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viernes, 14 de enero de 2011

UNA HERENCIA ESCOGIDA II

Por José Belaunde M.
Un comentario del Salmo 16 (versículos del 7 al 11)

7. “Bendeciré a Jehová que me aconseja; aun en las noches me enseña mi conciencia.” (Nota 1)
Este versículo dice algo muy importante, que todo creyente debe tener en cuenta. En todo lo que David tenía que hacer (¡y cuántas cosas está obligado el rey a hacer!) él reposaba no tanto en su propio criterio sino en la guía de Dios mismo, y por ese motivo él lo bendice, es decir, lo alaba y le agradece. ¿Y cómo lo guiaba Dios? A través de su conciencia y de sus propios pensamientos, esto es, no por medio de alguna voz misteriosa exterior a él, sino de la voz interna que habla en el corazón. (2)
Para poder escuchar esa voz, que musita suavemente, se necesita dos cosas: gozar de suficiente intimidad con Dios como para poder distinguir la voz de Dios de las muchas voces que surgen del inconciente; y segundo, gozar de la quietud y de la tranquilidad que nada mejor que la noche y la soledad aseguran. No es que haya algo mágico en la noche misma, como podría creerse, sino que es en las horas en que cesa la actividad febril del día y la gente se retira a descansar, cuando uno puede orar y meditar en silencio sin temor de ser interrumpido.

Cuando alguien dice que quiere retirarse a un lugar donde esté solo para recapacitar sobre un asunto que tiene a pecho, o para tomar una decisión, sin darse cuenta está diciendo que necesita escuchar la voz de Dios que aprovecha esas oportunidades para hablarnos porque las condiciones son propicias. Ellos no son concientes de que la decisión que tomaron después de reflexionar puede haber sido inspirada por Dios, porque Él puede hablarle al hombre aun cuando éste no busque su guía concientemente.

Atribuyendo estas palabras a Jesús, como hacen muchos expositores, Jerónimo comenta: “Lo que el Señor quiere decir es esto: ‘Mi conocimiento, mi pensamiento más profundo, y el deseo más íntimo de mi corazón estaban siempre conmigo, no sólo en las moradas celestiales, sino también cuando yo moraba en la noche de este mundo y en la oscuridad. Permanecían conmigo como hombre, me instruían y nunca me dejaban, de modo que todo lo que por la debilidad de la carne yo era incapaz de lograr, el pensamiento y el poder divinos lo llevaban a cabo.´”

8. “A Jehová he puesto siempre delante de mí; porque está a mi diestra no seré conmovido.” (3)
Este es uno de mis versículos preferidos de toda la Biblia, porque habla de la presencia constante de Dios en la vida del creyente. Expresa un pensamiento que se encuentra con frecuencia en la boca de los profetas Elías y Eliseo: “Vive el Señor Dios de Israel en cuya presencia estoy.” (1R17:1. Cf 1R18:15; 2R3:14;5:16).

Esa es una presencia de la que algunos gozan sin proponérselo, como un don gratuito (4). Pero para la mayoría es algo que tiene que ser conquistado por un esfuerzo repetido, que David señala: A Dios lo tengo siempre puesto delante de mí; mi memoria lo evoca constantemente para que yo recuerde que Él me mira todo el tiempo y ve todo lo que hago. Si Él me mira continuamente –como su palabra dice- que Él nunca aparta su mirada de nosotros (Sal 139:1-3), entonces yo dirigiré mis ojos hacia Él a lo largo del día, de modo que con frecuencia nuestras miradas se crucen.

¿Cuál es el resultado de vivir constantemente en la presencia de Dios? Que la conciencia de su cuidado y de su atención no permite que ninguna circunstancia desfavorable, incluso ningún peligro, perturbe la seguridad de que gozamos en Él, o que nos inquiete. “Los que confían en Jehová son como el monte de Sión que no se mueve sino que permanece para siempre”, dice el Sal 125:1, y expresa bien esta seguridad a la que alude el salmo 16 que comentamos. Dice que Jehová está a su diestra. La mano derecha es la mano del poder, de la fuerza, la mano hábil –es decir, diestra- con que se empuña un arma para atacar y defenderse. La confianza de que Dios está siempre a nuestro lado (Sal 109:31; Sal 110:5), es nuestra arma más poderosa contra los ataques del enemigo, quienquiera que sea.

