Por José Belaunde M.
DIOS COMO MODELO DE PADRE
Aunque ya hayan pasado dos semanas desde que celebramos el
Día del Padre, creo que todavía es oportuno volver a publicar este artículo que
trata de la importancia de la paternidad y de su influencia en nuestras vidas.
¿Qué se nos viene a la
mente cuando escuchamos la palabra “Padre”? Ciertamente pensamos en aquel que
fue nuestro padre, aunque algunos quizá no lo tuvieron, o no tuvieron motivos
para amarlo. Porque sabemos que hay muchas heridas en relación con la
paternidad.
Pero es posible
también que a muchos les traiga el recuerdo de esa oración que empieza por las
palabras: “Padre Nuestro...” (Mt 6:9).
Dios es en efecto
nuestro Padre. Es el padre de todos los hijos y el padre de los todos los padres
y madres de la tierra, porque Él los ha creado a todos.
Pero lo es sobre
todo de aquellos a quienes Él ha redimido y que han recibido el Espíritu de su
Hijo que clama: “¡Abba, Padre!” (Rm 8:15).
Él es nuestro
Padre y el Padre de nuestros hijos.
Eso tenemos
nosotros en común con ellos. Tenemos el mismo Padre que está en los cielos. Lo
cual nos lleva a una paradoja: Si algunos de los que leen estas líneas tienen
hijos, delante de Dios ellos son hermanos de sus hijos. ¿Habían pensado alguna
vez en eso? Y, dicho sea de paso, también son hermanos de su padre.
Pero así como Dios
es nuestro Padre, en cierta medida cada padre es Dios para sus hijos. Es decir,
es un dios para sus hijos pequeños, porque a ellos su padre les parece como un
dios, porque todo lo reciben de él.
En su padre reside
todo el poder en su casa y, desde su perspectiva pequeña, su padre todo lo
puede.
Por ello todo
padre representa a Dios ante sus hijos.
En verdad Dios los
ha nombrado representantes suyos ante sus hijos, porque Él, que es quien los ha
creado, ha encargado el cuidado de esos hijos suyos a los padres para que
cuiden de ellos en su nombre, así como encargó a José, el esposo de María, que
cuidara de su Hijo Unigénito.
Tal como José fue
el padre putativo de Jesús, todos los que hemos sido, o somos padres, y todos
los que lo serán más adelante, somos en rigor los padres putativos de nuestros
hijos, aunque esos hijos lleven nuestra sangre y nuestros genes.
Somos padres de
ellos y ante ellos en lugar de Dios.
Esto es tan cierto
que la relación que muchas personas adultas tienen con Dios, es reflejo de la
relación que tuvieron con su padre.
Si la relación con
su padre fue buena es muy probable que su relación con Dios también lo sea.
Si rechazaron a su
padre terreno, si tuvieron una mala relación con él, es probable que rechacen
también a su Padre celestial, salvo que la relación con la madre compense esa
deficiencia.
Y si las hijas
fueron maltratadas o abandonadas por su padre y, como consecuencia, les fueron
rebeldes o les guardan rencor, tendrán una relación difícil con sus maridos, y
les serán también rebeldes, o estarán a la defensiva.
De hecho, es
sabido que muchos ateos famosos tuvieron una mala relación con su padre; lo
rechazaron porque fueron tratados mal por él, o porque fueron abandonados por
él y por eso rechazaron a Dios de adultos.
Es muy raro que
los que fueron bien tratados por sus padres nieguen después a Dios. Como
también está demostrado que las relaciones que muchos tienen con la autoridad,
sea del gobierno o de cualquier otro tipo, está marcada por la relación que
tuvieron con su padre.
Si se rebelaron
contra su padre es muy probable que se rebelen también contra la autoridad,
contra el gobierno.
En nuestro país
existe una herida profunda que se extiende a lo largo de las generaciones
dejando una marca indeleble en el carácter de la gente.
Esa herida es el
abandono del padre que muchos hijos e hijas han sufrido. o el maltrato que
sufrieron de sus manos.
Eso explica quizá
la falta generalizada de respeto que existe en nuestro país por la autoridad.
Por lo general puede decirse que si los hijos amaron y respetaron a sus padres,
respetarán más tarde a la autoridad; si no los amaron porque fueron maltratados
y se rebelaron contra ellos y no los pudieron respetar, se rebelarán también
contra la autoridad.
