Por José Belaunde M.
NO AMÉIS AL MUNDO II
He escrito dos
artículos con este título: Un comentario puntual de 1Juan 2:15-17, impreso el
2006, y el presente, que fue publicado primero, en diciembre del 2000, en una
edición limitada, a pesar de lo cual le he asignado el número II. Ésta es su
tercera impresión.
Cuando el hombre, o la
mujer, recién convertidos empiezan su nueva vida en Cristo, se enfrentan a un
gran reto: ¿Cómo vivir de acuerdo a la fe que ha renovado sus vidas y, al mismo
tiempo, permanecer en el ambiente que los rodea y que rechaza el cambio que se
ha efectuado en ellos? ¿Cómo ser fiel a Dios y vivir en paz en un mundo que
rechaza a Dios?
Jesús advirtió premonitoriamente a sus discípulos antes
de despedirse de ellos: "Si fuerais del mundo, el mundo amaría
lo suyo. Pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, el mundo
os aborrece" (Jn
15:19).
La oposición del mundo es inevitable. Pero Dios no nos ha
sacado del mundo al escogernos. Al contrario, nos manda permanecer en él.
Entonces la pregunta es: ¿Cómo no ser del mundo y a la vez estar en el mundo?
¿Cómo conciliar ambos contrarios?
En la oración que Jesús elevó al Padre mientras caminaba
con sus discípulos hacia Getsemaní, Él dijo: "No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del
mal" (Jn 17:15). Esto es lo
importante: ser guardado del mal. Y añadió: "No son del mundo como tampoco yo soy del mundo" (17:16). Él no era del mundo, pero
actuó en el mundo, predicó a las masas, enseñó e hizo milagros entre la gente.
Él quiere que nosotros actuemos en el mundo, lo cual implica sufrir la misma
oposición del mundo que sufrió Él. Enseguida Jesús pidió: "Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad"
(17:17). Porque, si no se santifican ¿cómo podrían ser guardados del mal?
Así pues, debemos permanecer en el mundo sin participar
del mundo, y debemos ser santificados por la palabra y la comunión con Dios
para ser guardados del mal que hay en el mundo. La pregunta ahora es: ¿Qué es
el mundo?
El mundo, en el sentido que Jesús da aquí a esa palabra, no es el
universo, la tierra, ni siquiera la humanidad, sino aquella esfera de la
sociedad, que no conoce a Cristo y que está sujeta al "príncipe o dios de
este mundo" que la gobierna. En buena cuenta, lo que llamamos "el mundo" está formado por
la gran mayoría de los seres humanos que caminan sobre la tierra y que viven
alejados de Dios y que son, en los hechos, enemigos de Dios aunque no sean
concientes de ello.
En esa esfera reina una mentalidad mundana, frívola,
superficial, amable en apariencia pero cruel en realidad; una manera de ser y
comportarse característica de las mayorías incrédulas, en la que nosotros antes
nos complacíamos, y que nos cuesta tanto abandonar, porque nos halagaba. ¿En
qué consiste esa mentalidad?
En primer lugar, en tener los ojos puestos en las cosas
de la tierra, en las cosas que se ven, ignorando las cosas del cielo, las cosas
que no se ven, negando incluso que existan o burlándose de ellas. Ése es el
gran contraste al que alude Pablo: Él dice que los que son de Dios no miran "las cosas que se ven sino las que no
se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son
eternas." (2Cor 4:18).
En esto consiste en buena parte la diferencia y el reto: ¿En función de qué
vives? ¿De lo que se ve o de lo que no se ve? Es una diferencia decisiva. La
gran mayoría vive de lo primero.
En segundo lugar, el mundo se caracteriza por la
exaltación del ego, por la búsqueda del éxito mundano, por la ambición y el
amor al dinero. Por el contrario, el camino trazado por Jesús para sus
discípulos consiste en la negación de sí mismo (Mt 16:24), en la renuncia a
muchas satisfacciones (Lc 18:29), y en el desprecio del dinero (Mt 5:4; 1Tm
6:7,8).
Esto último nos coloca ya en un conflicto con la gente
que nos rodea, que no comprende cómo nosotros vemos las cosas, y a la que no
podemos explicárselo, porque no lo entienden, como dijo también Pablo: "Pero el hombre natural no percibe las
cosas del Espíritu, porque para él son locura, y no las puede entender porque
se han de discernir espiritualmente." (1Cor 2:14). Tratar de explicar
ciertas cosas a la gente es como echar perlas a los cerdos, según las palabras
de Jesús (Mt 7:6).
