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viernes, 26 de octubre de 2012

LA CAÍDA Y RESTAURACIÓN DE PEDRO I


Por José Belaunde M.
LA CAÍDA Y RESTAURACIÓN DE PEDRO I
En cierta medida este episodio del Evangelio refleja un rasgo de nuestra vida y de nuestro carácter, porque todos nosotros le hemos fallado alguna vez al Señor y Él nos ha restaurado.
La noche de la Última Cena, después de haberles lavado los pies a sus discípulos, Jesús anunció que Pedro le iba a negar tres veces antes de que cantara el gallo. Esta predicción se halla en los cuatro evangelios.
Leámoslo en el de Mateo: “Entonces Jesús les dijo: Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche; porque escrito está: Heriré al pastor, y las ovejas serán dispersadas (cf Zc 13:7). Pero después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea. Respondiendo Pedro, le dijo: Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré. Jesús le dijo: De cierto te digo que esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces. Pedro le dijo: Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré. Y todos los discípulos dijeron lo mismo.” (26:31-35).
¡Nunca te negaré! ¡Qué valiente eres Pedro! ¡Y qué valientes también los demás!
Pero el evangelio de Lucas añade una frase que no figura en los otros evangelios, y que es muy singular. Dice  Jesús: "Simón, Simón… Yo he rogado por ti, porque tu fe no falte." (Lc 22:32).
Fíjense en que Jesús dice que ha orado no porque Pedro no caiga, sino porque su fe no falte; esto es, que no falle, que no cese, que no desfallezca; que es como si dijera: No me importa que caigas, con tal de que no pierdas tu fe. A Jesús no le importa que Pedro caiga, no le importa que peque (o le importa menos), con tal de que no pierda la fe.
Es que lo peor que le puede suceder a un discípulo de Cristo, lo peor que le puede suceder a un cristiano, a uno de nosotros, no es que peque, sino que pierda la fe, porque mientras haya fe en el hombre, hay esperanza; pero cuando el cristiano pierde la fe, todo está perdido para él.
El cristiano puede pecar una y mil veces, porque esa debilidad está en su naturaleza, en su carne, pero es mucho peor que pierda la fe. No estoy con ello excusando el pecado, sino reconociendo que puede ocurrir que peque.
Pero mientras mantenga su fe a pesar del pecado, podrá arrepentirse, podrá levantarse y ser perdonado, ya que el arrepentimiento está condicionado por la fe, unido a la fe.
¿Quién de nosotros puede decir que nunca ha pecado? Nadie. Pero nos hemos arrepentido y, al arrepentirnos, Dios nos ha perdonado. ¿Cuántas veces ha ocurrido eso? Por lo menos setenta veces siete. ¿Y por qué nos hemos arrepentido? Porque mantuvimos la fe. Si hubiéramos perdido la fe, no nos hubiéramos arrepentido, sino que hubiéramos permanecido en el pecado.
Eso es lo que ha pasado con muchísimos hombres y mujeres en la historia, que perdieron la fe que una vez tuvieron, y no se arrepintieron de sus pecados, y no fueron perdonados. ¡Cuál habrá sido su destino! (Nota)
Porque cuando el hombre pierde la fe, su conciencia se endurece, se acostumbra al pecado, se siente a gusto en él, y ya no le interesa dejarlo.