No sé si los
padres que leen estas líneas –y me dirijo a los padres, no a las madres- hayan
pensado alguna vez en la importancia que ellos asumen para sus hijos, y cómo,
incluso sin quererlo ni pensarlo, ellos determinan la actitud que más tarde sus
hijos tendrán ante la vida y el mundo exterior.
¡Cuán grande es la
responsabilidad que asumen los padres al engendrar hijos! Lo malo es que cuando
los tienen no son concientes de ese hecho y sólo más tarde caen en la cuenta de
los errores que pudieron haber cometido, cuando ya son difíciles de reparar. Es
cierto, sin embargo, que con Dios no hay nada imposible.
Pero volvamos a lo
que decíamos al comienzo: Dios es padre de los padres en un sentido muy
especial. Lo es porque es modelo de paternidad y de maternidad.
¿De maternidad
también? Sí también, porque Dios es padre y madre simultáneamente, como se dice
en Isaías: “Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a
vosotros” (66:13).
La maternidad proviene de Dios. Si no ¿de quién vendría?
Ciertamente Él nos
ha puesto como modelo de madre humana a la madre de Jesús: en su modestia, en
su sumisión a su marido, en su dedicación a su Hijo y en su sometimiento a la
voluntad de Dios. Nunca ha habido una madre como ella porque ninguna madre ha
tenido un Hijo como el que tuvo ella.
Pero en verdad
todo modelo humano, por noble y edificante que sea, empalidece al lado de Dios.
Padre y madre deben mirar a Dios como su modelo principal y tratar de ser como
Él.
Para entender
cabalmente cómo deben comportarse ambos deben mirar a Dios y preguntarse como
es Él.
¿Cuál es la
característica más importante de Dios? Podemos decir que es su omnipotencia, su
omnisciencia, su eternidad. Es verdad, pero eso está demasiado alejado de nosotros,
meros seres humanos, para pretender imitarlo. ¿Qué cosa hay más cercana de
nosotros que caracteriza a Dios?
San Juan dice que “Dios es amor” (1Jn 4:8). No dice que
Dios sea amoroso, aunque lo es, sino dice que la esencia de su naturaleza es
amor.
Ahí está el
fundamento de lo que Dios es para nosotros, por qué nos creó y por qué nos
redimió. Por amor.
Eso explica, o
debería explicar también, todo lo que la relación de los padres con sus hijos
debe ser. Pero preguntémonos con sinceridad si es el amor lo que gobierna
nuestra relación con nuestros hijos. ¿Engendramos a nuestros hijos por amor o
por pasión? ¿O los engendramos sin querer, de casualidad, a pesar nuestro? Ese
hecho influye en nuestra relación con nuestros hijos y en la de ellos con
nosotros. Aunque son muchos los factores que influyen en los sentimientos de
los padres respecto de sus hijos puede decirse en términos generales que los
hijos engendrados por amor son más amados que los hijos engendrados por pasión,
y lo son más aun que los hijos engendrados de casualidad, o por accidente, si
bien es cierto que a veces hay circunstancias que modifican los sentimientos
iniciales.
Pero Dios no nos
engendró de casualidad, aunque nuestros padres se hayan unido de casualidad
cuando fuimos concebidos. En Dios cada creación es un acto conciente y
voluntario (Jb 10:8a). Por eso la relación de Dios con nosotros es una relación
de amor que se inició desde la eternidad.
Nuestra relación
con nuestros hijos debe ser también una relación de amor, si es posible -y
sí es posible- desde antes de su concepción, así como Dios nos amó antes de
que nuestros padres se conocieran. “Antes que te formase en el vientre te
conocí” le dice Dios al profeta Jeremías (1:5). Y debe continuar siéndolo
toda la vida, incluso cuando ya sean adultos.
En las madres la
relación de amor es una cosa instintiva. Dios ha hecho a la mujer de tal manera
que apenas siente que ha concebido empieza una relación de amor con el ser que
lleva en el seno.
Y así como crecen
y se inflan sus pechos preparándose para amamantarlo un día, de igual manera va
creciendo en ella el amor con que lo espera y con que lo va a criar cuando
nazca (si es que no hay factores que interfieran con ese lazo).