De otro lado, si yo soy siempre conciente de que Dios me está mirando, ¿cómo podré hacer algo que le desagrade? ¿Cómo podré, sin que Él me reprenda y sentir vergüenza? Adán y Eva corrieron a esconderse después de pecar apenas oyeron los pasos de Dios en el jardín del Edén porque, sintiéndose culpables, se avergonzaron de su desobediencia (Gn 3:8). ¿Acaso pensaban que Dios no había visto lo que hicieron? ¿Y quién puede creer que Dios no ve lo que hace? El salmo 139 lo dice muy clara y bellamente: “¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? …Aun las tinieblas no encubren de ti y la noche resplandece como el día…” (Sal 138:7,12. Pero léanse los versículos intermedios). De ahí que ningún pecador pueda decir: “Al Señor he puesto siempre delante de mí.” Al contrario, dirá: “Al Señor he apartado de mi memoria”, o he negado de manera absoluta y contumaz que exista porque, ¿quién podría pecar tranquilo si es conciente de que Dios lo está mirando?

¡Qué bueno fuera que desde el colegio se inculcara a los niños a tener siempre presente que Dios nos está mirando todo el tiempo! ¡Y que en las oficinas públicas, en los juzgados, en las comisarías, en las empresas comerciales, etc., se pusiera esa frase como un letrero visible para todo el mundo! ¡Cómo mejoraría la moralidad pública!

Jerónimo comenta: “Siempre está en nuestro poder poner al Señor delante nuestro. El que se asemeja al Señor en su integridad pone a Dios a su derecha porque mantiene sus ojos en Aquel a quien sigue, y dice: ‘Está a mi diestra para mantenerme firme.’…A través de su Salvador, Dios está siempre a la derecha de sus santos. El justo, en efecto, no tiene lado izquierdo, porque a donde quiere se voltee "El ángel del Señor acampa en torno de los que le temen y los defiende.” (Sal 34:7)”

Nótese también que este versículo puede aplicarse a Jesús, que tuvo siempre la voluntad de su Padre delante suyo, porque Él había venido para cumplirla (Jn 5:30; 6:38). Pero a su vez, nadie podía decir mejor que Él, que porque tenía a Dios a su diestra, ayudándolo y confortándolo, no sería conmovido, es decir, apartado de la misión que había venido a cumplir.

9. “Se alegró por tanto mi corazón, y se gozó mi alma (5); mi carne también reposará confiadamente”
Como consecuencia de lo que ha afirmado, y de la seguridad que tiene en Dios, el salmista se alegra inmensamente. Es un gozo que involucra a su espíritu y a su alma a la vez, es decir, a todo su ser interior. Pero no sólo su alma y su espíritu se confunden en esta alegría, participando juntos de los beneficios que ha señalado. También su cuerpo (su carne) descansa confiadamente en Dios, cuando se retira a dormir o reposar.

Cuando el espíritu y el alma están tranquilos y en paz, el cuerpo también puede estarlo. Pero si nuestro espíritu está inquieto y carece de paz, su inquietud se contagia al cuerpo, que no puede permanecer tranquilo, sino que se mueve de un sitio a otro.

La segunda frase de este versículo apunta a los versículos finales del salmo que hablan de la resurrección. Si yo sé que voy a resucitar, es decir, que mi vida no termina con la muerte sino que continúa, puede mi carne descansar tranquila al morir, teniendo la certidumbre de que se va a levantar algún día para nunca volver a morir.

