Por José Belaunde M.
Durante la larga conversación que Jesús tuvo con sus discípulos después de la Última Cena, Él les dijo, entre otras cosas, anunciándoles su muerte y resurrección: "Porque yo vivo, vosotros también viviréis." (Jn 14:19). Con esas palabras Jesús ofrece a todos los que crean en Él una vida diferente a la vida física, una vida inmaterial, esto es, una vida eterna que es su propia vida.
Y agregó: "En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros" (14:20). En otras palabras, la vida que Él ofrece consiste en que Él viva en nosotros y nosotros en Él, así como Él vive en su Padre y su Padre en Él.
Esta realidad de la vida de Dios en el creyente es una de las revelaciones más importantes y más profundas del Evangelio, una verdad tan profunda y extraordinaria que no nos damos cuenta de su significado. Si llegáramos a entenderla y apreciarla en toda su magnitud no cabríamos en nosotros mismos de alegría y de felicidad.
Dios nos ha revelado esta verdad poco a poco, a lo largo de la historia santa. Sabemos por el libro del Génesis que Adán y Eva gozaban de una comunicación constante con Dios y que hablaban con Él de tú por tú.
Pero ellos perdieron esta intimidad con Dios cuando pecaron: "Y oyeron la voz de Dios que se paseaba en el jardín, al aire del día, y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Dios entre los árboles del jardín." (Gn 3:8).
Concientes de su culpa, Adán y Eva huyeron de Dios en lugar de acercarse a Él. La vergüenza del pecado levantó una barrera entre Dios y ellos. Quizá si hubieran reconocido su falta, si se hubieran arrepentido y pedido perdón, la historia de la humanidad habría sido diferente.
Pero en lugar de confesar su falta, ellos trataron de justificarse (Nota 1), echándole la culpa a otro. La expulsión del paraíso, selló su separación de Dios.
En adelante Dios sólo hablaría ocasionalmente con el hombre, como hizo con Caín, para echarle en cara su pecado; o con Enoc, de quien se dice que caminó con Dios; o con Noé y Abraham para señalarles la misión que les encomendaba.
Pero Dios empezó un nuevo trato con los hombres cuando se apareció a Moisés en la zarza de fuego, y le habló para anunciarle que iba a libertar a Israel de la esclavitud en Egipto (Ex 3:1-10).
Conocemos la continuación de la historia. Cómo, después de las 10 plagas, el faraón al fin consintió en que el pueblo partiera al desierto, y cómo enseguida se arrepintió y trató de darles alcance. Entonces Dios se interpuso entre el ejército del faraón y la caravana de los hebreos, y se hizo visible a ellos en forma de una columna de nube durante el día, y de una columna de fuego durante la noche. Esta presencia los acompañó durante todo su peregrinar de cuarenta años en el desierto (Ex 13:17-22; 14:19,20).
Sabemos también que Dios hablaba con Moisés cara a cara sobre el propiciatorio del arca de la alianza, entre los dos querubines.
(Ex 25:22)
Más adelante, cuando Moisés terminó de construir el tabernáculo, el libro del Éxodo dice que "...una nube cubrió el tabernáculo de reunión y la gloria del Señor llenó el tabernáculo. Y Moisés no podía entrar en el tabernáculo de reunión porque la nube estaba sobre él y la gloria del Señor lo llenaba" (Ex 40:34,35).
El pueblo israelita era conciente de que Dios estaba en medio de ellos y los guiaba; así como de que Dios le decía a Moisés todo lo que Moisés les transmitía a ellos. Pero la manifestación visible de Dios les inspiraba tanto pavor, como ocurrió en el Sinaí, que le pidieron a Dios que no les hablara directamente a ellos, sino siempre a través de Moisés (Ex 20:18,19).
Imaginemos a un marido que estuviera tan impresionado por la belleza y encanto de su esposa, que le dijera: No te presentes a mí ni me hables directamente, sino háblame a través de la criada, porque no resisto tu belleza. Parece que el hombre mantiene todavía esa actitud con Dios.
Siglos más tarde esta manifestación de la gloria de Dios se repitió cuando Salomón terminó de construir el templo y lo dedicó al Señor, y se dio el mismo fenómeno: nadie podía entrar al templo porque estaba lleno de la gloria de Dios (2Cro 7:1-3).
El Señor hablaba también con los profetas a través de visiones, de sueños y, a veces, con voz audible. Como cuando le habló a Elías en la cueva del Horeb y se le manifestó en el silbido del viento (1R 19:11-13).
