LA VIDA Y LA PALABRA
Por
José Belaunde M.
LA RESURRECCIÓN DE JESÚS
Un
Comentario de Lucas 24:1-6a
El Evangelio de Lucas es parco en
detalles acerca de la resurrección porque al final se concentra en lo que
ocurre en Jerusalén y alrededores, donde también –según su segundo libro, el de
los Hechos de los Apóstoles- surge la primera iglesia. No obstante, contiene el
bello episodio de los peregrinos de Emaús y algunos pormenores con diálogos muy
vívidos.
“El primer
día de la semana, muy de mañana, vinieron al sepulcro, trayendo las especias
aromáticas que habían preparado, y algunas otras mujeres con ellas. Y hallaron
removida la piedra del sepulcro; y entrando, no hallaron el cuerpo del Señor
Jesús. Aconteció que estando ellas perplejas por esto, he aquí se pararon junto
a ellas dos varones con vestiduras resplandecientes; y como tuvieron temor, y
bajaron el rostro a tierra, les dijeron: ¿Por qué buscáis entre los muertos al
que vive? No está aquí, sino que ha resucitado.”
El texto del Evangelio comienza
con las palabras: "El primer día de
la semana". Bajo la
antigua dispensación el día dedicado al Señor era
el sétimo, el último día de una semana ocupada en trabajar. Dios había
establecido que los israelitas trabajaran durante seis días (Ex 20:10; Dt
5:12-14) -tal como Él había trabajado al crear el mundo- y que el sétimo día
reposaran para recuperar sus fuerzas, tal como Él había descansado el día
sétimo (Gn 2:1-3; Ex 20:11). A ese día lo llamaban “sábado” (shabbat), palabra que en hebreo quiere
decir “descanso”.
Pero
nosotros no dedicamos al Señor el sétimo día sino el primero, cuando la semana
recién empieza. ¿Por qué le dedicamos el primer día? Porque Él es para nosotros
lo primero. Él es el centro de nuestras vidas, el sol en torno del cual todo lo
demás gira, nuestros afectos y pensamientos, nuestras ocupaciones y todo lo que
tenemos. A Él le hemos dedicado nuestras energías y las hemos puesto a sus
pies. Pero también a causa de lo que celebramos en esta fecha, su resurrección,
que ocurrió precisamente un primer día de la semana, según la manera de contar
judía. (Nota 1).
Ciertamente
el Señor no es sólo el primero. Es también el último, el Alfa y la Omega (Ap
1:8), el principio y el fin. El comienzo de nuestra existencia, pues a Él le
debemos la vida; y el fin de ella, pues a Él volvemos al término de nuestros
días. Con Él comenzamos y con Él terminamos.
Los
israelitas, por orden de Dios, dedicaban el sétimo día a honrarlo descansando.
Nosotros dedicamos el día siguiente –que ahora llamamos “domingo”, que viene
del latín “dominus”, esto es “señor”, y que los primeros cristianos llamaban “día
del Señor”- a escuchar su palabra y a la adoración, que es la más alta de todas
las ocupaciones, pero una que se hace no con el cuerpo (aunque el cuerpo pueda
participar de ella) sino con el alma y el espíritu. Al adorarlo no dirigimos
nuestros ojos a la tierra sino los dirigimos al cielo (2).
Es
verdad que también suspendemos nuestras labores durante ese día porque nuestros
cuerpos necesitan descanso y porque es una manera excelente de honrar a Dios dejar
de ocuparnos de las cosas terrenas para poder ocuparnos de Él y estar con los
nuestros, gozándonos y departiendo con ellos. Es el día de la reunión familiar.
Dios lo ha querido así puesto que Él es también una familia: Padre, Hijo y
Espíritu Santo, así como la vida de la mayoría de los seres humanos en la
tierra se desarrolla también en el marco de una familia: padre, madre e hijos.
La
venida de Cristo a la tierra cambió al mundo en muchos aspectos. Uno de ellos
es éste del descanso semanal. Antes de
su venida sólo el pueblo elegido conocía un día de reposo cada siete. Los otros
pueblos –incluso los más civilizados, los griegos y los romanos- (3), trabajaban toda la semana, o
estaban ociosos toda la semana. Pero cuando la fe en Cristo se difundió por el orbe,
el día semanal de descanso se volvió norma por todo el mundo. Dios en verdad, a
través de Cristo, y de la difusión del cristianismo, ha dado un día de descanso
a todos los pueblos de la tierra, y ha cambiado las costumbres, aun de los que
no creen en Él, ni han oído hablar de Él.
