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jueves, 5 de noviembre de 2015

PARÁBOLA DE LA OVEJA PERDIDA

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
PARÁBOLA DE LA OVEJA PERDIDA
Un Comentario de Mateo 18:10-14


10. "Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeños; porque os digo que sus ángeles en los cielos ven siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos."
Los pequeños a los que Jesús se refiere aquí pueden ser literalmente niños, pero más probablemente serían hombres y mujeres, no de baja estatura sino de baja condición social, que son ignorantes no sólo de la fe, sino también de las cosas del mundo, el tipo de personas que la gente suele mirar con desprecio.

Pero ¿qué dice Jesús de ellos? Tú los desprecias porque son poca cosa a los ojos del mundo, pero "sus ángeles", es decir, los mensajeros de Su voluntad a quienes Dios ha encargado que se ocupen de ellos y los cuiden, al mismo tiempo que realizan esa labor están constantemente delante de Él.

Para el mundo ellos no valen nada, pero para Dios valen mucho, pues los ha confiado a ángeles que gozan de su intimidad. Ellos gozan de un privilegio mucho mayor de lo que tú te imaginas, ni quizá te ha sido acordado.

A nosotros quizá nos intrigue saber cómo pueden esos ángeles guardianes estar a la vez ocupados en la tierra y estar en la presencia de Dios. Nuestra perplejidad se debe a que nosotros no podemos concebir cómo son las cosas en las dimensiones celestes, espirituales, porque no las conocemos. Las distancias y los tiempos son diferentes.

En este versículo Jesús confirma la validez de la creencia del judaísmo de su tiempo en la existencia de ángeles guardianes que acompañan a cada ser humano. (Nota 1)

La lección que debe sacarse de este versículo es que contrariamente a nuestra tendencia natural, ningún ser humano debe ser despreciado, cualquiera que sea su condición, su suciedad, su grado de abandono, o su pobreza. A los ojos de Dios se trata de una criatura suya, altamente apreciada, porque Él no desprecia nada de lo que ha salido de sus manos. Piensa en eso: Nosotros, tú y yo, hemos salido de sus manos. ¡Aleluya! Y Él no nos desprecia, cualquiera que sea nuestra condición.

Mira a ese hombre asqueroso tirado en la calle, negro de suciedad. Todo el mundo huye de él asqueado. Pero Dios lo ama porque es una de sus criaturas. Jesús murió también por él.

Jesús nos advirtió acerca de la inconsistencia de mirar a alguna persona con desprecio cuando dijo que los últimos serán los primeros y los primeros, últimos. (Mt 20:16). Algún día en el cielo nos llevaremos una gran sorpresa. Algunos van a estar en primera fila, por así decirlo, a quienes nosotros no dimos ninguna importancia, a quienes quizá incluso despreciábamos.


Esto significa que el valor intrínseco de una persona es algo oculto a los ojos humanos. Nosotros vemos lo que muestra el exterior de la persona, pero no vemos lo que está en su interior. No sabemos si es de oro, plata, diamante, o de plomo u hojalata.

Recuérdese lo que le dijo Dios al profeta Samuel cuando buscaba entre los hijos de Isaí a uno que fuera rey para Israel, en reemplazo de Saúl. Al ver al mayor, alto, buen mozo y fuerte, Samuel se dijo: "Este debe ser". Pero Dios le dijo: "No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura...porque Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón." (1Sm 16:7). A nosotros nos impresionan ciertas personas por su aspecto, su fuerza o su inteligencia, pero no sabemos lo que hay dentro de ellas. Eso sólo lo sabe Dios.

11. "Porque el Hijo del Hombre ha venido para salvar lo que se había perdido."
Este versículo, que se encuentra también en la conclusión del episodio de la conversión de Zaqueo (Lucas 19:10), sirve de transición a la parábola de la oveja perdida que viene enseguida.

Esta frase enuncia de una manera clara el propósito para el cual el Verbo de Dios vino a la tierra, esto es, a rescatar y a salvar a los que estaban alejados de Dios y, por lo tanto, caminaban a su condenación, y estaban perdidos. En otro lugar Jesús dijo que Él no había venido a buscar a justos sino a pecadores, porque no son los sanos los que tienen necesidad de médico sino los enfermos (Mt 9:12,13).

Éste es un asunto que nos parece obvio. Son los pecadores, los perdidos los que están en la mira de Dios, porque son ellos los que más necesitan de Él. ¡Pero cuántas veces en la vida práctica de algunas iglesias (no en la nuestra) esos enfermos del alma, esos pobres pecadores, son marginados, excluidos y puestos de lado, abandonados a su suerte, mientras los sanos, los justos, se reúnen entre ellos satisfechos de la rectitud de su conducta y de su vida! De esa manera corren el peligro de convertirse en fariseos. Pero si Jesús descendiera nuevamente a la tierra, y lo hiciera de incógnito, ¿a quiénes buscaría? ¿A los que se sientan en primera fila en los servicios, o a las prostitutas en las calles, y a los bebedores que están emborrachándose en las cantinas? ¿Dónde están los enfermos? ¿Dónde están los perdidos? Está muy bien que tengamos comunión entre hermanos y que nos gocemos por lo que Dios hace en medio nuestro, pero eso no debe servir para estar satisfechos de nosotros mismos sino para que, fortalecidos con la palabra, salgamos a buscar a aquellos por los que Jesús vino a la tierra.

Los fariseos esperaban que Jesús predicara para ellos, que se habían preparado mediante oración, ayuno y estudio para entrar al Reino de los cielos. Ellos confiaban en su propia justicia. A ellos debería dedicar Jesús su atención preferente, pero Él desconfiaba de ellos.

Jesús predicaba un perdón inmediato a todo el que se arrepienta, como un don gratuito de la misericordia divina, no un perdón difícil que se obtiene después de mucha penitencia, ayuno y oración. (Sal 51:17).

La predicación de los fariseos no estaba dirigida a los perdidos. Ellos no tenían nada que decir a los pecadores, salvo exigirles que cumplan todos los mandamientos de la ley para ver si Dios quizá se apiadaba de ellos. En el fondo ellos dejaban que los pecadores se perdieran. Eso no era su problema.

En el evangelio de Lucas la parábola de la oveja perdida está precedida por la murmuración de escribas y fariseos contra Jesús porque se juntaba con publícanos y pecadores.

Los publícanos eran odiados por los judíos que los consideraban traidores a su pueblo, ya que recaudaban impuestos por cuenta de los extranjeros romanos, y se enriquecían de paso cobrando de más por cuenta propia, y oprimiendo con sus tácticas de cobranza al pueblo.

