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viernes, 23 de septiembre de 2016

BENDICE ALMA MÍA A JEHOVÁ II

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
BENDICE, ALMA MÍA, A JEHOVÁ II
Un Comentario del Salmo 103:8-14


8. “Misericordioso y clemente es Jehová; lento para la ira y grande en misericordia.” (Nota 1)
Después de recordar cómo Dios notificó sus caminos a Moisés, el salmista menciona cuatro de las cualidades más importantes del carácter de Dios, que presenta en pares sucesivos. Las dos primeras son su misericordia y su clemencia. Estas dos cualidades no son exactamente sinónimas, aunque tienen un fondo común. Esas son las cualidades que Dios mismo afirma tener, tal como se lo reveló a Moisés cuando renovó el pacto en el Sinaí (Ex 34:6; cf Nm 14:18; Dt 5:10; Nh 9:17), y lo confirman  los salmos 86:15 y 145:8, y los profetas Is 55:7; Jr 32:18; Nah 1:3.
La misericordia es la capacidad de inclinarse compasiva y amorosamente al necesitado, o hacia el que se encuentra en una situación inferior, o angustiosa, para ayudarlo. Clemencia es la cualidad que permite escuchar con interés los clamores de los que se encuentran oprimidos, o cuya vida está amenazada, y luego hacer lo posible para apartar el peligro.
Enseguida menciona las dos cualidades siguientes afirmando, primero, que frente a la desobediencia, o a la violación de sus normas, Dios no reacciona inmediatamente para sancionar con ira, sino que le da largas al pecador para que tenga oportunidad de arrepentirse y rectificar su conducta. Si tú has obrado mal no te castiga inmediatamente, sino que te da tiempo para que recapacites. Es una manera de decir que Dios es paciente y tolerante, porque ama a sus criaturas con un amor entrañable pese a todas sus fallas. Eso es lo que dicen, casi con idénticas palabras, los siguientes pasajes: Nm 14:18; Nh 9:17; Jl 2:13.
Nosotros deberíamos seguir con los nuestros el ejemplo de nuestro Padre, esto es, no montar rápidamente en cólera, sino ser pacientes con los que nos irritan u ofenden. (2)
Por último, dice “grande en misericordia”, lo cual, según Bellarmino, hace referencia a esa inefable misericordia por la cual Dios nos levantará a un nivel superior al de sus ángeles (1Cor 6:3), al de su propia semejanza, lo cual ocurrirá el día en que “seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como Él es.” (1Jn 3:2).

9. “No contenderá para siempre, ni para siempre guardará el enojo.” (cf Sal 30:5; Jr 3:5,12; Mq 7:18), porque si lo hiciera, como dice Is 57:16a, decaería el espíritu del hombre y se deprimiría. (3).
Por eso es que cuando justificadamente se enciende su ira contra la impiedad, su indignación se aplaca pronto, y está dispuesto a perdonar al infractor al menor signo de arrepentimiento, tal como, disgustado, se lo reprochó Jonás a Dios, cuando los ninivitas se convirtieron (Jon 4:2). En realidad, Él está deseoso de hacerlo porque ama al hombre con un amor infinito.
¿Podemos imaginar a Dios resentido por las infidelidades del hombre? Ciertamente adolorido, sí, pero Él no guarda rencor, y está siempre pronto a perdonar. De esa manera Él nos da ejemplo, porque tampoco desea que sus hijos sean rencorosos, sino que estén siempre dispuestos a perdonar las ofensas sufridas.
Para Él es tan desagradable reprendernos como para nosotros lo es ser reprendidos, y menos aún le gusta encenderse en cólera, porque la ira le impide ser compasivo. Si alguno siente que está siendo probado por Dios sin saber la causa, bien puede preguntarle: ¿Por qué contiendes conmigo? ¿En qué forma te he ofendido? Y Él no tardará en hacérselo saber.

10. “No ha hecho con nosotros conforme a nuestras iniquidades, ni nos ha pagado conforme a nuestros pecados.” (4)
Por eso no trató al pueblo infiel que le dio la espalda tantas veces corriendo detrás de ídolos -algo que le estaba estrictamente prohibido- tal como lo merecía, ni los castigó cuando la impiedad llegó a su colmo con la dureza y severidad que se habían ganado. Así lo declaró Esdras, el escriba, en oración ante el pueblo, al retorno del exilio (Es 9:13).
Si lo hubiera hecho el pueblo hebreo habría perecido pronto, tal como pereció la humanidad perversa en el diluvio (Gn caps. 7 y 8), y no habría quedado un remanente. A nosotros tampoco nos ha tratado con la severidad que merecíamos, ni lo ha hecho tampoco conmigo.
Cuando Saulo cayó a tierra como un perseguidor camino a Damasco, y se levantó para ser un predicador (Hch 9:3-9), él reconoció que él había recibido misericordia de acuerdo a la promesa que contiene este salmo, de que Dios no nos tratará de acuerdo a nuestras iniquidades, sino que engrandecerá su misericordia sobre los que no lo merecen (Cesario). Pero si Dios no nos ha tratado conforme a nuestras iniquidades, es porque Él cargó nuestros pecados sobre otro que era inocente, sobre su Hijo, que murió por nosotros en la cruz expiando nuestras faltas, para que nosotros vivamos para la justicia (1P 2:24; 2Cor 5:21).
Como Padre amoroso que es, Dios se deleita en mostrarnos su misericordia, y constantemente nos la otorga a través de Jesucristo, nuestro mediador, por medio de quien nos vienen todas las gracias temporales y espirituales que recibimos.

