Por
José Belaunde M.
¿EXISTE EL
INFIERNO? III
Habría
que considerar, en primer lugar, por qué motivo todo pecado que no haya sido
expiado y perdonado en vida, debe ser castigado más allá de la muerte.
La palabra de Dios dice muchas
veces que Él paga a cada cual según sus obras. La misericordia divina borra las
faltas de todos los que arrepentidos se acogen a ella, pero Dios no sería Dios
si Él no impusiera un orden justo en su creación, esto es, si Él no añadiera a
sus leyes justas una sanción adecuada, proporcional a la ofensa, que recaiga
sobre los que las violen y no se arrepientan. La justicia de Dios demanda que
haya retribución y castigo, así como que también haya premio.
En el mundo todo el que viola el
orden social es sancionado con todo el peso de la ley. De lo contrario reinaría
el caos; es decir, si los delitos quedaran impunes, peligraría el orden
establecido. Similarmente, en la esfera moral, todo delito debe ser castigado
de una manera adecuada, a fin de que se mantenga el orden en esa esfera.
Si Jesús no hubiera sabido qué
terrible destino aguarda a los pecadores empedernidos, no les habría advertido
con tanta insistencia acerca del peligro que corren. Si Él hubiera creído que
al final todos se salvan, no hubiera hecho advertencias tan solemnes como las
que pronuncia en la escena del Juicio de las Naciones en Mateo 25:46, donde
dice textualmente: “E irán éstos al
castigo eterno, y los justos a la vida eterna.” De no ser el infierno el
lugar de tormento sin fin que Él anuncia solemnemente, Él habría mentido en ese
crucial pasaje.
Vale la pena notar que la noción
del infierno eterno no es exclusiva del Antiguo Testamento ni del cristianismo.
También creían en él autores paganos que no tenían el beneficio de la
revelación (Por ejemplo, Platón en “Gorgias”, Píndaro en “Olimpia”, Plutarco en
“De Sera Vindicta”). En cambio, según el judaísmo rabínico, el infierno dura
tan solo once meses, siendo en realidad una especie de purgatorio. Es natural pues,
que ellos no sientan la necesidad de un redentor que asuma las culpas humanas.
Hay que reconocer, sin embargo,
que no es posible demostrar la eternidad del castigo por medio de argumentos
lógicos irrefutables, porque es una verdad revelada. Hay verdades que no pueden
ser probadas apodícticamente fuera de la revelación, tales como la trinidad, o la
eternidad de Dios, o la encarnación de Jesús, etc. Pero sí pueden darse razones
que muestren lo razonables que son.
Hay muchas razones que nos pueden
mostrar, asimismo, lo razonable que es que la sanción del pecado sea eterna.
En primer lugar, el pecado no
arrepentido produce en el alma un desorden moral irreparable, esto es, la separación de Dios
(Is 59:2), cuya sanción debe mantenerse mientras el desorden no sea reparado.
Sólo el arrepentimiento y el perdón subsanan el desorden. Si ambos no se
producen antes de la muerte, la sanción no puede ser levantada. Para que sea
adecuada, la sanción debe durar tanto como el desorden producido, es decir,
mientras no haya arrepentimiento y perdón. Si el hombre muere sin arrepentirse,
por lógica elemental, la sanción será necesariamente eterna, puesto que no hay
lugar para el arrepentimiento después de la muerte.
En segundo lugar, el pecado es
una ofensa contra la dignidad infinita de Dios. Es una verdad axiomática que cuanto mayor sea la dignidad de la
persona ofendida, mayor es la gravedad de la falta. Dicho de otro modo, la
gravedad de la ofensa aumenta con la dignidad de la persona ofendida. Por
ejemplo, no es lo mismo ofender a un ciudadano común y corriente, que ofender
al Presidente de la
República , que encarna a la nación.
Al cometer un pecado grave el
pecador prefiere un bien finito (una satisfacción personal momentánea, o poco o
más duradera) al bien infinito y eterno que es Dios. Se ama sí mismo más que a
Dios.
Siendo Dios infinito, la gravedad
de la ofensa hecha a Dios es infinita y sólo puede, por tanto, ser reparada por
un ser que sea él también infinito, esto es, por Dios mismo. No hay acto o
sacrificio humano, cuyo valor es inevitablemente finito, que pueda repararla.
Esa es la razón principal de la encarnación de Jesús. Sólo Dios mismo puede
expiar el pecado humano y redimir su falta.
Habiendo hecho esa expiación por
medio del sacrificio de su Hijo, Dios le ofrece al hombre la posibilidad de
beneficiarse de ella. ¿Cómo? Creyendo en Jesús y reconociendo que Él lo salvó expiando
sus pecados. El que rechaza esa oferta generosa, se condena a sí mismo al
castigo eterno del que Jesús le ofrece librarlo.
Si el pecador desprecia el don de
la salvación y el beneficio de la redención que Dios gratuitamente le ofrece,
como vemos que ocurre con trágica frecuencia, su ofensa es irreparable y el
castigo sin término.
