Por José Belaunde M.
MADRES EN
LA BIBLIA I
Aunque la sociedad israelita era
profundamente patriarcal y la mujer ocupaba un lugar inferior, siendo
dependiente sea del padre, primero, y de su marido, o de su hijo mayor,
después, la madre ocupaba un lugar muy especial, como puede verse en la
exposición de las leyes de santidad en el libro de Levítico, donde a la madre
se le menciona antes que al padre: “Cada
uno temerá a su madre y a su padre, y mis días de reposo guardaréis…” (19:3.
Cf Lv 21:2).
El
Decálogo ordena honrar no sólo al padre sino también a la madre (Ex 20:12; Dt
5:16). El libro del Éxodo añade que el que hiera a su padre o a su madre, o los
maldiga, debe ser muerto (Ex 21:15,17; cf Lv 20:9).
El
libro de Proverbios manda repetidas veces honrar y escuchar a la madre: “…mas el hombre necio menosprecia a su
madre.” (15.20b). “Y cuando tu madre
envejezca, no la menosprecies.” (23:22b; cf 30:17).
La
función de la madre era principalmente tener hijos y criarlos, concepción que
sobrevive en el largo párrafo que Pablo dedica a la mujer en 1ra de Timoteo, en
que subraya que no fue Adán quien fue engañado sino la mujer, y que termina
diciendo que ella “se salvará engendrando
hijos, si permanece en fe, amor y santificación, con modestia.” (1Tm 2:14,15).
En muchos lugares del Antiguo Testamento vemos cómo la maternidad era venerada,
pero la mujer estéril era tenida en menos.
Según
Proverbios también era función de la madre instruir en la fe y en las buenas
costumbres a sus hijos: “Escucha, hijo
mío, la reprensión de tu padre, y no desprecies la instrucción de tu madre…” (Pr
1:8, cf 6:20), y advierte seriamente a los que desechen sus consejos: “El ojo que escarnece a su padre, y
menosprecia la enseñanza de la madre, los cuervos de la cañada lo saquen, y lo
devoren los hijos del águila.” (30:17). Finalmente el último capítulo del
libro consigna las sabias instrucciones (que el texto llama “oráculo”) que su
madre le enseñó a su hijo Lemuel, rey de Massá (31:1-9), y que todos los
jóvenes harían bien en guardar.
La
madre llora por los hijos que se desvían (¿Qué madre no puede decir amén a
eso?): “…el hijo necio es tristeza de su
madre.” (Pr 10:1c; cf 29:15b); pero se regocija con el padre cuando el hijo
le sale bueno: “Mucho se alegrará el
padre del justo, y el que engendra al sabio se gozará con él. Alégrense tu
padre y tu madre, y gócese la que te dio a luz.” (Pr 23:24,25). Yo puedo confesar
en cuanto a mí, que yo fui de joven durante un tiempo motivo de preocupación y
tristeza para mis padres, pero luego, cuando Dios me rescató del pecado –y
gracias quizá a sus constantes oraciones- les fui también motivo de
satisfacciones. Pero ¿cuántos hombres y mujeres que están aquí pueden decir que
ése fue también su caso?
El
profeta Ezequiel (hablando del pueblo de Israel) y el libro de los Salmos
exaltan la fecundidad de la madre (Ez 19:10; Sal 128:3).
Jesús
se refiere alegóricamente al dolor de la madre que da a luz, y a su alegría
cuando ha nacido su hijo, como símbolos de su pasión y de su victoria sobre la
muerte (Jn 16:20).
La
constancia del amor maternal es usada como símbolo del amor imperecedero de
Dios por el hombre: “¿Se olvidará la mujer
de su niño de pecho, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Pues
aunque ella se llegue a olvidar, yo nunca me olvidaré de ti.” (Is 49:15). Y
más adelante dice Dios por boca del profeta: “Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros…”
(Is 66:13).
Vamos
a examinar a continuación la vida de algunas de las madres que figuran en el
Antiguo y en el Nuevo Testamento, aunque no sean necesariamente las más
conocidas.