En tercer lugar, hay una sabiduría del mundo, terrenal y
diabólica, pero sumamente práctica y eficaz en su propio campo. Una sabiduría
que nos propone métodos y medios que el cristiano no puede usar porque se
oponen a la sabiduría divina y al amor al prójimo: "Porque esta sabiduría no es la que desciende de lo alto, sino es
terrenal, animal, diabólica..." (St 3:15). La inteligencia astuta y
egoísta del mundo enseña a triunfar sobre los demás, si es necesario pasando
sobre sus cadáveres. Es la sabiduría que impera, por ejemplo, en el mundo de la
política y de los grandes negocios.
El cristiano que vive en el mundo, y cuyas necesidades y
responsabilidades temporales no han cambiado al convertirse, pero que renuncia
a la sabiduría y tácticas del mundo, se encuentra muchas veces en inferioridad
de condiciones, enfrascado en una lucha por la vida que no puede evitar. Está
en la condición de un boxeador al que le hubieran quitado los guantes de boxeo
que dan "pegada" a sus "ganchos" y que le protegen los
nudillos. Si sólo se apoya en sus propias fuerzas está en peligro de ser derrotado.
Pero no necesita ni debe mantenerse en esa condición de
inferioridad. A él le es dado, por la gracia, transformar su mente, sus deseos
y su manera de obrar, como dice Pablo: "No
os conforméis a este mundo, sino transformaos por la renovación de vuestra
mente, para que comprobéis cuál sea la voluntad de Dios: buena, agradable,
perfecta." (Rm 12:2)
Si él renueva su mente ya no luchará en inferioridad de
condiciones, no luchará en el terreno que le plantea el enemigo, sino en el que
él escoja, y contará con el apoyo de un gran aliado: "Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rm 8:31).
Él aprenderá a "no
ser vencido por el mal, sino a vencer con el bien el mal" (Rm 12:21).
El apóstol Juan nos muestra cuáles son los campos en los
que se debe llevar a cabo esa transformación necesaria de nuestra mente y las
trampas que nos pondrá el enemigo para impedir ese cambio: "No améis al mundo ni a las cosas que están en el mundo. Si alguno
ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el
mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la
vida, no proviene del Padre sino del mundo" (1Jn 2:15,16).
He aquí pues tres aspectos principales
del mundo: los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de
la vida. Examinémoslos.
Los
deseos de la carne son aquellos impulsos
que nos inclinan a satisfacer los apetitos de los sentidos: buena comida hasta
el exceso (gula); bebidas espiritosas que nos hacen perder el dominio de
nosotros mismos (embriaguez); el amor del ocio y de los entretenimientos que
nos llevan a "matar el tiempo" en distracciones vanas y peligrosas,
que no demandan esfuerzo; la sensualidad que no sólo es sexo, sino también
bailar, flirtear, seducir, deleitarse contemplando lo que no se debe. Cosas
éstas que el mundo promueve y vende con mucho éxito.
Pablo plantea la ley de los opuestos en este combate: "Porque el deseo de la carne es contra
el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne, y ambos se oponen entre sí
para que no hagáis lo que quisiereis" (Gal 5:17).
Jalado simultáneamente
por fuerzas opuestas el cristiano se encuentra muchas veces paralizado
por las tendencias que luchan sin tregua ni cuartel en su interior. El
conflicto se da dentro de sí mismo. Si cede a la carne arrincona sus
aspiraciones espirituales, su fe se entibia y corre peligro de extinguirse. Si
sigue al llamado del espíritu, su carne se aflige, llora y reclama sus
derechos.
¿Qué puede hacer el cristiano en este dilema para no
dejar que la carne lo venza? Alimentar su espíritu y dejar morir de hambre a
sus tendencias carnales. Se alimenta el espíritu con la lectura de la palabra
de Dios y la oración, frecuentando la compañía de otros cristianos y alejándose
de las compañías mundanas, "no
dejando de congregarse como algunos tienen por costumbre..." (Hb
10:25).
Bien dice el refrán: "Dime con quién andas y yo te
diré quién eres". Es sabio buscar la compañía de los que son mejores que
uno, no la de los que son peores.
Se priva de alimento a la carne cerrando la puerta de los
ojos y de los oídos a todo lo que la estimula: lecturas, espectáculos,
imágenes, conversaciones que excitan los sentidos. Nadie es inmune a los
estímulos que despiertan las glándulas endocrinas que secretan ciertas
hormonas. Es un fenómeno natural. Cada cuál sabe qué es lo que lo afecta, y
hará bien en evitarlo.