10. “Porque no dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción.” (6)
Este versículo no habla de todos los creyentes, de todos los justos, sino de uno solo cuya carne no vio (es decir, no experimentó) corrupción, porque su alma no permaneció en el Seol, el lugar de los muertos (7), porque al tercer día resucitó. Este versículo no habla de ningún ser humano sino habla proféticamente de Jesús, que resucitó al tercer día en la mañana, después de permanecer en el sepulcro unas treinta y seis horas aproximadamente, suponiendo que fuera sepultado hacia el atardecer del día viernes, y que resucitara al amanecer del día al que, en memoria suya, ahora llamamos “domingo” (de “Dominus” en latín), esto es, “Día del Señor” (y que antes se llamaba “primer día de la semana”).

Así lo entendió Pedro, que en su primer sermón el día de Pentecostés, hablando de Jesús, anunció que Él había resucitado, tal como el rey David, siendo profeta, había anunciado en este salmo, cuyo texto él cita a partir del vers. 8, (siguiendo el texto griego de la Septuaginta). Él explicó claramente a la multitud congregada que David, el autor del salmo, murió como mueren todos los hombres y fue sepultado. Pero su carne vio corrupción, porque no resucitó. Por eso es que las palabras del salmo que Pedro cita no se refieren a él, sino a Aquel descendiente suyo que vendría siglos después a redimir a su pueblo, Israel, y que, “de acuerdo al determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por mano de inicuos, crucificándolo; al cual el Señor levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella.” (Hch 2:23,24)

Jesús, efectivamente dice el salmo, descendió al Seol, la morada de los muertos, por poco tiempo (8). El apóstol Pedro se refiere en palabras misteriosas a este descenso suyo al Hades, en donde Jesús “vivificado en espíritu…fue y predicó a los espíritus encarcelados, los que en otro tiempo desobedecieron….” (1P 3:18-20).

Pero Jesús, el Mesías y Salvador anunciado, no sólo resucitó en esa mañana feliz, sino que, cuarenta días después, subió al cielo, para ser exaltado a la diestra de Dios, como dice otro salmo del mismo rey poeta: “Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos como estrado de tus pies.” (Sal 110:1).

La resurrección de Jesús es el anuncio y la garantía de que nosotros también en su momento resucitaremos, como lo asegura Pablo más de una vez: “Y Dios, que levantó a Jesús, también a nosotros nos levantará con su poder.” (1Cor 6:14; c.f. 2Cor 4:14; Rm 8:11)

Atanasio comenta: “Nosotros no morimos por propia elección, sino por necesidad de nuestra naturaleza y contra nuestra voluntad. No obstante el Señor, siendo en sí mismo inmortal, pero habiendo tomado carne mortal, tenía poder, como Dios, para separarse de su cuerpo y para volverlo a tomar cuando quisiera (Jn 10:17,18)…Porque era conveniente que la carne, corruptible como era, no permaneciera mortal conforme a su naturaleza, sino que, a causa del Verbo que la había asumido, permaneciera incorruptible. Porque Él, habiendo venido en un cuerpo como el nuestro, se hizo conforme a nuestra condición, para que nosotros, de manera semejante, al recibirlo (por fe) participemos de la inmortalidad que viene de Él”

11. “Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre.”
La senda de la vida que Dios muestra al salmista, así com o las palabras que siguen, pueden entenderse en dos sentidos: el de la vida terrenal iluminada por la presencia de Dios, en la cual se experimenta un gozo incomparable, que no puede ser igualado por ninguno de los deleites que el mundo puede ofrecer. Pero en un sentido más profundo, pueden entenderse esas palabras como referidas a la vida eterna, en la cual disfrutaremos a plenitud del gozo en el sentido más absoluto. Este sentido está confirmado por la frase que, en paralelismo sinónimo con la frase previa, cierra triunfante el salmo: “delicias a tu diestra para siempre”, es decir, sin fin.

