Por José Belaunde M.
Un Comentario del Salmo 15:1,2.
Este salmo es muy semejante al salmo 24 (en especial los vers. 3 y 4) que fue compuesto en relación con el traslado del Arca de la Alianza al monte de Sión (2Sam 6:12-15; 1Cro 15), después de que fracasara un primer intento, porque intervinieron en él personas indignas de cargarla (2Sam 6:1-11; 1Cro 13:5-14). Habría que pensar pues que el salmo 15 responde en última instancia a la necesidad de saber quiénes serían dignos de llevarla a su destino. Es notable también su semejanza con Is 33:13-16.
1. Señor, ¿quién habitará en tu tabernáculo? ¿Quién morará en tu monte santo? (Nota 1)
I. ¿Quién será digno de acercarse al santuario de Dios, al monte santo donde está edificado el templo y entrar en él? Hoy podríamos preguntar, ¿quién podrá acercarse al altar de Dios y tener comunión con Él? No sólo acercarse al templo, sino morar en él, en el tabernáculo de Dios mismo, donde está el Arca de su presencia y donde se manifiesta su gloria.
La santidad de Dios es una cosa terrible que infunde espanto, un fuego consumidor. El profeta Isaías, cuando tuvo una visión inesperada de la santidad de Dios, exclamó: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, mis ojos han visto al Rey, a Jehová de los ejércitos.” (Is 6:5).
Sin embargo en nuestros días todo tipo de personas entran a los templos, justos y pecadores, cristianos sinceros y nominales, y muchos de ellos tienen labios tan inmundos o más que los que denunciaba Isaías. Pero de unos y otros, ¿quién será digno de acercarse al altar de Dios? El poeta cantor inspirado por Dios contesta en este salmo a esa pregunta, poniendo las condiciones que deben cumplir el hombre, o la mujer, que quieran acercarse al altar de Dios y tener comunión con Él.
No obstante, nosotros sabemos que, en rigor, nadie es digno de hacerlo, a menos que sus pecados hayan sido lavados en la sangre de Cristo (simbolizada en el pasaje citado de Isaías por los carbones encendidos que, llevados por un serafín, enseguida tocaron y purificaron sus labios, Is 6:6,7). Y esto es aun más cierto si consideramos al tabernáculo de Dios como símbolo de su trono en el cielo. Sólo puede acercarse a él quien tenga a Jesucristo como abogado y garante. Pero a la iglesia vienen no solamente los salvos, que ya han sido regenerados, sino también los pecadores, para recibir mediante la predicación de la palabra el don de la salvación y el nuevo nacimiento, sin el cual nadie puede ver ni entrar en el reino de Dios, como dijo Jesús (Jn 3:3,5).
Tradicionalmente se ha interpretado que el monte de Sión y el tabernáculo, a los que se refiere simbólicamente el salmo, son la Jerusalén celestial, de que hablan Hb 12:22 y Ap 21:2,10, y el tabernáculo no hecho por manos humanas de que habla Hebreos 8 y 9. En la parábola del banquete de bodas Jesús ha contestado a la pregunta de quién puede ser admitido en el reino de los cielos: sólo el que lleva puesto el vestido de bodas resplandeciente (Mt 22:11-13).
II. Notemos que la pregunta es dirigida a Dios mismo (“¿Quién habitará en tu tabernáculo?”), y es Él quien da la escueta pero tajante respuesta. Es la misma pregunta que en diferentes formas y en diversos lugares se encuentra en la Biblia: “¿Quién subirá al monte de Jehová?” (Sal 24:3a); “Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?” (Hch 16:30); “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” (Lc 18:18; cf 10:25); “Varones hermanos, ¿qué haremos?” (Hch 2:37).
En estas preguntas está la noción implícita de que hay que hacer algo para entrar y permanecer en el tabernáculo de Dios. La respuesta divina viene en forma de mandatos, de cosas que hay que hacer o evitar, de condiciones que cumplir: “El limpio de manos y puro de corazón.”; “Cree en el Señor Jesucristo.”; “Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres.”; “Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros.”
Si el tabernáculo de Dios se encuentra en una montaña, se da por supuesto que lo que uno tiene que hacer es ascender, subir; lo que implica, a su vez, hacer un esfuerzo para vencer la fuerza de la gravedad de nuestra naturaleza caída; y que es más difícil ascender que descender. No se trata pues, de hacer lo que todos hacen, ni de seguir la corriente, que siempre fluye hacia abajo, sino que hay un esfuerzo, una lucha de carácter ético involucrada en el ascenso.
Así como Moisés tuvo que escalar el Sinaí para recibir las tablas de la Ley que contenían los imperativos morales que Dios exigía de su pueblo, fue también de lo alto de una colina donde Jesús dio a sus discípulos una nueva ley, más exigente que la primera; y fue desde una montaña en Galilea donde les dijo: “Id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolas en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado.” (Mt 28:19,20). (2)
2. “El que anda en integridad y hace justicia, y habla verdad en su corazón.”
Dios contesta por boca del salmista a la pregunta que se le hace, de acuerdo a la concepción de la antigua dispensación bajo la ley, enumerando once condiciones o requisitos, que serán expuestos en éste y en los tres versículos siguientes, y que todo hombre debía cumplir para poder acercarse dignamente al trono de Dios en la tierra, al templo de Jerusalén, donde moraba su gloria.
