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viernes, 13 de noviembre de 2015

MENSAJES A LAS SIETE IGLESIAS IX - SARDIS II

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
MENSAJES A LAS SIETE IGLESIAS IX
A LA IGLESIA DE SARDIS II
Un Comentario de Apocalipsis 3:4-6

4. “Pero tienes unas pocas personas en Sardis que no han manchado sus vestiduras; y andarán conmigo en vestiduras blancas, porque son dignas.” (Nota 1)
Pese a lo que ha dicho anteriormente acerca de la infidelidad de los miembros de esta iglesia, Jesús admite, no obstante, que sí hay algunos que han permanecido fieles, pese a las presiones e influencias corruptoras del ambiente de la ciudad. Ellos, dice Jesús, no han manchado sus vestiduras, es decir, sus almas, y por ese motivo algún día andarán con Él con vestiduras blancas, es decir, cubiertas por la gloria celestial.

Las vestiduras limpias del alma anuncian las vestiduras blancas que recibirán en el cielo. Jesús asegura que los llamará a su presencia para honrarlos delante de todos porque son dignos de ese premio, ya que resistieron los halagos con que el mundo quiso atraerlos para que le dieran la espalda a su Salvador. ¿A cuántos de nosotros dirigirá Jesús palabras semejantes? Esto es, ¿no manchaste tu alma con el pecado ofendiéndome? ¿Te mantuviste firme frente a las tentaciones, y diste un testimonio impecable de mí con tu comportamiento? ¿Somos dignos nosotros también de recibir esa recompensa algún día, y de que Jesús –como dice más adelante- confiese nuestro nombre delante de su Padre y de sus ángeles? (Mt 10:32; Lc 12:8). Bienaventurados nosotros si lo somos, porque no rechazamos la gracia que se nos dio para que nos mantuviéramos fieles.

5. “El que venciere será vestido de vestiduras blancas; y no borraré su nombre del libro de la vida, y confesaré su nombre delante de mi Padre, y delante de sus ángeles.”
Una vez más Jesús promete “al que venciere” que heredará el reino prometido. El secreto para recibir la recompensa esperada es haber vencido en la lucha contra el mundo, la carne y la vanagloria de la vida (1Jn 2:16). La vida del cristiano es una lucha constante, en primer lugar, consigo mismo –es decir, contra sus pasiones- y, en segundo lugar, contra las influencias del entorno; contra las seducciones que nos atraen, y contra las amenazas de aquellos a quienes nuestra firmeza ofende.

Al que venciere Jesús le promete que su nombre no será borrado del libro en el que están consignados los nombres de los que serán admitidos a gozar del banquete del reino, al que nadie puede entrar con vestiduras manchadas.

El concepto de un libro en que están inscritos todos los salvos aparece temprano, en Ex 32:32,33, cuando Moisés intercede por el pueblo que ha sido infiel adorando al becerro fundido; y luego figura en diversos lugares (Sal 69:28; Is 4:3; Dn 12:1 Flp 4:3; Hb 12:23; Ap 13:8; 17:8; 20:12,15), y nos habla de la predestinación de los salvos. Pablo escribe en Romanos “Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó.” (8:30). En este pasaje se describe el proceso que empieza en la mente de Dios, sigue en el llamado, se concreta en la justificación por la fe, y culmina en la gloria.

Jesús dijo a sus apóstoles que mayor motivo de alegría debía ser para ellos el que sus nombres estén escritos en el cielo, que todas las señales y milagros que ellos pudieran hacer con el poder del Espíritu. (Lc. 10:20). En última instancia, el asunto más importante de toda nuestra existencia terrena no es nuestra carrera, nuestro negocio, nuestro ministerio, si nos casamos o no, y con quién, sino es saber si nos salvamos o no, es decir, si vamos al cielo para gozar de la presencia de Dios por toda la eternidad, o si vamos al infierno para ser atormentados sin fin por el diablo. Todo lo demás, aquellas cosas por las cuales nos afanamos tanto y por las cuales se encienden las rivalidades, las peleas y las guerras entre los hombres, son secundarias y de mucha menor importancia. Como dijo Jesús: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26).