Eso le pasa a mucha gente en el mundo que de niño, o de joven, recibió la palabra, y tuvo conocimiento de Jesús y de su obra redentora; porque preguntémonos: ¿Qué persona en el Perú, por ejemplo, no ha escuchado hablar de Jesús y de la cruz? Nadie. Pero luego, atraídos por los halagos del mundo, se apartaron de la fe. ¿Y quién sabe si nunca retornaron a ella?
Mientras permanezca la fe, tendrá encendida una luz en su alma. Aunque sea débilmente, ese hombre tendrá conciencia de que está lejos de Dios y deseará acercarse a Él.
Pero ¿cómo podrá querer acercarse a alguien en quien ya no cree? ¿O de cuyo testimonio duda? Por eso dice la Escritura en varios pasajes: "El justo vivirá por la fe." (Rm 1:17; cf Hab 2:4). La fe es la espina dorsal de la vida espiritual del hombre. Más aún, es su ancla de salvación.
¿Quién es el justo en esa frase? ¿Quiénes son los justos ahí? Nosotros los cristianos que tratamos de vivir de acuerdo a su palabra. Podemos caer muchas veces, pero a pesar de todo, vivimos por la fe.
Y por esto también añade Jesús a Pedro: "Y tú, cuando seas vuelto..." esto es, cuando te hayas arrepentido..."confirma a tus hermanos." ¿Confirmarlos en qué? Pues también en la fe. Ésa va a ser, entre otras, la misión de Pedro.
A Jesús le interesa que Pedro no pierda la fe -como la pierden muchos cuando sufren persecución- porque si no la pierde, podrá levantarse y podrá confortar a sus hermanos, a los otros discípulos, sus colegas, y asumir el rol para el cual Él lo había separado cuando le cambió el nombre de Simón por el de Pedro (Mt 16:13-18).
Jesús no oró porque Pedro no caiga, porque, en cierto sentido, era necesario que Pedro cayera. Era necesario que Pedro dejara de confiar en sí mismo, como cuando dijo: Nunca te negaré.
Era necesario que tomara conciencia de su debilidad.
Es necesario que nosotros también tomemos conciencia de que somos seres humanos débiles, pero que podemos ser restaurados si caemos. Pero el que persiste en creerse fuerte, difícilmente admitirá que ha caído.
Pero fíjense, no es que Pedro no amara a Jesús. Sí lo amaba. No es que no creyera en Él. Sí creía. Pero hombre mortal, al fin, tenía miedo de sufrir, de ser tomado preso, de ser torturado; de ser, quizá, condenado a muerte junto con su Maestro.
¿Tienes tú miedo de sufrir? Yo sí tengo miedo.
A Dios gracias nosotros vivimos en un país en el que no se persigue a los cristianos. ¿Pero cuántos de nosotros le negaríamos si nos amenazaran con torturarnos?
Sin embargo, inconsciente de su debilidad, Pedro se jacta: Estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y, si es necesario, hasta la muerte. Él está seguro de sí mismo, de su fortaleza, de su coraje.
Así somos también nosotros. Confiamos en nosotros mismos. ¡Ah, sí! Somos capaces de afrontarlo todo para seguir a Cristo, nada nos hará retroceder.
Yo no sería capaz de pecar como lo ha hecho ése. Yo soy fuerte.
Dios quiere que perdamos esa autosuficiencia, pues en la lucha con las tinieblas nuestras propias fuerzas no nos sirven para nada.
Sólo Cristo puede sostenernos y darnos la victoria, y Él sólo puede hacerlo cuando dejamos de confiar en nosotros mismos.
Por eso Pablo escribió: “El que piensa estar firme, mire que no caiga.” (1Cor 10:12)

