martes, 2 de agosto de 2011

EL CÁNTICO DE MARÍA I

Por José Belaunde M.

Llamado también el Magníficat
Un Comentario de Lucas capítulo 1, vers. del 46b al 50

El Evangelio de Lucas narra cómo María escucha atónita y sumisa el anuncio del ángel de que ella va a concebir un hijo por el poder del Espíritu Santo, sin conocer varón, y que para prueba de que para Dios no hay nada imposible, su pariente Isabel, ya anciana y estéril, lleva seis meses embarazada. Entonces ella, sin dudar del anuncio del ángel, se apresura a ir a las montañas de Judea, para visitar a su pariente y asistirla (Lc 1:39,40).

Cuando Isabel oye el saludo de su joven pariente que viene desde su lejana Nazaret a visitarla, ella, llena del Espíritu Santo, irrumpe en unas palabras inspiradas de acogida, algunas de las cuales han pasado a formar parte de una oración que ha sido y es mil veces repetida por gran parte del pueblo cristiano a lo largo de los siglos. (Nota 1)

En respuesta al saludo gozoso e inesperado de Isabel, María a su vez, eleva un cántico que expresa los sentimientos de asombro y de agradecimiento a Dios que llenan su alma por la obra extraordinaria que el Todopoderoso ha hecho en ella. El cántico brota de un alma casta y piadosa que ha recibido una gracia extraordinaria de Dios, la más grande recibida por mujer alguna en la historia de la humanidad, al concebir en su seno, sin intervención de varón, y por obra del Espíritu Santo, a un hijo que sería el Salvador de Israel. De este acontecimiento se puede decir que es, sin lugar a dudas, el milagro más grande de todos los tiempos y, a la vez, el evento más importante de todo el devenir humano en la tierra: que Dios se hiciera hombre.

El corto himno que ella entona da expresión no sólo a la alegría de María, sino también a los pensamientos que deben haber embargado su mente desde el día en que recibió el anuncio del ángel. No obstante, el texto del himno está lleno de reminiscencias de otro cántico pronunciado siglos atrás por Ana, la madre de Samuel cuando, después de años de infertilidad, Dios le concede la gracia de concebir un hijo (1 Sm 2:1-10), cántico que María, como todas las doncellas piadosas de Israel, debe haber conocido muy bien y que posiblemente hasta sabía de memoria. (2)

Pero el “Magníficat”, como este himno ha pasado a ser llamado en la tradición cristiana latina, debido a la palabra que lo empieza en su traducción a ese idioma, presenta también reminiscencias y alusiones a otros textos de la Escritura que María sin duda conocía y que iremos señalando en nuestro comentario.

María pronuncia sus palabras en arameo, que era la lengua hablada por el pueblo judío desde el exilio babilónico –aunque un número creciente de eruditos, con evidencias sólidas a la mano, sostiene que el idioma hablado en Israel en esa época era el hebreo y no el arameo. Lucas, que debe haber recibido su texto de María misma, lo tradujo al idioma griego común (koiné) en el que él escribió su evangelio, y en esa lengua ha llegado a nosotros.

Antes de examinarlo en detalle vale la pena notar que este himno ha sido musicalizado por numerosos compositores del renacimiento y del barroco –desde el siglo XV al XVIII- durante la época de apogeo de la música polifónica religiosa. La más famosa de las composiciones musicales basadas en su texto es la bellísima cantata para solistas, coro y orquesta, de poco más de media hora de duración, titulada “Magníficat”, compuesta por el gran compositor luterano alemán del siglo XVIII, Juan Sebastián Bach (1685-1750), una de las obras más geniales salidas de su pluma. Esta obra de difícil ejecución, dicho sea de paso, se cantó en Lima en la década del sesenta, cuando nuestra ciudad contaba con recursos musicales mayores que en el presente. (3)

46b,47. “Engrandece (o magnifica) mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador.” (El original dice: “Mi espíritu exulta en Dios mi Salvador”) (4)
Mi alma y mi espíritu, es decir, no sólo mi cuerpo, sino mi ser entero con todas sus facultades, engrandecen al Señor.

¿Cómo puede el hombre engrandecer a Dios que es infinito por naturaleza? De dos maneras, lo engrandece dentro de sí mismo, cuando le da dentro de su alma el mayor espacio posible, rindiéndole todo su ser. Pero sobretodo, y éste es el sentido más cercano, proclamando su grandeza ante el mundo.