Notemos que tanto Moisés ante la zarza de fuego, como Elías en la entrada de la cueva, se cubrieron el rostro al oír la voz de Dios para no verle la cara. Tenían miedo de perder la vida si lo veían. La presencia de Dios inspira temor aun a aquellos que lo tratan de cerca.
Podemos pensar que Dios hablaba en esa época a muchas personas más que no están consignadas en las Escrituras, porque la Biblia sólo contiene una pequeña parte de las manifestaciones de Dios. Sólo consigna aquellas cosas que Dios consideró necesario que el hombre conociera. Y yo pienso que también pueden aplicarse al Antiguo Testamento las palabras que San Juan dice acerca de las muchas cosas que hizo Jesús, "que si se escribieran una por una ni en todo el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir" (Jn 21:23).
Sabemos por la historia de Balaam que Dios hablaba también con los profetas paganos; eso no era un privilegio exclusivo de los hebreos. Porque aunque Dios había escogido al pueblo de Israel para revelarse de una manera especial, el propósito de esa revelación no se limitaba a ellos, sino que se extendía más allá de los límites de ese pueblo, a la humanidad entera, a la que Él quería salvar, y a la que Él no podía dejar sin conocimiento de su persona (2). Notemos que Balaam sabía de la existencia del Dios de Israel, y lo invocaba y adoraba aunque no pertenecía a su pueblo, y Dios le hablaba. ¿A cuántos sacerdotes o profetas paganos más hablaba Dios en la antigüedad? No lo sabemos. Pero, pensemos ¿De quién era sacerdote Jetro, el suegro de Moisés? Sólo se dice que era sacerdote de Madián. ¿Conocía Jetro al Dios de Jacob a quien Moisés servía? Por las palabras que pronuncia y el sacrificio que ofrece en un episodio posterior (Ex 18:6-12) no cabe duda que sí (3).
Sea como fuere, todas las comunicaciones de Dios con el hombre y todas las revelaciones que le dio en el pasado, convergen en la persona de Jesús, como se dice al comienzo de la epístola a los Hebreos: "Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo..." (Hb 1:1,2).
Dios se manifestó al hombre visible y palpablemente en la persona de su Hijo hace dos mil años en Galilea, hecho hombre como cualquiera de nosotros, a fin de que el hombre lo conozca más íntimamente. El Verbo, el mismo Hijo de Dios, la segunda persona de la Trinidad, tomó carne humana y descendió a la tierra, hecho en todo igual a nosotros, menos en el pecado. Por eso pudo Jesús decir: "el que me ha visto a mí ha visto a mi Padre" (Jn 14:9).
Se hizo hombre de una manera sobrenatural en el vientre de una doncella. Cuando María escuchó del ángel la noticia de que ella concebiría a un hijo, ella le contestó: "¿Cómo puede ser eso si yo no conozco varón?" (Lc 1:34). Y el ángel le dijo: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra. Por lo cual el santo ser que nacerá será llamado Hijo de Dios." (1:35).
Pero Jesús no vino a la tierra para estar sólo por un tiempo con nosotros; para enseñar, hacer milagros, sanar enfermos, padecer y morir, y luego resucitar e irse. Vino también para quedarse para siempre con nosotros, como les dijo a sus apóstoles al despedirse de ellos: "He aquí, yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo." (Mt 28:20).
Ya en la conversación que tuvo con ellos en el Cenáculo les había dado a entender que estaría con ellos a través del Espíritu Santo "... al cual el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Pero vosotros le conocéis porque mora con vosotros y estará en vosotros." (Jn 14:17).
San Pablo lo hace más explícito cuando escribe: "¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros y que tenéis de Dios...?" (1Cor 6:19).
Si hay alguna verdad que el hombre ignora en la práctica y que no quiere ver es ésta: "Cristo en vosotros, la esperanza de gloria." (Col 1:27).
Le damos la espalda a esta realidad porque nos desborda, porque es demasiado grande para poderla asimilar, demasiado maravillosa para incorporarla a nuestra vida cotidiana, sale demasiado del marco de nuestra experiencia sensible. Como los profetas antiguos, nos tapamos la cara delante de esta revelación porque no queremos ver a Dios.
La visión de Dios nos turba. Como Adán y Eva, huimos de Él. Preferimos sumergirnos en las realidades terrestres, materiales de la rutina diaria porque nos son familiares.
