miércoles, 12 de agosto de 2015

LA RESURRECCIÓN DE JESÚS

 LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
LA RESURRECCIÓN DE JESÚS
Un Comentario de Lucas 24:1-6a
El Evangelio de Lucas es parco en detalles acerca de la resurrección porque al final se concentra en lo que ocurre en Jerusalén y alrededores, donde también –según su segundo libro, el de los Hechos de los Apóstoles- surge la primera iglesia. No obstante, contiene el bello episodio de los peregrinos de Emaús y algunos pormenores con diálogos muy vívidos.
“El primer día de la semana, muy de mañana, vinieron al sepulcro, trayendo las especias aromáticas que habían preparado, y algunas otras mujeres con ellas. Y hallaron removida la piedra del sepulcro; y entrando, no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. Aconteció que estando ellas perplejas por esto, he aquí se pararon junto a ellas dos varones con vestiduras resplandecientes; y como tuvieron temor, y bajaron el rostro a tierra, les dijeron: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado.”
El texto del Evangelio comienza con las palabras: "El primer día de la semana". Bajo la
antigua dispensación el día dedicado al Señor era el sétimo, el último día de una semana ocupada en trabajar. Dios había establecido que los israelitas trabajaran durante seis días (Ex 20:10; Dt 5:12-14) -tal como Él había trabajado al crear el mundo- y que el sétimo día reposaran para recuperar sus fuerzas, tal como Él había descansado el día sétimo (Gn 2:1-3; Ex 20:11). A ese día lo llamaban “sábado” (shabbat), palabra que en hebreo quiere decir “descanso”.
            Pero nosotros no dedicamos al Señor el sétimo día sino el primero, cuando la semana recién empieza. ¿Por qué le dedicamos el primer día? Porque Él es para nosotros lo primero. Él es el centro de nuestras vidas, el sol en torno del cual todo lo demás gira, nuestros afectos y pensamientos, nuestras ocupaciones y todo lo que tenemos. A Él le hemos dedicado nuestras energías y las hemos puesto a sus pies. Pero también a causa de lo que celebramos en esta fecha, su resurrección, que ocurrió precisamente un primer día de la semana, según la manera de contar judía. (Nota 1).
            Ciertamente el Señor no es sólo el primero. Es también el último, el Alfa y la Omega (Ap 1:8), el principio y el fin. El comienzo de nuestra existencia, pues a Él le debemos la vida; y el fin de ella, pues a Él volvemos al término de nuestros días. Con Él comenzamos y con Él terminamos.
            Los israelitas, por orden de Dios, dedicaban el sétimo día a honrarlo descansando. Nosotros dedicamos el día siguiente –que ahora llamamos “domingo”, que viene del latín “dominus”, esto es “señor”, y que los primeros cristianos llamaban “día del Señor”- a escuchar su palabra y a la adoración, que es la más alta de todas las ocupaciones, pero una que se hace no con el cuerpo (aunque el cuerpo pueda participar de ella) sino con el alma y el espíritu. Al adorarlo no dirigimos nuestros ojos a la tierra sino los dirigimos al cielo (2).
            Es verdad que también suspendemos nuestras labores durante ese día porque nuestros cuerpos necesitan descanso y porque es una manera excelente de honrar a Dios dejar de ocuparnos de las cosas terrenas para poder ocuparnos de Él y estar con los nuestros, gozándonos y departiendo con ellos. Es el día de la reunión familiar. Dios lo ha querido así puesto que Él es también una familia: Padre, Hijo y Espíritu Santo, así como la vida de la mayoría de los seres humanos en la tierra se desarrolla también en el marco de una familia: padre, madre e hijos.
            La venida de Cristo a la tierra cambió al mundo en muchos aspectos. Uno de ellos es éste del descanso semanal.  Antes de su venida sólo el pueblo elegido conocía un día de reposo cada siete. Los otros pueblos –incluso los más civilizados, los griegos y los romanos- (3), trabajaban toda la semana, o estaban ociosos toda la semana. Pero cuando la fe en Cristo se difundió por el orbe, el día semanal de descanso se volvió norma por todo el mundo. Dios en verdad, a través de Cristo, y de la difusión del cristianismo, ha dado un día de descanso a todos los pueblos de la tierra, y ha cambiado las costumbres, aun de los que no creen en Él, ni han oído hablar de Él.
