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martes, 9 de agosto de 2011

EL CONCILIO DE JERUSALÉN II

Consideraciones acerca del libro de Hechos X


Por José Belaunde M.


En el artículo anterior (El Concilio de Jerusalén I) hemos visto cómo la asamblea convocada para resolver el tema de la circuncisión de los creyentes gentiles, aprobó la propuesta de Santiago de imponer a los cristianos no judíos sólo cuatro normas de conducta que garantizaran la convivencia y la unidad entre creyentes judíos y no judíos fuera de Israel.

Al terminar de hablar Santiago la asamblea, con los apóstoles y ancianos a la cabeza, decidió escribir una carta a la iglesia de Antioquía y a las otras iglesias gentiles nacientes, y enviarla por medio de dos miembros prominentes de la congregación de Jerusalén. Con ese fin escogieron a Judas, llamado Barsabás (Nota 1) y a Silas, quienes irían acompañados de Bernabé y de Pablo. La carta, que está específicamente dirigida a los creyentes gentiles, decía lo siguiente: “Los apóstoles, los ancianos y los hermanos (2), a los hermanos de entre los gentiles que están en Antioquía, en Siria y en Cilicia (es decir en los lugares por donde Pablo y Bernabé han pasado fundando iglesias compuestas principalmente por gentiles), salud.” (Hch 15: 23) Esta frase constituye el exordio y el saludo. Lo que sigue es el contenido propiamente dicho de la misiva.

“Por cuanto hemos oído que algunos que han salido de nosotros, a los cuales no dimos orden, (con estas palabras se desautoriza a los judaizantes que apelaban a la autoridad de Santiago) os han inquietado con palabras perturbando vuestras almas, mandando circuncidaros y guardar la ley (he aquí el meollo del problema y lo que la carta pretende aclarar definitivamente: para ser discípulo de Cristo no hay necesidad de hacerse primeramente judío), nos ha parecido bien, habiendo llegado a un acuerdo, (es decir, lo que os escribimos es una decisión a la que por consenso ha llegado toda la iglesia) elegir varones y enviarlos a vosotros con nuestros amados Bernabé y Pablo, hombres que han expuesto su vida por el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo.” (v. 24-26). (Con estas palabras la iglesia de Jerusalén da su respaldo pleno a la predicación de Pablo y Bernabé).

“Así que enviamos a Judas y a Silas, los cuales también de palabra os harán saber lo mismo”. (Es decir, ellos les explicarán aquellos aspectos sobre los cuales pudieran tener dudas. Tienen nuestro respaldo para hacerlo). Lo que sigue es la parte más importante de la carta: “Porque ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros (lo que les decimos no es sólo nuestra opinión, sino es lo que el Espíritu nos inspira decirles después de haberle consultado) no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias (para que judíos y gentiles podáis sentaros a la misma mesa sin que lo que uno coma sea chocante para el otro, ni tenga reproche alguno sobre la conducta del otro): que os abstengáis de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación; de las cuales cosas, si os guardareis, bien hacéis. Pasadlo bien” (3) (v. 27-29) (Estas dos palabras finales son el saludo de despedida).

Llegados a este punto la asamblea tuvo prisa por comunicar su decisión a la iglesia de Antioquía y a las demás iglesias mencionadas antes, enviando la carta por medio de los miembros citados de la iglesia de Jerusalén, Judas Barsabás, y Silas, junto con Bernabé y Pablo.

Los emisarios no se contentaron con entregar la carta a la iglesia de Antioquía sino que la leyeron a la congregación reunida (v.30,31), añadiendo Judas y Silas, que eran profetas, las palabras de consolación que les movió a decir el Espíritu. Cumplido el encargo que les fue confiado, -después de cuánto tiempo no se sabe, pero la versión árabe dice: “pasado un año”- Judas, con los demás de la comitiva cuyos nombres no se mencionan, retornó a Jerusalén, pero Silas se quedó en Antioquía (v.34). (4) “Fueron despedidos en paz por los hermanos,” dice el texto (v. 33), lo cual quiere decir que dejaron a la iglesia de Antioquía también en paz, habiendo calmado las inquietudes que los promotores de la circuncisión habían suscitado.

Pablo y Bernabé se quedaron también durante un tiempo más en esa ciudad, que era su centro de operaciones, confirmando “a los hermanos con abundancia de palabras.” (v. 32) (5).