Jesús resucitado fue el primero a quien Dios mostró la senda de la vida eterna, y que inauguró el camino al cielo para los justos, que hasta entonces permanecían en el seno de Abraham, camino que ahora está abierto para todos los que mueren en Cristo. Al hombre salvo se le prometen delicias a la “diestra” de Dios, que es el lugar de máximo honor (1R 2:19; Sal 45:9), y donde está sentado Jesús mismo, según sus propias palabras (Mt 26:64. Véase el Salmo 110: 1 arriba, y también Col 3:1 y Hb 1:3). Esta es la bendita y segura esperanza del creyente: gozar de la presencia de Dios por toda la eternidad.

Notas:
1. El texto hebreo dice: “me aconsejan mis riñones.” Los judíos consideraban que los riñones son el asiento de la conciencia humana. Por ese motivo en la antigua dispensación los riñones eran quemados en sacrificio sobre el altar, para indicar que nuestros más secretos propósitos y afectos deben ser consagrados a Dios (Adam Clarke)

2. Eso no quiere decir que Dios no pueda hablarnos por medio de una voz audible, como hablaba a los profetas de antaño. Puede hacerlo y muchas personas han tenido esa experiencia. Pero es algo excepcional, y Dios sólo usa medios excepcionales en situaciones excepcionales. Él puede hablar también a través de sueños (recuérdese el caso de José, el padre adoptivo de Jesús (Mt 1:19-24), o a través de visiones. Pero el sentido de esos sueños y de esas visiones no siempre es claro, y por eso necesitan ser interpretados. Puede hablarnos también a través de un sermón o de una conversación. Por último, pero sobre todo, nos habla a través de su palabra.

3. En el sermón que predicó en la mañana de Pentecostés, el apóstol Pedro cita este salmo a partir del vers. 8, aplicándolo a la muerte y resurrección de Jesús. Él lo cita según el texto de la Septuaginta, que difiere en más de un punto del texto hebreo en que está basada la versión de Reina Valera.

4. Ha habido algunos hombres y mujeres que han gozado de ese don de la presencia constante de Dios. Uno de los casos más conocidos es el del Hermano Lorenzo, un ex soldado sin ninguna cultura, que se desempeñaba como portero de un convento carmelita en Francia en el siglo XVII, y de quien han quedado algunas cartas y conversaciones registradas por el superior del convento que lo estimaba mucho. Se han publicado en un pequeño pero bellísimo libro titulado “La Práctica de la Presencia de Dios” que, curiosamente, es más popular entre los protestantes que entre los católicos.

5. El texto hebreo dice aquí “exulta”. La primera es una alegría interior; la segunda es una manifestación externa de gozo, lo que explica que la Septuaginta diga “lengua” en lugar de “alma”. Por tanto, se podría leer también: “exultó mi lengua”.

6. Los evangelios llaman en dos lugares a Jesús “el santo de Dios”, por boca del demonio que habitaba en el gadareno, y que Jesús expulsó (Mr 1:24; Lc 4:34).

7. Véase Gn 42:38; Nm 16:30; Jb 14:13; Sal 18:5; 30:3.

8. El Credo de los Apóstoles dice: “descendió a los infiernos”, no al lugar de condenación eterna, sino al seno de Abraham.

#658 (26.12.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

viernes, 7 de enero de 2011

UNA HERENCIA ESCOGIDA I

Por José Belaunde M.
Un comentario del Salmo 16 (versículos del 1 al 6)

Este es un salmo especialmente bello, que fue conocido durante un tiempo como el “Salmo de Oro”, debido a una traducción equivocada de la palabra hebrea mictam (término musical técnico cuyo significado exacto es dudoso) que está en el encabezamiento. Se ha observado que el salmo habla de su autor, el rey David, a cuya vida y piedad la mayor parte del texto se refiere literalmente. Pero su parte final ya no es aplicable a él propiamente (como señaló Pedro en su discurso en Pentecostés, Hch 2:25-28), sino proféticamente a Cristo, de quien David es un tipo. Por ese motivo algunos intérpretes antiguos y recientes han considerado, incluso, que en este salmo es Jesús mismo, en tanto que ser humano, quien habla de su pasión, muerte y resurrección.

