartos del maná (v. 6) y hasta se ponen a llorar (v. 10). El maná era comida preparada en la cocina del cielo, traída por delivery celestial. Antes lo admiraban, ahora lo desprecian. El maná los libraba de la maldición de comer el pan con el sudor de su frente (Gn 3:19), y ¡todavía se quejan! Así somos nosotros los hombres. Cuando tenemos cosas buenas que nos da Dios, nos aburrimos y deseamos otras cosas. Somos caprichosos y majaderos. Preferimos las cosas de la tierra a las cosas del cielo. ¿Extrañaremos en el cielo las cosas de la tierra?

Enseguida es Moisés quien se queja de la carga que Dios le ha impuesto. ¿Acaso he concebido yo a este pueblo y los he llevado en el vientre para que tenga que ocuparme de ellos? “¿De dónde conseguiré yo carne para dar a este pueblo?” Ya no puedo soportarlos. Prefiero, Señor. que me quites la vida “si he hallado gracia en tus ojos.” (Nm 11:11-15)

¿No nos ha pasado eso a nosotros alguna vez? ¿Que ya no soportamos las responsabilidades que Dios nos ha encargado? Es concebible que a causa de nuestra debilidad humana, eso nos suceda como si dudásemos de la eficacia de la gracia de Dios.

Entonces Dios le dice a Moisés que escoja setenta varones que compartan con él la carga. (2) Tú no puedes llevarla solo.

Dios le dijo a Moisés que una vez que hubiera escogido a los setenta varones, tomaría del espíritu que había en él y lo pondría en ellos, “para que lleven contigo la carga del pueblo y no la lleves tu solo.” Notemos: Cuando Dios pone una responsabilidad sobre algunos, los capacita para que puedan desempeñarla bien. (v. 16,17). Pero no hemos de pensar que por el hecho de que Dios tomara del espíritu que había en Moisés para ponerlo en otros, los dones y las cualidades de su liderazgo fueran de alguna manera disminuidas. (3)

Ante la queja del pueblo, Dios, justamente ofendido, le dice a Moisés que le va a dar de comer carne al pueblo no sólo un día, o dos días, ni sólo cinco, o diez, o veinte días, sino durante un mes entero, hasta que se harten de ella y se les salga por las narices y la aborrezcan. (v. 18-20).
Moisés se asombra. El pueblo suma seiscientos mil hombres, sin contar mujeres y niños. En total quizá unos dos millones de personas. ¿De dónde vas a sacar carne para alimentar a esta multitud durante treinta días? Moisés duda del poder de Dios. Él estaba seguramente pensando en ganado para que comiera tanta gente, pero no contaba con la astucia de Dios que estaba pensando en otra cosa (v. 21,22). (4)

Dios le contesta a Moisés: “¿Acaso se ha acortado la mano del Señor? Ahora verás si se cumple mi palabra, o no.” (v. 23). ¿Yo no seré capaz de hacer lo que me he propuesto?  ¿Qué clase de fe es la tuya? ¿No has visto todos los prodigios que he hecho durante este tiempo? ¿No crees que puedo hacer cosas mayores todavía?

Siguiendo la orden de Dios, Moisés hizo reunir a los setenta varones alrededor del tabernáculo. “Entonces el Señor descendió en una nube, y le habló; y tomó del espíritu que estaba en él y lo puso en los setenta varones ancianos; y cuando posó sobre ellos el espíritu, profetizaron y no cesaron.” (v. 24,25). ¡Oh, como quisiéramos que Dios pusiera sobre nosotros algo del espíritu que había en Moisés, y que nosotros empezáramos a profetizar también!

Notemos: Moisés desempeñó el papel de profeta y conductor del pueblo no por él mismo, sino gracias al espíritu que Dios había puesto en él.

Cuando todos ya habían dejado de profetizar, dos de los varones escogidos por Moisés, Eldad y Modad, que por algún motivo que ignoramos se habían quedado en el campamento y no habían ido al tabernáculo, seguían profetizando. Cuando Josué se entera se inquieta y le dice a Moisés que lo impida.

