Consideraciones al libro de Hechos VII
Por José Belaunde M.
En el artículo anterior hemos dejado a Saulo, ya convertido en Pablo, y a sus compañeros Bernabé y Juan Marcos, con el gobernador romano de la isla de Chipre, que se convirtió a Cristo al ver la forma cómo ellos se enfrentaron al mago Elimas, dejándolo temporalmente ciego.
El trío apostólico se embarcó en Pafos para regresar al continente desembarcando en Perge. Aquí el joven Juan Marcos, a quien se identifica con el autor del Evangelio de Marcos, se apartó de ellos y regresó a Jerusalén. ¿Por qué motivo lo hizo? No sabemos. Quizá se cansó de las penalidades del viaje. Él era un joven rico, acostumbrado a vivir cómodamente, y no a las privaciones inevitables del periplo que hacían sus mayores. O quizá, siendo pariente de Bernabé, estaría molesto de que éste fuera desplazado del liderazgo del grupo por la mayor iniciativa y elocuencia de Pablo. O quizá, por último, él no estaba de acuerdo con la orientación hacia los gentiles que estaba tomando la misión. Ese puede haber sido el motivo por el cual Pablo más tarde (Hch 15:37-39) se opuso tenazmente a que Marcos se les una nuevamente.
Pablo y Bernabé siguieron pues solos y se dirigieron a Antioquía de Pisidia, llamada así para distinguirla de la ciudad del mismo nombre que era capital de la provincia de Siria, a orilla del río Orontes. En esa zona había varias ciudades que llevaban ese nombre pues entonces era costumbre que los reyes, deseosos de perpetuar su memoria, daban su propio nombre a las ciudades que fundaban. La ciudad fue fundada por uno de los reyes seléucidas que llevaba el nombre de Antíoco. (Nota 1)
Para llegar a esa ciudad, que se encuentra a unos 1200 m de altura, los dos compañeros tenían que atravesar la formidable cordillera del Tauro que corre a lo largo del extremo Este de Anatolia. Téngase en cuenta que ellos hacían su camino a pie; aunque no es improbable que hubiera una carretera romana enlozada entre la costa y esa ciudad, la subida debía ser de todos modos pesada.
Esta Antioquía era la capital de la provincia romana de Galacia, que conocemos muy bien por la carta que Pablo, años más tarde, dirigió a los gálatas, los habitantes de esa zona, que en parte descendían de unas hordas galas que habían invadido Europa y se habían instalado en los territorios de lo que es hoy Francia, el sur de Bélgica y de la Renania, siglos antes de que los romanos conquistaran esas comarcas. Siglos después liderados por su rey Clodoveo, se convirtieron al cristianismo el año 437 DC (2). Una parte de ese pueblo bárbaro había llegado hasta el sur de Anatolia y había fundado ahí un reino unos 280 años antes de Cristo, que sobrevivió hasta que fueron incorporados al Imperio Romano, poco antes del inicio de la era cristiana.
Antioquía de Pisidia había sido elevada al rango de una colonia romana por Augusto, y contaba, junto con otras ciudades de la región, como Derbe, con una numerosa población judía, desde los tiempos de Antioco III quien, unos 200 años antes de Cristo, había transferido a Frigia y Lidia en Anatolia, a más de dos mil familias judías desde sus dominios en Mesopotamia y Babilonia. La ciudad estaba poblada por una mezcla de gálatas, frigios, griegos, romanos, además de judíos.
Llegados a ella Bernabé y Pablo “entraron a la sinagoga en día de reposo y se sentaron” (Hch 13:14).
Es interesante notar la escueta pero muy significativa descripción que se hace del orden del servicio. Vemos que primero vino la lectura de la ley y de los profetas, y que luego vino la explicación de la palabra oída. Lucas no menciona los cantos y salmos de alabanza que precedían a las lecturas.
Este orden se ha conservado básicamente en las sinagogas judías hasta nuestros días, y es también el orden del culto que adoptaron las primeras comunidades cristianas, y que fue incorporado a la liturgia de la Iglesia Católica.
