Por José Belaunde M.
SANTOS PARA SER SANTOS
Pablo empieza su primera carta a los
corintios con un saludo dirigido a los santos que son "llamados a ser santos". Aquí parece que hay una
contradicción, un sin sentido. Aquellos a quienes escribe esa carta ¿son santos
o no son santos? Si son santos ¿cómo pueden ser llamados a ser lo que ya son?
En realidad lo que Pablo escribió
dice así: "a la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados
en Cristo Jesús, llamados a ser santos con todos los que en cualquier lugar
invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo..." (1Cor 1:2).
En otro lugar de la misma epístola él
escribió: "...ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados,
ya habéis sido justificados en el nombre
del Señor Jesús y por el Espíritu de nuestro Dios." (1Cor 6:11).
Nosotros hemos sido santificados,
cuando fuimos justificados, regenerados, esto es, cuando nos convertimos a
Dios. Esto quiere decir que en ese mismo momento fuimos apartados para Dios,
consagrados a Él, para llevar una vida de santidad.
Hay una santidad a la que nosotros
tenemos derecho, una santidad potencial, una santidad de
"posición", como dice la teología, que fue ganada para nosotros por
Cristo en la cruz; y una santidad efectiva, actual, que se manifiesta en
nuestros hechos y que se conquista poco a poco. Pero ser o no ser santo en la
práctica para el cristiano no es una opción, es una obligación: Dios nos
llama a ser santos. Nos llama a todos, sea que vivamos en el mundo como
profesionales, como empleados o como
amas de casa; que seamos pobres o millonarios; sea que vivamos como eremitas en
el desierto, o como misioneros en el lugar más apartado de la tierra. Nos llama
a todos, sea cual sea nuestra ocupación o nuestra situación en la vida. Esa es
parte de nuestra tarea, santificarnos. No tiene escapatoria.
Eso puede parecer un poco extraño a
la mayoría de las personas de nuestra cultura, para quienes ser cristiano
significa creer vagamente en Dios y luego hacer lo que le da a uno la gana, con
tal de que no haga daño a nadie, o no mucho daño, e ir los domingos, o de vez
en cuando, a la iglesia. Eso ya es bastante.
Pues están equivocados. No es
bastante, ni mucho ni poco. Está muy lejos de satisfacer los requisitos de ser
cristiano, porque serlo quiere decir, para comenzar, ser santo, como dice el
apóstol Pedro en su primera epístola, repitiendo las palabras que el propio
Dios proclama en el libro del Levítico: "sed también vosotros santos en
toda vuestra manera de vivir, porque está escrito: SED SANTOS COMO YO SOY SANTO...".
(1P 1:15,16; cf Lv 11:44,45;19:2).
Ahora bien ¿qué cosa es ser santo?
Tenemos la noción de que el santo es un ser especial, diferente del común de
los hombres, un ser místico, etéreo; algo que no está al alcance de la mayoría
de los hombres.
Quizá ha habido santos y santas que
eran seres un poco especiales, como del otro mundo. Pero, no nos engañemos. La
mayoría de los llamados "grandes santos" de la Biblia o de la historia del
cristianismo, como por ejemplo, el apóstol Pablo o el profeta Elías, eran seres
humanos comunes y corrientes como nosotros, con cualidades y defectos parecidos
a los nuestros; con sus virtudes y sus pasiones, como dice la epístola de
Santiago: "Elías era un hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras..."
(St 5:17).
Ellos se diferenciaban del común de
los hombres en que habían recibido un llamado especial de Dios y en que,
ayudados por su gracia, habían avanzado más que nosotros en el camino trazado
por Dios. Pero no eran diferentes a lo que nosotros somos, y nuestras luchas y
nuestras debilidades no les eran ajenas.
Para el cristiano una buena
definición de la santidad es decir que consiste en "reflejar el carácter
de Cristo" en nuestra vida y en nuestra conducta. O, dicho de otra manera,
que nuestro carácter se haga en todo conforme al carácter de Jesús. Eso es
aquello a lo que el apóstol Pablo se refiere cuando dice que "nosotros
todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos
transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del
Señor." (2Cor 3:18).
El que es como Cristo en su ser
interior, inevitablemente lo será también en lo exterior. El apóstol Juan
escribe: "El que dice que permanece en Él, debe andar como Él
anduvo" (1Jn 2:6). Andar como Él anduvo es comportarse como Él se
comportaba, hablar como Él hablaba, hacer las cosas que Él hacía y cómo Él las
hacía, amar como Él amaba, sacrificarse como Él se sacrificaba. ¿Hacer también
milagros como Él los hacía? No necesariamente, aunque pudiera darse como
consecuencia de lo anterior (Nota
1). Pero es imposible actuar como Jesús si
uno no se le parece por dentro. Y si tratara de actuar cómo Él sin ser
como Él, sería un gran hipócrita.