Pero ¿si pudiéramos aceptar esta realidad en toda su grandeza? ¿Que el Creador del Universo, que el que lo llena todo con su poder y no cabe en la inmensidad de los cielos, está en mí con toda su gloria y toda su majestad? ¿Que aunque es infinitamente grande yo lo contengo?
¿Que puedo hablar con Él y que puedo escucharlo? ¿Que está más cerca de mí que mi propio aliento? ¿Que me conoce enteramente? ¿Que penetra hasta lo más recóndito de mis pensamientos y que no puedo ocultar nada de Él?
¿Y que si me conoce así no es para juzgarme ni para condenarme severamente, sino para amarme, para comprenderme y para perdonarme, si hay algo que perdonar, y para sanarme? ¿Que Él está en mí para llenarme de su amor, de su paz y de su felicidad eterna? ¿Puedo desear yo, puedo concebir yo algo más maravilloso?
¿Y puedes tú, lector amigo, concebir algo más extraordinario? ¿Que Dios pueda estar en ti y quiera tener amistad contigo? No tienes más que dirigirte a Él en fe y decirle: Sí Señor, yo creo en ti y quiero conocerte y ser tu amigo. “Háblame, Señor, que tu siervo te escucha” (1S 3:10).
Notas: 1. Éste sigue siendo el patrón de conducta humana en nuestro tiempo. El hombre peca, sobre todo en el área sexual, pero no reconoce su falta sino, al contrario, la justifica, inventando para sí una nueva moral permisiva.
2. Ya el Antiguo Testamento proclamaba esta verdad, que sería abiertamente anunciada en el Nuevo (Is 60:1-14).
3. Los madianitas eran descendientes de Madián, uno de los hijos que Abraham tuvo en Cetura (Gn 25:1,2), y conservaban el conocimiento del Dios de Israel que recibieron de su antepasado, aunque pudiera estar mezclado con idolatría.
NB: El estímulo para escribir esta charla radial, que fue publicada por primera vez el 07.01.2001, me lo proporcionó la lectura del bosquejo "The Divine Indwelling" del libro "Handsful on Purpose" del pastor presbiteriano escocés del siglo pasado, James Smith.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y a entregarle tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#705 (11.12.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).
Durante la larga conversación que Jesús tuvo con sus discípulos después de la Última Cena, Él les dijo, entre otras cosas, anunciándoles su muerte y resurrección: "Porque yo vivo, vosotros también viviréis." (Jn 14:19). Con esas palabras Jesús ofrece a todos los que crean en Él una vida diferente a la vida física, una vida inmaterial, esto es, una vida eterna que es su propia vida.
Y agregó: "En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros" (14:20). En otras palabras, la vida que Él ofrece consiste en que Él viva en nosotros y nosotros en Él, así como Él vive en su Padre y su Padre en Él.
Esta realidad de la vida de Dios en el creyente es una de las revelaciones más importantes y más profundas del Evangelio, una verdad tan profunda y extraordinaria que no nos damos cuenta de su significado. Si llegáramos a entenderla y apreciarla en toda su magnitud no cabríamos en nosotros mismos de alegría y de felicidad.
Dios nos ha revelado esta verdad poco a poco, a lo largo de la historia santa. Sabemos por el libro del Génesis que Adán y Eva gozaban de una comunicación constante con Dios y que hablaban con Él de tú por tú.
Pero ellos perdieron esta intimidad con Dios cuando pecaron: "Y oyeron la voz de Dios que se paseaba en el jardín, al aire del día, y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Dios entre los árboles del jardín." (Gn 3:8).
Concientes de su culpa, Adán y Eva huyeron de Dios en lugar de acercarse a Él. La vergüenza del pecado levantó una barrera entre Dios y ellos. Quizá si hubieran reconocido su falta, si se hubieran arrepentido y pedido perdón, la historia de la humanidad habría sido diferente.
Pero en lugar de confesar su falta, ellos trataron de justificarse (Nota 1), echándole la culpa a otro. La expulsión del paraíso, selló su separación de Dios.
En adelante Dios sólo hablaría ocasionalmente con el hombre, como hizo con Caín, para echarle en cara su pecado; o con Enoc, de quien se dice que caminó con Dios; o con Noé y Abraham para señalarles la misión que les encomendaba.
Pero Dios empezó un nuevo trato con los hombres cuando se apareció a Moisés en la zarza de fuego, y le habló para anunciarle que iba a libertar a Israel de la esclavitud en Egipto (Ex 3:1-10).