Ese rechazo llegaba al punto de que su dinero no era aceptado como limosna para el templo, su testimonio en los tribunales era inválido, y se les ponía al mismo nivel que los despreciados gentiles y que las prostitutas, aunque, como dijo Jesús de Zaqueo, ellos eran también hijos de Abraham (Lc 19:9).

Jesús se reunía con ellos al igual que con los pecadores y las prostitutas, precisamente porque eran personas rechazadas por la sociedad. Tomen nota. Por ese motivo los fariseos lo criticaban acremente. Pero Jesús se acercaba a ellos como hace el médico solícito con los enfermos. No omitía esfuerzo alguno para estar en contacto con ellos. Él los atraía por la bondad de su trato, y por eso venían donde Él en mancha a escucharlo.

En respuesta a las murmuraciones de los fariseos, Jesús narra las tres parábolas que vienen enseguida en el Evangelio de Lucas: la de la oveja perdida, la de la dracma perdida, y la del hijo pródigo.

La parábola de la oveja perdida destaca el amor de Dios que va en busca de los perdidos. En Lucas Jesús dirige esta parábola a los fariseos: "¿Quién de ustedes...?" (Lc 15:4).

Pero tornemos al texto de Mateo.
12. "¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas, y se descarría una de ellas, ¿no deja las noventa y nueve y va por los montes a buscar la que se había descarriado?"
La sociedad de Israel vivía sobre todo de la agricultura y de la ganadería. Ellos en su origen eran un pueblo pastoril. Por eso muchas de las parábolas de Jesús usan imágenes pastoriles. Sus oyentes las captaban fácilmente.

El cuadro que Jesús nos pinta en pocas pinceladas es muy simple: Un pastor tiene cien ovejas en su rebaño. Si de pronto se pierde una de ellas, ¿no dejará las noventainueve para ir a buscar a la descarriada? ¿Y si la encuentra, no se alegrará más por ella que por las que no se alejaron del redil?

Si una madre tiene un hijo enfermo ¿no se alegrará por la curación de ese hijo más que por los que están sanos? No es que no quiera a los sanos, pero en determinado momento su preocupación está concentrada en el hijo enfermo. Es natural que sea así.

Podría objetarse: el pastor que va detrás de la oveja descarriada ¿no está poniendo en peligro a las noventainueve que abandona? En el caso propuesto por Jesús podemos pensar que el pastor tendría un ayudante que cuide entretanto a las que quedan en el redil. Pero en el caso de Dios su providencia alcanza a todos, a los que perseveran y a los que se pierden.

El pecador es comparado a una oveja tonta que en su ignorancia, queriendo explorar prados para ella desconocidos, se pierde en el campo.

El pastor del rebaño no se dice: "Me quedan noventainueve ovejas. ¡Qué me importa si se me pierde una!" No, él se dice: "Si se me pierde una oveja ¿qué me importan las noventainueve?"

Al pastor asalariado no le importa que se pierda una, porque las ovejas no son suyas, pero al dueño del rebaño sí le importa que se pierda una, porque él ama a cada una de ellas (Jn 10:12,13). Él conoce a sus ovejas y ellas lo conocen a Él (v. 14).

Su actitud es semejante a la de la mujer que ha perdido una dracma, y que no para de buscarla hasta que la encuentra (Lc 15:8).

La oveja descarriada es como muchos pecadores que se extravían del camino y se pierden por ignorancia. No saben en verdad lo que hacen, pero si nadie va a buscarlos se pierden para siempre. ¿Cuántos de nosotros éramos así? Si no hubiera habido una persona que se hubiera apiadado de nuestra condición, y no nos hubiera hablado de Dios, o no nos hubiera traído a la iglesia, ¿dónde estaríamos nosotros?

El profeta Ezequiel denuncia que muchas ovejas se pierden porque los pastores que están a cargo de ellas no las cuidan (Ez 34:1-6). Esos malos pastores se dedican a apacentarse a sí mismos, en lugar de cuidarlas (v. 8).

Pero, a través del profeta, Dios anuncia que Él mismo irá a buscar a sus ovejas para traerlas al redil: "Porque así ha dicho Jehová el Señor: He aquí que yo, yo mismo iré a buscar a mis ovejas y las reconoceré. Como reconoce el pastor a su rebaño cuando está en medio de sus ovejas esparcidas, así reconoceré a mis ovejas, y las libraré de todos los lugares donde fueron esparcidas..." (v. 11,12).

El profeta Ezequiel, con quinientos años de anticipación, anunció lo que Jesús iba a hacer al venir a la tierra. No sólo buscaría a la oveja descarriada, sino que la sanaría (v. 16).

La encarnación de Jesús no fue otra cosa sino llevar a cabo la misión del Buen Pastor que se ciñe los lomos para ir a buscar lo que se había perdido. Y no cesa en su búsqueda hasta que encuentra a la oveja descarriada, la carga sobre sus hombros gozoso, y la trae de vuelta al redil. (Le 15:5). (2)

Eso ha ocurrido con la mayoría de los que están leyendo estas líneas. Él nos fue a buscar cuando estábamos perdidos en medio de nuestra miseria, no para castigarnos, sino para traernos al redil, después de habernos curado.

13. "Y si acontece que la encuentra, de cierto os digo que se regocija más por aquella, que por las noventa y nueve que no se descarriaron."
Al estar formulado en condicional ("si la encuentra") el texto de Mateo da a entender que pudiera ocurrir que todos los esfuerzos del Buen Pastor por recuperar al alma perdida sean  inútiles. ¿Es posible que eso ocurra? Sí, porque el pecador es libre de acudir al llamado de Dios, o de no hacerlo. Y, en efecto, ¡cuántos hay que por su propia voluntad se pierden ya que hacen caso omiso de los esfuerzos de Dios por salvarlos!

El mundo sería otro si eso no ocurriera con frecuencia. Démosle gracias a Dios de que nosotros no fuimos rebeldes a su llamado, y pidámosle que nunca permita que nos alejemos de Él.

"Y si acontece que la encuentra..." Si efectivamente el pastor halla a la oveja descarriada, en ese momento él se alegrará más por ella que por las ovejas que nunca se perdieron.

¿No es eso injusto? En la parábola del hijo pródigo el hermano mayor se resiente de que su padre haya hecho una fiesta para celebrar el retorno del hijo que se había ido, pero nunca hizo una fiesta para él, que nunca se alejó de su casa y siempre lo sirvió. El padre le responde: Todo lo mío es tuyo, pero "tu hermano estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y ha sido hallado" (Lc 15:27-32). Yo me alegro mucho por él, y tú deberías hacerlo también teniendo en cuenta de qué abismo ha salido. No deberías tener celos de tu hermano, sino deberías alegrarte conmigo de que haya retornado.