1. “Guárdame oh Dios, porque en ti he confiado.”
Guárdame, es decir, cuídame, protégeme. La gente vivía en esa época con mucha frecuencia en un peligro permanente, tanto más una persona como David, que era un personaje que por su posición, e incluso cuando ya era rey, estaba constantemente expuesto a intrigas, a rivalidades, a complots y ataques a su persona. (Si se lee el segundo libro de Reyes, se podrá ver cuántos reyes de Judá y de Israel fueron víctimas de intrigas y hasta murieron asesinados)

Pero el pedido de protección puede no sólo referirse a ese tipo de peligros, sino podría también referirse a peligros de tipo espiritual. Guárdame de las tentaciones, del orgullo y de los halagos de poder; de la sensualidad, o del recelo, de la desconfianza, de la antipatía hacia personas inocentes; guárdame de cometer injusticias. Esos son peligros a los cuales estamos también expuestos todos.

Guárdame de las decisiones precipitadas, de los malos consejeros, de rivalidades en el seno de mi familia… Todos esos son peligros de los que el poderoso necesita ser resguardado, y a los que están tanto más expuestos cuanto más alta es su posición. Pero también nosotros, gente del llano, estamos expuestos a ellos.

Las razones que David expone para sustentar su pedido no son cualidades personales o méritos propios, sino una sola: Yo he confiado en ti. Para ello David se apoya en la promesa de que Dios no defrauda a los que en Él confían (Is 49:23). Eso es todo, y no necesita más.

2. “Oh alma mía, dijiste a Jehová: Tú eres mi Señor; no hay bien para mí fuera de ti.” (Nota 1)
Esta confianza en Dios tiene su origen en el amor que el hombre tiene por Dios, en la entrega total de su ser. Él confiesa -y más que confiesa, proclama- que Dios es su Señor, su dueño absoluto. Si no te tengo a ti no tengo nada, porque no hay nada que me pueda contentar fuera de ti. Tú eres mi todo y a ti me he entregado totalmente, de modo que yo ya no me pertenezco. Soy todo tuyo.

¿Hay alguien que pueda decir sinceramente eso a Dios, con todo el corazón? Nuestros afectos están divididos entre las cosas del mundo que nos atraen, entre los afectos familiares –incluyendo los más íntimos- y nuestro amor a Dios. ¿Quién puede decir que subordine todo a Dios, y que Él tenga la primacía en todo? Sólo el que pueda afirmarlo sin reserva, puede recitar sinceramente este salmo, haciéndolo suyo. De lo contrario, quedará como un ideal por alcanzar. En realidad, solamente Jesús puede sinceramente hacerlo. Nótese que el salmo 73 expresa un sentimiento semejante: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Fuera de ti nada deseo en la tierra.” (vers. 25).

3. “Para los santos que están en la tierra, y para los íntegros, es toda mi complacencia.”
Si todo mi afecto se dirige a Dios, entonces es natural que mi complacencia se dirija a aquellos que sirven a Dios, a aquellos con los cuales yo comparto los mismos sentimientos que expresa el versículo anterior. El salmista emplea dos palabras: santos e íntegros, casi como si fueran sinónimos. No lo son exactamente, aunque todo santo por necesidad es íntegro. Si no lo fuera, no podría ser santo. ¿Podríamos concebir un hombre santo que no fuera perfectamente honesto? Sería una santidad coja, deficiente. Pero sí se puede ser íntegro sin ser santo.

¿Qué cosa es ser íntegro? Ser moralmente de una sola pieza. Que no haya asomo de mentira, de falsedad, de engaño en uno. ¡Y qué difícil es serlo! ¡Y que todo lo que uno emprenda lo haga con un propósito noble en mente!

Muchos ocupan cargos de responsabilidad en el gobierno, en la magistratura, e incluso, en la iglesia, de los que se espera que sean íntegros sin falla, pero que dejan mucho que desear en este aspecto.