Moisés contesta: “¿Tienes celos por mí? Ojalá todo el pueblo profetizara.” (v. 26-29).
Josué amaba mucho a Moisés y por eso era celoso de su posición única ante el pueblo. Pero Moisés no era celoso de su posición. No le importaba que otros profetizaran si Dios lo quería.
Nosotros, como seres humanos, nos fijamos mucho en la posición que ocupamos en el mundo; queremos ser, si es posible, siempre el primero, pero Moisés no le daba importancia a eso. Él pensaba sobre todo en lo que convenía al pueblo.

Entonces, dice la Biblia, sopló un viento fuerte que trajo una nube de codornices sobre el campamento, tantas que se extendían a gran distancia alrededor y se apiñaban hasta un metro de altura, y el pueblo recogió todo lo que quiso, el que menos hasta diez montones. (v. 31,32). Ahí tenían suficiente carne para comer durante mucho tiempo.

Pero sigue diciendo la Biblia: “Aún estaba la carne entre los dientes de ellos…cuando la ira del Señor se encendió en el pueblo, y lo hirió con una plaga muy grande,” en la que murieron muchos de ellos (v. 33).

Nunca nos quejemos de Dios, porque Él siempre nos manda lo que nos conviene. Nunca murmuremos contra Él sino, al contrario, démosle siempre las gracias por todo lo que ocurre, que siempre es lo mejor para nosotros, aunque no lo entendamos.

B) El segundo episodio, que narra Ex 17:8-16, ocurrió después de que el pueblo fuera alimentado con maná y codornices. Los amalecitas –una tribu de beduinos feroces, descendientes de Esaú- atacaron sin motivo alguno a los israelitas por la retaguardia (5) en Refidim, y Josué , siguiendo las órdenes de Moisés, se puso al frente del pueblo para pelear contra ellos, mientras Moisés, acompañado por Aarón y Hur, subía a la cumbre de un cerro cercano a orar para que Dios les concediera la victoria. (6)

Y he aquí que los hebreos vencían cuando Moisés levantaba las manos en oración, pero eran derrotados cuando Moisés, cansado, las bajaba dejando de orar.

Entonces Aarón y Hur, al darse cuenta de lo que sucedía, hicieron que Moisés se sentara en una piedra cercana mientras ellos le sostenían las manos para que siguiera orando hasta que Josué derrotó a Amalec “a filo de espada.” (v. 13)

Enseñanza: Las victorias se obtienen como fruto de la perseverancia en la oración. Tenemos que orar sin desmayar hasta que Dios nos otorgue la victoria. Si dejamos de orar le damos ventaja al enemigo.

Obtenida la victoria Dios le ordena a Moisés que ponga por escrito lo ocurrido “para memoria”. Es decir, para que el pueblo recuerde lo que ocurrió en esa ocasión. Le dice además que le diga a Josué que Él borrará a los amalecitas.(v. 14). (7).

Notemos: En esa ocasión Josué se convierte en el confidente de las cosas que Dios se propone hacer, cosas que hasta entonces sólo Moisés conocía. De esa manera Dios lo va preparando para el papel que asumiría después.

 “Y Moisés edificó un altar y llamó su nombre: Jehová-nisi.” Esto es, “Jehová es mi estandarte”, (v. 15) como diciendo, es Dios quien nos llevó a la victoria.

Aunque figura en otro lugar (Nm 13:16), fue posiblemente en esta ocasión, pues parece ser la más apropiada, cuando Moisés le cambió a su ayudante el nombre de Oseas –que quiere decir “salvación”- que tenía antes por el de Josué, que quiere decir “Dios Salva”, del cual deriva el nombre de Jesús.

