viernes, 10 de mayo de 2013

NO AMÉIS AL MUNDO II


LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.

NO AMÉIS AL MUNDO II

He escrito dos artículos con este título: Un comentario puntual de 1Juan 2:15-17, impreso el 2006, y el presente, que fue publicado primero, en diciembre del 2000, en una edición limitada, a pesar de lo cual le he asignado el número II. Ésta es su tercera impresión.
Cuando el hombre, o la mujer, recién convertidos empiezan su nueva vida en Cristo, se enfrentan a un gran reto: ¿Cómo vivir de acuerdo a la fe que ha renovado sus vidas y, al mismo tiempo, permanecer en el ambiente que los rodea y que rechaza el cambio que se ha efectuado en ellos? ¿Cómo ser fiel a Dios y vivir en paz en un mundo que rechaza a Dios?
Jesús advirtió premonitoriamente a sus discípulos antes de despedirse de ellos:  "Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo. Pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, el mundo os aborrece" (Jn 15:19).
La oposición del mundo es inevitable. Pero Dios no nos ha sacado del mundo al escogernos. Al contrario, nos manda permanecer en él. Entonces la pregunta es: ¿Cómo no ser del mundo y a la vez estar en el mundo? ¿Cómo conciliar ambos contrarios?
En la oración que Jesús elevó al Padre mientras caminaba con sus discípulos hacia Getsemaní, Él dijo: "No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal" (Jn 17:15). Esto es lo importante: ser guardado del mal. Y añadió: "No son del mundo como tampoco yo soy del mundo" (17:16). Él no era del mundo, pero actuó en el mundo, predicó a las masas, enseñó e hizo milagros entre la gente. Él quiere que nosotros actuemos en el mundo, lo cual implica sufrir la misma oposición del mundo que sufrió Él. Enseguida Jesús pidió: "Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad" (17:17). Porque, si no se santifican ¿cómo podrían ser guardados del mal?
Así pues, debemos permanecer en el mundo sin participar del mundo, y debemos ser santificados por la palabra y la comunión con Dios para ser guardados del mal que hay en el mundo. La pregunta ahora es: ¿Qué es el mundo?
El mundo, en el sentido que Jesús da aquí a esa palabra, no es el universo, la tierra, ni siquiera la humanidad, sino aquella esfera de la sociedad, que no conoce a Cristo y que está sujeta al "príncipe o dios de este mundo" que la gobierna. En buena cuenta, lo que llamamos "el mundo" está formado por la gran mayoría de los seres humanos que caminan sobre la tierra y que viven alejados de Dios y que son, en los hechos, enemigos de Dios aunque no sean concientes de ello.
En esa esfera reina una mentalidad mundana, frívola, superficial, amable en apariencia pero cruel en realidad; una manera de ser y comportarse característica de las mayorías incrédulas, en la que nosotros antes nos complacíamos, y que nos cuesta tanto abandonar, porque nos halagaba. ¿En qué consiste esa mentalidad?
En primer lugar, en tener los ojos puestos en las cosas de la tierra, en las cosas que se ven, ignorando las cosas del cielo, las cosas que no se ven, negando incluso que existan o burlándose de ellas. Ése es el gran contraste al que alude Pablo: Él dice que los que son de Dios no miran "las cosas que se ven sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas." (2Cor 4:18). En esto consiste en buena parte la diferencia y el reto: ¿En función de qué vives? ¿De lo que se ve o de lo que no se ve? Es una diferencia decisiva. La gran mayoría vive de lo primero.
En segundo lugar, el mundo se caracteriza por la exaltación del ego, por la búsqueda del éxito mundano, por la ambición y el amor al dinero. Por el contrario, el camino trazado por Jesús para sus discípulos consiste en la negación de sí mismo (Mt 16:24), en la renuncia a muchas satisfacciones (Lc 18:29), y en el desprecio del dinero (Mt 5:4; 1Tm 6:7,8).
Esto último nos coloca ya en un conflicto con la gente que nos rodea, que no comprende cómo nosotros vemos las cosas, y a la que no podemos explicárselo, porque no lo entienden, como dijo también Pablo: "Pero el hombre natural no percibe las cosas del Espíritu, porque para él son locura, y no las puede entender porque se han de discernir espiritualmente." (1Cor 2:14). Tratar de explicar ciertas cosas a la gente es como echar perlas a los cerdos, según las palabras de Jesús (Mt 7:6).
