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martes, 9 de agosto de 2016

MENSAJES A LAS SIETE IGLESIAS - A LAODICEA I

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
MENSAJES A LAS SIETE IGLESIAS XII
A LA IGLESIA DE LAODICEA I
Un Comentario de Apocalipsis 3:14-18



14. “Y escribe al ángel de la iglesia en Laodicea: He aquí el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios, dice esto:” (Nota 1)

En esta última epístola Jesús se presenta a sí mismo: “He aquí”, es decir, “Aquí estoy yo, el Amén”. Esta palabra es una transliteración de la palabra hebrea “Amén”, que quiere decir "firme", "confiable" y que se traduce a veces como “verdad” o en otros casos como “fidelidad”. (2)
Suele ser traducida a veces, como al final de una oración (el Padre Nuestro, por ejemplo), como “Así sea”. (3)
Jesús la usa con frecuencia al inicio de una declaración importante: “Amén, amén, os digo…” (Jn 3::3; Mr 8:12; Mt 13:17) “En verdad, en verdad os digo” (o “de cierto, de cierto…”). En otras palabras, lo que digo es verdad. Yo certifico que las cosas que digo son verdaderas. ¿Por qué puedo afirmarlo? Porque yo soy la verdad misma. (Jn 14:6) Y porque lo soy, yo soy en sentido absoluto el único “testigo fiel y verdadero” que existe. Por eso puedo llevar ese nombre. Yo soy el testigo fiel y verdadero de las cosas pasadas, de las cosas presentes y de las cosas futuras también, porque mi mirada se extiende sobre todas las edades y todos los tiempos, y todo es presente para mí. Yo estoy por encima y más allá del tiempo, porque yo habito en la eternidad. El tiempo es creación mía.
Todo lo que existe procede de mi boca, y sin mí nada existe, porque Yo era desde el principio”, y estaba junto con Dios antes de que nada existiera (Jn 1:1; Pr 8:22). Todo lo que existe surgió en obediencia a mi palabra que ordenaba que existiera. Tú mismo que lees estas líneas, vives porque yo te llamé a la existencia. Sin mí no serías nada, no existirías, tus padres no te habrían concebido. ¿Y tú te atreves a desafiarme? ¿Tú te atreves a negar que existo? Si me niegas a mí, niegas tu mismo ser, que de mí procede y depende.
La frase “el principio de la creación de Dios” fue usada por los arrianos del siglo IV (y la utilizan sus sucesores modernos, los Testigos de Jehová) para intentar negar que el Verbo fuera eterno, alegando que Él fue creado. Pero la palabra arjé (traducida por “principio”) quiere decir aquí “fuente” u “origen” de la creación: “Todas las cosas fueron hechas por Él” (Jn 1:3).
          Él está por encima de la creación. Él es el primero y el último, el Alfa y la Omega, el que todo lo comprende y abarca. Como dice Pablo: “Y un Señor Jesucristo, por medio del cual son todas las cosas, y nosotros por medio de Él,” (1Cor 8:6b). Hebreos lo pone en estos términos: “Porque era propio que Aquel por cuya causa son todas las cosas, y en quien todas las cosas subsisten…” (2:10). Si Él dejara de existir, todo desaparecería con Él.

15. “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente!”
¡Oh, qué reproche el que Jesús dirige al ángel de esa iglesia y con él a todos sus fieles! “No eres frío ni caliente”. No eres como el hielo en el que todo fervor se ha congelado y que parece sin vida, ni como el fuego que hace arder todo lo que toca. Ojalá fueras como lo uno o como lo otro. Es decir, ojalá te definieras y salieras de tu lánguida apatía. Ojalá despertaras y se llenaran tus venas de vida, porque pareciera que por las tuyas no circula sangre sino agua. Si fueras  frío, es decir, totalmente alejado de Dios, habría posibilidades de que te convirtieras a Él. Si fueras caliente, ardiendo en el amor de Dios, te encaminarías derecho al cielo, donde te espera el abrazo de Jesús. Pero tu indiferencia hacia las cosas de Dios es la peor actitud de todas, porque equivale al desprecio. De ahí la condena que sigue:

16. “Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.”
Así como el agua tibia provoca el vómito, yo te vomitaré a causa de tu tibieza. El Señor te escupe con asco y te rechaza porque no soporta tu maligna tibieza y tu hipocresía con la que aparentas ser lo que no eres, y que quieras estar bien con Dios y con el diablo. ¡Qué terrible es que el Señor le diga a alguien que pretende ser suyo: Te vomitaré de mi boca! No quiere verte ni saber nada contigo.
El Señor Jesús tuvo palabras muy fuertes contra los fariseos a causa de su hipocresía. Pero aquí tenemos un reproche aun mayor, porque los fariseos no eran sus discípulos, no le pertenecían. En cambio, éstos de Laodicea eran cristianos, pertenecían al cuerpo de Cristo, pero eran indignos de estar en Él, no por sus pecados,  sino por su pasividad. No porque toleraran a una Jezabel en su seno, no porque tolerara maestros de falsas doctrinas entre ellos, sino por su tibieza.
El Señor no tolera la tibieza, no tolera las medias tintas, no tolera la mediocridad. Él quiere que los que lo siguen se esfuercen y den lo máximo de sí, porque cuando nosotros damos lo máximo de nosotros mismos, el Señor añade más y colma la medida. Pero si no damos nada de nosotros mismos, cerramos la puerta a la gracia.
En la vida del espíritu no es posible permanecer en el mismo lugar, se ha observado muchas veces. Si no avanzas, retrocedes. Si no nadas contra la corriente, la corriente te arrastra. Y aún lo poco que tienes, lo perderás, como el siervo infiel que no sacó provecho del único  talento que tenía. (Mt 25:24-30).
El peligro de la tibieza consiste, entre otras cosas, en que no es consciente de lo que le falta y necesita adquirir. Se cree suficiente y cree tener asegurado un lugar en el cielo, y no se da cuenta de que está a punto de perderlo todo.
En el reproche de la tibieza parece haber una alusión a las aguas calientes que brotaban de las fuentes de la cercana Hierópolis, al otro lado del valle, frente a Laodicea y que, al correr por la meseta, se volvían tibias. Sabemos que el agua tibia provoca náusea. Eso es lo que el Señor siente por el tibio. ¡Ojalá que nunca le causemos nosotros esa sensación al Señor! ¡Ojalá que nunca le provoquemos náuseas!

17. “Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo.”
Más allá del significado que estas duras palabras de reproche tenían para sus destinatarios cuando fueron proferidas, este mensaje se dirige a los ricos de todos los tiempos, a todos aquellos que fundan su seguridad en su riqueza, y que más allá de eso, se enaltecen a causa de la fortuna que han acumulado. “Yo soy rico” se jactan, “y me he enriquecido”, es decir, yo he amontonado dinero gracias a mis esfuerzos, y por ello, cuento con todo lo necesario para vivir a mis anchas y me basto a mí mismo. Como dice un proverbio: “Las riquezas del rico son su ciudad fortificada, y como un muro alto en su imaginación.” (18:11). Pero él ignora cuándo van a pedir su alma y lo que ha acumulado ¿para quién será? (Lc 12:20).
Por eso Jesús contesta: Tú no sabes cuán miserable eres y cuán pobre. Tienes riquezas, pero eso es todo lo que tienes. Eres un desventurado, y estás ciego y desnudo, porque no te das cuenta de que lo que has acumulado son carbones para atizar el fuego del infierno al cual vas a ir, y donde vas a pagar por todo el sufrimiento que causaste a otros en el proceso de hacerte rico; por todos los abusos, por toda la explotación, por todo el engaño y la usura que usaste como instrumento para enriquecerte.
En realidad eres pobre en la gracia de Dios, pobre en amor no sólo divino sino humano, porque si bien hay muchos que te temen o te envidian, no tienes uno solo que te ame de verdad. Y si te muestran aprecio y si te halagan no es por ti, sino por tu dinero. Es un cariño interesado.
El dinero –se ha dicho con razón- puede comprar caricias, pero no puede comprar amor. Tampoco puede comprar el favor de Dios, a menos que se use para calmar el hambre de los pobres.
Naturalmente puede decirse que este versículo de la carta a Laodicea no se refiere a la riqueza material, sino a la supuesta riqueza espiritual que esa iglesia se jactaba de poseer. Pero ¿cómo se compagina la riqueza espiritual con la tibieza? Imposible. La riqueza espiritual destruye la tibieza con su fervor, así como la tibieza apaga toda riqueza espiritual. Las palabras de Jesús tomadas en ese sentido son plenamente justificadas. El que es tibio se ha empobrecido en sentido espiritual, y está cubierto de harapos que dejan ver su desnudez. Vale la pena notar que, contrariamente a los griegos que se exhibían desnudos, para los judíos la desnudez era una vergüenza que los hacía correr para esconderse, como ocurrió con Adán cuando descubrió que estaba desnudo. (Gn 3:10). (4)