Un pecador que se arrepiente da más gozo al Padre, y provoca una mayor fiesta en el cielo que noventainueve que permanecen fieles (Lc. 15:7). Pero la recompensa de los que siempre fueron fieles, o lo fueron más tiempo, será mayor que la de los que se desviaron y retomaron al buen camino.

14. "Así, no es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos, que se pierda uno de estos pequeños."
Mateo concluye la parábola reiterando el deseo del Padre de que ninguno de los más despreciados e ignorantes se pierda (2P 3:9), porque -aunque esto no está dicho, se sobreentiende- por ellos también derramó Cristo su sangre.

Si la salvación del género humano le ha costado tanto, ¿cómo no ha de desear Él que ninguno deje de recibir ese beneficio? ¿Cómo no ha de entristecerse su corazón por uno solo que se condene? Las multitudes de los que se salvan no lo consuelan de una sola pérdida. Eso es lo que una sola alma vale para Él.

Notas: 1. El Nuevo Testamento está lleno de episodios en que los ángeles cumplen misiones específicas por encargo de Dios, comenzando con el anuncio del nacimiento de Juan Bautista (Lc 1:5-17), o el anuncio de la encarnación del Hijo de Dios en el vientre de María (Lc 1:26-35), o animando a sus escogidos (Hch 27:23,24), o librando de la cárcel a Pedro (Hch 12:6-10). La noción de que hay un ángel asignado a cada persona está confirmada en ese mismo episodio cuando Pedro se presenta en la puerta de la casa donde están reunidos los creyentes, y ellos se niegan a creer que sea él pensando que "es su ángel" (Hch 12:15).
2. La figura del Buen Pastor cargando en sus hombros a la oveja descarriada es uno de los temas más populares de la pintura clásica.




Amado lector: Jesús dijo: "De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?" (Mr 8:36) Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare, y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te exhorto a arrepentirte de todos tus pecados, y te invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo la siguiente oración:
"Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido consciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte."