11. “Porque como la altura de los cielos sobre la tierra, engrandeció su misericordia sobre los que le temen.” (5)
Él ha tratado a los que le temen con amor reverente, con una misericordia que sólo un Dios de bondad infinita puede mostrar. La imagen que usa el salmista para describir la grandeza de su misericordia nos recuerda una frase de Is 55:9: “Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más altos que vuestros pensamientos.” (cf Sal 36:5; 57:10) A los ojos de los hombres de su tiempo ésa era una expresión de dimensión infinita, porque ¿quién podría medir la distancia que separa al cielo de la tierra?
Pero es de notar que los que se beneficiaron de su bondad fueron los que le temían, esto es, los que se humillaron delante de Él acongojados, pidiéndole perdón. Y así ocurre también en nuestro tiempo, porque Él no ha cambiado. Sobre los endurecidos que perseveraron en el mal Dios derramó, a pesar suyo, su justa ira, porque tenía que hacer prevalecer su santidad y su justicia.
“El temor de Dios  es el principio de la sabiduría” dice el libro de Proverbios 9:10, el primer fruto de la vida divina en nuestra alma cuando nos regenera. Ese santo temor nos asegura la plena posesión de los beneficios de la misericordia divina pero, sobre todo, nos aleja del peligro de  pecar, y nos fortalece contra las tentaciones, porque pone delante de nuestros ojos espirituales las consecuencias que trae consigo ofender a Dios.

12. “Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestra rebeliones.” (6)
Nuevamente el poeta utiliza una imagen tomada de la observación del cosmos: la distancia que separa el oriente del occidente, al este del oeste, una distancia inconmensurable, infinita. Así apartó el Señor de su memoria las infidelidades del pueblo elegido; y de igual forma aparta nuestros pecados de su recuerdo si nos arrepentimos sinceramente, pues dice que los arroja al mar del olvido (Mq 7:19). Esto equivale a decir que los borra enteramente, como si nunca los hubiéramos cometido (Hch 3:19). Is 43:25 dice que lo hace por amor de sí mismo, no tan sólo por amor de sus criaturas (cf Is 44:22).
Este salmo tiene su cumplimiento en la cruz. Las cuatro dimensiones del amor de Cristo, la anchura y la longitud, la profundidad y la altura de que habla Ef 3:18, están representadas por las cuatro dimensiones de la cruz, trazadas por sus dos palos, el horizontal y el vertical.

13. “Como el padre se compadece de sus hijos, se compadece Jehová de los que le temen.” (7)
He aquí una nueva expresión de la misericordia divina: Como un padre se compadece de sus pequeñuelos, de sus hijos traviesos, a los que mira con ternura cuando hacen travesuras que les hacen daño, y se caen, tropiezan y lloran. Sin embargo, lo que caracteriza a los pecadores de los que Dios se compadece es que ellos, pese a su fragilidad, le temen y se vuelven a Él cada vez que se apartan y caen. Dios no obra así con los que perseveran desafiantes en el mal.
En los profetas y en los salmos hay pasajes que muestran que los sentimientos de Dios respecto de sus hijos toman a veces una coloración maternal, como cuando, en Isaías, Dios responde a la queja de Sion de que Él ha olvidado a su pueblo: “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti.” (49:15; cf Sal 27:10). Estos sentimientos de Dios contrastan con la indiferencia, y hostilidad en algunos casos, que los dioses paganos, según la literatura greco-romana, solían mostrar respecto de sus adoradores.

14. “Porque Él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo.” (8)
Dios conoce muy bien lo que somos (“soplo que va y no vuelve”, Sal 78:39), y de qué fuimos hechos: del vil polvo de la tierra que Él tomó en sus manos para darle forma, como hace el alfarero con la arcilla, y soplarle aliento de vida (Gn2:7). Sabe también que al polvo volveremos (Gn 3:19). Nada pues tenemos de qué jactarnos, salvo de que, por su gracia, fuimos hechos a su imagen y semejanza (Gn 1:26). Ésa es nuestra mayor gloria, pero es inmerecida.
Conoce además nuestras fortalezas y debilidades, nuestro temperamento y nuestro defecto principal. Pero no sólo conoce nuestros defectos, sino también los de las personas con quienes tratamos, y a veces lidiamos. Y de todos tiene compasión, porque todos somos hechura suya (Sal 139:13). Si parece que nuestras tentaciones nos asaltan más allá de lo que nuestra debilidad puede resistir (1Cor 10:13), nunca van más allá de su capacidad para perdonar, como dice Malaquías: “Y los perdonaré como el hombre perdona al hijo que le sirve.” (3:17b).
F.J. Dake anota apropiadamente que Dios recuerda lo que el hombre olvida (nuestra condición y debilidades), mientras que el hombre recuerda lo que Dios olvida (nuestros pecados).