18. “Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas.”
Como consecuencia Jesús exhorta a los de Laodicea a “comprar de mí”. Como esta iglesia se jacta de su riqueza con la que pueden adquirir todo lo que desean, les aconseja que “compren” –usando un lenguaje que corresponde a su jactancia- es decir, que adquieran de Él, que es la fuente de toda riqueza, tres cosas que tienen un valor eterno, y no pasajero como las riquezas materiales que poseen.
Son tres cosas que sólo Él puede dar al hombre. La primera es el oro de la fe, que es el inicio de la vida cristiana que asegura la entrada al cielo, el cual es bueno que haya sido refinado por el fuego de las pruebas para que sea perseverante (1P 1:7; 4:12,13). Lo segundo es la pureza del alma sin la cual nadie verá a Dios (Mt 5:8), ni puede permanecer en su presencia (Véase la parábola del Banquete de Bodas, Mt 22:11-13). El que no lleva puestas esas vestiduras, es decir, el que no se ha purificado por el arrepentimiento de sus pecados, deja ver a todos la inmundicia que mancha su alma. Su lugar no es el cielo, sino el fuego del infierno.
Por último, puesto que Jesús en el versículo anterior le ha reprochado su ceguera para las cosas que realmente tienen valor, le aconseja que compre colirio, es decir, gotas para los ojos que remuevan las escamas que entorpecen su visión, y pueda ver por fin realmente lo que constituye el tesoro escondido que deben buscar (Mt 13:44).
En estas palabras puede haber una alusión al renombrado “polvo frigio” que los médicos de la ciudad usaban para curar a los afligidos por enfermedades de los ojos físicos.
Hay también una sutil ironía en la exhortación hecha a los que se creen ricos, de comprar aquellos bienes que con ninguna riqueza material pueden adquirirse, como advierte Isaías en un conocido pasaje: “A los que no tienen dinero venid, comprad sin dinero y sin precio vino y leche..” (Is 55:1). El vino y la leche espiritual que nutren y regocijan el alma se adquieren acercándose a Dios, y no hay riqueza material que los pueda comprar. 

Notas: 1. La antigua ciudad de Diospolis (ciudad de Zeus) fue fortificada a mediados del siglo III AC por el rey seléucida Antígono II, quien le dio el nombre de Laodicea, en honor de su esposa Laodice. (El nombre de la ciudad viene de laos, pueblo, y diké, justicia o juicio) Según Josefo el rey Antíoco III, el Grande (223-187 AC) trajo de la región babilónica a unas dos mil familias judías, y las estableció en Lidia y Frigia. Ellas contribuyeron a la prosperidad de la región pero, según Cicerón, los judíos de Asia Menor estaban prohibidos de enviar dinero a Jerusalén, como era su costumbre, para el sostenimiento del templo. (Esa numerosa colonia judía fue más tarde la base de la fuerte implantación del cristianismo en la ciudad) Laodicea fue conquistada por los romanos el año 133 AC, quienes reconstruyeron los antiguos caminos que convergían en la ciudad. Estaba situada en una planicie sobre el valle del río Licos. Su situación estratégica la convirtió en un próspero centro comercial y bancario. Cuando fue destruida por un terremoto el año 60 DC, pudo reconstruirse sin apelar a la ayuda romana.
Se hallaba no muy lejos de Hierópolis, famosa por sus aguas termales, que llegaban ya tibias a Laodicea (lo que puede explicar la referencia a la tibieza de los creyentes de la ciudad); y cerca también de Colosas, cuyas aguas eran, por el contrario, frías.
En la ciudad se fabricaba el “polvo frigio”, que era usado para tratar enfermedades oftálmicas. La mención del colirio para ungir los ojos puede ser una alusión velada a ese producto. Se distinguía por la fabricación de tejidos de lana negra brillante, lo que puede estar detrás de la alusión a las “vestiduras blancas” que la carta aconseja comprar a los creyentes.
Es probable que la iglesia de la ciudad fuera fundada por Epafras, o algún otro discípulo de Pablo, que no había llegado a visitarla antes de su primera prisión (Col 2:1), aunque tenía una gran preocupación por los creyentes de esa ciudad, a los cuales había escrito una carta que, lamentablemente, se ha perdido (4:12,16).
Si Jesús le reprocha a esta iglesia su tibieza y autocomplacencia, pronto se convertirá en uno de los obispados más distinguidos de la región. Su obispo Sagaris fue martirizado el año 166, y un sucesor suyo participó en el Concilio de Nicea (325 DC). El año 367 tuvo lugar en la ciudad un concilio que se opuso vigorosamente a la herejía montanista. La ciudad fue capturada por los turcos en el siglo XI, pero fue reconquistada por los bizantinos el año 1119. Formó parte del reino latino a raíz de la 4ta. Cruzada, pero fue tomada por el tártaro Tamerlán en 1402, para caer finalmente en manos del Imperio Otomano. Sobre su emplazamiento se hallan las ruinas de Eski Hisar (antiguo castillo).
2. En Isaías 65:16 leemos: “El que sea bendecido en la tierra, en el Dios Amén será bendecido…”, esto es “en el Dios de verdad”. Su uso es también ocasional en los salmos como respuesta de la congregación a la exhortación de alabar a Dios (Sal 41: 13; 72:19; 89:52). En medios evangélicos se usa como señal de asentimiento a las palabras del predicador.
3. En ese sentido lo emplea también Jeremías: “Respondí: Amén, oh Jehová”. Es decir, “Así sea, Señor”, (11:5).
4. Para los hebreos y otros pueblos orientales de la antigüedad, era una vergüenza estar desnudo. Hacer desfilar desnudos a sus enemigos prisioneros era una forma muy usada de humillarlos (1Sm 19:24; 2Sm 10:4; Is 20:2,4).