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martes, 7 de julio de 2015

LA TRANSFIGURACIÓN I

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
LA TRANSFIGURACIÓN I
Un Comentario de Mateo 17:1-6
En vista de la terrible prueba por la que Jesús iba a tener que pasar en Jerusalén, que podría conmover la fe de sus discípulos, Él se propone fortalecer esa fe, que ha sido expresada en la confesión de Pedro, mediante una experiencia extraordinaria que no deje ninguna duda en su espíritu acerca de quién es Él, y de su deidad.
Mt 17:1,2. “Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan su hermano, y los llevó aparte a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz.”
Seis días después del anuncio  que había hecho de su muerte (Mt 16:21) (Nota 1) Jesús tomó consigo a los tres discípulos con los cuales tenía una relación más íntima (cf Mr 5:37; Mt 26:37). Y los llevó a un monte que no es nombrado, pero que la tradición antigua identificó con el monte Tabor, situado al norte de Galilea, aunque algunos estudiosos recientes se inclinan a pensar que era el monte Hermón. (2)
Sea como fuere, estando en la cima, y teniéndolos a ellos como únicos testigos, dice el texto que “se transfiguró”.
Metamorfóo es un verbo que figura tres veces en el Nuevo Testamento, y que parece que hubiera sido creado a propósito, “ad hoc”, para designar este acontecimiento (3). Quiere decir que su aspecto cambió: Todo él, su rostro y los vestidos que cubrían su cuerpo, brillaban con una luz extraordinaria, al punto que su rostro resplandecía como el sol.
¿Qué significa eso? Yo creo que ése es el aspecto que tienen los cuerpos gloriosos en el cielo. A los tres discípulos se les concedió ver qué aspecto tiene Jesús actualmente, y tienen los salvos, en la gloria. En el caso concreto de Jesús el aspecto visible que tomó Él es una revelación de su divinidad. “La gloria eterna de Dios brilló a través del velo de su carne” dice Ironside. En ese momento Él manifestó hacia afuera lo que Él era por dentro.
El rostro de Jesús que resplandecía nos recuerda que cuando Moisés descendió del monte Sinaí, después de hablar con Dios, la piel de su rostro brillaba de tal modo que los hijos de Israel tuvieron temor de acercársele, y él tuvo que cubrir su rostro con un velo para hablar con ellos (Ex 34:29-35). El brillo del rostro de Jesús nos recuerda también al varón que se le apareció a Daniel cuando estaba a orillas del río Hidekel, cuyo rostro brillaba como un relámpago (Dn 10:6).
¿Por qué escogió a esos tres? De Pedro sabemos que desde el inicio él tenía por su temperamento una posición destacada entre los doce; y de Juan sabemos que tenía una relación de afecto especial con Jesús. Pero de su hermano Jacobo (Santiago en el habla usual) no sabemos que hubiera destacado en nada. Jesús, sin embargo, lo escoge, pienso yo, porque habiendo escogido a Juan, no convenía que su hermano no perteneciera al mismo círculo íntimo. Pero este hecho, a la vez,  nos muestra que no es necesario haber destacado en algo para que Dios nos escoja para tener una experiencia especial con Él. ¡Cuántos de sus  preferidos viven desconocidos entre nosotros! Jacobo, sin embargo, se unió a su hermano Juan al responder que sí estaban dispuestos a beber la copa que Él iba a beber, y a ser bautizado con el bautismo con que Él iba a ser bautizado (Mr 10:38,39). Y lo probó cuando, algún tiempo después, fue ajusticiado por Herodes Agripa I (Hch 12:1,2).
3. “Y he aquí, les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Él.”
Poco después aparecieron junto a Jesús dos personajes muy conocidos hablando con Él: Moisés y Elías. ¿Por qué ellos y no otros, como los tres primeros patriarcas, Abraham, Isaac y Jacob? ¿Y por qué no Eliseo, que hizo más milagros que Elías? Porque, si prescindimos de Abraham, ellos son los dos personajes más grandes e importantes del Antiguo Testamento.
Moisés, el hombre que hablaba con Dios cara a cara, y que Dios usó para sacar con mano fuerte al pueblo escogido de Egipto, y darles las leyes y normas que iban a regir su conducta. Y Elías, el profeta más poderoso en obras y el más osado después de Moisés. Notemos de paso, que ambos representan a las dos grandes secciones en que los judíos dividían las Escrituras: la ley y los profetas; donde constaban las profecías a las que Jesús vino a dar cumplimiento (Mt 5:17). Notemos además que ambos personajes recibieron revelaciones de Dios en el monte Sinaí (Véanse Exodo capítulos 19, 33 y 34 en el caso de Moisés, cuando Dios le reveló los mandamientos y ordenanzas que el pueblo debía cumplir; y 1R 19:9-13, en el caso de Elías, en el episodio en el que al monte se le llama Horeb, cuando él huye de la reina Jezabel que quería asesinarlo) (4).
Existe un notable paralelismo que no es casual entre la transfiguración y el episodio en que Moisés subió al Sinaí, y una nube de gloria reposó sobre el monte, cubriéndolo durante cuarenta días y cuarenta noches, mientras Jehová Dios hablaba con Moisés (Ex 24:15-18).
Dice que se les aparecieron a ellos, los discípulos, pero que conversaban con Jesús. Notemos que el hecho de que Moisés y Elías aparecieran en sus cuerpos gloriosos es una prueba de que estaban vivos en una dimensión gloriosa a la que también nosotros estamos destinados.
4. “Entonces Pedro dijo a Jesús: Señor, bueno es para nosotros que estemos aquí; si quieres hagamos aquí tres enramadas (5): una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías.”.
No cabiendo dentro de sí por el asombro y la alegría que les producía lo que contemplaban (Imagínense: es como si ellos hubieran sido trasladados momentáneamente al cielo), Pedro le sugirió a Jesús quedarse ahí, no sabemos por cuánto tiempo, pero tiene que haber pensado en un tiempo largo, porque propone construir con la maleza del lugar, tres enramadas o chozas improvisadas, donde puedan guarecerse Jesús, Moisés y Elías. Marcos agrega que no sabía lo que decía porque estaban espantados (Mr 9:6). La visión los había dejado fuera de sí, como ebrios.
Pero notemos que Pedro piensa sólo en la comodidad de Jesús y de sus dos acompañantes para pasar la noche; él y sus dos compañeros podían dormir en el descampado.
Lucas, por su lado, agrega que los tres hablaban de la próxima partida de Jesús (éxodo es el verbo griego que emplean), la cual debía cumplirse próximamente en Jerusalén (Lc 9:31), y que incluía, como sabemos, su muerte, resurrección y ascensión, con los cuales Jesús iba a redimir a su pueblo, tal como siglos atrás, Moisés, guiado por Dios, había redimido a su pueblo de la esclavitud en Egipto.
El deseo de Pedro de permanecer allí largo tiempo se explica por la dicha, el gozo, que se experimenta cuando se está en la presencia de Dios. ¡Quién no desearía quedarse allí eternamente!
5. “Mientras él aún hablaba, una nube de luz los cubrió; y he aquí una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a Él oíd.”   
No había terminado Pedro de hablar cuando una nube de gloria los cubrió, y desde el interior de la nube, tronó una voz diciendo palabras que recuerdan las palabras que se oyeron cuando Jesús fue bautizado por Juan en el Jordán: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.” (Mt 3:17).
