viernes, 7 de diciembre de 2012

LA VID VERDADERA II


LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
LA VID VERDADERA II
Un Comentario de Juan 15:7-11
Proseguimos con el comentario que comenzamos en el artículo anterior. En el versículo siguiente Jesús pone dos condiciones para que nuestras oraciones puedan ser contestadas.
7. “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que quisiérais, y os será hecho.” (Nota 1)
Ya hemos visto en qué consiste permanecer en Él (“La Vid Verdadera I” al explicar el vers. 5). ¿En qué consiste que sus palabras permanezcan en nosotros? Téngase en cuenta que Él se estaba dirigiendo en primer lugar a sus apóstoles (aunque también lo hace a nosotros), y que ellos habían escuchado sus palabras “en vivo y en directo”, como suele decirse, usando la terminología de la TV; y que sus palabras, como les acaba de decir, los habían limpiado de todo pecado.
Nosotros no hemos escuchado su palabra de la misma forma, pero la hemos leído, escuchándola en el espíritu, y la hemos oído desde el  púlpito; y a nosotros también su palabra nos ha limpiado de todo pecado, y nos ha transformado interiormente. Que sus palabras permanezcan en nosotros quiere decir no solamente que las mantengamos en nuestra memoria –aunque se dé por sentado- sino además tres cosas: 1) Que el efecto que han tenido sus palabras en nosotros permanezca y no se diluya; 2) Que las saboreemos deleitándonos en ellas, estimándolas más que el mismo alimento, según el dicho: “¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras! Más que la miel a mi boca.” (Sal 119:103); y 3) que sus palabras gobiernen nuestra vida, es decir, que procuremos llevarlas a la práctica, obedeciendo lo que ellas mandan, y haciendo lo que ellas recomiendan. Sólo entonces podremos realmente decir que su palabra permanece viva en nosotros, y que es el norte de nuestra existencia.
Si las dos condiciones que ha puesto Jesús en este versículo se dan, Él afirma que el Padre nos concederá todo lo que le pidamos. Ésa es una promesa extraordinaria, casi como si se nos diera un cheque en blanco: Podemos obtener de Él todo lo que deseamos.
Ésa no es, sin embargo, una promesa absurda, o ilusoria, que abra la puerta a peticiones caprichosas, exageradas, o inconsistentes, porque si permanecemos en Él, y sus palabras permanecen en nosotros, no le pediremos nada que no esté de acuerdo con su voluntad, para comenzar; no le pediremos nada que Él no esté dispuesto de antemano a concedernos.
Recuérdese lo que Él ha dicho en otro lugar, y volverá a decir: Que todo lo que pidamos en su Nombre nos será concedido (14:13; 15:16; 16:23). En el fondo se trata de la misma promesa formulada en términos diferentes, porque ambas tienen el mismo alcance, ya que no podemos pedir nada en su Nombre si no permanecemos unidos a Él. (2)
Pero ¡qué abanico de posibilidades abre! Podemos pedirle, en primer lugar, todo aquello que contribuya a la extensión de su reino; todo aquello que contribuya a nuestro bienestar y a nuestro progreso espiritual, y al de otros; todo aquello que satisfaga nuestras necesidades materiales reales; pero nada que sea superfluo, frívolo o lujoso. Podemos –debemos- pedirle por la salud de otras personas, así como por la nuestra, etc., etc., etc. Pero no podemos ni soñando pedirle algo que Él que no esté dispuesto a avalar.
Sobre todas las cosas debemos pedirle la gracia de conocerlo cada día más y mejor, y de amarlo cada día más; la gracia de servirlo con más eficacia, y de que todos puedan llegar a conocerlo. (3) Esto es, debemos incansablemente pedirle por la extensión de su reino, porque ésa es su voluntad suprema: Que su mensaje y su salvación lleguen hasta los lugares más apartados de la tierra (Hch 1:8).
Pero de nada sirve que las palabras de Jesús permanezcan en nuestra memoria si no las ponemos por obra. Al contrario, ellas nos juzgarán y serán testigos en contra nuestra porque, conociéndolas, no las cumplimos. Nosotros mismos nos habremos arrancado de la vid y nos secaremos.
Jesús nos dejó un modelo de oración en el Padre Nuestro. Si todas nuestras peticiones son hechas en el sentido y en el espíritu de esa oración (en la que pedimos: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.”), tenemos la seguridad de que Él nos escucha y de que obtendremos lo que le pidamos.
8. “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos.”
Su Padre, el Viñador, es glorificado cuando las ramas están cargadas de racimos de uvas, no cuando permanecen desnudas e infructíferas.