La maternidad es
un ejercicio de amor, que obedece a un instinto muy profundo en ellas, cuya
biología ha sido creada con ese fin (Nota 1). Pero a los
padres, es decir, a los hombres, no les sucede lo mismo. Ellos no tienen el
mismo vínculo físico con sus hijos.
Para ellos el hijo
es algo externo. Algo independiente a ellos. Ellos no lo cargan en el seno, no
lo nutren con su sangre, no respiran por él, no lo sienten moverse en su
vientre antes de que nazca, como lo sintió su madre.
A la mujer le
cuesta ser madre de una forma peculiar, como no le cuesta al hombre ser padre,
y por eso, porque hay un sacrificio de por medio, las incomodidades y los sufrimientos del
embarazo, ella permanece ligada a sus hijos a lo largo de la vida con un
vínculo especial. ¿Por qué? Porque salieron de sus entrañas.
¡Cuán importante
es ese hecho! Según el griego del Nuevo Testamento la misericordia, que es
amor, es un movimiento que surge de las entrañas. De allí que llamemos en
español “amor entrañable” al amor profundo, intenso.
A lo antedicho hay
que agregar que lamentablemente en el curso de la vida muchos factores externos
frustran la relación del padre con sus hijos: las presiones culturales (el
machismo), las presiones sociales (los amigos) y las presiones económicas (el
trabajo o, a veces, la necesidad de ganarse el pan alejado de la familia), e impiden
que puedan manifestar con naturalidad y espontaneidad su amor por sus hijos.
En la cultura
peruana manifestar amor por los hijos de una manera abierta no es cosa de
hombres, sino de mujeres.
Pero a los padres
corresponde manifestar su amor y rodear de amor a sus hijos. El suyo es un amor
diferente, distinto; un amor viril, pero tan necesario para ellos (los
hombrecitos y las mujercitas) como el amor materno.
¿Puede un niño
crecer sin alimento? ¿Sin la leche, sin la papilla que le da su madre? ¿Qué
pasa si se le niega ese alimento? Se muere.
¿Puede un niño
crecer sin amor? ¿Qué le pasa si se lo negamos? No se muere, pero sufre. Crece
raquítico, física y espiritualmente.
Se han hechos
experimentos en orfanatorios dividiendo una sala de recién nacidos en dos
grupos. A ambos grupos se les alimentaba y se les cuidaba igual. Pero a un
grupo las enfermeras los levantaban para darles su biberón, los cargaban y
acariñaban. A los bebés del otro grupo se les daba la mamadera sin levantarlos
de la cuna y no se les acariñaba.
Al cabo de poco
tiempo se manifestaba una notoria diferencia entre ambos grupos: los que eran
tratados con cariño aumentaban bien de peso y estaban sanos, los otros estaban
menos gorditos y se enfermaban con más frecuencia.
¿Qué es lo que
hacía la diferencia entre los dos grupos? El amor era la diferencia. El amor es
indispensable para que el niño crezca sano, porque es condición necesaria, en
primer lugar, para que sea feliz. Un niño infeliz se enferma con facilidad.
Es fácil detectar
si un niño recibe amor o no en su casa. Si es amado su expresión es abierta,
risueña. Si no es amado, si es maltratado, su mirada es triste, su expresión
severa, encoge el pecho.
Los padres peruanos (es decir, los varones) con frecuencia
son tímidos para expresar su amor a sus hijos, posiblemente porque sus padres
fueron también reservados con ellos en ese campo. Se portan con sus hijos tal
como sus padres se portaron con ellos. Para romper ese círculo repetitivo de
patrón errado de conducta se requiere de un esfuerzo consciente de parte de
cada padre.
Yo exhorto a los
padres de familia que leen estas líneas, si lo que digo se aplica a ellos, que
hagan un esfuerzo consciente por ser más cariñosos con sus hijos, aun con los
mayores. Abrácenlos mañana y tarde y cuando se despiden. Quizá al comienzo sus
hijos e hijas se sorprenderán un poco, pero se sentirán mejor, más relajados,
menos tensos y ustedes también. No hay nada como las expresiones sinceras de
cariño para hacer que la gente se sienta a gusto consigo misma, menos tensa.