Notas: 1. Se recordará que en el Evangelio de Juan, Jesús dice: “Este es el pan que descendió del cielo (hablando de su carne y de su sangre); no como vuestros padres comieron el maná, y murieron; el que coma de este pan vivirá eternamente.” (Jn 6:58). El maná que alimentó al pueblo hebreo en el desierto es figura del cuerpo y de la sangre de Cristo que es alimento de vida para todo el que cree.
2. Setenta varones fueron los israelitas que entraron en Egipto con Jacob (Gn 46:27). Setenta fueron los discípulos que conformaban el segundo grupo de seguidores que Jesús había escogido.
3. Algunos escritores judíos ven en este grupo de setenta varones el origen remoto del Sanedrín.
4. Debe tenerse en cuenta que los israelitas al salir de Egipto llevaron consigo una gran cantidad de ganado (Ex 12:38) que era usado para los sacrificios del tabernáculo. Pero si se hubiera matado ese ganado para dar de comer al pueblo, se hubiera acabado muy rápidamente.
5. Es lo que se deduce de Dt 25:17,18.
6. Hur era un hombre piadoso prominente, ligado a Moisés, porque, según el historiador Josefo, era esposo de su hermana Miriam. En Ex 24:14, cuando Moisés está por subir al Sinaí junto con Josué para encontrarse con Dios, él deja a Aarón y a Hur encargados de los asuntos judiciales que pudieran presentarse durante su ausencia.
7. Véase Nm 24:20 cuando el profeta Balaam maldice a los amalecitas, y donde se dice que Amalec es “cabeza de naciones”. El sentido parece ser que ellos fueron la primera nación que atacó a Israel. Los amalecitas figuran en varios lugares de la historia como enemigos implacables de Israel. Su decadencia empezó cuando Dios le ordenó a Saúl, por boca de Samuel, que los aniquilara (1Sm 15:2,3). David combatió contra ellos (1Sm 30:1-20). En tiempos del rey Ezequías ya quedaban muy pocos (1Cro 4:43).

NB. El presente artículo y el siguiente están basados en una charla dada recientemente en el ministerio de “La Edad de Oro”.

INVOCACIÓN: Quisiera hacer un llamado a todas las iglesias y a todos los creyentes para que reaviven su intercesión por nuestra nación, a fin de que impere la paz en todos los ámbitos de nuestra sociedad. Sabemos que “no tenemos lucha contra sangre ni carne…sino contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes.” (Ef 6:12). Es contra ellas –no contra individuos- que debemos levantarnos pidiendo al mismo tiempo que Dios otorgue sabiduría de lo alto a nuestros gobernantes para enfrentar los grandes retos de la hora presente.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y a entregarle tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#735 (15.07.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

jueves, 30 de septiembre de 2010

NEHEMÍAS, HOMBRE DE FE Y ACCIÓN

Por José Belaunde M.
El presente artículo fue publicado en enero de 2002 en una edición limitada. Dado el gran interés que presenta este personaje, se pone nuevamente a disposición de los lectores, revisado y ampliado.

El primer capítulo del libro de Nehemías contiene en cápsula toda una enseñanza acerca de cómo debe obrar el creyente frente a los retos del mundo en el que vive.
Nehemías era un hombre a quien Dios había colocado en una situación eminente en la corte del emperador persa. Lo había colocado allí con un propósito. No para que él se gloriara en su encumbramiento, sino para que le sirviese. Nehemías debe haber llegado en algún momento de su carrera a la conciencia de que él desempeñaba un papel en los planes de Dios para su pueblo.

Los hombres que llegan a tener una posición encumbrada en el mundo, o en la iglesia, no son concientes de que la situación privilegiada de que gozan es algo que Dios les ha dado, no para sí mismos, para usarlo en su propio beneficio, o para explotar al prójimo, sino para ponerlo a disposición de los propósitos de Dios (Nota 1).

Esas posiciones son como los talentos que el personaje de la parábola dio a sus siervos para que negociaran con ellos para beneficio de su señor (Mt 25:14-30). Pero por lo común las personas importantes negocian con los talentos para su propio beneficio, para enriquecerse, para la lujuria del poder, para su propia gloria. Algún día Dios les pedirá severa cuenta del uso que hicieron de esos talentos, porque "a quien mucho se da mucho se demanda" (Lc 12:48. Véase también toda la parábola, v. 41-49). El castigo de los que los usaron para sí será peor que el que recibió el mal siervo que enterró su talento (2).