Es interesante observar –como anota Adolf Schlatter (6)- que el sentido propio y la importancia coyuntural que tenían las cuatro abstenciones mencionadas en la carta se perdió pronto, porque los escritores cristianos del segundo siglo se refieren a ellas como si prohibieran la idolatría, el adulterio y el asesinato, como si su propósito hubiera sido formular un código elemental de ética, lo cual no era el caso (7).

Es interesante notar asimismo que el decreto de Jerusalén –por llamarlo de alguna manera- no contiene ninguna declaración doctrinal. De lo que trata es del comportamiento que deben guardar los hermanos en las iglesias formadas por judíos y gentiles para que puedan tener “koinonía” y poder, además, comer juntos y, esto es muy importante, “partir el pan” juntos.

En realidad la cuestión acuciante que estaba en el tapete en ese momento era la unidad de la iglesia. ¿Habría una sola iglesia formada por creyentes judíos y gentiles, o dos iglesias separadas, una formada por judíos que seguían guardando escrupulosamente toda la ley de Moisés, y otra formada por gentiles que no se ceñían a ella, salvo el Decálogo? ¿Una iglesia que consideraba a la comunidad de Jerusalén como la iglesia madre y otra que miraba a la de Antioquía? Ciertamente la iglesia de Antioquía era la iglesia madre de las iglesias fundadas por Pablo y Bernabé en sus viajes. ¿Pero podía la iglesia de Antioquía tomar decisiones vitales prescindiendo de la de Jerusalén, donde estaban los tres pilares de la iglesia, Pedro, Juan y Santiago? Antioquía nunca lo habría soñado, ni Pablo –tan preocupado por mantener la unidad de la iglesia- lo hubiera permitido. Él insistió en que fuese Jerusalén la que decidiera las cuestiones que habían causado zozobra entre los creyentes.

Aquí hay una paradoja: De un lado él insistía con gran énfasis en señalar que el encargo y el llamado que él había recibido de predicar a los gentiles no dependía de ningún hombre, sino que procedía directamente de Dios; de otro, él daba gran importancia a que las decisiones sobre los temas en que había opiniones encontradas, fueran tomadas por la iglesia de Jerusalén donde estaban los apóstoles que habían estado con Jesús, y sus allegados más cercanos.

Un aspecto intrigante del llamado “Decreto de Jerusalén”, es que no se menciona para nada el sábado, a pesar de la importancia que tenía para los judíos. Los pueblos paganos, como sabemos, no guardaban el sábado, no tenían un día de descanso semanal, y tildaban a los judíos de ociosos por hacerlo. ¿Guardaban el descanso semanal los discípulos judíos de Jesús después de su muerte? Aparentemente sí, pero es una pregunta difícil de contestar por la falta de evidencias seguras. Por lo pronto no se reunían los sábados para orar sino solían hacerlo al día siguiente, que empezaron a llamar “el día del Señor(8), en recuerdo de la resurrección de Jesús. Pero no descansaban ese día, ni les hubiera sido fácil hacerlo a los que trabajaban por su cuenta y a los asalariados. Pero los fariseos convertidos, que eran celosos de la ley y que querían imponer la circuncisión a todos los creyentes, posiblemente sí guardaban el sábado. ¿Por qué no trataron de imponer con el mismo rigor a los gentiles el descanso sabatino si ése era también un punto muy importante de la ley?

Jesús mismo sí lo guardaba pues Él cumplió toda la ley, aunque criticara la excesiva reglamentación de su cumplimiento desarrollada por las tradiciones judías, la llamada Torá oral, y diera al sábado un nuevo significado. Pero es poco probable que los “nazarenos”, o que Santiago, el hermano del Señor, viviendo en un ambiente judío, no se sintieran obligados a guardarlo.

Todo hace pensar que Jesús nunca tuvo la intención de reemplazar el descanso en sábado por el descanso en el primer día de la semana, y así lo entendió la iglesia de Jerusalén. Fue Pablo quien vio la dificultad que para los gentiles convertidos representaba guardar el sábado fuera de la tierra de Israel (Col 2:16).