Notas: 1. La palabra hebrea rahum significa compasivo, misericordioso; hannun puede también traducirse, como lo hacen algunas versiones, “lleno de gracia”. Los adjetivos rahum y hannun aparecen juntos en una frase que figura con frecuencia en el Antiguo Testamento: Hannun we rahum = lleno de gracia y compasivo. La palabra ap quiere decir nariz, y también ira, señalando la relación que existe entre la ventana de la nariz y la ira. Cuando uno se enfurece, resopla por la nariz. El que tiene una nariz larga no se enfurece rápidamente; el que tiene una nariz corta es impaciente. La palabra hesed denota una de las cualidades centrales del carácter divino, pues determina muchas de las principales intervenciones de Dios en la historia, comenzando por el pacto celebrado con el pueblo escogido. Combina las cualidades de bondad, amor y misericordia, tal como fueron ejemplificadas por David, por ejemplo, en su trato con Mefiboset, el hijo tullido de su amigo Jonatán.
2. Spurgeon bellamente comenta: “Los que escuchan el evangelio participan de su misericordia acogedora; los santos viven por su misericordia salvadora; son preservados por su misericordia sustentadora; son alegrados por su misericordia consoladora; y entrarán al cielo por su infinita y perdurable misericordia.”
3. La expresión “para siempre” figura dos veces en este versículo, pero es la traducción de dos palabras hebreas diferentes. La primera es nesah, que significa “siempre”, “perpetuamente”; la segunda es “olam”,  palabra que significa “largo tiempo”, y que tiene en el judaísmo rabínico un significado teológico muy amplio, incluyendo a la edad futura (Olam ha-ba). Es de notar que la palabra “enojo” que aparece en este versículo, no está en el original, que, mediante la figura de elusión, la da por sobreentendida.
4. La palabra het significa “pecado”, “ofensa”, “falta”. Awon, también es, “pecado”, “transgresión”, “impiedad”, y sus consecuencias de “culpa” y “castigo”. Es una de las cuatro palabras principales que designan al pecado en el idioma hebreo, con el matiz agravante de perversión deliberada. Más correcto sería, como traducen la mayoría de las versiones de este versículo, que en primer lugar estuviera la palabra “pecados”, y en segundo, “iniquidades”.
5. La palabra plural samanayim designa al cielo, al firmamento, incluso al aire y a las estrellas. Eretz es una de las palabras que con más frecuencia aparece en el Antiguo Testamento. Su significado básico es “tierra”, pudiendo aludir al planeta, o a una extensión de terreno.
6. Mizrah = este; maharah = oeste. Pesa = Transgresión, rebelión, sobre todo contra Dios y sus leyes.
7. Raham, tener compasión, simpatía profunda, acompañada de pena por el que sufre. Yaré es un adjetivo que deriva de un verbo que significa “temer”, “respetar”, y que alude frecuentemente al temor de Dios.
8. Yada, conocer, enterarse, percibir, discernir, experimentar. Zakar, recordar, mencionar, hacer conocer. Apar, polvo, tierra seca, esto es, el material del cual Dios formó al hombre.



Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios yo te exhorto a arrepentirte de todos tus pecados y te invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo la siguiente oración:
 “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido consciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#914 (14.02.16). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). DISTRIBUCIÓN GRATUITA. PROHIBIDA LA VENTA.