Los
deseos de los ojos se dirigen a las cosas
que nos atraen cuando las vemos y que despiertan en nosotros el afán por
poseerlas, cosas en las que ciframos ilusamente nuestra felicidad. No se trata
sólo de las miradas lascivas a las que se refirió Jesús cuando dijo: "Cualquiera que mire a una mujer para
codiciarla,
ya adulteró con
ella en su corazón" (Mt 5:28). Sino se
trata también del inmenso atractivo que tienen sobre nosotros lo que llamamos "bienes de consumo", tan estimados
hoy por el mundo: vestidos elegantes, ropa fina, relojes de última moda,
lapiceros costosos, celulares sofisticados, aparatos de radio, equipos de
música, computadoras, automóviles... La lista es interminable. Todos esos
pequeños ídolos que nos ofrece la propaganda de los que quieren quedarse con
nuestro dinero. ¿Cuánta gente se endeuda por comprarlas y después se desespera
cuando se les vencen las cuotas?
Hay gente que calma su angustia saliendo de compras y que
llenan sus roperos y los ambientes de sus casas de cosas que nunca van a poder
usar. Tienen los ojos más grandes que sus bolsillos. Es una verdadera adicción.
En verdad, cuanto más cosas poseen, menos tienen, porque cada vez encuentran
menos satisfacción en lo que atesoran. Como dijo un hombre sabio: Rico es el
hombre que menos necesita.
La
vanagloria de la vida son los espejismos
que hoy motivan y atraen a la mayoría de hombres y mujeres, y que alimentan sus
sueños secretos: la figuración, la fama, estar en el candelero, como se dice;
que la gente hable de uno; esto es, el éxito, la posición social, codearse con
los privilegiados de la fortuna. En fin, todo aquello que nos hace sentir
importantes y que trae indudables ventajas materiales. ¿Quién es el sabio que
pueda decir que nada de eso lo atrae? En verdad, ésa es la meta a la que muchos
sacrifican salud y familia, sin pensar que un día han de dejar las cosas por
las que tanto lucharon.
El afán por la notoriedad es tan grande que hay
delincuentes que se jactan de que los periódicos hablen de sus fechorías y que
están dispuestos incluso a arriesgar que los capturen con tal de que los
titulares de las páginas policiales hablen de ellos. Si son
tildados de grandes
criminales, ya son alguien. Para ellos es mejor ser insultado que ser ignorado.
¡A qué locura llega el afán de gloria del ser humano!
No habría tantos “promotores de imagen” ofreciendo sus
servicios, si no fuera por el afán de gloria efímera que consume a mucha gente.
Esos profesionales son expertos en la vanagloria de la vida. Todo lo antedicho
constituye el mundo en el
sentido que le da el Evangelio.
Pero, como termina el pasaje de la primera epístola de
Juan citado antes: "Y el mundo pasa
y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para
siempre." (1Jn 2:17).
Y tú, amigo que lees estas líneas, quizá reconozcas que
he estado hablando de ti, y que tú andas corriendo detrás de un espejismo que
se desvanece cuando crees alcanzarlo. Las cosas que permanecen son las que sólo
se ven con los ojos de la fe. El hechizo del mundo se desvanecerá como humo
cuando llegues al final de tu vida. Pero la palabra de Dios permanece para
siempre y es un ancla segura, así como permanece también el que se aferra a
ella.
Jesús es el único que puede darte seguridad. Confiar en
las satisfacciones del mundo es como depositar su dinero en un banco en
quiebra. Pero el banco del cielo nunca quiebra.
Guarda tus ahorros en ese banco, deposita ahí tu buen
tesoro de buenas obras, porque ahí te pagan el ciento por uno. Pero antes
tienes que confiar en el dueño del banco y firmarle un poder absoluto sobre tu
vida. El dueño del banco es Jesús, que nunca defrauda a los que en Él confían.
Pon tu confianza en Él y en ningún otro. Es decir, cree en Él y, como Él dijo
una vez: Tendrás vida eterna (Jn 6:47). "Busca el reino de Dios y su
justicia y todas las demás cosas que deseas te serán dadas por añadidura"·(Mt 6:33).
#775 (21.04.13).
Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia
1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución
#003694-2004/OSD-INDECOPI).
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