Las
mujeres que se dirigían a la cueva donde habían sepultado a Jesús, también
habían descansado el sábado (Lc 23:56). Ellas y los discípulos ciertamente
necesitaban descansar ese sétimo día. Ellos estaban anímicamente destrozados.
El día anterior, el día de la preparación (viernes para nosotros), habían sido
espectadores silenciosos, testigos impotentes y acongojados, del acontecimiento
más terrible de todos los tiempos. Habían visto a su Maestro, al Mesías e Hijo
de Dios, sometido a la más horrenda de las torturas, clavado a una cruz de la
que lo habían bajado al final de la jornada muerto.
Ese
día había sido terrible para ellas. No habían sido torturadas ni crucificadas,
pero en el espíritu lo habían sido con su Maestro y estaban exhaustas. Su alma
había sufrido la mayor de las torturas viendo lo que hacían con Él sin que
pudieran hacer nada para ayudarlo.
Ellas
no entendían lo que había sucedido y estaban agotadas. Pero tenían un deber que
cumplir. Era costumbre inveterada en Israel, como también en muchos pueblos
entonces, que los cadáveres fueran embalsamados, es decir, en este caso,
lavados y ungidos con ungüentos y especias aromáticas. Era una práctica piadosa
y una obligación hacerlo con todos los difuntos (4).
Nuestro
texto dice que vinieron “muy de mañana”,
es decir, de madrugada. Todo el que desea ardientemente hacer algo lo hace
temprano, cuando sus fuerzas están frescas. Su pensamiento está fijo en lo que
quiere hacer, y eso lo despierta y espuela.
Ahora
bien, pensemos un momento. ¿Por qué venían ellas a cumplir ese rito acostumbrado
con el cuerpo de Jesús? ¿Qué significa que vinieran trayendo las especias
aromáticas que habían preparado para embalsamarlo? ¿No se lo han preguntado?
Significa que ellas creían y estaban convencidas -como también todos los
discípulos- de que Jesús estaba bien muerto, que su carrera en la tierra había concluido,
y que se quedaría en el sepulcro hasta el día de la resurrección de los muertos.
Ellas
ciertamente no entendían lo ocurrido. Ese Jesús cuya vida estaba tan llena de
promesas, de quien las profecías anunciaban tantas cosas bellas para el destino
de su pueblo: que restauraría el trono de David, y se vengaría de los enemigos
de su nación, ese Jesús había muerto. Todo había terminado para ellas y para ellos.
Con Él su esperanza había muerto. Todo lo que ellas creían que estaba a punto
de suceder, de acuerdo a las profecías -tal como ellas las entendían- en la
vida de su Maestro y Mesías, y en la vida de sus discípulos con Él, había
concluido (5). Ahora sólo les quedaba
consolarse con su recuerdo. Y al ungir su cuerpo con las especias aromáticas,
pondrían el sello definitivo a la muerte de sus esperanzas y de sus sueños.
Ellas
ciertamente habían escuchado algunas palabras extrañas de la boca de Jesús
acerca de destruir el templo y reconstruirlo en tres días (Jn 2:19), y de que
sería apresado por sus enemigos y moriría para resucitar (Mt 16:21;17:23; Mr
8:31;9:31; Lc 9:22), pero no las habían entendido. No calzaban con la
concepción que los judíos piadosos tenían de los eventos futuros. Era frecuente
que Jesús dijera cosas misteriosas y estaban acostumbradas a no entenderlas.
Sus oídos estaban cerrados y, su inteligencia sin la iluminación del Espíritu
Santo que recibirían poco después, era demasiado
torpe para captar su significado.
El
sol había salido esa madrugada, pero aún no había iluminado sus almas, y venían
pesarosas, cansadas de llorar. ¿Habrá habido en el mundo una compañía de
mujeres más triste y desconsolada que la de ellas?
Pero
he aquí que al llegar al sepulcro la piedra que cerraba la entrada, -de la que
ellas, según otro relato; (Véase Mr 16:3) se preocupaban pensando quién las
ayudaría a retirar- no estaba allí, había sido removida.
Muchas
veces nosotros nos preocupamos pensando qué podríamos hacer para remover las dificultades
que nos acosan y los obstáculos que encontramos en el camino de nuestros
proyectos. Y juntamos nuestras fuerzas para vencerlos. Pero hay alguien que
puede hacerlo por nosotros. Alguien que tiene todo el poder y que lo puede
hacer sin ningún esfuerzo, a quien nosotros podemos acudir para que nos ayude,
y que lo hará porque se goza socorriendo a sus hijos.
