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martes, 9 de agosto de 2011

EL CONCILIO DE JERUSALÉN II

Consideraciones acerca del libro de Hechos X


Por José Belaunde M.


En el artículo anterior (El Concilio de Jerusalén I) hemos visto cómo la asamblea convocada para resolver el tema de la circuncisión de los creyentes gentiles, aprobó la propuesta de Santiago de imponer a los cristianos no judíos sólo cuatro normas de conducta que garantizaran la convivencia y la unidad entre creyentes judíos y no judíos fuera de Israel.

Al terminar de hablar Santiago la asamblea, con los apóstoles y ancianos a la cabeza, decidió escribir una carta a la iglesia de Antioquía y a las otras iglesias gentiles nacientes, y enviarla por medio de dos miembros prominentes de la congregación de Jerusalén. Con ese fin escogieron a Judas, llamado Barsabás (Nota 1) y a Silas, quienes irían acompañados de Bernabé y de Pablo. La carta, que está específicamente dirigida a los creyentes gentiles, decía lo siguiente: “Los apóstoles, los ancianos y los hermanos (2), a los hermanos de entre los gentiles que están en Antioquía, en Siria y en Cilicia (es decir en los lugares por donde Pablo y Bernabé han pasado fundando iglesias compuestas principalmente por gentiles), salud.” (Hch 15: 23) Esta frase constituye el exordio y el saludo. Lo que sigue es el contenido propiamente dicho de la misiva.

“Por cuanto hemos oído que algunos que han salido de nosotros, a los cuales no dimos orden, (con estas palabras se desautoriza a los judaizantes que apelaban a la autoridad de Santiago) os han inquietado con palabras perturbando vuestras almas, mandando circuncidaros y guardar la ley (he aquí el meollo del problema y lo que la carta pretende aclarar definitivamente: para ser discípulo de Cristo no hay necesidad de hacerse primeramente judío), nos ha parecido bien, habiendo llegado a un acuerdo, (es decir, lo que os escribimos es una decisión a la que por consenso ha llegado toda la iglesia) elegir varones y enviarlos a vosotros con nuestros amados Bernabé y Pablo, hombres que han expuesto su vida por el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo.” (v. 24-26). (Con estas palabras la iglesia de Jerusalén da su respaldo pleno a la predicación de Pablo y Bernabé).

“Así que enviamos a Judas y a Silas, los cuales también de palabra os harán saber lo mismo”. (Es decir, ellos les explicarán aquellos aspectos sobre los cuales pudieran tener dudas. Tienen nuestro respaldo para hacerlo). Lo que sigue es la parte más importante de la carta: “Porque ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros (lo que les decimos no es sólo nuestra opinión, sino es lo que el Espíritu nos inspira decirles después de haberle consultado) no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias (para que judíos y gentiles podáis sentaros a la misma mesa sin que lo que uno coma sea chocante para el otro, ni tenga reproche alguno sobre la conducta del otro): que os abstengáis de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación; de las cuales cosas, si os guardareis, bien hacéis. Pasadlo bien” (3) (v. 27-29) (Estas dos palabras finales son el saludo de despedida).

Llegados a este punto la asamblea tuvo prisa por comunicar su decisión a la iglesia de Antioquía y a las demás iglesias mencionadas antes, enviando la carta por medio de los miembros citados de la iglesia de Jerusalén, Judas Barsabás, y Silas, junto con Bernabé y Pablo.

Los emisarios no se contentaron con entregar la carta a la iglesia de Antioquía sino que la leyeron a la congregación reunida (v.30,31), añadiendo Judas y Silas, que eran profetas, las palabras de consolación que les movió a decir el Espíritu. Cumplido el encargo que les fue confiado, -después de cuánto tiempo no se sabe, pero la versión árabe dice: “pasado un año”- Judas, con los demás de la comitiva cuyos nombres no se mencionan, retornó a Jerusalén, pero Silas se quedó en Antioquía (v.34). (4) “Fueron despedidos en paz por los hermanos,” dice el texto (v. 33), lo cual quiere decir que dejaron a la iglesia de Antioquía también en paz, habiendo calmado las inquietudes que los promotores de la circuncisión habían suscitado.

Pablo y Bernabé se quedaron también durante un tiempo más en esa ciudad, que era su centro de operaciones, confirmando “a los hermanos con abundancia de palabras.” (v. 32) (5).

Es interesante observar –como anota Adolf Schlatter (6)- que el sentido propio y la importancia coyuntural que tenían las cuatro abstenciones mencionadas en la carta se perdió pronto, porque los escritores cristianos del segundo siglo se refieren a ellas como si prohibieran la idolatría, el adulterio y el asesinato, como si su propósito hubiera sido formular un código elemental de ética, lo cual no era el caso (7).

Es interesante notar asimismo que el decreto de Jerusalén –por llamarlo de alguna manera- no contiene ninguna declaración doctrinal. De lo que trata es del comportamiento que deben guardar los hermanos en las iglesias formadas por judíos y gentiles para que puedan tener “koinonía” y poder, además, comer juntos y, esto es muy importante, “partir el pan” juntos.

En realidad la cuestión acuciante que estaba en el tapete en ese momento era la unidad de la iglesia. ¿Habría una sola iglesia formada por creyentes judíos y gentiles, o dos iglesias separadas, una formada por judíos que seguían guardando escrupulosamente toda la ley de Moisés, y otra formada por gentiles que no se ceñían a ella, salvo el Decálogo? ¿Una iglesia que consideraba a la comunidad de Jerusalén como la iglesia madre y otra que miraba a la de Antioquía? Ciertamente la iglesia de Antioquía era la iglesia madre de las iglesias fundadas por Pablo y Bernabé en sus viajes. ¿Pero podía la iglesia de Antioquía tomar decisiones vitales prescindiendo de la de Jerusalén, donde estaban los tres pilares de la iglesia, Pedro, Juan y Santiago? Antioquía nunca lo habría soñado, ni Pablo –tan preocupado por mantener la unidad de la iglesia- lo hubiera permitido. Él insistió en que fuese Jerusalén la que decidiera las cuestiones que habían causado zozobra entre los creyentes.

Aquí hay una paradoja: De un lado él insistía con gran énfasis en señalar que el encargo y el llamado que él había recibido de predicar a los gentiles no dependía de ningún hombre, sino que procedía directamente de Dios; de otro, él daba gran importancia a que las decisiones sobre los temas en que había opiniones encontradas, fueran tomadas por la iglesia de Jerusalén donde estaban los apóstoles que habían estado con Jesús, y sus allegados más cercanos.

Un aspecto intrigante del llamado “Decreto de Jerusalén”, es que no se menciona para nada el sábado, a pesar de la importancia que tenía para los judíos. Los pueblos paganos, como sabemos, no guardaban el sábado, no tenían un día de descanso semanal, y tildaban a los judíos de ociosos por hacerlo. ¿Guardaban el descanso semanal los discípulos judíos de Jesús después de su muerte? Aparentemente sí, pero es una pregunta difícil de contestar por la falta de evidencias seguras. Por lo pronto no se reunían los sábados para orar sino solían hacerlo al día siguiente, que empezaron a llamar “el día del Señor(8), en recuerdo de la resurrección de Jesús. Pero no descansaban ese día, ni les hubiera sido fácil hacerlo a los que trabajaban por su cuenta y a los asalariados. Pero los fariseos convertidos, que eran celosos de la ley y que querían imponer la circuncisión a todos los creyentes, posiblemente sí guardaban el sábado. ¿Por qué no trataron de imponer con el mismo rigor a los gentiles el descanso sabatino si ése era también un punto muy importante de la ley?

Jesús mismo sí lo guardaba pues Él cumplió toda la ley, aunque criticara la excesiva reglamentación de su cumplimiento desarrollada por las tradiciones judías, la llamada Torá oral, y diera al sábado un nuevo significado. Pero es poco probable que los “nazarenos”, o que Santiago, el hermano del Señor, viviendo en un ambiente judío, no se sintieran obligados a guardarlo.

Todo hace pensar que Jesús nunca tuvo la intención de reemplazar el descanso en sábado por el descanso en el primer día de la semana, y así lo entendió la iglesia de Jerusalén. Fue Pablo quien vio la dificultad que para los gentiles convertidos representaba guardar el sábado fuera de la tierra de Israel (Col 2:16).

Otro aspecto interesante de la carta redactada por la iglesia de Jerusalén es que no decreta ni impone a sus destinatarios las cuatro directivas de conducta, sino sólo las recomienda: haréis bien en guardar estas cosas (Hch 15:29). La iglesia de Jerusalén, pese a su reconocida eminencia, no ejercía autoridad sobre las iglesias hermanas. Sólo más tarde se desarrollará el principio de autoridad de una iglesia sobre otras, y eso muy lentamente.

Otro aspecto que conviene señalar también es que la carta no está dirigida a todas las iglesias gentiles, sino sólo a la iglesia de Antioquía y a las de Siria y Cilicia que dependían de ella, y no a todos sus miembros, sino a los hermanos gentiles de entre ellas, porque los creyentes judíos seguían guardando toda la ley. Ese parece ser el sentido del ver. 21, donde se dice que la ley de Moisés es enseñada en las sinagogas todos los sábados, lo cual quiere decir que los discípulos judíos acudían a la sinagoga en sus ciudades, y que probablemente guardaban toda la ley.

Eso nos pone ante el cuadro siguiente: en las iglesias mixtas, es decir formadas por creyentes judíos y gentiles, al hacer mesa común, los creyentes judíos se ceñían, como estaban acostumbrados, a las prescripciones alimenticias de la ley mosaica; los creyentes gentiles, por su lado, a fin de no chocar a sus hermanos judíos, se abstenían de lo indicado en los tres puntos de la carta tocantes a la alimentación.

Con el tiempo, a medida que la iglesia judía fue superada en número por las iglesias donde predominaban los creyentes de origen gentil, es decir, pagano, las prescripciones alimenticias mosaicas fueron cayendo en desuso entre los cristianos, incluso judíos. Vale la pena notar que, recordando la advertencia hecha por Jesús (Mt 24:15-18), los cristianos de Jerusalén huyeron de la ciudad antes de que fuera sitiada por los romanos, salvando de esa manera la vida. Bajo la dirección de Simeón, hermano y sucesor de Santiago, ellos se establecieron en la vecina ciudad de Pella, pero subsistieron por poco tiempo.