¿Cómo negó Pedro a Jesús? Leámoslo nuevamente en Mateo:
“Pedro estaba afuera en el patio y se le acercó una criada diciendo: tú también estabas con Jesús el galileo.”
Pedro contesta delante de todos: “No sé lo que dices.” (26:69,70). Su primera respuesta es suave, como quien se quiere desembarazar de una pregunta incómoda.
“Saliendo él a la puerta le vio otra, y dijo a los que estaban allí: También éste estaba con Jesús el nazareno. Pero él negó otra vez con juramento: No conozco al hombre.” (v. 71,72).
Ahora Pedro niega con juramento. Se siente acosado. Tiene miedo.
Es el momento de confesar a Jesús, pero él lo niega. Él le juró a Jesús que nunca le negaría, pero ahora dice: “No conozco a este hombre”.

¡Pedro, si acabas de estar con Él! ¡Has compartido la mesa con Él! ¡Has pasado tres años en su compañía! ¡Aseguraste que irías hasta la muerte por Él!
¡Pedro! ¿Qué pasó? ¿Te temblaron las rodillas?
Un poco después, acercándose los que por ahí estaban, dijeron a Pedro: Verdaderamente tú eres uno de ellos, porque aun tu manera de hablar te descubre (es decir, tu acento galileo). Entonces él comenzó a maldecir y a jurar: No conozco al hombre.” (v. 73,74ª)
Ahora son varios los que le increpan. Se acuerdan de que lo han visto con Jesús. Pero él ahora maldice y jura. Niega conocer a Jesús. Está desesperado. Teme que lo acusen de ser cómplice suyo. Entra en pánico.
¿No nos ha pasado eso a nosotros cuando nos preguntan: Eres cristiano? ¿Y respondemos balbuceando: Este…sí, más o menos… Pero no soy un fanático?
La mentira lleva a Pedro a jurar en falso, y el jurar en falso lo lleva a maldecir.
¿Y qué sigue diciendo la Escritura?
“Y enseguida cantó el gallo.” (74b), tal como Jesús había anunciado.
“Entonces Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había dicho: Antes que cante el gallo, me negarás tres veces. Y saliendo afuera lloró amargamente.” (v. 75).
Pedro se acuerda de lo que Jesús le había dicho.
Lucas dice que en ese momento Jesús, que pasaba por arriba, miró a Pedro (Lc 22:61).
Eso lo afectó más que el canto del gallo.
Lucas acota como Mateo: “Y Pedro, saliendo afuera, lloró amargamente.” (v. 62) Se dolió muchísimo y se arrepintió.

Pero, fíjense, no reparó su traición. No fue a decirles a los que le habían cuestionado: Sí, yo he estado con Él cuando lo apresaron. Yo soy uno de sus discípulos. Él es mi Maestro. Arréstenme si quieren. Estoy dispuesto a morir con Él.
No dijo eso. No estaba realmente dispuesto a arriesgar su vida por Jesús.
¿Cómo Pedro? ¿Así amas a tu Maestro?
Pero ¿quién podría hacerle a Pedro un reproche por ser un cobarde? ¿Estamos nosotros dispuestos a ir hasta la muerte por Jesús? ¿A abandonar nuestras comodidades, nuestra seguridad? ¿No hay en nosotros mucho de Pedro? Tal vez alguna vez le hemos negado y después nos hemos arrepentido.
Nosotros como cristianos nos vemos con frecuencia envueltos en un conflicto. Vivimos en el mundo pero no somos del mundo, como dijo Jesús (Jn 17:14,16), y nuestra actitud en el mundo, y la que mantenemos en el reino de Dios son por necesidad opuestas. Porque la vida en el espíritu es muy diferente de la vida en el mundo.
Para nuestras actividades en el mundo, para nuestro trabajo, para nuestros estudios y nuestras ocupaciones en general, necesitamos confiar en nosotros mismos.
¿Quién podría ir a solicitar trabajo y decir: No, yo no puedo hacer mucho, casi nada. Lo mirarían con desprecio. A dondequiera que uno vaya tiene que mostrarse confiado y seguro de sí mismo.
Y tiene que mostrarlo para que crean en uno. De lo contrario no podríamos realizar nuestras tareas con éxito, ni ganar la confianza de otros. Pero frente a Dios y en las cosas del espíritu necesitamos despojarnos de toda seguridad en nosotros mismos, para confiar exclusivamente en Él. (Continuará)

Nota. Hay una corriente teológica, que procede de Calvino, que afirma que es imposible que el hombre que creyó una vez pueda perder la fe y, por consiguiente, perderse. Pero lo experiencia humana nos muestra lo contrario.
NB. Este artículo y su continuación están basados en la transcripción de una enseñanza dada recientemente en el Ministerio de la “Edad de Oro”, la cual, a su vez, estaba basada en un artículo publicado en abril del 2004.
ANUNCIO: YA ESTÁ A LA VENTA EN LAS LIBRERÍAS CRISTIANAS Y EN LAS IGLESIAS MI LIBRO “MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO” (Vol 1) INFORMES: EDITORES VERDAD & PRESENCIA. AV. PETIT THOUARS 1191, SANTA BEATRIZ, LIMA. TEL. 4712178.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#749 (21.10.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