Ser íntegro es, en cierta medida, ser cándido e inocente como un niño, con una diferencia: que el niño pequeño no conoce la mentira ni la maldad, pero el íntegro sí las conoce, pero ha renunciado concientemente a ellas.

En cierta medida también, la integridad es innata, aunque puede corromperse. Pero es sobre todo, producto de la gracia. Por tanto, no es algo de lo que uno pueda jactarse. La impiedad también es innata, como dice un salmo: “Los impíos se desviaron desde el seno de su madre.” (Sal 58:3). Es producto en parte de la influencia del diablo en la madre en cinta, cuando ella le abre la puerta. Cuando ella cultiva pensamientos de chismes, de intrigas, de envidias, de celos, alimenta el alma de la criatura con esos sentimientos y luego se sorprende de que al crecer la criatura muestre esos rasgos.

Todos nacemos con ciertas tendencias morales que se manifiestan temprano. Pero así como nacemos con ciertas aptitudes o incapacidades físicas, también nacemos con ciertas aptitudes, o ineptitudes intelectuales y éticas. Estas últimas son las peores, porque son las que más daño hacen.

4. “Se multiplicarán los dolores de aquellos que sirven diligentes a otro dios. No ofreceré yo sus libaciones de sangre, ni en mis labios tomaré sus nombres.” (Para jurar por ellos, se entiende)
Si el fundamento de la santidad y de la integridad es la fidelidad al único Dios verdadero, es decir, el mandamiento que ordena: “No tendrás otros dioses fuera de mí.” (Ex 20:3); la causa de todos los males es la violación de este mandamiento, esto es, la idolatría en todas sus formas, con todas las abominaciones que lleva consigo.

Por eso el salmista asegura que no tomará parte en las libaciones de sangre de los idólatras, ni en los sacrificios que consistían en derramar sangre de animales (cuando no sangre humana) sobre sus altares, y que tampoco invocaría el nombre de esos falsos dioses, ni juraría por ellos. Esto es, se mantendría libre de toda contaminación.

Estos propósitos pueden parecernos extraños a nosotros, porque en nuestro tiempo no se ofrecen sacrificios sangrientos de ningún tipo en el culto. Pero en la antigüedad los sacrificios de animales ofrecidos en expiación, o como ofrenda propiciatoria a los dioses, eran pan de todos los días, porque el culto consistía básicamente en esas ceremonias. Los paganos creían que podían sobornar con ofrendas a sus dioses, que arriba en el Olimpo eran indiferentes a las necesidades humanas. Pero nuestro Dios nos ama y no necesita ser sobornado con ninguna ofrenda, porque está dispuesto a concedernos todo lo que le pidamos con un corazón sincero, y que nos sea necesario o conveniente. Mayor es su deseo de derramar sus dones sobre nosotros que el nuestro de recibirlos.

En nuestro tiempo, salvo en algunos cultos satánicos, que son materia de las crónicas policiales, no se ofrecen sacrificios de animales, o de seres humanos, pero sí es común una forma horrible y cruel de sacrificio humano: el aborto, en que la criatura es despedazada y extraída a la fuerza del útero materno. ¡Ah, cómo se multiplicarán los dolores de aquellas que se someten a esas prácticas y los de sus cómplices! Los remordimientos, y el pesar por haber arrojado al fruto de sus entrañas, las persiguen toda la vida. (2)

No hay nadie que haga el mal que no sufra las consecuencias, aunque en las apariencias no sea visible. Pero las consecuencias más terribles son las que se sufren después de la muerte, si no hay arrepentimiento.