Referente a lo “sacrificado a los ídolos” Pablo en su primera epístola a los Corintios (iglesia a la cual no fue dirigida la carta de Jerusalén) sostiene que, dado que los ídolos nada son, pues los dioses no existen ya que hay un solo Dios, los cristianos pueden comer de toda la carne que se venda en el mercado, sin preguntar si ha sido sacrificada a los ídolos o no. Pero si alguno le advierte al que está a la mesa que la carne que está a punto de comer ha sido sacrificada a ídolos, sería bueno que se abstenga de comerla para no ser tropiezo al que hizo la advertencia –cuya conciencia es débil- pues al verle comerla, podría ser estimulado a hacer algo que su conciencia repruebe y se contamine. El principio que él sienta al respecto es “todo me es lícito, pero no todo edifica”. (Ver 1ª Cor 8 y 10:23-33).

Queda sin embargo la pregunta: ¿La prohibición de comer sangre, que es anterior a la ley de Moisés (véase Gn 9:3,4), sigue siendo válida en nuestro tiempo? En el Nuevo Testamento no hay respuesta explícita a esa pregunta, aparte de lo indicado en el episodio que comentamos. Por ese motivo la práctica de las iglesias ha sido variada, aunque la tendencia predominante es ignorar esa prohibición.

Notas: 1. En Hch 1:23 se menciona a otro Barsabás (e.d. hijo de Saba), llamado José, que tenía por sobrenombre “el Justo”, y que fue uno de los dos candidatos propuestos para completar el número de los doce apóstoles, reemplazando al traidor Judas Iscariote.

2. Con esta introducción se designa en orden jerárquico a los que asistieron a la reunión y adoptaron por consenso las decisiones que se tomaron, esto es, en primer lugar, a los apóstoles, cuya autoridad provenía de haber acompañado y haber sido instruidos por Jesús. Nadie podía transmitir mejor que ellos lo que su Maestro hubiera pensado acerca de los asuntos graves que se planteaban a la iglesia. Enseguida se menciona a los ancianos, como colaboradores inmediatos suyos, que asumían determinadas responsabilidades en la iglesia; y por último, a los miembros “de a pie” de la congregación, cuya opinión fue también tenida en cuenta.

3. El significado de estas cuatro prohibiciones fue explicado en el artículo anterior: “El Concilio de Jeruslén I”.

4. El v. 33 sugiere, en efecto, que los cuatro no fueron los únicos que descendieron a Antioquía, sino que fueron acompañados por otros más, puesto que dice: “fueron despedidos” en plural. Pero si Silas, Pablo y Bernabé se quedaron en Antioquía, Judas Barsabás sería el único que fue despedido. Sin embargo, el vers. 34 sólo figura en el texto occidental, pero no en el texto alejandrino, que es más antiguo. Si ese versículo fue añadido por un copista, como algunos creen, Silas habría retornado a Jerusalén con Judas. En ese caso, cuando posteriormente al separarse de Bernabé a causa de la disputa que tuvieron sobre Juan Marcos, Pablo escoge a Silas por compañero para su próximo viaje misionero, habría que pensar que fue a buscarlo a Jerusalén. Sea como fuere, Silas, cuyo cognomen romano era Silvanus, era un socio muy adecuado para Pablo en esta nueva etapa, porque era también ciudadano romano como él.

5. Nótese que cuando las palabras son de la iglesia se menciona a Bernabé antes que a Pablo, pero cuando habla el narrador Pablo es mencionado primero.

6. En su libro “Die Geschichte der ersten Christenheit”.

7. La idolatría, la fornicación y el asesinato eran los tres pecados cardinales que ningún judío podía cometer aun en el caso de peligro de muerte, mientras que se toleraba que pudiera cometer otros menos graves de ser necesario para salvar su vida.

8. En latín “Domínicus dies”, (de “Dóminus”, es decir, “señor”) de donde vienen las palabras “domingo”, en español; “doménica”, en italiano; “dimanche”, en francés, etc.

#670 (20.03.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

EL CONCILIO DE JERUSALÉN I

Consideraciones acerca del libro de Hechos IX (Nota 1)


Por José Belaunde M.

En el artículo anterior vimos que como resultado de la venida a Antioquía de unos creyentes judaizantes que insistían en que era necesario que los convertidos gentiles se circuncidaran, se suscitó una gran discusión, por lo que se decidió que varios miembros de la iglesia de Antioquía –entre ellos Bernabé y Pablo- fueran a someter la cuestión a la iglesia de Jerusalén.

Apenas llegados a Jerusalén, Pablo y sus compañeros les contaron lo que el Señor había hecho con ellos en tierra de gentiles y cómo muchos de ellos habían creído en Jesús. Inmediatamente se alzaron las voces de los que antes de haberse convertido habían pertenecido a la secta de los fariseos –y por tanto eran muy celosos de la ley- para sostener que era necesario que esos creyentes gentiles se circuncidaran, lo que dio lugar a que se convocara una reunión en que asistirían no sólo los apóstoles sino también los ancianos de la comunidad. (Hch 15:4-6). ¿Qué apóstoles estuvieron presentes en la reunión, aparte de Cefas, Santiago y Juan? No es posible saberlo porque nada sabemos acerca de las andanzas de los demás apóstoles en ese tiempo.

Para entender bien el motivo por el cual los creyentes fariseos suscitaban la cuestión de la circuncisión, hay que comprender el lugar capital que esa práctica ocupaba en la identidad judía, tanto en términos religiosos como nacionales.

El pueblo hebreo nació como resultado del llamado y de las promesas que Dios hizo a Abraham, con el cual celebró un pacto eterno. Ese pacto contenía la promesa, primero, de hacer de él, cuya esposa era estéril, una gran nación; y segundo, de que en él serían bendecidas todas las naciones de la tierra (Gn 2:3; cf Gal 3:8). A ello se añade luego, en tercer lugar, la promesa de darle a él y a su descendencia –que aún no tenía- la tierra en que habitaba “desde el río de Egipto hasta el… Éufrates” en posesión perpetua (Gn 15:18). Cuando posteriormente Dios le confirma ese pacto a Abraham, le da la circuncisión de los varones como señal del pacto (Gn 17:9-14). Aunque no era exclusiva del pueblo hebreo (2), la circuncisión definirá en adelante quién pertenece al pueblo elegido y quién no. La circuncisión es la frontera que separa al judío del gentil. Por eso es que Pablo puede referirse a unos y otros como circuncisos e incircuncisos.

(Según Adolf Schlatter (“Die Geschichte der ersten Christenheit”) el principal argumento que los oponentes de Pablo esgrimían era que la ley era válida universalmente para todos los cristianos, porque era la ley de Dios. Era por tanto deber de todo gentil aceptar la circuncisión, porque ése era el medio por el cual ellos se hacían miembros de Israel. Eso no significaba repudiar la misión a los gentiles, sino darle una interpretación diferente a la de Pablo. Según ellos la conversión del gentil a Dios por medio de Cristo no era completa hasta que no se volviera un israelita.)

Nosotros podemos pensar que el relato que hace Lucas de la reunión no contiene sino los puntos culminantes de la misma, y no todas las intervenciones que se produjeron, y que deben haber sido muchas según la frase “después de mucha discusión”. (Hch 15:7).

Las más importantes y decisivas fueron las de Pedro, el líder de los doce, y la de Santiago, el hermano de Jesús.

Las palabras que pronunció Pedro son clarísimas y vale la pena que las reproduzcamos todas: “Varones hermanos, vosotros sabéis cómo ya hace algún tiempo que Dios escogió que los gentiles oyesen por mi boca la palabra del Evangelio y creyesen.” (v.7). Él se estaba refiriendo a su visita a la casa del centurión Cornelio en Cesarea, a donde él, Pedro, fue llevado por el Espíritu Santo (Hch 10). Fue Dios quien decidió que él les predicara para que oyesen y creyesen. Subrayo estas dos palabras pues eso fue lo que ocurrió. Y como prueba de que era Dios el que movía ese suceso cayó sobre ellos el Espíritu Santo para sorpresa de los creyentes de Jerusalén que acompañaron a Pedro: “Y Dios que conoce los corazones les dio testimonio dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros” (Hch 15:8) ¿Testimonio de qué? De que habían creído y eran salvos.

“Y ninguna diferencia hizo entre nosotros (judíos circuncidados) y ellos (gentiles incircuncisos), purificando por la fe sus corazones.” (v. 9) Si ellos no hubieran recibido el perdón de sus pecados en ese momento, al escuchar y creer, tampoco hubieran podido recibir el Espíritu Santo. Recuérdese, sin embargo, que esos gentiles fueron bautizados sin que se les exigiera primero que se circuncidaran. De hecho vemos aquí cómo el bautismo en agua empieza a tomar el lugar que tenía la circuncisión.

“Ahora bien, ¿por qué tentáis a Dios poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nosotros ni nuestros padres hemos podido llevar?” (v. 10) ¿Qué yugo? El de la ley escrita y oral cuya multitud de mandamientos minuciosos era imposible de cumplir perfectamente. Porque si se circuncidan tienen que hacer suyas, asumiéndolas, todas las obligaciones que impone la ley. En esto Pedro coincide con lo que argumenta Pablo en Gálatas 5:1-3.

“Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos de igual modo que ellos.” (Hch 15:11). Es como si dijera: Nosotros que hemos creído en Cristo hemos sustituido el pesado yugo de la ley (al cual alude Jesús en Mt 23:4), por el yugo fácil y ligero de Jesús (Mt 11:30).

Al terminar Pedro la concurrencia guardó silencio como reconociendo que el Espíritu Santo había hablado por su boca. Cuando Dios habla, ¿quién se atreve a contradecir? Pero no guardó silencio por mucho tiempo, porque el discurso de Pedro dio pie a que Bernabé y Pablo (3) narraran las cosas que Dios había hecho entre los gentiles por su medio, confirmando su prédica mediante señales y prodigios, tal como lo había hecho con la predicación de Jesús. (Hch 15:12).

Nuevamente la multitud calló como reconociendo que lo que ellos contaban era efectivamente obra de Dios. En medio del silencio reverente causado por el relato, se levantó Santiago para traer la palabra definitiva que obtendría el consenso de todos.

Santiago (no el apóstol hijo de Boanerges, que había sido ejecutado por Herodes Agripa, sino el hermano de Jesús), en primer lugar, se refiere a lo que Pedro acaba de narrar contando cómo los gentiles recibieron al Espíritu Santo y fueron bautizados en agua sin que se les exigiera que se circuncidasen (Hch 10:47,48; 11:17,18), sobre la sola base de su fe en Jesús. La manifestación del favor de Dios, con el descenso del Espíritu Santo, había sido en efecto tan patente, que hubiera sido superfluo requerir que esos gentiles se circuncidaran antes de ser bautizados. (15:14).