En esta ocasión en lugar de que el “archisinagogo” hiciera la homilía correspondiente, los principales de la sinagoga tuvieron el gesto de cortesía de invitar a los visitantes a hablar a la congregación (v.15).
Entonces, como ya era usual, Pablo, poniéndose de pie (3), tomó la palabra dirigiéndose a los oyentes de la siguiente manera: “Varones israelitas y los que teméis a Dios” (v.16). De esta forma estaba indicando que la audiencia, como era habitual fuera de Judea, estaba compuesta tanto por creyentes judíos como por gentiles que adoraban al Dios de Israel.
Su discurso enumera las intervenciones principales de Dios en la historia del pueblo hebreo: su estadía en Egipto; cómo Dios los sacó de ahí con "mano fuerte y brazo extendido” (4), y estuvieron vagando durante cuarenta años en el desierto; cómo les dio la tierra prometida de Canaán, destruyendo a las naciones paganas que la habitaban; cómo les dio jueces que los gobernaran durante muchos años hasta que apareció el profeta Samuel (vers. 17-20). Que se detenga en Samuel es muy significativo, porque la aparición de este profeta marca una nueva etapa en la historia del pueblo escogido: el inicio de la monarquía con un rey que pertenecía a la misma tribu que Saulo, la de Benjamín, y que llevaba el mismo nombre, Saúl (en hebreo). Pero este Saúl no era un hombre conforme al corazón de Dios, por lo que Dios lo removió y colocó en su lugar a uno que sí lo era (1Sam 13:14), a David, el hijo de Isaí, de cuya descendencia, dice Pablo, Dios levantó al Salvador de su pueblo (Hch 13:23).
Dios había prometido siglos atrás a David que su linaje duraría para siempre y que su trono sería estable. (2Sam7:11-16). No obstante, en los siglos siguientes, el reino de Israel, cuya grandeza él había fundado, se dividió en dos, el reino del Norte, o Samaria, y el de Judá, que fueron destruidos por invasores extranjeros y sus habitantes enviados al exilio. Cuando, desde el punto de vista humano, la soberanía de la casa de David parecía haberse esfumado para siempre, el pueblo judío comprendió que esa promesa se cumpliría en un príncipe del linaje davídico, que algún día Dios levantaría y que sería en un sentido pleno el Ungido (e.d. el Mesías) que restauraría y superaría las glorias del pasado (Ez 34:23ss; Jr 23:5;30:9).
Sin embargo, a medida que pasaban los años, pero sobre todo después de que a continuación del corto período de independencia de que Israel gozó bajo los reyes asmoneos, viniera la opresiva conquista romana, el anhelo de que apareciera el Salvador mesiánico se hizo más intenso que nunca. Esa era como sabemos, la ardiente expectativa que reinaba en el pueblo judío cuando Jesús empezó su ministerio público, tal como puede verse en diversos pasajes de los evangelios y de Hechos (como por ejemplo en Lc 1:68-70; Mt 21:1-9; Hch 1:6), pero sobre todo en la literatura apocalíptica y seudoepigráfica de la época.
Luego Pablo continúa narrando la aparición de Juan Bautista, que preparó la venida de Jesús predicando un bautismo de arrepentimiento. “Mas cuando Juan terminaba su carrera, dijo: ¿Quién pensáis que soy? No soy Él; mas he aquí viene detrás de mí uno de quien no soy digno de desatar el calzado de los pies.” (Hch 13:25).
Pablo se dirige entonces a la congregación reunida para decirle que el mensaje de salvación es dirigido a ellos. Escuetamente narra cómo las autoridades de Jerusalén, ignorando lo anunciado por los profetas, no reconocieron a Jesús por lo que era, sino que lo hicieron condenar a muerte por el procurador romano, a pesar de que era inocente. Una vez muerto lo bajaron del madero antes del anochecer (para cumplir con lo que manda Dt 21:23) y lo enterraron. “Mas Dios lo levantó de los muertos.” (Hch 13:26-30).