Todos quisiéramos parecernos a Jesús -aunque
no creo que en su muerte; hasta allí no llegamos- y se han escrito muchos
libros sobre cómo alcanzar esa meta de asemejarnos a Jesús. San Pablo escribió:
"Sed imitadores de mí como yo lo soy de Cristo." (2).
Reflejar su carácter, ser como Él
era, es algo que no se obtiene haciendo esfuerzos de voluntad, simplemente
queriendo, así como no se llega a ser ingeniero, o de otra profesión, por el
mero hecho de querer serlo. Así como hay un camino para llegar a tener un
título profesional y seguir determinada carrera, de igual manera hay un camino
que seguir para llegar a ser santo en los hechos.
¿Cuál es? Jesús lo dijo en pocas
palabras, y me temo que les parezca demasiado simple: "Amar a Dios con
toda nuestra alma, con todo nuestro ser y con todas nuestras fuerzas...Y (amar) al prójimo como a sí mismo." (Mt
22:37,39). Esto es algo que se dice fácilmente, pero que no se hace así de
fácil. Porque todos amamos mucho a Dios y un poquito al prójimo, si es que lo
amamos.
Una buena parte de la tarea inicial
consiste en darnos cuenta de que si amamos un poquito al prójimo, amamos
también un poquito a Dios. El amor que tenemos por Dios se manifiesta en la
manera cómo amamos al prójimo. Es su medida. No se manifiesta en la forma cómo
le alabamos y cantamos en la iglesia, aunque eso ayude, porque puede ser una
cosa puramente emocional. El amor a Dios se expresa en el amor que tenemos por
sus criaturas. San Juan lo dijo muy claro: "Pero el que tiene bienes de
este mundo y ve a su hermano padecer necesidad y cierra contra él su corazón, ¿cómo
mora el amor de Dios en él?” (1Jn 3:17).
Uno no puede amar mucho a Dios y
despreciar o aborrecer al prójimo al mismo tiempo. Si desprecia o maltrata al
prójimo, desprecia a Dios que creó al prójimo.
Para llegar a amar mucho al prójimo,
como Dios quiere, hay que superar el egoísmo, vencerlo, porque ése es nuestro
mayor obstáculo. A veces pensamos que el obstáculo mayor para llegar a ser
santos es la sensualidad. Y es cierto que nuestra concupiscencia es un gran
impedimento. Pero mucho mayor lo es el egoísmo.
El egoísmo no es otra cosa sino amor
inflado de sí mismo. Jesús dijo que deberíamos amar al prójimo como a nosotros
mismos. Amarse a sí mismo es algo innato, viene de fábrica. Pero si el amor a
sí mismo ocupa todo el espacio de nuestro corazón, ya no hay lugar para el amor
al prójimo. Se requiere hacer un balance, un equilibrio entre los dos amores,
amarnos menos a nosotros mismos a fin de poder amar más al otro. Para ello es
indispensable morir a sí mismo. ¡Y qué bien Jesús lo dijo!: "Si alguno
quiere venir en pos de mí (esto es, ser como Él) niéguese a sí mismo,
tome su cruz y sígame." (Mt 16:24).
Negarse a sí mismo es pues uno de los
caminos de la santificación. Negarse las cosas que a uno le agradan para
satisfacer las necesidades del prójimo, sacrificarle nuestras comodidades,
nuestro tiempo, etc. Es necesario para todo el que quiera ser santo -esto es,
semejante a Jesús- porque eso fue lo que hizo Jesús a lo largo de su vida,
desde que vino a la tierra, sacrificar su comodidad, su conveniencia, en aras
del bien ajeno.
Pero no es suficiente amar al prójimo
como a sí mismo. Es necesario ir más allá. Jesús dijo que si queríamos ser
perfectos como Él lo era debemos: “Amar a
nuestros enemigos, bendecir a los que nos maldicen, hacer el bien a los que nos
aborrecen, y orar por los que nos ultrajan y persiguen.” (Mt 5:44). Si no
lo hacemos estamos muy lejos de ser santos. Se dirá que eso sí es realmente
difícil. Lo es. No lo niego, pero es un requisito que Jesús mismo puso y nos
dio ejemplo (Lc 23:34).
Eso nos lleva a otro medio
indispensable para progresar en el camino de la santificación, que es rendir
nuestra voluntad a la de Dios, para obedecerla en todo. La voluntad de Dios se
expresa en términos generales en el Decálogo -que se supone todo creyente
cumple fielmente- y en términos más puntuales y concretos, que diríamos
especializados, en numerosos pasajes del Nuevo Testamento, como el sermón del
monte y otros, que constituyen la ley de Cristo, y que deberíamos conocer de
memoria, porque necesitamos ajustar nuestras "acciones y reacciones"
a ellos.