Ese
alguien que puede hacerlo, ese alguien cuyo cadáver ellas habían venido a
embalsamar, ese alguien que suponían muerto, no estaba ahí: la tumba estaba
vacía. ¿Podemos imaginar su sorpresa?
Tratemos
de penetrar en su pensamiento. La antevíspera ellas habían visto cómo el cadáver
de Jesús era depositado en esa cueva, y se había hecho rodar una enorme piedra para
tapar la entrada (Mr 15:46,47; Lc 23:55). Ahora la piedra no estaba en su lugar,
y en la tumba no había rastros de Jesús.
No
tenía sentido. Habían dejado el cadáver envuelto en una sábana, y he aquí que,
según otro evangelio, la sábana estaba al lado doblada, pero lo que había
estado envuelto en ella había desaparecido (Jn 20:4-7).
Los
muertos no caminan. Lo sabemos muy bien, ni se hacen humo. Por eso es que una
de ellas, la Magdalena, según relata Juan, pensó que lo habían robado (Jn
20:13-15).
Ellas
no sólo estaban desconcertadas y perplejas, estaban también muy apenadas
porque, aun muerto, querían ver a Jesús, así como los parientes se aferran al
cadáver del familiar que amaron. Si no lo podían oír hablar, al menos podrían
tocarlo y besarlo.
A
menos que ellas recordaran y comprendieran las palabras que alguna vez habían
escuchado decir a Jesús, no podrían entender lo que veían. Necesitaban de alguien
que se lo explicara. En ese momento Dios vino en su ayuda.
De
pronto "se pararon dos varones junto
a ellas". (6) Sin duda pensaron que eran
ángeles porque sus vestiduras resplandecían. Atemorizadas inclinaron el rostro
a tierra para no ver. Nosotros tampoco osamos mirar al que nos inspira temor o
respeto, sobre todo si nos sentimos indignos.
Pero
los varones las consuelan dándoles la buena noticia con una pregunta que tiene
un tono de reproche: "¿Por qué
buscáis entre los muertos al que vive?" (7)
En
una ocasión Jesús le dijo a uno a quien llamaba para seguirlo: "Deja que los muertos entierren a sus
muertos." (Lc 9:60). Los muertos a los que Jesús se refería en esa
frase eran los que carecen de fe y no han nacido de nuevo.
Pero
los muertos a los que los ángeles se referían con esa pregunta no eran los
muertos espirituales, sino los fallecidos, puesto que venían a la tumba donde
Jesús había sido enterrado..
¿Por
qué buscáis entre los mortales como vosotras, entre los que se creen vivos pero
no lo están, al Único que realmente está vivo? (8)
Nosotros
que amamos tanto nuestros cuerpos, que amamos tanto esta vida pasajera,
nosotros, aunque hayamos recibido la vida del Espíritu, no gozamos de la
verdadera vida, si la comparamos con la que algún día tendremos en el cielo. Comparada
con esa vida abundante, esta vida terrenal tan limitada es muerte (Jn 10:10).
Jesús
no está en este lugar, les dicen. No está su cadáver y en vano lo buscáis
porque ya no es. Ha sido transformado en un cuerpo glorioso, que tiene manos y
pies y boca como el vuestro, pero es diferente. Su cuerpo está vivo de una vida
que no conocéis. Es un cuerpo que parece atravesar las paredes, pero que no las
atraviesa, porque las paredes no existen para él; un cuerpo que come, pero que
no necesita comer, porque no se desgasta ni debilita (Lc 24:41-43); un cuerpo
que es tocado (Lc 24:39; Jn 20:27), pero que no puede ser tocado (Jn 20:17); un
cuerpo que es visto cuando quiere, pero cuando no quiere, es invisible (Lc
24:31).
Él
está vivo y muy pronto lo veréis. Ha resucitado a una vida gloriosa y ya no
muere más. Está aquí y no está aquí
porque vive en otra esfera.
Pero
lo más maravilloso es que porque Él ha resucitado nosotros también
resucitaremos (Rm 8:11; 1Cor 15:51,52). Él lo ha prometido y algún día estaremos
para siempre con Él (Jn 14:2,3).
¡Oh!