Amado lector: Jesús dijo: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, yo te animo a adquirir esa seguridad porque de ella depende tu destino eterno. Con ese fin te exhorto a arrepentirte de tus pecados, y te invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo una sencilla oración:

   “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”


#908 (03.01.16). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

viernes, 26 de octubre de 2012

LA CAÍDA Y RESTAURACIÓN DE PEDRO I


Por José Belaunde M.
LA CAÍDA Y RESTAURACIÓN DE PEDRO I
En cierta medida este episodio del Evangelio refleja un rasgo de nuestra vida y de nuestro carácter, porque todos nosotros le hemos fallado alguna vez al Señor y Él nos ha restaurado.
La noche de la Última Cena, después de haberles lavado los pies a sus discípulos, Jesús anunció que Pedro le iba a negar tres veces antes de que cantara el gallo. Esta predicción se halla en los cuatro evangelios.
Leámoslo en el de Mateo: “Entonces Jesús les dijo: Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche; porque escrito está: Heriré al pastor, y las ovejas serán dispersadas (cf Zc 13:7). Pero después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea. Respondiendo Pedro, le dijo: Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré. Jesús le dijo: De cierto te digo que esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces. Pedro le dijo: Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré. Y todos los discípulos dijeron lo mismo.” (26:31-35).
¡Nunca te negaré! ¡Qué valiente eres Pedro! ¡Y qué valientes también los demás!
Pero el evangelio de Lucas añade una frase que no figura en los otros evangelios, y que es muy singular. Dice  Jesús: "Simón, Simón… Yo he rogado por ti, porque tu fe no falte." (Lc 22:32).
Fíjense en que Jesús dice que ha orado no porque Pedro no caiga, sino porque su fe no falte; esto es, que no falle, que no cese, que no desfallezca; que es como si dijera: No me importa que caigas, con tal de que no pierdas tu fe. A Jesús no le importa que Pedro caiga, no le importa que peque (o le importa menos), con tal de que no pierda la fe.
Es que lo peor que le puede suceder a un discípulo de Cristo, lo peor que le puede suceder a un cristiano, a uno de nosotros, no es que peque, sino que pierda la fe, porque mientras haya fe en el hombre, hay esperanza; pero cuando el cristiano pierde la fe, todo está perdido para él.
El cristiano puede pecar una y mil veces, porque esa debilidad está en su naturaleza, en su carne, pero es mucho peor que pierda la fe. No estoy con ello excusando el pecado, sino reconociendo que puede ocurrir que peque.
Pero mientras mantenga su fe a pesar del pecado, podrá arrepentirse, podrá levantarse y ser perdonado, ya que el arrepentimiento está condicionado por la fe, unido a la fe.
¿Quién de nosotros puede decir que nunca ha pecado? Nadie. Pero nos hemos arrepentido y, al arrepentirnos, Dios nos ha perdonado. ¿Cuántas veces ha ocurrido eso? Por lo menos setenta veces siete. ¿Y por qué nos hemos arrepentido? Porque mantuvimos la fe. Si hubiéramos perdido la fe, no nos hubiéramos arrepentido, sino que hubiéramos permanecido en el pecado.
Eso es lo que ha pasado con muchísimos hombres y mujeres en la historia, que perdieron la fe que una vez tuvieron, y no se arrepintieron de sus pecados, y no fueron perdonados. ¡Cuál habrá sido su destino! (Nota)
Porque cuando el hombre pierde la fe, su conciencia se endurece, se acostumbra al pecado, se siente a gusto en él, y ya no le interesa dejarlo.
Eso le pasa a mucha gente en el mundo que de niño, o de joven, recibió la palabra, y tuvo conocimiento de Jesús y de su obra redentora; porque preguntémonos: ¿Qué persona en el Perú, por ejemplo, no ha escuchado hablar de Jesús y de la cruz? Nadie. Pero luego, atraídos por los halagos del mundo, se apartaron de la fe. ¿Y quién sabe si nunca retornaron a ella?