Esa nube nos recuerda, como ya se ha dicho, la nube de gloria que cubrió el monte Sinaí durante seis días cuando Moisés subió a hablar con Dios (Ex 24:13-16), así como también la nube que cubrió el tabernáculo de reunión cuando fue terminado, al punto que Moisés no podía entrar en él (Ex 40:34,35); así como la nube que cubrió el templo de Jerusalén recién concluido por Salomón, y los sacerdotes no podían permanecer en él para ministrar, porque la gloria de Jehová había llenado la casa (1R 8:10,11).
Las palabras surgidas de la nube contienen tres elementos en los que vale la pena fijarse: 1) El Padre señala claramente que Jesús es su Hijo amado; 2) Afirma que en Él se complace; y 3) Nos exhorta a escuchar lo que Él diga e, implícitamente, a obedecerle. Jesús es, en efecto, el profeta que Moisés anunció que Dios levantaría algún día, y a quien su pueblo debía oír como a un nuevo Moisés, porque “pondré mis palabras en su boca, y Él les hablará todo lo que yo le mandare.” (Dt 18:15,18; cf Jn  17:8; Hch 3:22,23).
Es una declaración definitiva y consagratoria de la identidad y misión de Jesús en la tierra. Ellas nos recuerdan las pronunciadas proféticamente siglos atrás por Isaías: “He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento; he puesto sobre Él mi espíritu; Él traerá justicia a las naciones.” (Is 42:1).
En ese pasaje, todo él aplicable a Jesús, Isaías añade: “Diré al norte: Da acá; y al sur: No detengas; trae de lejos a mis hijos, y mis hijas de los confines de la tierra, todos los llamados de mi nombre; para gloria mía los he creado, los formé y los hice.” (Is 42:6,7; cf Is 61:1-3).
Moisés había sido el canal usado por Dios para comunicar al pueblo elegido su voluntad. Pero ahora el Padre no dice: “Oíd (esto es, obedeced) a Moisés”, sino: “Prestad atención y obedeced a mi Hijo”. La ley proclamada por Moisés fue preparación para la revelación definitiva en Jesús.
Notemos, de paso, que en el segundo pasaje citado de Isaías Dios dice que nos ha creado y formado para su gloria. ¡Qué privilegio! Dios nos ha creado no porque sí, así no más; sino nos ha creado para su gloria. Es decir, para que nuestra existencia le dé gloria a Él. ¿Le estamos dando realmente gloria con nuestra vida, o lo decepcionamos? Es una pregunta que conviene que todos nos hagamos en privado, y que contestemos lo más sinceramente posible: ¿Le doy yo gloria a Dios con todo lo que hago?
Años después, Pedro, en su segunda epístola, recordará esta experiencia inolvidable, escribiendo: “No os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad.” Y subrayo: con nuestros propios ojos. “Pues cuando Él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado en el cual tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con Él en el monte santo.” (2P 1:16-18). Sí, ellos oyeron esa voz del cielo, y no lo olvidarán nunca.
Lo mismo hará Juan cuando afirme en el prólogo de su evangelio: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y verdad.” (Jn 1:14). Juan tampoco olvidaría esa experiencia.
6. “Al oír esto los discípulos, se postraron sobre sus rostros, y tuvieron gran temor.”
Abrumados por lo que vieron y por el sonido de la voz, se llenaron de santo temor y se postraron en adoración por tierra. ¿Qué otra actitud cabe cuando se recibe la gracia de una semejante revelación de la grandeza de Dios y de sus propósitos? ¡Ah, felices los que la recibieron! ¡Quién no desearía haber estado allí, y haber sido partícipe de ella!
Notemos que una actitud semejante de adoración adoptó el profeta Ezequiel cuando tuvo una visión de la grandeza de Dios y oyó su voz (Ez 1:28). Por su lado, Juan, al comienzo del Apocalipsis, dice que cayó como muerto cuando vio en visión a uno semejante al Hijo del Hombre en medio de siete candeleros (Ap 1:17. Véase también Gn 17:1-3). Pero nótese que mayor impresión les produjo escuchar la voz de Dios, que contemplar a Jesús transfigurado y rodeado de Moisés y Elías.
Notas: 1. Lucas en el pasaje paralelo dice: “Aconteció como ocho días después de estas palabras…” (9:28). La diferencia temporal se explica porque Mateo cuenta los días completos que separan los dos hechos, mientras que Lucas no intenta ser preciso, sino señalar el tiempo aproximado trascurrido.
2. La identificación del monte Tabor como el lugar donde se produjo este acontecimiento es tan antigua que en las iglesias orientales, a la fiesta litúrgica que recuerda este hecho extraordinario se le llama “Thaborium”. La emperatriz Helena, madre de Constantino, hizo construir el año 326 DC, un santuario que recuerda este acontecimiento.
El Tabor tiene una altura de 562 metros sobre el nivel del mar, y se encuentra al sudoeste del mar de Galilea, y a 10 Km al este de Nazaret. Tiene una meseta de más de un kilómetro de largo en la cumbre. Muchos dudan actualmente de que la transfiguración tuviera lugar en ese monte porque había una guarnición romana estacionada en la cumbre. De hecho la mayoría de los autores piensan actualmente que la transfiguración ocurrió en el monte Hermón, debido a que no se encuentra lejos de Cesarea de Filipo, donde tuvo lugar pocos días antes la confesión de Pedro. El Hermón se eleva 2800 metros sobre el nivel del mar. Por tanto, la ascensión hasta la cima era necesariamente larga y fatigosa. Pero la visión pudo haberse producido en una de sus cumbres intermedias. Se encuentra en una región que era mayormente pagana en esa época (Véase mi artículo “La Confesión de Pedro I”). Por ello se objeta que cuando Jesús descendió del monte fue recibido por una multitud de judíos al pie de la montaña, en la que había algunos escribas (Mr 9:14). ¿De dónde salía esa multitud de judíos si el Hermón se encontraba en un paraje pagano? Por lo demás, el contexto en el evangelio de Marcos sugiere que la liberación del muchacho endemoniado al pie del monte, se produjo en Galilea (Mr 9:30).
Otra alternativa que tiene sus méritos es que la montaña fuera la que hoy es llamada Jebel Jermek, la más alta de Galilea (unos 1200 metros) y que se levanta en el oeste, frente al Safed, en una zona llena de centros judíos, lo que explicaría la presencia de escribas en medio de la multitud que recibió a Jesús al bajar. Los seis días indicados por Mateo sobraban para que Jesús y los suyos regresaran desde las cercanías de Cesarea de Filipo a pie. No obstante, esta plausible alternativa, sugerida por W. Ewing, no ha recibido mucha atención.
3. En 2Cor 3:18 y Rm 12:2 se trata de una transformación interna que se produce por acción de la gracia, pero con la colaboración voluntaria del individuo a partir del nuevo nacimiento. De metamorfóo viene la palabra “metamorfosis”.
4. En cierta forma Elías es un tipo de los creyentes que estarán vivos cuando el Señor vuelva, y que, sin pasar por la muerte, serán arrebatados para recibirlo en el aire (1Ts 4:17), como él fue arrebatado por un carro de fuego (2R 2:11,12).
5. El griego dice skenás, esto es, “tabernáculos”.
NB. Este artículo forma parte de una enseñanza dada recientemente en el ministerio de la Edad de Oro.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios yo te exhorto a arrepentirte de todos tus pecados y te invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo la siguiente oración:
 “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#871 (08.03.15). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).