Veamos qué hace Nehemías en este capítulo:

1. Él escucha: “Y me dijeron: El remanente, los que quedaron de la cautividad, están en gran mal y afrenta, y el muro de Jerusalén derribado, y sus puertas quemadas al fuego.” (Vers. 3). El hecho de ser un dignatario de uno de los más grandes imperios de la tierra no lo movió a renegar de su origen. Puesto que él había sido admitido a formar parte de la elite gobernante, quizá le hubiera convenido desvincularse y desentenderse de ese pueblo conquistado y humillado que era el judío. Quizá no le convenía recibir en su palacio a esos hombres que vendrían posiblemente andrajosos, o por lo menos pobremente vestidos, y cansados por el largo viaje. Su mal aspecto quizá lo avergonzaría. Podría haber permanecido indiferente y sordo al dolor y frustración de los viajeros, como suelen hacer las personas que gozan de todo en la vida. Pero él los recibe de buena gana porque se solidariza con ellos y desea ansiosamente tener noticias acerca de los que quedaron en su tierra y de cómo está la ciudad santa, Jerusalén (vers. 2)

El vers. 3 resume en pocas palabras el relato seguramente largo que le hicieron los viajeros, y que debe haber sido minucioso y lleno de detalles conmovedores sobre la desolación y humillación que había sobrevenido a Israel.

2. Él siente una carga: “Cuando oí estas palabras me senté y lloré, e hice duelo por algunos días, y ayuné y oré delante del Señor de los cielos.” (vers. 4). Al oír su narración él podría haberse encogido de hombros y haber contestado por cortesía: 'Sí pues, qué triste es lo que me cuentan. ¡Qué le vamos a hacer! No podemos hacer nada contra la fatalidad. Hay que resignarse', como suele ser la manera como a veces manifestamos en el fondo nuestra indiferencia frente al dolor ajeno, disfrazándola de compasión.

Después de todo a él no le afectaba en nada materialmente lo que ocurría en Jerusalén. Él gozaba del favor del soberano y tenía una posición sólida. Nada de lo que sucediera a cientos de kilómetros de distancia podría influír negativamente en lo más mínimo en su situación. Él era un súbdito del imperio persa; un descendiente de inmigrantes ya perfectamente adaptado a su nueva patria. Posiblemente tanto él como su padre habrían nacido en el exilio.

Pero él se conmueve hasta lo más profundo de sus entrañas, hace duelo y llora sentado en el suelo. Antes que persa él se sentía miembro del pueblo elegido, así como nosotros antes que ciudadanos de tal o cual país, somos ciudadanos del reino de los cielos.
(3)

3. No contento con llorar y hacer duelo él intercede por su pueblo: “Y dije: Jehová, Dios de los cielos, fuerte, grande y temible, que guarda el pacto y la misericordia a los que le aman y guardan sus mandamientos; esté ahora atento tu oído y abiertos tus ojos para oír la oración de tu siervo, que ahora delante de ti día y noche, por los hijos de Israel, tus siervos;” (vers. 5, 6a). Al ponerse a orar él empieza a llevar a cabo (quizá todavía inconcientemente) el propósito por el cual Dios lo ha puesto en ese lugar encumbrado. Todo propósito de Dios que se realiza a través de sus siervos comienza por la intercesión. Cuando Nehemías empezó a orar él no era seguramente todavía conciente de los planes de Dios, pero a medida que oraba Dios se los fue revelando. Orando nos comunicamos con Él y abrimos nuestros oídos para escuchar su voz.

4. Él confiesa los pecados de su pueblo: “Y confieso los pecados de los hijos de Israel que hemos cometido contra ti; sí, yo y la casa de mi padre hemos pecado. En extremo nos hemos corrompido. contra ti, y no hemos guardado los estatutos, mandamientos y preceptos que diste a Moisés tu siervo.” ( vers. 6b,7). Él reconoce que las desgracias que sobrevinieron a Israel no eran consecuencias de un descuido de Dios, o manifestación de su crueldad, sino que eran consecuencia inevitable, anticipada por Dios, de los pecados cometidos por su pueblo y de su endurecimiento frente a las muchas advertencias que Dios les había hecho por boca de sus profetas, en especial de Jeremías. Él no trata de excusar a su pueblo ni a su propio linaje.

5. Él le recuerda a Dios las promesas que hizo a Moisés y a sus otros siervos, de que si bien Él no dejaría de castigarlos si le eran infieles (Lv 21:33), si se arrepentían y se volvían a Él, humillándose, Él los recogería de donde quiera que estuviesen y los restauraría en su tierra (Dt 30:1-5). “Acuérdate ahora de la palabra que diste a Moisés tu siervo, diciendo: Si vosotros pecareis, yo os dispersaré por los pueblos; pero si os volviereis a mí, y guardareis mis mandamientos, y los pusiereis por obra, aunque vuestra dispersión fuere hasta el extremo de los cielos, de allí os recogeré, y os traeré al ugar que escogí para hacer habitar allí mi nombre.” (v. 8,9).