miércoles, 24 de junio de 2015

DAVID SIN HAZAÑAS I

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
DAVID SIN HAZAÑAS I
Este artículo fue publicado hace diez años en una edición limitada. Se publica nuevamente ligeramente revisado y dividido en dos partes.
La vida de David está llena de enseñanzas para nosotros. No sólo los episodios más conocidos de su victoria sobre Goliat y el adulterio que cometió con Betsabé. Toda su vida es una mina de motivos de reflexión, aun en los episodios en que David deja de ser un héroe, olvidados los tiempos en que el pueblo admiraba y cantaba sus hazañas (1Sm 18:7), y más bien, la popularidad le había dado las espaldas.
El libro de Samuel -en sus dos partes- es una de las obras maestras de la literatura universal de todos los tiempos. Uno de los pasajes más bellos – mi preferido entre todos sus episodios por los sentimientos encontrados tan humanos que expresa- es el del retorno avergonzado del ejército que había triunfado sobre las huestes de Absalón. Fíjense en la paradoja: El ejército triunfante regresa a casa avergonzado de su victoria porque el rey, en vez de celebrarla, llora la muerte de su hijo derrotado. Más valía para él la vida de su hijo rebelde que la de sus soldados fieles. Ese  reproche le hará Joab indignado más adelante.
Dieron aviso a Joab: He aquí el rey llora, y hace duelo por Absalón. Y se volvió aquel día
la victoria en luto para todo el pueblo; porque oyó decir el pueblo aquel día que el rey tenía dolor por su hijo. Y entró el pueblo aquel día en la ciudad escondidamente, como suele entrar a escondidas el pueblo avergonzado que ha huido de la batalla. Mas el rey, cubierto el rostro, clamaba en alta voz: ¡Hijo mío Absalón, Absalón, hijo mío, hijo mío! (2Sam 19:1-4)
Normalmente cuando un ejército obtiene la victoria retorna a casa eufórico, contento y celebrando su triunfo, y los soldados son aclamados en las calles por la población jubilosa y agradecida. Pero esta vez, pese al gran peligro del que habían salvado a las poblaciones que permanecieron fieles a David, los soldados regresaron con la cabeza gacha, humillados, como quienes han sido derrotados, escondiéndose de la gente como si debieran sonrojarse de haber triunfado. En lugar de recibirlos en triunfo y congratularlos, el rey se aparta y llora desconsolado la muerte de su hijo que se alzó en armas contra él para destronarlo.
¡Oh David! ¡Tanto amabas a ese hijo traicionero que buscaba tu mal y que no había respetado ni tus canas ni tu vida! ¡Que no respetó a tus mujeres y que te humilló públicamente acostándose con ellas a la vista de todos! (2Sm 16:21,22) ¿No debieras tú mismo con tus propias manos haberlo castigado? ¿No estabas declarando con tu indulgencia que tú toleras el pecado, y tolerándolo, lo alientas? ¡Oh David! ¡Cómo te traicionan tus sentimientos! ¿Tanto habías amado a su madre, que no fue sino una de tus tantas mujeres?
Cuando diste instrucciones a tus capitanes les encargaste a todos, a oídos de todo el pueblo, que trataran benignamente al rebelde Absalón por amor de ti, y respetaran su vida (2Sm 18:5). ¿Seguirías tratándolo como si fuera un niño aunque ya fuera un adulto mayor de treinta años? ¿No recordabas cómo había intrigado contra ti, tratando de robarte el cariño del pueblo, haciéndote aparecer como un soberano indiferente al sufrimiento de sus súbditos? (2Sm 15:1-6)
Entonces él, abusando de tu cariño de padre, hacía campaña para ganarse el favor del pueblo, como hacen en nuestros días los candidatos, halagando a la gente con dulces promesas. ¡Cuán artero era su corazón! ¡Cuán lleno de malos sentimientos y desnaturalizado! Su muerte temprana fue un merecido castigo. ¡Y tú, en lugar de agradecer a Dios que te haya librado del mal hijo, te lamentas de no poder abrazarlo vivo!
Pero ¿no se porta muchas veces Dios con nosotros de esa manera? ¡Cuántas veces hemos traicionado a nuestro Padre, le hemos dado la espalda a la vista de todos, y hemos hecho que la gente blasfeme de su nombre al ver nuestra mala conducta y, en lugar de castigarnos, Él nos ha tendido la mano! Dios se porta en ocasiones con nosotros como una amante despreciada que corre detrás del hombre que ya no la quiere, suplicándole: “¡Ámame al menos un poco!”
David en su ancianidad había cambiado sus manos teñidas de sangre por manos de misericordia, y su voz de guerrero aguerrido por las lágrimas de un padre enlutado. ¡Qué frágil y humano eres David en tu debilidad, y cómo se asemeja tu corazón al de Dios al volverte tan vulnerable! (“Como el padre se enternece por sus hijos, se enternece el Señor por los que le temen.” Sal 103:13).
Por eso cuando te trajeron la noticia de que tu hijo había muerto, prorrumpiste en sollozos clamando: “¡Hijo mío, Absalón, hijo mío, hijo mío, Absalón! ¡Quién me diera que muriera yo en tu lugar, Absalón, hijo mío, hijo mío!” (2Sm 18:33). (Nota 1)
Tú hubieras querido morir en lugar de tu hijo, preferirías que él viva y no tú. Esos fueron tus sentimientos de padre amante al enterarte de la muerte de tu hijo ingrato. Tú tuviste esos sentimientos, pero Dios no sólo los tuvo, sino que llevó ese sentir a la práctica cuando Jesús murió en la cruz para que nosotros vivamos. Él nos amó al punto de poner su vida para expiar nuestros pecados, ya que nosotros no podíamos hacerlo. Por eso dice bien la Biblia que tú, David, pecador como eras, tenías un corazón conforme al corazón de Dios. (1Sm 13:14; Hch 13:22).