¿Por qué nos aferramos tanto a esta vida que es muerte comparada con la vida
eterna? ¿Por qué buscamos entre los muertos, esto es, entre cadáveres que
caminan, a las personas y las cosas que llenen nuestras aspiraciones y nuestros
sueños? Aspiremos más bien a esa vida sin dolor, cansancio y muerte, tan
diferente de la que conocemos y que nunca termina. Suspiremos más bien por el
cielo al cual estamos destinados, y que será nuestra morada eterna. Entretanto
consolémonos con esta verdad: Jesús ha resucitado y nosotros resucitaremos con
Él.
Notas 1. Claro está que en nuestro tiempo
la numeración de los días de la semana laboral se ha adaptado al nuevo uso y
corrientemente consideramos al lunes como primer día de la semana.
(2) Vale la pena recordar que los
primeros cristianos honraban al Señor el primer día de la semana, según la
manera de contar judía, reuniéndose para partir el pan además de escuchar la
palabra (Hch 20:7; 1Cor 16:2; cf Ap 1:10).
(3) Los romanos se burlaban de los
judíos, tildándolos de ociosos, porque descansaban un día a la semana.
(4) Los judíos tenían una forma
tradicional peculiar de limpiar y embalsamar a sus cadáveres (codificada en la
Mishná y con más detalle en legislación posterior), que tenía que hacer con su
respeto por la sangre en la que estaba la vida (Lv 17:10-12).Según esas
prescripciones la sangre no coagulada en el cuerpo del que sufre una muerte
violenta, la sangre que fluye al morir, no puede ser lavada, sino debe ser
recogida en paños si se vertiera y ser enterrada con el cadáver. Esa regla
otorga cierta verosimilitud al episodio que menciona Catalina de Emmerich (siglo
XIX) en sus visiones de la pasión (incluido, para sorpresa de muchos, en la
película “La Pasión de Cristo” de Mel Gibson), donde su madre y la Magdalena recogen
la sangre de Jesús aún fresca que estaba sobre el enlosado donde había sido
flagelado. Es imposible que esa monja iletrada y enferma, sirviente de oficio,
hubiera tenido acceso a la literatura rabínica.
(5) Lo que Jesús anunció en Mt
19:28, por ejemplo, era para sus discípulos un acontecimiento inminente. Véase
también Hch 1:6,7.
(6) Notemos que dice: “se pararon”, no que vinieran. No
necesitaban venir tal como los cuerpos gloriosos tampoco lo necesitan. Ellos
están donde quieren. Su vehículo es su pensamiento. Nosotros podemos con el
pensamiento, esto es, con la imaginación o la memoria, transportarnos a
cualquier lugar en el espacio y en el tiempo, y estamos ahí figuradamente en un
instante, pero nuestros pesados cuerpos carnales no se mueven, permanecen donde
están. Los cuerpos espirituales de los ángeles están instantáneamente en el
lugar que desean.
(7) A partir de entonces la Buena
Noticia por antonomasia será: "El Señor ha resucitado". Eso fue el
meollo de la predicación de los apóstoles y es la esencia de nuestra fe; la
razón de nuestro gozo (Las referencias son numerosísimas. Véase entre otras Hch
2:32;3:15;4:10; 1Cor 15:4, etc.). Entre los cristianos ortodoxos es costumbre
saludarse en las fiestas diciendo: "El Señor ha resucitado", a lo que
se responde: "Verdaderamente ha resucitado".
(8) William Barclay observa
acertadamente que todavía hay muchos que buscan a Jesús entre los muertos. Son
los que lo consideran como un gran maestro de sabiduría del pasado, cuya vida y
enseñanzas admirables merecen ser estudiadas y tomadas como ejemplo a seguir,
pero que no creen en un Cristo vivo. Por mucho que lo admiren, ese Cristo no
los salva.
NB. Este artículo fue publicado el
11.04.04. Se vuelve a imprimir ligeramente revisado y ampliado.
Amado lector: Jesús dijo:
“De qué le sirve al hombre ganar el mundo
si pierde su alma?” (Mr 8:36) Si tú no estás seguro de que cuando mueras
vas a ir a gozar de la presencia de Dios es muy importante que adquieras esa
seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan
necesaria. Con ese fin yo te exhorto a arrepentirte de todos tus pecados y te
invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo la siguiente oración:
“Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los
pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no
merezco tu perdón, porque te he ofendido consciente y voluntariamente
muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo
quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el
mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados
con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir
para ti y servirte.”
#875
(05.04.15). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección:
Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución
#003694-2004/OSD-INDECOPI).
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