Pero es innegable que a veces estamos
perplejos acerca de lo que Dios quiere de nosotros en ciertos momentos, porque
no todas las situaciones que enfrentamos están cubiertas por su palabra. Una de
las maneras más seguras de hacer la voluntad de Dios en esos casos, cuando
tenemos que escoger entre dos caminos a seguir y no sabemos por cuál decidirnos
porque la Biblia
no lo expresa de una manera definida, es hacer lo que menos nos atrae o nos
agrada en ese momento. ¿Con qué base digo eso? Porque la voluntad de Dios para
nosotros en cada instante suele estar en el camino estrecho, no muy placentero
quizá de seguir, pero seguro; no en el camino ancho, con sus comodidades y
placeres, que nos facilita las cosas, y por donde caminan seducidos los que se
dirigen a su perdición. (Mt 7:13,14).
Nuestro progreso en la santificación
está pues ligado al hacer la voluntad de Dios en todo, en contra de nuestra
tendencia innata que es hacer siempre nuestra propia voluntad y darnos gusto.
Hacer la voluntad de Dios no sólo en lo grande, sino también en lo pequeño, en
lo cotidiano, esto es, en las minucias de la vida diaria. Debemos reconocer que
es difícil porque requiere vencer las tendencias de la carne que no han muerto en
nosotros. Pero la vida de Jesús, aun antes de la pasión, recordémoslo, no fue
un camino de rosas, sino estuvo sembrado de espinas.
Hacer la propia voluntad en todo,
dicho sea de paso, es lo que suelen hacer los que están apartados de Dios, (los
incrédulos, y los cristianos nominales) y eso es lo que suele condenarlos.
Lamentablemente muchos de los que se convierten siguen haciéndola porque están
acostumbrados a ello y les cuesta abandonarlo.
Obedecemos además a la voluntad de
Dios siguiendo las inspiraciones del Espíritu Santo que habla en nuestro
interior con una voz al principio apenas perceptible, pero que, a fuerza de
obedecerla, va adquiriendo más volumen.
Obedecemos también a la voluntad de
Dios obedeciendo a los que están sobre nosotros; a nuestros padres cuando somos
niños y jóvenes; a nuestros jefes y patrones, cuando somos empleados; a
nuestros pastores y a las autoridades de la iglesia, incluso las más humildes,
como podrían ser el ujier o el guardián que está a la puerta.
La
voluntad de Dios para nosotros se expresa asimismo a través de las autoridades
del gobierno, desde las más grandes hasta las más pequeñas. Podemos avanzar
enormemente en la santidad por el solo ejercicio de someternos a todas las
autoridades, quien quiera que éstas sean, por amor a Dios, haciéndolo porque
vemos a Dios en ellas. (Rm 13:1).
En
fin, la prueba más segura de la santidad consiste en ver precisamente a Dios en
todas las circunstancias de la vida, agradables o desagradables, (porque en
todas está Él obrando), en todas las personas a quienes encontramos, simpáticas
o antipáticas, y en tratarlas como si fueran el mismo Jesús con quien hablamos,
porque "lo que hicisteis al más pequeño de estos, a mí lo hicisteis."
(Mt 25:40).
Notas: 1. Sin embargo, si pudiéramos penetrar en
todos los factores que intervienen en las respuestas de Dios a nuestras
oraciones, quizá veríamos que muchas veces se producen verdaderos milagros que
nadie conoce, ni aun nosotros mismos.
2. Uno de los libros más bellos y conocidos sobre
este tema es el libro medieval que tiene por título justamente "La Imitación de
Cristo". Esta obra, que en una época sólo le cedía en popularidad a la Biblia , es el diario
espiritual de un hombre que, después de haber llevado una vida de pecado, se
convirtió totalmente a Dios, empezó a servirlo predicando su palabra y
promoviendo un avivamiento en la región donde vivía, y que sufrió por ello
persecución y ostracismo. Este libro es especialmente bello en su forma
original, sin los agregados que le hizo Tomás de Kempis, bajo cuyo nombre
circula, pero que fue no su autor sino su editor y divulgador. Según las
investigaciones más fehacientes quien lo escribió fue Gerardo de Groote (1340-1384),
el iniciador de la "devoción moderna" -movimiento que buscaba el
desarrollo de una piedad interior- y fundador de los "Hermanos de la Vida Común ".
NB. Este artículo fue publicado hace
12 años en una edición limitada. Ha sido revisado y ampliado para esta nueva
impresión.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando
mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que
adquieras esa seguridad, porque no hay
seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo
Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar
el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el
éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan
importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios
por ellos, y a entregarle tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como
la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a
expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los
míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y
voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin
merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados
y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava
mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y
servirte.”
#723 (22.04.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M.
Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218.
(Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).
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