jueves, 26 de enero de 2017

PLATA ESCOGIDA ES LA BOCA DEL JUSTO

LA VIDA Y LA PALABRA
Por Jose Belaunde M.
PLATA ESCOGIDA ES LA BOCA DEL JUSTO
Un Comentario de Proverbios 10:20-23


20. “Plata escogida es la lengua del justo; mas el corazón de los impíos es como nada.”
En este proverbio de paralelismo antitético se contrapone la lengua al corazón y la plata a la nada. Si alteramos la secuencia de las palabras en la primera línea, tal como aparecen en la Versión Autorizada Inglesa (“La lengua del justo es plata escogida”) la comparación será más evidente. Puede parecernos excéntrica la comparación entre lengua y corazón, pero no lo es tanto si se recuerda que “de la abundancia del corazón habla la boca”. (Mt 12:34)
La lengua expresa lo que hay en el corazón. Lo que los justos dicen es de gran valor porque sale de un corazón recto, pero lo que el impío dice no es digno de ser escuchado porque sus palabras brotan de un corazón vano. Mientras que los pensamientos del justo tienden al bien, los del necio e impío tienden al mal.
¿Qué es lo que sale de la boca del justo? Las verdades del Evangelio, de las cuales su corazón está lleno, y cuyo poder él ha experimentado en su vida; las promesas divinas que él ha visto cumplirse porque Dios es fiel, y puede dar testimonio de ello; y esa paz en el corazón “que sobrepasa todo entendimiento” (Flp 4:7). Por eso bien puede decirse que la lengua del justo es medicina para otros (Pr 12:18b).
Nuestra lengua puede ser para nosotros un motivo de vergüenza, según lo que dicen los proverbios 18 y 19 de este capítulo (Véase el artículo anterior “La Obra del Justo es para Vida”), pero también podemos tener motivo para gloriarnos de ella, si la usamos para alabar a Dios, como dicen los vers. 7 al 10 del salmo 57 (cf Sal 108:1-4).
Todos pueden ser enriquecidos con la plata escogida que brota de la boca del justo cuando instruye a sus oyentes. Podemos ser pobres en las riquezas del mundo, como le dijo el apóstol Pedro al mendigo paralítico que le extendía la mano en la puerta del templo: “Plata y oro no tengo, pero lo que tengo te doy” (Hch 3:6), y enseguida en el nombre de Jesús, le hizo levantarse y caminar. Así pues vemos que aun siendo pobres en el mundo podemos enriquecer a muchos con las bendiciones del poder de Dios (2Cor 6:10), restaurando la salud de los enfermos y consolando los corazones heridos. Eso no lo hacemos nosotros, sino la gracia de Dios que obra en nosotros (1Cor 15:10). El fruto de la palabra que bendice nos recuerda el proverbio que dice: “Y la palabra a su tiempo ¡cuán buena es!” (Pr 15:23b)
21. “Los labios del justo apacientan a muchos, mas los necios mueren por falta de entendimiento.”
Si el necio muere por falta de entendimiento, mal puede su lengua apacentar, esto es, alimentar a nadie. En cambio, “los labios del justo apacientan a muchos” porque de ellos salen palabras de instrucción, de consejo, de aliento, de consuelo y, cuando se necesario, de corrección y de disciplina (cf Pr 10: 11a, 13a, 20a, 31a, 32a; Sal 37:30; Ecl 12:9). ¿Cuál es la causa? El justo alimenta su alma con la palabra de Dios, que mora en abundancia en su corazón, y por eso la tiene fresca en sus labios, y brota de ellos espontáneamente (“enseñándoos y exhortándoos unos a otros en toda sabiduría…” Col 3:16).
El Señor Jesús sigue partiendo el pan de su cuerpo, y dándoselo a sus discípulos para que alimenten a las multitudes hambrientas (Jn 6:11), como le ordenó a Pedro que hiciera antes de irse al cielo (Jn 21:15-18), una orden que Pedro transmitió a los ancianos de la iglesia (1P 5:2,3). Dios ha prometido que nos daría pastores según su corazón que apacienten con conocimiento e inteligencia a las ovejas (Jr 3:15), y no ha dejado de cumplir su promesa a través de los siglos.
Como se dice en el libro de Job, el justo enseña a muchos, fortalece las manos débiles, hace levantar al que tropieza, y esfuerza las rodillas que decaen (Jb 4:3,4). En cambio “los impíos (que suelen ser necios) serán atrapados en su propia maldad, su propio pecado será como un lazo para ellos” (Pr 5:22, versión “Dios Habla Hoy”).
Aunque los cofres del impío, o del necio, estén llenos de piedras preciosas, y de toda clase de monedas valiosas, su corazón está vacío del verdadero metal que constituye una riqueza verdadera. Como desprecia los labios que pudieran alimentar su alma, morirá de inanición en medio de los ricos pastos del Evangelio. No tendrá nada bueno que mostrar cuando se presente delante del Juez de vivos y muertos. No entendió que habíamos de acumular tesoros, no en la tierra sino en el cielo, “donde ni la polilla ni el orín corrompen, ni los ladrones horadan y hurtan.” (Mt 6:20).
De los insensatos y escarnecedores dice el primer capítulo de Proverbios: “Por cuanto aborrecieron la sabiduría, y no escogieron el temor de Jehová, ni quisieron mi consejo y despreciaron toda reprensión mía, comerán del fruto de su camino, y serán hastiados de sus propios consejos.” (Pr 1:29-31).
A ellos se puede aplicar también las conocidas palabras de Oseas 4:6: “Mi pueblo fue destruido porque le faltó conocimiento.” Del necio se burla el proverbista: “¿De qué sirve el precio en la mano del necio para comprar sabiduría, no teniendo entendimiento?” (Pr 17:16).
22. “La bendición de Jehová es la que enriquece, y no añade tristeza con ella.”

