viernes, 13 de julio de 2012

DIOS COMO MODELO DE PADRE


Por José Belaunde M.
DIOS COMO MODELO DE PADRE
Aunque ya hayan pasado dos semanas desde que celebramos el Día del Padre, creo que todavía es oportuno volver a publicar este artículo que trata de la importancia de la paternidad y de su influencia en nuestras vidas.

¿Qué se nos viene a la mente cuando escuchamos la palabra “Padre”? Ciertamente pensamos en aquel que fue nuestro padre, aunque algunos quizá no lo tuvieron, o no tuvieron motivos para amarlo. Porque sabemos que hay muchas heridas en relación con la paternidad.
Pero es posible también que a muchos les traiga el recuerdo de esa oración que empieza por las palabras: “Padre Nuestro...” (Mt 6:9).
Dios es en efecto nuestro Padre. Es el padre de todos los hijos y el padre de los todos los padres y madres de la tierra, porque Él los ha creado a todos.
Pero lo es sobre todo de aquellos a quienes Él ha redimido y que han recibido el Espíritu de su Hijo que clama: “¡Abba, Padre!” (Rm 8:15).
Él es nuestro Padre y el Padre de nuestros hijos.
Eso tenemos nosotros en común con ellos. Tenemos el mismo Padre que está en los cielos. Lo cual nos lleva a una paradoja: Si algunos de los que leen estas líneas tienen hijos, delante de Dios ellos son hermanos de sus hijos. ¿Habían pensado alguna vez en eso? Y, dicho sea de paso, también son hermanos de su padre.
Pero así como Dios es nuestro Padre, en cierta medida cada padre es Dios para sus hijos. Es decir, es un dios para sus hijos pequeños, porque a ellos su padre les parece como un dios, porque todo lo reciben de él.
En su padre reside todo el poder en su casa y, desde su perspectiva pequeña, su padre todo lo puede.
Por ello todo padre representa a Dios ante sus hijos.
En verdad Dios los ha nombrado representantes suyos ante sus hijos, porque Él, que es quien los ha creado, ha encargado el cuidado de esos hijos suyos a los padres para que cuiden de ellos en su nombre, así como encargó a José, el esposo de María, que cuidara de su Hijo Unigénito.
Tal como José fue el padre putativo de Jesús, todos los que hemos sido, o somos padres, y todos los que lo serán más adelante, somos en rigor los padres putativos de nuestros hijos, aunque esos hijos lleven nuestra sangre y nuestros genes.
Somos padres de ellos y ante ellos en lugar de Dios.
Esto es tan cierto que la relación que muchas personas adultas tienen con Dios, es reflejo de la relación que tuvieron con su padre.
Si la relación con su padre fue buena es muy probable que su relación con Dios también lo sea.
Si rechazaron a su padre terreno, si tuvieron una mala relación con él, es probable que rechacen también a su Padre celestial, salvo que la relación con la madre compense esa deficiencia.
Y si las hijas fueron maltratadas o abandonadas por su padre y, como consecuencia, les fueron rebeldes o les guardan rencor, tendrán una relación difícil con sus maridos, y les serán también rebeldes, o estarán a la defensiva.
De hecho, es sabido que muchos ateos famosos tuvieron una mala relación con su padre; lo rechazaron porque fueron tratados mal por él, o porque fueron abandonados por él y por eso rechazaron a Dios de adultos.
Es muy raro que los que fueron bien tratados por sus padres nieguen después a Dios. Como también está demostrado que las relaciones que muchos tienen con la autoridad, sea del gobierno o de cualquier otro tipo, está marcada por la relación que tuvieron con su padre.
Si se rebelaron contra su padre es muy probable que se rebelen también contra la autoridad, contra el gobierno.
En nuestro país existe una herida profunda que se extiende a lo largo de las generaciones dejando una marca indeleble en el carácter de la gente.
Esa herida es el abandono del padre que muchos hijos e hijas han sufrido. o el maltrato que sufrieron de sus manos.
Eso explica quizá la falta generalizada de respeto que existe en nuestro país por la autoridad. Por lo general puede decirse que si los hijos amaron y respetaron a sus padres, respetarán más tarde a la autoridad; si no los amaron porque fueron maltratados y se rebelaron contra ellos y no los pudieron respetar, se rebelarán también contra la autoridad.