5. “Jehová es la porción de mi herencia y de mi copa; Tú sustentas mi suerte.” (3)
Cuando los israelitas entraron en la tierra prometida y se la repartieron, a cada tribu, a cada familia, y a cada persona le fue asignada una parte que constituyó su herencia perpetua, pero a la tribu de Leví no le tocó parte alguna, como le dijo Dios a Aarón: “Yo soy tu parte y tu heredad en medio de los hijos de Israel.” (Nm 18:20). Como ocurrió con los levitas, el salmista asegura que la herencia que le tocó a él como porción fue Dios mismo, y ningún bien de orden material. Estar unido a Él y poder confiar en Él es lo que más aprecia en la vida. De esa herencia, de lo que le tocó “en suerte”, Dios mismo es el sustento y la garantía de permanencia. (4)

Pero para que uno pueda decir que Dios es su “porción” y poseerlo totalmente, él tiene que ser en sí mismo “porción” de Dios, y estar poseído totalmente por Él. Que otros escojan como su herencia los bienes del mundo, que son inestables; y sus placeres, que tan pronto se gozan se vuelven amargos, o se hacen humo. Yo, por mi parte, escojo la herencia que permanece para siempre. (5)

6. “Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos, y es hermosa la heredad que me ha tocado.”
La delimitación de las tierras asignadas a cada familia en el reparto de la tierra hecho por Josué se hizo echando unas cuerdas de medición sobre el terreno, procedimiento que es aludido en el libro que lleva su nombre y en el salmo 78:55, pero no sabemos en qué consistía exactamente. (6)

El salmista, a quien no tocó parte de tierra alguna, se alegra de la porción que le ha tocado en herencia. Porque ¿qué mejor heredad podría tocarle a alguno que Dios mismo? Él satisface todas nuestras expectativas, y colma todas nuestras necesidades. Tenerlo a Él es poseer una riqueza mayor que lo que cualquier extensión de terreno valía en aquella cultura que era predominantemente agrícola.

Notas:
1. El texto de los versículos 2 al 4 es dudoso, y por ese motivo su traducción varía considerablemente de una versión a otra.

2. En la misericordia de Dios, sin embargo, esos dolores no persiguen a los pecadores para su destrucción, sino para que busquen al Médico que puede sanarlos, dice San Agustín.

3. Aquí las tres palabras claves, “porción”, “herencia” y “suerte”, tienen que hacer con el reparto de la tierra prometida hecho por Moisés y Josué. La palabra “copa” es una alusión a la costumbre antigua de dar el padre de familia la copa común a beber a sus hijos y a los huéspedes en la mesa; y recuerda también la frase de Jesús en Getsemaní: “Si es posible aparta de mí esta copa” (es decir, esta prueba terrible, Mt 26:39); y aquella dicha a los hijos de Zebedeo: “Podéis beber del vaso que yo he de beber? (Mt 20:22).

4. Recuérdese que Dios había ordenado a Moisés que el reparto de la tierra se hiciera por sorteo (Nm 26:52-56; Js 14:2).

5. San Agustín escribe: Dios no deriva ningún beneficio de nuestra adoración, pero nosotros sí. Cuando nos revela o enseña cómo debe ser Él adorado, lo hace en vista de nuestro más alto interés, no teniendo Él absolutamente ninguna necesidad de nada.

6. Cuando el pueblo de Israel al final de su peregrinaje de cuarenta años se acercó a la tierra prometida, Moisés permitió que las tribus de Rubén y de Gad, “que tenían una inmensa muchedumbre de ganado” (Nm 32:1), se establecieran en las tierras de Jazer y Galaad, al Oriente del Jordán. A ellas añadió después la mitad de la tribu de Manasés (Js 13:6). Estando ya en las tierras de Moab, frente a Jericó, Dios estableció la forma cómo la tierra, una vez que atravesaran el Jordán y la conquistaran, había de ser repartida entre las demás tribus, fijando los límites entre cada una de ellas (Nm 34:1-12). Posteriormente Josué asignó a la media tribu de Manasés, que era muy numerosa, territorio al Occidente del Jordán (Js 13:7). Los capítulos 14 al 19 del libro de Josué están dedicados a detallar el reparto de la tierra por sorteo entre las demás tribus.

#657 (19.12.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).