Enseguida él hace notar que estos hechos corresponden a los propósitos de Dios según el oráculo profético de Amós 9:11,12, que él cita libremente, no de acuerdo al texto masorético hebreo, sino según el tenor de la Septuaginta que, siguiendo una variante de ese texto (4), lo espiritualiza haciendo que las palabras que en el hebreo se referían a la restauración de la dinastía davídica (“Después de esto volveré y reedificaré el tabernáculo de David, que está caído; y repararé sus ruinas, y lo volveré a levantar,” (Hch 15:16) se conviertan en la promesa de que los gentiles buscarán al Señor invocando su Nombre (“Para que el resto de los hombres busque al Señor, y todos los gentiles, sobre los cuales es invocado mi nombre, dice el Señor, que hace conocer todo esto desde tiempos antiguos”, v.17,18). Para ello la Septuaginta universaliza el mensaje de Amós vocalizando la palabra “Edom” (nombre de unos de los pueblos ancestralmente rivales de Israel), de modo que se lea como “Adam” (humanidad, es decir el resto de los hombres); y que la palabra “posean” (yireshu) sea leída como “busquen” (yiareshu) (5).

De esa manera la misión a los gentiles es vista como el cumplimiento de la promesa de que la casa de David sería algún día restaurada con el advenimiento de un descendiente suyo, el Mesías que, después de muerto y resucitado, extendería su soberanía a todo el mundo (Véase Mt 28:18).

Santiago propone entonces que sólo se ponga cuatro condiciones a los gentiles que se conviertan, a saber: “que se aparten de las contaminaciones de los ídolos, de fornicación, de ahogado y de sangre.” (v.20).

¿Qué significan estos cuatro requisitos? En primer lugar notemos que no se exige a los gentiles que se conviertan que se circunciden (“Por lo cual yo juzgo que no se inquiete a los gentiles que se convierten a Dios.”, v.19). En esto Santiago se pone de lado de Pablo, Bernabé y de Pedro, quitándole el piso a los que, apoyándose en su nombre, exigían que los gentiles convertidos se circuncidasen. Esto significa que los creyentes judíos deben reconocer a los hermanos incircuncisos como miembros de pleno derecho de la comunidad de seguidores del Mesías, al igual que ellos.

En segundo lugar los requisitos están dirigidos a facilitar la unidad de la asamblea cristiana, de modo que judíos y gentiles puedan sentarse juntos a la mesa y participar juntos en la Cena del Señor.

Eso supone que los gentiles respeten la sensibilidad de los creyentes judíos guardando las dos condiciones que el Pentateuco exigía a los extranjeros que vivían entre los hebreos: no comer sangre ni carne (de animal ahogado o estrangulado) que no hubiera sido previamente desangrada, prohibición que data de tiempos de Noé (Gn 9:4) y que fue repetidamente reiterada bajo pena de muerte siglos después (Lv 7:26,27; 17:10; 18:26-29; Dt 12:16,23. Véase Ez 4:14 donde el profeta asegura que nunca ha comido carne de un cadáver de animal, o que haya sido despedazado, por otro animal, se entiende).

Adicionalmente se les pide que se abstengan de comer carne comprada en el mercado que hubiera podido ser sacrificada a los ídolos. Esto es lo que significa apartarse “de las contaminaciones de los ídolos”, requerimiento que en Hch 15:29 es formulado de una manera ligeramente diferente (“que os abstengáis de lo sacrificado a ídolos”). A los judíos les estaba estrictamente prohibido comer esta carne. Ahora esta prohibición, que los cristianos judíos naturalmente respetaban, se hace extensiva a los creyentes gentiles. La conclusión práctica de esta prohibición es enfatizar el principio de que al convertirse a Cristo el pagano renuncia completamente al culto idolátrico al cual estaba acostumbrado. No basta con quitar todo ídolo de su casa, sino también es necesario no participar en ningún rito pagano, que podía incluir banquetes en los que solía servirse carne que había sido previamente sacrificada a ídolos. Pablo advierte a los corintios: “Por tanto, amados míos, huid de la idolatría.” (1ª Cor 10:14). Y posteriormente añade: “…lo que los gentiles sacrifican, a los demonios lo sacrifican, y no a Dios; y no quiero que vosotros os hagáis partícipes con los demonios. No podéis beber la copa del Señor, y la copa de los demonios; no podéis participar de la mesa del Señor, y de la mesa de los demonios.” (1Cor 10:20,21) (6). En el libro de Apocalipsis el apóstol Juan también fulmina a los que enseñan a los cristianos a comer carne sacrificada a los ídolos (Ap. 2:14,20).

Por último se exige a los gentiles apartarse de fornicación. Esto no significa simplemente no mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio, que era algo que todo cristiano sin más debía guardar, sino que debían respetarse las prohibiciones de la Torá sobre los vínculos matrimoniales consanguíneos que eran considerados incestuosos, y que, de no respetarse, hubieran sido un obstáculo para la hospitalidad y la comunión mutua. Esas prohibiciones, que están contenidas en Lv 18:6-18, incluyen las relaciones con parientes cercanos, a saber: con “la mujer de tu padre”; con la media hermana en sus diversas formas; con la tía materna o paterna; con la nuera, con la cuñada; así como no tener relaciones simultáneamente con la madre y con su hija, ni con dos hermanas; ni con mujer en su período. Recuérdese la severidad con que Pablo juzga en 1ª Cor 5 el caso de fornicación: de un cristiano que tomó como mujer a la mujer de su padre.

Santiago terminó su discurso con una frase cuya intención no es fácil de discernir: “Porque Moisés desde tiempos antiguos tiene en cada ciudad quién lo predique en las sinagogas, donde es leído cada día de reposo.” (v.21). Lo que él quiere decir es que para las demás cosas de las que conviene que los gentiles estén enterados, basta que asistan a las sinagogas los sábados donde la Torá de Moisés es predicada (esto es, leída y comentada). Con esas palabras Santiago anima a los creyentes gentiles a concurrir regularmente a las sinagogas, como hacían los temerosos de Dios y los prosélitos del judaísmo, para que aprendan lo que enseñan las Escrituras. Para entonces no se había producido ningún rompimiento entre los nazarenos y los practicantes de la religión judía, aunque ya se manifestaban crecientes fricciones.

Vale la pena notar que la cuádruple decisión tomada en esta reunión, y especialmente, la decisión transcendental de no exigir que se circunciden a los gentiles que se conviertan, es el primer ejemplo de la historia en que la iglesia hace uso de la autoridad que Jesús le dio de “atar y desatar” (Mt 16:19; 18:18), que no es otra cosa -en el sentido en que los judíos usaban entonces esa expresión- sino la autoridad para prohibir y permitir determinadas cosas.

Notas: 1. Aunque se da el nombre de “concilio” a esta reunión de apóstoles y ancianos, convocada para resolver un asunto importante pero de orden práctico, ella no puede asimilarse a las siete grandes asambleas ecuménicas que, bajo el nombre de “concilios”, se celebraron del siglo IV al VIII, a partir del primer Concilio de Nicea el año 325 DC, con gran asistencia de obispos, y en los que se definieron importantes puntos doctrinales que estaban en debate, comenzando por el de la deidad de Jesús, que el arrianismo cuestionaba.
2. Algunos otros pueblos, como el egipcio, la practicaban, pero no al octavo día de nacido el varón, sino en la adolescencia. Por eso fue que la hija del faraón al ver al niño Moisés en la canasta que flotaba en el Nilo, pudo reconocer que era hebreo: había sido circuncidado (Ex 2:1-6).
3. Notemos que el texto nombra a Bernabé antes que a Pablo, porque el primero gozaba de más consideración en la iglesia de Jerusalén que el segundo.
4. La Septuaginta (LXX) era, como sabemos, el texto del Antiguo Testamento que Pablo y los apóstoles usaban preferentemente en su predicación.
5. Recordemos que el alfabeto hebreo sólo tiene consonantes y que, antes de que fueran fijadas mediante rayas y puntos que se colocaron debajo de las consonantes, las vocales eran pronunciadas de acuerdo a la tradición.
6. Sin embargo, fiel a su concepción de la libertad en Cristo, Pablo hace una distinción entre el participar de los banquetes idolátricos y el comer carne que se venda en el mercado, que pudiera haber sido previamente sacrificada a ídolos. En lo primero no se puede participar, pero de lo segundo se puede comer sin escrúpulos de conciencia (puesto que los ídolos nada son), salvo si alguno advirtiera que se trata de carne sacrificada en algún templo, para no ser tropiezo “ni a judíos ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios”, absteniéndose por consideración a la conciencia débil del hermano (1Cor 10:25-29).

#669 (13.03.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

martes, 3 de agosto de 2010

CONSIDERACIONES SOBRE EL LIBRO DE HECHOS III

Por José Belaunde M.
El Ministerio de Pedro
Algún tiempo después de los acontecimientos en casa de Cornelio –que he evocado en el artículo anterior de esta serie- Pedro afrontó un serio peligro a su vida, y aquí no puedo hacer mejor cosa que atenerme al relato que hace Paul L. Meier en el capítulo 29 de su libro “In The Fullness of Time” (“Llegado el Cumplimiento del Tiempo”). (Nota 1)

El año 41 DC se produjo un cambio muy importante en la administración de Judea. El emperador Claudio retiró al gobernador romano de Judea e instaló en su lugar como rey a Herodes Agripa I, un nieto de Herodes el Grande, el de la matanza de los inocentes. (2)

La familia herodiana jugó un papel muy importante en ese territorio en la época en que Jesús vino al mundo y en las décadas posteriores. (3) Uno de esos miembros ilustres de esa familia inescrupulosa fue Herodes Agripa I. Él era hermano de Herodías, la que se había divorciado de su tío Herodes Felipe y casado con el medio hermano de éste, Herodes Antipas, el Tetrarca, matrimonio que Juan el Bautista había denunciado públicamente como incestuoso (Lc 3:19,20). Ella había obtenido, mediante el baile voluptuoso de su hija Salomé, que su marido le entregara en una fuente la cabeza de Juan, su odiado enemigo, pese a los escrúpulos que tenía el Tetrarca (Mr 6:14-29).