viernes, 1 de junio de 2012

LA LIBERACIÓN DE PEDRO


Por José Belaunde M.
El libro de los Hechos nos narra en su capítulo 12 (del vers. 1 al 19) cómo Pedro fue liberado de la cárcel por medio de la intervención de un ángel. Más allá de su interés histórico ese episodio encierra un significado espiritual muy instructivo que vamos a examinar en las próximas líneas.
Ese capítulo cuenta cómo el rey Herodes --no el Herodes que quiso matar al niño Jesús y ordenó la matanza de los niños de Belén; ni su hijo, Arquelao, que gobernaba cuando nació Jesús; ni tampoco su otro hijo, Herodes Antipas, que reinaba cuando Jesús fue crucificado; sino Herodes Agripa, nieto del primero y sobrino de los segundos, que tuvo un final terrible, narrado a continuación del episodio que nos ocupa (Hch 12:20-23). Este Herodes pues, cuarto en la línea de los reyes de Judea que llevan ese nombre, para congraciarse las simpatías de las autoridades judías, ordenó matar a Santiago, o Jacobo, no el hermano del Señor sino hermano del apóstol Juan, llamado Boanerges (Mr 3:17), uno de los hijos del trueno (Nota 1).
Dado el buen resultado que obtuvo con ese martirio a los ojos de parte del pueblo, Herodes quiso hacer lo mismo con el apóstol Pedro. Para ello ordenó meterlo en prisión y tenerlo fuertemente custodiado, para que no se escape (2). Entretanto la Iglesia de Jerusalén, afligida, oraba por él.
El texto sagrado dice así: "Aquella misma noche estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, sujeto con dos cadenas, y los guardias delante de la puerta custodiaban la cárcel. Y he aquí que se presentó un ángel del Señor y una luz resplandeció en la celda; y tocando a Pedro en el costado, le despertó diciendo: 'Levántate pronto'. Y las cadenas se le cayeron de las manos." (Hch 12:6,7).
Si miramos más allá del significado literal, histórico, del relato a lo que los hechos y personajes representan  simbólicamente, podemos ver que Pedro es aquí figura del hombre que vive alejado de Dios, prisionero de la carne y de los atractivos del mundo, que está ciego espiritualmente, teniendo el entendimiento entenebrecido por el velo del error. Y he aquí que, atravesando las paredes de esa cárcel espiritual, se le acerca un ángel compasivo. "Ángel" quiere decir "mensajero", alguna persona con carga por los perdidos que le trae las buenas nuevas del Evangelio, de la palabra de Dios, al pecador.
Al acercarse esa persona al extraviado y hablarle, brilla una luz en medio de la oscuridad en que se halla encerrado el hombre: la luz de Cristo que "resplandece en medio de las tinieblas" (Jn 1:5). De ese Jesús que dijo de sí mismo: "Yo soy la luz del mundo; el que me siga de ninguna manera andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida." (Jn 8:12).
El ángel, dice la Escritura, le toca el costado, donde está el corazón, que, simbólicamente es el centro de la vida emocional y mental del individuo, el asiento de sus pensamientos y sentimientos. El corazón del hombre alejado de Dios está tan ajeno a las realidades espirituales y tan dormido espiritualmente como lo estaba Pedro físicamente, cansado por las privaciones y el hambre. Y el ángel le dice: "¡Despierta! ¡Levántate! ¡Resurge a la vida!"
Tan pronto como el pecador oye la voz del que lo llama y se despierta, obedece y se levanta, se le caen de las manos las cadenas que le ataban. Las cadenas del pecado, de los vicios, del orgullo y de la ignorancia espiritual. Así como Pedro estuvo libre en ese momento, el pecador está libre a partir de ese instante para caminar y moverse. Jesús dijo: "Si el Hijo os libertare seréis verdaderamente libres" (Jn 8:36).
Continúa la Escritura: "Le dijo el ángel: 'Cíñete y cálzate las sandalias. Y lo hizo así. Y le dijo: 'Envuélvete en tu manto y sígueme'" (v. 8).
El ángel le da a Pedro una orden cuádruple: 1) Cíñete; 2) Cálzate; 3) Envuélvete en tu manto; y 4) Sígueme.
