jueves, 15 de septiembre de 2011

LAMENTO POR LA DESTRUCCIÓN DE JERUSALÉN I

Por José Belaunde M.

UN COMENTARIO DE LAMENTACIONES 3:1-33

El libro de Lamentaciones consiste en cinco poemas que, como su nombre indica, lamentan un acontecimiento terrible para el pueblo judío: la destrucción de Jerusalén por los babilonios el año 586 AC, que Dios había anunciado que ocurriría en castigo de la idolatría en que habían caído sus habitantes. Esa catástrofe divide la historia judía antigua en dos períodos: en un antes y un después del exilio que siguió a la derrota.
Durante mucho tiempo se pensó que el autor de las Lamentaciones fue el profeta Jeremías, y por ese motivo los poemas suelen estar colocados a continuación del libro de ese profeta. Pero estudios recientes han puesto en duda su autoría por razones de estilo, y atribuyen los cinco poemas a diferentes autores cuyos nombres no han llegado a nosotros, a quienes Dios, sin embargo, inspiró para expresar los sentimientos de los judíos piadosos frente a la catástrofe.
Cuatro de las cinco lamentaciones son poemas acrósticos o alfabéticos, esto es, cada verso empieza con una letra diferente del alfabeto hebreo. La tercera lamentación, sin embargo, se distingue de las otras en que a cada letra corresponden tres versos del poema, como se verá enseguida, y en que los versos son más cortos que en las demás lamentaciones. Mientras que las otras tres tienen 22 versículos cada una (tantas como consonantes tiene el alfabeto hebreo), la tercera tiene 66 versículos, tres por cada letra del alfabeto hebreo. (Nota 1)
Esta lamentación se distingue de las demás también porque ha sido escrita por un testigo presencial de la destrucción de la ciudad, lo que acrecienta su tono conmovedor. Sin embargo por momentos pareciera que es la propia ciudad destruida la que habla por su boca.

Alef 1. “Yo soy el hombre que ha visto aflicción bajo el látigo de su enojo.”
El autor se presenta a sí mismo como testigo de la aflicción que causa la ira de Dios. Él habla no de lo que le han contado, sino de lo que sus propios ojos han visto, y de lo que él mismo ha sufrido porque, según parece, él se hallaba en la ciudad cuando fue conquistada. Él habla pues en nombre propio y, a la vez, en nombre de la ciudad misma. Babilonia fue el instrumento de la ira de Dios para castigar al reino de Judá, así como Asiria lo había sido un siglo y medio antes para el reino del Norte (2R 17).
Alef 2. “Me guió y me llevó en tinieblas, y no en luz”
Las tinieblas son símbolo de aflicción (cf Jb 19:8); la luz, de salvación y esperanza. Los acontecimientos lamentables que el autor comenta fueron causados por la mano de Dios en respuesta a la infidelidad de su pueblo. Él lo condujo a través de ellos, se los hizo experimentar. Por eso puede afirmar:
Alef 3. “Ciertamente contra mí volvió y revolvió su mano todo el día.”
No hubiera experimentado esos hechos si no hubieran sido causados por Dios mismo, y si Él no hubiera querido que los sufriera. La mano de Dios, que normalmente estaba a favor suyo para protegerlo, se ha vuelto contra él para afligirlo. Implícitamente el poeta reconoce, en nombre de la ciudad, que él se merece lo que le ha ocurrido. Esta afirmación, como representante del pueblo infiel, cobra sentido si se recuerda las muchas advertencias que Jeremías y otros profetas, dirigieron al pueblo judío reprochándole la idolatría a la que se habían entregado, y anunciándoles el castigo inminente (Jr caps. 5 y 6; 9:12-22; cap. 21).