Otro aspecto interesante de la carta redactada por la iglesia de Jerusalén es que no decreta ni impone a sus destinatarios las cuatro directivas de conducta, sino sólo las recomienda: haréis bien en guardar estas cosas (Hch 15:29). La iglesia de Jerusalén, pese a su reconocida eminencia, no ejercía autoridad sobre las iglesias hermanas. Sólo más tarde se desarrollará el principio de autoridad de una iglesia sobre otras, y eso muy lentamente.

Otro aspecto que conviene señalar también es que la carta no está dirigida a todas las iglesias gentiles, sino sólo a la iglesia de Antioquía y a las de Siria y Cilicia que dependían de ella, y no a todos sus miembros, sino a los hermanos gentiles de entre ellas, porque los creyentes judíos seguían guardando toda la ley. Ese parece ser el sentido del ver. 21, donde se dice que la ley de Moisés es enseñada en las sinagogas todos los sábados, lo cual quiere decir que los discípulos judíos acudían a la sinagoga en sus ciudades, y que probablemente guardaban toda la ley.

Eso nos pone ante el cuadro siguiente: en las iglesias mixtas, es decir formadas por creyentes judíos y gentiles, al hacer mesa común, los creyentes judíos se ceñían, como estaban acostumbrados, a las prescripciones alimenticias de la ley mosaica; los creyentes gentiles, por su lado, a fin de no chocar a sus hermanos judíos, se abstenían de lo indicado en los tres puntos de la carta tocantes a la alimentación.

Con el tiempo, a medida que la iglesia judía fue superada en número por las iglesias donde predominaban los creyentes de origen gentil, es decir, pagano, las prescripciones alimenticias mosaicas fueron cayendo en desuso entre los cristianos, incluso judíos. Vale la pena notar que, recordando la advertencia hecha por Jesús (Mt 24:15-18), los cristianos de Jerusalén huyeron de la ciudad antes de que fuera sitiada por los romanos, salvando de esa manera la vida. Bajo la dirección de Simeón, hermano y sucesor de Santiago, ellos se establecieron en la vecina ciudad de Pella, pero subsistieron por poco tiempo.

Referente a lo “sacrificado a los ídolos” Pablo en su primera epístola a los Corintios (iglesia a la cual no fue dirigida la carta de Jerusalén) sostiene que, dado que los ídolos nada son, pues los dioses no existen ya que hay un solo Dios, los cristianos pueden comer de toda la carne que se venda en el mercado, sin preguntar si ha sido sacrificada a los ídolos o no. Pero si alguno le advierte al que está a la mesa que la carne que está a punto de comer ha sido sacrificada a ídolos, sería bueno que se abstenga de comerla para no ser tropiezo al que hizo la advertencia –cuya conciencia es débil- pues al verle comerla, podría ser estimulado a hacer algo que su conciencia repruebe y se contamine. El principio que él sienta al respecto es “todo me es lícito, pero no todo edifica”. (Ver 1ª Cor 8 y 10:23-33).

Queda sin embargo la pregunta: ¿La prohibición de comer sangre, que es anterior a la ley de Moisés (véase Gn 9:3,4), sigue siendo válida en nuestro tiempo? En el Nuevo Testamento no hay respuesta explícita a esa pregunta, aparte de lo indicado en el episodio que comentamos. Por ese motivo la práctica de las iglesias ha sido variada, aunque la tendencia predominante es ignorar esa prohibición.

Notas: 1. En Hch 1:23 se menciona a otro Barsabás (e.d. hijo de Saba), llamado José, que tenía por sobrenombre “el Justo”, y que fue uno de los dos candidatos propuestos para completar el número de los doce apóstoles, reemplazando al traidor Judas Iscariote.

2. Con esta introducción se designa en orden jerárquico a los que asistieron a la reunión y adoptaron por consenso las decisiones que se tomaron, esto es, en primer lugar, a los apóstoles, cuya autoridad provenía de haber acompañado y haber sido instruidos por Jesús. Nadie podía transmitir mejor que ellos lo que su Maestro hubiera pensado acerca de los asuntos graves que se planteaban a la iglesia. Enseguida se menciona a los ancianos, como colaboradores inmediatos suyos, que asumían determinadas responsabilidades en la iglesia; y por último, a los miembros “de a pie” de la congregación, cuya opinión fue también tenida en cuenta.