Los hijos
necesitan a la vez del amor maternal y del amor paternal, viril. Si les faltan
ambos amores crecen tristes, con una sensación interna de desamparo, a menos
que haya alguien, un pariente, que tome el lugar de los padres, aunque nunca
será igual.
El amor del padre
da a los hijos seguridad, aplomo, ante el mundo, confianza en sí mismos. Su
carencia los hace inseguros, desconfiados, inciertos.
Gran parte de la
inseguridad que demuestran los peruanos, gran parte de sus complejos de
inferioridad y baja autoestima tienen ese origen: la falta de amor paterno en
la infancia. Porque aunque tuvieran el amor de su madre, ella les transmitió,
junto con su cariño, su sensación interna de inseguridad, sus temores de mujer
sola, abandonada, salvo que su familia cercana le haya brindado todo el apoyo
que necesitaban.
Es cierto también
que el cariño de la madre es para el niño pequeño como el agua cargada de
nutrientes con que se riega una planta, como un tónico vigorizante cuyo efecto
dura toda la vida.
El amor alimenta
el alma. Todos, aun los adultos, necesitamos ese alimento tanto como necesitamos
el del cuerpo para estar sanos. Los niños lo necesitan aun más para crecer
sanos y fuertes, física y espiritualmente.
Por ello la
primera obligación de los padres es dar amor a sus hijos, a imitación de Dios que
es amor y que derrama sin límites su amor sobre nosotros.
La forma cómo Dios
se comporta con nosotros debe ser nuestro modelo.
Los padres que
aman a sus hijos los alimentan, los visten, los cuidan, y procuran educarlos
bien porque el amor obra instintivamente bien y hace lo correcto. El padre
tiene además un instinto protector respecto de sus hijos, los defiende si están
amenazados como si él lo estuviera.
Los padres que no
aman a sus hijos, que no los alimentan, que no los visten, que no los cuidan y
educan bien, o peor, que los abandonan, obran así porque carecen de ese
instinto, o porque el instinto ha sido deformado, pervertido por el maltrato o
la crueldad de la vida, o por una dureza anormal de corazón que los ha
deshumanizado.
Aunque todos
fallamos algunas veces como padres, los padres que aman a sus hijos de una
manera desinteresada, fallan con menos frecuencia
Digo
desinteresada, porque hay muchos padres que aman a sus hijos de una manera
interesada, egoísta. No los aman por ellos mismos sino por lo que sus hijos les
aportan, o porque les sirven, o porque los exhiben como trofeos (2).
Pero Dios no nos
ama de esa manera, sino todo lo contrario. Nos ama al punto de dar la vida por
nosotros. Los padres tienen en ese amor su modelo: deben amar a sus hijos hasta
el punto de dar la vida por ellos si fuera necesario.
A su vez los hijos
deben amar y respetar a sus padres -como aman y respetan a Dios- devolviéndoles
el cariño y los cuidados que recibieron de ellos. De ahí que Dios haya colocado
en el Decálogo, después de los mandatos referidos a su propio honor y gloria,
el relativo al honor debido a los padres: “Honra a tu padre y a tu madre...”
(Ex 20:12), que es el primer mandamiento con promesa, según dice Pablo (Ef 6:2),
la promesa de una larga vida y de que a uno le irá bien (Dt 5:16).
Notas: 1: Las feministas de
género, que niegan que la maternidad sea algo específicamente femenino,
pretenden reprimir en ellas ese instinto natural que se opone, según dicen, a
su realización como mujer.
2. Lo que no quiere
decir que no puedan estar orgullosos de ellos: “Como saetas en manos del
valiente así son los hijos habidos en la juventud. Bienaventurado el hombre que
llenó su aljaba de ellos.” (Sal 127:4,5a)
NB.
Este artículo, publicado por primera vez hace diez años, está basado en la
grabación de una charla radial del autor.
Amado lector:
Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de
Dios, es muy importante que adquieras esa
seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que
sea tan necesaria. Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a
arrepentirte de tus pecados, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús,
que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los
hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te
he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces
gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente
de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname,
Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y
gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#733 (01.07.12). Depósito Legal
#2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231,
Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).
1 comentario:
tenemos mucho que aprender con respecto hacer padre, y sobre todo tomando como modelo único a Dios.
y mas que aprender ponerlo por obra es para mi un gran reto que anhelo cumplir mientras estoy en la tierra.
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