viernes, 26 de octubre de 2012

LA CAÍDA Y RESTAURACIÓN DE PEDRO I


Por José Belaunde M.
LA CAÍDA Y RESTAURACIÓN DE PEDRO I
En cierta medida este episodio del Evangelio refleja un rasgo de nuestra vida y de nuestro carácter, porque todos nosotros le hemos fallado alguna vez al Señor y Él nos ha restaurado.
La noche de la Última Cena, después de haberles lavado los pies a sus discípulos, Jesús anunció que Pedro le iba a negar tres veces antes de que cantara el gallo. Esta predicción se halla en los cuatro evangelios.
Leámoslo en el de Mateo: “Entonces Jesús les dijo: Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche; porque escrito está: Heriré al pastor, y las ovejas serán dispersadas (cf Zc 13:7). Pero después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea. Respondiendo Pedro, le dijo: Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré. Jesús le dijo: De cierto te digo que esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces. Pedro le dijo: Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré. Y todos los discípulos dijeron lo mismo.” (26:31-35).
¡Nunca te negaré! ¡Qué valiente eres Pedro! ¡Y qué valientes también los demás!
Pero el evangelio de Lucas añade una frase que no figura en los otros evangelios, y que es muy singular. Dice  Jesús: "Simón, Simón… Yo he rogado por ti, porque tu fe no falte." (Lc 22:32).
Fíjense en que Jesús dice que ha orado no porque Pedro no caiga, sino porque su fe no falte; esto es, que no falle, que no cese, que no desfallezca; que es como si dijera: No me importa que caigas, con tal de que no pierdas tu fe. A Jesús no le importa que Pedro caiga, no le importa que peque (o le importa menos), con tal de que no pierda la fe.
Es que lo peor que le puede suceder a un discípulo de Cristo, lo peor que le puede suceder a un cristiano, a uno de nosotros, no es que peque, sino que pierda la fe, porque mientras haya fe en el hombre, hay esperanza; pero cuando el cristiano pierde la fe, todo está perdido para él.
El cristiano puede pecar una y mil veces, porque esa debilidad está en su naturaleza, en su carne, pero es mucho peor que pierda la fe. No estoy con ello excusando el pecado, sino reconociendo que puede ocurrir que peque.
Pero mientras mantenga su fe a pesar del pecado, podrá arrepentirse, podrá levantarse y ser perdonado, ya que el arrepentimiento está condicionado por la fe, unido a la fe.
¿Quién de nosotros puede decir que nunca ha pecado? Nadie. Pero nos hemos arrepentido y, al arrepentirnos, Dios nos ha perdonado. ¿Cuántas veces ha ocurrido eso? Por lo menos setenta veces siete. ¿Y por qué nos hemos arrepentido? Porque mantuvimos la fe. Si hubiéramos perdido la fe, no nos hubiéramos arrepentido, sino que hubiéramos permanecido en el pecado.
Eso es lo que ha pasado con muchísimos hombres y mujeres en la historia, que perdieron la fe que una vez tuvieron, y no se arrepintieron de sus pecados, y no fueron perdonados. ¡Cuál habrá sido su destino! (Nota)
Porque cuando el hombre pierde la fe, su conciencia se endurece, se acostumbra al pecado, se siente a gusto en él, y ya no le interesa dejarlo.