martes, 5 de mayo de 2015

JESÚS ANUNCIA SU MUERTE II

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
JESÚS ANUNCIA SU MUERTE II
Comentario de Mateo 16:26 al 28
Jesús continúa con la enseñanza que ha iniciado después haber anunciado su próxima pasión y muerte en Jerusalén.
26. “Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?”
¿De qué les sirvió a los grandes conquistadores, a los grandes tiranos, a los forjadores de las grandes fortunas, lo que alcanzaron en vida, si al final se condenaron? ¿De qué le sirve al hombre tener en vida todo lo que quiere, si al final se va a infierno? El bien que obtuvo aquí fue transitorio, pero lo que viene después de la muerte, no tiene fin. ¿No es una locura trabajar por lo que no dura y descuidar lo que perdura?
Yo desearía que esta frase de Jesús sea puesta como lema en grandes letras en los directorios de los grandes bancos, de las grandes empresas, en las oficinas de los hombres más ricos del orbe para que les recuerde esta verdad inexorable. ¿De qué sirve acumular todo el dinero del mundo y ser más rico que Creso, si todo lo que uno tiene no le alcanza para comprar el ingreso al cielo?
El disfrute del dinero puede durar cincuenta o más años, pero ¿qué es eso comparado con la eternidad? Menos que una milésima de segundo. ¿Quién sería el insensato que optaría por gozar de un segundo de placer a cambio de que le pongan una plancha ardiente sobre la piel durante un minuto? Nadie, a menos que esté loco.
Un millón de millones de siglos es nada comparado con la eternidad. ¿De qué le sirve al dictador controlar la vida de sus conciudadanos con el puño –como ocurre en algunos países- si después no puede evitar que lo arrojen para siempre a un calabozo de fuego? ¿Al lugar del llanto y del crujir de dientes? (Mt 8:12; 13:42; 24:51; 25:41)
El dólar, la libra esterlina, el Euro, no se cotizan en el más allá. Todo el oro acumulado en Fort Knox (Nota 1) no alcanzaría para pagar un instante de alivio a las llamas del infierno. El que es condenado al infierno ¿con qué podría pagar el rescate de su alma?
Sólo el que no cree que hay un más allá donde se cosecha el fruto de nuestras obras se burla de esas preguntas. Pero cuando muera se llevará una sorpresa terrible. Aullará de pavor. Si pudiéramos escuchar sus gritos se nos romperían los tímpanos.
Alguien escribió: “Si has de perder todo, salva al menos tu alma.” Porque todos los bienes de este mundo, riquezas, honores, placeres, pueden ser recobrados, si se pierden; pero el alma, una vez perdida, es irrecuperable. Todas esas cosas son extrínsecas a nuestra persona, pero el alma es lo más intrínseco, lo más íntimo de nuestro ser, es uno mismo (Lapide). Satanás compra el alma humana al precio más bajo, por el vil placer de los sentidos, que no dura y al final produce hastío; pero una vez que la atrapa, la atormentará por toda la eternidad. Como dice Bernardo de Claraval: “Ofrece al hombre una manzana, y lo priva del paraíso.”
27. “Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras.”
Sí, y ese día –el día del juicio final- todos recibirán el pago que se merecen. Nadie puede eludirlo. El que creyó y el que no creyó. El que siguió las normas de Dios, y el que siguió los consejos del diablo. Nadie escapará. Día terrible, día de ira, día de oscuridad para algunos; día de júbilo, día de gloria, día de victoria para otros. ¿Qué es lo que quieres para ti? ¿En qué lado quieres estar ese día, a la derecha o a la izquierda del Hijo del Hombre? (Mt 25:33)
Esta es la primera vez que en el evangelio de Mateo se menciona el fin de los tiempos, pero es una de las tantas en que se menciona la verdad más repetida de toda la Biblia, que Dios pagará a cada cual según sus obras (Sal 62:12; Pr 24:12; Jr 17:10; Ez 18:30; Rm 2:6; Ap 2:23; 22:12). Y si eso es cierto, ¿para qué quieres vivir? ¿Para hacerte un tesoro indestructible en el cielo? ¿O para acumular una deuda impagable en el infierno? Escoge.
En referencia a ese día de gloria, en el pasaje paralelo de Marcos figura esta frase notable: “Porque el que se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre se avergonzará también de él, cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles.” (Mr 8:38; cf Mt 10:33).
¿Quieres tú que Jesús se avergüence de ti ese día? Nadie lo quisiera. ¿Pero cuántos alguna vez, y por respeto humano, no nos hemos avergonzado de ser discípulos suyos? ¿Cuántos hemos querido ocultarlo para que no se burlen de nosotros? Nos portamos como émulos de Pedro.
28. “De cierto os digo que hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte, hasta que hayan visto al Hijo del Hombre viniendo en su reino.”
Este es uno de los versículos más intrigantes y enigmáticos de los evangelios y uno de los que más discusiones ha ocasionado.
Hay dos maneras principales de entender esta declaración solemne de Jesús, hecha inmediatamente después del anuncio de su segunda venida, esta vez no para morir, sino para juzgar. La primera es asegurar que esa venida ocurrirá pronto, puesto que afirma que algunos de los que le están oyendo, es decir, algunos de sus apóstoles, estarán todavía vivos cuando Él venga. ¿Quiénes estarán vivos? No lo dice, ni lo sugiere, pero una deducción fácil es que los más jóvenes. Pero eso es aventurado, porque no tiene en cuenta el desarrollo de la vida de cada cual y de sus circunstancias.
La segunda posible interpretación es que Jesús se está refiriendo a la manifestación gloriosa de su identidad divina que va a ocurrir seis días después, esto es, a su transfiguración en el monte Tabor, en presencia de tres de sus discípulos. Pero si se trata de algo que ocurrirá muy pronto, las palabras “algunos no gustarán la muerte” (2) antes de que lo anunciado suceda, no tienen sentido: Seis días es un plazo demasiado corto. Por eso la mayoría de los intérpretes deducen que se trata de un acontecimiento no muy cercano, pero tampoco muy lejano, dentro de pocas décadas, puesto que ocurrirá cuando algunos de los que le escucharon estén todavía vivos.