Bet 4. “Hizo envejecer mi carne y mi piel; quebrantó mis huesos.”
En esta estrofa, y en las cuatro estrofas siguientes, que recuerdan al libro de Job, el autor emplea imágenes vívidas como símbolos para describir la situación atribulada en que se encuentra. Siendo él una persona en la plenitud de su fuerza, Dios hizo que su carne y su piel, antes rozagantes, se volvieran como las de los ancianos, flácidas y secas, y que sus huesos se quebraran, reduciéndolo a la impotencia (cf Jb 19:19,20).
Bet 5. “Edificó baluartes contra mí, y me rodeó de amargura y de trabajo.”
En las guerras de la antigüedad se edificaban torres de madera, que se adosaban a las murallas de las ciudades que se quería atacar (Is 29:3). Él siente que todas las circunstancias conspiran contra él, como una ciudad asediada por enemigos implacables y sin número. La amargura que le produce su situación llena su alma de angustia y no le permite descansar.
Bet 6. “Me dejó en oscuridad, como los ya muertos de mucho tiempo.”
Siente como si hubiera descendido al Seol, a la morada de los muertos donde todo es oscuridad y de donde nadie regresa. (cf Jb 10:21,22; Sal 88:4,5; 143:3).

Guimel 7. “Me cercó por todos lados, y no puedo salir; ha hecho más pesadas mis cadenas.”
Se ve rodeado por enemigos que no le dan tregua y no le dejan escapar. Las penurias de su situación son como cadenas cada vez más pesadas que le oprimen y no le dejan moverse (Jb 3:23; 19:8; Os 2:6).
Guimel 8. “Aun cuando clamé y di voces, cerró los oídos a mi oración”
Es inútil que clame al Señor y dé voces de auxilio porque no es escuchado. Dios se ha vuelto sordo a su queja. (cf Jb 19:7; 30:20; Sal 88:14) ¡Cuántas veces no ocurre que sentimos que el Señor no nos escucha! Como exclama el salmista: “Dios mío, clamo de día y no respondes.” (Sal 22:2ª) Sin embargo, en esas ocasiones es cuando más cerca está Dios de nosotros, atento a la medida de aflicción que nos conviene como medicina, para que no sea excesiva y nos aplaste. Él sabe por qué lo permite.
Guimel 9. “Cercó mis caminos con piedra labrada, torció mis senderos.”
Las circunstancias difíciles por las que atraviesa son como barreras sólidas de piedra que no le permiten huir, y bloquean todas las puertas de escape. Se siente como en una cárcel.

Dalet 10. “Fue para mí como oso que acecha, como león en escondrijos;”
¿Cómo se siente un hombre enfrentado a una fiera que lo acecha, pronta para caerle encima y despedazarlo? (Os 13:8).
Dalet 11. “Torció mis caminos, y me despedazó; me dejó desolado.”
No encuentra solución a su situación angustiante porque toda las salidas están bloqueadas por obstáculos.
Dalet 12. “Entesó su arco, y me puso como blanco para la saeta.” (cf Lm 2:4)
Dios se porta con él como un guerrero que toma su arco y le apunta con una flecha lista para disparar. Estas imágenes pueden ser interpretadas como símbolo del asedio enemigo que sufrió la ciudad santa. Las siguientes frases de la 4ta. Lamentación describen muy apropiadamente cómo Dios castigó a Jerusalén: “Cumplió Jehová su enojo; derramó el ardor de su ira; y encendió en Sión fuego que quemó hasta sus cimientos. Nunca los reyes de la tierra, ni todos los que habitan en el mundo, creyeron que el enemigo y el adversario entrara por las puertas de Jerusalén. Es por causa de los pecados de sus profetas, y las maldades de sus sacerdotes, quienes derramaron en medio de ella la sangre de los justos.” (Lm 4:11-13; cf Sal 38:2)

He 13. “Hizo entrar en mis entrañas las saetas de su aljaba.”
Ha descargado sobre él todas las flechas de su ira, y sus juicios han penetrado en sus entrañas como agujas envenenadas llenándolo de amargura (Jb 6:4).
He 14. “Fui escarnio a todo mi pueblo, burla de ellos todos los días.”
Cuando el profeta advertía al pueblo del castigo que se avecinaba, él era objeto de la burla de toda la gente que debió más bien haber prestado atención a sus palabras. (Jr 20:7,8).
He 15. “Me llenó de amarguras, me embriagó de ajenjos.”
Me ha embriagado con las bebidas amargas que me ha forzado a beber y estoy fuera de mí (Jr 9:15). La amargura y la tristeza actúan en el alma como licor que embriaga y atonta, e impide pensar con claridad. Siente que tambalea y que va a caer.