3. El significado de estas cuatro prohibiciones fue explicado en el artículo anterior: “El Concilio de Jeruslén I”.

4. El v. 33 sugiere, en efecto, que los cuatro no fueron los únicos que descendieron a Antioquía, sino que fueron acompañados por otros más, puesto que dice: “fueron despedidos” en plural. Pero si Silas, Pablo y Bernabé se quedaron en Antioquía, Judas Barsabás sería el único que fue despedido. Sin embargo, el vers. 34 sólo figura en el texto occidental, pero no en el texto alejandrino, que es más antiguo. Si ese versículo fue añadido por un copista, como algunos creen, Silas habría retornado a Jerusalén con Judas. En ese caso, cuando posteriormente al separarse de Bernabé a causa de la disputa que tuvieron sobre Juan Marcos, Pablo escoge a Silas por compañero para su próximo viaje misionero, habría que pensar que fue a buscarlo a Jerusalén. Sea como fuere, Silas, cuyo cognomen romano era Silvanus, era un socio muy adecuado para Pablo en esta nueva etapa, porque era también ciudadano romano como él.

5. Nótese que cuando las palabras son de la iglesia se menciona a Bernabé antes que a Pablo, pero cuando habla el narrador Pablo es mencionado primero.

6. En su libro “Die Geschichte der ersten Christenheit”.

7. La idolatría, la fornicación y el asesinato eran los tres pecados cardinales que ningún judío podía cometer aun en el caso de peligro de muerte, mientras que se toleraba que pudiera cometer otros menos graves de ser necesario para salvar su vida.

8. En latín “Domínicus dies”, (de “Dóminus”, es decir, “señor”) de donde vienen las palabras “domingo”, en español; “doménica”, en italiano; “dimanche”, en francés, etc.

#670 (20.03.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

EL CONCILIO DE JERUSALÉN I

Consideraciones acerca del libro de Hechos IX (Nota 1)


Por José Belaunde M.

En el artículo anterior vimos que como resultado de la venida a Antioquía de unos creyentes judaizantes que insistían en que era necesario que los convertidos gentiles se circuncidaran, se suscitó una gran discusión, por lo que se decidió que varios miembros de la iglesia de Antioquía –entre ellos Bernabé y Pablo- fueran a someter la cuestión a la iglesia de Jerusalén.

Apenas llegados a Jerusalén, Pablo y sus compañeros les contaron lo que el Señor había hecho con ellos en tierra de gentiles y cómo muchos de ellos habían creído en Jesús. Inmediatamente se alzaron las voces de los que antes de haberse convertido habían pertenecido a la secta de los fariseos –y por tanto eran muy celosos de la ley- para sostener que era necesario que esos creyentes gentiles se circuncidaran, lo que dio lugar a que se convocara una reunión en que asistirían no sólo los apóstoles sino también los ancianos de la comunidad. (Hch 15:4-6). ¿Qué apóstoles estuvieron presentes en la reunión, aparte de Cefas, Santiago y Juan? No es posible saberlo porque nada sabemos acerca de las andanzas de los demás apóstoles en ese tiempo.

Para entender bien el motivo por el cual los creyentes fariseos suscitaban la cuestión de la circuncisión, hay que comprender el lugar capital que esa práctica ocupaba en la identidad judía, tanto en términos religiosos como nacionales.

El pueblo hebreo nació como resultado del llamado y de las promesas que Dios hizo a Abraham, con el cual celebró un pacto eterno. Ese pacto contenía la promesa, primero, de hacer de él, cuya esposa era estéril, una gran nación; y segundo, de que en él serían bendecidas todas las naciones de la tierra (Gn 2:3; cf Gal 3:8). A ello se añade luego, en tercer lugar, la promesa de darle a él y a su descendencia –que aún no tenía- la tierra en que habitaba “desde el río de Egipto hasta el… Éufrates” en posesión perpetua (Gn 15:18). Cuando posteriormente Dios le confirma ese pacto a Abraham, le da la circuncisión de los varones como señal del pacto (Gn 17:9-14). Aunque no era exclusiva del pueblo hebreo (2), la circuncisión definirá en adelante quién pertenece al pueblo elegido y quién no. La circuncisión es la frontera que separa al judío del gentil. Por eso es que Pablo puede referirse a unos y otros como circuncisos e incircuncisos.