En tercer lugar, hay una sabiduría del mundo, terrenal y diabólica, pero sumamente práctica y eficaz en su propio campo. Una sabiduría que nos propone métodos y medios que el cristiano no puede usar porque se oponen a la sabiduría divina y al amor al prójimo: "Porque esta sabiduría no es la que desciende de lo alto, sino es terrenal, animal, diabólica..." (St 3:15). La inteligencia astuta y egoísta del mundo enseña a triunfar sobre los demás, si es necesario pasando sobre sus cadáveres. Es la sabiduría que impera, por ejemplo, en el mundo de la política y de los grandes negocios.
El cristiano que vive en el mundo, y cuyas necesidades y responsabilidades temporales no han cambiado al convertirse, pero que renuncia a la sabiduría y tácticas del mundo, se encuentra muchas veces en inferioridad de condiciones, enfrascado en una lucha por la vida que no puede evitar. Está en la condición de un boxeador al que le hubieran quitado los guantes de boxeo que dan "pegada" a sus "ganchos" y que le protegen los nudillos. Si sólo se apoya en sus propias fuerzas está en peligro de ser derrotado.
Pero no necesita ni debe mantenerse en esa condición de inferioridad. A él le es dado, por la gracia, transformar su mente, sus deseos y su manera de obrar, como dice Pablo: "No os conforméis a este mundo, sino transformaos por la renovación de vuestra mente, para que comprobéis cuál sea la voluntad de Dios: buena, agradable, perfecta." (Rm 12:2)
Si él renueva su mente ya no luchará en inferioridad de condiciones, no luchará en el terreno que le plantea el enemigo, sino en el que él escoja, y contará con el apoyo de un gran aliado: "Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?”  (Rm 8:31).
Él aprenderá a "no ser vencido por el mal, sino a vencer con el bien el mal" (Rm 12:21).
El apóstol Juan nos muestra cuáles son los campos en los que se debe llevar a cabo esa transformación necesaria de nuestra mente y las trampas que nos pondrá el enemigo para impedir ese cambio: "No améis al mundo ni a las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre sino del mundo" (1Jn 2:15,16).
He aquí pues tres aspectos principales del mundo: los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida. Examinémoslos.
Los deseos de la carne son aquellos impulsos que nos inclinan a satisfacer los apetitos de los sentidos: buena comida hasta el exceso (gula); bebidas espiritosas que nos hacen perder el dominio de nosotros mismos (embriaguez); el amor del ocio y de los entretenimientos que nos llevan a "matar el tiempo" en distracciones vanas y peligrosas, que no demandan esfuerzo; la sensualidad que no sólo es sexo, sino también bailar, flirtear, seducir, deleitarse contemplando lo que no se debe. Cosas éstas que el mundo promueve y vende con mucho éxito.
Pablo plantea la ley de los opuestos en este combate: "Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne, y ambos se oponen entre sí para que no hagáis lo que quisiereis" (Gal 5:17).
Jalado simultáneamente  por fuerzas opuestas el cristiano se encuentra muchas veces paralizado por las tendencias que luchan sin tregua ni cuartel en su interior. El conflicto se da dentro de sí mismo. Si cede a la carne arrincona sus aspiraciones espirituales, su fe se entibia y corre peligro de extinguirse. Si sigue al llamado del espíritu, su carne se aflige, llora y reclama sus derechos.
¿Qué puede hacer el cristiano en este dilema para no dejar que la carne lo venza? Alimentar su espíritu y dejar morir de hambre a sus tendencias carnales. Se alimenta el espíritu con la lectura de la palabra de Dios y la oración, frecuentando la compañía de otros cristianos y alejándose de las compañías mundanas, "no dejando de congregarse como algunos tienen por costumbre..." (Hb 10:25).
Bien dice el refrán: "Dime con quién andas y yo te diré quién eres". Es sabio buscar la compañía de los que son mejores que uno, no la de los que son peores.
Se priva de alimento a la carne cerrando la puerta de los ojos y de los oídos a todo lo que la estimula: lecturas, espectáculos, imágenes, conversaciones que excitan los sentidos. Nadie es inmune a los estímulos que despiertan las glándulas endocrinas que secretan ciertas hormonas. Es un fenómeno natural. Cada cuál sabe qué es lo que lo afecta, y hará bien en evitarlo.