En otro tiempo la muerte de Saúl y de tu amigo Jonatán había estimulado tu vena poética, y habías lamentado su muerte en endechas a oídos del pueblo (2Sm 1:1-17). Y cuando Abner fue asesinado cruelmente por Joab, habías proclamado un luto nacional en su memoria y, tomando la cítara, habías cantado a su muerte haciendo que el pueblo llorara contigo (2Sm 3:31-35). Y cuando en tu luto te negaste a comer, tu conducta agradó al pueblo cuando lo supo, “pues todo lo que el rey hacía agradaba a todo el pueblo.” (2Sam 3:36).
Pero ¿agradaría ahora al pueblo tu duelo en esta ocasión, y los lastimeros lamentos por tu hijo con que les pagabas mal que hubieran arriesgado su vida por ti? ¡Oh David, en lugar de premiarlos como se merecían, les hacías sentirse culpables de su valentía y de su devoción por ti! ¡Pero qué fieles te eran y cómo te amaban, al punto de que, por consideración a tu dolor, renunciaron a la algazara natural con que hubieran podido celebrar su victoria, y más bien, retornaron en silencio!
¿Cómo recibirían las mujeres a sus maridos vencedores al retornar de la batalla llenos de polvo y sudorosos, cuando no heridos? ¡Seguro que no les mirarían a la cara ni los abrazarían llorando de alegría por tenerlos de vuelta, sino que ellos se avergonzarían delante de sus mujeres por haber vencido al enemigo y haberte causado tanta pena!
2Sm 19:5,6. “Entonces Joab vino al rey en la casa, y dijo: Hoy has avergonzado el rostro de todos tus siervos, que hoy han librado tu vida, y la vida de tus hijos y de tus hijas, y la vida de tus mujeres, y la vida de tus concubinas, amando a los que te aborrecen, y aborreciendo a los que te aman; porque hoy has declarado que nada te importan tus príncipes y siervos; pues hoy me has hecho ver claramente que si Absalón viviera, aunque todos nosotros estuviéramos muertos, entonces estarías contento”.
¡Qué reproche tremendo! ¡Amas a los que te aborrecen y aborreces a los que te aman! Pero ¡cuántas veces nosotros no hacemos lo mismo! Hacemos favores y somos gentiles con los que son nuestros verdaderos enemigos, y nos portamos mal con los que son nuestros aliados. Hacemos eso porque estamos ciegos. Nuestros sentimientos, nuestras debilidades, nos ciegan, y de esa manera amamos nuestro mal y nos precipitamos en él. No reconocemos nuestro bien porque es camino difícil, y no escuchamos a nuestros amigos porque no nos dicen lo que deseamos oír, sino la verdad que no deseamos escuchar, eso hablan.
David había sido un padre consentidor, que no supo disciplinar a sus hijos cuando debió hacerlo. Por ejemplo, no castigó a Amnón por haber violado a su hermana Tamar (2Sm 13:1-14), ni a Absalón por haber matado en venganza a su medio hermano (2Sm 13:20-29). Él no les podía reprochar a sus hijos los pecados con el sexo opuesto que él había cometido en su juventud, aunque después hubiera escrito: “De los pecados de mi juventud no te acuerdes…” (Sal 25:7)
Si bien exagerados, los reproches de Joab tenían mucho de verdad, porque si Absalón hubiera triunfado no habría perdonado la vida de los demás hijos de David y la de sus seguidores, así como tampoco la de sus familiares. Todos ellos fueron salvados de una muerte segura por las tropas que los defendieron contra Absalón. Pero Joab pudo haber hablado con tanta dureza también para calmar su conciencia, pues era él quien, desobedeciendo la orden expresa de David, mató a Absalón (2Sm 18:9-15). Sin embargo, en ese acto de desobediencia adrede hubo mucha previsora prudencia: mientras el líder estuviera vivo, la rebelión no abatiría completamente y se mantendría latente, como de hecho ocurrió más tarde con Seba (2Sm 20). Hay semillas de rebelión que son difíciles de extirpar.
19:7,8. “Levántate pues, ahora, y ve afuera y habla bondadosamente a tus siervos; porque juro por Jehová que si no sales, no quedará ni un hombre contigo esta noche; y esto te será peor que todos los males que te han sobrevenido desde tu juventud hasta ahora. Entonces se levantó el rey y se sentó a la puerta, y fue dado aviso a todo el pueblo, diciendo: He aquí el rey está sentado a la puerta. Y vino todo el pueblo delante del rey; pero Israel había huido, cada uno a su tienda.”
El consejo que le da Joab es sabio. Con muy buen tino le advierte a David: “Tú tienes ahora la oportunidad de recuperar el favor del pueblo. Pero estás en una encrucijada: O te los ganas ahora, o los pierdes para siempre.” Comprendiendo David lo acertado del consejo, enjuga sus lágrimas y, de buena o mala gana, sale a la puerta de la casa en que se alojaba, para mostrarse al pueblo que quería verle la cara.