(Según Adolf Schlatter (“Die Geschichte der ersten Christenheit”) el principal argumento que los oponentes de Pablo esgrimían era que la ley era válida universalmente para todos los cristianos, porque era la ley de Dios. Era por tanto deber de todo gentil aceptar la circuncisión, porque ése era el medio por el cual ellos se hacían miembros de Israel. Eso no significaba repudiar la misión a los gentiles, sino darle una interpretación diferente a la de Pablo. Según ellos la conversión del gentil a Dios por medio de Cristo no era completa hasta que no se volviera un israelita.)

Nosotros podemos pensar que el relato que hace Lucas de la reunión no contiene sino los puntos culminantes de la misma, y no todas las intervenciones que se produjeron, y que deben haber sido muchas según la frase “después de mucha discusión”. (Hch 15:7).

Las más importantes y decisivas fueron las de Pedro, el líder de los doce, y la de Santiago, el hermano de Jesús.

Las palabras que pronunció Pedro son clarísimas y vale la pena que las reproduzcamos todas: “Varones hermanos, vosotros sabéis cómo ya hace algún tiempo que Dios escogió que los gentiles oyesen por mi boca la palabra del Evangelio y creyesen.” (v.7). Él se estaba refiriendo a su visita a la casa del centurión Cornelio en Cesarea, a donde él, Pedro, fue llevado por el Espíritu Santo (Hch 10). Fue Dios quien decidió que él les predicara para que oyesen y creyesen. Subrayo estas dos palabras pues eso fue lo que ocurrió. Y como prueba de que era Dios el que movía ese suceso cayó sobre ellos el Espíritu Santo para sorpresa de los creyentes de Jerusalén que acompañaron a Pedro: “Y Dios que conoce los corazones les dio testimonio dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros” (Hch 15:8) ¿Testimonio de qué? De que habían creído y eran salvos.

“Y ninguna diferencia hizo entre nosotros (judíos circuncidados) y ellos (gentiles incircuncisos), purificando por la fe sus corazones.” (v. 9) Si ellos no hubieran recibido el perdón de sus pecados en ese momento, al escuchar y creer, tampoco hubieran podido recibir el Espíritu Santo. Recuérdese, sin embargo, que esos gentiles fueron bautizados sin que se les exigiera primero que se circuncidaran. De hecho vemos aquí cómo el bautismo en agua empieza a tomar el lugar que tenía la circuncisión.

“Ahora bien, ¿por qué tentáis a Dios poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nosotros ni nuestros padres hemos podido llevar?” (v. 10) ¿Qué yugo? El de la ley escrita y oral cuya multitud de mandamientos minuciosos era imposible de cumplir perfectamente. Porque si se circuncidan tienen que hacer suyas, asumiéndolas, todas las obligaciones que impone la ley. En esto Pedro coincide con lo que argumenta Pablo en Gálatas 5:1-3.

“Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos de igual modo que ellos.” (Hch 15:11). Es como si dijera: Nosotros que hemos creído en Cristo hemos sustituido el pesado yugo de la ley (al cual alude Jesús en Mt 23:4), por el yugo fácil y ligero de Jesús (Mt 11:30).

Al terminar Pedro la concurrencia guardó silencio como reconociendo que el Espíritu Santo había hablado por su boca. Cuando Dios habla, ¿quién se atreve a contradecir? Pero no guardó silencio por mucho tiempo, porque el discurso de Pedro dio pie a que Bernabé y Pablo (3) narraran las cosas que Dios había hecho entre los gentiles por su medio, confirmando su prédica mediante señales y prodigios, tal como lo había hecho con la predicación de Jesús. (Hch 15:12).

Nuevamente la multitud calló como reconociendo que lo que ellos contaban era efectivamente obra de Dios. En medio del silencio reverente causado por el relato, se levantó Santiago para traer la palabra definitiva que obtendría el consenso de todos.

Santiago (no el apóstol hijo de Boanerges, que había sido ejecutado por Herodes Agripa, sino el hermano de Jesús), en primer lugar, se refiere a lo que Pedro acaba de narrar contando cómo los gentiles recibieron al Espíritu Santo y fueron bautizados en agua sin que se les exigiera que se circuncidasen (Hch 10:47,48; 11:17,18), sobre la sola base de su fe en Jesús. La manifestación del favor de Dios, con el descenso del Espíritu Santo, había sido en efecto tan patente, que hubiera sido superfluo requerir que esos gentiles se circuncidaran antes de ser bautizados. (15:14).