Engrandecerlo es una forma de alabarlo, bendecirlo, glorificarlo y adorarlo. Mi alma se postra ante Él y reconoce que Él es mi todo. Inclinarme ante Él lleva a que mi espíritu se regocije en gran manera y se alegre en Él. Cuando Dios ocupa todo el espacio de mi alma, cuando llena todo mi ser, el gozo del Señor me inunda y me transporta en gritos de júbilo.

(Notemos que María dice: “en Dios mi Salvador”. Ella, como todo ser humano, necesita ser salvada, con la diferencia crucial en su caso, que ella lleva en su seno al Salvador suyo y de toda la humanidad).

En las palabras de María hay una reminiscencia clara de las que entona Ana al iniciar su cántico: “Mi corazón se regocija en Jehová… por cuanto me alegré en tu salvación” (1Sm 2:1). Pero también las palabras de María nos recuerdan al Salmo 34 “Engrandeced a Jehová conmigo, y exaltemos a una su nombre”. (v. 3).

Las palabras de María expresan una actitud de adoración y alabanza a Dios frecuente en Israel. ¿Cuánto de ese espíritu se conserva entre nosotros, aparte del culto al que asistimos dominicalmente? ¿Nos colma este espíritu de sentimientos de adoración y de gozo ante el Señor todos los días? ¿Le agradecemos continuamente por lo que Él es y por lo que ha hecho en nosotros?

El comienzo del Salmo 103 expresa sentimientos afines: “Bendice, alma mía, a Jehová, y bendiga todo mi ser su santo nombre. Bendice, alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios” (vers 1,2).

Como veremos enseguida, María engrandece al Señor por las cosas extraordinarias que ha hecho en ella. La suya es un alma agradecida porque aprecia lo que el Señor ha hecho en su ser. Pero más que apreciar, está en realidad anonadada por el favor que Dios le ha hecho a ella, indigna criatura, de escogerla como madre del Mesías que Israel esperaba; un privilegio que todas las muchachas piadosas de Israel deseaban les fuese otorgado.


48ª. “Porque ha mirado la bajeza de su sierva”
Dios se ha fijado en la humildad –o mejor, en la humilde condición- de su esclava. Yo no soy nada pero, pese a ello, Dios ha puesto sus ojos en mí. ¿Quién soy yo para merecer ese honor? Pero son justamente la humildad, acompañada de la pureza, las virtudes que más atraen a Dios en el ser humano, porque son las que más lo acercan a Él. Son también con frecuencia las menos cultivadas. La humildad, se ha dicho, es la llave que abre el corazón de Dios.

Lo que en María atrajo a Dios no fue su intelecto, ni su belleza, ni sus virtudes domésticas; lo atrajo su santidad, hecha de humildad y pureza. ¿No es esto extraordinario? ¿Nos fijamos los hombres en estas cualidades cuando escogemos por novia a una muchacha? ¿Quién ha vista alguna vez en los periódicos un aviso que diga: “Se busca una muchacha pura y humilde para contratarla como empleada”?

¿Quieres que Dios se fije en ti? Sé humilde y lo hará. En cambio “al altivo lo mira de lejos”. (Sal 138:6). La humildad reemplaza a los pergaminos y títulos académicos, y sustituye con creces a la hoja de vida más nutrida.

¿Cuántos hombres y mujeres de Dios se han enfriado y han perdido el favor del Señor porque se enorgullecieron? ¿A cuántos el éxito de su ministerio se les subió a la cabeza y se debilitó su dependencia de Dios? Si Dios premia tus esfuerzos con el éxito, humíllate ante Él y reconoce que es por su gracia y no mérito tuyo, para que Él te siga bendiciendo.


48b “Pues he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones.”
María osa pronunciar una profecía extraordinaria, que es tanto más sorprendente si se piensa en lo que ella era. Aunque descendiente del rey David, y pariente de sacerdotes, ella era una muchacha de humilde condición, comprometida con un artesano; sin medios de fortuna, y que vivía en una aldea que no gozaba de ningún prestigio (Jn 1:46). No obstante se atreve a predecir que desde ahora en adelante todas las generaciones; la proclamarán bienaventurada. ¿Está ella loca? ¿Cómo se atreve a profetizar una cosa semejante para sí misma? Se atreve por la gracia extraordinaria que ella ha recibido: que el mismísimo Hijo del Altísimo venga a tomar carne humana en su seno (Lc 1:32). Esta es la gracia extraordinaria de la que ella es consciente y que le permite hacer esa inaudita profecía.