En el vers. 10 Nehemías le recuerda también a Dios que este es el pueblo que Él sacó con mano poderosa de Egipto para realizar con ellos su plan de redención. Es como si le dijera a Dios: 'No porque te hayamos fallado tú vas a dejar tus proyectos de lado. Tú eres demasiado grande para eso'.

6. Él concibe un plan. Las palabras: "concede ahora buen éxito a tu pueblo..." del vers. 11 nos dan a entender que, a medida que Nehemías oraba, Dios le fue mostrando qué es lo que Él quería que hiciera: reconstruir los muros de Jerusalén. La última frase nos da la clave de la misión específica de Nehemías: "Porque yo servía de copero al rey". Es decir, como él era uno de los funcionarios más cercanos al soberano y gozaba de su confianza, estaba en posición de poder hablarle sin intermediarios y obtener de él el apoyo necesario para llevar a cabo los proyectos de Dios (4).

Dios nos bendice de muchas maneras a lo largo de nuestras vidas, pero no lo hace solamente porque nos ama y para nuestro solo bien. Lo hace porque Él desea que usemos sus beneficios para sus propósitos y para el bien de su pueblo.

7. Por último Nehemías ora por el éxito del plan que ha concebido escuchando la voz de Dios. (Vers. 11). Nehemías es un hombre de acción. Él se propone poner su plan por obra de inmediato y le pide a a Dios que lo ayude. No se atarda, no le pide a Dios una señal que se lo confirme. Dios ha hablado y él se apresta a obedecer de inmediato. Pero no emprende el proyecto confiando en sus propias fuerzas sino en la ayuda que Dios no dejará de darle.

Notemos que el texto no dice que Dios le hubiera hablado con palabras audibles, como hablaba a los profetas. Él sintió posiblemente un mover en su corazón, un deseo de hacer algo por Jerusalén, junto con la convicción de que ese deseo venía de Dios, tal como nos suele hablar a la mayoría. Y enseguida él mismo ideó un plan para llevar a cabo ese proyecto de acuerdo a los medios que el Señor había puesto en sus manos.

¡Cuántos planes de Dios se han frustrado porque nosotros hemos sido remolones en llevar a cabo sus proyectos o porque hemos dudado de que era Él quien los inspiraba! Si Nehemías se hubiera quedado rumiando los pros y los contras del plan que había concebido no habría en la Biblia un libro que llevara su nombre.
La ocasión habría pasado y Dios hubiera tenido que buscarse otro hombre para llevar a cabo su proyecto. ¡Cuántas veces habrá ocurrido eso en la historia! Quizá nosotros mismos alguna vez, por falta de fe o de decisión, no hemos hecho lo que Dios quería, le hemos fallado, y Él ha tenido que buscarse a otro más obediente que cumpla sus planes.

Notemos también que Nehemías era conciente de que él no era el único que oraba por Jerusalén. Él sabe que otros oran también y que él cuenta con su apoyo. Él no se cree el centro de la acción o el único. Sabe que Dios obra a través de unos y de otros, y nosotros las más de las veces no estamos ni enterados de todo lo que Dios pone en movimiento.

Veamos también algo de lo que hace Nehemías en el siguiente capítulo: Tan pronto como se presenta una ocasión favorable para que él pueda manifestar al rey sus preocupaciones (5), Nehemías, hace una rápida oración antes de hablar,para que Dios le inspire (2:4). Ese debería ser nuestro proceder cada vez que enfrentamos situaciones inesperadas, o comprometidas, de mucha responsabilidad, en que debamos decir algo: pedirle a Dios que ponga sus palabras en nuestra boca.

Entonces Nehemías le presenta al rey su petición en detalle (2:5-8). El plan que él propone estipula un tiempo estimado para su culminación. Cuando vamos a llevar a cabo algún plan u obra cualquiera es bueno que nos fijemos una fecha límite para cumplirlo.