Wau 16. “Mis dientes quebró con cascajo, me cubrió de ceniza.”
¿Puede haber cosa más horrible que le rompan a uno los dientes forzándolo a mascar cascajo? Eso es lo que el poeta describe, usando un lenguaje simbólico que expresa la amargura que llena su espíritu.
Un midrash judío sobre las lamentaciones cuenta que en su camino al exilio, los israelitas para alimentarse amasaban en el suelo la harina que llevaban consigo, porque no les quedaba otro recurso; lo que tenía por consecuencia que la arena se mezclara con la masa, y esta mezcla, una vez cocida, era lo que se llevaban a la boca.
En el Israel antiguo, las personas que estaban de duelo, o que hacían penitencia por sus pecados, se cubrían de ceniza para expresar su dolor o su arrepentimiento (2Sm 13:19; Est 4:1).
Wau 17. “Y mi alma se alejó de la paz, me olvidé del bien.”
Mi alma se alejó de la paz, o quizá mejor, la paz se alejó de mí, porque estoy sumido en angustia y tristeza. El infortunio y la paz del alma son irreconciliables, salvo que, por una gracia especial, uno pueda gozar de paz en medio de las tribulaciones. Por eso añade que ha olvidado completamente lo que es la felicidad, tan lejos está su estado de ánimo de ella.
Wau 18. “Y dije: Perecieron mis fuerzas, y mi esperanza en Jehová.”
Según una versión judía: “Mis fuerzas, y mi esperanza perecieron delante del Señor”. Cualquiera de los dos formas expresa bien el abatimiento en que se halla sumido el poeta. Perder toda esperanza en Dios es un extremo al que el creyente difícilmente llega, por terribles que sean las circunstancias en que se encuentre porque, aunque la ayuda de Dios no llegara a librarlo de morir, él sabe bien que con la muerte no perece su esperanza, sino que, al contrario, detrás de ese umbral le espera su recompensa y la dicha de su presencia.

Zain 19. “Acuérdate de mi aflicción y de mi abatimiento, del ajenjo y de la hiel;”
Zain 20. “Lo tendré aún en memoria, porque mi alma está abatida dentro de mí;”
Zain 21. “Esto recapacitaré en mi corazón, por lo tanto esperaré.”
Aunque el texto aquí no es muy claro, a partir de este punto el lamento se torna en oración. En nombre del pueblo afligido el poeta le pide a Dios que se acuerde de su aflicción, de su depresión y de su amargura, y se compadezca (Jr 9:15). Al mismo tiempo sus palabras expresan la esperanza de que Dios mirará con misericordia a los afligidos.
En consonancia con esa esperanza lo que sigue es un canto a la misericordia de Dios que nunca falta aún en medio de la tormenta.

Jet 22. “Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias.”
Jet 23. “Nuevas son cada mañana; grande es tu fidelidad.”
Jet 24. “Mi porción es Jehová, dijo mi alma; por tanto, en él esperaré.”

Cuando más bajo parece que hemos caído, cuando mayor es nuestra desolación, más cerca está Dios de nosotros, sosteniéndonos.
Las frases de esta estrofa recuerdan las de varios conocidos salmos que cantan, unos a las misericordias siempre renovadas del Señor, y otros a su fidelidad eterna (Sal 117:2). En ambas puede confiar siempre el hombre.
La última línea recuerda también otro salmo en que David dice que la porción que le ha tocado en la vida es Dios mismo (Sal 16:5; cf 73:26; 119:57) (Nota 2). Y si eso es así ¿cómo no ha de tener motivos el hombre para esperar confiado?
Pero para que a uno le toque Dios como su porción en la vida es necesario, para comenzar, que uno lo haya escogido a Él como meta de todas sus aspiraciones. Dios nos pertenece en la práctica en la medida en que nosotros le pertenecemos a Él. Él es mío porque yo soy de Él. Yo puedo confiar en Él en la medida en que me he entregado a Él. Es cierto que Él nunca abandona a los suyos, pero yo debo ser enteramente suyo para tener esa seguridad. El apóstol Santiago escribió: “Acercaos a Dios y Él se acercará a vosotros.” (St 4:8)