Digo dignamente, porque eran muchos los que se acercaban indignamente al templo y ofrecían sacrificios que la palabra dice que Dios rechazaba porque los consideraba abominables. Cuando el corazón no es recto es inútil que uno pretenda llevar al altar una ofrenda que sea aceptable.
En la nueva dispensación Jesús hará aun más estrictas las condiciones para presentar una ofrenda, pues dice que si tu prójimo tiene una queja contra ti, anda y reconcíliate con él primero antes de que puedas presentar una ofrenda que Dios acepte (Mt 5:24).
El primer requisito que David postula es “andar en integridad”, es decir, que no haya contradicciones ni incoherencias en la conducta del hombre; que la palabra que confiese no sea negada por sus obras. Esto es, que no diga una cosa y haga otra.
¿Qué es la integridad? Es más que honestidad, aunque la comprende. Abarca también rectitud, sinceridad, lealtad, fidelidad, veracidad, confiabilidad, etc. Una persona puede ser honesta en lo económico, pero no ser íntegra en su vida conyugal. Persona íntegra es aquella de quien se puede decir que es de una sola pieza, y que todos los aspectos de su vida son coherentes.
La segunda condición es “hacer justicia”. Esto no quiere decir exactamente –aunque no lo excluya- que sea justo en sus tratos, que no abuse del prójimo, en especial, del desvalido, o del que depende de él; o que si le toca administrar justicia como juez, lo haga rectamente. “Hacer justicia” en el contexto véterotestamentario (pero también en el Sermón del Monte) es vivir de acuerdo a los mandatos y estatutos de la ley de Moisés consignados en el Pentateuco (que Jesús hará más exigentes). El que trata de cumplirlos lo mejor que puede es el hombre que el Antiguo Testamento llama “justo”. Pero nadie puede “hacer justicia” si él mismo no es justo, como escribió Juan: “El que hace justicia es justo, como Él es justo.” (1Jn 3:7).
Jesús dijo: “Si vuestra justicia (es decir, si vuestra rectitud de conducta) no fuera mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.” (Mt 5:20). Aquí podría naturalmente preguntarse ¿por qué motivo el salmista describe al miembro de la iglesia y heredero del reino, en términos de las obras que debe cumplir, y no menciona en primer lugar la fe, cuando sabemos que somos salvos por la fe y no por las obras? A esa objeción podemos contestar que en todos los lugares donde la Escritura ordena realizar determinados actos, seguir determinada conducta, la fe está sobrentendida, porque nadie obedece a los mandamientos de un Dios en quien no cree.
La fe es el nido –dice un autor antiguo- en que crecen los polluelos de las buenas obras. Sin fe nada de lo que hagamos tiene algún valor, porque “sin fe es imposible agradar a Dios.” (Hb 11:6). Las obras no son la causa de nuestra salvación, pero sí son el medio por el cual nuestra salvación, y nuestra pertenencia a Cristo, se ponen de manifiesto. San Juan dice al respecto: “Todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios.” (1Jn 3:10), pues sus actos niegan la fe que afirma tener.
Hablar “verdad en su corazón” es ser sincero consigo mismo. Si es sincero consigo mismo, lo será también con los demás; será transparente y hablará sin dobleces. El justo es incapaz de mentirse a sí mismo en lo secreto de su corazón, porque sabe que Dios es el testigo que escudriña hasta lo más profundo de su espíritu (3). También será incapaz de mentir a su prójimo. Si estamos unidos a Aquel que dijo de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida,” (Jn 16:6) nuestro corazón será un refugio y un santuario de la verdad, pero si nuestro interior está corrompido nuestras acciones también lo serán. Todos reflejamos en nuestro exterior, aun en los rasgos y gestos de nuestra cara, por no decir con nuestras palabras, lo que somos por dentro. Pero ¡cuántas veces intencionalmente nuestras palabras no están de acuerdo con lo que pensamos o sentimos! Podemos engañar a nuestro interlocutor, pero no a Dios. Tampoco podemos engañar a nuestra conciencia, por endurecida que esté, pues un ligero temblor de nuestro cuerpo –que no registra el ojo humano, pero sí el detector de mentiras- nos delatará.
Una versión judía de estudio dice: “Reconoce la verdad en su corazón.” Esto es, tiene discernimiento, revelación, para percibir y adherirse a la verdad.
Notas: 1. Dado que la palabra del texto hebreo que está detrás del verbo “habitar” (gur) tiene el sentido de una permanencia temporal, y la que está detrás del verbo “morar” (shaján) tiene el sentido de una residencia permanente, se podría decir que la primera pregunta se refiere al derecho de entrar en el santuario para tomar parte en el culto divino, y que la segunda se refiere al residir en el monte de Sión, la parte más alta de la ciudad de Jerusalén. Visto de esa manera podríamos identificar al tabernáculo, donde se habita temporalmente, con la iglesia en la tierra, formada por los creyentes en Cristo (la iglesia militante), y al monte santo, donde se reside eternamente, con la congregación de los santos en el cielo (la iglesia triunfante).
2. Esta sección está basada, a ratos casi literalmente, en el bello comentario escrito por Patrick Reardon, en su libro “Christ in the Psalms”.
3. Esta es una idea que se repite insistentemente en las Escrituras, como para grabarla a fuego en nuestra mente: 1Cro 28:9; Sal 26:2; Pr 20:27; Jr 11:20; 17:10; Rm 8:27; 1Cor 2:10.
#672 (03.04.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).
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