Enseguida él hace notar que estos hechos corresponden a los propósitos de Dios según el oráculo profético de Amós 9:11,12, que él cita libremente, no de acuerdo al texto masorético hebreo, sino según el tenor de la Septuaginta que, siguiendo una variante de ese texto (4), lo espiritualiza haciendo que las palabras que en el hebreo se referían a la restauración de la dinastía davídica (“Después de esto volveré y reedificaré el tabernáculo de David, que está caído; y repararé sus ruinas, y lo volveré a levantar,” (Hch 15:16) se conviertan en la promesa de que los gentiles buscarán al Señor invocando su Nombre (“Para que el resto de los hombres busque al Señor, y todos los gentiles, sobre los cuales es invocado mi nombre, dice el Señor, que hace conocer todo esto desde tiempos antiguos”, v.17,18). Para ello la Septuaginta universaliza el mensaje de Amós vocalizando la palabra “Edom” (nombre de unos de los pueblos ancestralmente rivales de Israel), de modo que se lea como “Adam” (humanidad, es decir el resto de los hombres); y que la palabra “posean” (yireshu) sea leída como “busquen” (yiareshu) (5).

De esa manera la misión a los gentiles es vista como el cumplimiento de la promesa de que la casa de David sería algún día restaurada con el advenimiento de un descendiente suyo, el Mesías que, después de muerto y resucitado, extendería su soberanía a todo el mundo (Véase Mt 28:18).

Santiago propone entonces que sólo se ponga cuatro condiciones a los gentiles que se conviertan, a saber: “que se aparten de las contaminaciones de los ídolos, de fornicación, de ahogado y de sangre.” (v.20).

¿Qué significan estos cuatro requisitos? En primer lugar notemos que no se exige a los gentiles que se conviertan que se circunciden (“Por lo cual yo juzgo que no se inquiete a los gentiles que se convierten a Dios.”, v.19). En esto Santiago se pone de lado de Pablo, Bernabé y de Pedro, quitándole el piso a los que, apoyándose en su nombre, exigían que los gentiles convertidos se circuncidasen. Esto significa que los creyentes judíos deben reconocer a los hermanos incircuncisos como miembros de pleno derecho de la comunidad de seguidores del Mesías, al igual que ellos.

En segundo lugar los requisitos están dirigidos a facilitar la unidad de la asamblea cristiana, de modo que judíos y gentiles puedan sentarse juntos a la mesa y participar juntos en la Cena del Señor.

Eso supone que los gentiles respeten la sensibilidad de los creyentes judíos guardando las dos condiciones que el Pentateuco exigía a los extranjeros que vivían entre los hebreos: no comer sangre ni carne (de animal ahogado o estrangulado) que no hubiera sido previamente desangrada, prohibición que data de tiempos de Noé (Gn 9:4) y que fue repetidamente reiterada bajo pena de muerte siglos después (Lv 7:26,27; 17:10; 18:26-29; Dt 12:16,23. Véase Ez 4:14 donde el profeta asegura que nunca ha comido carne de un cadáver de animal, o que haya sido despedazado, por otro animal, se entiende).

Adicionalmente se les pide que se abstengan de comer carne comprada en el mercado que hubiera podido ser sacrificada a los ídolos. Esto es lo que significa apartarse “de las contaminaciones de los ídolos”, requerimiento que en Hch 15:29 es formulado de una manera ligeramente diferente (“que os abstengáis de lo sacrificado a ídolos”). A los judíos les estaba estrictamente prohibido comer esta carne. Ahora esta prohibición, que los cristianos judíos naturalmente respetaban, se hace extensiva a los creyentes gentiles. La conclusión práctica de esta prohibición es enfatizar el principio de que al convertirse a Cristo el pagano renuncia completamente al culto idolátrico al cual estaba acostumbrado. No basta con quitar todo ídolo de su casa, sino también es necesario no participar en ningún rito pagano, que podía incluir banquetes en los que solía servirse carne que había sido previamente sacrificada a ídolos. Pablo advierte a los corintios: “Por tanto, amados míos, huid de la idolatría.” (1ª Cor 10:14). Y posteriormente añade: “…lo que los gentiles sacrifican, a los demonios lo sacrifican, y no a Dios; y no quiero que vosotros os hagáis partícipes con los demonios. No podéis beber la copa del Señor, y la copa de los demonios; no podéis participar de la mesa del Señor, y de la mesa de los demonios.” (1Cor 10:20,21) (6). En el libro de Apocalipsis el apóstol Juan también fulmina a los que enseñan a los cristianos a comer carne sacrificada a los ídolos (Ap. 2:14,20).