            Las mujeres que se dirigían a la cueva donde habían sepultado a Jesús, también habían descansado el sábado (Lc 23:56). Ellas y los discípulos ciertamente necesitaban descansar ese sétimo día. Ellos estaban anímicamente destrozados. El día anterior, el día de la preparación (viernes para nosotros), habían sido espectadores silenciosos, testigos impotentes y acongojados, del acontecimiento más terrible de todos los tiempos. Habían visto a su Maestro, al Mesías e Hijo de Dios, sometido a la más horrenda de las torturas, clavado a una cruz de la que lo habían bajado al final de la jornada muerto.
            Ese día había sido terrible para ellas. No habían sido torturadas ni crucificadas, pero en el espíritu lo habían sido con su Maestro y estaban exhaustas. Su alma había sufrido la mayor de las torturas viendo lo que hacían con Él sin que pudieran hacer nada para ayudarlo.
            Ellas no entendían lo que había sucedido y estaban agotadas. Pero tenían un deber que cumplir. Era costumbre inveterada en Israel, como también en muchos pueblos entonces, que los cadáveres fueran embalsamados, es decir, en este caso, lavados y ungidos con ungüentos y especias aromáticas. Era una práctica piadosa y una obligación hacerlo con todos los difuntos (4).
            Nuestro texto dice que vinieron “muy de mañana”, es decir, de madrugada. Todo el que desea ardientemente hacer algo lo hace temprano, cuando sus fuerzas están frescas. Su pensamiento está fijo en lo que quiere hacer, y eso lo despierta y espuela.
            Ahora bien, pensemos un momento. ¿Por qué venían ellas a cumplir ese rito acostumbrado con el cuerpo de Jesús? ¿Qué significa que vinieran trayendo las especias aromáticas que habían preparado para embalsamarlo? ¿No se lo han preguntado? Significa que ellas creían y estaban convencidas -como también todos los discípulos- de que Jesús estaba bien muerto, que su carrera en la tierra había concluido, y que se quedaría en el sepulcro hasta el día de la resurrección de los muertos.
            Ellas ciertamente no entendían lo ocurrido. Ese Jesús cuya vida estaba tan llena de promesas, de quien las profecías anunciaban tantas cosas bellas para el destino de su pueblo: que restauraría el trono de David, y se vengaría de los enemigos de su nación, ese Jesús había muerto. Todo había terminado para ellas y para ellos. Con Él su esperanza había muerto. Todo lo que ellas creían que estaba a punto de suceder, de acuerdo a las profecías -tal como ellas las entendían- en la vida de su Maestro y Mesías, y en la vida de sus discípulos con Él, había concluido (5). Ahora sólo les quedaba consolarse con su recuerdo. Y al ungir su cuerpo con las especias aromáticas, pondrían el sello definitivo a la muerte de sus esperanzas y de sus sueños.
            Ellas ciertamente habían escuchado algunas palabras extrañas de la boca de Jesús acerca de destruir el templo y reconstruirlo en tres días (Jn 2:19), y de que sería apresado por sus enemigos y moriría para resucitar (Mt 16:21;17:23; Mr 8:31;9:31; Lc 9:22), pero no las habían entendido. No calzaban con la concepción que los judíos piadosos tenían de los eventos futuros. Era frecuente que Jesús dijera cosas misteriosas y estaban acostumbradas a no entenderlas. Sus oídos estaban cerrados y, su inteligencia sin la iluminación del Espíritu Santo  que recibirían poco después, era demasiado torpe para captar su significado.
            El sol había salido esa madrugada, pero aún no había iluminado sus almas, y venían pesarosas, cansadas de llorar. ¿Habrá habido en el mundo una compañía de mujeres más triste y desconsolada que la de ellas?
            Pero he aquí que al llegar al sepulcro la piedra que cerraba la entrada, -de la que ellas, según otro relato; (Véase Mr 16:3) se preocupaban pensando quién las ayudaría a retirar- no estaba allí, había sido removida.