No sé si los padres que leen estas líneas –y me dirijo a los padres, no a las madres- hayan pensado alguna vez en la importancia que ellos asumen para sus hijos, y cómo, incluso sin quererlo ni pensarlo, ellos determinan la actitud que más tarde sus hijos tendrán ante la vida y el mundo exterior.
¡Cuán grande es la responsabilidad que asumen los padres al engendrar hijos! Lo malo es que cuando los tienen no son concientes de ese hecho y sólo más tarde caen en la cuenta de los errores que pudieron haber cometido, cuando ya son difíciles de reparar. Es cierto, sin embargo, que con Dios no hay nada imposible.
Pero volvamos a lo que decíamos al comienzo: Dios es padre de los padres en un sentido muy especial. Lo es porque es modelo de paternidad y de maternidad.
¿De maternidad también? Sí también, porque Dios es padre y madre simultáneamente, como se dice en Isaías: “Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros” (66:13).
La maternidad proviene de Dios. Si no ¿de quién vendría?
Ciertamente Él nos ha puesto como modelo de madre humana a la madre de Jesús: en su modestia, en su sumisión a su marido, en su dedicación a su Hijo y en su sometimiento a la voluntad de Dios. Nunca ha habido una madre como ella porque ninguna madre ha tenido un Hijo como el que tuvo ella.
Pero en verdad todo modelo humano, por noble y edificante que sea, empalidece al lado de Dios. Padre y madre deben mirar a Dios como su modelo principal y tratar de ser como Él.
Para entender cabalmente cómo deben comportarse ambos deben mirar a Dios y preguntarse como es Él.
¿Cuál es la característica más importante de Dios? Podemos decir que es su omnipotencia, su omnisciencia, su eternidad. Es verdad, pero eso está demasiado alejado de nosotros, meros seres humanos, para pretender imitarlo. ¿Qué cosa hay más cercana de nosotros que caracteriza a Dios?
San Juan dice que “Dios es amor” (1Jn 4:8). No dice que Dios sea amoroso, aunque lo es, sino dice que la esencia de su naturaleza es amor.
Ahí está el fundamento de lo que Dios es para nosotros, por qué nos creó y por qué nos redimió. Por amor.
Eso explica, o debería explicar también, todo lo que la relación de los padres con sus hijos debe ser. Pero preguntémonos con sinceridad si es el amor lo que gobierna nuestra relación con nuestros hijos. ¿Engendramos a nuestros hijos por amor o por pasión? ¿O los engendramos sin querer, de casualidad, a pesar nuestro? Ese hecho influye en nuestra relación con nuestros hijos y en la de ellos con nosotros. Aunque son muchos los factores que influyen en los sentimientos de los padres respecto de sus hijos puede decirse en términos generales que los hijos engendrados por amor son más amados que los hijos engendrados por pasión, y lo son más aun que los hijos engendrados de casualidad, o por accidente, si bien es cierto que a veces hay circunstancias que modifican los sentimientos iniciales.
Pero Dios no nos engendró de casualidad, aunque nuestros padres se hayan unido de casualidad cuando fuimos concebidos. En Dios cada creación es un acto conciente y voluntario (Jb 10:8a). Por eso la relación de Dios con nosotros es una relación de amor que se inició desde la eternidad.
Nuestra relación con nuestros hijos debe ser también una relación de amor, si es posible -y sí es posible- desde antes de su concepción, así como Dios nos amó antes de que nuestros padres se conocieran. “Antes que te formase en el vientre te conocí” le dice Dios al profeta Jeremías (1:5). Y debe continuar siéndolo toda la vida, incluso cuando ya sean adultos.
En las madres la relación de amor es una cosa instintiva. Dios ha hecho a la mujer de tal manera que apenas siente que ha concebido empieza una relación de amor con el ser que lleva en el seno.
Y así como crecen y se inflan sus pechos preparándose para amamantarlo un día, de igual manera va creciendo en ella el amor con que lo espera y con que lo va a criar cuando nazca (si es que no hay factores que interfieran con ese lazo).