Jesús dijo en una ocasión: “A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos.” (Mt 10:32). ¿Qué mayor privilegio que Jesús mencione nuestro nombre delante de su Padre (y de sus ángeles, Lc 12:8), como diciendo: éste es uno de los que me permanecieron fieles en medio de las tribulaciones y de las acechanzas que tuvo que afrontar? ¿Y que nos haga avanzar hasta el trono de gloria para presentarnos a su Padre? (2)

6. “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.”
¿No tenemos todos oídos acaso? Aun el sordo si lee algo, oye interiormente el mensaje que le transmite el texto. Jesús dijo en más de una ocasión: “El que tiene oídos para oír, oiga.” (Mt 11:15; 13:9,43; Mr 4:23; Lc 8:8; 14:35). El sentido es: No basta que oiga; es necesario, además, que sus oídos hayan sido abiertos para que entienda. Siglos atrás el profeta Jeremías dirigió al pueblo elegido un reproche alusivo a su sordera espiritual: “Pueblo necio y sin corazón, que tiene ojos y no ve; que tiene oídos y no oye.” (Jr 5:21).

En efecto, todos oímos, pero no todos entendemos, porque no nos conviene, o porque no queremos obedecer (Pr 29:19). Por eso el sentido de este versículo es: el que tenga oídos que escuchen, oiga y entienda lo que el Espíritu dice y, además, haga caso. ¿Quién lo dice? ¿Quién habla? El Espíritu Santo. ¿Y no hemos de prestar atención a sus palabras? ¿Nos haremos los desentendidos, los que no entienden? ¿A quién le habla el Espíritu? No a un hombre en particular del pasado, sino a todos los fieles, a todos los miembros de todas las iglesias. Porque estas cartas dirigidas a una iglesia del pasado en particular, contienen un mensaje para todas hoy. Conciernen a la situación particular de una iglesia del pasado, pero todas participan, o pueden participar, de las mismas circunstancias que motivan el mensaje.

Si Dios habla a las iglesias, me está hablando a mí que soy cristiano. Este no es un mensaje trasnochado, dirigido a creyentes que vivieron siglos atrás, y con cuyas circunstancias yo no tengo nada en común. No. El mensaje es para mí y para ti, amigo lector. Cuando el Espíritu habla, habla a todos. El mensaje es de hoy tanto como de ayer. Siempre será actual.

Me habla a mí y te habla a ti. ¿Tienes oídos para oír y entender? Si no estás seguro, pídele: ‘Señor, ábreme los oídos como se los abriste al sordo para que oyera.’ (Mr 7:37). Haz que entienda lo que quieres decirme. Que tu Espíritu ilumine tu palabra cuando la lea o la oiga, para que entienda lo que quiere decirme. ¡Oh sí, Señor! Dame un oído atento a tu reprensión, a tu aliento, a tu llamado, a tu dirección.

“Tú tienes palabras de vida eterna.” (Jn 6:68). Aliméntame Señor con ellas. Dame un oído sabio, que saboree tus palabras y se goce en ellas. Que se hagan carne en mí y las atesore en mi corazón. Despierta, Señor, mi espíritu para que oiga tu voz y te siga.

Notas: 1. El original griego dice: “Tienes algunos nombres”. El que llamó a Moisés por su nombre desde la zarza ardiente (Ex 3:4), conoce a todas sus ovejas por su nombre.
2. Si bien Jesús en algunos pasajes habla de los ángeles de su Padre, en otras ocasiones se refiere a los ángeles del cielo como siendo suyos, como cuando habla de la venida del Hijo del Hombre: “Y enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos…” (Mt 24:31). Esto apunta a la identidad del Padre y del Hijo: lo que pertenece a Uno, pertenece también al Otro.