En tercer lugar, Dios no puede
ser burlado.
La ofensa hecha a Dios debe tener una sanción eficaz y adecuada. Si la pena del
infierno no fuera eterna, el pecador permanecería en su rebelión. En otras
palabras, si el infierno no fuera eterno, no sería realmente infierno.
En cuarto lugar, por una razón de
equilibrio y de justicia,
si el premio del justo es eterno, el castigo del pecador que no se arrepiente
debe serlo también. Si la misericordia de Dios
es eterna, su justicia por necesidad lo
es también. De ahí que el ángel que Daniel vio en visión le dijera: “Y muchos de los que duermen serán
despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión
perpetua.” (Dn 12:2). El destino final de unos y otros es igualmente
interminable.
¿Podemos imaginar a un juez que condene a un delincuente a la pena
de muerte por un lapso de diez años? Sería absurdo, porque una vez ejecutado,
el sentenciado no vuelve a vivir. Su sentencia es definitiva. Igual sucede con
el castigo divino, cuando su intención es retributiva y no sólo correctiva. Su
sentencia es irreversible.
Sin embargo, se ha objetado que
la perpetuidad del castigo es incompatible con la perfección de la justicia
divina, porque el sufrimiento debe ser proporcionado a la falta. Si la
satisfacción del pecado dura un momento, ¿cómo puede merecer un castigo eterno?
Hay ahí, se aduce, una desproporción demasiado grande y manifiesta para ser
ignorada. De otro lado, se objeta que si el castigo de todos los pecados es
eterno, todos los pecados, cualquiera que fuera su gravedad o su naturaleza,
recibirían un castigo igual, lo que es contrario al sentido común. Por último, se
argumenta que la eternidad del castigo haría que el sufrimiento inflingido sea
mucho mayor que el placer proporcionado por el pecado.
Pero el castigo debe ser proporcionado
no al placer fugaz proporcionado por el pecado, sino a la gravedad de la ofensa
hecha a Dios. El asesinato, por ejemplo, dura un instante, pero es castigado
con la pena de muerte, o con la prisión perpetua, porque el castigo debe ser
proporcionado a la gravedad del delito cometido, no a su duración. ¿Debería
durar el castigo del asesino sólo los segundos que demoró en matar? No, porque
el acto de matar suele ser precedido de muchas acciones separadas que conducen
a él y, con frecuencia, es resultado de una larga planificación.
Pero aun si ése no fuere el caso,
hay faltas cuya gravedad no se mide en términos del tiempo que dura cometerlas,
sino en función de la gravedad del hecho en sí.
A la objeción mencionada poco más
arriba de que la eternidad del castigo hace que todos los pecados sufran igual
pena, cualquiera que sea su gravedad, se contesta diciendo que aunque la
eternidad del castigo sea para todos los pecados igual, eso no significa que la
severidad del castigo sea en todos los casos igual, porque puede variar y ser
graduada de acuerdo a la gravedad de la falta. Es decir, no todos los
condenados al infierno eternamente sufren por igual.
La intensidad de su sufrimiento
está condicionada por la gravedad de los pecados cometidos.
La intensidad del castigo debe
ser proporcional no al placer o al beneficio proporcionado por el pecado, sino
a la gravedad de la ofensa hecha a Dios que además, en parte, depende del grado
de conciencia que tenga el ofensor al pecar. A mayor conciencia, mayor culpa.
Contra la eternidad del castigo
se han alzado varias posiciones doctrinales que la cuestionan. Mencionaremos
tres de las más importantes: el aniquilacionismo, la inmortalidad condicional,
y la “apokatastasis” o restauración
final.
Los promotores de la primera sostienen
que la justicia divina demanda la aniquilación del ofensor, cancelando el
beneficio de la existencia. El ser humano fue creado inmortal y con derecho a
gozar de vida eterna, pero el pecado cancela ese derecho. “La paga del pecado es muerte.” (Rm 6:23) en sentido literal. Según
esa teoría, al morir el pecador, Dios ordenaría su extinción. Pero si todos los
pecados fueran castigados con la aniquilación del ofensor, todos los pecados
recibirían igual castigo, no un castigo proporcionado a la gravedad de la
falta. La perfección de la justicia divina exige que se imponga en todos los
casos un castigo proporcional a la gravedad de la falta.
Decía un teólogo del pasado: El
pecador obstinado desea su aniquilación porque ella lo libra de Dios, el juez
justo. Sin embargo, si accediera a ese deseo Dios se vería obligado a deshacer algo
que Él ha creado con la intención de que dure para siempre, esto es, la vida
humana. El universo no fue creado para que perezca. ¿Debería el alma humana extinguirse
solamente porque no desea reconocer la existencia y soberanía de Dios? No, el
alma y el espíritu humanos, la creación más preciosa de Dios, vivirán para
siempre, a imagen de su Creador. Es posible manchar el alma, pero no es posible
destruirla. Dios, cuya justicia ha sido desafiada por el pecador, convierte aún
a las almas perdidas en imágenes de su ley eterna, en heraldos de su justicia.