Tet 25. “Bueno es Jehová a los que en Él esperan, al alma que le busca.”
Tet 26. “Bueno es esperar en silencio la salvación de Jehová.”
Tet 27. “Bueno le es al hombre llevar el yugo desde su juventud.”
Las ideas del tríptico anterior se repiten renovadas en éste, repitiendo tres veces la palabra “bueno” al comenzar cada línea. Jesús dijo que el único “bueno” es Dios (Mt 19:17), y, en verdad, su bondad para los que esperan en Él es infinita. Al lado de la bondad de Dios, la bondad del mejor de los hombres es maldad.
Por ese motivo es “bueno”, es decir, conveniente para el hombre esperar en Dios en silencio, aguardando su salvación que ha de venir sin falta, aunque tarde para probar nuestra fe en Él (Sal 27:14; 37:7; Pr 20:22). Si bien Dios es bueno para con todos, Él es particularmente bueno con sus verdaderos adoradores, con los que le permanecen fieles a través de las pruebas y tribulaciones.
“Bueno” le es también al hombre llevar el “yugo” de la ley de Dios desde edad temprana, pues ella lo encamina en la vida para que no tropiece: “Instruye al niño en su camino, y aún cuando fuere viejo no se apartará de él.” (Pr22:6).
Jesús dijo que su yugo es suave y su carga ligera (Mt 11:30). ¿Qué cosa es un yugo? Es una pieza sólida de madera que se pone sobre la cabeza de la yunta de bueyes para que siga con mansedumbre al labrador que los lleva a arar la tierra. El yugo en sentido figurado es pues a la vez un instrumento de sometimiento y corrección para la cerviz endurecida del hombre, y un instrumento de la providencia que lo guía: “Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos.” (Sal 119:71).

Por eso dice a continuación que es Dios quien impone el yugo al piadoso:
Yod 28. “Que se siente solo y calle, porque es Dios quien se lo impuso;”
Yod 29. “Ponga su boca en el polvo, por si aún hay esperanza;”
Yod 30. “Dé la mejilla al que le hiere, y sea colmado de afrentas.”

Si es Dios quien le impuso el yugo debe aceptarlo sin rebelarse y ver en él una señal de la misericordia de Dios que lo disciplina. Humíllese delante suyo confiando en que aún hay salvación para él, y no resista a las ofensas de sus enemigos, sino presente su mejilla mansamente al que quiera abofetearlo. Algún día Dios lo vengará. Jesús debe haber tenido en mente este pasaje cuando pronunció esas palabras que han causado estupor: “No resistáis al malo; antes a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra.” (Mt 5:39) Pero Él mismo nos dio ejemplo de ese precepto: “…quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba.” (1P 2:23)
¿Quiere eso decir que hemos de dejar que el impío se salga siempre con la suya? ¿Hemos de admitir su triunfo sin ofrecerle resistencia?
Todo lo que nos sucede en última instancia procede de Dios, aun la derrota frente al enemigo injusto. Por eso el Señor nos ofrece un consuelo en lo que el poeta a continuación escribe:

Kof 31. “Porque el Señor no desecha para siempre;”
Kof 32. “Antes si aflige, también se compadece según la multitud de sus misericordias;”
Kof 33. “Porque no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres.”
El sentido de esas frases es tan claro que casi no necesitan de comentario. La disciplina del Señor no es definitiva. Aunque castigue al justo que lo merece –“Al que mucho le es dado, mucho se le demanda”, dijo Jesús-, no lo desecha para siempre (Sal 94:14). En su trato con los hombres Él alterna la justicia con la misericordia, según sea requerido. Pero si Él cree necesario tratar con severidad al hombre, no lo hace de buena gana ni se complace en ello. Antes, al contrario, Él se compadece mientras reprende, como el padre que usa la vara con su hijo, aún doliéndole cada golpe que le propina. (Continuará)

Notas: 1. El alfabeto hebreo sólo tiene consonantes. Las vocales, representadas por líneas y puntos debajo de las consonantes, fueron añadidas por los masoretas a inicios de nuestra era para fijar la pronunciación. En el Salterio hay varios salmos acrósticos. El más elaborado de ellos es el salmo 119, que tiene 22 estrofas de ocho líneas dobles, cada una de las cuales comienza con la letra correspondiente a la estrofa. También es acróstico el “Elogio de la Mujer Virtuosa” de Proverbios 31:10-31.
2. Véase el art. #657 del 19.12.10. “UNA HERENCIA ESCOGIDA I”

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y entregándole tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#692 (11.09.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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