Pareciera, desde un punto de vista lógico, que este versículo debiera haber sido formulado así: “En esto es glorificado mi Padre, en que seáis mis discípulos y llevéis mucho fruto”, porque para poder llevar frutos espirituales se requiere primero ser discípulo suyo, es decir, estar unido a Él. Ser discípulo es una condición de lo segundo, no al revés. Pero Juan, al transcribir las palabras de Jesús, no se ciñe a la lógica humana, sino declara más bien que la condición previa para ser discípulo de Jesús, es llevar fruto. Una vez que el hombre produce frutos espirituales en su vida, ya puede ser discípulo de Jesús. Primero llevar fruto; después, ser discípulo, lo cual hace suponer que al escoger a los doce, Jesús había tenido en cuenta cualidades que prefiguraban cómo se comportarían más adelante.
Ahora bien, ¿a qué frutos se refiere Jesús? ¿O qué cosas son esos frutos que produce el pámpano que está unido al tronco de la vid? Lo primero en que podemos pensar es en el fruto del Espíritu del que habla Pablo en Gal 5:22,23: amor, gozo, paz, etc. Esto es, aquellos rasgos de carácter que son propios de la naturaleza de Cristo. Pero ¿se trata solamente de eso? Ese fruto no está conformado por cualidades o virtudes estáticas. Son la manera de ser de una persona. Pero no sólo se trata de eso, sino también de las acciones, de los actos concretos, que esas cualidades internas impulsarán al individuo a realizar; de cómo se manifiestan esas cualidades en la vida y conducta de la persona.
Por ejemplo, el amor llevará a un discípulo de Cristo a interesarse por su prójimo, a tratar de ayudarlo, a suplir a sus carencias espirituales o materiales. Esto es algo de lo que vemos numerosísimos ejemplos en la vida cristiana: personas, o instituciones, fundadas por cristianos, sean hombres o mujeres, que se dedican a socorrer al prójimo.
La paciencia llevará al discípulo de Cristo a soportar la compañía de personas cuyo trato no le sea agradable, mostrándoles una cara sonriente; la fidelidad (fe) lo impulsará a ser siempre leal en sus tratos con los demás, etc.
Jesús dijo una vez: “Bienaventurados los pacificadores porque ellos serán llamados hijos de Dios.” (Mt 5:9). El que está lleno del amor de Cristo y de su paz, se esforzará en propiciar que las personas que están en conflicto lleguen a un acuerdo que ponga fin a sus contiendas.
Pero el mayor y más importante de los frutos que Jesús espera de sus discípulos es el de difundir su mensaje de salvación y hacer que los hombres vengan a sus pies, se arrepientan y se salven, tal como Él les encargó antes de subir al cielo (Mt 28:19,20).
Resumiendo: el fruto del que habla Jesús está constituido no sólo por las cualidades, o virtudes, que adornan a la persona, sino también por las acciones concretas mediante las cuales esas cualidades y virtudes se manifiestan exteriormente. En ambas cosas es glorificado el Padre, porque en ellas su carácter se ve reflejado.
9. “Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor.”
Tal como el Padre me ha amado, es decir, de la misma manera, con el mismo amor con que el Padre me ha amado, y me sigue amando, así también yo os he amado a vosotros, mis discípulos, que habéis estado conmigo desde el principio, y os sigo amando.
Ahora bien ¿cómo puede ser el amor del Padre por su Hijo? ¿Cuán intenso y profundo puede ser? No podríamos describirlo si quisiéramos porque, siendo su amor infinito, está más allá de nuestra comprensión, como seres finitos que somos, aunque sí podríamos mencionar algunas de las cualidades que como seres humanos, por analogía, podemos atribuirle. Así diríamos que es un amor eterno, infinito, inmutable, constante, perfecto, sabio y justo.
Pues con la misma intensidad y profundidad, con el mismo amor de un Dios infinito, amó Jesús a sus discípulos y nos ama a nosotros ahora, porque sus palabras también están dirigidas a nosotros y a todos los que han sido sus discípulos a través del tiempo. (4)
Por eso Él pudo dirigirse a los doce, y se dirige a nosotros, diciéndonos: “Permaneced en mi amor.” Es decir, no os apartéis de él, permaneced unidos a él, no os alejéis de lo que es la fuente de vuestra vida, porque ya os lo he dicho: Sin mí nada podéis hacer, sin mí estáis perdidos y condenados a las llamas eternas.
Permaneced en ese estado de comunión perfecta con que los amantes se aman gozándose el uno en el otro. ¿No es el amor de Dios que se ha derramado en vuestros corazones una fuente de gozo intenso? Pues permaneced en él, no haciendo vosotros nada que pueda enfriarlo. La misma vida de la vid puede pulsar en nosotros que somos sus ramas, y que formamos un solo cuerpo con Él. Eso es lo que Él desea para nosotros, ni más ni menos. Pero, ¿de qué manera podríamos nosotros apartarnos de Él, perdiendo nuestra comunión con Él?