Son muchos los factores que hacen que el hombre prospere y se enriquezca. El primero es un factor natural: “la mano diligente” (Pr 10:4). Cualquiera que sea el grado de instrucción de una persona, si trabaja bien, esforzadamente y con visión, terminará siendo rico. Pero hay otro factor que es sobrenatural, sin el cual el primero puede producir sólo resultados frustrantes, y es la mano del Señor que reposa sobre el justo. Él hace que el fruto de su esfuerzo honesto se multiplique, tal como ocurrió con Abraham, Isaac y Jacob (Gn 24:35; 26:12,13; 30:43).
Hay quienes siembran poco (al menos así parece) y cosechan mucho. Es la bendición del Señor que multiplica su sementera. Pero hay algunos que siembran mucho y cosechan poco (Hg 1:6). El sudor de su frente no basta para irrigar el suelo donde siembran, porque están alejados de Dios. De ahí que diga el salmista: “Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que construyen.” (Sal 127:1).
La bendición de Jehová tiene esta cualidad: que no añade a la riqueza bien adquirida tristeza alguna, sino la satisfacción del deber cumplido, cuando es bien empleada, esto es, a su servicio y de los que tienen poco, siendo dadivosos y generosos (1Tm 6:18), pensando en la recompensa futura (v. 19).
Aun Satanás, hablando de Job, reconoce que es la bendición de Dios la que enriquece: “Al trabajo de sus manos has dado bendición; por tanto, sus bienes han aumentado sobre la tierra.” (Jb 1:10b)
Cuán distinto es el apoyo que el demonio proporciona a los que le sirven, que acaba trayéndoles sinsabores y tragedia, o por lo menos, remordimiento al gozar de algo que es indebido.
Bien dice por eso Salomón: “Los bienes que se adquieren de prisa al principio (es decir, deshonestamente) no serán al final bendecidos.” (Pr 20:21). Más bien pudiera ocurrir que al final el hombre termine más pobre que cuando comenzó (28:22).
De ahí que Pablo advierta: “Porque los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañinas, que hunden a los hombres en destrucción y perdición; porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores.” (1Tm 6:9,10).
El amor a las riquezas y las satisfacciones que ellas procuran han hecho que muchos se pierdan, sea porque las acumularon sin escrúpulos, a costa del sufrimiento ajeno; sea porque estando contentos y satisfechos, se olvidaron de Dios y cayeron en las muchas tentaciones de vida licenciosa que el dinero ofrece.
Por eso dice un proverbio: “No me des pobreza ni riquezas; mantenme del pan necesario.” (30:8). No sea que teniendo mucho y estando saciado, me aleje de Dios que me permitió llenar mi casa de bienes; o que padeciendo hambre, alargue mi mano para tomar lo que no es mío.
En efecto, el hombre está expuesto a esos dos peligros: que el dinero lo aleje de Dios y se considere autosuficiente (Recuérdese Lc 12:16-21); o que su necesidad lo haga renegar de Dios, culpándolo de su indigencia.
La gran ventaja que tiene el cristiano sobre el mundano es que cualesquiera que sean las circunstancias por las que atraviese, sean de abundancia, o de escasez, él sabe que posee una mayor riqueza: la presencia de Dios en su interior, y que Dios gobierna su vida, de modo que pueda decir con Pablo: “Sé vivir humildemente y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad.” (Flp 4:12). Siendo Dios el dueño de todas las cosas, y siendo él su hijo, todo le pertenece, y la bendición de Dios está sobre él (Sal 3:8b). Lo mismo puede decirse de todo cristiano.