Eso le pasa a mucha gente en el mundo que de niño, o de joven, recibió la palabra, y tuvo conocimiento de Jesús y de su obra redentora; porque preguntémonos: ¿Qué persona en el Perú, por ejemplo, no ha escuchado hablar de Jesús y de la cruz? Nadie. Pero luego, atraídos por los halagos del mundo, se apartaron de la fe. ¿Y quién sabe si nunca retornaron a ella?
Mientras permanezca la fe, tendrá encendida una luz en su alma. Aunque sea débilmente, ese hombre tendrá conciencia de que está lejos de Dios y deseará acercarse a Él.
Pero ¿cómo podrá querer acercarse a alguien en quien ya no cree? ¿O de cuyo testimonio duda? Por eso dice la Escritura en varios pasajes: "El justo vivirá por la fe." (Rm 1:17; cf Hab 2:4). La fe es la espina dorsal de la vida espiritual del hombre. Más aún, es su ancla de salvación.
¿Quién es el justo en esa frase? ¿Quiénes son los justos ahí? Nosotros los cristianos que tratamos de vivir de acuerdo a su palabra. Podemos caer muchas veces, pero a pesar de todo, vivimos por la fe.
Y por esto también añade Jesús a Pedro: "Y tú, cuando seas vuelto..." esto es, cuando te hayas arrepentido..."confirma a tus hermanos." ¿Confirmarlos en qué? Pues también en la fe. Ésa va a ser, entre otras, la misión de Pedro.
A Jesús le interesa que Pedro no pierda la fe -como la pierden muchos cuando sufren persecución- porque si no la pierde, podrá levantarse y podrá confortar a sus hermanos, a los otros discípulos, sus colegas, y asumir el rol para el cual Él lo había separado cuando le cambió el nombre de Simón por el de Pedro (Mt 16:13-18).
Jesús no oró porque Pedro no caiga, porque, en cierto sentido, era necesario que Pedro cayera. Era necesario que Pedro dejara de confiar en sí mismo, como cuando dijo: Nunca te negaré.
Era necesario que tomara conciencia de su debilidad.
Es necesario que nosotros también tomemos conciencia de que somos seres humanos débiles, pero que podemos ser restaurados si caemos. Pero el que persiste en creerse fuerte, difícilmente admitirá que ha caído.
Pero fíjense, no es que Pedro no amara a Jesús. Sí lo amaba. No es que no creyera en Él. Sí creía. Pero hombre mortal, al fin, tenía miedo de sufrir, de ser tomado preso, de ser torturado; de ser, quizá, condenado a muerte junto con su Maestro.
¿Tienes tú miedo de sufrir? Yo sí tengo miedo.
A Dios gracias nosotros vivimos en un país en el que no se persigue a los cristianos. ¿Pero cuántos de nosotros le negaríamos si nos amenazaran con torturarnos?
Sin embargo, inconsciente de su debilidad, Pedro se jacta: Estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y, si es necesario, hasta la muerte. Él está seguro de sí mismo, de su fortaleza, de su coraje.
Así somos también nosotros. Confiamos en nosotros mismos. ¡Ah, sí! Somos capaces de afrontarlo todo para seguir a Cristo, nada nos hará retroceder.
Yo no sería capaz de pecar como lo ha hecho ése. Yo soy fuerte.
Dios quiere que perdamos esa autosuficiencia, pues en la lucha con las tinieblas nuestras propias fuerzas no nos sirven para nada.
Sólo Cristo puede sostenernos y darnos la victoria, y Él sólo puede hacerlo cuando dejamos de confiar en nosotros mismos.
Por eso Pablo escribió: “El que piensa estar firme, mire que no caiga.” (1Cor 10:12)