Por último se exige a los gentiles apartarse de fornicación. Esto no significa simplemente no mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio, que era algo que todo cristiano sin más debía guardar, sino que debían respetarse las prohibiciones de la Torá sobre los vínculos matrimoniales consanguíneos que eran considerados incestuosos, y que, de no respetarse, hubieran sido un obstáculo para la hospitalidad y la comunión mutua. Esas prohibiciones, que están contenidas en Lv 18:6-18, incluyen las relaciones con parientes cercanos, a saber: con “la mujer de tu padre”; con la media hermana en sus diversas formas; con la tía materna o paterna; con la nuera, con la cuñada; así como no tener relaciones simultáneamente con la madre y con su hija, ni con dos hermanas; ni con mujer en su período. Recuérdese la severidad con que Pablo juzga en 1ª Cor 5 el caso de fornicación: de un cristiano que tomó como mujer a la mujer de su padre.

Santiago terminó su discurso con una frase cuya intención no es fácil de discernir: “Porque Moisés desde tiempos antiguos tiene en cada ciudad quién lo predique en las sinagogas, donde es leído cada día de reposo.” (v.21). Lo que él quiere decir es que para las demás cosas de las que conviene que los gentiles estén enterados, basta que asistan a las sinagogas los sábados donde la Torá de Moisés es predicada (esto es, leída y comentada). Con esas palabras Santiago anima a los creyentes gentiles a concurrir regularmente a las sinagogas, como hacían los temerosos de Dios y los prosélitos del judaísmo, para que aprendan lo que enseñan las Escrituras. Para entonces no se había producido ningún rompimiento entre los nazarenos y los practicantes de la religión judía, aunque ya se manifestaban crecientes fricciones.

Vale la pena notar que la cuádruple decisión tomada en esta reunión, y especialmente, la decisión transcendental de no exigir que se circunciden a los gentiles que se conviertan, es el primer ejemplo de la historia en que la iglesia hace uso de la autoridad que Jesús le dio de “atar y desatar” (Mt 16:19; 18:18), que no es otra cosa -en el sentido en que los judíos usaban entonces esa expresión- sino la autoridad para prohibir y permitir determinadas cosas.

Notas: 1. Aunque se da el nombre de “concilio” a esta reunión de apóstoles y ancianos, convocada para resolver un asunto importante pero de orden práctico, ella no puede asimilarse a las siete grandes asambleas ecuménicas que, bajo el nombre de “concilios”, se celebraron del siglo IV al VIII, a partir del primer Concilio de Nicea el año 325 DC, con gran asistencia de obispos, y en los que se definieron importantes puntos doctrinales que estaban en debate, comenzando por el de la deidad de Jesús, que el arrianismo cuestionaba.
2. Algunos otros pueblos, como el egipcio, la practicaban, pero no al octavo día de nacido el varón, sino en la adolescencia. Por eso fue que la hija del faraón al ver al niño Moisés en la canasta que flotaba en el Nilo, pudo reconocer que era hebreo: había sido circuncidado (Ex 2:1-6).
3. Notemos que el texto nombra a Bernabé antes que a Pablo, porque el primero gozaba de más consideración en la iglesia de Jerusalén que el segundo.
4. La Septuaginta (LXX) era, como sabemos, el texto del Antiguo Testamento que Pablo y los apóstoles usaban preferentemente en su predicación.
5. Recordemos que el alfabeto hebreo sólo tiene consonantes y que, antes de que fueran fijadas mediante rayas y puntos que se colocaron debajo de las consonantes, las vocales eran pronunciadas de acuerdo a la tradición.
6. Sin embargo, fiel a su concepción de la libertad en Cristo, Pablo hace una distinción entre el participar de los banquetes idolátricos y el comer carne que se venda en el mercado, que pudiera haber sido previamente sacrificada a ídolos. En lo primero no se puede participar, pero de lo segundo se puede comer sin escrúpulos de conciencia (puesto que los ídolos nada son), salvo si alguno advirtiera que se trata de carne sacrificada en algún templo, para no ser tropiezo “ni a judíos ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios”, absteniéndose por consideración a la conciencia débil del hermano (1Cor 10:25-29).

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