Pues bien, preguntémonos: ¿Se ha cumplido o no la profecía que ella pronunció acerca de sí misma? ¿Hay algún personaje entre sus contemporáneos, como el rey Herodes que reinaba en Jerusalén en esos días, o como el emperador Augusto, que desde Roma daba órdenes que se cumplían en todos sus vastos dominios, que sea tan famoso en el mundo entero como lo ha sido y sigue siendo ella, veinte siglos después de que pronunciara esas palabras? ¿Ha habido mujer en el mundo que haya sido y que sea más admirada que ella? ¿Hay nombre de mujer que sea más popular que el suyo?


49ª. “Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso” (O “el Poderoso ha hecho grandes cosas en mí.”)
Esa es la razón por la que ella se atreve a predecir que las generaciones la proclamarán bienaventurada. ¿Qué grandes cosas son las que Dios ha hecho en ella? Nada de lo que pueda ella jactarse, o que sean mérito suyo, sino que son exclusivamente obra de Dios. El Todopoderosos ha hecho un milagro extraordinario en su vientre: que ella conciba sin la intervención indispensable de la semilla masculina. El Espíritu Santo ha suplido la esperma y los genes que normalmente la naturaleza provee para que se produzca la concepción.

Ella no sabía nada de biología, y los conocimientos que se tenía entonces acerca del surgimiento de la vida humana eran rudimentarios. Sin embargo ella comprende que lo que Dios ha realizado en ella es algo maravilloso, fuera de lo común.

Pero aún más maravilloso que ese milagro es el Ser que en ella ha cobrado vida y que empieza a crecer en su seno: El Verbo, el Hijo de Dios mismo, que venía como Mesías esperado a salvar a su pueblo. Y esto es lo que debe haberla sumido a ella en el más grande asombro: que Dios mismo venga a habitar en ella. ¡Cómo no la habrían de llamar bienaventurada todas las futuras generaciones! Es por medio de ella cómo Jesús, el Salvador, tomó carne humana. A ella se le concedió el privilegio de ser su madre. Con toda razón la recibió Isabel con las palabras: “Bendita tú entre todas las mujeres” (Lc 1:42), porque lo era en verdad. Isabel, llena del Espíritu Santo, se había adelantado a proclamar lo que María diría de sí misma. Y fue el Espíritu Santo también el que movió los labios de María para que ella hiciera esa profecía, que de no surgir por inspiración divina, sería escandalosamente presuntuosa.

¡Ah, qué cosas puede hacer el Espíritu de Dios en el hombre! ¡Y cómo ha levantado Dios a la naturaleza humana para que su Hijo venga a hacerse uno con nosotros! María dijo de sí misma que Dios se había fijado en la humildad de su sierva. Pues bien, a través de ella, la humilde, el propio Jesús se humilló a sí mismo tomando forma de siervo (Flp 2:7). ¡El Siervo que nace de la sierva! ¡La sierva que concibe y da a luz a tal Siervo! Y que no sólo lo alumbrará un día no lejano, sino que lo estrechará entre sus brazos y lo amamantará con sus pechos. ¡Cómo no había ella de ser bendita entre las mujeres y ser llamada bienaventurada en adelante por todas las generaciones!


49b, 50. “Santo es su nombre, (5) y su misericordia es de generación en generación a los que le temen.”
Sí, santo es el nombre de Aquel que puede hacer tales cosas, de Aquel cuya misericordia no se agota, sino que perdura de generación en generación para todos los que se rinden a sus pies, lo aman y lo reconocen como su Señor. (6)

María rubrica con palabras de alabanza la declaración de las maravillas que Dios ha hecho en ella. Ella está llena de agradecimiento, tanto más que se siente indigna de tanto favor.