Herodes Agripa I era hijo de Aristóbulo, uno de los hijos de Herodes el Grande que el anciano y celoso rey había hecho asesinar porque temía que, según sus obsesivas sospechas, estuviera complotando contra él. No obstante, tal como convenía a su condición real, el joven Agripa fue enviado a Roma para su educación, junto con su madre, Berenice (sobrina de Herodes el Grande), quien se hizo amiga íntima de la madre del futuro emperador Claudio, sobrino de Tiberio, -hijastro y sucesor de César Augusto- que reinaba en Roma cuando Juan Bautista y Jesús comenzaron sus ministerios (Lc 3:1). Agripa y Claudio eran exactamente contemporáneos, y debido a la amistad de sus respectivas madres, se conocían y eran amigos desde la infancia, hecho que tendría gran influencia en la carrera de ambos.

Agripa se encontraba en Roma cuando el emperador Calígula fue asesinado, y Claudio dudaba si asumir el trono o no. Agripa lo animó a hacerlo, e incluso lo ayudó a obtenerlo, haciendo campaña a favor suyo en el Senado romano. En pago de sus servicios Claudio lo nombró rey de prácticamente todos los territorios que su abuelo había gobernado en lo que es hoy Palestina. (Véase la Nota 2) Al emperador Claudio lo conocemos por una referencia furtiva en el capítulo 18 del libro de Hechos en que se dice que los esposos Aquila y Priscila (luego colaboradores eficaces de Pablo) habían salido de Roma debido a que Claudio había expulsado a todos los judíos de la capital (Hch 18:2). (4) Fueron expulsados, según el historiador Suetonio, debido a los constantes disturbios que causaban los judíos en la ciudad por instigación de un tal Chrestos. Esta es una referencia temprana al cristianismo en la literatura de la época. En esos años para los observadores externos, los discípulos de Jesús eran indistinguibles de los judíos. Los disturbios a los que se refiere Suetonio eran posiblemente las disputas que entonces eran ya frecuentes entre los miembros de la sinagoga y los de la iglesia a propósito de Jesús.

Agripa, como rey vasallo bajo el imperio, fue un soberano sumamente popular. Lo era en primer lugar porque, por su desdichada abuela Mariamme, pertenecía a la dinastía asmonea, descendientes de los macabeos, que habían gobernado Judea durante unos cien años hasta que el país fue conquistado por el general romano Pompeyo, el año 63 AC. Pero Agripa aumentó su popularidad gracias a algunos gestos diplomáticos y oportunos. La Mishná narra cómo en la fiesta de los Tabernáculos del año 41 DC Agripa asumió la tarea de leer del libro del Deuteronomio en voz alta al pueblo congregado delante del santuario. Se había colocado una gran plataforma de madera en el atrio del templo y sobre ella un trono para el rey. Agripa al recibir el rollo, en lugar de sentarse, como era su privilegio siendo rey, permaneció de pie como señal de reverencia al texto, para leerlo. Al llegar al pasaje en que se habla de las instrucciones acerca de un rey en Dt 17:14-20, prorrumpió en lágrimas al leer las palabras: “Ciertamente pondrás por rey sobre ti al que Jehová tu Dios escogiere; de entre tus hermanos pondrás rey sobre ti; no pondrás sobre ti a hombre extranjero, que no sea tu hermano” (vers. 15). Sin duda él recordó en ese momento que él, como nieto de Herodes el Grande, pertenecía a la dinastía idumea, es decir, extranjera que, no siendo judía, había usurpado el trono de Jerusalén. Pero el pueblo comenzó a gritar: ‘No temas, tú eres nuestro hermano, tú eres nuestro hermano’, posiblemente pensando en su ancestro asmoneo.

Años atrás, cuando aún no había sido ungido rey, él había logrado que el emperador Calígula no llevara a cabo su loco proyecto de hacerse erigir una estatua en el templo de Jerusalén para que se le rindiera culto, evitando lo que hubiera provocado una insurrección sangrienta. Al entrar por primera vez como rey a Jerusalén él había ofrecido sacrificios de acción de gracias en el templo y pagado los gastos de numerosos nazareos que al expirar su voto según el rito, debían cortarse el pelo y hacer diversas ofrendas (Nm 6:13-21). (5)

Siendo ya popular Agripa trató de serlo aun más ganándose el favor de las autoridades religiosas de Jerusalén. No se le ocurrió nada mejor que apresar a Santiago (o Jacobo), hijo de Zebedeo y hermano de Juan, y hacerlo decapitar (Hch 12:1,2).

Como esta ejecución agradó a las autoridades del templo, hizo apresar también a Pedro, durante la fiesta de los panes sin levadura. Pero como no podía hacerlo ajusticiar durante la fiesta, lo encerró en la Torre Antonia, custodiado por cuatro grupos de cuatro soldados cada uno. Ordenó retenerlo por una guardia tan numerosa porque ya en una ocasión anterior Pedro y Juan habían sido liberados de la prisión por un ángel que les abrió las puertas de la cárcel (Hch 5:19). Era pues prudente tomar precauciones para que no volviera a ocurrir algo semejante, aunque él no entendiera cómo pudieron ellos haber escapado entonces. (Véase el primer artículo de esta serie)

El capítulo 12 de Hechos relata cómo Pedro, que dormía plácidamente confiado en que el Señor nuevamente lo sacaría de apuros, fue liberado por un ángel que se le apareció en visión, y que hizo que se le cayeran las cadenas que sujetaban sus pies, y las que ataban sus muñecas a dos soldados, uno a cada lado suyo.

El ángel ordenó a un aturdido Pedro que lo siguiera. Pasaron lo primera y la segunda guardia y, llegados al portón exterior de hierro, éste se abrió por sí solo, y Pedro salió a la calle, con lo que el ángel desapareció. (Véase mi artículo “La Liberación de Pedro” del 18.04.04) Vuelto en sí Pedro se dirigió a la casa de María, la madre de Juan Marcos, el futuro autor del segundo evangelio, donde estaban reunidos los discípulos orando por su liberación. Cuando Pedro tocó la puerta de la casa, acudió una muchacha llamada Roda quien, al reconocer a Pedro, en lugar de abrirle la puerta y dejarlo entrar, se fue corriendo alocada a avisar a los demás que Pedro estaba en la calle. Mientras ellos discutían si podía ser verdad lo que decía la muchacha (¡hombres de poca fe!), Pedro seguía tocando afuera, seguramente desesperado de que no le abrieran. Cuando por fin lo hicieron, les contó cómo había sido liberado por un ángel. Les pidió que dieran aviso a Santiago, el hermano del Señor, y enseguida partió a otro lugar, posiblemente porque temía que Agripa lo hiciera buscar entre los discípulos de la ciudad.

Al día siguiente Agripa se dio con la sorpresa de que, pese a las precauciones que había tomado y a la fuerte guardia que lo custodiaba, Pedro se había esfumado. Furioso, pensando seguramente que eso se debía a complicidades internas, hizo matar a los inocentes guardias, según la costumbre romana de que los soldados que dejaran escapar a un preso fueran castigados con la misma pena que correspondía al fugado. (6)

Tres años más tarde, estando Agripa en su palacio en Cesarea, teniendo dificultades con las ciudades portuarias de Tiro y Sidón, decretó un embargo sobre el trigo con que sus dominios abastecían a esas ciudades. Una delegación de las ciudades hambrientas fue donde el rey a pedirle la paz. Agripa los recibió sentado en su trono y los arengó de una manera que seguramente agradó a todos, porque la multitud gritó adulonamente: “¡Voz de Dios y no de hombre!” Hechos concluye el relato con parcas palabras: “Al momento un ángel del Señor le hirió, por cuanto no dio gloria a Dios; y expiró comido de gusanos.” (Hch 12:23).

El historiador judío Josefo también reporta el incidente dando algunos detalles que es interesante mencionar. Siete años antes, cuando Agripa no era aún rey, y estando preso en Capri por orden de Tiberio a causa de sus muchas deudas, un búho se posó cerca de él. Un vidente germano que también estaba cautivo, le anunció que el búho le traía suerte y que sería pronto liberado –como en efecto ocurrió- pero agregó ominosamente: “Cuando vuelvas a ver al buho, en cinco días morirás.”

Josefo no menciona la embajada de las ciudades fenicias sino sitúa el encuentro de Agripa con las multitudes en el marco de unos juegos en honor del César. El segundo día Agripa llevaba puesto un manto que había sido entretejido con hilos de plata y que, al ser alumbrado por el sol naciente, brillaba de una manera maravillosa. Cuando los asistentes le dirigieron palabras halagüeñas comparándolo con un dios, el rey no rechazó el elogio impío. Inmediatamente vio un búho que se posaba cerca, y al instante sintió un fuerte dolor en el vientre. Agripa, según Josefo, se puso de pie, y dirigiéndose a los que lo rodeaban, les dijo: “Yo, un dios a vuestros ojos, debo ahora rendir mi vida”. Llevado a su palacio, murió cinco días después en medio de grandes dolores. Recién había cumplido 54 años y siete años de reinado. Es posible que la dolencia que lo arrebató fuera una peritonitis, consecuencia de una apendicitis. (7)

Muchos escépticos acusan al autor del libro de los Hechos de los Apóstoles de inventar fábulas. Pero en este caso el lacónico relato de Lucas está corroborado por la crónica –aderezada con las supersticiones de la época- escrita por un historiador judío que no tenía motivos para avalar la narración hecha por un cristiano, y que seguramente nunca había leído el libro de los Hechos.

La muerte prematura de Agripa tuvo trágicas consecuencias para Israel porque, de haber vivido más tiempo, es posible que los acontecimientos que llevaron a la sublevación del pueblo judío, y a la destrucción de Jerusalén y del templo hubieran podido ser evitados. Pero entonces la profecía que pronunció Jesús sobre el templo (Lc 21:5,6) no se habría cumplido. En esta concatenación de sucesos podemos ver cómo los hechos de la historia están gobernados por la Providencia divina, que todo lo dispone para que se cumplan sus propósitos.

La última aparición de Pedro en el libro de los Hechos se produjo en el Concilio de Jerusalén (Hch 15) que debió decidir acerca de la delicada cuestión planteada por “algunos de la secta de los fariseos que habían creído”, sobre qué requisitos de la ley judía debían imponerse a los gentiles convertidos (Hch 15:5). Pedro, como de costumbre, fue el primero que se dirigió a la asamblea para acallar la discusión, recordando cómo el Espíritu Santo había venido sobre los gentiles que habían creído en casa de Cornelio (Hch 15:7-11). Después de escuchar a Bernabé y a Pablo narrar las maravillas que Dios estaba haciendo entre los gentiles, Santiago, el hermano del Señor, propuso que sólo se les impusiera cuatro reglas: apartarse de lo sacrificado a los ídolos, de la fornicación (no sólo en un sentido general, que sería innecesario por obvio, sino en el más específico que tiene la palabra porneía, de relaciones incestuosas), de ahogado (es decir, de carne no desangrada) y de beber o comer sangre (Hch 15:19,20), lo que debería serles comunicado mediante una carta circular dirigida a todas las iglesias de la gentilidad y firmada por todos los presentes. Después de este episodio a Pedro no se le vuelve a mencionar y el libro se enfoca de ahí en adelante en los trabajos de Pablo, a los que espero dedicar también una serie de artículos.