La maternidad es un ejercicio de amor, que obedece a un instinto muy profundo en ellas, cuya biología ha sido creada con ese fin (Nota 1). Pero a los padres, es decir, a los hombres, no les sucede lo mismo. Ellos no tienen el mismo vínculo físico con sus hijos.
Para ellos el hijo es algo externo. Algo independiente a ellos. Ellos no lo cargan en el seno, no lo nutren con su sangre, no respiran por él, no lo sienten moverse en su vientre antes de que nazca, como lo sintió su madre.
A la mujer le cuesta ser madre de una forma peculiar, como no le cuesta al hombre ser padre, y por eso, porque hay un sacrificio de por medio,  las incomodidades y los sufrimientos del embarazo, ella permanece ligada a sus hijos a lo largo de la vida con un vínculo especial. ¿Por qué? Porque salieron de sus entrañas.
¡Cuán importante es ese hecho! Según el griego del Nuevo Testamento la misericordia, que es amor, es un movimiento que surge de las entrañas. De allí que llamemos en español “amor entrañable” al amor profundo, intenso.
A lo antedicho hay que agregar que lamentablemente en el curso de la vida muchos factores externos frustran la relación del padre con sus hijos: las presiones culturales (el machismo), las presiones sociales (los amigos) y las presiones económicas (el trabajo o, a veces, la necesidad de ganarse el pan alejado de la familia), e impiden que puedan manifestar con naturalidad y espontaneidad su amor por sus hijos.
En la cultura peruana manifestar amor por los hijos de una manera abierta no es cosa de hombres, sino de mujeres.
Pero a los padres corresponde manifestar su amor y rodear de amor a sus hijos. El suyo es un amor diferente, distinto; un amor viril, pero tan necesario para ellos (los hombrecitos y las mujercitas) como el amor materno.
¿Puede un niño crecer sin alimento? ¿Sin la leche, sin la papilla que le da su madre? ¿Qué pasa si se le niega ese alimento? Se muere.
¿Puede un niño crecer sin amor? ¿Qué le pasa si se lo negamos? No se muere, pero sufre. Crece raquítico, física y espiritualmente.
Se han hechos experimentos en orfanatorios dividiendo una sala de recién nacidos en dos grupos. A ambos grupos se les alimentaba y se les cuidaba igual. Pero a un grupo las enfermeras los levantaban para darles su biberón, los cargaban y acariñaban. A los bebés del otro grupo se les daba la mamadera sin levantarlos de la cuna y no se les acariñaba.
Al cabo de poco tiempo se manifestaba una notoria diferencia entre ambos grupos: los que eran tratados con cariño aumentaban bien de peso y estaban sanos, los otros estaban menos gorditos y se enfermaban con más frecuencia.
¿Qué es lo que hacía la diferencia entre los dos grupos? El amor era la diferencia. El amor es indispensable para que el niño crezca sano, porque es condición necesaria, en primer lugar, para que sea feliz. Un niño infeliz se enferma con facilidad.
Es fácil detectar si un niño recibe amor o no en su casa. Si es amado su expresión es abierta, risueña. Si no es amado, si es maltratado, su mirada es triste, su expresión severa, encoge el pecho.
Los padres peruanos (es decir, los varones) con frecuencia son tímidos para expresar su amor a sus hijos, posiblemente porque sus padres fueron también reservados con ellos en ese campo. Se portan con sus hijos tal como sus padres se portaron con ellos. Para romper ese círculo repetitivo de patrón errado de conducta se requiere de un esfuerzo consciente de parte de cada padre.
Yo exhorto a los padres de familia que leen estas líneas, si lo que digo se aplica a ellos, que hagan un esfuerzo consciente por ser más cariñosos con sus hijos, aun con los mayores. Abrácenlos mañana y tarde y cuando se despiden. Quizá al comienzo sus hijos e hijas se sorprenderán un poco, pero se sentirán mejor, más relajados, menos tensos y ustedes también. No hay nada como las expresiones sinceras de cariño para hacer que la gente se sienta a gusto consigo misma, menos tensa.