Pero ¿quién no se sentiría indigno? ¿Hay alguien que pueda decir que merece los favores que Dios le ha hecho? ¿Qué sea digno de ellos? Nadie. La condición de María es la nuestra. Todos somos indignos; todo lo que hemos recibido, comenzando por la salvación, es por pura gracia. María lo puede decir en nombre de todos. Pero María puede estar también anonadada por el conocimiento de las cosas de Dios que en esos días el Espíritu Santo le ha infundido. Porque no debemos pensar que al cubrirla el Espíritu Santo con su sombra, como le dijo el ángel, lo único que ocurrió en ella fue esa concepción milagrosa, sino que, pienso yo, la sabiduría de Dios y muchos otros dones deben haberse derramado en ella para que pudiera cumplir bien el papel de madre de su Hijo, para el cual Él la había escogido.

¿No necesitaba Jesús cuando naciera que su madre hubiera sido santificada e iluminada por el Espíritu? A tal Hijo, tal madre era necesaria. Por eso puede ella exclamar con el salmista: “¡Santo es Su Nombre!” (Sal 111:9). Santo y temible, dice ese salmo, porque también es temible en las cosas que hace cuando la ira mueve su brazo.

La santidad de Dios es un fuego ardiente que abrasa y purifica todo lo que toca, como los carbones encendidos que tocaron los labios de Isaías (6:6,7). ¡Oh, que también tocaran los nuestros y los purificaran para que nunca pronuncien palabras indignas u ociosas!

María, al concebir a Jesús, debe haber sentido la santidad de su Hijo arder en su pecho y debe haber quedado abismada por su propia insuficiencia.

Al hablar María de la misericordia de Dios, que es de generación en generación, ella debe haber percibido en el Espíritu –conscientemente o inconscientemente- la obra salvadora que su Hijo haría en todos los hombres que, en el curso de los siglos, creerían en Él (cf Sal 103:17). Porque si la misericordia de Dios es grande, lo es grande sobre todo porque salva a los peores pecadores, a los que están más lejos de su gracia, a los que menos merecen ser salvados. Ella había sido objeto de la misericordia de Dios; a partir de lo que Dios hizo en ella, incontables seres humanos serían objeto de la misericordia inmerecida de Dios, y entre ellos nos contamos tú y yo, amado lector. ¡Démosle gracias a Dios por ello!

María fue instrumento de la misericordia de Dios, de la más grande misericordia, porque con la encarnación de Jesús “vino el cumplimiento del tiempo, (en que) Dios envió a su Hijo, nacido de mujer…”, para llevar a cabo su gran obra (Gal 4:4). A partir de la encarnación la misericordia de Dios se derramará sobre toda la humanidad y una nueva era, un nuevo tiempo de esperanza la iluminará.

¡Que Dios se humillara a hacerse hombre, su Espíritu purísimo a tomar carne humana! ¿Ha habido jamás mayor portento? De todas las obras que Dios ha hecho ésta es la más maravillosa, la más extraordinaria. Y se cumplió en una humilde doncella de una aldea perdida de Israel.

Notas: 1. La primera parte del “Ave María” está formada por las palabras de saludo del ángel a María en la anunciación según la Vulgata latina (Lc 1.28), seguidas por las que consigna el vers. 42 pronunciadas por Isabel: “Bendita tú entre las mujeres…” (Lc 1:42).
2. Las muchachas judías de esa época no eran analfabetas, y es sabida la importancia que se daba entonces a la memorización en la instrucción de niños y jóvenes, lo cual explica en parte que el niño Jesús a los doce años, pudiera discutir con los doctores de la ley sobre el texto de la Escritura que él sabía de memoria.
3. No está demás señalar que Martín Lutero, escribió un bello comentario de este bello texto.
4. Estas dos frases están en paralelismo sinónimo pero, adicionalmente, hay un triple paralelismo entre las palabras “magnificar” y “exultar” (regocijarse en gran manera), “alma” (nefesh) y espíritu (ruaj), “Dios” y “Salvador”. El verbo “exultar” está en tiempo pasado. Se suele traducir en tiempo presente, pero al decir María que exultó, se refiere a la enorme alegría que la inundó al aceptar el privilegio inmerecido que le anunció el ángel. ¡Cuál debe haber sido el gozo increíble que ella debe haber sentido al saberse la escogida!
5. Para los judíos el nombre de Dios era tan santo que no se atrevían a pronunciarlo. Por ese motivo se valían de sustitutos para referirse a Él: Señor, el Altísimo, el Poderoso, etc.
6. Recuérdese que Ana llama también “santo” al Señor que le concedió el tener un hijo (1Sm 2:2).

#685 (17.07.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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