Conocemos la continuación de la historia. Cómo, después de las 10 plagas, el faraón al fin consintió en que el pueblo partiera al desierto, y cómo enseguida se arrepintió y trató de darles alcance. Entonces Dios se interpuso entre el ejército del faraón y la caravana de los hebreos, y se hizo visible a ellos en forma de una columna de nube durante el día, y de una columna de fuego durante la noche. Esta presencia los acompañó durante todo su peregrinar de cuarenta años en el desierto (Ex 13:17-22; 14:19,20).
Sabemos también que Dios hablaba con Moisés cara a cara sobre el propiciatorio del arca de la alianza, entre los dos querubines.
(Ex 25:22)
Más adelante, cuando Moisés terminó de construir el tabernáculo, el libro del Éxodo dice que "...una nube cubrió el tabernáculo de reunión y la gloria del Señor llenó el tabernáculo. Y Moisés no podía entrar en el tabernáculo de reunión porque la nube estaba sobre él y la gloria del Señor lo llenaba" (Ex 40:34,35).
El pueblo israelita era conciente de que Dios estaba en medio de ellos y los guiaba; así como de que Dios le decía a Moisés todo lo que Moisés les transmitía a ellos. Pero la manifestación visible de Dios les inspiraba tanto pavor, como ocurrió en el Sinaí, que le pidieron a Dios que no les hablara directamente a ellos, sino siempre a través de Moisés (Ex 20:18,19).
Imaginemos a un marido que estuviera tan impresionado por la belleza y encanto de su esposa, que le dijera: No te presentes a mí ni me hables directamente, sino háblame a través de la criada, porque no resisto tu belleza. Parece que el hombre mantiene todavía esa actitud con Dios.
Siglos más tarde esta manifestación de la gloria de Dios se repitió cuando Salomón terminó de construir el templo y lo dedicó al Señor, y se dio el mismo fenómeno: nadie podía entrar al templo porque estaba lleno de la gloria de Dios (2Cro 7:1-3).
El Señor hablaba también con los profetas a través de visiones, de sueños y, a veces, con voz audible. Como cuando le habló a Elías en la cueva del Horeb y se le manifestó en el silbido del viento (1R 19:11-13).
Notemos que tanto Moisés ante la zarza de fuego, como Elías en la entrada de la cueva, se cubrieron el rostro al oír la voz de Dios para no verle la cara. Tenían miedo de perder la vida si lo veían. La presencia de Dios inspira temor aun a aquellos que lo tratan de cerca.
Podemos pensar que Dios hablaba en esa época a muchas personas más que no están consignadas en las Escrituras, porque la Biblia sólo contiene una pequeña parte de las manifestaciones de Dios. Sólo consigna aquellas cosas que Dios consideró necesario que el hombre conociera. Y yo pienso que también pueden aplicarse al Antiguo Testamento las palabras que San Juan dice acerca de las muchas cosas que hizo Jesús, "que si se escribieran una por una ni en todo el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir" (Jn 21:23).
Sabemos por la historia de Balaam que Dios hablaba también con los profetas paganos; eso no era un privilegio exclusivo de los hebreos. Porque aunque Dios había escogido al pueblo de Israel para revelarse de una manera especial, el propósito de esa revelación no se limitaba a ellos, sino que se extendía más allá de los límites de ese pueblo, a la humanidad entera, a la que Él quería salvar, y a la que Él no podía dejar sin conocimiento de su persona (2). Notemos que Balaam sabía de la existencia del Dios de Israel, y lo invocaba y adoraba aunque no pertenecía a su pueblo, y Dios le hablaba. ¿A cuántos sacerdotes o profetas paganos más hablaba Dios en la antigüedad? No lo sabemos. Pero, pensemos ¿De quién era sacerdote Jetro, el suegro de Moisés? Sólo se dice que era sacerdote de Madián. ¿Conocía Jetro al Dios de Jacob a quien Moisés servía? Por las palabras que pronuncia y el sacrificio que ofrece en un episodio posterior (Ex 18:6-12) no cabe duda que sí (3).
Sea como fuere, todas las comunicaciones de Dios con el hombre y todas las revelaciones que le dio en el pasado, convergen en la persona de Jesús, como se dice al comienzo de la epístola a los Hebreos: "Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo..." (Hb 1:1,2).