            Muchas veces nosotros nos preocupamos pensando qué podríamos hacer para remover las dificultades que nos acosan y los obstáculos que encontramos en el camino de nuestros proyectos. Y juntamos nuestras fuerzas para vencerlos. Pero hay alguien que puede hacerlo por nosotros. Alguien que tiene todo el poder y que lo puede hacer sin ningún esfuerzo, a quien nosotros podemos acudir para que nos ayude, y que lo hará porque se goza socorriendo a sus hijos.
            Ese alguien que puede hacerlo, ese alguien cuyo cadáver ellas habían venido a embalsamar, ese alguien que suponían muerto, no estaba ahí: la tumba estaba vacía. ¿Podemos imaginar su sorpresa?
            Tratemos de penetrar en su pensamiento. La antevíspera ellas habían visto cómo el cadáver de Jesús era depositado en esa cueva, y se había hecho rodar una enorme piedra para tapar la entrada (Mr 15:46,47; Lc 23:55). Ahora la piedra no estaba en su lugar, y en la tumba no había rastros de Jesús.
            No tenía sentido. Habían dejado el cadáver envuelto en una sábana, y he aquí que, según otro evangelio, la sábana estaba al lado doblada, pero lo que había estado envuelto en ella había desaparecido (Jn 20:4-7).
            Los muertos no caminan. Lo sabemos muy bien, ni se hacen humo. Por eso es que una de ellas, la Magdalena, según relata Juan, pensó que lo habían robado (Jn 20:13-15).
            Ellas no sólo estaban desconcertadas y perplejas, estaban también muy apenadas porque, aun muerto, querían ver a Jesús, así como los parientes se aferran al cadáver del familiar que amaron. Si no lo podían oír hablar, al menos podrían tocarlo y besarlo.
            A menos que ellas recordaran y comprendieran las palabras que alguna vez habían escuchado decir a Jesús, no podrían entender lo que veían. Necesitaban de alguien que se lo explicara. En ese momento Dios vino en su ayuda.
            De pronto "se pararon dos varones junto a ellas". (6) Sin duda pensaron que eran ángeles porque sus vestiduras resplandecían. Atemorizadas inclinaron el rostro a tierra para no ver. Nosotros tampoco osamos mirar al que nos inspira temor o respeto, sobre todo si nos sentimos indignos.
            Pero los varones las consuelan dándoles la buena noticia con una pregunta que tiene un tono de reproche: "¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?"  (7)
            En una ocasión Jesús le dijo a uno a quien llamaba para seguirlo: "Deja que los muertos entierren a sus muertos." (Lc 9:60). Los muertos a los que Jesús se refería en esa frase eran los que carecen de fe y no han nacido de nuevo.
            Pero los muertos a los que los ángeles se referían con esa pregunta no eran los muertos espirituales, sino los fallecidos, puesto que venían a la tumba donde Jesús había sido enterrado..
            ¿Por qué buscáis entre los mortales como vosotras, entre los que se creen vivos pero no lo están, al Único que realmente está vivo? (8)
            Nosotros que amamos tanto nuestros cuerpos, que amamos tanto esta vida pasajera, nosotros, aunque hayamos recibido la vida del Espíritu, no gozamos de la verdadera vida, si la comparamos con la que algún día tendremos en el cielo. Comparada con esa vida abundante, esta vida terrenal tan limitada es muerte (Jn 10:10).
            Jesús no está en este lugar, les dicen. No está su cadáver y en vano lo buscáis porque ya no es. Ha sido transformado en un cuerpo glorioso, que tiene manos y pies y boca como el vuestro, pero es diferente. Su cuerpo está vivo de una vida que no conocéis. Es un cuerpo que parece atravesar las paredes, pero que no las atraviesa, porque las paredes no existen para él; un cuerpo que come, pero que no necesita comer, porque no se desgasta ni debilita (Lc 24:41-43); un cuerpo que es tocado (Lc 24:39; Jn 20:27), pero que no puede ser tocado (Jn 20:17); un cuerpo que es visto cuando quiere, pero cuando no quiere, es invisible (Lc 24:31).
            Él está vivo y muy pronto lo veréis. Ha resucitado a una vida gloriosa y ya no muere más. Está aquí  y no está aquí porque vive en otra esfera.