9,10. “Y todo el pueblo disputaba en todas las tribus de Israel, diciendo: El rey nos ha librado de mano de nuestros enemigos, y nos ha salvado de mano de los filisteos; y ahora ha huido del país por miedo de Absalón. Y Absalón, a quien habíamos ungido sobre nosotros, ha muerto en la batalla. ¿Por qué, pues, estáis callados respecto de hacer volver al rey?” Cuando los de las tribus del Norte comprendieron que su caudillo de un momento había sido vencido y estaba muerto, reconocieron su locura de haber seguido a un advenedizo que no sólo se había rebelado contra su padre sino contra el verdadero Ungido del Señor, y empezaron a echarse el uno al otro la culpa de su desvarío. Entonces se acordaron de lo mucho que le debían a David, de cómo él los había salvado tantas veces de la mano de los filisteos, y cuán ingratos habían sido con él. Entonces sí se acordaron de que no tenían otro rey verdadero que el hijo de Isaí, y empezaron a hablar de hacerlo volver a su casa y al trono. Discutían entre sí, achacándose los unos a los otros la culpa de su conducta al haberse dejado seducir por Absalón. En las buenas todos se atribuyen el mérito, en las malas nadie asume la responsabilidad.
11-13. “Y el rey David envió a los sacerdotes Sadoc y Abiatar, diciendo: Hablad a los ancianos de Judá, y decidles: ¿Por qué seréis vosotros los postreros en hacer volver el rey a su casa, cuando la palabra de todo Israel ha venido al rey para hacerle volver a su casa? Vosotros sois mis hermanos; mis huesos y mi carne sois. ¿Por qué, pues, seréis vosotros los postreros en hacer volver al rey? Asimismo diréis a Amasa: ¿No eres tú también hueso mío y carne mía? Así me haga Dios, y aun me añada, si no fueres general del ejército delante de mí para siempre, en lugar de Joab.” Superado el duelo, David recupera su sentido político y la conciencia del papel que le corresponde desempeñar como rey. Entonces, en lugar de vengarse de los de Judá que se habían plegado al rebelde Absalón, él inicia una sabia política de reconciliación, mostrando clemencia con los príncipes de Judá vencidos, y calmando sus temores de que él pudiera tomar represalias contra ellos. (2)
Al decir “mis huesos y mi carne sois” (frase que es un eco del grito asombrado de Adán al ver por primera vez a Eva, (Gn 2:23), él les recuerda los lazos tribales y de parentesco que los unen.
Esta labor diplomática no la hace David personalmente, sino enviando a los sacerdotes Sadoc y Abiatar como embajadores suyos, es decir, a los de más alto rango de su corte. Otro hubiera sido el resultado de sus gestiones si los mensajeros hubieran sido de menor categoría. “A tal señor, tal honor”, dice un refrán oportuno. Esto es, aplicado pragmáticamente, honra a los que te quieres ganar.
Igualmente, con el general Amasa, que había comandado el ejército de Absalón, (y que, de paso, era su sobrino) se muestra generoso ofreciéndole nombrarlo general de su ejército, en lugar de Joab, con el cual tenía varias cuentas pendientes. Pero esta promesa, hecha públicamente, le costó a Amasa la vida, pues Joab no dudó en eliminar a su rival en la primera ocasión que se le presentara (2Sm 20:4-12).
La relación de David con Joab muestra la ambivalencia frecuente de las relaciones entre el soberano y su mano derecha, de recíproca dependencia, mutua desconfianza y rivalidad. (3) Pero David tenía motivos para confiar en la destreza de Joab, que fue además su cómplice en el asesinato del fiel Urías (2Sm 11:14-25), aunque se resiente de sus intrigas para influenciar sus decisiones, (como la que narra 2Sm 14:1-20) y de la forma insolente cómo lo critica y aconseja. Sobretodo detestó que asesinara a Abner (2Sm 3:22-28), y por ese motivo lo maldijo (Véase los vers. 29-39, en especial el último versículo). Podemos pensar, de otro lado que, al haberlo involucrado en el complot indigno contra el fiel Urías, David se rebajó ante los ojos de Joab, e hizo que él le perdiera todo respeto. Los que son cómplices de nuestros pecados íntimos, rara vez nos aprecian.
Notas 1: La demostración de pena aguda que hizo David esta vez contrasta fuertemente con la tranquilidad con que asumió la muerte del hijo que Betsabé le había dado a poco de nacido (2Sm 12:18:23). ¿Por qué la diferencia? Al niño pequeño no había tenido tiempo de amarlo; en cambio, Absalón debe haber tenido desde niño cualidades de belleza y simpatía que hicieron que su padre se encariñara con él. Los padres son muchas veces ciegos en sus preferencias.
2. Es curioso que David tienda la mano primero a los de su tribu que lo habían abandonado, y que no pensaban todavía restaurarlo al trono, y no a los de Israel, que ya pensaban reivindicarlo. En David el llamado de la sangre era más fuerte que el sentido de equidad. ¡Cuántas veces también a los hombres los lazos de parentesco y de amistad les nublan el sentido de proporción y  de justicia!
3. De ello hay muchos ejemplos famosos en la historia: Luis XIII de Francia y su ministro Richelieu; Enrique VIII de Inglaterra y Tomás Moro –el más noble de los hombres, según sus contemporáneos- a quien el rey mandó matar; el emperador Guillermo I de Alemania y Bismark, el “canciller de hierro”, arquitecto de la unidad alemana; Isabel I de Inglaterra, la “reina virgen”, y su intrigante primer ministro, Lord Cecil, etc.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios yo te exhorto a arrepentirte de todos tus pecados y te invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo la siguiente oración:
 “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#869 (22.02.15). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