Dios se manifestó al hombre visible y palpablemente en la persona de su Hijo hace dos mil años en Galilea, hecho hombre como cualquiera de nosotros, a fin de que el hombre lo conozca más íntimamente. El Verbo, el mismo Hijo de Dios, la segunda persona de la Trinidad, tomó carne humana y descendió a la tierra, hecho en todo igual a nosotros, menos en el pecado. Por eso pudo Jesús decir: "el que me ha visto a mí ha visto a mi Padre" (Jn 14:9).
Se hizo hombre de una manera sobrenatural en el vientre de una doncella. Cuando María escuchó del ángel la noticia de que ella concebiría a un hijo, ella le contestó: "¿Cómo puede ser eso si yo no conozco varón?" (Lc 1:34). Y el ángel le dijo: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra. Por lo cual el santo ser que nacerá será llamado Hijo de Dios." (1:35).
Pero Jesús no vino a la tierra para estar sólo por un tiempo con nosotros; para enseñar, hacer milagros, sanar enfermos, padecer y morir, y luego resucitar e irse. Vino también para quedarse para siempre con nosotros, como les dijo a sus apóstoles al despedirse de ellos: "He aquí, yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo." (Mt 28:20).
Ya en la conversación que tuvo con ellos en el Cenáculo les había dado a entender que estaría con ellos a través del Espíritu Santo "... al cual el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Pero vosotros le conocéis porque mora con vosotros y estará en vosotros." (Jn 14:17).
San Pablo lo hace más explícito cuando escribe: "¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros y que tenéis de Dios...?" (1Cor 6:19).
Si hay alguna verdad que el hombre ignora en la práctica y que no quiere ver es ésta: "Cristo en vosotros, la esperanza de gloria." (Col 1:27).
Le damos la espalda a esta realidad porque nos desborda, porque es demasiado grande para poderla asimilar, demasiado maravillosa para incorporarla a nuestra vida cotidiana, sale demasiado del marco de nuestra experiencia sensible. Como los profetas antiguos, nos tapamos la cara delante de esta revelación porque no queremos ver a Dios.
La visión de Dios nos turba. Como Adán y Eva, huimos de Él. Preferimos sumergirnos en las realidades terrestres, materiales de la rutina diaria porque nos son familiares.
Pero ¿si pudiéramos aceptar esta realidad en toda su grandeza? ¿Que el Creador del Universo, que el que lo llena todo con su poder y no cabe en la inmensidad de los cielos, está en mí con toda su gloria y toda su majestad? ¿Que aunque es infinitamente grande yo lo contengo?
¿Que puedo hablar con Él y que puedo escucharlo? ¿Que está más cerca de mí que mi propio aliento? ¿Que me conoce enteramente? ¿Que penetra hasta lo más recóndito de mis pensamientos y que no puedo ocultar nada de Él?
¿Y que si me conoce así no es para juzgarme ni para condenarme severamente, sino para amarme, para comprenderme y para perdonarme, si hay algo que perdonar, y para sanarme? ¿Que Él está en mí para llenarme de su amor, de su paz y de su felicidad eterna? ¿Puedo desear yo, puedo concebir yo algo más maravilloso?
¿Y puedes tú, lector amigo, concebir algo más extraordinario? ¿Que Dios pueda estar en ti y quiera tener amistad contigo? No tienes más que dirigirte a Él en fe y decirle: Sí Señor, yo creo en ti y quiero conocerte y ser tu amigo. “Háblame, Señor, que tu siervo te escucha” (1S 3:10).
Notas: 1. Éste sigue siendo el patrón de conducta humana en nuestro tiempo. El hombre peca, sobre todo en el área sexual, pero no reconoce su falta sino, al contrario, la justifica, inventando para sí una nueva moral permisiva.
2. Ya el Antiguo Testamento proclamaba esta verdad, que sería abiertamente anunciada en el Nuevo (Is 60:1-14).
3. Los madianitas eran descendientes de Madián, uno de los hijos que Abraham tuvo en Cetura (Gn 25:1,2), y conservaban el conocimiento del Dios de Israel que recibieron de su antepasado, aunque pudiera estar mezclado con idolatría.
NB: El estímulo para escribir esta charla radial, que fue publicada por primera vez el 07.01.2001, me lo proporcionó la lectura del bosquejo "The Divine Indwelling" del libro "Handsful on Purpose" del pastor presbiteriano escocés del siglo pasado, James Smith.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y a entregarle tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#705 (11.12.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).
1 comentario:
hermano, esta palabra abrió mi entendimiento quiero aplicarla y compartirla, bendiciones
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