Notas: 1. Sin embargo, buena parte de la información consignada sobre Agripa procede del libro “New Testament History” de F.F. Bruce.
2. Agripa ya era rey desde el año 37 de Calcis, al sur del Líbano, y desde el año 39, además de Galilea y de Perea.
3. Herodes el Grande reinaba en Jerusalén cuando nació Jesús. Él recibió a los magos que preguntaban por el rey de Israel que había nacido, y cuando ellos no retornaron para informarle donde lo habían hallado en Belén, hizo matar a todos los niños menores de dos años de esa ciudad y alrededores (Mt 2:1-8,16). Su hijo Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre cuando José retornó de Egipto con su Jesús y María (Mt 2:22). Herodes Antipas, el más hábil de los hijos de Herodes el Grande, a quien Jesús llamó zorra (Lc 13:32), era tetrarca de Galilea cuando Jesús fue crucificado (Lc 23:6-12). Herodes Agripa II, hijo del primer Agripa, era rey de Calcis cuando Pablo, preso en Cesarea, dio testimonio de su conversión y de su carrera como apóstol (Hch 26). De las mujeres, aparte de Herodías, de memoria infame, que era sobrina y fue luego esposa de Antipas, debe mencionarse a otra Berenice, hija de Agripa I, que escuchó con su hermano Agripa II el testimonio de Pablo ante Festo (Hch 25:13,23). Esta Berenice jugó años después un papel importante tratando de impedir la gran sublevación del año 66. (El poeta francés Racine escribió una tragedia sobre sus frustrados amores con el emperador Tito). Por último, Drusila, hija menor de Agripa I, estaba casada con el inescrupuloso gobernador Félix, ante quien Pablo hizo también su defensa (Hch 24, en especial los vers. 24-27).
4. También se menciona a Claudio en Hch 11:28 donde el profeta Ágabo anuncia que vendría una gran hambruna sobre toda la tierra, “lo cual sucedió en tiempo de Claudio.”
5. Recordemos que Pablo hizo algo semejante, por consejo de Santiago y los ancianos, al regresar a Jerusalén, con consecuencias trágicas para él (Hch 21:17-36).
6. Ese es un principio que sería muy oportuno aplicar en nuestro país.
7. La arqueología agrega una nota interesante a este episodio. En 1961 se excavó y se restauró parcialmente el teatro romano de Cesarea, que estaba situado frente al mar, y donde Agripa habría acogido pomposamente a la embajada tirosidonia. Las gradas ascendentes del anfiteatro miran al Oeste. Un orador situado en el terraplén inferior, donde estaría situado el estrado, miraría hacia el Este para dirigirse a la asamblea y sería directamente iluminado por el sol naciente de la mañana, tal como lo describe Josefo.
Fe de Erratas: En la 3ra columna del anverso del artículo anterior, 3er párrafo, penúltima línea, se omitieron las palabras “los sábados” después de “desplazarse”.
#638 (01.08.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

viernes, 30 de julio de 2010

CONSIDERACIONES ACERCA DEL LIBRO DE HECHOS II

Por José Belaunde M.
El Ministerio de Pedro

Después del martirio de Esteban (Hch 7), y contrariando la prudencia aconsejada por el fariseo Gamaliel al Sanedrín (Hch 5:34-39), se desató en Jerusalén una gran persecución contra los discípulos, que los obligó a dispersarse por las ciudades vecinas de Judea y Samaria. Esa represión, que tenía por fin suprimir en brote la naciente fe, tuvo el efecto contrario, pues contribuyó a difundir el Evangelio por todos los lugares donde los perseguidos se refugiaban, pues ellos, llenos de fuego evangelístico, no dejaban de anunciar a Cristo adonde quiera que fueran. (Hch 8:4). Aquí se cumple el dicho: “No hay mal que por bien no venga.” En cristiano: “A los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien.” (Rm 8:28). Podemos ver también cómo los propósitos de Dios se cumplen a veces a través de las persecuciones y pruebas que sufren sus siervos.

El hecho de que los discípulos al huir de Jerusalén se refugiaran también en Samaria y predicaran allí el Evangelio es un hecho fuera de lo común para quienes eran judíos piadosos, ya que los judíos despreciaban a los samaritanos, como bien sabemos (Jn 4:9; Nota 1). Los samaritanos no eran paganos como algunos creen, sino adoraban al Dios verdadero en el templo que tenían en el Monte Gerizim (que fue destruido es cierto por los judíos el año 128 AC, es decir, casi doscientos años antes de los episodios que narramos acá). Ellos eran, por decirlo de alguna manera, israelitas “mestizos”, es decir, descendientes del remanente de los miembros de las diez tribus de Israel que formaban el reino del Norte o Samaria, que se habían juntado con los pueblos extranjeros que los asirios habían establecido allí cuando conquistaron ese reino, deportando a la mayoría de sus habitantes de acuerdo a la política de dominación que ellos aplicaban (Es 4:2. Nota 2). Pero los apóstoles deben haber recordado que Jesús había predicado a los samaritanos a su paso por esa región, después de haberse revelado como Mesías a una mujer que había ido a buscar agua al pozo de Jacob (Jn 4:5-42).

Pedro que, junto con los otros apóstoles, se había quedado en Jerusalén durante la persecución, fue a Samaria acompañado por Juan “cuando oyeron que Samaria había recibido la palabra de Dios” (Hch 8:14), gracias a la predicación de Felipe –el diácono, no el apóstol (Hch 6:5; 8:5-13). Estando allí Pedro y Juan imponían las manos a los nuevos creyentes, porque éstos, dice el texto, sólo habían sido bautizados, pero aún no había descendido sobre ellos el Espíritu Santo (Hch 8:15-17). Esta corta anotación nos hace ver claramente que el bautismo en el Espíritu Santo es una experiencia diferente a la conversión, en la cual, ciertamente, el Espíritu Santo viene a habitar en el convertido.

Es curioso que Felipe, además de predicar el Evangelio a los samaritanos, y seguramente de bautizarlos en agua, no les hubiera impuesto las manos para que reciban el Espíritu Santo. ¿Pensaría él que ésa era una función que estaba restringida a los doce apóstoles, y que él no estaba autorizado a hacerlo? Es posible, pero más adelante vemos que un simple creyente como Ananías, el de Damasco, le impone las manos a Pablo para que recobre la vista y reciba el Espíritu Santo (Hch 9:17,18).

En Samaria también Pedro confrontó a Simón el Mago quien, antes de la venida de Felipe, atraía con sus artes mágicas a mucha gente que después lo abandonó al adherirse al Evangelio. Él mismo creyó y fue bautizado y se hizo discípulo, no sabemos cuán sinceramente (Hch 8:9-13). Pero cuando vio cómo, por la imposición de manos de Pedro, los creyentes recibían el Espíritu Santo y hablaban en lenguas, le ofreció dinero para que le transmitiera ese poder y que él pudiera hacer lo mismo. Pedro, naturalmente, rechazó esa pretensión y lo reprendió severamente (Hch 8:18-24).

Es interesante, no obstante, que el episodio de Simón el Mago, haya pasado a la historia, porque de él deriva el término de “simonía”, con que se designa la práctica corrupta de vender por dinero los cargos eclesiásticos, que estaba muy difundida durante la Edad Media, y que fue una de las causas de la Reforma.

Después de su visita a Samaria Pedro se puso a recorrer las poblaciones cercanas en donde habían surgido congregaciones de discípulos, posiblemente como consecuencia de los acontecimientos de Pentecostés. La frase “visitando a todos” (Hch 9:32) nos sugiere que Pedro se había propuesto visitar a todas la iglesias que se habían formado recientemente fuera de Jerusalén. En la ciudad de Lida, al sur de la llanura de Sharon, “halló a uno que se llamaba Eneas, que hacía ocho años que estaba en cama, pues era paralítico. Y Pedro le dijo: Eneas, Jesucristo te sana; levántate y haz tu cama. Y en seguida se levantó.” (Hch 9:33,34). Ya Pedro tenía experiencia en sanar paralíticos. Diríamos que era “canchero” en ese oficio. El que le dijera “arregla tu cama” significa que ya no iba a necesitar más de ella para estar echado durante el día, porque había recibido una sanación completa. El texto comenta que, impresionados por el milagro, muchos de la ciudad y de la vecindad creyeron en Jesús.

Enseguida fue llamado por los discípulos de Jope para orar por una enferma muy querida por todos. Jope había sido antes de que Herodes fundara la ciudad de Cesarea a orillas del mar, el puerto principal de Palestina. Allí había hecho desembarcar Salomón los troncos de cedro del Líbano que había adquirido para construir el templo de Jerusalén (2Cro 2:16), y allí se había embarcado Jonás para ir a Tarsis (Chipre) huyendo del mandato del Señor de predicar el arrepentimiento de los pecados en la ciudad de Nínive (Jon 1:3).

Cuando Pedro llegó a Jope halló que Tabita, como se llamaba la hermana enferma (Dorcas en griego), ya había fallecido. Ella era muy amada por las obras de caridad que hacía, y por las túnicas y mantos que tejía para las viudas. Lo llevaron al aposento alto donde habían puesto el cadáver después de lavarlo, según la costumbre. Pedro entonces, después de hacer salir a todos, “se puso de rodillas y oró; y volviéndose al cuerpo dijo: Tabita, levántate. Y ella abrió los ojos, y al ver a Pedro se incorporó. Y él, dándole la mano, la levantó; entonces, llamando a los santos y a las viudas, la presentó viva.” (Hch 9:40,41). Nótese, primero, que antes de hacer nada, Pedro oró; y, segundo, que para resucitar a Tabita, él usó palabras semejantes a las que Jesús había pronunciado en una ocasión similar, cuando resucitó a la hija de Jairo (Mr 5:41).