Pero si es así como deben interpretarse sus palabras, ¿se equivocó Jesús? Pues ya han corrido casi dos mil años, y aún no ha retornado a la tierra. Lo cierto es que la iglesia primitiva interpretó el anuncio de la segunda venida de Jesús como un acontecimiento que iba a ocurrir pronto, casi inminente, al punto que Pablo consideró necesario moderar la expectativa de los tesalonicenses respecto de esa venida gloriosa, diciéndoles que antes de que ocurra ha de venir una apostasía general, y aparecer el “hombre de pecado” acompañado de manifestaciones engañosas de poder que Satanás le prestará (2Ts 2:1-12).
Esto es, su retorno a la tierra como juez no era tan inminente como los primeros cristianos esperaban. Esta interpretación es apoyada por las últimas palabras que, según Mt 28:20, pronunció Jesús antes de ascender al cielo: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”, o “hasta el fin de los tiempos”, según otra traducción. (3) Es decir, se trata de un acontecimiento lejano.
No obstante, muchos estudiosos siguen adoptando la segunda interpretación, pese a las objeciones mencionadas: Las palabras del versículo que analizamos se refieren a la transfiguración.
Nótese que las palabras de este versículo no pueden referirse a la resurrección de Jesús, ni a su manifestación a sus discípulos durante cuarenta días, ni a su ascensión al cielo, porque cuando ocurrieron esos acontecimientos ninguno de sus discípulos había muerto, salvo Judas, el traidor. Es decir, los once estaban vivos. Pero las palabras de Jesús dan a entender que sólo algunos lo estarían.
Pero hay una tercera interpretación posible de ese anuncio, y es que se refiere a la destrucción del templo de Jerusalén por los ejércitos romanos, ocurrida el año 70, cuarenta años después de la muerte de Jesús, y después de un sitio de cuatro años, durante el cual se cumplieron las palabras proféticas de Jesús acerca de la gran tribulación, y del gran sufrimiento que padecerían los habitantes de la ciudad, porque “no conocieron el día de su visitación.” (Lc 19:44).
Jesús advirtió solemnemente a sus discípulos: “Cuando veáis a Jerusalén rodeada de ejércitos sabed entonces que su destrucción ha llegado.” (Lc 21:20) y los instó a alejarse lo más rápido posible de la ciudad (Mt 24:16-18). Para esa fecha algunos de sus apóstoles estarían todavía vivos, aunque no sabemos quiénes, salvo Juan. La destrucción del templo significó el final de los sacrificios de animales y de todas las ceremonias conectadas con ese santuario, y enseñó a los cristianos judíos, de una manera práctica y contundente, que esos ritos, a los que algunos todavía se aferraban, ya no debían ser observados. En suma, significó la victoria definitiva del cristianismo sobre el judaísmo.
Pareciera que Jesús, en los  vers. 27 y 28, hubiera juntado dos acontecimientos diferentes y distantes entre sí en el tiempo: El juicio de la humanidad al final de los tiempos, y la destrucción del templo de Jerusalén el año 70, tal como hace también en Mateo 24.
Cabría mencionar todavía el punto de vista muy plausible, expresado por Gregorio Magno (siglo VII) y otros exégetas posteriores, de que esa frase se refiere a la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, y al rápido crecimiento de la iglesia durante las décadas siguientes. Esta posición identifica el reino de Dios con la iglesia, posición que muchos niegan. Sin embargo, esta interpretación del versículo que nos ocupa podría derivarse de su redacción en Mr 9:1: “De cierto os digo que hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte hasta que hayan visto el reino de Dios venido con poder.” Estas palabras bien podrían aplicarse al crecimiento fulminante experimentado por la iglesia a partir de Pentecostés, y que narra el libro de Hechos, el cual sería inexplicable si no hubiera sido obrado por el poder de lo alto.
Notas: 1. Lugar donde se guardan las reservas de oro de EEUU.
2. ¿Puede gustarse la muerte, es decir, encontrar algo agradable en ella? El verbo geúo significa “percibir el sabor” (Mt 27:34; Lc 14:24; Jn 2:9; Hch 23:14; Col 2:21) y también “tomar alimentos” (Hch 10:10; 20:11). Pero en conexión con la muerte significa simplemente experimentarla. Así, por ejemplo, en Hebreos 2:9, o en Juan 8:52 (sufrir la muerte). Pero el verbo empleado en la versión Reina Valera 60 suscita un interrogante: ¿Puede la muerte ser una experiencia agradable? Generalmente se suele pensar que la muerte es una experiencia desagradable, dolorosa, a la que la gente le tiene espanto. Y lo es efectivamente en muchísimos casos, sobre todo cuando llega como consecuencia de una enfermedad penosa. Lo es también muchísimo para el que muere impenitente e intuye que lo espera el infierno, pero no quiere arrepentirse.
Lo es, además, porque morir significa abandonar esta vida que tanto amamos. Pedro, incluso, al hablar de la resurrección de Jesús el día de Pentecostés, dice que Dios lo levantó “sueltos los dolores de la muerte” (Hch 2:24), algo así como los que experimenta la mujer en el parto. La muerte es, efectivamente, una forma de parto, porque el alma y el espíritu del ser humano abandonan el cuerpo en el que han estado alojados durante un tiempo, tal como el feto abandona el seno materno, para nacer a una nueva vida. Esta última realidad, que es la definitiva, explica que el salmista pueda decir: “Estimada es a los ojos de Jehová la muerte de los santos” (Sal 116:15) en un verso que parece insertado en medio del texto, sin conexión aparente con lo que viene antes, ni con lo que viene después, y que significa que Dios vela sobre la muerte de aquellos que le han servido, y hace que su lecho de muerte “sea tan suave como almohadas de plumas”, como dice un poeta. Para aquellos que se duermen en el Señor, y que están seguros de la recompensa que les espera, la muerte puede ser una experiencia dulce, así como puede ser también edificante para los que los rodean. La muerte es en realidad –como reza la expresión popular- “pasar a mejor vida”.
3. Se trata aquí de la presencia constante de Jesús en la iglesia, mediante la predicación de la palabra, la Cena del Señor, y la inhabitación del Espíritu Santo en los creyentes.