A continuación narra cómo Jesús se apareció durante muchos días a sus discípulos, los cuales son ahora sus testigos. Éstas pues son las buenas nuevas que Pablo anuncia: La promesa hecha antaño a los padres se cumplió en sus descendientes, en nosotros, resucitando a Jesús, como está escrito: “Mi hijo eres tú; yo te he engendrado hoy.” (Sal 2:7). Pablo demuestra que esas palabras, así como las de Isaías 55:3 y las del salmo 16, que Pedro también citó en su sermón el día de Pentecostés (“No permitirás que tu santo vea corrupción.” Hch 2:25-28; cf Sal 16:10), no podían aplicarse al rey David, porque él vio corrupción después de ser enterrado; en cambio, Jesús no, porque resucitó al tercer día.
Pablo culmina su mensaje diciendo: “Sabed, pues, esto, varones hermanos; que por medio de Él se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree.” (Hch 13:38,39).
Estas palabras, y la advertencia final a los que se negaran a creer (v.40,41), corresponden al llamado al arrepentimiento y a la conversión que suele hacerse al final de la prédica en nuestras iglesias. De esas palabras quisiera destacar lo que constituye la esencia de la doctrina paulina: Nadie es justificado mediante la obediencia a la ley de Moisés, pero sí lo es todo aquel que cree en Jesús.
El discurso de Pablo hizo gran impresión en el auditorio, sobre todo en los temerosos de Dios gentiles, quienes les rogaron a Pablo y Bernabé que retornaran el próximo día de reposo a la sinagoga para que les siguieran hablando de estas cosas (vers. 42). Durante la semana muchos de los judíos y de los gentiles buscaron a los dos apóstoles, quienes les siguieron enseñando acerca de Jesicristo, exhortándolos a que perseveraran en la fe que habían recibido (vers. 43).
La consecuencia fue que el siguiente sábado la sinagoga estaba repleta de gente, -“casi toda la ciudad” dice el texto- de modo que podemos pensar que también acudieron muchos paganos que no solían frecuentar la sinagoga.
Pero cuando Pablo se levantó para hablarles, los judíos que no creían en su mensaje, llenos de celos por el éxito que el apóstol tenía, se pusieron a rebatir sus argumentos y a contradecirlos, blasfemando del nombre de Jesús. Entonces Pablo y Bernabé, sin miedo alguno, los apostrofaron diciéndoles que era necesario que primero se predicase la palabra de Dios a ellos -según la frase “al judío primeramente, y también al griego.” (Rm 1:16b)- pero como lo rechazaban y se consideraban indignos de la vida eterna que les era ofrecida, en adelante se dirigirían sólo a los gentiles. Al decir esto ellos citaron la frase de Isaías: “Porque así nos ha mandado el Señor, diciendo: ‘Te he puesto para luz de los gentiles, a fin de que seas para salvación hasta lo último de la tierra.’” (vers.47; c.f. Is 49:6).
Al mencionar este pasaje Pablo aplica a su ministerio las palabras con que el profeta anuncia la venida del Mesías futuro. En cierta manera la aplicación de esta frase a Pablo estaba implícita en la misión que el Señor le había encargado al enviarlo a predicar a los gentiles (Hch 9:15; 22:21; 26:17).
Cabría preguntarse ¿Por qué motivo muchos de los judíos rechazaba su mensaje mientras que los temerosos de Dios gentiles lo aceptaban? Los judíos lo rechazaban por el mismo motivo por el cual el joven Saulo juzgaba inaceptable el mensaje de los nazarenos: De un lado porque era imposible que un crucificado pudiera ser el Mesías; y de otro, porque según la concepción trascendente de Dios que ellos tenían, Dios no puede asumir una forma humana. Hay demasiada distancia entre Dios y el hombre para que eso pueda ocurrir. Pero también, en este caso concreto, porque Pablo había dicho que por la ley de Moisés nadie puede ser justificado (v.39).