Los deseos de los ojos se dirigen a las cosas que nos atraen cuando las vemos y que despiertan en nosotros el afán por poseerlas, cosas en las que ciframos ilusamente nuestra felicidad. No se trata sólo de las miradas lascivas a las que se refirió Jesús cuando dijo: "Cualquiera que mire a una mujer para codiciarla,
 ya adulteró con ella en su corazón" (Mt 5:28). Sino se trata también del inmenso atractivo que tienen sobre nosotros lo que llamamos  "bienes de consumo", tan estimados hoy por el mundo: vestidos elegantes, ropa fina, relojes de última moda, lapiceros costosos, celulares sofisticados, aparatos de radio, equipos de música, computadoras, automóviles... La lista es interminable. Todos esos pequeños ídolos que nos ofrece la propaganda de los que quieren quedarse con nuestro dinero. ¿Cuánta gente se endeuda por comprarlas y después se desespera cuando se les vencen las cuotas?
Hay gente que calma su angustia saliendo de compras y que llenan sus roperos y los ambientes de sus casas de cosas que nunca van a poder usar. Tienen los ojos más grandes que sus bolsillos. Es una verdadera adicción. En verdad, cuanto más cosas poseen, menos tienen, porque cada vez encuentran menos satisfacción en lo que atesoran. Como dijo un hombre sabio: Rico es el hombre que menos necesita.
La vanagloria de la vida son los espejismos que hoy motivan y atraen a la mayoría de hombres y mujeres, y que alimentan sus sueños secretos: la figuración, la fama, estar en el candelero, como se dice; que la gente hable de uno; esto es, el éxito, la posición social, codearse con los privilegiados de la fortuna. En fin, todo aquello que nos hace sentir importantes y que trae indudables ventajas materiales. ¿Quién es el sabio que pueda decir que nada de eso lo atrae? En verdad, ésa es la meta a la que muchos sacrifican salud y familia, sin pensar que un día han de dejar las cosas por las que tanto lucharon.
El afán por la notoriedad es tan grande que hay delincuentes que se jactan de que los periódicos hablen de sus fechorías y que están dispuestos incluso a arriesgar que los capturen con tal de que los titulares de las páginas policiales hablen de ellos. Si son
tildados de grandes criminales, ya son alguien. Para ellos es mejor ser insultado que ser ignorado. ¡A qué locura llega el afán de gloria del ser humano!
No habría tantos “promotores de imagen” ofreciendo sus servicios, si no fuera por el afán de gloria efímera que consume a mucha gente. Esos profesionales son expertos en la vanagloria de la vida. Todo lo antedicho constituye el mundo en el sentido que le da el Evangelio.
Pero, como termina el pasaje de la primera epístola de Juan citado antes: "Y el mundo pasa y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre." (1Jn 2:17).
Y tú, amigo que lees estas líneas, quizá reconozcas que he estado hablando de ti, y que tú andas corriendo detrás de un espejismo que se desvanece cuando crees alcanzarlo. Las cosas que permanecen son las que sólo se ven con los ojos de la fe. El hechizo del mundo se desvanecerá como humo cuando llegues al final de tu vida. Pero la palabra de Dios permanece para siempre y es un ancla segura, así como permanece también el que se aferra a ella.
Jesús es el único que puede darte seguridad. Confiar en las satisfacciones del mundo es como depositar su dinero en un banco en quiebra. Pero el banco del cielo nunca quiebra.
Guarda tus ahorros en ese banco, deposita ahí tu buen tesoro de buenas obras, porque ahí te pagan el ciento por uno. Pero antes tienes que confiar en el dueño del banco y firmarle un poder absoluto sobre tu vida. El dueño del banco es Jesús, que nunca defrauda a los que en Él confían. Pon tu confianza en Él y en ningún otro. Es decir, cree en Él y, como Él dijo una vez: Tendrás vida eterna (Jn 6:47). "Busca el reino de Dios y su justicia y todas las demás cosas que deseas te serán dadas por añadidura"·(Mt 6:33).
#775 (21.04.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

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