            Pero lo más maravilloso es que porque Él ha resucitado nosotros también resucitaremos (Rm 8:11; 1Cor 15:51,52). Él lo ha prometido y algún día estaremos para siempre con Él (Jn 14:2,3).
            ¡Oh! ¿Por qué nos aferramos tanto a esta vida que es muerte comparada con la vida eterna? ¿Por qué buscamos entre los muertos, esto es, entre cadáveres que caminan, a las personas y las cosas que llenen nuestras aspiraciones y nuestros sueños? Aspiremos más bien a esa vida sin dolor, cansancio y muerte, tan diferente de la que conocemos y que nunca termina. Suspiremos más bien por el cielo al cual estamos destinados, y que será nuestra morada eterna. Entretanto consolémonos con esta verdad: Jesús ha resucitado y nosotros resucitaremos con Él.
Notas 1. Claro está que en nuestro tiempo la numeración de los días de la semana laboral se ha adaptado al nuevo uso y corrientemente consideramos al lunes como primer día de la semana.
(2) Vale la pena recordar que los primeros cristianos honraban al Señor el primer día de la semana, según la manera de contar judía, reuniéndose para partir el pan además de escuchar la palabra (Hch 20:7; 1Cor 16:2; cf Ap 1:10).
(3) Los romanos se burlaban de los judíos, tildándolos de ociosos, porque descansaban un día a la semana.
(4) Los judíos tenían una forma tradicional peculiar de limpiar y embalsamar a sus cadáveres (codificada en la Mishná y con más detalle en legislación posterior), que tenía que hacer con su respeto por la sangre en la que estaba la vida (Lv 17:10-12).Según esas prescripciones la sangre no coagulada en el cuerpo del que sufre una muerte violenta, la sangre que fluye al morir, no puede ser lavada, sino debe ser recogida en paños si se vertiera y ser enterrada con el cadáver. Esa regla otorga cierta verosimilitud al episodio que menciona Catalina de Emmerich (siglo XIX) en sus visiones de la pasión (incluido, para sorpresa de muchos, en la película “La Pasión de Cristo” de Mel Gibson), donde su madre y la Magdalena recogen la sangre de Jesús aún fresca que estaba sobre el enlosado donde había sido flagelado. Es imposible que esa monja iletrada y enferma, sirviente de oficio, hubiera tenido acceso a la literatura rabínica.
(5) Lo que Jesús anunció en Mt 19:28, por ejemplo, era para sus discípulos un acontecimiento inminente. Véase también Hch 1:6,7.
(6) Notemos que dice: “se pararon”, no que vinieran. No necesitaban venir tal como los cuerpos gloriosos tampoco lo necesitan. Ellos están donde quieren. Su vehículo es su pensamiento. Nosotros podemos con el pensamiento, esto es, con la imaginación o la memoria, transportarnos a cualquier lugar en el espacio y en el tiempo, y estamos ahí figuradamente en un instante, pero nuestros pesados cuerpos carnales no se mueven, permanecen donde están. Los cuerpos espirituales de los ángeles están instantáneamente en el lugar que desean.
(7) A partir de entonces la Buena Noticia por antonomasia será: "El Señor ha resucitado". Eso fue el meollo de la predicación de los apóstoles y es la esencia de nuestra fe; la razón de nuestro gozo (Las referencias son numerosísimas. Véase entre otras Hch 2:32;3:15;4:10; 1Cor 15:4, etc.). Entre los cristianos ortodoxos es costumbre saludarse en las fiestas diciendo: "El Señor ha resucitado", a lo que se responde: "Verdaderamente ha resucitado".
(8) William Barclay observa acertadamente que todavía hay muchos que buscan a Jesús entre los muertos. Son los que lo consideran como un gran maestro de sabiduría del pasado, cuya vida y enseñanzas admirables merecen ser estudiadas y tomadas como ejemplo a seguir, pero que no creen en un Cristo vivo. Por mucho que lo admiren, ese Cristo no los salva.
NB. Este artículo fue publicado el 11.04.04. Se vuelve a imprimir ligeramente revisado y ampliado.
Amado lector: Jesús dijo: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mr 8:36) Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te exhorto a arrepentirte de todos tus pecados y te invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo la siguiente oración:
“Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido consciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#875 (05.04.15). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

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