viernes, 13 de julio de 2012

DIOS COMO MODELO DE PADRE


Por José Belaunde M.
DIOS COMO MODELO DE PADRE
Aunque ya hayan pasado dos semanas desde que celebramos el Día del Padre, creo que todavía es oportuno volver a publicar este artículo que trata de la importancia de la paternidad y de su influencia en nuestras vidas.

¿Qué se nos viene a la mente cuando escuchamos la palabra “Padre”? Ciertamente pensamos en aquel que fue nuestro padre, aunque algunos quizá no lo tuvieron, o no tuvieron motivos para amarlo. Porque sabemos que hay muchas heridas en relación con la paternidad.
Pero es posible también que a muchos les traiga el recuerdo de esa oración que empieza por las palabras: “Padre Nuestro...” (Mt 6:9).
Dios es en efecto nuestro Padre. Es el padre de todos los hijos y el padre de los todos los padres y madres de la tierra, porque Él los ha creado a todos.
Pero lo es sobre todo de aquellos a quienes Él ha redimido y que han recibido el Espíritu de su Hijo que clama: “¡Abba, Padre!” (Rm 8:15).
Él es nuestro Padre y el Padre de nuestros hijos.
Eso tenemos nosotros en común con ellos. Tenemos el mismo Padre que está en los cielos. Lo cual nos lleva a una paradoja: Si algunos de los que leen estas líneas tienen hijos, delante de Dios ellos son hermanos de sus hijos. ¿Habían pensado alguna vez en eso? Y, dicho sea de paso, también son hermanos de su padre.
Pero así como Dios es nuestro Padre, en cierta medida cada padre es Dios para sus hijos. Es decir, es un dios para sus hijos pequeños, porque a ellos su padre les parece como un dios, porque todo lo reciben de él.
En su padre reside todo el poder en su casa y, desde su perspectiva pequeña, su padre todo lo puede.
Por ello todo padre representa a Dios ante sus hijos.
En verdad Dios los ha nombrado representantes suyos ante sus hijos, porque Él, que es quien los ha creado, ha encargado el cuidado de esos hijos suyos a los padres para que cuiden de ellos en su nombre, así como encargó a José, el esposo de María, que cuidara de su Hijo Unigénito.
Tal como José fue el padre putativo de Jesús, todos los que hemos sido, o somos padres, y todos los que lo serán más adelante, somos en rigor los padres putativos de nuestros hijos, aunque esos hijos lleven nuestra sangre y nuestros genes.
Somos padres de ellos y ante ellos en lugar de Dios.
Esto es tan cierto que la relación que muchas personas adultas tienen con Dios, es reflejo de la relación que tuvieron con su padre.
Si la relación con su padre fue buena es muy probable que su relación con Dios también lo sea.
Si rechazaron a su padre terreno, si tuvieron una mala relación con él, es probable que rechacen también a su Padre celestial, salvo que la relación con la madre compense esa deficiencia.
Y si las hijas fueron maltratadas o abandonadas por su padre y, como consecuencia, les fueron rebeldes o les guardan rencor, tendrán una relación difícil con sus maridos, y les serán también rebeldes, o estarán a la defensiva.
De hecho, es sabido que muchos ateos famosos tuvieron una mala relación con su padre; lo rechazaron porque fueron tratados mal por él, o porque fueron abandonados por él y por eso rechazaron a Dios de adultos.
Es muy raro que los que fueron bien tratados por sus padres nieguen después a Dios. Como también está demostrado que las relaciones que muchos tienen con la autoridad, sea del gobierno o de cualquier otro tipo, está marcada por la relación que tuvieron con su padre.
Si se rebelaron contra su padre es muy probable que se rebelen también contra la autoridad, contra el gobierno.
En nuestro país existe una herida profunda que se extiende a lo largo de las generaciones dejando una marca indeleble en el carácter de la gente.
Esa herida es el abandono del padre que muchos hijos e hijas han sufrido. o el maltrato que sufrieron de sus manos.
Eso explica quizá la falta generalizada de respeto que existe en nuestro país por la autoridad. Por lo general puede decirse que si los hijos amaron y respetaron a sus padres, respetarán más tarde a la autoridad; si no los amaron porque fueron maltratados y se rebelaron contra ellos y no los pudieron respetar, se rebelarán también contra la autoridad.
No sé si los padres que leen estas líneas –y me dirijo a los padres, no a las madres- hayan pensado alguna vez en la importancia que ellos asumen para sus hijos, y cómo, incluso sin quererlo ni pensarlo, ellos determinan la actitud que más tarde sus hijos tendrán ante la vida y el mundo exterior.
¡Cuán grande es la responsabilidad que asumen los padres al engendrar hijos! Lo malo es que cuando los tienen no son concientes de ese hecho y sólo más tarde caen en la cuenta de los errores que pudieron haber cometido, cuando ya son difíciles de reparar. Es cierto, sin embargo, que con Dios no hay nada imposible.
Pero volvamos a lo que decíamos al comienzo: Dios es padre de los padres en un sentido muy especial. Lo es porque es modelo de paternidad y de maternidad.
¿De maternidad también? Sí también, porque Dios es padre y madre simultáneamente, como se dice en Isaías: “Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros” (66:13).
La maternidad proviene de Dios. Si no ¿de quién vendría?
Ciertamente Él nos ha puesto como modelo de madre humana a la madre de Jesús: en su modestia, en su sumisión a su marido, en su dedicación a su Hijo y en su sometimiento a la voluntad de Dios. Nunca ha habido una madre como ella porque ninguna madre ha tenido un Hijo como el que tuvo ella.
Pero en verdad todo modelo humano, por noble y edificante que sea, empalidece al lado de Dios. Padre y madre deben mirar a Dios como su modelo principal y tratar de ser como Él.
Para entender cabalmente cómo deben comportarse ambos deben mirar a Dios y preguntarse como es Él.
¿Cuál es la característica más importante de Dios? Podemos decir que es su omnipotencia, su omnisciencia, su eternidad. Es verdad, pero eso está demasiado alejado de nosotros, meros seres humanos, para pretender imitarlo. ¿Qué cosa hay más cercana de nosotros que caracteriza a Dios?
San Juan dice que “Dios es amor” (1Jn 4:8). No dice que Dios sea amoroso, aunque lo es, sino dice que la esencia de su naturaleza es amor.
Ahí está el fundamento de lo que Dios es para nosotros, por qué nos creó y por qué nos redimió. Por amor.
Eso explica, o debería explicar también, todo lo que la relación de los padres con sus hijos debe ser. Pero preguntémonos con sinceridad si es el amor lo que gobierna nuestra relación con nuestros hijos. ¿Engendramos a nuestros hijos por amor o por pasión? ¿O los engendramos sin querer, de casualidad, a pesar nuestro? Ese hecho influye en nuestra relación con nuestros hijos y en la de ellos con nosotros. Aunque son muchos los factores que influyen en los sentimientos de los padres respecto de sus hijos puede decirse en términos generales que los hijos engendrados por amor son más amados que los hijos engendrados por pasión, y lo son más aun que los hijos engendrados de casualidad, o por accidente, si bien es cierto que a veces hay circunstancias que modifican los sentimientos iniciales.
Pero Dios no nos engendró de casualidad, aunque nuestros padres se hayan unido de casualidad cuando fuimos concebidos. En Dios cada creación es un acto conciente y voluntario (Jb 10:8a). Por eso la relación de Dios con nosotros es una relación de amor que se inició desde la eternidad.
Nuestra relación con nuestros hijos debe ser también una relación de amor, si es posible -y sí es posible- desde antes de su concepción, así como Dios nos amó antes de que nuestros padres se conocieran. “Antes que te formase en el vientre te conocí” le dice Dios al profeta Jeremías (1:5). Y debe continuar siéndolo toda la vida, incluso cuando ya sean adultos.
En las madres la relación de amor es una cosa instintiva. Dios ha hecho a la mujer de tal manera que apenas siente que ha concebido empieza una relación de amor con el ser que lleva en el seno.