Los hijos necesitan a la vez del amor maternal y del amor paternal, viril. Si les faltan ambos amores crecen tristes, con una sensación interna de desamparo, a menos que haya alguien, un pariente, que tome el lugar de los padres, aunque nunca será igual.
El amor del padre da a los hijos seguridad, aplomo, ante el mundo, confianza en sí mismos. Su carencia los hace inseguros, desconfiados, inciertos.
Gran parte de la inseguridad que demuestran los peruanos, gran parte de sus complejos de inferioridad y baja autoestima tienen ese origen: la falta de amor paterno en la infancia. Porque aunque tuvieran el amor de su madre, ella les transmitió, junto con su cariño, su sensación interna de inseguridad, sus temores de mujer sola, abandonada, salvo que su familia cercana le haya brindado todo el apoyo que necesitaban.
Es cierto también que el cariño de la madre es para el niño pequeño como el agua cargada de nutrientes con que se riega una planta, como un tónico vigorizante cuyo efecto dura toda la vida.
El amor alimenta el alma. Todos, aun los adultos, necesitamos ese alimento tanto como necesitamos el del cuerpo para estar sanos. Los niños lo necesitan aun más para crecer sanos y fuertes, física y espiritualmente.
Por ello la primera obligación de los padres es dar amor a sus hijos, a imitación de Dios que es amor y que derrama sin límites su amor sobre nosotros.
La forma cómo Dios se comporta con nosotros debe ser nuestro modelo.
Los padres que aman a sus hijos los alimentan, los visten, los cuidan, y procuran educarlos bien porque el amor obra instintivamente bien y hace lo correcto. El padre tiene además un instinto protector respecto de sus hijos, los defiende si están amenazados como si él lo estuviera.
Los padres que no aman a sus hijos, que no los alimentan, que no los visten, que no los cuidan y educan bien, o peor, que los abandonan, obran así porque carecen de ese instinto, o porque el instinto ha sido deformado, pervertido por el maltrato o la crueldad de la vida, o por una dureza anormal de corazón que los ha deshumanizado.
Aunque todos fallamos algunas veces como padres, los padres que aman a sus hijos de una manera desinteresada, fallan con menos frecuencia
Digo desinteresada, porque hay muchos padres que aman a sus hijos de una manera interesada, egoísta. No los aman por ellos mismos sino por lo que sus hijos les aportan, o porque les sirven, o porque los exhiben como trofeos (2).
Pero Dios no nos ama de esa manera, sino todo lo contrario. Nos ama al punto de dar la vida por nosotros. Los padres tienen en ese amor su modelo: deben amar a sus hijos hasta el punto de dar la vida por ellos si fuera necesario.
A su vez los hijos deben amar y respetar a sus padres -como aman y respetan a Dios- devolviéndoles el cariño y los cuidados que recibieron de ellos. De ahí que Dios haya colocado en el Decálogo, después de los mandatos referidos a su propio honor y gloria, el relativo al honor debido a los padres: “Honra a tu padre y a tu madre...” (Ex 20:12), que es el primer mandamiento con promesa, según dice Pablo (Ef 6:2), la promesa de una larga vida y de que a uno le irá bien (Dt 5:16).

Notas: 1: Las feministas de género, que niegan que la maternidad sea algo específicamente femenino, pretenden reprimir en ellas ese instinto natural que se opone, según dicen, a su realización como mujer.
2. Lo que no quiere decir que no puedan estar orgullosos de ellos: “Como saetas en manos del valiente así son los hijos habidos en la juventud. Bienaventurado el hombre que llenó su aljaba de ellos.” (Sal 127:4,5a)
NB. Este artículo, publicado por primera vez hace diez años, está basado en la grabación de una charla radial del autor.




Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#733 (01.07.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

1 comentario:

Anónimo dijo...

tenemos mucho que aprender con respecto hacer padre, y sobre todo tomando como modelo único a Dios.
y mas que aprender ponerlo por obra es para mi un gran reto que anhelo cumplir mientras estoy en la tierra.