Amado lector: Jesús dijo: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, yo te animo a adquirir esa seguridad porque de ella depende tu destino eterno. Con ese fin te exhorto a arrepentirte de tus pecados, y te invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo una sencilla oración:

   “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”


#905 (). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

martes, 10 de noviembre de 2015

MENSAJES A LAS SIETE IGLESIAS - SARDIS I

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
MENSAJES A LAS SIETE IGLESIAS VIII
A LA IGLESIA DE SARDIS I
Un Comentario de Apocalipsis 3:1-3

1. “Escribe al ángel de la iglesia en Sardis: El que tiene los siete espíritus de Dios, y las siete estrellas, dice esto: Yo conozco tus obras, que tienes nombre de que vives, y estás muerto”.
Al describirse a sí mismo Jesús combina elementos que aparecen en versículos separados del capítulo 1. En primer lugar, los siete espíritus que están delante del trono de Dios (v.4), que hemos visto que representan al Espíritu Santo, y que Jesús tiene sin medida, gracias a lo cual Él conoce los más íntimos secretos del corazón humano.

En segundo lugar, las siete estrellas que figuran en el v. 16, y que representan, según dice el v. 20, a los siete ángeles de las iglesias, es decir, a sus pastores u obispos, de los que Jesús tanto se preocupa, y a los cuales tiene bajo su absoluto control. Ellos deben ser diligentes en corregir los errores de las ovejas que les han sido confiadas, si no quieren ser objeto de la reprensión de Cristo.

Esta carta, que forma junto con la carta a la iglesia de Laodicea, una pareja de epístolas negativas, contiene un fuerte reproche que denuncia su condición de iglesia que está por morir: “tienes nombre de que vives”, es decir, así fue tu comienzo, pero tus méritos pasados casi se han desvanecido por completo, porque en realidad estás muerta, la vida del espíritu en tus miembros casi se ha apagado totalmente, y sufres de una gran apatía espiritual. Eso es señal de que han descuidado la comunión con el Espíritu Santo. Fue el descenso del Espíritu Santo lo que dio inicio a la vida de la Iglesia en Pentecostés, y es la presencia del Espíritu Santo lo que la mantiene viva y vibrante.

¡Cuántas iglesias hay en nuestro tiempo a las que se podría hacer el mismo reproche que a la iglesia de Sardis! Conservan el prestigio de su gloria pasada, pero ése es sólo un recuerdo que no refleja su realidad presente, pues la fe se ha perdido entre sus miembros, y sus acciones deshonran a Dios y están en contradicción con el Evangelio. Por ello también muchos de sus antiguos miembros las abandonan.

Y si se puede hacer ese reproche a las iglesias corporativamente, también se le puede hacer a las personas cuya piedad se ha enfriado, no quedando sino un triste recuerdo de lo que fue su antiguo entusiasmo, y celo por las cosas de Dios. ¡Con qué frecuencia el nombre no corresponde a la realidad, tanto en las personas como en las instituciones!

El peligro que corren esos cristianos que están muertos es que, si no reaccionan, la muerte de su piedad y entrega al Señor puede convertirse en muerte eterna. Porque no es suficiente que el árbol viva, sino que es necesario que dé fruto, dice Victorino; no basta con confesarse cristiano, si no se hacen las obras propias de un cristiano.

La ciudad de Sardis dominaba el valle del Hermos, y estaba situada donde convergían las rutas que llevaban a Tiatira, Esmirna y Laodicea. La historia de esta ciudad –de donde era oriundo el poeta y fabulista Esopo- parece ser un anticipo de la suerte que correría su iglesia, porque en el pasado había conocido un gran prestigio como capital del reino de Lidia, el último de cuyos reyes fue Creso, famoso por su riqueza, pero que no supo defender su ciudad, y que por un descuido y falta de vigilancia, la perdió. De ahí que la exhortación a ser vigilante, que sigue más abajo, sea muy apropiada para la iglesia de esta ciudad.