Pienso que toda persona familiarizada con el significado de las Escrituras entenderá el sentido espiritual de estas instrucciones. Cuando le dice: "Cíñete", está hablando de ajustarse la cintura con el cinturón de la verdad (Ef 6:14a), que nos hace libres, como se ajustaban los antiguos la ropa ancha con un cinto para  poder moverse con libertad. Por eso "ceñirse los lomos" en las Escrituras es sinónimo de estar listo, dispuesto.
Cuando le dice: "cálzate", se está refiriendo a las sandalias "del evangelio de la paz" (Ef 6:15), que le ayudan a caminar apoyando los pies firmemente en el suelo y no caerse. El calzado, a la vez fuerte y ligero, que llevaban puestos los soldados era una parte importante de su apresto (o uniforme, como diríamos hoy) porque le permitía pararse y correr con seguridad, sin peligro de ser herido por las piedras y objetos filudos del camino.
Es interesante que Dios le diga a Moisés en el  desierto que se quite el calzado (Ex 3:5), y que a Pedro le diga lo contrario: "cálzate". Para entrar en la presencia del Señor debemos quitarnos el calzado que está contaminado con la suciedad del mundo, es decir, purificarnos. Para salir al mundo nos calzamos con el Evangelio de la paz para poder pisar seguro y fuerte.
El manto con que Pedro debe envolverse puede interpretarse de dos maneras diferentes, aunque afines. En primer lugar, el manto es la sangre de Cristo que nos cubre y nos limpia todas nuestras manchas. En segundo lugar, el manto es el hombre nuevo con que el cristiano debe vestirse una vez que ha arrojado de sí las cadenas del antiguo, que lo ataban al pecado (Ef 4:22-24). El hombre nuevo, sabemos, es la naturaleza regenerada, nacida de lo alto por obra de la Palabra de Dios y que ha de ir desarrollándose y creciendo.
Por último el ángel le dice: "Sígueme". Esa palabra es la que Jesús les dice a todos aquellos que han escuchado su voz con oídos abiertos y han creído en Él. "Sígueme" es el llamado del Buen Pastor a sus ovejas que se hallan extraviadas, pero que reconocen su voz. "Sígueme" es la voz del Galileo que continúa resonando todavía en nuestros oídos: "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame." (Mt 16:24).
Prosigue la Escritura: "(Pedro) saliendo le seguía, pero no sabía si era verdad lo que hacía el ángel, o si estaba viendo una visión." (v.9).
Al comienzo el hombre recién regenerado no atina a entender bien qué es lo que le ocurre. Duda si es verdad o un engaño de su fantasía, o autosugestión, esa paz, esa alegría que le embarga; esa nueva esperanza que brilla en su alma. Le parece que lo que experimenta es demasiado bello para ser verdad.
Y sigue el relato: "Cuando pasaron la primera y la segunda guardia, llegaron a la puerta de hierro que daba a la ciudad, la cual se abrió sola y salieron; avanzaron por una calle y, de pronto, el ángel desapareció." (v.10).
El hombre recién renacido debe superar diversos obstáculos que se oponen al goce pleno de su nueva libertad, y que corresponden a la primera y segunda guardia. Ellos son  el espejismo de su mente engañada por razones sutiles, que lo tuvo sugestionado tanto tiempo y del que todavía no acaba de librarse; y la atracción del mundo que ahora deja, pero que aún a ratos seductoramente le reclama: "Ven a mis brazos, querido, y gocémonos como antes."
Cada persona tiene barreras internas diferentes, de acuerdo a su personalidad y al camino que ha recorrido en la vida. Para unos pueden ser conocimientos pretendidamente ocultos que lo tenían fascinado, o la suficiencia que otorga el dinero, o viejos resentimientos con sus padres o hermanos, etc. Hay tanta variedad de ataduras.
Pero más allá de esos obstáculos comunes que los asedian, todos suelen tener una barrera personal más difícil de superar que las otras, una verdadera puerta de hierro que les cierra la salida de la prisión en que se hallan y que amenaza frustrar su libertad recién ganada. Para unos puede ser un vicio degradante, o un mal hábito muy pernicioso. Para otros puede ser el amor desordenado al dinero, o la atracción del sexo, o el alcohol o las drogas; o el ansia excesiva de figuración social o de poder. Cada cual tiene su talón de Aquiles al cual el diablo puede apuntar una flecha certera. Pero, siguiendo fielmente a la voz del que los llama, todos pueden atravesar esas barreras, aun las más férreas, y alcanzar la libertad plena.