Y así como crecen y se inflan sus pechos preparándose para amamantarlo un día, de igual manera va creciendo en ella el amor con que lo espera y con que lo va a criar cuando nazca (si es que no hay factores que interfieran con ese lazo).
La maternidad es un ejercicio de amor, que obedece a un instinto muy profundo en ellas, cuya biología ha sido creada con ese fin (Nota 1). Pero a los padres, es decir, a los hombres, no les sucede lo mismo. Ellos no tienen el mismo vínculo físico con sus hijos.
Para ellos el hijo es algo externo. Algo independiente a ellos. Ellos no lo cargan en el seno, no lo nutren con su sangre, no respiran por él, no lo sienten moverse en su vientre antes de que nazca, como lo sintió su madre.
A la mujer le cuesta ser madre de una forma peculiar, como no le cuesta al hombre ser padre, y por eso, porque hay un sacrificio de por medio,  las incomodidades y los sufrimientos del embarazo, ella permanece ligada a sus hijos a lo largo de la vida con un vínculo especial. ¿Por qué? Porque salieron de sus entrañas.
¡Cuán importante es ese hecho! Según el griego del Nuevo Testamento la misericordia, que es amor, es un movimiento que surge de las entrañas. De allí que llamemos en español “amor entrañable” al amor profundo, intenso.
A lo antedicho hay que agregar que lamentablemente en el curso de la vida muchos factores externos frustran la relación del padre con sus hijos: las presiones culturales (el machismo), las presiones sociales (los amigos) y las presiones económicas (el trabajo o, a veces, la necesidad de ganarse el pan alejado de la familia), e impiden que puedan manifestar con naturalidad y espontaneidad su amor por sus hijos.
En la cultura peruana manifestar amor por los hijos de una manera abierta no es cosa de hombres, sino de mujeres.
Pero a los padres corresponde manifestar su amor y rodear de amor a sus hijos. El suyo es un amor diferente, distinto; un amor viril, pero tan necesario para ellos (los hombrecitos y las mujercitas) como el amor materno.
¿Puede un niño crecer sin alimento? ¿Sin la leche, sin la papilla que le da su madre? ¿Qué pasa si se le niega ese alimento? Se muere.
¿Puede un niño crecer sin amor? ¿Qué le pasa si se lo negamos? No se muere, pero sufre. Crece raquítico, física y espiritualmente.
Se han hechos experimentos en orfanatorios dividiendo una sala de recién nacidos en dos grupos. A ambos grupos se les alimentaba y se les cuidaba igual. Pero a un grupo las enfermeras los levantaban para darles su biberón, los cargaban y acariñaban. A los bebés del otro grupo se les daba la mamadera sin levantarlos de la cuna y no se les acariñaba.
Al cabo de poco tiempo se manifestaba una notoria diferencia entre ambos grupos: los que eran tratados con cariño aumentaban bien de peso y estaban sanos, los otros estaban menos gorditos y se enfermaban con más frecuencia.
¿Qué es lo que hacía la diferencia entre los dos grupos? El amor era la diferencia. El amor es indispensable para que el niño crezca sano, porque es condición necesaria, en primer lugar, para que sea feliz. Un niño infeliz se enferma con facilidad.
Es fácil detectar si un niño recibe amor o no en su casa. Si es amado su expresión es abierta, risueña. Si no es amado, si es maltratado, su mirada es triste, su expresión severa, encoge el pecho.
Los padres peruanos (es decir, los varones) con frecuencia son tímidos para expresar su amor a sus hijos, posiblemente porque sus padres fueron también reservados con ellos en ese campo. Se portan con sus hijos tal como sus padres se portaron con ellos. Para romper ese círculo repetitivo de patrón errado de conducta se requiere de un esfuerzo consciente de parte de cada padre.
Yo exhorto a los padres de familia que leen estas líneas, si lo que digo se aplica a ellos, que hagan un esfuerzo consciente por ser más cariñosos con sus hijos, aun con los mayores. Abrácenlos mañana y tarde y cuando se despiden. Quizá al comienzo sus hijos e hijas se sorprenderán un poco, pero se sentirán mejor, más relajados, menos tensos y ustedes también. No hay nada como las expresiones sinceras de cariño para hacer que la gente se sienta a gusto consigo misma, menos tensa.
Los hijos necesitan a la vez del amor maternal y del amor paternal, viril. Si les faltan ambos amores crecen tristes, con una sensación interna de desamparo, a menos que haya alguien, un pariente, que tome el lugar de los padres, aunque nunca será igual.
El amor del padre da a los hijos seguridad, aplomo, ante el mundo, confianza en sí mismos. Su carencia los hace inseguros, desconfiados, inciertos.
Gran parte de la inseguridad que demuestran los peruanos, gran parte de sus complejos de inferioridad y baja autoestima tienen ese origen: la falta de amor paterno en la infancia. Porque aunque tuvieran el amor de su madre, ella les transmitió, junto con su cariño, su sensación interna de inseguridad, sus temores de mujer sola, abandonada, salvo que su familia cercana le haya brindado todo el apoyo que necesitaban.
Es cierto también que el cariño de la madre es para el niño pequeño como el agua cargada de nutrientes con que se riega una planta, como un tónico vigorizante cuyo efecto dura toda la vida.
El amor alimenta el alma. Todos, aun los adultos, necesitamos ese alimento tanto como necesitamos el del cuerpo para estar sanos. Los niños lo necesitan aun más para crecer sanos y fuertes, física y espiritualmente.
Por ello la primera obligación de los padres es dar amor a sus hijos, a imitación de Dios que es amor y que derrama sin límites su amor sobre nosotros.
La forma cómo Dios se comporta con nosotros debe ser nuestro modelo.
Los padres que aman a sus hijos los alimentan, los visten, los cuidan, y procuran educarlos bien porque el amor obra instintivamente bien y hace lo correcto. El padre tiene además un instinto protector respecto de sus hijos, los defiende si están amenazados como si él lo estuviera.
Los padres que no aman a sus hijos, que no los alimentan, que no los visten, que no los cuidan y educan bien, o peor, que los abandonan, obran así porque carecen de ese instinto, o porque el instinto ha sido deformado, pervertido por el maltrato o la crueldad de la vida, o por una dureza anormal de corazón que los ha deshumanizado.
Aunque todos fallamos algunas veces como padres, los padres que aman a sus hijos de una manera desinteresada, fallan con menos frecuencia
Digo desinteresada, porque hay muchos padres que aman a sus hijos de una manera interesada, egoísta. No los aman por ellos mismos sino por lo que sus hijos les aportan, o porque les sirven, o porque los exhiben como trofeos (2).
Pero Dios no nos ama de esa manera, sino todo lo contrario. Nos ama al punto de dar la vida por nosotros. Los padres tienen en ese amor su modelo: deben amar a sus hijos hasta el punto de dar la vida por ellos si fuera necesario.
A su vez los hijos deben amar y respetar a sus padres -como aman y respetan a Dios- devolviéndoles el cariño y los cuidados que recibieron de ellos. De ahí que Dios haya colocado en el Decálogo, después de los mandatos referidos a su propio honor y gloria, el relativo al honor debido a los padres: “Honra a tu padre y a tu madre...” (Ex 20:12), que es el primer mandamiento con promesa, según dice Pablo (Ef 6:2), la promesa de una larga vida y de que a uno le irá bien (Dt 5:16).

Notas: 1: Las feministas de género, que niegan que la maternidad sea algo específicamente femenino, pretenden reprimir en ellas ese instinto natural que se opone, según dicen, a su realización como mujer.
2. Lo que no quiere decir que no puedan estar orgullosos de ellos: “Como saetas en manos del valiente así son los hijos habidos en la juventud. Bienaventurado el hombre que llenó su aljaba de ellos.” (Sal 127:4,5a)
NB. Este artículo, publicado por primera vez hace diez años, está basado en la grabación de una charla radial del autor.




Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#733 (01.07.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).