Mientras permanezca la fe, tendrá encendida una luz en su alma. Aunque sea débilmente, ese hombre tendrá conciencia de que está lejos de Dios y deseará acercarse a Él.
Pero ¿cómo podrá querer acercarse a alguien en quien ya no cree? ¿O de cuyo testimonio duda? Por eso dice la Escritura en varios pasajes: "El justo vivirá por la fe." (Rm 1:17; cf Hab 2:4). La fe es la espina dorsal de la vida espiritual del hombre. Más aún, es su ancla de salvación.
¿Quién es el justo en esa frase? ¿Quiénes son los justos ahí? Nosotros los cristianos que tratamos de vivir de acuerdo a su palabra. Podemos caer muchas veces, pero a pesar de todo, vivimos por la fe.
Y por esto también añade Jesús a Pedro: "Y tú, cuando seas vuelto..." esto es, cuando te hayas arrepentido..."confirma a tus hermanos." ¿Confirmarlos en qué? Pues también en la fe. Ésa va a ser, entre otras, la misión de Pedro.
A Jesús le interesa que Pedro no pierda la fe -como la pierden muchos cuando sufren persecución- porque si no la pierde, podrá levantarse y podrá confortar a sus hermanos, a los otros discípulos, sus colegas, y asumir el rol para el cual Él lo había separado cuando le cambió el nombre de Simón por el de Pedro (Mt 16:13-18).
Jesús no oró porque Pedro no caiga, porque, en cierto sentido, era necesario que Pedro cayera. Era necesario que Pedro dejara de confiar en sí mismo, como cuando dijo: Nunca te negaré.
Era necesario que tomara conciencia de su debilidad.
Es necesario que nosotros también tomemos conciencia de que somos seres humanos débiles, pero que podemos ser restaurados si caemos. Pero el que persiste en creerse fuerte, difícilmente admitirá que ha caído.
Pero fíjense, no es que Pedro no amara a Jesús. Sí lo amaba. No es que no creyera en Él. Sí creía. Pero hombre mortal, al fin, tenía miedo de sufrir, de ser tomado preso, de ser torturado; de ser, quizá, condenado a muerte junto con su Maestro.
¿Tienes tú miedo de sufrir? Yo sí tengo miedo.
A Dios gracias nosotros vivimos en un país en el que no se persigue a los cristianos. ¿Pero cuántos de nosotros le negaríamos si nos amenazaran con torturarnos?
Sin embargo, inconsciente de su debilidad, Pedro se jacta: Estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y, si es necesario, hasta la muerte. Él está seguro de sí mismo, de su fortaleza, de su coraje.
Así somos también nosotros. Confiamos en nosotros mismos. ¡Ah, sí! Somos capaces de afrontarlo todo para seguir a Cristo, nada nos hará retroceder.
Yo no sería capaz de pecar como lo ha hecho ése. Yo soy fuerte.
Dios quiere que perdamos esa autosuficiencia, pues en la lucha con las tinieblas nuestras propias fuerzas no nos sirven para nada.
Sólo Cristo puede sostenernos y darnos la victoria, y Él sólo puede hacerlo cuando dejamos de confiar en nosotros mismos.
Por eso Pablo escribió: “El que piensa estar firme, mire que no caiga.” (1Cor 10:12)

¿Cómo negó Pedro a Jesús? Leámoslo nuevamente en Mateo:
“Pedro estaba afuera en el patio y se le acercó una criada diciendo: tú también estabas con Jesús el galileo.”
Pedro contesta delante de todos: “No sé lo que dices.” (26:69,70). Su primera respuesta es suave, como quien se quiere desembarazar de una pregunta incómoda.
“Saliendo él a la puerta le vio otra, y dijo a los que estaban allí: También éste estaba con Jesús el nazareno. Pero él negó otra vez con juramento: No conozco al hombre.” (v. 71,72).
Ahora Pedro niega con juramento. Se siente acosado. Tiene miedo.
Es el momento de confesar a Jesús, pero él lo niega. Él le juró a Jesús que nunca le negaría, pero ahora dice: “No conozco a este hombre”.