1. Agar, la sierva egipcia de Sara, acepta
tener un hijo de su patrón, Abraham, convirtiéndose de hecho en su concubina,
para que ese hijo sea como si Sara misma, que era estéril, lo hubiera tenido.
De esa manera podría finalmente –según pensaba Sara- cumplirse la promesa que
Dios le había hecho a Abraham de que tendría por ella un heredero, antes de que
él fuera demasiado viejo para engendrarlo (Gn 16:1-3).
Extraña
idea la de Sara, que le iba a traer grandes dolores de cabeza más adelante,
porque cuando Agar queda encinta, la sierva empieza a mirar con desprecio a su
patrona (Gn 16:4). (Nota 1)
Ella se enorgullece de que será su hijo y no el de su patrona, quien heredará
los bienes de Abraham.
Sara
se queja a Abraham por esta situación que, en realidad, ella misma ha provocado
y él, sabiamente, le da la razón a su esposa, diciéndole: “Ella está en tu mano. Haz con ella como te parezca” (v. 6).
Entonces Sara empieza a molestar y a afligir a su sierva, al punto que ella huye
de su casa.
Cuando
la sierva, cansada del camino, se sienta para reposar junto a una fuente de
agua en el desierto, se le aparece el ángel de Jehová y le pregunta: “¿De dónde
vienes y adónde vas?”, como si no lo supiera. Ambas preguntas son en realidad
un reproche velado, porque ella no está donde debería (v. 7,8).
Ella
le contesta: “Huyo de mi patrona porque me trata mal”. Pero el ángel de Jehová
le dice: “Vuélvete a tu señora y ponte
sumisa bajo su mano.” (v.9). Es decir, no seas insolente con ella, estando
orgullosa de esperar un hijo de su marido, que ella no le ha podido dar.
“Pórtate como sierva que eres”.
Pero
el ángel de Jehová le agrega: Multiplicaré tu descendencia al punto que no
podrá ser contada (v. 10). Y añade: He aquí has concebido un hijo y cuando lo des a luz le pondrás por hombre
Ismael (que quiere decir: Dios oye) porque Jehová ha oído tu aflicción (v. 11).
Estas
frases nos muestran que Dios está no sólo con los grandes de este mundo, con
los poderosos, sino también está con los pequeños, con los siervos, porque Él
no hace acepción de personas.
El
ángel de Jehová le profetiza a Agar que su hijo será un hombre fiero, que
estará contra todos y todos estarán contra él (v. 12). Me parece como si él iba
a heredar algo del carácter indómito de ella.
Cuando
el ángel –que no se había identificado- se fue de su presencia, ella le puso
por nombre: “Tú eres un Dios que ve.”
Y le puso por nombre al pozo: “Pozo del
Viviente que me ve.” (v.13,14)
Agar
pues, regresó donde su patrona y, en su momento, dio a luz un hijo al que puso
por nombre Ismael, según le había dicho el ángel (v. 15).
Catorce
años después Dios se acordó de la promesa que había hecho a Abraham y a Sara de
que tendrían un hijo (Gn 17:15,16), y ella, la que se creía estéril, concibió y
dio a luz a un hijo, al que pusieron por nombre Isaac. ¿Habrá algo imposible
para Dios? (Gn 21:1-3)
Cuando
llegó el día del destete de Isaac (a los dos o tres años), Abraham dio un
banquete para celebrarlo, pero Sara vio que Ismael se burlaba de su medio
hermano (v. 8,9), posiblemente de celos porque veía que su padre le daba una
importancia que a él nunca le había dado, siendo como él era hijo de la sierva.
Allí vemos cuántas tensiones, odios y resentimientos se originan a causa de la
poligamia y del concubinato, como ocurre con tanta frecuencia en nuestro país,
donde los hombres suelen tener hijos de varias mujeres.