Según la teoría de la
inmortalidad condicional el hombre es un ser mortal. La muerte pone punto final
a su existencia, pero a los que creen Dios les concede como premio el privilegio
de la inmortalidad, de modo que vuelvan a la vida y resuciten.
Pero las dos teorías antedichas
chocan con el repetido testimonio de las Escrituras que afirman que el castigo
de los impíos es interminable. Isaías 66:24 dice: “Y saldrán, y verán los cadáveres de los hombres que se rebelaron
contra mí; porque su gusano nunca morirá ni su fuego se apagará, y
serán abominables a todo hombre.” La frase subrayada es citada por Jesús en
Mr 9:43-48, pasaje en el cual Jesús afirma cuatro veces que el fuego del
infierno no puede ser apagado.
Son muchos los lugares del
Antiguo y del Nuevo Testamento que afirman sin ambages la eternidad del
castigo. Para muestra mencionemos Isaías 33:14: “¿Quién de nosotros morará con el fuego consumidor? ¿Quién de nosotros
habitará con las llamas eternas?” (cf Jr 17:4).
Mt 18:8: “Por tanto, si tu mano o tu pie te es ocasión de caer, córtalo y échalo
de ti; mejor te es entrar en la vida cojo o manco, que teniendo dos manos o dos
pies ser echado en el fuego eterno.” (cf Jd 6 y 7, donde el autor
habla de “prisiones eternas” y
del “castigo del fuego eterno.”)
2Ts 1:9: “los cuales sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la
presencia del Señor y de la gloria de su poder.” Ese versículo, dicho sea de
paso, define en qué consiste la pena mayor del infierno: ser excluido para
siempre de la presencia de Dios, que el hombre, liberado del velo de la carne,
anhela con todas sus fuerzas.
Ap 14:11a: “Y el humo de su tormento sube por los siglos de los siglos…” Ap
20:10: “Y el diablo que los engañaba fue
lanzado en el lago de fuego y azufre, donde estaban la bestia y el falso
profeta; y serán atormentados día y noche, por los siglos de los siglos.”
La doctrina de la “apokatastasis”, o restauración final,
sostiene que al final de los tiempos todas las cosas serán restauradas en
Cristo, los condenados al infierno serán liberados de su prisión, y hasta
Satanás mismo se arrepentirá y será perdonado. Esta teoría, que tendría cierto
apoyo bíblico en Col 1:18-20, pero que choca abiertamente con Ap 20:10, citado
arriba, tiene su origen en las ideas del padre de la iglesia, Orígenes
(185-254), acerca de la preexistencia de las almas y de la libertad humana, e
influyó en parte en el pensamiento de algunos maestros de la Escuela de Antioquía (siglos
3ro al 5to). Sin embargo, fue combatida por la mayoría de los teólogos de ese
tiempo, especialmente por Jerónimo y Agustín, y fue condenada severamente como
herética en el 2do. Concilio Ecuménico de Constantinopla, el año 553.
Nótese que las teorías que niegan
la eternidad del castigo chocan con la realidad del sacrificio sustitutorio de
Cristo en la cruz. Si el castigo después de la muerte es sólo correctivo y, por
tanto, transitorio, y no retributivo e interminable, ¿qué necesidad había de
que el Verbo de Dios se hiciera hombre y viniera a expiar nuestros pecados en lugar
nuestro? Como bien dice W. Shedd, “Si el pecador mismo no está obligado por la
justicia a sufrir para satisfacer la ley que ha violado, entonces ciertamente
nadie necesita sufrir por él con ese propósito.” En otras palabras, si el
infierno no es eterno, no hay necesidad del Calvario. Jesús vino a morir a la
tierra precisamente a causa de la eternidad del infierno.
Hay algunas conclusiones implícitas
en la doctrina del destino final que debemos señalar. En primer lugar, las decisiones
que tomamos en esta vida determinan nuestra condición futura por toda la
eternidad. ¡Tengamos cuidado!
Segundo, las condiciones de esta
vida son transitorias. Por muy penosas que puedan ser, son poca cosa comparadas
con la eternidad.
Tercero, nuestro estado futuro
será de una intensidad vivencial desconocida en la tierra. La felicidad del
cielo será algo inimaginable para nosotros ahora. Asimismo, la intensidad del
sufrimiento eterno es inimaginable en términos humanos, mucho más allá de lo
que el hombre está acostumbrado a soportar en la tierra. Pero ese sufrimiento
es consecuencia natural de haber rechazado a Dios.
Muchos son, oh Jesús, los que pretenden negar la
eternidad del castigo del que tú viniste a librarnos. Yo reconozco que con tu
muerte en la cruz tú me salvaste de las llamas del infierno que merecían mis
faltas. Me arrepiento sinceramente de todas ellas. Perdóname, Señor y lávame
con tu sangre. Entra en mi corazón y toma control de mi vida. En adelante
quiero vivir para ti y servirte.
#777 (05.05.13).
Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia
1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución
#003694-2004/OSD-INDECOPI).
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