Es bueno que recordemos que, aparte de la riqueza material, hay una riqueza de otro orden que es de un valor muy superior: la riqueza espiritual, que consiste en virtudes y dones del espíritu, en conocimiento e intimidad con Dios. Aunque esa riqueza no se adquiere sin esfuerzo y sacrificio, sólo la bendición del Señor la asegura e incrementa. Esa riqueza proporciona un gozo y una paz que el hombre carnal desconoce, y nunca es motivo de tristeza.
23. “El hacer maldad es como una diversión al insensato, mas la sabiduría recrea al hombre de entendimiento.”
Aún los niños, que pensamos son inocentes, hacen maldad para divertirse. Los malos se complacen en el mal que hacen, (c.f. 2:14), les provoca risa. En cambio, el sabio se recrea en su sabiduría. No dice que se recrea en el bien que hace, aunque se sobrentiende, porque no sería realmente sabio si solamente pensara bien y no obrara bien. La sabiduría, si es real, se refleja necesariamente en el comportamiento. Nadie es sabio si no tiene amor y no obra en consecuencia.
Prov. 15:21 expresa la misma verdad aunque en términos algo diferentes: “La necedad es alegría al falto de entendimiento; mas el hombre entendido endereza sus pasos.”  Un impulso interior innato empuja al necio a hacer el mal, así como un impulso innato lleva al entendido a hacer y buscar el bien.
Hacer daño a otros, o a la propiedad ajena, es una diversión para el malvado. ¿No hemos visto con frecuencia que ocurre en la vida diaria? ¿Arañar la pintura de un carro nuevo, pintarrajear la fachada de una casa, romper los focos del alumbrado público, o burlarse cruelmente de un discapacitado? A cierta edad se hacen ciertas cosas como si fuesen una travesura, pero pasada la adolescencia ya no nos divierte. A muchos les encanta burlarse de otros, pero hay bromas pesadas que pueden hacer mucho daño.
Hay hombres depravados que seducen por diversión a muchachas inocentes que, en su ingenuidad, creen lo que les dicen, y luego las abandonan cuando salen embarazadas. Se creen muy machos, cuando, en verdad, la suya es una conducta cobarde e irresponsable. No tienen temor de Dios e ignoran el castigo eterno que su diversión puede costarles. Jesús dijo que a los que hacen tropezar a los inocentes más les valiera que les atasen al cuello una piedra de molino y los echasen al mar (Mt 18:6).
Enseña a tu hijo desde pequeño a ser considerado con los demás, para que más tarde no caiga en esos perversos desvaríos.
Los insensatos se burlan de los que les reprochan su conducta. Cuando pecan no sólo no tienen remordimiento alguno, sino se jactan de sus maldades como si fueran hazañas (Is 3:9; Pr 4:16). En  cambio, el justo, si por descuido peca u ofende a otro, se preocupa y trata de reparar el daño hecho. Su anhelo es hacer en todo la voluntad de su Padre que está en los cielos, tal como obraba su modelo, Jesucristo (Jn 4:34).


Amado lector: Jesús dijo: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios por toda la eternidad, yo te exhorto a adquirir esa seguridad, porque no hay ninguna seguridad que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a arrepentirte de todos tus pecados y a pedirle humildemente perdón a Dios por ellos, diciendo:
Jesús, Yo sé que tú moriste por mí en expiación de mis pecados y que me ofreces gratuitamente tu perdón. Aunque soy consciente de que no lo merezco, yo lo acepto y te ruego que laves mis pecados con tu sangre. Entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.

#932 (03.07.16). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

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