Entonces
Sara le exigió a su marido que despidiera a su sierva y a su hijo, porque él no
heredaría con Isaac. Eso apesadumbró a Abraham, que mal que bien, quería a
Ismael y a su madre (v. 10,11), pero Dios le habló y le dijo que obedeciera a
la voz de su mujer “porque en Isaac te
será llamada descendencia.” (v. 12). A la vez le aseguró que del hijo de su
sierva haría también una gran nación, porque era hijo suyo. La promesa de Dios
de multiplicar su descendencia como las estrellas del cielo alcanzaba también
al hijo ilegítimo (v. 13).
Al
día siguiente Abraham le dio provisiones a Agar y un odre lleno de agua, y la
despidió junto con su hijo adolescente. Agar se fue por el desierto de
Beerseba, hasta que se le acabó el agua del odre. Entonces, conciente de que,
faltándoles el agua, eso sería su final, dejó al muchacho bajo un arbusto y se
alejó como un tiro de flecha, porque no quería ver morir a su hijo. Pero éste,
viéndose solo, empezó a llorar (v. 14-16). Y lo oyó Dios y su ángel llamó a
Agar preguntándole: “¿Qué tienes? No
temas; porque Dios ha oído la voz del muchacho. Levántate y sostenlo con tu mano, porque yo haré de él una gran nación”
(v. 17,18).
Entonces
Dios le abrió los ojos y vio una fuente de agua (¿Estaría la fuente allí
escondida, o la abriría Dios en ese momento?) y llenó el odre y dio de beber a
su hijo (v. 19).
La
historia concluye diciendo que Dios estaba con Ismael, que creció y habitó en
el desierto de Parán, y su madre le dio una mujer de la tierra de Egipto. Nada
extraño pues ella era de ese país (v. 20,21). (2)
Notemos
que Pablo, en un importante pasaje en Gálatas 4:21-31, usa a las dos mujeres, a
la esclava Agar y a la libre (Sara), como símbolo, la primera, del antiguo
pacto, y la segunda, del nuevo.
2. Dirijamos ahora nuestra atención a Jocabed,
la madre de Moisés. Muchos años después de muerto José, cuando ya su memoria se
había borrado, el faraón se inquieta al ver cómo crecía el pueblo hebreo en
medio de ellos. Al ver que las medidas que toma para frenar su crecimiento no
dan resultado, él ordena a las parteras de Israel que maten a los niños varones
de ese pueblo que nazcan, dejando con vida a las mujeres. Pero ellas, temiendo más
a Dios que al faraón, no obedecen esa orden impía. Entonces el faraón ordena
echar al río Nilo a todos los niños hebreos varones que nazcan, para que se
ahoguen (Ex 1:18-22).
Jocabed,
esposa de Amram, descendiente de Leví, desafió la orden del faraón cuando le
nació un hijo y lo mantuvo en vida oculto durante tres meses. Pero era imposible
que pudiera seguir haciéndolo más tiempo, porque el llanto del niño lo
delataría (2:1,2).
Entonces
concibió un plan confiando a su hijo a la Providencia divina. Puso al niño en
una canastilla de mimbre que había previamente calafateado para que fuera
impermeable y flotara en el agua, y la colocó en medio de los carrizales del
río, mientras su hermana escondida vigilaba lo que pasaba (v. 3,4).
Al
poco rato vino al río la hija del faraón para bañarse y, alertada por el llanto
de la criatura, descubrió la canastilla en medio de los carrizales. Ella se dio
cuenta de que era un hijo de los hebreos, pero viéndolo bello, se compadeció de
él y se propuso que viviera (v. 5,6).
En
eso apareció la hermana de Jocabed y le propuso a la princesa conseguirle una
nodriza hebrea para que criara al niño. Aceptada su propuesta, ni corta ni
perezosa la muchacha trajo a Jocabed, y la hija del faraón le encargó que lo
criara, asegurándole que le pagaría bien por ese servicio (v. 7-9). Así vemos
cómo la fe de Jocabed fue premiada porque no sólo conservó en vida a su hijo,
contra la orden del faraón, sino que le pagaron por hacer lo que ella de todos
modos, por puro amor y gratuitamente, habría hecho de buena gana.