Amado lector: Jesús dijo: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mr 8:36) Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te exhorto a arrepentirte de todos tus pecados y te invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo la siguiente oración:
“Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
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miércoles, 27 de noviembre de 2013

LIBRES O ESCLAVOS DEL PECADO I

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
LIBRES O ESCLAVOS DEL PECADO I
El ser humano en la tierra está enfrascado en un gran combate, un combate que no puede evitar y que tiene que enfrentar todos los días de su vida, a todo lo largo de su existencia terrena. Del resultado de este combate depende no sólo su felicidad en esta vida, sino sobre todo, su destino final. Esto es, su felicidad en la vida futura, su felicidad más allá de la muerte.
¿Qué combate es éste? No es lo que se suele llamar "la lucha por la vida", la lucha por el sustento diario, aunque ésta sea también una realidad ineludible de la existencia, sino que es un combate de una trascendencia mucho mayor; un combate mucho más importante y crucial. Es el combate contra el pecado.
Del resultado de esta batalla depende en primer lugar, como ya se ha dicho, la felicidad del hombre sobre la tierra, porque todos los males que afligen al hombre, todas las desgracias que lloran los seres humanos, todos sus sufrimientos, todas sus pruebas, provienen del pecado.
Del pecado, en primer lugar, de nuestros primeros padres, Adán y Eva, cuya caída en el huerto del Edén dio origen a las condiciones generales, o estructurales    -por emplear un término que está de moda- de la existencia humana. Esto es, en primer lugar, la condición mortal de su cuerpo; el hecho de estar sujeto a las enfermedades y al dolor, así como a las inclemencias del clima y de la naturaleza,, y a la necesidad de ganar su pan –es decir, su sustento- con el sudor de su frente, es decir, con un esfuerzo penoso. El hecho además de estar sujeto al egoísmo que gobierna la conducta humana, y del que se deriva tanto sufrimiento y del que provienen tantas injusticias; el estar expuesto al odio, a la hostilidad, a las rivalidades, a la agresión de sus semejantes, a la guerra, etc., etc. Todas estas cosas que perturban nuestra vida, son consecuencia del hecho de que, al desobedecer Adán y Eva a Dios, la naturaleza humana se corrompió; y no sólo ella, sino que junto con ella, también la creación misma, como se dice en Romanos, fue sometida a la esclavitud de la corrupción y el orden natural fue perturbado (Rm 8:20,21).
Las condiciones penosas de la existencia humana traídas por lo que llamamos el pecado original, son ciertamente ineludibles, inescapables; pero el mayor o menor grado en que nos afligen depende, hasta cierto punto, de cuánto éxito tengamos nosotros en nuestra lucha personal con nuestro propio pecado.
Porque, además de las consecuencias generales del pecado que acabo de mencionar, muchos de los males individuales que afligen al hombre son consecuencia de los pecados que él mismo comete durante su vida. Males tales como algunas enfermedades, como el Sida, o la sífilis -por citar sólo ejemplos patentes- que contrae el hombre a causa de sus pecados sexuales; o los desarreglos físicos, o psicológicos, que le sobrevienen por abandonarse a determinados vicios o excesos, como la borrachera, la gula, las drogas, etc.
O como, también, las consecuencias de sus decisiones erradas, tomadas por vivir en pecado; como podría ser un mal matrimonio al que él o ella se vieron empujados por un embarazo inoportuno, o por la simple pasión, sin que haya verdadera compatibilidad de carácter entre ellos. O como el divorcio, que destroza su vida, que es con frecuencia causado por la infidelidad propia, o la de su cónyuge. O las complicaciones penales, tales como la prisión, o las multas, provocadas por delitos que el hombre comete cegado por sus pasiones, o empujado por su codicia.
Tampoco podemos dejar de mencionar las consecuencias funestas que pueden tener los pecados de los padres, o de los antepasados, que pueden marcar la existencia de sus descendientes por varias generaciones. La Biblia dice repetidas veces, como para recalcar la seriedad de esta advertencia, que Dios "visita la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y la cuarta generación." (Ex 20:5). Esas palabras explicarían, por ejemplo, la tragedia que persigue a algunas familias, como la de los Kennedy, en los EEUU, consecuencia quizá del pecado de algún antepasado no muy lejano; o en otros casos, como consecuencia de haber practicado el ocultismo, o la hechicería. No obstante, nosotros estamos convencidos de que el miembro de una familia sobre la que pese un funesto pasado, pero que se convierte a Dios de todo corazón, quedará libre de esa maldición.
También sufre el hombre terriblemente por las consecuencias de los pecados que comete la sociedad como un todo, de los pecados societarios, fruto del egoísmo o del odio de sus miembros, o de la simple culpable negligencia, que crean condiciones opresivas o desfavorables para la existencia de muchos individuos, y que pueden llegar a desatar guerras entre los pueblos, o causar miserias, hambrunas, desgobierno...
En fin, por mucho que nos extendiéramos no acabaríamos nunca de enumerar todas las desgracias que pueden alcanzar al hombre como consecuencia del pecado propio o del ajeno.
El pecado está en los miembros del hombre, dice Pablo, y por eso el hombre peca aun sin quererlo; peca aun aborreciendo el mal que hace (Rm 7:15-23). Por eso es que tiene que luchar contra el pecado. Y todo hombre, casi sin darse cuenta, emprende esa lucha, aun el descreído y el pagano, porque ambos tienen un sentido moral instintivo que los empuja hacia el bien (Rm 2:14-16). Al decir que tiene que luchar contra el pecado decimos implícitamente que tiene que luchar contra sí mismo, porque en verdad, siendo el hombre un ser dividido, junto con la aspiración al bien, lleva en su sangre, por así decirlo, la tendencia que lo empuja al mal.
Esta tendencia al mal se manifiesta en aquello que llamamos tentaciones, de las que ninguno está libre mientras viva, ni el más santo, puesto que ni el mismo Jesús estuvo libre de ellas. En verdad, sólo el certificado de defunción, que se expide al morir, puede garantizar que el hombre se vea libre de tentaciones. Pero mientras haya en él un hálito de vida, el hombre será tentado. Sólo los cadáveres no son tentados.
Y hablamos aquí no sólo de las tentaciones sensuales, físicas,  sino también de aquellas más sutiles y dañinas del espíritu, como son las del orgullo, o del egoísmo, del odio, o de los celos, etc., que no siempre reconocemos como tentaciones, aunque lo son y muy peligrosas.
Sin embargo, todos los cristianos confesamos que Jesús se hizo hombre y vino a la tierra para redimirnos del pecado y de sus consecuencias, para libertarnos de la esclavitud del pecado. Ésta es una de las más grandes y consoladoras verdades del Cristianismo, que el Nuevo Testamento proclama en numerosos y elocuentes pasajes. Veamos algunos de ellos.
Por de pronto, en el Evangelio de San Juan, Jesús, hablando a sus oyentes judíos acerca de la esclavitud del pecado, dijo: "Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres." (Jn 8:36), frase que ellos malentendieron.
En el capítulo sexto de la epístola a los Romanos Pablo escribe que nuestro viejo hombre fue crucificado junto con Cristo para que no sirvamos más al pecado. (Rm6:6). Nuestro viejo hombre, es decir, nuestra naturaleza carnal, pecaminosa. Si ha sido crucificada, está muerta y ya no puede pecar más.
En el mismo capítulo, más adelante, Pablo escribe que habiendo sido libertados del pecado, hemos venido a ser siervos de la justicia (6:18), es decir, que ahora obramos bien movidos por una necesidad interior. No obstante, poco antes ha escrito: "No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que le obedezcáis en sus concupiscencias." (6:12).
¿Cómo puede el pecado reinar en nosotros, es decir, dominarnos, si ya hemos sido libertados de su poder? ¿No es eso contradictorio?
El apóstol Juan, por su lado, en su primera epístola dice: "Todo el que es nacido de Dios no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar porque es nacido de Dios." (1Jn 3:9). Recalco estas palabras: No puede pecar porque es nacido de Dios.”
Pero pocas líneas más arriba, en la misma epístola, Juan ha escrito: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros." (1:8). Allí no está hablando de los pecados que hubiéramos podido cometer en el pasado, antes de convertirnos, sino de los presentes, de los que podemos cometer en cualquier momento, porque enseguida añade: "Estas cosas os  escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo." (2:1).
¿Cómo si alguno hubiere pecado? ¿No dirá en seguida que el que es nacido de Dios no puede pecar? ¿En qué quedamos?
Es un hecho indudable que la mayoría de los seres humanos están todavía bajo el yugo del pecado que los esclaviza y no pueden dejar de pecar, aunque quieran. Eso lo sabemos. Pero si las palabras del Nuevo Testamento que he citado tienen algún valor, todos los que han nacido de nuevo, todos los que han sido regenerados por el Espíritu Santo, los que se han convertido a Dios de todo corazón, no están ya bajo el dominio del pecado, ya no son sus esclavos. Cristo los ha libertado.
No obstante, como hemos visto, la Biblia dice con igual énfasis que sí podemos pecar y lo hacemos; que estamos expuestos a la tentación y algunas veces cedemos a ella. ¿Cómo explicarnos esta contradicción? ¿Cómo explicar que el creyente esté libre del pecado y a la vez esté sujeto a las tentaciones que le pueden llevar a pecar? ¿Cómo explicar que hayamos sido libertados y aún estemos en prisión? ¿Cómo explicarnos que algunas veces volemos raudos hacia un cielo puro, sintiendo el alma tan inocente como la de un niño, y otras nos arrastremos gimiendo bajo el peso de nuestra concupiscencia?
Si hemos sido libertados del pecado ¿a qué vienen esas tentaciones a atormentarnos? Si ya Jesús nos hizo libres ¿por qué no podemos caminar con la misma libertad y pureza con la que Él caminó por Galilea en los días de su carne, y a la que hemos sido llamados? ¿Si hemos sido santificados (1 Cor 6:11), por qué seguimos pecando?
He aquí una gran cuestión que desafía a nuestra comprensión de las Escrituras y que vamos a tratar de elucidar en el próximo artículo.
NB. Este artículo y su continuación fueron originalmente charlas transmitidas por la radio a mediados del año 1999. Se distribuyeron entonces 200 fotocopias de cada una. Se hizo hace siete años una impresión de 7000 ejemplares cada una, y se ha hecho recientemente una impresión más numerosa.
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Amado lector: Jesús dijo: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mr 8:36) Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te exhorto a arrepentirte de todos tus pecados y te invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo la siguiente oración:
   “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#795 (08.09.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).