¿Cómo negó Pedro a Jesús? Leámoslo nuevamente en Mateo:
“Pedro estaba afuera en el patio y se le acercó una criada diciendo: tú también estabas con Jesús el galileo.”
Pedro contesta delante de todos: “No sé lo que dices.” (26:69,70). Su primera respuesta es suave, como quien se quiere desembarazar de una pregunta incómoda.
“Saliendo él a la puerta le vio otra, y dijo a los que estaban allí: También éste estaba con Jesús el nazareno. Pero él negó otra vez con juramento: No conozco al hombre.” (v. 71,72).
Ahora Pedro niega con juramento. Se siente acosado. Tiene miedo.
Es el momento de confesar a Jesús, pero él lo niega. Él le juró a Jesús que nunca le negaría, pero ahora dice: “No conozco a este hombre”.

¡Pedro, si acabas de estar con Él! ¡Has compartido la mesa con Él! ¡Has pasado tres años en su compañía! ¡Aseguraste que irías hasta la muerte por Él!
¡Pedro! ¿Qué pasó? ¿Te temblaron las rodillas?
Un poco después, acercándose los que por ahí estaban, dijeron a Pedro: Verdaderamente tú eres uno de ellos, porque aun tu manera de hablar te descubre (es decir, tu acento galileo). Entonces él comenzó a maldecir y a jurar: No conozco al hombre.” (v. 73,74ª)
Ahora son varios los que le increpan. Se acuerdan de que lo han visto con Jesús. Pero él ahora maldice y jura. Niega conocer a Jesús. Está desesperado. Teme que lo acusen de ser cómplice suyo. Entra en pánico.
¿No nos ha pasado eso a nosotros cuando nos preguntan: Eres cristiano? ¿Y respondemos balbuceando: Este…sí, más o menos… Pero no soy un fanático?
La mentira lleva a Pedro a jurar en falso, y el jurar en falso lo lleva a maldecir.
¿Y qué sigue diciendo la Escritura?
“Y enseguida cantó el gallo.” (74b), tal como Jesús había anunciado.
“Entonces Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había dicho: Antes que cante el gallo, me negarás tres veces. Y saliendo afuera lloró amargamente.” (v. 75).
Pedro se acuerda de lo que Jesús le había dicho.
Lucas dice que en ese momento Jesús, que pasaba por arriba, miró a Pedro (Lc 22:61).
Eso lo afectó más que el canto del gallo.
Lucas acota como Mateo: “Y Pedro, saliendo afuera, lloró amargamente.” (v. 62) Se dolió muchísimo y se arrepintió.

Pero, fíjense, no reparó su traición. No fue a decirles a los que le habían cuestionado: Sí, yo he estado con Él cuando lo apresaron. Yo soy uno de sus discípulos. Él es mi Maestro. Arréstenme si quieren. Estoy dispuesto a morir con Él.
No dijo eso. No estaba realmente dispuesto a arriesgar su vida por Jesús.
¿Cómo Pedro? ¿Así amas a tu Maestro?
Pero ¿quién podría hacerle a Pedro un reproche por ser un cobarde? ¿Estamos nosotros dispuestos a ir hasta la muerte por Jesús? ¿A abandonar nuestras comodidades, nuestra seguridad? ¿No hay en nosotros mucho de Pedro? Tal vez alguna vez le hemos negado y después nos hemos arrepentido.
Nosotros como cristianos nos vemos con frecuencia envueltos en un conflicto. Vivimos en el mundo pero no somos del mundo, como dijo Jesús (Jn 17:14,16), y nuestra actitud en el mundo, y la que mantenemos en el reino de Dios son por necesidad opuestas. Porque la vida en el espíritu es muy diferente de la vida en el mundo.
Para nuestras actividades en el mundo, para nuestro trabajo, para nuestros estudios y nuestras ocupaciones en general, necesitamos confiar en nosotros mismos.
¿Quién podría ir a solicitar trabajo y decir: No, yo no puedo hacer mucho, casi nada. Lo mirarían con desprecio. A dondequiera que uno vaya tiene que mostrarse confiado y seguro de sí mismo.
Y tiene que mostrarlo para que crean en uno. De lo contrario no podríamos realizar nuestras tareas con éxito, ni ganar la confianza de otros. Pero frente a Dios y en las cosas del espíritu necesitamos despojarnos de toda seguridad en nosotros mismos, para confiar exclusivamente en Él. (Continuará)

Nota. Hay una corriente teológica, que procede de Calvino, que afirma que es imposible que el hombre que creyó una vez pueda perder la fe y, por consiguiente, perderse. Pero lo experiencia humana nos muestra lo contrario.
NB. Este artículo y su continuación están basados en la transcripción de una enseñanza dada recientemente en el Ministerio de la “Edad de Oro”, la cual, a su vez, estaba basada en un artículo publicado en abril del 2004.
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Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#749 (21.10.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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