A continuación Nehemías anota que el rey le concedió lo que le pedía "porque la mano bondadosa de Dios estaba sobre mí". En todo lo que nosotros hagamos cuidemos de que la mano de Dios esté sobre nuestros proyectos y nuestras obras. Si lo está, el éxito está asegurado. Pero ¿cómo asegurarnos de que su mano está con nosotros? Consagrándole nuestras vidas y buscando hacer en todo su voluntad.

Cuando Nehemías llegó a Jerusalén con la compañía de hombres que el rey había puesto a su disposición, dejó pasar tres días antes de emprender nada (seguramente informándose y evaluando la situación). Y añade que no informó a nadie de lo que Dios había puesto en su corazón hacer por Jerusalén (v. 12). Los propósitos de Dios no deben ser confiados a nadie a quien no sea indispensable hablar, hasta que llegue el momento de ponerlos por obra.

Salió de noche a inspeccionar la ciudad para que sus movimientos no fueran conocidos, y sólo cuando tuvo una idea cabal de lo que se debía hacer concretamente, le habló a la gente (v. 17). Las ideas, los proyectos, los planes que Dios bendice maduran en silencio; no se publican a los cuatro vientos. ¡Cuán cierto es que lo que se anuncia antes de tiempo como ya logrado casi nunca se lleva a cabo o no culmina! ¡Cuántas cosas se anuncian como profecía que no son sino pura presunción! (6)

Pablo escribió: "...las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron..." (Rm 15:4). En este libro se narran muchas cosas que ocurrieron en el pasado y que han quedado registradas para nuestra edificación; para que nosotros, estudiándolas, encontremos en ellas un estímulo y un ejemplo. Démosle gracias a Dios de que Él haya cuidado de que estas cosas lleguen hasta nosotros y nos sirvan de enseñanza. (5.01.02)

Notas:
(1) Lo dicho se aplica no sólo a los creyentes sino también a todos los seres humanos porque son criaturas suyas y dependen de Él, pero con mayor motivo a los cristianos.

(2) Recuérdese que en tiempos de Jesús el talento era una medida de peso usada para metales preciosas y, por tanto, representaba un gran valor monetario. Como consecuencia de la parábola la palabra adquirió el sentido que tiene hoy día de don intelectual, habilidad, destreza.

(3) Es interesante comparar la forma cómo Nehemías reacciona al triste relato que le hacen sus compatriotas del lamentable estado en que se encuentran las murallas de Jerusalén, con la forma como reacciona cuando las ve con sus propios ojos. En el primer caso llora desconsolado, en el segundo se enardece y decide actuar para repararlas (Nh 3:11-16).

(4) El copero desempeñaba una posición de alta responsabilidad en las cortes orientales de la antigüedad. Él era el encargado de velar porque el vino que bebía el rey no hubiera sido envenenado (como ocurría de vez en cuando en una época en que las conspiraciones palaciegas eran frecuentes). Como prueba de que su soberano podía beber el vino sin temor el copero lo bebía antes servirlo al rey. Como consecuencia su cercanía al rey el copero solía ejercer gran influencia en el gobierno.

(5) Nótese, sin embargo, que entre el mes de Quisleu (Nov/Dic) del comienzo y el mes en que ocurre esta escena, el de Nisán (Marz/Abr), han pasado cuatro meses. ¿Por qué demoró tanto tiempo Nehemías en hablarle a Artajerjes? Quizá no se le presentó antes una ocasión propicia, o estaba madurando su proyecto.

(6) Cuidemos de no convertir nuestras fantasías, o nuestras ambiciones, en profecías solemnes cuando Dios no nos ha hablado. Dios no pasará por alto nuestra presunción (Jr 23:31; Dt 18:20-22). ¿Cuántas de esas profecías vanas que hemos oído se cumplieron en los hechos? Si no se cumplieron es señal de que Dios no las respaldaba. Sin embargo, siempre estamos a la escucha expectante de palabras bonitas que nos halaguen (Jr 8:11,15).
Hay también profecías mundanas. Como cuando las autoridades anuncian que "desde ahora en adelante no volverá a ocurrir tal o cual situación enojosa", o "que tal problema ha sido definitivamente resuelto". Todo porque, con la mejor intención del mundo, han dictado una ley o tomado algunas medidas. Como si dictando leyes o adoptando medidas se solucionaran todos los problemas, aun los más complejos y enraizados; como si la realidad pudiera modificarse por decreto.

#400 (18.12.05) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M.