Ya pueden imaginarse la conmoción que este milagro produjo en la ciudad y cuántos, como consecuencia de ese acontecimiento, creyeron en el Salvador que Pedro anunciaba. Aquí podemos ver cuán fielmente se estaban cumpliendo las palabras de Jesús de que sus discípulos, después de su partida, harían cosas iguales y aun mayores que las que Él hacía (Jn 14:12). Pues no sólo se produjeron los hechos que hemos relatado, sino que en Jerusalén era tal la expectativa que la curación del paralítico en la puerta del templo había causado (Hch 3), que ponían a los enfermos sobre lechos en las calles para que la sombra de Pedro cayera sobre ellos y los sanara, “y aun de las ciudades vecinas muchos venían a Jerusalén trayendo enfermos y atormentados por espíritus inmundos; y todos eran sanados.” (Hch 5:15,16).

Seguramente para aprovechar el clima favorable al Evangelio creado por la resurrección de Tabita, Pedro se quedó un tiempo en Jope, alojándose en casa de un tal Simón, que era curtidor (Hch 9:43). Este dato es muy significativo, porque debido al hecho de que por su profesión los curtidores debían manipular cadáveres (lo que los volvía impuros según Lv 11:39), su oficio no era muy bien visto en Israel, ya que los judíos eran muy celosos en cuestiones de pureza ritual. Pero para el Evangelio no hay persona, ni el peor pecador, que no pueda ser acogido, cualquiera que fuese su ocupación, pues hasta con las prostitutas y los publicanos había departido el Señor, para escándalo de muchos (Mr 2:16; Mt 11:18,19).

En esa época el gobernador romano de Judea contaba con tres mil soldados para mantener el orden, repartidos en cinco “cohortes” de seiscientos hombres cada una, los cuales no eran ciudadanos romanos, sino que eran enrolados entre las poblaciones vecinas, como Samaria o Siria. Los judíos estaban exentos de prestar servicio militar por dos motivos: primero, a causa de las restricciones alimenticias a las que la ley de Moisés los obligaba, pues las tropas romanas se alimentaban principalmente de carne de cerdo, que era inmunda para los judíos (Lv 11:7); y segundo, debido a que la misma ley no les permitía desplazarse los sábados sino dentro de estrechos límites. (3).

Los soldados mercenarios reclutados de los países vecinos no les tenían mucha simpatía a los judíos que debían vigilar, lo cual no era muy favorable para el cumplimiento de sus tareas, ni para el clima de paz deseable, y a veces suscitaba conflictos. Ese hecho motivó que en cierto momento, el gobernador –quizá el propio Poncio Pilatos- solicitara que se le enviara una “cohorte itálica”, formada por ciudadanos romanos voluntarios.

A esa cohorte, o compañía italiana, pertenecía el centurión romano Cornelio, de quien nos vamos a ocupar enseguida. Él era un hombre “piadoso y temeroso de Dios con toda su casa, y que hacía muchas limosnas al pueblo, y oraba a Dios siempre.” (Hch 10:2). El Nuevo Testamento distingue dos clases de adherentes a la religión judía, los “prosélitos” y los “temerosos de Dios”. Los primeros eran gentiles que se habían convertido al judaísmo, que se habían circuncidado y ofrecían sacrificios en el templo, y obedecían a la ley judía. Los segundos, sin haberse circuncidado ni adoptado todas las costumbres judías, creían en el Dios de Israel y asistían a la sinagoga. De entre los prosélitos y los temerosos de Dios, dicho sea de paso, se reclutaron la mayoría de los creyentes gentiles que se convirtieron bajo el fecundo apostolado de Pablo.

También sea dicho al pasar que los evangelios mencionan a otro centurión, sin duda también “temeroso de Dios”, el cual pronunció aquella frase famosa que se ha afincado en el culto (“Yo no soy digno de que vengas a mi casa…”) y cuya fe asombró a Jesús (Mt 8:5-10). En su amor por la religión judía había llegado a construirles una sinagoga (Lc 7:5). ¿Qué atractivo podía tener esta religión que volvía a los gentiles tan generosos? No era la religión judía en sí misma la que poseía ese atractivo, sino el Dios verdadero que ella adoraba. El hombre sincero, de cualquier raza y nación, tiene una gran sed de la verdad y cuando la encuentra en algún lugar la abraza de todo corazón.

Este Cornelio, estando en oración, tuvo una visión en la que un ángel lo instó a enviar a buscar a un hombre que no conocía –a Simón Pedro- y a una casa en la que él nunca había puesto el pie –la casa de Simón el curtidor- en Jope, junto al mar, porque “él te dirá lo que tienes que hacer.” (Hch 10:3-6). “Al día siguiente…Pedro subió a la azotea para orar, cerca de la hora sexta (es decir, al mediodía). Y tuvo gran hambre, y quiso comer; pero mientras le preparaban algo, le sobrevino un éxtasis; y vio el cielo abierto, y que descendía algo como un gran lienzo, que era…bajado a la tierra; en el cual había todos los cuadrúpedos terrestres y reptiles y aves del cielo.” Y oyó una voz que le ordenaba: “Levántate Pedro, mata y come.” (Hch 10:9-13).

Debe recordarse que la ley de Moisés prohibía a los judíos comer la carne de reptiles –que eran para ellos abominación- de aves y de animales que no tuvieran la pezuña partida, es decir, de burros, caballos, camellos, entre otros (Dt 14:7-19). Pedro, como judío piadoso que era, así como todos sus compañeros, guardaba celosamente esas prescripciones. Pero la visión le dijo tres veces: “No llames impuro lo que Dios ha limpiado”, a cada negativa de Pedro, antes de desaparecer (Hch 10: 14-16).

Pedro estaba atónito pensando en lo que esa visión podía significar, cuando llegaron los tres hombres enviados por Cornelio preguntando por él. La voz del Espíritu le advirtió que él debía ir con ellos, “porque yo los he enviado.”. Entonces él los hospedó y al día siguiente partió con ellos, acompañado por algunos hermanos de Jope (Hch 10:17-23).

¿Con las palabras sorprendentes que había pronunciado la visión le estaba Dios advirtiendo a Pedro que las leyes dietéticas promulgadas por Moisés habían sido abolidas para la nueva dispensación? Sí, indudablemente (ya lo había hecho Jesús en Mr 7:19), pero más importante aun, le estaba diciendo que los pueblos paganos a quienes los judíos consideraban impuros, y en cuyas casas ellos no podían entrar a riesgo de contaminarse, dejaban de serlo; y que, en adelante, los creyentes en Jesús podían tener amistad con todos los hombres de todas las razas, naciones y pueblos de la tierra.

Pablo lo expresó claramente cuando escribió que Cristo había derribado la barrera que separaba a judíos y gentiles (Ef 2:14) y que, de ahora en adelante: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos sois uno en Cristo Jesús.” (Gal 3:28). Es decir, que el mensaje de salvación que trajo Jesús era también para los no judíos, algo que los primeros discípulos, que eran todos judíos, todavía no habían comprendido del todo, pese a que Jesús, después de resucitado, les había mandado hacer discípulos en todas las naciones de la tierra (Mt 28:19). (4) En este episodio de Hechos el universalismo cristiano se opone al particularismo de la religión judía abriendo una brecha para la predicación del Evangelio a todos los hombres.

Llegado Pedro al día siguiente a casa de Cornelio, que había congregado a amigos y parientes, después de los saludos y las explicaciones mutuas acerca de porqué Cornelio había llamado a Pedro, y éste había acudido a la invitación, pese a que ningún judío podía juntarse con extranjeros, el apóstol empezó a hablarles de Jesucristo. Les narró sucintamente la obra de bien que Jesús había hecho, y cómo lo habían matado crucificándolo cruelmente, pero cómo Dios lo había levantado al tercer día, y lo había constituido juez de vivos y muertos (Hch 10:34-42). Llegado al punto en que Pedro proclamó que todos los que creen en Jesús reciben el perdón de sus pecados, el Espíritu Santo cayó sobre los que oían su discurso, para asombro de los judíos que lo acompañaban, pues los oían hablar en lenguas y alabar a Dios (Hch 10:44-46).

¿Cómo pudo el Espíritu Santo haber venido sobre los que no creían en Jesús, sobre los que no habían sido bautizados? En primer lugar debemos tener en cuenta que Cornelio y los suyos creían en el Dios de Israel, es decir, no eran paganos. Tenían una base de fe en el Dios verdadero, aunque aún no se les había predicado a Cristo. Y segundo, podemos pensar que en el momento en que Pedro habló del perdón de pecados mediante la fe en Jesús, ellos creyeron y fueron salvos. E inmediatamente vino el Espíritu Santo sobre ellos. El hecho de que ellos recibieran el Espíritu Santo antes de ser bautizados quiere decir que Dios no sigue las reglas que establecemos los humanos, y que en cada ocasión Él actúa de acuerdo a lo que demandan las circunstancias y el bien de todos. Recordemos que también Pablo recibió el Espíritu Santo por la imposición de manos de Ananías antes de ser bautizado en agua (Hch 9:17,18).

Posteriormente Pedro tuvo que justificar ante sus compañeros en Jerusalén que él hubiera entrado a casa de gentiles impuros y que hubiera comido con ellos, algo inaudito para un creyente judío.

Este acontecimiento, que ha sido llamado el “Pentecostés de los gentiles”, cambió el curso de la historia de la iglesia, que en adelante –contrariamente a lo que ocurría al comienzo- empezó a recibir en su seno a los no judíos como hermanos con los mismos derechos y prerrogativas, y herederos de las mismas promesas que los judíos, como los compañeros de Pedro tuvieron que reconocer como quien recibe una revelación inesperada: “¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida!” (Hch 11:18) (4)

Sin embargo, las tensiones entre los del “partido de la circuncisión” y los que consideraban que no debía exigirse que se circuncidaran a los gentiles que creían en Jesús, no acabaron con este episodio. Demoró algún tiempo para que la iglesia de Jerusalén, que al principio era exclusivamente judía, aceptara que la universalidad del mensaje de Jesús exigía que se abolieran las prescripciones rituales de la ley. Ese es el tema polémico del que se ocupa Pablo en la epístola a los Gálatas. Pero notemos que si la iglesia no hubiera comprendido el propósito de salvación universal de Dios, los seguidores de Jesús no hubieran pasado de ser una secta más dentro del mundo exclusivo del judaísmo, y el Evangelio no hubiera sido predicado a todas las naciones, como lo había ordenado Jesús (Mt 28:19; Mr 16:15).