“Y cuando el niño creció, ella lo trajo a la
hija de Faraón, la cual lo prohijó y le puso por nombre Moisés, diciendo:
Porque de las aguas lo saqué.” (Ex 2:10).
3. En el bello libro de Rut se encuentra la historia de Noemí.
Ella emigra con su marido Elimelec y sus dos hijos a la tierra de Moab, porque
hay hambre en Israel (Rt 1:1,2). Estando allá su marido muere (v. 3). Los dos
hijos de ambos se casan con muchachas moabitas, pero antes de que ellas puedan
darles hijos, ellos también mueren. Noemí se queda pues sin marido y sin hijos
(v. 4,5).
Ella
había querido huir del mal en Israel, pero el mal le dio alcance en Moab. Ella
reconoce que su desgracia viene de Dios: “la
mano de Jehová pesa contra mí.” (Rt 1:13).
Cuando
ella oye que hay de nuevo abundancia en Israel, decide regresar a su tierra, a
la ciudad de Belén de donde había salido (v. 6). Sus dos nueras, Orfa y Rut,
quieren acompañarla, pero ella se niega y les pide que se queden en Moab donde
ellas, siendo todavía jóvenes, pueden volver a casarse (v. 8-13). Orfa se deja
convencer y se queda, pero Rut está decidida a acompañarla (v. 14,15), y
pronuncia una de las frases más bellas de todo el Antiguo Testamento: “No me ruegues que te deje, y me aparte de
ti; porque adonde quiera que tú vayas, iré yo, y dondequiera que vivas, viviré.
Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios.” (v. 16). Ella debe haber
sentido que eso que la hacía amar tanto a su suegra tenía que ver con el Dios a
quien Noemí servía.
Cuando
ella regresó a Belén, toda la ciudad se conmovió diciendo: ¿No es ésta Noemí, a
quien habían visto partir con marido y con hijos? (v. 19). Pero ella respondió:
“No me llaméis Noemí (es decir,
agradable), sino llamadme Mara (esto
es, amarga), porque en grande amargura me
ha puesto el Todopoderoso.” (v. 20).
Entonces
sucede algo extraordinario, porque después de muchas peripecias, Rut,
sabiamente aconsejada por su suegra, se casa con Booz, un pariente de Noemí y
hombre rico del lugar, del que concibe y da a luz un hijo. Este niño, del cual
Noemí será el aya, será como un hijo para ella (4:13-16).
Al
tronco de la familia de Elimelec, que había sido cortado al morir él y sus
hijos sin descendencia, le nace indirectamente un renuevo, Obed, hijo de Booz y
de la moabita Rut (v. 17), y una mujer extranjera se introduce en el linaje del
cual, a través de su descendiente, el rey David, nacerá el Mesías (Véase Mt
1:5,6).
Notas: 1. Esta
idea de Sara no debe haber sido muy insólita en ese tiempo porque Raquel, la
esposa preferida de Jacob, al ver que no tenía hijos, le propone a su marido
que los tenga por medio de su sierva Bilha. Luego, cuando Lea deja de concebir,
imita su ejemplo y tiene dos hijos por medio de su sierva Zilpa (Gn 30:1-24).
2.
Más adelante, cuando Abraham muere es enterrado por sus dos hijos, Isaac e
Ismael (sin que se mencione a los varios hijos que Abraham tuvo de su concubina
Cetura, a los que él envió –sin duda bien provistos- lejos de donde vivía
Isaac, obviamente para que no se peleen con él. En el mismo pasaje se menciona
a los doce hijos que tuvo Ismael antes de morir a los 137 años. (Gn 25:7-18).
Se dice que de Ismael descienden los beduinos árabes, pueblo que vive en
tiendas en el desierto, fiero y celoso de su independencia, y que todavía
sobrevive.
Amado lector: Si tú no estás seguro
de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios por toda la
eternidad, es muy importante que adquieras esa
seguridad. Con ese fin yo te invito a pedirle perdón a Dios por tus
pecados haciendo la siguiente oración:
“Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por
todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque
te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo
ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento
sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy.
Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi
corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#778 (12.05.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José
Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel
4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).
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