Después Sardis fue centro del gobierno del imperio persa, que la conquistó el año 546 AC, y bajo cuyo dominio permaneció hasta que cayó en mano de Alejandro Magno el año 334 AC. El año 214 AC fue tomada y saqueada por Antíoco el Grande, por sorpresa, como “ladrón en la noche”. Bajo los romanos que sucedieron a los griegos en la zona el año 190 AC, se convirtió en un centro comercial e industrial conocido por la manufactura de lana teñida, la acuñación de monedas de oro y plata, y la venta de esclavos. Pero la ciudad era más conocida por el lujo y la vida licenciosa de sus habitantes. En ella se rendía un culto impuro a Cibeles, la diosa de uno de los “misterios” más famosos de su tiempo, cuyos sacerdotes debían ser castrados.

El año 17 DC la ciudad fue destruida por un terremoto que devastó la región. El emperador Tiberio la eximió del pago de impuestos durante cinco años, para facilitar su reconstrucción, por lo que la ciudad era muy fiel a Roma. Uno de sus obispos del siglo II, llamado Melito de Sardis, es el primer comentarista del Apocalipsis que registra la historia. En la ciudad había una próspera comunidad judía que, entre los siglos tercero y sétimo, construyó una lujosa sinagoga. Sobre el emplazamiento de antigua y famosa ciudad subsiste en nuestros días una aldea llamada Sert. 

2. “Sé vigilante, y afirma las otras cosas que están para morir; porque no he hallado tus obras perfectas delante de Dios.”
La palabra que Reina Valera traduce como “vigilante” (gregoreo) significa, entre otras cosas, estar en vela, atento y dispuesto a actuar. Es una exhortación que Jesús repite muchas veces a sus discípulos, como cuando los encuentra dormidos en Getsemaní mientras Él está orando, y les dice: “Velad y orad para que no entréis en tentación” (Mt 26:41). O cuando exhorta a sus discípulos a estar atentos a las señales de los últimos tiempos (Mt 24:42,43); o a las vírgenes necias a no dormirse mientras esperan al novio (25:13). Es una exhortación que nos dirige a todos, para mantenernos despiertos y atentos frente a los signos de decadencia espiritual, y de falta de vigilancia ante las tentaciones del enemigo (1P 5:8), porque, de lo contrario, podemos fácilmente sucumbir a sus engaños. La vigilancia es señal de vitalidad espiritual, y sólo puede mantenerse orando constantemente, como también Pablo recuerda a los Tesalonicenses (1 Ts 5:6-8).

La frase que sigue debería traducirse así: “afirma (o fortalece) las cosas que quedan, es decir, lo que todavía permanece de tus buenas obras pasadas, y de tu antigua constancia y piedad, que están ahora desfallecientes, carentes de vida; fortalece lo que aún queda de tu antiguo celo por las cosas de Dios.

¡Cuánta diferencia hay entre la forma cómo nosotros nos comportábamos antes, cuando dedicábamos nuestro tiempo a orar y a predicar a los inconversos, y a edificarnos unos a otros, y nuestra languidez actual! Nosotros nos hemos dormido en nuestra complacencia de cristianos maduros, y no combatimos por la fe, porque nos consideramos seguros. Pero Pablo nos advierte: “El que piensa estar firme, mire que no caiga.” (1 Cor 10:12). Las peores caídas se producen cuando creemos que hemos alcanzado la cima y estamos al otro lado de la montaña.

“No he hallado tus obras perfectas delante de Dios”. Éste es un reproche suave en su forma, pero severo en el fondo: Tu conducta deja mucho que desear. Quizá para los hombres tú estás actuando de manera encomiable, pero no a los ojos de la majestad y santidad de Dios; en verdad, no satisfaces la medida de lo que espera de ti. Son conocidas las palabras que Dios dirigió al profeta Samuel cuando fue a casa de Isaí a ungir como rey a uno de sus hijos, y le presentaron al mayor de ellos: “No mires a su aspecto, ni a lo grande de su estatura, porque yo lo desecho; porque Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón.” (1Sm 16:7). ¡Cómo supiéramos todos no mirar las apariencias, sino ver el corazón del hombre con quien tratamos, o a quien brindamos confianza! ¡De cuántos engaños y desilusiones nos libraríamos!