Notas: 1. En Esdras 4 se relata cómo al retornar los judíos del cautiverio, los samaritanos hicieron cesar la obra de la reconstrucción del templo de Jerusalén iniciada por el grupo de exiliados que retornó con Zorobabel. En Nehemías 4 se lee también cómo ellos, esta vez sin éxito, se opusieron a la reconstrucción de las murallas de la ciudad santa emprendida por Nehemías.
2. En 2R 17:24-40 se relata cómo los asirios, después de deportar a la mayor parte de los habitantes del reino de Israel, repoblaron Samaria con gente traída de diversos lugares de su imperio, la cual se volvió sincretista, porque siguieron adorando a sus propios dioses, al mismo tiempo que adoraban al Dios de Israel, cuyo culto habían encontrado en las ciudades a los que los habían traído.
3. Los límites precisos de esa restricción sabatina habían sido establecidos por las “tradiciones de los mayores”, que todos los judíos de entonces respetaban. Recuérdese, por ejemplo, la indicación “camino de un día de reposo” que figura al inicio del libro de los Hechos (1:12) para describir la distancia en que se hallaba el monte Olivar de Jerusalén.
4. Pero no sólo después de resucitado. Poco antes de morir Jesús les anunció a sus discípulos que su Evangelio sería predicado a todas las naciones de la tierra (Mt 24:14; c.f. 26:13). Es cierto que cuando Jesús envió a los doce a predicar Él les ordenó: “Por camino de gentiles no vayáis, y en ciudad de samaritanos no entréis, sino id antes a las ovejas perdidas de la casa de Israel.” (Mt 10:5,6) A la mujer sirofenisa le dijo “No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.” (Mt 15:24). Sin embargo, en su propio ministerio Él no se mantuvo dentro de esos límites porque fue la región de los gadarenos, que criaban cerdos (Lc 8:26ss), visitó las ciudades paganas de Tiro y Sidón (Mt 15:21), y pasó por la Decápolis (Mr 7:31), región en donde había diez ciudades griegas. Es de notar que si bien al ir a territorio pagano no dejó de hacer algún milagro, sí se abstuvo de predicar, aunque no en la ciudad de Sicar en Samaria (Jn 4:40-42).
5. Si a Pedro no le fue fácil convencer a los discípulos de Jerusalén que él había acudido a casa de un gentil obedeciendo a una visión del Señor, esta audacia suya hizo que él perdiera la estima de que hasta entonces él gozaba entre los judíos no cristianos, y que lo vieran como un transgesor de la ley que ordenaba una separación estricta entre judíos y gentiles.
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martes, 20 de julio de 2010

CONSIDERACIONES ACERCA DEL LIBRO DE HECHOS I

Por José Belaunde M.
El Ministerio de Pedro

Después de haber presenciado en las afueras de Jerusalén la ascensión de Jesús a los cielos (Hch 1:9-11. Nota 1), los once apóstoles retornaron al aposento alto donde moraban y “perseveraban unánimes en oración” junto con las mujeres, y con María la madre de Jesús, y sus hermanos (Hch 1:14).

Antes de ser llevado al cielo Jesús les había anunciado que recibirían poder “cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo” para que fueran testigos de su nombre y del mensaje de salvación (la Buena Nueva) no sólo en Jerusalén, en Judea y en Samaria, sino hasta los confines de la tierra. (Hch 1:8). A este encargo solemne (que figura también en los pasajes finales de otros Evangelios) se le suele llamar “la Gran Comisión.”

El aposento alto donde moraban era posiblemente el mismo cenáculo donde Jesús había pasado con ellos su última noche y había celebrado la Santa Cena. Muy probablemente la casa pertenecía a María, la madre de Juan Marcos, el autor del segundo evangelio. (Hch 12:12).

¿Quiénes eran las mujeres que hemos visto menciona el libro? Podían ser las esposas, y quizá algunas hijas de los once, a las que se habían juntado las mujeres que apoyaron a Jesús en su ministerio, y que Lucas menciona (Lc 8:2; 24:10).

También se menciona por primera vez entre los creyentes, junto con su madre, a los hermanos de Jesús que antes lo rechazaban (Jn 7:5) pero quienes seguramente habían creído después de la resurrección. El libro no menciona cómo ni cuándo sucedió esto, pero uno de ellos, Santiago (o Jacobo) (2) a quien, según Pablo, Jesús resucitado se apareció (1Cor 15:7), llegó a ocupar un posición importante en la iglesia de Jerusalén. (Véase Hch 15:13-21).

Estando pues reunidos ciento veinte “hermanos” (3), número que posiblemente incluye sólo a los varones, Pedro se levantó en medio de ellos como su líder natural para hablarles. (4). Después de mencionar la traición y muerte de Judas Iscariote, les señaló la necesidad de nombrar a uno que tomara el lugar que había quedado vacío entre los doce que habían estado con Jesús desde el bautismo de Juan y que habían sido testigos de su resurrección.

Para ello escogieron a dos: a José llamado “hijo del sábado” (que es lo que Barsabas quiere decir), a quien conocían como “el Justo”, y a Matías, cuyo nombre no aparece en los evangelios, ni vuelve a mencionarse después de este episodio, lo cual no es muy significativo en sí mismo porque, aparte de Juan, tampoco menciona el libro de los Hechos a ninguno de los otros apóstoles. (5) .

El método de usar suertes para conocer la voluntad de Dios y escoger entre los dos fue muy usado en el Antiguo Testamento (Pr 16:33. Véase Ex 28:30; Nm 27:21; 1Sm 28:6; Nh 7:65), pero es la única vez que se emplea en el Nuevo Testamento. Después de Pentecostés los apóstoles se apoyaron solamente en la guía del Espíritu Santo para las decisiones que debían tomar.

Es interesante que, más adelante, cuando se vuelve a producir un vacío en el número de los doce con la muerte de Santiago, hijo de Zebedeo (Hch 12:1,2), los apóstoles no sintieron la necesidad de reemplazarlo por otro que tomara su lugar. Esto sólo lo consideraron necesario cuando ellos empezaron a dar testimonio de la muerte y resurrección de Jesús al mundo, esto es, desde nuestra perspectiva, al comenzar la vida de la iglesia.

Todos conocemos lo que ocurrió en Pentecostés, el primer derramamiento del Espíritu Santo experimentado por la naciente congregación de los seguidores de Jesús. Muchos creen que ese acontecimiento, y la fiesta que celebramos anualmente para conmemorarlo, se llaman así porque justamente ese día descendió el Espíritu Santo sobre los discípulos congregados en el aposento alto. Pero no es así.

Pentecostés es el nombre en griego de una fiesta judía que se celebraba cincuenta días después de la Pascua, y que se llamaba así porque esa palabra griega quiere decir quincuagésimo. (Lv 23:15,16) El nombre en hebreo de la fiesta era Shavuot, o “fiesta de las semanas”, y que caía según el calendario judío, siete semanas y un día después de que se hubiera mecido delante del Señor “una gavilla por primicia de los primeros frutos” el día de la·fiesta de los panes sin levadura. (Lv 23:10,11).

Pentecostés era una fiesta agrícola que festejaba el fin de la cosecha. Y es interesante constatar el sentido simbólico de la ofrenda de esa gavilla mecida como primicia de los primeros frutos pues, de un lado, la transformación que se operó en los ciento veinte congregados es la primicia de los primeros frutos de la acción del Espíritu Santo en los creyentes; y, de otro, la conversión y el bautismo de tres mil personas ese mismo día es el primer fruto de la predicación apostólica al inicio de la vida de la iglesia. (Hch 2:41)

Tres eran los festivales anuales que atraían a Jerusalén multitud de peregrinos judíos de todas las regiones del Medio y Cercano Oriente, y de la cuenca del Mediterráneo a donde habían sido dispersados (6). ¿Cuán grande era su número? Según el historiador judío Josefo, la cifra alcanzaba a tres millones de personas. Pero ese número parece inverosímil para una ciudad cuya población permanente ha sido calculada entre cincuenta mil y cien mil habitantes. Pero así sólo fueran unos cuantos cientos de miles los peregrinos es obvio que Dios había programado calculadamente el descenso del Espíritu Santo y el inicio de la predicación apostólica para que tuviera el mayor impacto posible en su primera audiencia, y en los días que siguieron y, a través de esta primicia de convertidos, a todas las regiones de donde esos nuevos cristianos provenían, pues muy pronto empezaron a surgir comunidades cristianas en lugares a los que aún no habían llegado los apóstoles. Eso quiere decir que si la venida del Espíritu Santo, y la predicación apostólica que suscitó, hubieran tenido lugar en una época del año en que la ciudad de Jerusalén no estaba colmada de peregrinos, el impacto inicial hubiera sido mucho menor y la difusión inicial del Evangelio, bastante limitada y menos rápida.

¿Quiénes fueron los fundadores de esas congregaciones alejadas, o quiénes llevaron la semilla del Evangelio a esos lugares todavía no alcanzados por los apóstoles? Muy probablemente los que habían sido bautizados el día de Pentecostés y en los días subsiguientes. Ellos fueron los embajadores de Cristo no previstos por los hombres, pero sí por Dios.

La curva de crecimiento numérico de la iglesia de Jerusalén en esos días es exponencial De ciento veinte personas congregadas en la mañana, a tres mil varones convertidos ese mismo día, que se elevaron a cinco mil poco después con los que se agregaron cuando Pedro predicó en el pórtico de Salomón después de haber sanado a un paralítico que pedía limosna a la puerta del templo. (Hch 3:1-10; 4:4) (7).

Poco más de treinta años después, el año 64, el emperador Nerón dio inicio en Roma a la primera persecución de cristianos en el imperio, en el curso de la cual, según el historiador romano Tácito “una vasta multitud fue condenada”.

¿Cómo había surgido esa congregación? Que se sepa ningún apóstol había llegado aún a la capital imperial. ¿Quién pudo haber llevado la fe a esa ciudad? Aunque no se tengan datos precisos muy probablemente fueron algunos de los escucharon predicar a Pedro el primer o el segundo día, y que fueron subsiguientemente bautizados, entre los que se encontraban también algunos romanos, dice el texto (Hch 2:10). Ellos retornaron a casa con su nueva fe transformados e imbuidos de gran celo evangelístico, como suele ocurrir con los nuevos creyentes.

Y si eso sucedió en Roma podemos suponer que algo similar ocurrió en muchas otras de la ciudades y regiones de donde provenían los peregrinos que acudieron a Jerusalén para las fiestas (Hch 2:9-11). Podríamos pues decir, parafraseando una frase popular, que “Dios lo tenía todo calculado.” Podemos pensar no sólo que todo eso había sido previsto por la Providencia que gobernaba la marcha de la iglesia, sino que también la gracia acompañaba a todos los que se habían convertido en Jerusalén en esas fechas cuando retornaron a sus lugares de origen y los urgía a compartir su fe.