El mensaje de Pablo inevitablemente cuestionaba el valor de la religión ancestral a la que ellos se aferraban. Recordemos que en su epístola a los Gálatas Pablo enseña que la ley de Moisés sirvió al pueblo hebreo como ayo mientras eran niños y esperaban al Mesías (Gal 3:23-25). Pero que, llegada la fe, ya la ley con sus normas minuciosas, era innecesaria. En esencia, Pablo proclamaba la caducidad de la religión judía, algo inaceptable para quienes con tanto ahínco se aferraban a las tradiciones de sus mayores.
¿Pero por qué los gentiles, en cambio, recibían gozosos el mismo mensaje? Porque a ellos se les había dicho que a menos que se sometieran por completo a las demandas de la ley de Moisés y se circuncidaran, no tenían acceso pleno a todas las promesas que Dios había hecho al pueblo de Israel. Pero ahora Pablo les anunciaba que no era necesario someterse a esas normas, y que bastaba que creyeran en Jesús para ser salvos. ¡Esas sí que eran buenas noticias para ellos!
Pero además porque el anuncio del Evangelio les ofrecía algo desconocido inesperado para ellos, y que experimentaban todos los que creían, esto es, el nuevo nacimiento que transforma el ser del hombre y lo regenera.
Es interesante notar la frase: “Creyeron todos los que estaban ordenados para la vida eterna.” (Hch 13:48b). Es decir, creyeron todos aquellos que por su disposición espiritual estaban abiertos a acoger la predicación del Evangelio con gozo. Hay aquí una alusión velada a las doctrinas de la elección y la predestinación que Pablo desarrolla con más detalle en los capítulos octavo y noveno de Romanos.
Pero sus opositores no podían quedarse tranquilos contemplando el éxito con que las enseñanzas de Pablo se difundían en la ciudad, viendo en ellas un peligro para su propia subsistencia.
Ellos comprendieron que lo que Pablo y Bernabé predicaban era una religión diferente a la suya, por lo que no podían permitir que se acogieran a la misma legitimidad y protección de que el judaísmo gozaba como “religio licita” (religión reconocida legalmente) en el imperio, como esos advenedizos pretendían. De modo que recurrieron a algunas mujeres piadosas de su congregación, cuyos maridos gozaban de buena posición e influencia en la ciudad, para gestionar que las autoridades expulsaran a Pablo y Bernabé como perturbadores del orden público.
Los dos apóstoles no se afligieron por eso, sino que hicieron el gesto que Jesús había ordenado a sus discípulos que hicieran si no los recibían bien en alguna ciudad, esto es, que se sacudieran el polvo de esa ciudad que se había pegado a sus pies, como un testimonio contra ella (Lc 9:5; 10:11).
¿Qué significa ese gesto simbólico en este caso? Era una manera de decir: No queremos saber nada de ustedes y rechazamos toda responsabilidad por su incredulidad. Vosotros mismos sois culpables de ella, y algún día sufriréis las consecuencias. Hay un antecedente de este gesto en Nh 5:13.
Sin embargo, su visita a esa ciudad no fue sin fruto pues dejaron allí una pequeña congregación, a la que Pablo volverá más tarde, y cuyos miembros se quedaron “llenos de gozo y del Espíritu Santo” (Hch 13:52).
Notas: 1. El reino de los seléucidas fue fundado por Seleuco, uno de los cuatro generales de Alejandro Magno que se repartieron su imperio a la muerte del joven conquistador macedonio, el año 323 AC.
2. Lo que es hoy día Francia era llamada por los romanos “las Galias”. La mayoría de la población francesa actual es descendientes de ese pueblo bárbaro.
3. Cuando Jesús fue invitado a hablar a la congregación en la sinagoga de Nazaret no se quedó de pie, sino se sentó después de leer el texto de Isaías (Lc 4:16-20). ¿Por qué la diferencia? Israel Abrahams explica que el discurso de Jesús fue una exposición de las Escrituras, mientras que el de Pablo fue una palabra de exhortación.
4. Véase Ex 6:1,6; 15:16; Dt 4:34; 5:15; 1R 8:42; Sal 136:11,12, y muchas otras referencias a la salida del pueblo de Egipto. Esas palabras expresan el poder de Dios manifestado en el Éxodo de Egipto.
#667 (27.02.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).
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