¡Pedro, si acabas de estar con Él! ¡Has compartido la mesa con Él! ¡Has pasado tres años en su compañía! ¡Aseguraste que irías hasta la muerte por Él!
¡Pedro! ¿Qué pasó? ¿Te temblaron las rodillas?
Un poco después, acercándose los que por ahí estaban, dijeron a Pedro: Verdaderamente tú eres uno de ellos, porque aun tu manera de hablar te descubre (es decir, tu acento galileo). Entonces él comenzó a maldecir y a jurar: No conozco al hombre.” (v. 73,74ª)
Ahora son varios los que le increpan. Se acuerdan de que lo han visto con Jesús. Pero él ahora maldice y jura. Niega conocer a Jesús. Está desesperado. Teme que lo acusen de ser cómplice suyo. Entra en pánico.
¿No nos ha pasado eso a nosotros cuando nos preguntan: Eres cristiano? ¿Y respondemos balbuceando: Este…sí, más o menos… Pero no soy un fanático?
La mentira lleva a Pedro a jurar en falso, y el jurar en falso lo lleva a maldecir.
¿Y qué sigue diciendo la Escritura?
“Y enseguida cantó el gallo.” (74b), tal como Jesús había anunciado.
“Entonces Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había dicho: Antes que cante el gallo, me negarás tres veces. Y saliendo afuera lloró amargamente.” (v. 75).
Pedro se acuerda de lo que Jesús le había dicho.
Lucas dice que en ese momento Jesús, que pasaba por arriba, miró a Pedro (Lc 22:61).
Eso lo afectó más que el canto del gallo.
Lucas acota como Mateo: “Y Pedro, saliendo afuera, lloró amargamente.” (v. 62) Se dolió muchísimo y se arrepintió.

Pero, fíjense, no reparó su traición. No fue a decirles a los que le habían cuestionado: Sí, yo he estado con Él cuando lo apresaron. Yo soy uno de sus discípulos. Él es mi Maestro. Arréstenme si quieren. Estoy dispuesto a morir con Él.
No dijo eso. No estaba realmente dispuesto a arriesgar su vida por Jesús.
¿Cómo Pedro? ¿Así amas a tu Maestro?
Pero ¿quién podría hacerle a Pedro un reproche por ser un cobarde? ¿Estamos nosotros dispuestos a ir hasta la muerte por Jesús? ¿A abandonar nuestras comodidades, nuestra seguridad? ¿No hay en nosotros mucho de Pedro? Tal vez alguna vez le hemos negado y después nos hemos arrepentido.
Nosotros como cristianos nos vemos con frecuencia envueltos en un conflicto. Vivimos en el mundo pero no somos del mundo, como dijo Jesús (Jn 17:14,16), y nuestra actitud en el mundo, y la que mantenemos en el reino de Dios son por necesidad opuestas. Porque la vida en el espíritu es muy diferente de la vida en el mundo.
Para nuestras actividades en el mundo, para nuestro trabajo, para nuestros estudios y nuestras ocupaciones en general, necesitamos confiar en nosotros mismos.
¿Quién podría ir a solicitar trabajo y decir: No, yo no puedo hacer mucho, casi nada. Lo mirarían con desprecio. A dondequiera que uno vaya tiene que mostrarse confiado y seguro de sí mismo.
Y tiene que mostrarlo para que crean en uno. De lo contrario no podríamos realizar nuestras tareas con éxito, ni ganar la confianza de otros. Pero frente a Dios y en las cosas del espíritu necesitamos despojarnos de toda seguridad en nosotros mismos, para confiar exclusivamente en Él. (Continuará)

Nota. Hay una corriente teológica, que procede de Calvino, que afirma que es imposible que el hombre que creyó una vez pueda perder la fe y, por consiguiente, perderse. Pero lo experiencia humana nos muestra lo contrario.
NB. Este artículo y su continuación están basados en la transcripción de una enseñanza dada recientemente en el Ministerio de la “Edad de Oro”, la cual, a su vez, estaba basada en un artículo publicado en abril del 2004.
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Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#749 (21.10.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).