No eran herejías lo que ponía en peligro la fe de la iglesia de Sardis, como ocurría en las iglesias de Esmirna y Filadelfia, sino su propio relajamiento, quizá por la influencia que ejercía el ambiente mundano y corrupto del entorno. A muchos cristianos que circulan en el mundo les ocurre eso. Justamente por ese motivo la vigilancia es indispensable, porque no hay mayor enemigo de la vitalidad de la fe que la sensualidad. El peligro que acechaba a los miembros de esas iglesias no eran desviaciones doctrinales, sino que se vuelvan lo que nosotros llamamos “cristianos nominales”. Ese mismo peligro amenaza a los cristianos en nuestros días ahí donde la vida es cómoda y fácil, y se goza de prosperidad material. Es como si el fervor requiriera de la disciplina de la escasez. David no cayó en adulterio cuando era perseguido por Saúl, y sólo contaba con treinta valientes, sino cuando se hallaba en la cúspide de su gloria y poder, y podía quedarse a descansar en palacio, mientras sus generales salían a hacer la guerra por él (2Sm 11:1-3).

3. “Acuérdate, pues, de lo que has recibido (Nota) y oído; y guárdalo, y arrepiéntete. Pues si no velas, vendré sobre ti como ladrón, y no sabrás a qué hora vendré sobre ti.”
Sea que deba entenderse estas palabras como dirigidas a una persona, o a la comunidad entera, el mensaje del Evangelio vino a los que creyeron por medio de la palabra, como escribe Pablo: “¿Cómo pues invocarán a Aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en Aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quién les predique?” (Rm 10:14).

Hubo quienes rechazaron la palabra, y quienes la recibieron, esto es, creyeron en ella, y éstos fueron transformados. Pero no basta con haber recibido. Es necesario mantener vivo en uno el mensaje, porque el enemigo, si bien es consciente de que ya no puede arrancar la semilla de la palabra en algunas personas, sí puede hacer que los cuidados del mundo la ahoguen, y la vuelvan inefectiva.

Todos estamos expuestos a ese peligro. De ahí que sea tan importante “reavivar el fuego” (2Tm 1:6), recordando lo escuchado, recordando la obra que hizo en nosotros la palabra, y cómo nos cambió; cómo nos dio nuevos horizontes y un gozo desconocido hasta entonces. Todo eso debe ser recordado para que nuestra fidelidad al Señor se mantenga viva y firme, y guardemos todo lo que el Señor nos mandó hacer. Y si hubiéramos sido negligentes, es necesario arrepentirse, y comenzar de nuevo con renovado fervor.

Si no velas, si no mantienes despierta tu fe, vendrá a ti el Señor cuando menos lo esperas. Jesús en más de una ocasión habló de la venida del ladrón en las horas de la noche, advirtiéndonos que de esa manera vendría Él a nosotros para darnos el pago, y nos sorprendería porque no sabemos a qué hora vendrá. (Lc 12:40; 1Ts 5:2; cf 2P 3:10).

Estas palabras no se refieren a su venida al final de los tiempos, sino a una visitación disciplinaria intempestiva, como la que ocurrió el año 70, cuando Jerusalén y su templo fueron destruidos por las tropas romanas que actuaron como instrumentos de la ira divina.

Si ello es así, ¡cuánta necesidad tenemos de mantenernos como las vírgenes prudentes, con nuestras lámparas encendidas, habiendo hecho de antemano provisión suficiente de aceite, es decir, de constancia y de ánimo para que nuestras lámparas no se apaguen! (Mt 25:1-13).

Nota: El verbo griego está en tiempo perfecto (eílefas), anota M. Vincent, indicando que se ha recibido la verdad como un depósito permanente. Como tal debe ser celosamente guardado.

Amado lector: Jesús dijo: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, yo te animo a adquirir esa seguridad porque de ella depende tu destino eterno. Con ese fin te exhorto a arrepentirte de tus pecados, y te invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo una sencilla oración:

   “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido consciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”


#904 (01.11.15). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).