En el versículo siguiente contesta Jesús a esa pregunta:
10. “Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor.”
Si es guardando sus mandamientos como permanecemos en su amor, se deduce que dejando de guardarlos dejamos de permanecer en Él.
Nuestro amor a Dios se manifiesta en nuestra obediencia a su voluntad, a sus menores deseos, como ya Jesús les había dicho: “Si me amáis guardad mis mandamientos” (Jn 14:15). Cuanto más intensamente amamos a Jesús, más fielmente guardaremos sus mandamientos, y más unidos permaneceremos a Él. (5)
Jesús vino al mundo no a hacer su propia voluntad, sino a cumplir la voluntad de su Padre. Es cierto que ambos estaban, y están, estrecha y sustancialmente unidos, y por eso Jesús en la tierra no podía querer hacer otra cosa sino la voluntad de su Padre y permanecer enteramente en su amor.
Pues bien, guardando las distancias, un grado similar de obediencia a sus mandamientos es aquella a la que Jesús nos anima. Y no sólo a sus mandamientos, sino también a sus más pequeños deseos, cuando Él nos habla en el interior de nuestra alma.
Sabemos que somos débiles y frágiles y sujetos a todas las limitaciones humanas. Pero si Él nos exhorta a obedecerlo con la misma fidelidad con que Él obedeció a su Padre es porque Él está dispuesto a ayudarnos en esa tarea, de manera que no tenemos excusa si nos negamos a hacerlo. En la medida en que le obedezcamos iremos descubriendo las maravillas de su amor y los secretos de su voluntad.
11. “Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido.”
¿Cómo podía Jesús estar gozoso en ese momento cuando Él era consciente de que se acercaba la prueba terrible de su pasión? La respuesta se halla en Hb 12:2 donde se dice que Jesús “por el gozo puesto delante de Él sufrió la cruz”. El sufrimiento que Él iba a afrontar era para Él un motivo de gozo en consideración a lo que Él iba a lograr: la salvación del género humano. Ésa era la tarea que él había venido a cumplir, y cumplirla lo llenaba de alegría pese al terrible sacrificio que implicaba.
Lo que Jesús se propone al confiarles a sus discípulos estas cosas es que ellos participen del mismo gozo que Él experimentó al cumplirse el propósito por el cual Él se hizo hombre.
No hay fuente de gozo mayor para  el hombre que cumplir lo que se ha propuesto, sobre todo si se trata de una gran obra, y más aún si es algo que procede de la voluntad de Dios. ¿Y qué obra más grande puede haber que la redención del género humano? Nadie ha realizado jamás una tarea más trascendente y maravillosa que ésa, que restituyó nuestra amistad con Dios, y nos abrió las puertas del cielo.
Hay otra interpretación posible del gozo de Jesús. Es como si Él les dijera a sus discípulos: Mi gozo viene de que mi Padre me ha amado porque yo he guardado sus mandamientos. Guarden ustedes también siempre mis mandamientos para que mi Padre pueda complacerse en vosotros, como lo hizo conmigo, de tal modo que experimentando su amor, vuestro gozo sea pleno.
Ese gozo es también el de la unión de los amantes, del esposo y de la esposa; el gozo del cual Él es el autor, el gozo de la llenura del Espíritu Santo, que nos permite contemplarlo cada día con mayor claridad, y que será perfeccionado el día que anuncia Pablo, en que lo veremos cara a cara, tal como Él es (1Cor 13:12).
Notas: 1. O según otras copias: “os será dado.”
2. Mathew Henry anota: “Los que permanecen en Cristo como deleite de su corazón, tendrán en Cristo lo que su corazón desea. Las promesas que permanecen en nosotros están listas para convertirse en oraciones que, teniendo ese fundamento, no tardarán en cumplirse.”
3. Estando unidos a Jesús deseamos ciertas cosas; pero cuando estábamos en el mundo deseábamos otras que nos eran perjudiciales. Si hemos dejado el mundo para unirnos a Jesús, no tengamos nostalgia de las cosas que antes deseábamos, porque enfriarán nuestra comunión con Él, sino deseemos más y más lo que nos une a Él. Si eso es lo que le pedimos, no dudemos de que lo obtendremos.
4. Ya en la escena del lavamiento de los pies Jesús les había dado a sus discípulos una demostración práctica de su amor, que era –según Jn 13:1- un amor eis telos, expresión griega que combina los sentidos de “hasta el fin” y “hasta el extremo”, o “hasta lo sumo”, es decir, un amor absoluto.
5. San Agustín pregunta: “¿Es el amor el que hace guardar los mandamientos, o es guardarlos lo que hace al amor? ¿Pero quién duda de que el amor viene primero? El que no ama no tiene motivos para guardar sus mandamientos.”
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Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
   “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#753 (18.11.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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