Cuando el hombre nacido de nuevo ha pasado por la última puerta y gana la calle, es  decir, cuando ha madurado, ya no tiene necesidad de la ayuda cercana y constante que lo ha acompañado hasta ahora, como a Pedro el ángel, que lo ha guiado y protegido como a un bebito que empieza a caminar. Ahora él está librado a sí mismo. Ya ha crecido como cristiano y tiene que caminar con sus propios pies, aunque no esté realmente solo, pues el Espíritu no deja de acompañarlo y guiarlo.
Finalmente la Escritura dice: "Entonces Pedro, volviendo en sí, dijo: 'Ahora sé verdaderamente que el Señor ha enviado su ángel y me ha arrebatado de la mano de Herodes y de todo lo que el pueblo de los judíos esperaba." (v.11)
Una vez afianzado en la fe y más seguro de sí, el pecador convertido comprende que lo que le ha ocurrido no es un sueño irreal sino la más maravillosa realidad. El ha pasado de muerte a vida (Jn 5:24); del reino de las tinieblas al reino de la luz (1P 2:9). Ha sido librado de las cadenas del mundo que lo retenían con sus atractivos.
Herodes representa al mundo y al poder engañoso de las cosas visibles que lo tenían capturado con sus halagos en una prisión dorada pero inflexible. Pedro escapó a la sentencia del rey impío que quería cortarle la cabeza. El pecador escapa de la condenación eterna que le esperaba al final de su vida.
Este corto relato describe simbólicamente el itinerario espiritual que han seguido en principio todos los convertidos, cuando escucharon la  palabra de Dios y no fueron rebeldes a ella, sino que obedecieron a su llamado. Hay, sin embargo, quienes escuchan la voz del que los llama, pero prefieren permanecer en la cárcel de su situación presente, de su error y de su engaño, de los vicios y del pecado, sea porque no creen posible alcanzar la libertad, sea porque esa cárcel tiene para ellos atractivos inconfesados que no quieren dejar. Prefieren la prisión a la libertad, la comodidad del momento al riesgo futuro, como los israelitas que querían retornar a Egipto (Ex 14:12; Nm 14:3,4). Son ciegos u ociosos engreídos que caminan por la ruta ancha y cómoda del pecado, cuyo fin es la muerte eterna.
Demos gracias a Dios si por su gracia nosotros no nos contamos entre ellos, si hemos escapado de la perdición que nos amenazaba. Pero si fuéramos del número de los primeros que aún resisten al llamado, démonos vuelta inmediatamente y dirijamos nuestra mirada a Jesús en la cruz, que tiene sus brazos extendidos para librarnos. El está cerrando el camino que lleva al abismo. No te escapes de sus brazos que quieren atraerte a su pecho. No deseches esa salvación que se te ofrece gratuitamente, y que puede ser tuya con sólo decir: la acepto. "Sí Jesús, yo vengo a tí a pedirte que me perdones y me salves. No me rechaces. Escóndeme en tu seno"

Notas: (1) El texto dice "agradar a los judíos". Cuando la palabra "judíos" aparece en el Nuevo Testamento a partir del Evangelio de Juan, no suele significar todo el pueblo judío de Judea y Galilea, sino específicamente, los dirigentes judíos que se opusieron a Jesús y que perseguían a la naciente iglesia. Pablo (Saulo) era al comienzo uno de ellos.
(2) A Herodes le interesaba mantenerse en buenas relaciones con las autoridades del templo y de la sinagoga, y hacerse popular, porque los judíos, en principio, no reconocían su autoridad como legítima y la toleraban sólo porque les había sido impuesta por los romanos.

NB. Este artículo fue publicado hace ocho años en una edición limitada después de haber sido transmitido como charla en una radio local. Lo vuelvo a publicar nuevamente sin cambios.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y a entregarle tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#728 (27.05.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).