Un aspecto singular del fenómeno de Pentecostés que no se debe olvidar es el de las lenguas "como de fuego” que flotaban sobre cada uno de los ciento veinte congregados en el aposento alto. No eran de fuego físico, como el que conocemos, sino de algo inmaterial que se le asemejaba. Sabemos que en el Antiguo Testamento en varias ocasiones la presencia de Dios se manifestaba con la aparición de algo que asemejaba al fuego. El primer caso es el del arbusto ardiente que contempló Moisés, desde el cual Dios le habló, y que no ardía de un fuego material sino de otra naturaleza, porque no se consumía (Ex 3:1-5). Otro es el de la columna de fuego que iba delante de los israelitas en el desierto para alumbrarlos y guiarlos de noche cuando caminaban (Ex 13:21,22), y que reposaba sobre el tabernáculo cuando se detenían (Ex 40:38). Pero en Pentecostés el fuego simbolizaba además el fuego interno de entusiasmo y de amor que ardía en el pecho de los que recibían el Espíritu Santo. ¿Qué cristiano no ha sentido alguna vez ese fuego por Dios arder en su pecho?

Pero no todos los que escuchaban predicar a Pedro y a los apóstoles por primera vez estaban asombrados por lo que oían, sino que algunos se burlaban de ellos diciendo: “están llenos de vino dulce.” (“mosto” en Reina Valera 60, Hch 2:13), por lo que Pedro tuvo que alzar su voz para negar que estuvieran ebrios. (Hch 2:15). La palabra que aparece en el original griego en ese lugar es gleukos (que se pronuncia “gliucos”), que designaba al vino dulce nuevo que era altamente inebriante, y de la cual deriva nuestra conocida palabra “glucosa”.

Los últimos versículos del capítulo dos describen cómo era la vida de la naciente comunidad de creyentes en Jesús, con qué atención recibían la enseñanza de los apóstoles, cómo acudían diariamente al templo (aún no se había producido un rompimiento con la religión oficial judía), cómo se reunían para comer juntos todas las tardes y partían el pan (lo cual parece ser una alusión a la Santa Cena) y cómo compartían en común todas las cosas, en una forma espontánea de comunismo primitivo.

¿De qué vivían los hermanos, puesto que muchos de ellos habían abandonado sus ocupaciones? Los que tenían posesiones las vendían y se repartía el producto entre todos (Hch 2:45). Más adelante se precisa que “ninguno decía ser suyo propio lo que poseía” sino que lo vendían y traían el precio, y “lo ponían a los pies de los apóstoles”, que lo administraban según las necesidades de cada cual (Hch 4:32-35).

Uno de esos generosos fue un creyente llamado Ananías quien, de acuerdo con su mujer, vendió una propiedad, pero no trajo a Pedro el precio completo de la venta, sino que se reservó una parte. Pero Pedro, advertido por el Espíritu Santo del engaño, le increpó su falsedad y que pretendiera mentir al Espíritu Santo, esto es, a Dios (8). Ananías al instante cayó muerto como fulminado, y poco después a su mujer, que se acercó a Pedro sin saber lo acontecido a su marido, le sucedió lo mismo (Hch 5:1-11). Este un ejemplo temprano de consagración falsa a Dios, de querer aparentar una devoción hipócrita para jactarse ante los demás de su supuesta generosidad. ¿Cuántos seguidores han tenido Ananías y Safira en la historia de la iglesia?

Según su costumbre Pedro y Juan subían al templo todos los días a orar a la hora novena, esto es, a las tres de la tarde, la hora de la oración y de los sacrificios. Al entrar al templo por la puerta llamada la Hermosa, que daba al atrio de las mujeres, vieron a un paralítico que pedía limosna. En ese momento Pedro pronunció una frase que se ha hecho famosa: “Oro y plata no tengo, pero lo que tengo te doy. En el nombre de Jesús de Nazaret, levántate y anda.” Alzado por Pedro, el paralítico enseguida lo hizo y comenzó a caminar y a saltar siguiendo a los apóstoles (Hch 3:1-8).

El milagro hecho en un mendigo conocido por todos hizo que el pueblo se agolpara en el Pórtico de Salomón, al interior del templo. Ahí Pedro pronunció su segundo discurso que registra el libro de Hechos, con un éxito semejante al primero. Esta vez Pedro reprochó al pueblo que en lugar de acoger al Santo enviado por Dios, hubieran matado al “autor de la vida”, a quien Dios ha resucitado de los muertos; y los instó a arrepentirse para que fuesen perdonados sus pecados. (Hch 3:19)

Era normal que los sacerdotes y sus partidarios, los saduceos, no apreciaran que los apóstoles anunciaran que Jesús había resucitado, en primer lugar, porque ellos habían conspirado contra su vida; y en segundo lugar, porque ellos no creían en la resurrección de los muertos (Mt 22:23). Llevados ante el Sanedrín, Pedro, que es el que siempre toma la palabra, “lleno del Espíritu Santo”, se dirigió a la asamblea sin temor alguno y les reprochó haber crucificado a Jesús (9), a quien su Padre había resucitado de los muertos, y en cuyo nombre el paralítico estaba ahora delante de ellos sano. Y concluyó proclamando que “no hay otro nombre bajo el cielo… en quien podemos ser salvos.” (Hch 4:12)

Como no podían encarcelarlos ese momento porque el pueblo estaba a su favor, las autoridades del Sanedrín los conminaron bajo amenazas que no siguieran enseñando en el nombre de Jesús. Poco contaban ellos con el fuego interno que animaba a Pedro y Juan, así como a los otros discípulos, el cual no les iba a permitir permanecer callados, porque no sólo no les hicieron caso, sino que continuaron predicando enfervorizados y haciendo milagros, de modo que hasta de las ciudades vecinas traían a los enfermos para que fueran sanados (Hch 5:12-16).

Disgustados por lo que estaba ocurriendo, los sacerdotes y los saduceos mandaron apresar a los apóstoles y los echaron a la cárcel, pero un ángel vino y los sacó de la prisión, y los animó a seguir anunciado las palabras de vida al pueblo (Hch 5.17-20). Convocado el Sanedrín al día siguiente para ver el asunto, cuando los alguaciles fueron a la cárcel a traer a los apóstoles se dieron con la sorpresa de que no estaban, a pesar de que todas las puertas estaban cerradas, de modo que cuando se enteraron las autoridades perplejas “dudaban en qué vendría a parar aquello.” (Hch 5:24).

Encima les informaron que los apóstoles, contraviniendo su orden expresa, estaban en el templo enseñando al pueblo. Entonces los volvieron a apresar y los trajeron nuevamente ante el concilio para echarles en cara: “¿No os mandamos estrictamente que no enseñaseis en ese nombre? Y ahora habéis llenado a Jerusalén de vuestra doctrina y queréis echar sobre nosotros la sangre de ese hombre.” (Hch 5:28). Pero Pedro y los apóstoles sin miedo alguno respondieron: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres.” (v. 29) Esas palabras resuenan todavía en nuestros oídos porque fueron dirigidas también a nosotros y a los cristianos de todos los tiempos.

Los apóstoles volvieron a proclamar ante ellos el mensaje de salvación de Jesús, de tal manera que las autoridades enfurecidas querían matarlos. Entonces se levantó Gamaliel, doctor de la ley muy apreciado por el pueblo (10), y habiendo hecho sacar a los apóstoles, les recordó a sus colegas cómo en el pasado habían surgido líderes que habían atraído a muchos seguidores, pero que sus movimientos se habían desvanecido en poco tiempo. Y concluyó: “Si ésta es obra de hombres, se desvanecerá, pero si es de Dios, no la podréis destruir.” (Hch 5:38,39)

Como los demás convinieron con su consejo de soltar a los apóstoles para ver qué pasaba, los volvieron a llamar y “después de azotarlos, les intimaron que no hablasen en el nombre de Jesús, y los pusieron en libertad.” Los apóstoles salieron “gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre.” Y siguieron predicando igual en el templo y en las casas. (Hch 5:40-42).

Notas: 1. En realidad lo que debe haber ocurrido es que el cuerpo glorioso de Jesús se desvaneció ante sus ojos, así como se materializaba en sus apariciones. Su cuerpo ascendió, es decir, se fue hacia arriba, porque Jesús se adoptó a la concepción espacial que tenían los hombres de su tiempo, según la cual el cielo espiritual estaba en las alturas. De lo contrario no entenderían lo ocurrido.

2. El nombre del segundo hijo de Isaac en hebreo es Yaacov, (que quiere decir “el que coge el talón”, esto es, “el suplantador”) de donde viene “Jacobo” en español. En griego se escribía “Iacov”, de donde viene en español antiguo el nombre de “Iago”. Si a éste le anteponemos el prefijo “san” e intercalamos una “t” por razones de pronunciación, tenemos nuestro conocido nombre “Santiago”, que es más usual entre nosotros que Jacobo.

3. Esta es la primera vez que se usa esta palabra para designar a los creyentes en Jesús.

4. En dos ocasiones Jesús lo había designado para ocupar esa posición: Mt 16:13-18; Jn 21:15-19.

5. Su nombre es posiblemente una variante de Matatías, Matiyahu en hebreo (“don de Jehová”), que figura dos veces en la genealogía de Jesús que consigna Lucas (2:25,26).

6. Pesaj ( Pascua) -que se había fusionado con la fiesta de los panes sin levadura-, Shavuot (Pentecostés) o fiesta de las semanas, y Sucot, o fiesta de los tabernáculos.

7. Muchos interpretan la cifra de cinco mil que menciona el último versículo citado como la del número de hombres que se convirtieron ese día. Pero el sentido del texto hace pensar más bien que con los nuevos convertidos, la cifra total de creyentes llegó a esa cantidad.

8. Esta es una de las primeras declaraciones que afirman sin lugar a equívocos la divinidad del Espíritu Santo.

9. Ojo, no culpa a los romanos que llevaron a cabo la crucifixión, sino a los que la promovieron.

10. Pablo declarará más tarde haber sido discípulo de Gamaliel (Hch 22:3). Leyendas posteriores aseguran que luego se convirtió al cristianismo. Pero eso es altamente improbable porque Gamaliel fue el fundador de una dinastía famosa de rabinos.

NB. Este artículo, y los siguientes del mismo título, han sido inspirados por la lectura del interesante libro de Paul L. Meier, ”In the Fullness of Time”, de donde procede también parte de la información consignada.

#636 (18.07.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).